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PARA TI

Empecé escribiendo esto el día que desapareciste y que no te pude encontrar. Así que empecé a
dedicarlo para ti y contigo en cada letra. Con el tiempo se volvió otra cosa, ya verás.
Te odio hippie asquerosa.

Muchos capítulos adelante


con la rabia me tragué tu prólogo.
Ni esa mierda te mereces:
puta infeliz.

Mierda, otra vez, el nudo de la corbata. Magdalena debería saber estas cosas, mas tú nunca le
enseñaste, su abuela es una vieja momia y yo soy, pues esto, su tonto papá. Me gustaría pensar que en
tres años más, cuando Magdalena cumpla ocho años (y yo ande por los treinta), ambos sepamos tantas
cosas del otro que no importe un nudo de la corbata, es más, no importen las corbatas. (¿Por qué una
niña debería saber hacer un tonto nudo de corbata?). Pero creo que en tres años más Magdalena vivirá
con sus abuelos y yo andaré abrigando una esperanza para verla algún domingo. Peleando en tribunales
y esas cosas que, sinceramente, me daría bastante pereza intentar.
La perderé, también.
Magdalena miraba el televisor como muerta. Pocas cosas lograba comprender de ella, la más
importante, era que el televisor y sus ojos estaban conectados por fuerzas sobrenaturales. Algunas veces
me ponía frente al televisor y la observaba. Ella atravesaba mi cuerpo para no perderse la
programación. Era algo mágico. En serio, cielo, nuestra hija tiene una conexión mágica con el televisor.
Como en esa película “Poltergeist”, un día Magdalena quedará atrapada adentro del televisor y desde
allí, quizás, te encuentre.
–La abuela dice que eres un “cerdo comunistas asqueroso” –refunfuñó Magdalena cuando
apagué el televisor. Arrugaba la nariz como lo hacías tú, en esos desayunos horribles que preparaba.
–Tu abuela es una vieja momia –luché con pocas ganas. Que me pongan a Magdalena en mi
contra es una artimaña que seguro no conocías de tu santísima madre–. ¿Crees que soy un cerdo?
–Hueles como un cerdo –murmuró rodando los ojos.
–Y tú hueles como la madre de todos los cochinos. Es hora de bañarse.
La tomé en brazos y la llevé a la bañera. A pesar de sus cinco añitos, Magdalena hablaba bien y
era muy independiente. Eso ejemplifica mi nula experiencia como padre. Mientras ella se bañaba y
chapoteaba agua, yo me afeitaba para que su abuela dejara de decir que era un comunista asqueroso.
–¿Mamá se parecía a mí?
–Tenían una que otra cosa parecida. Tú te pareces más a mí.
–¿Ella volverá algún día? –no le respondí. Corrió la cortina de baño para mirarme–. Papá.
–Dime.
–Ya no me acuerdo de ella ¿y si un día la veo y no la reconozco? ¿Cómo voy a saberlo?
–Ella va a saberlo y yo voy a saberlo.
–¿Tú la recuerdas bien?
–Muy bien –me quedé buscándote en mi cabeza. Sí, te recordaba tan bien como ayer que hice el
mismo ejercicio. Estabas siempre allí. Sonreí–. Báñate que se hace tarde.
Magdalena no abandonó el tema tan rápidamente, si algo sacó a ti era la obstinación. Cuando
íbamos en el Volvo, me sorprendió con otro interrogatorio. Estaba terca ese día.
–La abuela dice que si a mamá le pasó algo fue por tu culpa.
–¿Y qué crees tú?
Se encogió de hombros y suspiró fuerte.
–No tienes que pensar todo lo que te dice la abuela. Es bueno tener tus propias conclusiones.
Escuchar y pensar por ti misma. ¿Qué crees de eso?
–Oki –sonrió abiertamente.
–Oki.
Estacioné el Volvo frente a la casa de tu madre y encaminé a nuestra hija hacia la puerta. Ella
tenía pies pequeños y caminaba como un enano borracho. Eso me daba mucha gracia. Que tonto
hubiera sido dejarte cuando estabas embarazada ¿no? Ahora me resultaba bastante obvio. Seguramente
a ese yo adolescente le chirría algo de todo esto, pero es normal. A los hombres nos gusta hacernos los
ausentes.
Tu madre seguía teniendo gnomos en el patio delantero, me volvían loco. Creo que ella me
observaba desde su ventana enloquecer y se regocijaba por dentro con mi terror. Es anormal que una
persona tenga gnomos. Eso debería haberte dado una pista de la monstruosa mamá que tienes.
Toqué el timbre y demoró una eternidad en abrir la puerta. La niña saltó a sus brazos y ella la
guió al interior. Nos dedicamos una corta mirada de batalla y cerró la puerta. (Comunistas asqueroso.
Vieja momia). Así dejé la fiesta en paz. Magdalena no se merecía mi tontería, pero yo no me merecía a
tu madre.
Touché.

