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La fuerza amorosa del Espíritu en la acción

El ser humano realiza muchas acciones que se ubican en diferentes campos de la


vida: acciones técnico-científicas que buscan producir ideas, materiales, utensilios;
acciones lúdicas que permiten recrearse a través del juego, el ocio, la diversión; acciones
artísticas que embellecen la vida, como el teatro, la música, la poesía, la pintura; acciones
religiosas que se reflejan en la práctica de ritos en función de lo sagrado y acciones éticas
que se manifiestan en la relación con los otros.

Cada acción tiene un inicio, un medio y un fin, se da dentro de coordenadas espacio-


temporales, y generalmente busca la transformación del contexto en el cual se realiza. Sin
embargo, más allá de hacernos la vida más efectiva desde el campo técnico-científico o de
distraernos de una posible angustia de existir desde el juego; más allá de la admiración ante
una obra de arte o de la misteriosa experiencia de lo sagrado, hay un ser humano o una
comunidad, que no sólo transforma el mundo desde lo que hace, sino que se conoce y se
transforma, en cuanto hace.

Es así, como el investigador se conoce por su centro de interés científico, por las
preguntas que formula, por las soluciones que ofrece; el artista se entrega en la obra que
plasma, en la versatilidad del personaje que asume, en los intervalos de silencio que
permiten la intensidad de la melodía que crea; el niño se dice en la manera cómo juega, en
su risa o su disgusto, en el disfrute o la competencia; la comunidad se revela en la manera
como celebra la Eucaristía, como acoge la palabra y como se entrega o no, a los demás.

¿Qué es lo que hace posible que este conjunto de acciones tengan un sentido? ¿Qué
papel desempeña la acción ética en la transformación de la vida corriente? ¿Cuál es el papel
del Espíritu en la acción ética?

Para el profesor Nilo Ribeiro Junior 1, la acción ética se caracteriza por la libertad, el
deseo y la humanización: Es libre porque el sujeto de la acción es uno mismo. Todo el ser
está implicado en los que hace o deja de hacer; la acción es movida por el deseo del sujeto,
1
Profesor de “ética teológica fundamental” en la Facultad jesuita de filosofía y teología (Belo
horizonte).
de ser el protagonista de la acción que realiza y tornarse en aquello que puede ser en
cuanto actúa; y finalmente, el ser humano se humaniza en lo que hace y al hacerlo
humaniza la humanidad.

A partir de lo anterior, puede comprenderse que la acción ética es una acción


performativa, es decir, aquello que digo, hago y eso que hago, habla de mí, lo que en
hebreo se denomina como “dabar”, que quiere decir que la palabra crea, es creadora de
realidad. Los otros pueden saber quién soy, a partir de lo que digo en lo que hago.

Ahondando un poco más en la acción ética nos preguntamos ahora, ¿Cuál es la


experiencia que la fundamenta?; ¿Es un esfuerzo humano de coherencia, una exigencia de
la ley, un deber a cumplir?; ¿Nos mueve a realizarla la presión social que se impone a
nosotros, la decisión autónoma que brota de nuestro deseo o el encuentro con el otro? Si
partimos de la constatación de que la acción ética se manifiesta en la relación, ¿quién
sustenta nuestras relaciones?

Acudiendo a las Escrituras, que son la fuente de inspiración para los cristianos,
podemos afirmar que el Dios en el que creemos es un Dios Trinitario, en relación, que actúa
constantemente: creando, salvando, santificando:

Es un Dios que crea de la nada, “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La
tierra era caos y confusión y oscuridad” (Gén 1, 1-2); Es un Dios que crea separando,
“Dijo Dios: haya un firmamento por en medio de las aguas que las aparte unas de otras. E
hizo Dios el firmamento; y a apartó las aguas de por debajo del firmamento, de las aguas de
por encima del firmamento. Y así fue” (Gén 1, 6-7); Es un Dios que crea para la relación
“Y Dios dijo: Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza” (Gén 1, 26).

