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Giampiero Arciero

ESTUDIOS Y DIÁLOGOS
SOBRE LA IDENTIDAD PERSONAL
Reflexiones sobre la experiencia humana

Traducido por: Eduardo Cabrera Casimiro


David Trujillo Trujillo

A Mike J. Mahoney
El amigo que ha
ha estado cercano en la vida y en el pensamiento
A Giancarlo Reda
El profesor que me indicó los horizontes de la fenomenología.
ÍNDICE

PRÓLOGO ..................................................................................................... pág.

ESTUDIOS
PRIMERA PARTE
P ARTE

CAPITULO I: El SÍ MISMO DESPUÉS DE LA ÉPOCA MODERNA...............pág.


1. LAS PARADOJAS DE LO REFLEXIVO
2. EL SÍ MISMO DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA EPISTEMOLOGÍA NATURAL
3. IDENTIDAD PERSONAL
PERSONAL Y TEMPORALIDA
TEMP ORALIDAD D
4. IDENTIDADES POST-MODERNAS
POST-MODERNAS
5. EL SUJETO COMO EL ANIMAL QUE CONSTRUYE SIGNIFICADO
6. ASPECTOS METODOLÓGICOS: COMPRENSIÓN Y EXPLICACIÓN

CAPÍTULO II: PROCESOS DE IDENTIDAD PERSONAL............................. pág.


1. LENGUAJE Y EXPERIENCIA HUMANA
2. MISMIDAD, IPSEIDAD E IDENTIDAD NARRATIVA

EL SÍ Y EL OTRO
3. ASPECTOS EVOLUTIVOS
4. REFLEXIONES FENOMENOLOGICAS
5. MISMIDAD Y RECIPROCIDAD

CAPÍTULO III: REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA............... pág.


1. LA FUNCIÓN DE INDIVIDUACIÓN DEL SÍ MISMO.
2. DEPENDENCIA - INDEPENDENCIA DE CAMPO: LA FUNCIÓN INTERSUBJETIVA
DEL SÍ MISMO
3. IDENTIDAD NARRATIVA Y REGULACIÓN EMOCIONAL:
CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD
DISCONTINUIDAD
ÍNDICE

PRÓLOGO ..................................................................................................... pág.

ESTUDIOS
PRIMERA PARTE
P ARTE

CAPITULO I: El SÍ MISMO DESPUÉS DE LA ÉPOCA MODERNA...............pág.


1. LAS PARADOJAS DE LO REFLEXIVO
2. EL SÍ MISMO DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA EPISTEMOLOGÍA NATURAL
3. IDENTIDAD PERSONAL
PERSONAL Y TEMPORALIDA
TEMP ORALIDAD D
4. IDENTIDADES POST-MODERNAS
POST-MODERNAS
5. EL SUJETO COMO EL ANIMAL QUE CONSTRUYE SIGNIFICADO
6. ASPECTOS METODOLÓGICOS: COMPRENSIÓN Y EXPLICACIÓN

CAPÍTULO II: PROCESOS DE IDENTIDAD PERSONAL............................. pág.


1. LENGUAJE Y EXPERIENCIA HUMANA
2. MISMIDAD, IPSEIDAD E IDENTIDAD NARRATIVA

EL SÍ Y EL OTRO
3. ASPECTOS EVOLUTIVOS
4. REFLEXIONES FENOMENOLOGICAS
5. MISMIDAD Y RECIPROCIDAD

CAPÍTULO III: REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA............... pág.


1. LA FUNCIÓN DE INDIVIDUACIÓN DEL SÍ MISMO.
2. DEPENDENCIA - INDEPENDENCIA DE CAMPO: LA FUNCIÓN INTERSUBJETIVA
DEL SÍ MISMO
3. IDENTIDAD NARRATIVA Y REGULACIÓN EMOCIONAL:
CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD
DISCONTINUIDAD
4. CONTINUIDAD
5. DISCONTINUIDAD

CAPÍTULO IV: PRINCIPIOS DE PSICOPATOLOGÍA............................ pág.


1. LA CONDICIÓN PSICÓTICA: EL PROBLEMA DEL SENTIDO
2. EL PROBLEMA DE LA REFLEXIÓN
3. CASO CLÍNICO
4. MODIFICACIÓN DE LA IDENTIDAD PERSONAL
5. TEMPORALIDAD Y SENTIDO DE SÍ MISMO EN LA CONDICIÓN ESQUIZOFRÉNICA

PARTE SEGUNDA

CAPITULO V: DE LA INTENCIONALIDAD OPERANTE A LA CONCIENCIA DE SÍ MISMO:


 NOTAS POR UNA PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO DESARROLLO DE LA IDENTIDAD
PERSONAL........................................................................ pág.
1. INFANCIA: EL NACIMIENTO DE UNA CORPOREIDAD
2. LA PRIMERA INFANCIA
3. LA EDAD PREESCOLAR
4. NIÑEZ
5. PUBERTAD Y PROPONIBILIDAD SOCIAL
6. ADOLESCENCIA

CAPÍTULO VI: YO Y TÚ: NOTAS SOBRE LAS MANIFESTACIONES


MANIFESTACIONES DEL AMOR EN EL
CURSO DE LA EDAD ADULTA.................................... pág.
1. SEXO Y AMOR: REFLEXIONES EVOLUTIVAS
EVOLUTIVAS
2. EL AMOR Y LA ALTERIDAD
3. EL AMOR Y LA CONCIENCIA COMTEMPORANEA
4. TÚ Y YO: LA NARRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD
5. INICIO Y FIN DE UNA RELACIÓN DE AMOR EN EL CURSO DE LA ADULTEZ
6. LOS PERÍODOS CRÍTICOS

DIÁLOGOS
LOS ESTILOS DE PERSONALIDAD

CAPÍTULO VII: ESTILO DE PERSONALIDAD TENDENTE A LOS TRASTORNOS


ALIMENTARIOS (DAP PRONE)....................................... pág.
1. ESTILO FAMILAR
2. CONSTRUCCIÓN Y DESARROLLO DE LA IDENTIDAD PERSONAL
3. IDENTIDAD PERSONAL Y REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA
4. DESCOMPENSACIONES CLÍNICAS

CAPÍTULO VIII: ESTILO DE PERSONALIDAD TENDENTE A LOS TRASTORNOS


DEPRESIVOS (DEPRESIVOS PRONE)............................. pág.
1. ESTILO FAMILIAR
2. CONSTRUCCIÓN Y DESARROLLO DE LA IDENTIDAD PERSONAL
3. IDENTIDAD PERSONAL Y REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA
4. DESCOMPENSACIONES CLÍNICAS

CAPÍTULO IX: ESTILO DE PERSONALIDAD TENDENTE A LOS TRASTORNOS FÓBICOS


(FOBICOS PRONE)......................................................................... pág.
1. ESTILO FAMILIAR
2. CONSTRUCCIÓN Y DESARROLLO DE LA IDENTIDAD PERSONAL
3. IDENTIDAD PERSONAL Y REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA
4. DESCOMPENSACIONES CLÍNICAS

CAPÍTULO X: ESTILO DE PERSONALIDAD TENDENTE A LOS TRASTORNOS OBSESIVO-


COMPULSIVOS (OBSESIVOS PRONE).................................... pág.
1. ESTILO FAMILIAR
2. CONSTRUCCIÓN Y DESARROLLO DE LA IDENTIDAD PERSONAL
3. IDENTIDAD PERSONAL Y REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA
4. DESCOMPENSACIONES CLÍNICAS

BIBLIOGRAFÍA.......................... pág.

PRÓLOGO
He empezado a escribir este libro en junio de 1999, dos meses antes de que muriera Vittorio F.
Guidano, maestro y compañero en el camino del pensamiento, que compartió conmigo los estudios y
los discursos sobre los temas que componen este volumen. Cuando faltó su voz, él siguió estando
 presente en mis diálogos internos, en las conversaciones imaginarias, en mis meditaciones.
meditaciones. Conmigo,
en el silencio, fue co-autor de este trabajo.
Vittorio en el curso de su último año de enseñanza trató varios argumentos, relativos al modelo
elaborado conjuntamente, que fueron registrados y transcritos por Nicoletta Gentiles. Me he valido de
aquellas lecciones
lecciones como una polaridad
polaridad de diálogo y confrontación,
confrontación, pero también
también como una fuente de
la cual recoger; en particular, el párrafo sobre la pubertad y parte de aquel sobre los períodos críticos
en el curso de la adultez deberían ser adscrito a Vittorio Guidano.
Los temas tratados en el libro desarrollan un bosquejo anterior publicado en el volumen colectivo
editado por R.A Neimeyer y J.D. Raskin, con el título "Experience, explanation and the quest for
Coherence", Arciero y Guidano, 2000). El nuevo modelo teórico discutido con Guidano por largos
años, y que encontró una primera disertación en aquel capítulo, tiene que ver con el encuentro entre la
tradición hermenéutico-fenomenológica y de las ciencias cognitivas. Dentro de este marco se sitúan
las reflexiones sobre los distintos argumentos desarrollados en el libro, que, en su unitariedad, resultan
 preparatorios a una investigación posterior dirigida a definir los Principios de la Psicoterapia.
El volumen se abre con un capítulo que afronta el problema de la Identidad Personal tanto bajo el
 perfil ontológico como epistemológico, a partir de la emergencia de la conciencia moderna. Con la
constitución del sujeto cartesiano se renueva el modo de entender el mundo, la naturaleza y el mismo
sí; ellos son transformados en representación. A partir del Sí que se constituye en la reflexión, el sino
de la comprensión de la Identidad Personal es seguido, en el capítulo, a lo largo de una senda que de
Locke, Adam Smith y la Ilustración Escocesa llega hasta las meditaciones de Hayek; es el camino
recorrido en el mundo anglosajón en la tentativa de explicar por las ciencias de la naturaleza, más allá
del problema de la identidad, aquel de la intersubjetividad y de las reglas que orientan las relaciones
humanas (ética). Sobre la relación entre aquel sistema de reglas, cuya estabilidad encuentra
fundamento en la historia evolutiva y el sujeto capaz de reflexionar sobre sí, Hayek construye la
Permanencia y la Continuidad de la Identidad Personal.
A este modo de entender la identidad hace de contraste para la comprensión "post-moderna" del Sí,
que enfatiza la multiplicidad de la experiencia. En lugar de una identidad estable anclada en la
evolución, una identidad múltiple, generada por la participación en diferentes y discontinuos dominios
de discurso.
La dialéct
dialéctica
ica entre los modernos
modernos y los post- modernos -entre una subjetividad entendida como fuentefuente
de cada significado y un sujeto vacío que sólo encuentra significado por la participación- abre la
 posibilidad de comprensión de la identidad desde otro punto de vista. El significado de la propia
experiencia no tiene origen en la conciencia, ni fuera de ella; la comprensión de sí es más bien el
resultado de un esfuerzo interpretativo, mediado por la condivisión del lenguaje y la praxis del vivir
con otros seres humanos; ella es ordenada a través de la narración. Sobre las huellas de Paul Ricoeur,
hablamos de Identidad Narrativa. La identidad narrativa conjuga, en la búsqueda continua de la
inteligibilidad de la experiencia, la permanencia con la multiplicidad, la continuidad con la
variabilidad.
Desde esta perspectiva sobre la subjetividad nace una nueva conciencia para las ciencias sociales
interpretativas; la comprensión de los significados, de los motivos y de las intenciones de quien actúa
se convierte en el fulcro metodológico y la fuente de diferencia con respecto de las ciencias de la
naturaleza, centrada sobre la explicación. La relación entre comprender y explicar atraviesa todo este
volumen que es consagrado esencialmente a la génesis de la psicopatología. El aforismo de Ricoeur
"explicar más para comprender mejor" es el viático que me ha acompañado en la redacción de los
siguientes capítulos.
En el capítulo II se delinea los márgenes de la identidad personal. Por un lado, su continuidad y la
relación con el cambiar de la experiencia de existir; llamamos a estas dos dimensiones -con la
fenomenología hermenéutico (Heidegger, 1929, 1944; Ricoeur, 1993)- mismidad e ipseidad. Por otro,
la identidad narrativa que regula y articula la relación entre aquellas dos polaridades. En la segunda
 parte del capítulo se introduce el tema de la relación con el Otro, tanto bajo el perfil de la ciencia
natural como de la reflexión fenomenológica. El capítulo se cierra con la alusión a una psicología de
la reciprocidad, entendida a partir de los estudios sobre el apego.
El capítulo III desarrolla el orden categorial de los distintos estilos de personalidad, en continuidad
con las organizaciones de apego. Lo que guía esta categorización es la exigencia de recomprender la
 psicopatología, de las neurosis a las psicosis hasta la esquizofrenia, en continuidad con el estilo
"normal" de personalidad. Es por este motivo que utilizo el termino ingles “prone”,
“prone”, a falta de un
termino correspondiente en la lengua italiana, puede ser traducido por tendente a1. Quiero indicar así
 preferentemente la psicopatología neurótica a la cual cierta
c ierta personalidad tiende preferentemente,
preferen temente, si no
es capaz de regular e integrar los acontecimientos intercurrentes en un sentido unitario y estable de sí.
El capítulo se cierra con una breve disertación del tema de la continuidad y discontinuidad de la
identidad que pretende ser una indicación sobre la comprensión de los distintos modos del cambio.
El capítulo IV desarrolla los principios de psicopatología, con particular énfasis sobre las formas
 psicóticas y sobre las esquizofrénicas; el objetivo de la disertación es subrayar la continuidad entre un
cierto estilo de personalidad premorbosa y las condiciones psicóticas y esquizofrénicas. En particular,
mientras la génesis de las formas psicóticas es reconducida a una intensa activación de temas
ideoafectivos tanto como para producir un efecto túnel, la fenomenología esquizofrénica es entendida
a través de la incapacidad por parte del paciente de recomponer temporalmente y de manera sensata la
 propia experiencia del vivir. En continuidad con la psicopatología clásica, el autismo es considerado
como la manifestación clínica patognomónica del trastorno esquizofrénico.

