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Era una noche de plenilunio en un lugar muy cerca de la mar, los fuertes vientos
mezclados con arenilla golpeaban el rostro de un viejo rey que acompañado de sus
súbditos realizaban un peregrinaje en los templos piramidales y desde la sumidad
contemplaban extasiados la luna llena que con su fulgor de plata bañaba todos los
rincones de los areniscos, los añejos guarangales orlados con nidos de cuculíes y de rojos
piturrines. De vez en cuando se veía a lo lejos el brillo de los ojos de nocturnos animales
que como brazas de fuego calentaban la fría noche.
- Hijo, tú que pronto heredarás los destinos de la nación, es importante que conozcas el
paso de los grandes ojos de fuego. En ellas – prosiguió – verás el triunfo o la derrota, la
abundancia de agua o las sequías, la prosperidad o la decadencia, la vida o la muerte,
pues, cuando una estrella cae en la tierra, es señal de una vida se apaga.
- No teman, es una bola de fuego de los cabellos de oro. Dijo el monarca, confundiéndolo
con un cometa.
La fría noche daba la sensación que se convertía en día cuando la intensa luz fulgurante
irradió a los sorprendidos hombres. A los terrenos de arena, las viviendas de piedra y barro
con techos de carrizos y paja. Se pudo mirar los verdes guarangales de donde salieron
despavoridas las aves que dormitaban en sus fuertes ramas. La inmensa y pedregosa
pampa sembradas de naturales calatos. Se vio las altas y bajas colinas, a los zorrillos y
serpientes furtivos cazadores de la noche que asustados buscaban refugio en sus
madrigueras. El suelo estéril y cuarteado por la sequedad, donde se observaba
chamuscados maticos por el fuerte sol en el día y los ladridos de los perros rompían el
silencio de la noche. Entonces la bola de luz cayó en la tierra en una gran pampa,
dejándose escuchar ensordecedor sonido y el eco horrorizó más a la gente.
Ajall Kriña, enamoróse perdidamente de las formas blandas, pulidas de la virgen del pueblo y un día en la
confusa claridad de una mañana, cuando la ñusta llevaba en la oquedad de esculpida arcilla, el agua
pura, su alma apagada y muda hasta entonces, abrió la jaula y dejó cantar a la alondra del corazón:
Mi corazón en tu pecho cómo permitieras; aunque penda de un abismo, muy hondo, muy hondo o
estrecho de modo que tú me quieras como tu corazón mismo.
La de las eternas lágrimas, la princesa Huacachina, llamada así porque desde que los ojos de su alma se
abrieron a la vida, no hicieron sino llorar; no tardó en corresponder el cariño hondo, fervoroso e intenso
del feliz varón de los cambiantes ojos de fiereza o de dulzura, de acero o de miel.
Todas las mañanas y todas las tardes, en los cárdenos ocasos o con las rosadas auroras, Huacachina,
cuyas lágrimas parecían haberse secado para siempre, entregaba a Ajall Kriña, las preferencias de su
corazón, las joyas de su ternura, los incendios de su alma pura y sencilla.
Pero la felicidad que siempre se sueña eterna a los ojos egoístas de que goza, voló como el céfiro fugitivo
que se escurre entre las hojas de los árboles o entre las hebras del ramaje. Orden del Cuzco, disponía
que todos los mozos se aprestaran a salir inmediatamente, para combatir sublevación de lejano pueblo
belicoso. Ajall Kriña, con el alma despedazada, se despidió de su ñusta hechicera. Ella le juró amor,
fidelidad, cariño y él, alegre, feliz porque comprendía con la fe y la fiebre del que quiere, que ella no lo
engañaría y entregaría su corazón como aquella otra ñusta odiosa de la leyenda iqueña que enajenó su
ser por el oro de la joya, la turquesa del adorno y los kilos de la blanca lana como vellón de angora,
marchó con otros de su pueblo en pos de nuevos soles a develar la rebelión, a sofocar el movimiento
sacrílego contra el Dios-Inca.
Ajall Kriña, con heridas terribles, abiertas en el cuerpo de bronce, muere en el combate después de haber
luchado como un león. La triste nueva, pronto se comunica a Huacachina, la bella princesa de los ojos
hechiceros, quien alocada, desesperada, al amparo de las sombras que se vienen, huye sin que lo
adviertan sus padres entre los cerros y los cuchillos de arena, hasta caer postrada, abatida, jadeante,
sudorosa, con el llanto que desbordándose del manantial inagotable de sus olas, caían en las arenas que
como pañuelos de batista, se extendían más allá de la Huega.
Las lágrimas ruedan y siguen rodando muchos minutos; numerosos días; tiempo tal vez incontable para
ella, de sus ojos inyectados por el dolor y cuando el hambre, el dolor, la tristeza, la desventura, rompen el
frágil cristal de su alma y la vida huye y se aleja veloz, esas abundantes lágrimas, absorbidas por las
candentes arenas, surgen a flor de tierra en el inmenso hoyo amurallado por las arenas superpuestas,
después de haberse saturado, con las sustancias de la entraña de la tierra, que las devuelve por no poder
resistir el contagio del inmenso dolor.