Es un Dios que salva, liberando con hechos concretos al pueblo de Israel: "Por
tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Yahveh; Yo los libertaré de los duros trabajos de los
egipcios, los libraré de su esclavitud y los salvaré con brazo tenso y castigos grandes. Yo
los haré mi pueblo, y seré su Dios; y sabrán que yo soy Yahveh, su Dios, que los sacaré de
la esclavitud de Egipto. Yo los introduciré en la tierra que he jurado dar a Abraham, a Isaac
y a Jacob, y se las daré en herencia. Yo, Yahveh.»" (Ex 6, 6-8).
Es un Dios que salva, encarnándose en la historia por medio de su Hijo, un
campesino judío, que pasó su vida “haciendo el bien” (Hch 10, 38), es decir, saliendo
constantemente de sí mismo, liberándonos de la ley, amándonos hasta el final, y
construyendo el reino de Dios.

Si nos detenemos en la vida de Jesús, vemos que su existencia transcurre en un


movimiento constante de “Salir de sí mismo”: Sale del seno Trinitario para encarnarse,
hacerse carne frágil y vulnerable, con rostro judío (Jn 1, 14), Sale de Nazaret cuando
confirma que la experiencia de Dios como Padre, debe ser anunciada por él, a todos (Mc 1,
9-11); Está constantemente partiendo de un lugar a otro, en obediencia al Padre (Lc 5, 16) y
al rostro del hermano que se encuentra en el camino (Lc 13, 12).

Jesús nos salvó, no sólo desplazándose geográficamente de un lugar a otro,


“haciendo el bien” por donde pasaba, sino desinstalándose y desinstalando a los demás de
sus convicciones estériles y sus leyes mortíferas, “Y él dijo: ¡Ay de ustedes también,
intérpretes de la ley! porque cargan a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero
ustedes ni aun con un dedo las tocan.” (Lc 11, 46).

Nos salvó en cada acto de amor que contempló y que luego convirtió en imagen del
Reino: Cuando observaba al sembrador (Mt 13, 1-9), cuando se dejaba sorprender por la
fuerza inesperada de la semilla (Mt 13, 31-32), cuando veía a María haciendo el pan (Mt
13, 33), cuando empezó a comprender la manera como el Padre ejercía la justicia y la
gratuidad (Mt 20, 1-16), cuando descubrió que la misericordia de Dios era mayor que
cualquier ley (Lc 18, 9-14), y en muchas otras acciones humanas, que le permitieron ver y
realizar , otro reino posible.

Nos salvó viviéndose en éxodo permanente hacia el otro, saliendo de sí, amando
hasta el extremo, en la cruz. Jesús amó a sus amigos que lo abandonaron (Mc 14, 50), lo
traicionaron (Lc 22, 48) y lo negaron (Lc 22, 34) y ofreció a sus enemigos la mayor
manifestación del amor, el perdón (Lc 23, 34).

Es un Dios que santifica. Jesús al morir nos entrega su espíritu, eso quiere decir que
abre para nosotros la posibilidad de que nuestra acción sea inspirada por su espíritu, y
gracias a él, seamos incorporados a su cuerpo que es la Iglesia.
En esto radica la diferencia entre una acción ética humana y una acción ética
cristiana: en la fuerza que nos mueve. La acción ética (humana y cristiana) no busca
cumplir una ley que se impone desde fuera (heteronomía), ni una ley que me doy a mí
mismo (autonomía) sino una ley que alguien pone en mí, es decir, la proximidad del otro,
del rostro del otro, que me inquieta, me afecta, me interpela y me pide que lo ame. Lévinas,
nos ayuda a comprenderlo muy bien, cuando plantea que el rostro del otro no es para verlo,
es para escucharlo. Su rostro se hace llamada que me pide que no lo mate, que lo cuide, que
lo ame.