En la segunda parte de los Estudios vienen tratados los procesos evolutivos y el curso de las relaciones
sentimentales, a la luz de la visión de la identidad personal y la intersubjetividad construida en los
capítulos anteriores. Así, el desarrollo es entendido como un proceso de co-construcción, en
reciprocidad con una figura de apego, del sentir y del actuar y, con la emergencia del lenguaje, de la
identidad narrativa. Las relaciones de amor, por otro lado, son analizadas como la construcción y la
regulación de la identidad recíproca a través de la formación, el mantenimiento y la ruptura de un
vínculo afectivo. En la relación con el Tú emergen tres modalidades de comprensión del otro que
 pueden pertenecer a cada estilo de personalidad; ellas son articuladas a lo largo de la dimensión
óntico-ontológica.
Los Diálogos, que tienen que ver con los estilos de personalidad introducidos y desarrollados en los
Estudios, constituyen la última parte del volumen. La elección de la forma dialéctica, más cercana a
un estilo coloquial está destinada a facilitar a una comprensión global del estilo de personalidad
tratado. El objetivo es comunicar al lector que las distintas categorías de personalidad, más que a
esquemas cognitivos o conductuales, corresponden a tipos ideales -para decir con Max Weber- que
orientan en el análisis de la personalidad, sin ser exhaustivos de la singularidad. Por esto para hacer
más fácil la comprensión, he preferido más bien examinar pasajes literarios que casos clínicos; para el
estilo de personalidad con tendencia a los trastornos depresivos un cuento de Maupassant, para el

1
 N.T. En castellano
castellano tampoco existe un termino equivalente a “prone”,
“prone”, por lo que en esta traducción
traducción hemos optado por utilizar “tendente o
tendencia a”.
estilo con tendencia Dap 2 un cuento de Chéjov, para los estilos con tendencia a las fobias un cuento de
Pirandello, para los que tienden a los trastornos Obsesivos/Compulsivos una novela de Dostoyesvki.
En el curso de la redacción de este texto he tenido ocasión de discutir las ideas y los argumentos que
lo constituyen con los amigos y colegas del IPRA a los que van mis agradecimientos por el apoyo y la
colaboración que me han dado siempre; en particular a Gregorio Corasanniti, Gianni Cutolo,
Inmaculada De Errico, Nicoletta Gentiles, Mónica De Marchis, Valentina Isidori, Paolo Maselli y
Pasquale Parise. Un gracias particular a Paola Cayetano y a Gherardo Mannino que han revisado
críticamente la primera parte del volumen, y a Ángel Picardi que de manera analítica me ha dado
indicaciones, sugerencias y consejos.
A Viridiana Mazzola va mi gratitud por su constante presencia, por su crítica mesurada y por las
revisiones del manuscrito; sin su aportación este libro no habría visto su conclusión.
También un gracias a mis amigos históricos, con los cuales siempre he discutido y que desde siempre
han tenido la paciencia de escucharme: a Mario Reda, a Mike Mahoney, a Leslie Greenberg, a Giorgio
Rezzonico, a Toto Blanco, a Antonino Cariddi, a Jeremy Safran.
Por último, un agradecimiento a mis alumnos y a amigos del IPRA de Tenerife, en particular modo a
Karina Tiripicchio, David Trujillo y Eduardo Cabrera, a mis alumnos de Bari, de Bolonia, de Catanzaro,
de Cáller y de Roma.

CAPITULO I

EL SÍ MISMO DESPUÉS DE LA ÉPOCA MODERNA

Sobre los umbrales del nuevo milenio, una vez más lo que preocupa es el Sí Mismo. La evolución y la
comprensión de la subjetividad, después de las certezas de los tiempos modernos, ha vuelto a ser un
 problema.
 problema.
En primer lugar en el dominio de la existencia del hombre de hoy, en las acciones, pasiones y prácticas del
mundo contemporáneo, emerge un renovado interrogarse sobre la identidad. El problema, a este nivel, es
la fragmentación del sentido de unidad personal acompañada de la creciente velocidad y multiplicidad de
2
 N.T. El termino DAP es un neologismo que proviene del término Desorden Psicógeno Alimentario.
las interacciones humanas. Algunos estudios han enfatizado particularmente este elemento de dispersión
del Sí Mismo (Gergen, 1991; Lifton, 1993); otros han construido una psicopatología de esta dispersión
 bajo el título "trastornos disociativos". Este énfasis sobre la multiplicidad del Sí Mismo, que alcanza las
más profundas articulaciones en el ámbito del post-estructuralismo, sitúa la identidad personal en un juego
de espejos que disemina el Sí Mismo y el mundo en imágenes, referencias y reflejos.
Luego, en el ámbito epistemológico se vuelve problemática la posición que el hombre ocupa dentro de la
obra que ha creído ser el territorio de su certeza: la ciencia. El cuestionamiento del observador en su
relación con lo observado, que se produjo a partir del racionalismo post-crítico (Lecourt, 1981), busca la
redefinición de la subjetividad en el corazón mismo de la metodología científica. De una conciencia que
daba seguridad a la realidad, supeditando la naturaleza al pensamiento, el hombre de ciencia se descubre
sin fundamento, y descubre su conciencia...opaca.
Finalmente, el problema ontológico siempre se sitúa en el ocaso de una época de la conciencia humana; y
eso concierne al cómo, en nuestro existir, siempre y continuamente nos comprendemos: cómo damos
sentido a nuestra relación con nuestro estar vivos y con el mundo que habitamos junto a los otros.
Para articular estos tres temas, partiré de cómo la subjetividad ha sido entendida en el curso de la edad
moderna; en efecto, justo en el desarrollo y en las contradicciones de la conciencia reflexiva se puede
entender la exigencia de una renovada comprensión de la identidad. Sólo después de haber definido los
márgenes de la identidad en lo post-moderno, se aclarará la necesidad de una renovada comprensión de la
identidad personal y, por consiguiente, la redefinición de los problemas en el ámbito epistemológico.

1. Las paradojas de lo reflexivo


Antes de la llegada de la escritura, se debe suponer que la conciencia estaba distribuida en la colectividad;
no había un sentido de interioridad individual demarcada del colectivo. La interioridad, que aparece con el
escritura y se desarrolla en la confluencia del mundo griego con la tradición judaico cristiana, pertenece
completamente al hombre medieval; la interioridad se inicia con la confesión, con la penitencia, y da
fundamento, luego, a la nueva conciencia del amor.
Se trata, en cambio, de una interioridad todavía no "individualizada", casi estandarizada, desligada de un
sentido de unicidad individual. Todo el tema de la aventura de la unicidad individual se inicia con el
Humanismo y el Renacimiento. En aquella época se genera el sentido del individuo como protagonista.
Descartes es el primer gran intérprete de esta conciencia emergente, situando el pensamiento en el centro
del universo y como fundamento de la existencia misma. Así, en las “Meditaciones” escribe: "otro
(atributo del alma) es el pensar, y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece; él
 solo no podría existir, separado de mí. Soy, existo, esto es verdad, pero, ¿cuánto tiempo?: tanto mientras
 pienso, pues tal vez, si fuera posible hacer que cesara totalmente de pensar, cesaría al mismo tiempo de
 ser" ( § 7, 2º Meditación)3.
Ésta quizás es la verdad más fuerte que aparece de la postura reflexiva de la conciencia cartesiana; el ser
depende del conocer. Al poner la conciencia del propio ser consciente como fundamento cierto de lo real,
la subjetividad misma y el mundo son concebidos como imagen; lo real es comprendido como
representación.
La dependencia del mundo de la conciencia que lo representa, marca la experiencia moderna de modo
radical. Efectivamente, si alguna cosa sólo existe para mi, en cuanto la represento, ella se contrapone a mi
que soy Sujeto pensante: es decir, algo sólo adquiere existencia en cuanto Objeto de mi representación.
Mientras el Yo se convierte en Sujeto, todo lo que se pone delante de su pensamiento se convierte en
Objeto, determinable según los principios y las categorías que regulan el pensar.