Mi padre me esperaba fuera del edificio. Me saludó con un apretón de manos. Tardé bastante
tiempo en darme cuenta, que su expresión era diferente a otras veces, mantenía un secreto gordo. No
demoré en preguntárselo, pero mi padre era muy reservado. Subimos el ascensor en silencio. Me dejó
afuera de la oficina y me dijo:
–Entra tú, yo ya hablé con él.
–¿Cómo?
Me hizo pasar con un leve empujón y cerró la puerta atrás de mí. Al estar ya adentro con ese aire
medio asfixiado, que no mejoraba el ventilador, me sentí con la necesidad urgente y alarmante de ir al
baño. Quizás era un poco irrelevante, pero así me sentí. El detective me hizo una señal con su mano.
Miré la silla coja y roñosa que apuntaba. Con una mímica me negué a sentarme.
–¿Su padre le contó?
Obviamente no. ¿Qué clase de pregunta...?
–Muy bien. Así es mejor, quizás. Me gusta dar malas noticias –encendió un cigarrillo con una
sonrisa pintoresca–. Aunque en realidad no sé si estas noticias son malas o buenas para usted. Ya han
pasado dos años y la relevancia de este caso me resulta un tanto confusa.
–Desconfúndase –refunfuñé. Me miró atontado. Sí, a veces inventaba palabras–. ¿Ella apareció?
–Me temo que algo de ella apareció.
–¡¿Algo?! –me espanté. Negó con la cabeza al notar mi cara de horror. ¿Te imaginas mi cara al
decirme que algo tuyo había aparecido? Quizás un dedo. Una mano. Una pierna. Un ojo–. ¿Está viva?
–Usted me hace las preguntas difíciles –gesticuló esparciendo la nicotina por todo el cuarto. Por
culpa del ventilador el humo iba a dar justo a mí–. Creo que está viva.
–¿Cree? Le he pagado por dos años y usted me dice que... ¿cree? Dígame, ¿hace cuánto
exactamente la encontró?
–Ayer.
–¿Hace cuánto? –insistí.
Se limpió la oreja derecha hurgueteando con sus dedos gordos. Se acercó desde el mesón hacia
mí.
–No sé si usted está insinuando, lo que yo creo que está insinuando.
–Cerdo ladrón. ¡Todos ustedes son unos cerdos ladrones! ¿Hace cuánto me está robando dinero?
–No, no, no –se hizo el desentendido y se acomodó hacia atrás–. Con ese tono de discusión yo no
tengo nada más que hablar con usted.
–No me voy a mover de aquí.
–Eso presenta un problema.
Nos miramos enfrentándonos. Esto parecería ridículo, pero no era la primera ocasión que sucedía
una discusión de este índole. Estaba bastante cansado, el sistema me engañaba y me estaba viendo la
cara. Este detective representaba toda esa mofa. La maldita cara del sistema. Sé que me dijiste mil
veces que pelear contra todo esto que yo llamaba “consumismo” y que en general estaba representado
por marranos en mi cabeza (marranos y momias famélicas como tu madre), eran exactamente las cosas
que te asustaban y que muchas veces te hicieron dudar de mi lógica o mi cordura.
Me abalancé, porque no hay otra forma de decirlo (o quizás “zambullí”), en el escritorio para
agarrar unos documentos y luego los arrojé todos al aire. Tu detective se quedó impávido. No existe
otra definición. Los papeles volaron y comenzaron a deslizarse sobre su cabeza, hombros, pecho,
escritorio, suelo, ventana e incluso ventilador. Entre todo eso, observé que una de las hojas tenía
impresa una fotografía que podías ser tú. La agarré en el aire y él luchó con fiereza en quitármelo. Supe
que estaba en algo correcto esta vez. Fui a la ventana a leerla. Esa ventana siempre cerrada.
Y eras tú. Diferente, pero tú.
–¿Qué pasa? –pregunté.
–Era lo que intentaba decirle antes que actuara como un energúmeno.
–¿Qué es?
–Su esposa, eso es.
En el Volvo solo tenía algunos CD's de Radiohead, Portishead, Oasis, Andrés Calamaro.
También tenía un CD de mix que se llamaba “varios otros”. Todos eran Mp3. No deseaba escuchar
ninguno de esos. Prendí la radio y sintonicé alguna que sonora decente. Extrañamente encontré esa
canción “Luz del día” de los Enanitos Verdes, que hace un tiempo me gustaban y ahora me parecen
vergonzosos.
El tiempo dejó
su huella imborrable