Pero, la fuerza que nos mueve en la acción ética humana, es la compasión y la


fuerza que nos mueve en la acción ética cristiana, es la del Espíritu que Jesús nos entregó
en la cruz y que implica vivir la ley del Espíritu, es decir, vivir la libertad que viene de la
Vida. Lo que nos mueve a los cristianaos es un soplo vital, el soplo del Espíritu en nosotros,
que libremente acogemos y dejamos actuar.

Rastreando la acción del Espíritu en las Escrituras, vemos, que estuvo presente
desde el principio, cuando "todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas
cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las
aguas."(Gén 1, 2); estuvo presente inspirando la acción de Jesús durante su vida: llevándolo
al desierto (Lc 4, 1), en el bautismo (Mc 1, 7-11), actuando en él, silenciosamente durante
su vida pública, en la pasión y muerte, en la cual nos entregó su espíritu (Lc 23,46).

Dios no sólo nos creó, nos salvó y nos santificó por amor y para amar, sino que nos
sigue creando, salvando y santificando en lo cotidiano de la vida, en las relaciones que
establecemos con los demás, con la naturaleza, con Él mismo. Somos relación que ama, a
imagen de la Trinidad: Co-creadores y responsables de la creación, llamados a ser Cuerpo
de Cristo que se entrega libremente por amor; Espíritu que no huye del mundo sino que lo
vivifica desde dentro, habitándonos "Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre
los muertos está en ustedes, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos dará
también vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes."(Rom
8,11).
A partir de lo anterior, podemos concluir que la acción ética cristina, es espiritual.
Movidos por el Espíritu que nos habita, salimos también nosotros, de nuestro propio
“amor, querer e interés” (EE 189), atraídos por una fuerza que nos descentra de nosotros
mismos, y nos lanza al encuentro de los demás, sembrando una inquietud constante, un
amor inefable, un deseo de que “Dios sea todo en todos” (1 Cor, 15-28).

¿Cómo entonces discernir entre una acción humana y una acción del Espíritu en el
ser humano? Podríamos afirmar dos posibles criterios: por lo inesperado de la acción, que
no es motivada por nuestros esfuerzos, cálculos o pronósticos, y por sus frutos. Con
relación al primer criterio, Karl Rahner, nos ofrece un ejemplo en su libro “La experiencia
del Espíritu”

Cuando se da una esperanza total que prevalece sobre todas las demás esperanzas
particulares, que abarca con su suavidad y con su silenciosa promesa todos los
crecimientos y todas las caídas… cuando se corre el riesgo de orar en medio de tinieblas
silenciosas sabiendo que siempre somos escuchados, aunque no percibimos una respuesta
que se pueda razonar o disputar…. cuando el hombre confía sus conocimientos y
preguntas al misterio silencioso y salvador, más amado que todos nuestros conocimientos
particulares convertidos en señores demasiado pequeños para nosotros, cuando ensayamos
diariamente nuestra muerte e intentamos vivir como desearíamos vivir: tranquilos y en
paz… Allí está Dios y su gracia liberadora, allí conocemos a quien nosotros, cristianos,
llamamos Espíritu Santo de Dios.2

Con relación al segundo criterio, San Pablo nos dice: “el fruto del Espíritu es
caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre y dominio de sí mismo. Estas son cosas que no condena ninguna Ley." (Gál
5,22-23).

Estos dos criterios, nos hablan de una fuerza que no puede tener la ley que se
sistematiza en códigos penales, bajo el veredicto de un juez superior, que valida desde
arriba nuestra acción, sino de una fuerza que viene de la experiencia de un Dios que se
revela Amante y nos invita en libertad a amar como él nos amó (Jn 13, 34), gracias al Don
del Espíritu que actúa constantemente en nosotros.

2
Rahner, Experiencia del Espíritu. 51-53.
BIBLIOGRAFIA

Rahner, Karl. Experiencia del Espíritu. Madrid: Nacea, 1977.

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