3
Página 134 edición en castellano “Discurso del Método. Meditaciones cartesianas”. Editorial Libsa 2001
 Nace de este modo aquella relación problemática entre el que observa y eso que es observado, que,
todavía hoy, después de haber atravesado toda la época moderna, constituye el tema central de la
epistemología. El fundamento de la certeza de existir como Sujeto Consciente es alcanzado por Descartes
a través de la duda metódica. Como escribe en el “Discurso del Método”: “Pero advertí luego que,
queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna
cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla,
sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”. (Discurso sobre el Método,
 parte IV)4. El hecho mismo que se dude al mismo tiempo asegura la realidad de mi existencia. De esta
manera el acto reflexivo da fundamento a una identidad que se sitúa fuera de un cuerpo, y de una historia
 personal y social. "Es un yo que no es ninguno", según la magnífica expresión de Ricoeur (1993)
El impacto que tiene que haber producido el comprenderse y el vivir según esta nueva perspectiva, más
allá de los documentos y monumentos, deja una huella indeleble en el lenguaje; con la emergencia de la
época moderna el significado de las palabras sujeto y objeto cambia. Heidegger subraya así esta
transformación: "En la Edad Media el termino subjectum es usado para aquello que yace-delante. Un
objectum, en cambio, es en la Edad Media uno que es arrojado-al-encuentro de mi representar, a mi
representación. Objetucm, en el sentido medieval, es lo que es meramente representado, por ejemplo el
 pensamiento de una montaña de oro, la cual no tiene necesariamente que existir de hecho tal como este
libro que efectivamente yace delante de mí, y que a la manera medieval, debería ser dicho un subjectum.
 Al final de la Edad Media en realidad todo es invertido y puesto sobre la cabeza. Hoy habitualmente por
 sujeto se entiende el yo, mientras el nombre de objectum es reservado para la designación de las cosas
que no tienen carácter de yo, o bien, de los objetos. Lo objetivo, que en el sentido medieval indicaba lo
que me es arrojado al encuentro, sólo en mi representar y solamente a través de esto, es, en cambio,
 según el actual empleo lingüístico, lo subjetivo, lo "meramente representado y no efectivo" (Heidegger,
1987, pág. 190). La comprensión de estas palabras (y -esto es- la condivisión del sentido de ambas)
cambia porque lo que "efectivamente yace delante de mí", lo que aparece evidente, no da fiabilidad; el
subjectum de la edad media, creyéndose seguro, es "destituido de sentido".
 No puedo tener más la certeza en la mirada porque mientras veo el sol que se mueve y la tierra que está
firme, soy engañado por los sentidos; ¡y la razón me engaña cuando me hace percibir la tierra como el
centro del mundo! Luego el genio malvado de la Meditación, la pesadilla que me hace dudar como a
Descartes de todo como de una ilusión, no es un artefacto filosófico, sino la metáfora de las
contradicciones que se estaba produciendo al final de una era y el principio de otra. Como Koyré subraya,
"En cuanto al Cosmos, el Cosmos griego, el Cosmos de Aristóteles y el de la Edad Media, este Cosmos ya
 sacudido por la ciencia moderna, de Copérnico, Galileo y Kepler, lo destruye Descartes completamente”
(1944, pág. 68).
Lo que se transforma es la certeza de aquello que la edad media había considerado como subjectum; y
entonces, Descartes responde a la demanda del fin de una época con la redefinición de la subjetividad. El
interrogarse no tiene que ver con que cosa es el sujeto, como Schrag afirma (1997) sino más bien quién es
el subjectum, quién es el hombre nuevo. La búsqueda de Descartes va en esta dirección. Tiene razón a este
 propósito Heidegger (1988) cuando subraya que, aunque en el curso de la modernidad la ontología tiene
 por tema el objeto, por primera vez en la historia de occidente se cuestiona explícitamente quién se
interroga sobre el objeto. La respuesta, cuando los sentidos, los fenómenos y la razón se vuelven
inadmisibles, se confía a la interioridad, garantía cierta de cada realidad. El sujeto es el que se auto-situa
en la certeza de ser sí mismo. Por esto la identidad de sí mismo no podía ser inmutable e impersonal.

4
Pagina edición en castellano Discurso del Método. Meditaciones metafísicas. Editorial Libsa 2001
Cuando el sujeto adquiere a través de la reflexión la certeza de la identidad, cambia el existir y la relación
con el mundo. No sólo se abre la época de la imagen del mundo, porque "el hombre se convierte en centro
de referencia de lo ente como tal" (Heidegger, 1984, pág. 86)5 , sino el sujeto mismo se vuelve objeto de
reflexión.
De esta manera se genera aquella paradoja de la identidad moderna, por la que si por un lado, todo lo que
es, existe en cuánto es representado por un sujeto, por otro lado, la misma subjetividad para ser conocida
tiene que convertirse en objeto de representación.
Será luego Kant quien lleve a cabo la revolución copérnica generada por Descartes, fundando la
correspondencia de la representación a la naturaleza, sobre una ontología que vuelve a establecer las
condiciones mismas de la razón y sus límites. Mientras que remito a los trabajos de Heidegger (1989),
Foucault (1966), Dreyfus y Rabinow (1983) y Sass (1992) para un estudio más profundo de la posición
kantiana y para sus ulteriores desarrollos, en cambio, querría seguir las evoluciones de la comprensión de
la identidad personal que se produjeron a consecuencia del nacimiento del sujeto sobre en el mundo
anglosajón.
Locke desarrolla lo que en el pensamiento cartesiano sólo queda como indicación: la relación con las
 propias experiencias (I Meditación, Discurso sobre el método 2, 6, 13). Él se convierte así en el intérprete
teórico de los cambios que fueron tomando forma en la vida privada de la Inglaterra post-reformista.
Como testimonia el desarrollo del diario íntimo (Aries y Duby, 1987), la vida individual, más allá de los
actos específicos de lo cotidiano, comienza a ser examinada en su continuidad. Con la Reforma, como
Danziger (1997, pág. 150) afirma, "los individuos son responsables por las maneras en que llevan sus
 propias vidas. La atención sobre sí mismo se vuelve extremadamente sistematizada".
Por tanto, el problema de Locke es la valoración de la experiencia, no sólo concreta sino en el curso de
una vida individual. Por lo tanto es comprensible que él se plantee el problema de la identidad personal,
generando una tradición que recorre la psicología hasta nuestros días. El paso que cumple Locke es un
 paso reflexivo. Para la valoración de la experiencia se requiere que la experiencia misma sea “purificada”
de la pertenencia a mí, a una tradición, a una historia.
Esto implica la distinción entre las experiencias concretas -que se convierten en objetos observables- y una
conciencia distanciada de cada experiencia específica, que nos permite fijar, valorar y reensamblar las
experiencias mismas, por reglas de concatenación.
Así él delinea un sentido de interioridad, la conciencia de sí mismo, que aunque acompañe cada
experiencia, se distingue de cada experiencia particular. "Porque, como el tener conciencia siempre
acompaña al pensamiento, y eso es lo que hace que cada uno sea lo que llama sí mismo, y de ese modo se
distingue a sí mismo de todas las demás cosas pensantes, en eso solamente consiste la identidad personal,
es decir, la mismidad de un ser racional. Y hasta el punto que ese tener conciencia pueda alargarse hacia
atrás para comprender cualquier acción o cualquier pensamiento pasados, hasta ese punto alcanza la
identidad de esa persona: es el mismo sí mismo ahora que era entonces; y esa acción pasada fue ejecutada
 por el mismo sí mismo que el sí mismo que reflexiona ahora sobre ella en el presente”. (Locke, 1972, pág.
371). (cfr. nota 1) 6.
Así, mientras la radicalización del pensamiento cartesiano lleva a entender la misma subjetividad como
representación, la objetivación del hombre realizada por Locke lleva a la subjetividad más radical.
Veremos en el capítulo sobre la esquizofrenia y los trastornos psicóticos cómo a partir de las paradojas de
la reflexibilidad aparece las indicaciones para la comprensión de su patología.

5
Página 73 de la versión castellana "Caminos de Bosque". Filosofía y Pensamiento. Alianza Editorial. 1998.
4 Página 318 en la edición castellana, “Ensayo sobre el entendimiento humano”. Fondo de Cultura Económica. 1994
2. El Sí Mismo desde el punto de vista de la Epistemología Natural
La transformación de la experiencia personal en experiencia desencarnada es realizada por Descartes y por
sus sucesores empiristas, a través de una explicación mecanicista que corrige y suple a la experiencia en
 primera persona (Taylor, 1987, 1989).
Las metodologías que han inspirado la investigación científica en el curso de la edad moderna implican,
 pues, una misma visión del hombre. "Lo esencial aquí es el juego alternante y necesario entre subjetividad
y objetividad" (Heidegger, 1952, pág. 85)7 . Lo que les diferencia son los criterios de racionalidad que
emplean para neutralizar el significado personal de la experiencia. Por un lado, la transformación de la
experiencia personal en conocimiento cierto es regulado por la ciencia matemática "que comparte aquella
evidencia y aquella certeza del yo pienso" (3ª Regla). Por lo tanto cada representación de la Naturaleza no
conforme a las leyes matemáticas, cada objeto no calculable y previsible, se elimina en cuanto incierto.
Por otro lado, el distanciamiento de la experiencia concreta y su evaluación están orientados por principios
 procedurales (reglas de asociación), que constituyen la conciencia misma. "En mi opinión el concepto de
razón no hace referencia sólo a esa facultad que se ejercita al elaborar cadenas de razonamientos y
demostraciones, sino que abarca también esos concretos principios del comportamiento sobre los que
descansan todas las virtudes, así, como cuantos otros elementos requieren los esquemas morales".
(Locke, citado en Hayek, 1988, pág.19)8 (cfr. nota 2).
La distancia de la experiencia concreta se realiza en la figura imaginaria del observador imparcial y bien
cultivado, que es "el hombre interior" que evalúa la experiencia personal y la de los otros; de tal modo que
el "subjetivismo empirista" se transforma por la entrada en la tradición del moralismo escocés. Adam
Smith es quien, relacionando "el observador imparcial" de Hutchenson (que le antecedió en la cátedra de
filosofía moral de Glasgow) con el "principio de simpatía" (hoy diríamos de "identificación con"),
elaborado por Hume (Lecaldano, 1995), elabora una teoría moral para valorar la idoneidad de la conducta
individual y de los otros. A través de imaginarse en el punto de vista de un observador imparcial, que
valore las situaciones y nuestros afectos, podemos darnos cuenta si nuestra acción es digna de alabanza o
reproche. Estamos en lo correcto si hay placer (o dolor) suscitado por la simpatía de nuestras emociones
con las del espectador, mientras que estamos en el error si hay contraste. La perspectiva moral permite
comprender plenamente el nuevo modelo de identidad propuesto por Adam Smith: “Cuando abordo el
examen de mi propia conducta, cuando pretendo dictar una sentencia sobre ella, y aprobarla o condenarla,
es evidente que en todos esos casos yo me desdoblo en dos personas, por así decirlo; y el yo que examina
y juzga representa una personalidad diferente del otro yo, el sujeto cuya conducta es examinada y
enjuiciada. El primero es el espectador, cuyos sentimientos con relación a mi conducta procuro asumir al
 ponerme en su lugar y pensar en cómo la evaluaría yo desde ese particular punto de vista. El segundo es
el agente, la persona que con propiedad designo como yo mismo, y sobre cuyo proceder trato de formarme
una opinión como si fuese un espectador” (1995, pág. 257)9.
Como Danziger apunta, el "social self" de James, el "looking glass self" de Coley, así como "la capacidad
de ponerse en el lugar del otro" de Mead, pueden ser considerados variaciones a partir del tema de Adam
Smith. El desarrollo imprimido por los moralistas escoceses al empirismo se vuelve en cambio, en otra
dirección: la investigación de los principios naturales que guían la conducta individual y colectiva.
La experiencia de la cual Adam Smith se hace intérprete es aquella de una sociedad que se encamina a la
revolución industrial, llevada a cabo por individuos en competencia recíproca y con un sentido ya
consolidado de subjetividad. Su atención, como en la tradición moral a la que pertenece, se dirige a las
áreas de conducta colectiva: a la economía, a la administración pública, a la ley y al gobierno.