y aunque nuestras vidas son distintas

esta noche todo vale

Mierda de música. Apagué la radio. Miré de reojo el CD de Radiohead y no contuve mis deseos
de oír temas clásicos como “Steet Spirit” “Creep” “No Surprises” “Karma Police” o “2+2=5”.
Melancólico me hallaba, no hacía falta describirlo con más palabras que mi melodramático y suicida
estilo musical. En ese momento las letras emanaban como un revólver.
And fade out again
and fade out...
inmerse your soul in love

Entonces sumergió un deseo asesino entre mis costillas y me aferré al manubrio lleno de pánico.
Estuve dos años buscándote, temiendo que tú estabas herida, secuestrada, asesinada, perdida,
accidentada. Pensé las peores cosas del universo, para no pensar en la más terrible de todas: te fuiste
porque lo quisiste. Te fuiste porque no querías una familia.
¡Tú huiste!
She's running out again
she's running out
run, run, run, run!
run!

Estacioné el Volvo frente al registro civil del pueblito donde estabas. Supongo que éste lugar era
el centro del pueblo, aún así era pequeño y rústico. Me parecía estar estacionando en una película de los
años 80's. Me percaté que varios miraron mi Volvo y luego siguieron caminando. Me bajé, revisé las
puertas. Me coloqué los lentes para el sol y caminé cruzando la calle. En ningún lado andaba un auto.
También pensé que me había equivocado y conduje días hacia el sur sin darme cuenta. Aunque esto
estaba cerca, pero escondido. Creí que en cualquier momento una vaca atravesaría.
Elegiste un lugar, por así decirlo, excéntrico.
Subí los escalones hacia la puerta principal del edificio viejo. Un grupo de diez u once personas
salieron desde el interior y luché contra la ola para atravesar la puerta. Al llegar decía “CERRADO” en
un letrero grande que se burlaba de mí. Me quedé mirándolo embobado. Uno de los hombres que había
salido me miró con una sonrisa y dijo:
–Ya será para mañana, amigo.
Después de las palabras se fue. Lo perseguí hasta la esquina sin atreverme a hablar. Caminé atrás
de él como un tonto, persiguiendo su sombra.
–¡Amigo! –le grité–. ¿Me puede ayudar? Estoy buscando a una persona.
–¿Cuál es su nombre?
–Evelyn Pulido.
–No, no, no, acá no existe ningún Pulido. Está usted equivocado, quizás quiso decir Prado o
Pereira.
–No, no, yo... –saqué una hoja doblada del pantalón y la miré. Allí estaban tus datos, tus nuevos
datos–. Quiero decir Josefina Durán.
–Entre Durán y Pulido existe una gran diferencia, amigo.
–Sí, lo siento.
–Josefina Durán, claro, la conozco. Trabaja en el registro civil.
–Eso me han dicho, claro. ¿Sabe usted si sigue adentro?
–No, hoy no fue a trabajar. Debe encontrarse en el hospital.
–¿Hospital? ¿Está bien?
Me miró por segunda vez con desconfianza y se guardó sus comentarios. Supe de esa manera que
tú estabas bien, de otra forma, no hubiera limitado su respuesta a un ceño fruncido de extrañeza. Y
sinceramente hubiera deseado que no estuvieras del todo bien. Eso daría rienda suelta a mi imaginación
para enmendarte de esto que me estabas produciendo muy adentro.
–Vaya y pregunte allá por ella o por el doctor Maturana.
–Bien –me limité a responder, no deseaba que otra de mis preguntas lo asustaran–. Muchas
gracias.
–De nada, amigo. Parece usted buena persona.
Sí, podría también ser Terminator que venía a eliminar a Josefina Durán y de igual manera me
hubiera dado todas las coordenadas para encontrarla.
Me subí al Volvo y conduje con la misión de encontrar el Hospital. Llegué a la esquina de esa
misma calle y apareció un edificio de dos pisos que no tenía letrero, pero transitaban varias damas de
rojo y hombres de batas blancas. La entrada al recinto era confusa, pero la encontré.
–¿Josefina Durán? –pregunté a la recepcionista. Ella negó con la cabeza. (Pero busque, haga
como si trabaja). Me tranquilicé–. ¿Doctor Maturana?
–¡Oh Josefina! –recordó por sorpresa–. ¿Es usted familiar de la niña?
–¿Niña? No, no, me temo que es...
–Solo puede ingresar a verla familiares directos e inscritos. Es política del hospital con menores
de edad. Lo siento muchísimo.
–Usted no me está entendiendo.
–Entiendo perfectamente, quiere ver a la niña. Espéreme aquí, voy a preguntarle a su madre.
¿Cuál es su nombre?
–Benjamín Luty, pero espere...
La mujer salió caminando rápido sin ninguna otra explicación. La seguí, porque me era ridículo
todo este asunto de una niña. ¿De qué niña me estaba hablando? Esto seguro es parte del
“consumismo”, la gente no escucha cuando le están pagando para hacer cosas. Esta gente está hecha un
androide hoy en día. Todo este maldito sistema está corrompido: ciego y sordo, pero lamentablemente
habla demasiado desde su propia ignorancia. Eso me emputece bastante.
La recepcionista o enfermera o ambas, para el caso de hospitales todo iba de la mano, ingresó al
área de pediatría y me indicó que esperara mostrándome el cártel “Área Restringida”. Pero desde atrás