7
Página 72 en la versión castellana "Caminos de Bosque". Filosofía y Pensamiento. Alianza Editorial. 1998 .
8
Página 248 de la versión castellana “La arrogancia fatal. Los errores del socialismos” Obras completas vol. 1. Unión Editorial. 1997
9
Página 231 versión castellana. “La teoría de los sentimientos morales”. Alianza Editorial. 1997
Su problema es por lo tanto anclar la subjetividad, que se vuelve social, en reglas que puedan dar cuenta
de la conducta individual y colectiva. Desde esta perspectiva, el hombre interior es bien diferente del
hombre ideal: más bien puede ser considerado el equivalente a la mano invisible que regula el orden del
mercado. Esto debe ser entendido como un sentido (interior) de pertenencia (que se alcanza por la
simpatía) a un sistema de reglas de conducta compartida, con el cual es necesario enfrentarse, sea cuando
se evalúa la experiencia de los otros, que cuando se sopesa la propia. Los principios de aprobación y
desaprobación van por tanto investigados en las conductas naturales de los hombres; la mirada es dirigida
aquí a aquel famoso "orden espontáneo" que será articulado en varios matices por todos los intérpretes de
la Ilustración escocesa (Hamowy, 1987).
Hayek recoge y desarrolla esta tradición, ampliando la investigación sobre la moral a las ciencias de la
vida. En particular, algunos aspectos del pensamiento del gran estudioso, articulan y reelaboran los
 problemas de Smith sobre la identidad: a) la relación entre el sistema de reglas que guía el actuar humano
y el sujeto; b) la relación con los otros (la simpatía); c) la relación consigo mismo (el hombre interior).

a) En muchos puntos de su obra Hayek vuelve sobre el sistema de reglas de conducta (1952, 1967, 1982,
1988). Aquí está en juego la demostración de la pertenencia del hombre a una historia natural que produce
las reglas de conducta, que contribuyen a orientar la acción concreta de los hombres. El principio
explicativo, con que Hayek da cuenta de la mutua relación entre sistema de reglas y organismo, es "la
 primacía de lo abstracto". "La primacía de la cual sobre todo me ocupo es causal, o bien, se refiere a lo
que, en la explicación de los fenómenos mentales, tiene que ir primero y puede ser usado para explicar los
demás" (Hayek, 1978, pág. 46).
En contra del sentido común, que considera la abstracción como derivada de los detalles concretos, Hayek
subraya como nuestro actuar y pensar está orientado por reglas abstractas que una mente debe poseer,
antes de percibir cualquier experiencia particular. Estas normas abstractas, de las que no somos
conscientes, da forma a nuestra experiencia. Constituyen nuestras disposiciones a producir clases de
acciones y percepciones, en respuesta a regularidades ambientales recurrentes; por lo cual todas las
acciones particulares, así como las percepciones de acontecimientos concretos de un organismo, son
gobernadas por disposiciones abstractas que orientan aquel organismo a responder a una situación
 particular, según una clase abstracta de acciones posibles. Hayek llama "mente" al orden de estas reglas.
Este sistema de reglas, que toma forma históricamente como el producto de la coordinación recíproca de
los individuos pertenecientes a un mismo grupo, se ha desarrollado en el curso de la evolución de manera
independiente de los individuos que han contribuido a generarla. El mantenimiento de un particular
sistema de reglas está, por tanto, ligado a una serie de circunstancias ambientales que aquellas normas
abstractas de acción ayudaron a afrontar, promoviendo la supervivencia del grupo que las adoptó. Un
ejemplo evidente es la invención, el mantenimiento y la transmisión del lenguaje por obra del Homo
Sapiens Sapiens versus la extinción de Homo Sapiens Neandertalensis que no había desarrollado la
comunicación lingüística.
La contribución original, que Hayek aporta a la teoría de los órdenes espontáneos de los moralistas
escoceses ("que veían la congruencia entre la regularidad de las conductas de los elementos y la
regularidad de las estructuras que resultaron de la interacción de los elementos" 1967), como él mismo
subraya, consiste en la diferenciación entre orden individual y sistema de reglas de conducta; estas dos
unidades que se autoorganizan producen regularidad de manera diferenciada. En efecto, aunque los
cambios en la conducta individual puedan determinar cambios de cada norma abstracta de conducta, aquel
cambio es regulado por un orden superior, "un orden hacia el cual las reglas particulares deben tender, y,
dentro del cual, cada nueva regla debe adaptarse"(Hayek, 1967, pág. 78). Desde este punto de vista, el
sistema de reglas puede desarrollarse como una totalidad produciendo regularidades distintas de las
mostradas por el comportamiento de sus elementos.
El punto central de la argumentación de Hayek es el mecanismo con que explica la relación entre las
reglas de conducta individual y las normas de conducta colectiva. La relación circular entre 1) las normas
abstractas de acción, que coordinan la acción individual con la de los otros, y que el individuo adopta sin
ser consciente; ¡piénsese en la adquisición del lenguaje! 2) el individuo que, generando una clase de
acciones para promover la propia permanencia en el tiempo, continuará llevándola adelante, o contribuirá
a cambiar aquellas normas de conductas por las que está orientado. El mecanismo está asegurado por los
 principios de la evolución a través de la selección natural de las conductas individuales, por medio de la
viabilidad del orden global que serán capaces de generar.
La acción singular es así situada entre los impulsos internos, las circunstancias ambientales y las reglas de
conducta, sedimentadas históricamente y aplicables a aquella particular situación.

 b) Antes de que un filósofo continental se planteara el problema de la intersubjetividad (Husserl, V


Meditación Cartesiana, 1950), Adam Smith identificó en la simpatía el principio que permite explicar
nuestra participación en las experiencias de las pasiones ajenas (cfr. nota 3).
En efecto, según Smith, a través de la simpatía no sólo podemos reconstruir las emociones y las
situaciones del otro, sino también evaluar la conducta en relación a lo que nosotros experimentamos en
aquella circunstancia examinada. Es decir, la simpatía permite coger las situaciones de la vida ajena y
transformarlas en algo que nos afecta.
Hayek recoge este tema y lo desarrolla, articulando la explicación en el ámbito de la biología evolutiva; lo
que está en juego es dar cuenta de la adquisición y de la organización de un orden experiencial individual,
en relación al conjunto de reglas de conducta intersubjetiva.
Según Hayek, el presupuesto que fundamenta la comprensión del otro es el modo, peculiar y común a
todos los humanos, de organizar la experiencia según regularidades y principios ordenadores. La
condición para la adquisición y la progresiva organización de regularidades perceptivas y de acción es que
la experiencia ajena pueda ser identificada con la propia.
En general, los procesos de identificación implican que regularidades experienciales, que percibimos en
los otros a través de un sentido, sean reconocidos como del mismo género de regularidad que percibimos
en nosotros mismos a través de otro sentido. Esto es evidente, por ejemplo, en los procesos de imitación,
donde una conducta observada es reproducida directamente en la conducta correspondiente. Un ejemplo
más complejo es el reconocimiento en los otros de clases de acciones, de situaciones emotivas o de actos
lingüísticos que identificamos como perteneciente a un cierto género, en la medida que se conforman a
reglas de conducta que nos son familiares, de las que tenemos un "Knowledge of acquietance"
(conocimiento por familiaridad)".
Así, la adquisición activa y la continua organización, en coordinación con los otros, de una serie de
regularidades perceptivas y de disposiciones de acción (que van paulatinamente sedimentándose en el
curso del desarrollo), provee el esquema general que orienta nuestra comprensión de las situaciones
 particulares y las conductas ajenas. Por otro lado, la comprensión de las conductas de los demás se hace
 posible por el hecho que comparten con nosotros una misma matriz biológica e histórica; esta comunidad
de experiencia entre intérprete y actor, fundamentada en la historia natural y cultural, está implícita en el
fenómeno de simpatía que Smith puso en la base de su ética.

c) ¿Cómo evalúa el sujeto concreto la propia acción y la de los otros? ¿Qué procesos internos nos guían a
actuar de modo adecuado? Es aquí donde la identidad del hombre se perfila de modo más claro.
Para Hayek la condivisión de reglas de acción en respuesta a regularidades ambientales produce la
expectativa de ciertas consecuencias, tal como una aversión a desviarse de las reglas comunes, por el
miedo de la imprevisibilidad de las consecuencias de la acción emprendida. Es decir, el actuar guiado por
normas compartidas de conducta, además de ser favorecido por una presión selectiva (interna al grupo) a
coordinar los propios comportamientos con los del grupo, es regulado por una preferencia individual hacia
aquella clase de acciones que producen consecuencias conocidas, antes que consecuencias imprevisibles y
que por tanto generan miedo. Tal como en Adam Smith, la acción concreta es evaluada en la comparación
con un "sentido interior de justicia", basada en la historia evolutiva, y en la "simpatía" con este sentido
interior o en el miedo suscitado por la desviación de aquel sistema de reglas compartidas. "Lo que
 principalmente el hombre teme, y que lo arroja a un estado de terror cuando sucede, es perder la dirección
sin saber qué más hacer […] El sentimiento que algo terrorífico está por suceder, porque se han infringido
las reglas de conducta, no es nada más que una forma de pánico, que emerge cuando se entiende que se ha
entrado en un mundo desconocido. Una desagradable conciencia es, pues, el miedo del peligro al cual se
ha expuesto cuando la persona ha abandonado la senda conocida y ha entrado en aquel mundo
desconocido. ¡El mundo es más fácilmente predecible hasta que se adhiere a procedimientos establecidos,
 pero se vuelve espantoso cuando se aleja de ellos" (Hayek  1967, pág. 80). ¡La perseverancia de sí mismo
es entendida como estabilidad ajustada a un orden de reglas de conducta; sentido interno que no sólo guía
el actuar, sino en relación al cual se evalúa la propia experiencia y la de los otros!
Por tanto, el sujeto ético de Hayek se deja descubrir en aquellas disposiciones permanentes (innatas y
adquiridas), a partir de las cuales mantiene la propia unidad y continuidad en el tiempo.

3. Identidad personal y temporalidad


Como hemos señalado en los párrafos anteriores, el estudio de la identidad en el curso de la edad moderna
ha estado orientado por la investigación de invariantes con las que reconducir la multiplicidad de las
situaciones, de las emociones y de las acciones humanas. Así de Locke hasta Hayek, la reflexión sobre la
identidad se ha centrado sobre la definición de rasgos que permitieran dar cuenta de la permanencia de la
 persona (como sí mismo) en el curso del desarrollo de una vida.
La autoorganización individual de regularidades, en términos de disposiciones a actuar y sentir, es la
contribución significativa que Hayek aporta a esta investigación. Según esta perspectiva, la mismidad se
estructura a través de procesos de identificación y de sedimentación de reglas de conducta, en el curso del
tiempo y en relación con los otros; en este sentido es como si en la mismidad se condensase no sólo la
historia individual, sino también la biológica y social.
Pero, observando la identidad desde el punto de vista de la permanencia en el tiempo, ¿se resuelve
efectivamente el problema de la identidad personal? ¿Cómo damos cuenta de la experiencia concreta que
cada uno tiene en el curso del desarrollo de su propia vida? ¿Realmente esta multiplicidad del sentirse es
asimilable a la mismidad? ¿O más bien representa una dimensión que no podía ser indagada por quién
trataba de definir la identidad sólo sobre el lado de la permanencia de la mismidad?
La investigación debe, pues, volver hacia la experiencia de la multiplicidad, que evidentemente se sitúa en
una dimensión temporal diferente de la mismidad, y debe aclarar la relación con el sentido de continuidad
 personal. En efecto, sobre la vertiente del cambio, el sí mismo que cada uno de nosotros es toma forma
concretamente; esta polaridad de la identidad se estructura momento a momento, como veremos en el
capítulo siguiente, en una forma de constancia de sí mismo no asimilable a la mismidad.

4. Identidades post-modernas
A partir de los años 50, a través del desarrollo de la interacción humana con las tecnologías de la
información, en occidente se fue desarrollando un nuevo "carácter social". Un sociólogo americano, que
comprendió este cambio en aquellos años, definió la emergencia del carácter social como heterodirigido
(Riesman,1956). Con este término señalaba una nueva modalidad de construcción del sentido de sí mismo.
A diferencia de la persona autodirigida que daba forma y evaluaba la propia experiencia a través de un
sentido interno de referencia, el carácter heterodirigido busca en la conformidad situacional del propio
sentir y actuar a la experiencia del otro, el sentido de la propia individualidad. Riesman resume esta
diferencia con dos metáforas: mientras el individuo autodirigido es un "giroscopio psicológico" que, una
vez calibrado, se mantiene en ruta, el individuo heterodirigido se orienta por un radar que, captando
continuamente señales externas, modela sobre éstas el sentir y el actuar personales.
Sobre el mismo tema se desarrolla la investigación de Witkin (1978), que integra estos dos "caracteres"
como dos polaridades opuestas de un continuum, "dependencia de campo e independencia de campo", a lo
largo del cual se organiza la diferencia individual, el sentido de sí mismo y la relación con los otros.
Este nuevo énfasis sobre la multiplicidad de sí mismo, emergida en el mundo anglosajón, encuentra una
fuerte consonancia temática en un paradigma de investigación, predominantemente continental, que lleva
la discontinuidad de la identidad hasta las consecuencias más extremas: o sea, la disolución del sentido
mismo de unidad personal. En oposición a la concepción moderna que había defendido el sujeto desde la
 perspectiva de la permanencia de la mismidad, anulando en ella el cambio, los post-modernos eliminan
cada anclaje de la experiencia a un sentido de continuidad personal. La operación de disolución del sujeto
se sustenta por la separación entre el significado y la experiencia; es decir, el significado en lugar de ser
referido a quien hace la experiencia, se define por la diferencia con otros significados, dentro de un
sistema lingüístico cerrado: o sea, que no tiene ninguna relación con el mundo extralinguístico.
Dentro de este sistema, el significado, así como cualquier otra forma de discurso, se disuelve en una
multiplicidad de referencias, desvaneciéndose en una multiplicidad de relaciones de diferencia y de
oposición con otros significados que constituyen el sistema (cfr. nota 4).
La primacía del lenguaje sobre la experiencia lleva a una concepción del individuo que adquiere un sí
mismo cambiante que se adhiere continuamente a las múltiples formas de discurso que componen el
universo lingüístico a él pre-existente. De este modo el individuo es privado de la intencionalidad de las
 propias palabras. Como dice Gergen, "Yo sólo soy Yo por el hecho de adoptar los pronombres
tradicionales de un sistema lingüístico y cultural compartido. Un lenguaje sin pronombres como YO y TÚ
no podría permitir reconocer a una persona como teniendo un Sí mismo individual. Si nosotros
habláramos en términos de nosotros como objeto, no habría un YO que actúa" (1994, pág. 110). En lugar
de un sentido de sí mismo independiente y unitario, los post-modernos nos muestra así un proceso de
multiplicación del sí mismo, en relación a una pluralidad de universos de discurso en que el individuo
 participa, y según el cual adquiere forma (construcción social del sí mismo y las emociones); es una
identidad que, en el curso de lo cotidiano, mientras se desliza entre mil dominios de interacción, al mismo
tiempo cambia la imagen de sí mismo.
Este énfasis sobre la multiplicidad produce un vuelco de la posición del individuo en la relación con sí
mismo, con el mundo y con los otros. Si un sentido continuado de sí mismo se cuestiona, la relación con
varios trayectos de discurso asume un papel central; en efecto, la experiencia personal toma forma en la
relación con un sistema cerrado de significados correlacionados, que es pre-existente a cada experiencia y
es la condición misma de la experiencia personal.
Más allá de esta multiplicidad de discursos (que a su vez remiten a otros significados) asegurada por la
 participación de los otros, según los post-modernos, la experiencia no tiene significado. He aquí entonces
que la experiencia personal, siempre cambiante, no puede sino aparecer en la discontinua participación de
esta interconexión de relaciones: privado de la intencionalidad del significado, la capacidad que se
requiere del individuo post-moderno es la de darse sentido según los dominios de discurso en el que
 participa.
Por tanto, al "hombre interior" de la tradición escocesa, según el cual evaluar las propias conductas y la
de los otros, se contrapone un sí mismo cuya definición siempre emerge cambiante en función de la
 participación discontinua en múltiples dominios de discurso.
Como Gergen ilustra (pág. 148, 1991 ): "...en un contexto sometido a la saturación social, el hombre de
clase media apenas podrá reclamar respeto para sí si no es capaz de demostrar que se desempeña con
eficacia en los siguientes aspectos:
actividad profesional buen estado físico
vida amorosa conocimientos prácticos
círculo de amistades manejo de dinero
hijo de familia conocimientos deportivos
 padre responsable actualización cultural (arte, música)10 ” (cfr. nota 5).
hobby o afición
conocimiento de la política
disfrute del ocio

En este punto, todavía nos preguntamos con Shrag (1997) si a esta identidad, que se desliza entre formas
múltiples de discurso, diversos juegos lingüísticos y distintas narrativas, no se acompañan de un “quién”
del discurso que en la multiplicidades de las situaciones permanece presente en sí mismo. Un quién que,
mientras accede a la pluralidad del sentido, al mismo tiempo acontece como unidad de la experiencia
vivida. ¿Y no es quizás esta constancia de un quién en la heterogeneidad de la experiencia, un modo de
continuidad de sí mismo, diferente de la permanencia que la mismidad asegura? ¿No representa, quizás,
este modo de cerciorarse la continuidad a través de la constancia de sí mismo construida en la narración
un modo diferente de construir estabilidad?

5. El sujeto como el animal que construye significado


La dialéctica entre modernos y post-modernos se desarrolla a través del reconocimiento de estos dos
modos de delinear la identidad en el tiempo. Por un lado, un Sí mismo que permanece inalterado en las
situaciones de la vida, por otro un agregado de Sí mismos múltiples que cambian con el fluir de los
acontecimientos; por un lado, un Sí mismo anónimo, por otro una pluralidad de Sí mismos privados de
intencionalidad. De esta dialéctica surge una serie de temas entrelazados.

a) En primer lugar: ¿qué relación liga la experiencia de discontinuidad con el sentido de permanencia?
El continuo presente, en el que todos nosotros vivimos, tiene características diferentes del presente
indiferente del reloj. En efecto, este último, como una sucesión de puntos sobre una línea, es un instante
neutral: no se refiere a ningún tipo de experiencia. Por el contrario, al presente de la vida, se sobrepone
continuamente el instante anterior y el momento siguiente: es un suceder en que se unifica lo que ha sido
con la anticipación de lo que será (Husserl, 1950). La temporalidad estructura la experiencia misma de la
vida.
Aunque la temporalidad estructure la experiencia del vivir, el acceso a esta dimensión de la existencia sólo
 puede acontecer a través de la mediación de símbolos, discursos, textos, narraciones. Por eso existe una
mutua relación entre el fluir de la experiencia y el dominio lingüístico. Si, por un lado la temporalidad de
sí mismo sólo puede ser articulada a través del lenguaje, por otro lado el dominio lingüístico puede
reordenar la experiencia de existir precisamente porque se refiere a ella continuamente. Antes que un
sistema sin referencia externa, el lenguaje parece implicar una realidad extralinguística; por lo demás,
debido a la unión recíproca entre lenguaje y experiencia del vivir, la emergencia de la comunicación
lingüística señala la contemporánea aparición sobre la tierra del Homo Sapiens Sapiens. En efecto, la
reconfiguración del acontecer de la experiencia en estructuras de sentido comunicable tiene que haber
favorecido, de manera sensible, la coordinación de comunidades primitivas, con respecto a la explotación
10
 página 193-194 versión en castellano “El yo saturado. Dilemas de identidad en el mundo contemporáneo”. Editorial Paidós. 1997
de los recursos y valoración de los peligros y a las oportunidades directamente ligadas a la supervivencia.
Es decir, la participación en la esfera lingüística permite a sus participantes disponer de la experiencia de
cada uno, mientras la progresiva diferenciación individual –promovida por el uso del lenguaje-,
favoreciendo el desarrollo de conductas de acción diferenciadas, aumenta la posibilidad de supervivencia
 para todos.
Entonces, si por un lado el sujeto tiene un acceso significativo a la propia experiencia solo a través del
empleo de sistemas simbólicos que permiten la interpretación, por otro lado la estructura temporal de la
experiencia vincula la reconfiguración simbólica. En efecto, la conexión secuencial de los acontecimientos
en una trama de significados vuelve inteligible la temporalidad de la experiencia. Como dice Ricoeur,
"una historia es constituida por acontecimientos, en la medida en que la trama organiza los
acontecimientos en una historia" (1991, pág. 106).
La construcción de la historia, se entrelaza con la constitución de su personaje como el quién al cual se
refieren las acciones y pasiones que componen la narración. Por un lado, al sentido de unidad de la
historia corresponde el sentido de continuidad personal, por otro lado a la variabilidad de los
acontecimientos, corresponde las múltiples situaciones de la vida que pueden ser más o menos integradas
en la identidad de sí mismo. La reconfiguración de la experiencia, a través de la construcción de la
narración, recoge en la unidad de la historia en curso, el sentido de permanencia de los modernos con los
Sí mismos múltiples de los post-modernos, entre la continuidad y la variabilidad.
De este modo, el proceso de identidad se despliega en un presente dinámico, en tensión entre el espacio de
la experiencia (el pasado) y el horizonte de las expectativas (el futuro), y cuya relación cambia en el curso
de nuestra vida finita. La estructura temporal de la experiencia, en lugar de ser fragmentada en una
multiplicidad de Sí mismos situacionales o cristalizada en un Sí mismo sustancial, adquiere forma, en un
dinamismo continuo, en la construcción de la identidad del personaje y de la historia, que permanece en el
continuo fluir de una vida. Ricoeur define esta identidad, que caracteriza a cada uno de nosotros como
Identidad Narrativa. "Es exactamente el género de identidad que sólo la composición narrativa, por su
dinamismo, puede crear"  (1991, pág. 437).

 b) Relacionado con lo anterior está el segundo tema: si el proceso de constitución del Sí mismo toma
forma a través de la mediación lingüística, ¿cómo damos cuenta de la relación entre el sujeto y sí mismo,
entre el sujeto y el mundo, entre el sujeto y el otro? es decir, ¿cómo la identidad narrativa media entre la
relación con sí mismo y con los otros en-un-mundo-compartido?
Ya desde el nacimiento, la experiencia del vivir va paulatinamente constituyéndose a través de la
 participación en una praxis compartida, cuya evolución e historicidad -como Hayek constataba - se ha
articulado de manera independiente de los individuos que han contribuido a generarla. Así, aunque nuestro
mundo común encuentre fundamento en la naturaleza del hombre, aquel la transciende, en cuanto se
convierte en la condición para la actualización misma del hombre. En efecto, entrar en la praxis del vivir
implica encontrar-se y coordinar-se en una red de acciones y pasiones llevadas adelante
intersubjetivamente, cuyo origen se pierde en las noches de la humanidad. Desde esta perspectiva, nuestro
mundo común, las prácticas, las costumbres y las tradiciones, no son sólo la "matriz social" en que el
individuo se encuentra para actuar y experimentar, sino, más en general, constituye el espacio histórico
donde cada posible comprensión está enraizada. Antes de la capacidad de reflexión, el hombre es arrojado
a la vida en un contexto temporal finito, que es el horizonte de sentido a través del cual los
acontecimientos, las situaciones, los otros y las cosas que comprende tienen para él su significado inicial
(Gadamer, 1987).
A la progresiva familiaridad del actuar y sentir humanos corresponde al mismo tiempo el desarrollo de las
capacidades de comprensión de sí mismo: de cómo uno se siente y actúa en las situaciones concretas de la
vida. En efecto, la participación concreta en el dominio intersubjetivo implica un significado personal, que
se refiere a la experiencia concreta de estar en el mundo, (cfr. nota 6). Desde esta perspectiva, la praxis del
vivir muestra una doble cara. Por un lado, se refiere a los contextos de las prácticas compartidas del que es
 parte. Por ejemplo, si se piensa el sentido diferente que asume el levantar la mano en el curso de una
votación, o bien en el curso de una lección, o a lo largo de la 5ª avenida en NYC (Ricoeur, 1976), o bien
en los diferentes contextos que el nombre "Bucephalus" indican para un pintor, para un jinete o para un
zoólogo (Frege, 1970). Gracias a estas interconexiones, internas en la práctica de la cual es parte, la acción
o la frase puede ser reconocida como sensata; ella puede ser identificada y reidentificada como la misma.
Como Taylor subraya, "El sentido y las normas implícitas en estas prácticas no están específicamente en
la mente de los actores, sino están en las prácticas mismas" (1987, pág. 57). ¡El significado, desde esta
 perspectiva, no reside en una mente individual y menos aún dentro de una cabeza!
Por otro lado, la acción se refiere a quien la realiza: el que está implicado en una particular situación de
vida siente y elige actuar; el que interpreta aquella particular situación, a la luz de un sentido, actualiza el
significado de cierto acontecimiento, y más en general, del ser-en el-mundo; el acontecimiento mental está
ligado a esta actualización. De manera peculiar, este no es ni interno, ni externo. Esta relación entre
sentido y referencia de una acción, de un comportamiento, o de un modo de ponerse, que va
 paulatinamente estructurándose en el curso del desarrollo individual como inteligencia “pronética”, se
refleja en la adquisición y empleo de las prácticas lingüísticas (cfr. nota 7).
En el lenguaje, tal como en el mundo de la praxis (de donde emerge el lenguaje), el sentido de la "acción
lingüística sensata" de la frase, tiene una doble polaridad, aquél que Grice (1968) define como el
significado del locutor y el significado de la frase. Con las palabras de Grice: "Querría hacer una
distinción entre lo que ha dicho explícitamente quien habla, y lo que ha dejado “implicado” (es decir,
implícito), tomando en consideración el hecho que lo que él ha dejado implícito puede ser tanto implícito
convencionalmente (implícito, es decir, en relación al significado de una palabra o frase que él ha usado),
como implícito no convencionalmente (en tal caso, la especificación de lo que no es dicho va fuera de la
especificación del significado convencional de las palabras usadas)", (1968, pág. 225).
El aspecto fundamental, común tanto a la praxis como al lenguaje, es que sólo adquieren una referencia a
través de la participación concreta de quien siente, actúa y habla. Es decir, el significado de una acción o
una frase por un lado, se establece por estructuras de sentido (como en las prácticas compartidas, o en la
estructura de una frase o en el trama de una historia, formas del lenguaje), por otro lado, se refiere a la
experiencia concreta de un quién, en cierto momento y en una particular situación. El lenguaje, tal como la
 praxis compartida, permanecen vivos justo porque son continuamente actualizados por la referencia de un
mundo y de la experiencia concreta de un quien que existe realmente. "El significado, por así decirlo, es
atravesado por la intención referente del hablante", dice Ricoeur (1976, pág. 20)11 .
La primacía ontológica de la experiencia concreta de ser-en-el-mundo, con respecto a la estructuración de
la experiencia compartida, remite a otra dialéctica, que bajo cierta perspectiva hemos adelantado en el
 párrafo anterior. Nos referimos a las dos dimensiones temporales del significado, y a su relación.
Si se observa por el lado de la referencia, el significado se refiere al continuo acontecer de la experiencia
del vivir; éste, al igual que la experiencia concreta, es evanescente.
Si se viera bajo el perfil del sentido, el significado es fijado en estructuras intersubjetivas que muestran
una dimensión de duración que va más allá del carácter del evento de la experiencia; en efecto, las
estructuras de sentido nos permiten poder identificar y reidentificar el significado de la experiencia,
haciéndola estable en el tiempo. Por esto podemos dialogar con el otro, traducir una lengua a otra o
interpretar un texto.