de la puerta y con el cristal sucio que no lavaban hace años, logré ver tu figura y tu cabello y tu forma
de expresarte.
Helado me quedé. Medio muerto. Medio vivo.
Miraste hacia donde yo estaba, te alejaste de la cama de una niña muy pequeña, con el pelo tan
corto como el tuyo en ese momento (te llegaba a las orejas). Se cruzaron una mirada. Estabas en
pánico. Incluso a través de esa difusa imagen del cristal, podía reconocer el olor de tu miedo y de tu
sorpresa. El olor que seguro pensabas sentir hace años atrás y no ahora después de dos años completos.
Después que varias cosas sucedieron en tu vida y en la mía. Ahora que todo esto parecía un caso
cerrado... aparezco.
Y yo tampoco me esperaba aparecer a un desafortunado encuentro como éste.
La sorpresa es mía y es tuya. La sorpresa es parte de nosotros. Profundiza más.
Retrocedí. Las piernas me flaqueaban. Retrocedí.
Escarba más. Penetra más. Lastima más.
Salí del edificio y llegué al Volvo. Esto había sido una mala idea. Las hipótesis se me cruzaban
como picaduras de avispas. La niña se llamaba Josefina y tú estabas con ella. Tú que ahora te llamabas
Josefina. Eran una familia. La forma en cómo la mirabas se me repitió mil veces en mi cabeza. Su
cabello corto. Sus ojos grandes expectantes. Eran una familia. Vi miles de familias y estuve en una
familia contigo. Sabía cuándo alguien estaba o no estaba en una familia. Sabía reconocer tu rostro de
madre y de esposa...
¿El doctor Maturana?
Miré la entrada del edificio. Obviamente no te atreverías a salir. Te escondiste por dos años y no
podía creer que yo tenía anclado en mi corazón el deseo que salieras del hospital y me hablaras. Que
corrieras al Volvo y que habláramos sobre todas las dudas que penaban en mi cabeza como fantasmas.
Pero obviamente no saliste y debías estar adentro protegida en tu mentira.
Pensar en que me buscarías para explicarme era otra ilusión más. Otra ilusión que no podía
permitirme en este momento. Bajé del Volvo y regresé al hospital. Obviamente desde la misma puerta
principal me dijeron que no podía entrar y las explicaciones eran confusas. No había otra respuesta que
el Doctor Maturana metiendo sus narices. No lo conocía, pero presentía que no nos llevaríamos bien.
–Vaya y dígale que me voy a quedar acá hasta que salga. ¡Y su sistemita no me va a vencer! ¿Me
escuchaste Evelyn? Aquí me quedo. Aquí me quedo. ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Perros herejes!
Después de una hora de hacer guardia salió un doctor y me indicó que habláramos en una
esquina. Era un hombre alto que rodeaba los cuarenta años. Tenía todo el cabello canoso. Lo seguí y me
invitó un cigarrillo. No lo acepté y él tampoco fumó, supongo que pensó que era su obligación no
mostrarse vicioso. Aún así estaba nervioso y parecía un tanto preocupado.
–¿Doctor Maturana? –pregunté. Levantó la mirada–. Así que Evelyn lo mandó.
–¿Evelyn?
–Josefina Durán, para usted.
–No, ella no sabe que estoy acá –aseguró y le creí–. Mire, usted parece decente y buena persona
–otro que me decía que yo era buena persona–. Yo entiendo a grandes rasgos su situación.
–¿La entiende a grandes rasgos?
–Un hombre grande tiene que saber cuando una relación termina.
–No me diga, que simpático.
–Y una mujer tiene derecho a reconstruir su vida. La obsesión no es sana. En otra ocasión le
invitaría yo una cerveza e intentaría ayudar, pero ahora se trata de mi esposa y está usted asustándola.
Así que se retira de aquí con prudencia y respeto por sí mismo o voy a tener que llamar a seguridad.
–Solo una cosa...
–¿Qué cosa?
Me preparé para hablar, pero entonces apareciste tras la figura alta del doctor y casi podías
ocultarte tras su fortaleza, pero te vi, pero sentí tu olor a miedo. Tenías los ojos repletos de lágrimas y
tus manos temblaban. Me sobrevino un golpe eléctrico y me quedé aturdido en mi lugar.
Olvidé absolutamente todo lo demás.
Escarba más. Penetra más. Lastima más.
–Amor –murmuraste. El doctor giró. Te abrazó protegiéndote, aunque su fuerza física decaía al
conocer su verdadero carácter y no causaba ningún miedo en mí–. Voy a hablar con él... a solas.
–¿Segura?
–Sí, a solas. Estaremos en el café. 15 minutos nada más. Vuelve a tu trabajo.
–Pero si pasa cualquier cosa...
–Ve con calma –le dijo y él confió plenamente en ella.
Me llené de irracionales miedos sobre poder mental y telequinesia y actos espirituales de
posesión. Me llené de temores que jamás había tenido.
Te veía alejar al doctor de ti y se miraban en una profunda despedida o un “hasta luego”, tan
cargado de drama que podría perfectamente ser el final de una telenovela.
Me cargué de demonios danzarines y máquinas del tiempo y cualquier elemento inexistente o
que no haya querido ver antes: como tú, como esto que estás haciendo.
¿Después qué descubriría yo para sorprenderme?
–Estoy lista para hablar –me dijo.
Escarba más. Rasguña más. Hunde más tu aliento.