11
Pág. 34. Obra en castellano. “Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido”. Siglo Veintiuno Editores. 2001
El entrelazamiento de estas dos facetas del significado se ve con claridad en la conversación. Cuando me
dirijo a alguien, por un acto interlocutorio, lo que se trasmite entre el otro y yo no es ciertamente la
experiencia tal como ha sido experimentada por mí. Un acontecimiento de mi fluir no puede pasar o ser
transportado al flujo de la experiencia del otro; lo que se comunica es el sentido que ella tiene.
Fijar el significado de la propia experiencia a través de un sentido es, pues, una mediación necesaria entre
quien habla y quién escucha, o entre quien escribe y quién lee (Ricoeur, 1976). Como revelan las
investigaciones de Havelock (1972, 1984, 1986), la estabilidad del sentido es un regalo que las
 poblaciones humanas tratan de transmitirse ya desde los albores de la conversación oral. En el ámbito de
los estudios sobre la que llama "oralidad primaria" (entendido como un sistema de comunicación que está
mediado exclusivamente por la palabra), Havelock subraya cómo la transmisión oral implica una cierta
modalidad de utilización del lenguaje, orientada a preservar el sentido de la historia narrada.

La relación entre el significado como evento y el persistir del significado como sentido encuentra su
actualización en la construcción concreta del significado de la propia experiencia, en la actualización del
sentido a través de la referencia a un quién en cierta situación.
Desde esta perspectiva, la constitución de la identidad es contemporánea al proceso de construcción de
significado, en tensión entre el mundo intersubjetivo y la experiencia del vivir. En efecto, la identidad
narrativa refleja la misma dialéctica de la temporalidad que caracteriza la relación sentido-referencia. Por
un lado, la estabilidad del sentido está sujeta a la estructura de la trama, que constituye la matriz narrativa;
 por otro lado, la narración se desarrolla y se transforma en relación a los acontecimientos de la vida.
(Frege, 1970).
Efectivamente, el acontecimiento adquiere un sentido a través de la contribución al desarrollo de la
narración, mientras que la trama ordena la experiencia en una conexión de significados, que la vuelven
fluctualmente estable en el tiempo. En la construcción de la historia de una vida se componen así la
concretud de la experiencia con la continuidad del sentido, y al mismo tiempo la relación con sí mismo y
la relación con el otro.
Entonces, ni un cogito que en el acto de pensar funda su existir, ni menos aún una evanescente multitud
de sí mismos, sino un ser-en-el-mundo que, apropiándose del sentido, construye y articula la comprensión
de sí mismo. Así, "la reflexión (es decir la unión entre la comprensión de los signos y la comprensión de
 sí mismo), no podría ser sino la apropiación de nuestro acto de existir, a través de una crítica aplicada a
las obras y a los actos que son las señales de este acto de existir"  (Ricoeur, 1977, pág. 31).

6. Aspectos metodológicos: comprensión y explicación


La visión de la subjetividad que hemos ido elaborando, en los párrafos anteriores, pone en tela de juicio de
arriba a abajo la concepción del conocimiento que todavía predominantemente orienta las ciencias
cognitivas (cfr. nota 8).
En particular, dos corrientes han atravesado, de manera relevante este primer capítulo: por un lado, el
acercamiento en los términos de la epistemología natural (naturalizada) en el problema del sí mismo, por
otro, la perspectiva fenomenológico- hermenéutica sobre la identidad.
Para concluir, proponemos un diálogo posible entre los dos modos de pensar que implican estos diferentes
acercamientos. Seguiremos brevemente, para delinear los perfiles del diálogo, las indicaciones que Von
Wright propone en una obra que afronta el antiguo problema de la relación entre comprensión y
explicación.
Von Wright (1971) desarrolla sus argumentaciones a partir del reconocimiento de dos tradiciones de
 pensamiento, que "difieren sobre las condiciones que una explicación tiene que satisfacer para ser
científicamente aceptable"; la tradición galileana, característica de las ciencias naturales y la tradición
aristotélica, característica de las ciencias históricas.
Las ciencias naturales proceden en su investigación a través de una metodología que se articula en cuatro
fases: 1) la distinción del fenómeno del cual dar cuenta; 2) la construcción de una explicación causal, que
sea capaz de volver inteligible el fenómeno observado; ésta, generalmente, corresponde a la proposición
de un modelo o de un mecanismo capaz de dar cuenta del fenómeno explicado; 3) la anticipación de
nuevos hechos que pueden ser comprendidos en base a la explicación de los hechos observados; 4) la
experiencia efectiva de los nuevos fenómenos observados. La relación que une la explicación con la
 previsión es la formulación de cierta ley, que permite subsumir los hechos particulares bajo un principio
general (cfr. nota 9). Retomando el ejemplo de L. O. Mink (1987, pág. 52), el hecho que un pedazo de
 papel arda puede ser comprendido como un caso de una ley que se aplica a un número indefinido de
situaciones análogas; en efecto, puedo repetir el experimento quemando una vieja carta, un recibo del
teléfono o una página de mi diario, logrando la generalización de que el papel arde. A través de una
experiencia similar a la anterior, pero relativa al herrumbre de la lavadora, del automóvil o a la hojilla de
mi máquina de afeitar, puedo comprender estos otros fenómenos como casos de la generalización de la
oxidación del hierro.
Luego, si analizo estas dos clases de fenómenos desde el punto de vista químico me percato que ambos
 procesos pueden explicarse por una reacción química: la oxidación. Por tanto, dos clases de fenómenos
completamente diferentes pueden ser subsumidos bajo la misma ley general.
Un ejemplo de "Covering Law Model" (modelo por cobertura legal) (Hempel, 1942), cuya evidencia es
menos aparente se encuentra en las ciencias conductuales; me refiero al modelo de subsunción teórico de
acción en términos de motivación. (cfr. nota 10).
El caso más simple concierne a la teoría de los sistemas motivacionales, que trata de explicar las acciones
humanas en términos causales. Según esta teoría a) las acciones individuales son promovidas por motivos;
 b) los motivos toman su fuerza del hecho que los agentes tienden a seguir sistemas innatos de
comportamiento; c) tales sistemas proveen las "leyes" que conectan los motivos de la acción en el caso
individual (Wright, 1971). De este modo, como había intentado Hempel en la investigación histórica, el
carácter único de un acontecimiento es excluido del horizonte de la investigación científica.
A diferencia de las ciencias naturales, las ciencias como la historia, la sociología, la economía, la
 psicología o la psicoterapia y, más en general, las ciencias sociales y conductuales tratan típicamente de
coger las características únicas del objeto de investigación.
Por tanto, el método de estudio está orientado a la comprensión de los motivos, del contexto social,
cultural, de los pensamientos o de la afectividad que “proveen de intención” el actuar de los objetos de
estudio. En relación al ejemplo anterior, la acción de quemar una vieja carta puede ser ciertamente
comprendida como una serie de interconexiones neurales que tienen su lugar de coordinación en la corteza
motora; pero también como el acto conclusivo de la relación de amor con una mujer o como la destrucción
de una prueba. En estos últimos dos casos, la explicación es de naturaleza diferente con respecto a la
explicación causal, aunque no la excluya. En efecto, yo puedo explicar la acción solo conectándola con la
intención motivada del agente. En este caso, puedo explicar la carta quemada con la intención de romper,
simbólicamente la unión con aquella mujer, o bien con el objetivo de hacer desaparecer un documento
comprometedor; esto, claramente no excluye que la iniciativa de quemar la carta coincida con la puesta en
marcha de una concatenación causal de hechos (cfr. nota 11). En este sentido, los dos tipos de explicación
se conjugan sin volverse homogéneas.
Wright, que tiene en el punto de mira la reformulación de las condiciones de comprensión y de
explicación, las combina en el modelo de intervención intencional. Según Wright, iniciar una acción
corresponde a aislar un sistema (o bien a cerrarlo), poniéndolo al mismo tiempo en movimiento; el sistema
entra en acción justo cuando el estado inicial del sistema coincide con una de las capacidades del agente.
Mi capacidad, de actuar con las manos, frotando el fósforo provoca otras cosas. Este "saber cómo hacer",
"knowing how", que presupone la participación en una comunidad de sentido, es necesario para
comprender las condiciones iniciales del sistema y su cierre.
Por otro lado, llevar a cabo alguna cosa para que suceda cualquier otra, como en la acción programada,
implica una concatenación específica de fases (entendido como fragmentos de la historia del mundo),
según cierto orden. En nuestro caso, tomar la carta, acercarla a la llama, dejar que arda. Es evidente que la
explicación causal de quemar la carta remite a un saber hacer necesario para la identificación de las
condiciones iniciales del sistema mismo; la explicación causal aplicada a un fragmento de historia siempre
remite a un agente y a su actuar (cfr. nota 12).

Esta referencia de la explicación de la acción a la comprensión de los motivos y las intenciones del agente
es "como interpretar un texto o una parte de un texto en función del contexto" (Ricoeur 1993, pág. 146)12 .
La acción, leída a la luz del paradigma de la interpretación textual, se convierte en el objeto de las ciencias
sociales que por tanto se mueven siempre en un horizonte hermenéutico, cuya comprensión y explicación
son dos momentos del proceso de la interpretación.
Por otro lado, el concepto de comprensión asume dos valencias diferentes, según sea entendido como un
momento epistemológico característico de la metodología de las ciencias sociales (por ejemplo, la
comprensión de cierta acción según intenciones motivadas), o como un momento ontológico (cfr. nota
13).
En este último caso, la comprensión, que presupone siempre la pertenencia a una praxis compartida, es el
 prerrequisito de cada tipo de explicación, en cuanto siempre la orienta. La explicación sea ella causal,
teleológica, o la sobreposicion de las dos, articula metodológicamente la comprensión, articulándola de
manera analítica.
A la luz de esta comparación entre comprender y explicar, se desarrollarán los estudios que componen
este libro.