Regresé en el Volvo a la casa. Estuvo trabajando bastante bien hasta pasar la ruta 68 y comenzó a
escupir y ahogarse como un viejo moribundo. Me bajé y maldije a todos. Cualquier nombre que pasara
por mi cabeza era maldecido y asesinado inmediatamente. Me sentí tonto al cabo de un rato al medio
de la carretera maldiciendo y exponiéndome a cualquier cosa. (Comunista asqueroso. Tonto papá). Yo
era el tonto papá de Magdalena y, sin lugar a dudas, ahora más que nunca me sentía bobo y sinsentido.
Además estaba ebrio y podía haber sufrido un accidente en vez que el viejo Volvo me abandonara. A
veces tengo la impresión que este auto me protege, pero solo es una sensación. No merecía ser
protegido por nadie. Quizás esto que me sucedía era prueba convincente que Magdalena estaría mejor
con la vieja momia de su abuela y que yo estaría mejor siendo ese adolescente encaprichado por no
tener descendencia.
Pero no era tan fácil como decir: hasta aquí llego yo como padre de familia. No era tan fácil
porque existían responsabilidades morales entremedio. Existía mi padre que me había puesto
“principios”. Y lo más importante: existía un tirón de orgullo que me refregaba mis estúpidos miedos.
Y, por supuesto, existía una pequeña niña de cinco años que me llama su tonto papá. Esa pequeña
niña que creía que yo era un asqueroso comunista. La niña que decía “oki” a mis instrucciones, como si
las entendiera. Esa pequeña nariz arrugada que me recordaba tanto a ti.
Zorra traicionera. Perra descarada. Ojalá te mueras.

Te veías fantástica en la cafetería. Tenía una especie de tristeza que me sabía bastante bien con
canela. Pedí un té con canela y tú no pediste nada, seguro tenías el estómago echo un nudo.
–Y me trae una cerveza también ¿quieres una? –te pregunté.
Negaste con un aleteo de la mano derecha. Me miraste y articulaste una O en tu boca, pero no
dijiste absolutamente nada. Me trajeron la cerveza primero, así que tomé el brazo de la señorita y le
dije:
–No me traiga el té. Después de esto me trae un ron con dos hielos. Nada de bebida.
La mujer se me quedó mirando asustada y asintió en un cabeceo.
–Gracias.
La miré de arriba hacia abajo. La mujer se fue.
–¿Qué estás haciendo? –me preguntaste.
–Aparentemente estoy bebiendo –tomé la cerveza y le di un trago largo sin respirar–. Sí, sabe
exactamente igual a la última vez que bebí. ¿Sabes desde cuándo no me voy de borrachera? Creo que
desde hace un año exacto. La última vez dejé a Magdalena con la momia de tu mamá y llegué tan
borracho a la casa que me caí por las escaleras. Pensar que moriría, no fue nada comparado con la cara
de buitre de tu mamá al mirarme con reprobación y luego contratar a abogados para que me quitaran a
mí (nuestra) hija. Pero no pudo quitármela y simplemente no sé qué hice de bueno para eso. Aunque
tenemos una especie de Tuición Compartida. Somos como una pareja de viejos llena de rencillas. Sí,
me convertí en el esposo de tu mamá. ¿Qué te parece eso?
Miraste la cerveza desafiante en mi mano y después volteaste hacia la puerta de salida. No te
esperabas una conversación que empezara así en ningún rinconcito de tu cabeza. Y no te esperarías
tampoco como terminaría. Teníamos quince minutos y yo había ocupado diez en beber. Aunque ambos
sabíamos que esto no se resolvería en quince minutos, ni en una hora, ni siquiera en un día, meses o
años. No necesitábamos hablarnos para estar de acuerdo en que esta reunión era una payasada sin
sentido. Que tú no querías pedirme perdón y que yo no iba a perdonarte.
Estaba ensimismado en eso, hasta que abriste la boca realmente y dijiste:
–La vi el otro día en la escuela, pero no la reconocí enseguida.
–¿Qué?
–A Magdalena tú (nuestra) hija. Y ella se me quedó mirando y arrugó su nariz.
A eso se debía la terquedad de Magdalena. Ella presintió algo. Ella tenía poderes.
–Es una niñita preciosa. Te felicito. Yo no creí que tú la cuidaras tan bien como lo hiciste.
–No hice una mierda.
–Bueno, no es lo que ella piensa. La escuché hablarle a tus compañeros de ti.
Tragué cerveza y me pareció un trago amargo. Primera vez que entendía la expresión.
–Decía que su papá era un comunista que luchaba contra el sistema de las viejas momias. Allí fue
donde realmente supe que era tu hija –sonrió, después arrugó la nariz–. Se parece mucho a ti.
–Sí, se parece mucho a mí.
–No le digas que...
–Ni lo menciones.
Nos quedamos callados. Ella dio golpes con sus dedos en la madera. Desechó algunas ideas y
volvió a la carga con la mirada directa en mí. Me tragué lo que quedaba de cerveza, pero me parecía
cada vez más tibia, más deshidratada y más asquerosa. Igual la tragué como se traga el veneno. Me
llegó el vaso de ron.
–Josefina –murmuró–. Ella está enferma y me necesita.