NOTA 1 Esta visión que Locke presenta de la identidad personal abre, ante todo, el estudio del alma a su
naturalización. El Sí Mismo se convierte en una entidad natural, objeto de investigación empírica. Esta
 perspectiva será un fundamento de la psicología del Sí mismo, de James hasta nuestros días.
En cuanto al modelo de mismidad de Sí mismo en el tiempo, que Locke basa sobre la continuidad de la
memoria consciente, todavía representa el asunto implícito que informa los estudios sobre las
"personalidades múltiples". Uno de los criterios diagnósticos de los trastornos de disociación de identidad
es, en efecto, la incapacidad de recordar informaciones personales importantes, demasiado amplia como
 para poder ser explicada como un caso normal de olvido"(DSM - IV). (cfr. Hacking, 1995, para una
disertación articulada de este argumento).

12
 página 47 obra en castellano “Sí mismo como otro”. Siglo Veintiuno de España Editores. 1996
NOTA 2 El sentido profundo de esta metodología, común tanto a los así llamados racionalistas como a los
empiristas, guía, todavía, el proceso de investigación en al s ciencias cognitivas entendidas en la más
amplia acepción; en este ámbito, la explicación de un acontecimiento mental es dirigida por un lado a
definir las causas que han determinado su aparición, por el otro a verificarlo de modo independiente tanto
de los contextos como del observador.

NOTA 3  "La palabra simpatía, a pesar que su significado fuera quizás originariamente el mismo, sin
embargo ahora puede sin excesiva impropiedad ser usada para denotar, nuestro sentimiento de
 participación en cualquier pasión" (pág. 84).

NOTA 4 "no hay nada fuera del texto" dice Derrida.

NOTA 5 En su fascinante estudio sobre la identidad múltiple, Gergen insiste sobre un punto
fundamental: la relación entre la tecnología, las relaciones humanas y la construcción del Sí mismo. El
 paradigma postmoderno se convierte así en el intérprete de una nueva realidad social.
La llegada de la tecnología de las comunicaciones no solamente ha agilizado las relaciones
interpersonales, sino ha ampliado los márgenes de las relaciones a sociedades visibles y a comunidades
virtuales. El universo múltiple del sentido se ha enriquecido de relaciones desencarnadas, según las cuales
dar forma a las propias experiencias. El ejemplo más evidente del impacto tecnológico sobre las relaciones
humanas es la relación que millones de personas tienen entre ellos en un mundo virtual, a través de
máquinas de conexión; a la condivisión de discursos, que caracteriza la navegación en Internet,
corresponden igualmente identidades que cambian con el cambiar de dominios de relación. Gergen llama
"multifrenia" a esta separación del individuo en una multiplicidad de papeles de Sí mismo (1994, pág. 74).

NOTA 6 "La praxis -dice Gadamer- como carácter del ser viviente, se sitúa entre el actuar y el sentirse
situado" (1982, pág. 71).

NOTA 7  Por Phrónesis, Aristóteles entendía la capacidad de discernimiento. En latín se tradujo como
 prudencia (Gadamer, 1960).

NOTA 8  En estas ciencias, el criterio implícito que ha guiado la investigación ha sido el principio de
realidad objetiva, que el hombre tenía acceso a través de sus representaciones. Según este acercamiento, la
actividad mental puede ser comprendida como la manipulación de representaciones, más o menos exactas,
de una realidad dada (sobre la base de una serie de reglas); y las representaciones entendidas como una
serie de símbolos, cuyo significado es asegurado por la referencia a una realidad independiente. Es
evidente que las premisas sobre las que se basan este acercamiento, no permite el cuestionamiento ni del
observador ni del proceso de observación; más aún, el acceso mismo a una realidad objetiva, garantizado
 por la cognición y por la percepción, se explica a través de la referencia a un dominio individual de
realidad.
De tal manera que esta perspectiva cierra la posibilidad de comprender los aspectos personales, sociales e
históricos, que son los elementos vitales de la cognición.
Las réplicas más interesantes a esta corriente conocida como "COGNITIVISMO" ha llegado, en el ámbito
de las ciencias cognitivas, de los estudios partidarios de la tradición de la epistemología evolutiva; sobre
todo de la escuela de Santiago, (Maturana y Varela, 1987, 1988) debemos las reflexiones más articuladas
sobre los fundamentos biológicos del conocimiento.
La circularidad entendida como autorreferencia es el núcleo de este punto de vista.
La premisa sobre la que se basa esta perspectiva, es el acto de distinción como operación cognitiva básica
del observador (Spencer y Brown,1969; Varela, 1979). A través del acto de distinción, lo que ha sido
indicado y, por lo tanto, la fenomenología, considerada prominente, aparece al mismo tiempo del punto de
vista de quién observa. Esto significa que la existencia de lo observado no es referida a una realidad dada,
sino el observador emerge en el acto mismo de distinción y la realidad, por tanto, se refiere a lo que el
observador hace. De esto se deriva que el dominio de realidad especificado es inseparable del acto de
distinción del observador. Así, llevar adelante un contexto, en el cual desvelar el mundo, tal como cada
uno de nosotros hace en la vida de todos los días, implica que nada sea dado, sino lo que es prominente
emerja en el acto mismo del preguntar, en el acontecer mismo del vivir.

NOTA 9 En las puestas a prueba de la ley a través del experimento crucial se actualiza el principio de
falsificabilidad de Popper.

NOTA 10  La tendencia a ampliar a las ciencias sociales el modelo de explicación característica de las
ciencias naturales nace en el seno del positivismo lógico, con la famosa ley de Hempel, conocida como
"covering law model". Hempel abre esta vía a través de la demostración de la tesis que no existen hechos
singulares en la historia; las acciones particulares son, según Hempel, comprensibles por leyes generales,
de modo análogo a las ciencias de la naturaleza. Para el debate seguido a esta tesis hasta su
desacreditación entre los historiadores ver Dray (1957) y Gardner (1966, 1974).

NOTA 11 Subrayar solamente la relación lógica entre acción y objetivo, deja inarticulado el otro aspecto
de la motivación. Cuando pregunto "qué te ha empujado a quemar esa carta", y me contesta "la melancolía
de una noche o bien el miedo a ser descubierto", parece evidente que la explicación lógica no agota el
sentido de la intención con la que se actúa.

NOTA 12  Podemos decir con Wright que "la intencionalidad de la conducta consiste en el lugar   que
ocupa en un relato sobre el agente. La conducta adquiere su carácter intencional del hecho de ser vista por
el propio agente o por un observador externo en una perspectiva más amplia, de hecho de hallarse situada
en un contexto de objetivos y creencias” (pág. 139)13

NOTA 13 La explicación teleológica de una acción debe ser distinguida de la comprensión de la acción.
Comprender un comportamiento intencional, como ya hemos visto, se superpone a la comprensión de una
lengua. Esta comprensión, que es el momento no metódico de la interpretación, presupone la pertenencia a
una praxis compartida, a la que se accede en el curso del desarrollo individual. La comprensión es el
 prerrequisito de cada explicación, en cuánto la orienta. Bajo este punto de vista, hay continuidad entre
ciencias de la naturaleza y ciencias sociales, sobre todo donde hay homogeneidad de procedimientos
explicativos.
En cambio, si comprender es parte de la teoría de un método -por ejemplo como comprensión de los
motivos y la intención en la teoría de la acción- ésta es fuente de diferencia y discontinuidad entre dos
dominios de la ciencia (Ricoeur, 1989).

13
 pág. 140 obra en castellano “Explicación y Comprensión”. Alianza Editorial. 1987.
CAPITULO II

PROCESOS DE LA IDENTIDAD PERSONAL

El capítulo anterior ha sido atravesado por una concepción de la identidad personal, hecha explícita a
rasgos pero nunca tematizada. Siguiendo los itinerarios de la hermenéutica del Sí Mismo, hemos
abordado la distinción de dos modos de permanecer en el tiempo, cuya relación genera una serie de
 problemas interrelacionados: por un lado, el sentido “de permanencia de mí mismo”, (la mismidad), en
la multiplicidad de las situaciones de mí acontecer, por otro, el sentido de “constancia de mí mismo”, (el
“quién” que permanece presente a sí mismo en la multiplicidad de las situaciones) que se produce a
través del ordenamiento de mis experiencias en una configuración narrativa coherente. Una, casi una
carga, la otra ciertamente una tarea. En qué medida esta diferenciación corresponde a dos modos de ser,
aparece evidente cuando comparamos los rasgos recurrentes de un carácter con el mantener-se efectivo,
 por ejemplo, en la realización de un proyecto de vida; mientras en el primer caso, la identidad se deja
 percibir bajo la apariencia de la estabilidad organizacional en el tiempo, y se deja por lo tanto inscribir
en una visión categorial, es sólo en el segundo caso que el “quién” de aquel carácter aparece en su
individualidad, en su estabilidad autónoma con respecto del fluir de la vida.
Por tanto, los párrafos siguientes desarrollarán: a) la relación entre el sentido de continuidad personal
(Sameness) y el continuo acontecer de nuestro vivir (Selfhood); y b) la narración de sí mismo como el
lugar de mediación entre estas dos polaridades (Identidad Narrativa).
Antes de articular estos temas es necesario, sin embargo, hacer algunas consideraciones preliminares
sobre el lenguaje, sobre la relación entre experiencia y lenguaje, y así preparar el terreno para dar un
fundamento ontológico a la persona que se refleja en la narración de sí misma.
Después de abordar la estructura de la identidad personal se tratará, en la segunda parte, el problema de
su regulación; esto será precedido por la explicación de la relación entre individuación y alteridad, tanto
 bajo el perfil de la historia natural, como bajo la perspectiva fenomenológico-hermenéutica.

1. Lenguaje y experiencia humana


Émile Benveniste a principios de los años 60, trazando las líneas de desarrollo de la lingüística, subrayó
dos principios generales que han marcado desde De Saussure hasta hoy la investigación moderna sobre
el lenguaje. Según el primer principio, la lengua forma un sistema de señales interrelacionadas, mientras
que el segundo principio considera que este sistema se caracteriza porque “se compone de elementos
formales articulados en combinaciones variables, según ciertos principios de estructura.” (Benveniste,
1966, pág. 30)14 . Estos dos principios, que resumieron la metodología de la lingüística, determinaron
implícitamente el objetivo epistemológico; la tarea de la lingüística moderna era definir el lenguaje
como un objeto autónomo de investigación científica, aislándolo de su empleo concreto. Esta
orientación, que llega con Chomsky a su forma de elaboración más sofisticada, hace decir a Lees (en
Gardner, 1974): “El libro de Chomsky sobre la estructura sintáctica es una de las primeras tentativas, de
 parte de un lingüista, de construir, dentro de la tradición de la construcción de teorías científicas, una
teoría comprehensiva del lenguaje, que puede ser comprendida en el mismo sentido en que es
comprendida una teoría biológica o química por los expertos en aquellas áreas” (1957, pp. 377-378).
La reducción del lenguaje a un sistema de señales, separado de la vida, mientras establece la lingüística
como una ciencia estructuralista, hace desaparecer el aspecto circunstancial del lenguaje y con ello el
sujeto que habla, y la situación a la que se refiere cuando habla; se aniquila así la función esencial del
“lenguajear”, (linguaging), que es comunicar la experiencia personal. Esto se refleja claramente en
cómo la lingüística estructuralista trata el problema del significado. Según De Saussure, el signo, unidad
constitutiva de la lengua, se compone de dos aspectos: por un lado, el significante, que puede ser un
sonido, un gesto, etc., y por otro, el significado, que es especificado en la relación de aquel signo con
otro signo que lo define dentro de la lengua. Por lo que el significado no tiene, desde esta perspectiva,
ninguna relación con el mundo extralingüistico, ya que emerge de la red de relaciones de oposición y
diferencias constitutivas del lenguaje. “Lo propio de cada signo es lo que lo distingue de otros signos.
Ser distinto y ser significativo es lo mismo” (Benveniste, 1974 pág. 223)15 . La semántica viene así
reconducida al ámbito del orden semiótico.
Cambiando de perspectiva, si ponemos como piedra angular el aspecto comunicativo del lenguaje, el
 problema del significado se plantea a lo largo de otras dimensiones; cuando el énfasis se traslada sobre
la efectividad del hablar, quién habla y la situación concreta en la que el locutor habla, se vuelven