–Mejorará ¿y qué pasará luego?
–No mejorará.
–¿Qué?
–Josefina no mejorará, ella va a morir. Y yo me voy a quedar aquí junto a mi esposo llorándole
durante toda la vida, si hace falta.
–No es su culpa –rezongué. Era más un recordatorio para mí–. No es culpa de la niña y lo
lamento mucho. Todo esto que me dices... es una niñita solamente.
–Lo sé, tienes un gran corazón.
–Tengo un corazón, no sé si es grande o muy pequeño, pero lo tengo. Tú... tú tenías un corazón.
–Tengo un corazón. Entiéndeme.
–¿Entenderte? –me pasé la mano por mi pelo. Después deseé pasarme la mano por la barba, pero
me la había cortado. Ahora la extrañaba–. Te busqué dos años pensando que estabas muerta. Me sentí
culpable. Pensé en la muerte. Cuidé de nuestra hija. Me...
–Basta, por favor.
–No, me vas a tener que escuchar ahora –te asustaste con mi advertencia. Me tomé la mitad del
ron y me quemó por dentro y sentí ganas de vomitar–. Me hice mierda por dentro esperando.
Esperando... Le pagué todos mis ahorros y más a un detective privado. ¿Yo? ¿Te imaginas? Un
detective que me sacaba dinero. Yo iba todos los meses a depositarle una suma para nada pequeña a su
cuenta. ¿Por qué? Porque tenía esperanzas, cielo. Tenía esperanzas en ti. Yo creía en ti. Magdalena cree
todavía en ti –bebí la otra mitad que quedaba del ron. Ahora dejó de dolerme tragarlo y solo pasaba
como agua. Levanté el vaso y pedí otro igual. Odiaba el ron, tú lo sabes bien–. Escribía un libro... –
refunfuñé–. Volví a escribir poesía. La poesía es un instante y ahora es nada. Son nada todas las
emociones que enlutaban a un hombre amante de la pérdida y que albergaba una esperanza de
encontrarte.
–Pero me encontraste.
Tu maldita interrupción me cayó terriblemente mal. Ni siquiera sabía bien si era o no una
interrupción, ya que parecía que mi punto seguido era final. Aún así esperaba cualquier cosa que dijeras
para volver a cargar mi revolver mental. Me llegó el ron, esta vez lo bebí todo. Golpeé la mesa con el
vaso y pedí otro. La mujer me miró con pánico en los ojos. Era solo el mediodía y ella lamentaba que
esa cafetería también sirviera licor. Seguramente gente así le tocaba una vez por mes.
–Encontré a Josefina, no te encontré a ti Evelyn.
Me llegó el ron. Esta vez tomé el vaso con ambas manos, pero no lo tragué. Me quedé mirando
los hielos que flotaban y sentía una especie de volcán adentro. Un volcán que había estallado y que no
había sido tan terrible como otros hubieran creído. No maté a nadie, así que todo estaba bien. Aunque
mirando esos pedazos de hielos que giraban sin sentido en el vaso, pensé por un segundo que sí estaba
muriendo alguien. Estaba muriendo mi esposa Y con eso yo estaba muriendo, un poco.
Soy viudo, Evelyn. (¡Y tan joven!)
–No puedo creer que escribiera poesía, ya sabes cuánto la odio. La odio todavía más que las
mujeres sean autoras de novelas estúpidas.
–Yo escribía...
–Tú escribías mal –susurré.
–¿Qué dices?
–Nada –me tomé el tercer vaso de ron. Nada. Eso era... nada–. Me voy. Paga esto.
–¿Qué dices?
–Que me voy y tú pagas esto. ¿Te importa?
–Eeeee –te quedaste esperando alguna respuesta ingeniosa o de espanto. Pero eres una hippie
asquerosa. Ni siquiera te bañaste desnuda en la playa, caminaste hacia el mar tiñéndolo de colores
psicodélicos para decirme “amor y paz”. Solo te quedaste callada como tonta–. ¡Espera! –me gritaste.
–¿Qué quieres?
–¿Vas a volver otro día? Él... la niña...
Me miraste con dolor. La niña iba a morir y tú eres una mujer mártir. Aún así me pareciste
repulsiva. No quiero ser egoísta o poco egoísta. No me parece que seas tonta o que yo sea (del todo)
huevón. Creo que en ese momento no quería sentir pena por ti, pero tampoco profundo odio. Es ese
momento en la cafetería que quedará tatuado en tus recuerdos. Lo sé, aunque no lo quieras, vivirás con
miedo a que nuevamente me aparezca en el hospital o en el registro civil o esta vez en la puerta de tu
casa. O incluso que me encuentres bebiendo en la cafetería y pidiendo que caiga la cuenta para ti.
Fue un momento de profundas revelaciones y estaba cansado de actuar como un esposo fiel.
Quizás ahora podía al final acostarme y revolcarme y fornicar y poner en cuatro patas a la tía de
preescolar de Magdalena. Podía quizás emborracharme todos los fines de semana sin falta. Podía tener
libertad. Era un viudo y soy tan joven.
No te respondí. Te dejé con ese terror. Me miraste cuando agarré el aire de afuera y me sentí
mareado. Borracho. Saqué la alarma del Volvo con plena concentración, me subí y azoté la puerta. Me
viste marcharme sin ponerme el cinturón. Seguramente pensaste o quizás en la noche te llegara la idea,
que yo tuve un accidente espantoso y morí.
Era muy posible que supieras que estaba vivo solo cuando salió mi libro. Mi libro de poemas. Mi
libro que iba a convertirse en una novela de misterioso y de dramatismo puro. Ahora, no sé, cariño.
Ahora no sé realmente lo que es. Un híbrido, quizás.
Conduje a casa de mi padre. No llegué a mi casa. Al otro día fui por Magdalena y ella me miró
con sus ojitos claros y me dijo “que tonto eres papá”, sin ningún motivo, solo al verme como si algo en
mi cara fuera obviamente tonto. Muy tonto.
Sonreí. Que tonto soy.
–¿Quieres saber cómo luchar contra el sistema?
Su boca se dibujó en una U muy ilusionada.
–Oki –se colocó el cinturón de seguridad primero. Algo que le enseñé YO y nadie más que yo.
–¿Crees que eres capaz de luchar contra el sistema siendo tan... enana?
–Sí. Sí. ¡Contra esas malditas momias!
Miré la entrada de la casa de la vieja momia. Ella me miraba con el mismo odio de todos los días.
Creo que con un poco más, ya que no había llegado a la hora a buscarla. Había aparecido con 12 horas
de tardanza y no le di ninguna clase de explicación.
Le sonreí. La despedí con un movimiento de mano.
–¡Nos vemos mañana! –grité por la ventana.
Magdalena se asomó sobre mi cabeza y gritó:
–¡Me ayudará a pelear contra las momias del sistema!
(Comunista asqueroso). Ella azotó la puerta.
–Deberías dejarte la barba –comentó Magdalena.
–Oki –respondí–. ¿Quieres aprender cómo hacer una dictadura?
–Oki –parecía emocionada.
–¿Y sobre los comunistas?
–Oki. Oki –daba saltos en su asiento de alegría.

hippie asquerosa
lo único buena que me hiciste
fue amar
amar profundamente

ella tiene mis ojos


y tiene mis manos
y tiene mi corazón

odio escribir poesía


pero te odio más a ti

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