14
Pág. 23, Versión castellana “Problemas de lingüística general I, México, Siglo XXI, 1974
15
Pág. 224, Versión castellana “Problemas de lingüística general” II. México. Siglo XXI. 1977
constitutivos del significado mismo. La semántica, entonces, como Benveniste manifiesta, no puede
resultar “de la actividad de un locutor que pone en acción el lenguaje”; así que, para Benveniste, la
nueva unidad semántica que da cuenta del carácter auto-referencial y al mismo tiempo comunicativo
del hablar no puede ser sino la frase. En efecto, la frase es la unidad complementaria en que la
identificación singular (el sujeto, por ejemplo, tío Jorge) se conjuga con la predicación de clases de
acontecimientos, acciones, cosas, etc. (el predicado, por ejemplo, va al restaurante), que afirma algo
“universal” sobre el sujeto de la proposición. En la frase se entrelazan así, por un lado, la referencia a
quien habla en las circunstancias concretas, por otro, el sentido que es el contenido que la frase expresa.
Entrar en el lenguaje, por tanto, corresponde a la capacidad de construir activamente una frase que dé
 sentido al propio actuar y sufrir. El sentido se abre en dos direcciones: una que apunta hacia el mundo
de quien habla (personal), la otra hacia el mundo de quien escucha (intersubjetivo). Efectivamente,
gracias a esta posibilidad de intercambiarse la experiencia personal y de transmitir la experiencia,
sedimentada de generación a generación, el Homo Sapiens ha promovido la conservación del lenguaje y
el lenguaje la adaptación del Homo Sapiens.
La lingüística de la frase, indicando en la experiencia el presupuesto ontológico de cada decir, abre
entonces el lenguaje a la esfera extralinguistica de la historia del hombre y a su evolución. A este
 propósito, es fuertemente significativo que el concepto mismo de evolución haya tomado forma en el
ámbito de la tradición de los estudios sobre el desarrollo de las lenguas indoeuropeas. Wilhelm von
Humboldt en 1836, (citado en Hayek), cuando en los estudios humanísticos la idea fue consolidada
desde hace tiempo, escribió: “Si se concibe la formación del lenguaje, como parece natural, como algo
sucesivo, resulta necesario adscribirle, como a todo lo que se origina en la naturaleza, un sistema de
evolución” (en Hayek, 1988, pág. 23416 ).
Los estudios más interesantes que abren un diálogo con la lingüística de la frase se sitúan en la tradición
de la epistemología evolutiva. Es ésta una teoría que, entrelazando en una trama histórica coherente
aspectos experienciales con explicaciones de principio, contempla al conocimiento y a sus productos
 bajo el perfil evolutivo (Varela, 1977). Desde esta perspectiva, que reúne y renueva dentro de una
historia natural la investigación del racionalismo post-crítico y la cibernética de 2° orden (Arciero y
Mahoney, 1991; Mahoney, 1991), la emergencia del lenguaje humano es explicada en continuidad con
los comportamientos comunicativos de los homínidos. Es imaginable que las interacciones
comunicativas, primero contextual y luego con posibilidad de referirse a contextos separados de la
situación efectiva de quien comunicaba, hayan producido ventajas adaptativas favoreciendo la conexión
y la coordinación del pequeño grupo en entornos en que un individuo singular no habría podido
sobrevivir (cfr. nota 1). El desarrollo progresivo de la capacidad de comunicar y comprender la
experiencia individual, por la mediación de señales vocales, marca el paso entre el comportamiento
comunicativo y el lenguaje. Es decir, el lenguaje emerge como la capacidad de intercambiarse la
reconfiguración de la propia praxis del vivir. La posibilidad de comunicar la propia experiencia y de
intercambiarla aumenta sensiblemente las capacidades de adaptación del grupo; en efecto, aunque las
conductas compartidas por estas comunidades primitivas estuvieron ligadas esencialmente a las
oportunidades y a los peligros para la supervivencia concreta, la coordinación entre los elementos del
grupo viene a organizarse a través de la conciencia, mediado por el uso del lenguaje, de que el otro
 puede entender lo que uno experimenta. El Homo Sapiens, a través del lenguaje, ahora es capaz de dar
un sentido común a la propia experiencia y, al mismo tiempo, de comprender que el otro, hablando,
comunica experiencias condivisibles. La capacidad de coordinarse con los otros miembros de la
comunidad a través del uso del lenguaje asume así una fuerte connotación adaptativa; piénsese, por
ejemplo, en la nueva posibilidad, ligada al uso del lenguaje, de transmitir de generación en generación
16
 pág. 375 obra en castellano. “La fatal arrogancia. Los errores del socialismo”. Obras completas. Vol. I Unión Editorial. 1997
la experiencia preservada virtualmente en una narración. La creciente estabilización de la comunicación
 significativa  permite así hacer disponible para los participantes la experiencia de cada uno, y eso
incrementa las posibilidades de supervivencia para todos; por otro lado, la progresiva diferenciación
individual, favoreciendo el desarrollo de conductas de acciones diferenciadas, aumenta la eficiencia del
grupo y las posibilidades de su subsistencia. Como muestran los estudios de Ong, Havelock y otros, en
las sociedades pre-alfabetizadas, la preservación de la narración está entrelazada estrechamente al
mantenimiento de estructuras en el lenguaje mismo. En una tradición oral, la experiencia no puede ser
conservada a través de la inscripción en un médium, como por ejemplo, un texto, sino que debe ser
fijada a través de la creación de formas estables en el lenguaje hablado. Eso determina dos importantes
consecuencias:
1) el empleo de modos de expresiones redundantes y/o ritualizadas y de temas estandardizados,
asociados a la existencia humana (muerte, nacimiento, matrimonio, desgracias, etc.), que permiten una
memorización más fácil.
En la antigüedad el rapsoda construía historias utilizando una serie de fórmulas y temas identificables y
reidentificables en el tiempo, que combinaba de manera diferente según las ocasiones y reacciones de la
audiencia. El rapsoda aprendía los temas, las fórmulas y las variaciones “escuchando durante meses y
años, a otros bardos, quienes nunca cuentan el mismo relato de la misma manera sino que utilizan una y
otra vez las formulas habituales cuando se trata de los temas acostumbrados” (Ong, 1982, pág. 60)17 .
Havelock (1986) subraya cómo no sólo este empleo del lenguaje es la base de la poesía oral y luego de
la épica, sino que representa el método para regular la vida de todos los días, la administración, la ley y,
más en general, la conducta social. Por ejemplo, una decisión importante como migrar, o como ir a la
guerra así como disputas concretas como la regulación de una deuda, era mediado por un tipo de
fórmulas (p.e. enunciados proverbiales), compuestos por especialistas para la autoridad gobernante, o
directamente por la misma autoridad. El Rey David y el Príncipe Aquiles fueron cantores y los jóvenes
de la clase dominante ateniense, hasta la época de Péricles, recibieron su educación escolar participando
en los coros de las tragedias y las comedias; es decir, a través de la implicación en un grupo de
recitación y memorización compartida (Havelock, 1972).
2) el empleo de un lenguaje de acción directamente conectado al agente, a la acción padecida o ejercida,
a las consecuencias de la acción. Como Havelock nos muestra, en el lenguaje transmitido oralmente,
una fórmula que en una lengua escrita también suena “La honradez es la mejor política” se dice “Un
hombre honrado siempre prospera”( 1972, pag. 7618 ). El significado de la fórmula es reiterado por los
contextos en que, momento a momento, es actualmente usada. Ello, antes que una abstracción de la
experiencia, es parte permanente de la experiencia vivida, que ha sido preservada junto a la palabra en
el curso de los pasos generacionales. Los personajes a los que aquellas acciones se refieren, que
transforman en mito a los personajes ejemplares, son el sostén alrededor del cual se organiza el saber y
la transmisión del saber en estas culturas (Ong, 1977).
Por tanto, si consideramos el lenguaje como una totalidad, es decir, como la organización espontánea de
la “conversación” entre los antepasados, los vivos y los sucesores, no es posible distinguir la aportación
de cada participante; desde este punto de vista, el lenguaje se genera como un orden autónomo a un
nivel diferente de aquellos individuos que lo usan. Eso parece evidente en la autonomía de las
tradiciones y las civilizaciones y en su transmisión más allá de las vidas de los individuos, que han
contribuido a llevarla adelante.
En cambio, si nos fijamos en la unidad biológica individual y en sus procesos cognitivos, estamos
aplazados a una reconsideración más amplia de la noción racionalista y/o de la disolución estructuralista

17
Página 64, obra en castellano “Oralidad y escritura. Tecnología de la palabra”. Fondo de Cultura Económica. 1996
18
Pág. 110 obra en castellano “Prefacio a Platón”. Visor Distribuciones. 1994
de la individualidad. En efecto, el significado que nosotros damos a nuestra experiencia del vivir, antes
que ser generado en la conciencia de un sujeto que en soledad reflexiona sobre sí mismo, o de la
 participación en múltiples dominios de discurso, toma forma a través de un “esfuerzo de apropiación”
de la propia experiencia, mediado por la interdependencia con la comunidad socio-cultural de la que son
 partícipes. En este contexto, resulta evidente cómo el apego a las figuras parentales guía el acceso más
directo a la matriz sociocultural, y, por consiguiente, cómo orienta la conciencia de sí mismo. “Pero -
como Dewart escribe- ninguna madre, ninguna pareja de padres, ningún grupo familiar extenso puede
llevar a cabo la tarea generativa al completo. El ombligo de la conciencia es una máquina compleja, del
que muchos individuos -potencialmente todo los miembros de la misma especie- son partes integrantes.
Eso incluye las generaciones pasadas, en la medida en que su experiencia ha sido virtualmente
 preservada, bajo forma de afirmaciones transmitidas culturalmente, que permiten al individuo humano
volverse él mismo” (1989, pág. 215).
La identidad personal va así estructurándose, a través de una circularidad constitutiva entre nuestro
sentirnos vivir y, por otro lado, la recomposición simbólica de la experiencia, favorecida por el uso del
lenguaje, que permite el ordenamiento estable de la experiencia misma. En efecto, justo en virtud de
este dominio sobre la experiencia del vivir, el sujeto se apropia de su propio existir. Este continuo partir
de sí mismo (la inmediatez experencial) y volver a sí mismo (el significado de la experiencia) están en
la base del proceso de construcción de la identidad personal. A causa de este proceso de identificación,
el hombre mientras se abre al sentido, se cierra en sí mismo, generando la unicidad de su mundo, su
interioridad.

2. Mismidad, ipseidad e identidad narrativa


A partir de la adolescencia, empiezan a distinguirse en la experiencia subjetiva dos dimensiones del Sí
Mismo, que corresponden a dos modos de sentir-se: por un lado, la percepción consciente, y casi
“condensada”, de la propia continuidad independiente de las situaciones contingentes; por otro, la
conciencia inmediata del propio acontecer ligada a las circunstancias. Estas dos dimensiones del Sí
Mismo, cuya relación varía en el curso del ciclo de vida y de persona a persona, refleja dos modos de
manifestarse del dominio emotivo: en el primer caso, patrones recursivos de pre-comprensión emotiva,
en el segundo, los estados afectivos momentáneos.
Muchos autores en el curso de los últimos veinte años, han distinguido la diferencia entre rasgos
emotivos y estados emotivos, subrayando los aspectos recurrentes de unos y las características
intercurrentes de los otros. En particular, los estudios sobre las emociones discretas, desde una
 perspectiva funcionalista (Ekmann y Davidson, 1984; Magai y McFadden, 1995; Izard, 1991), han
mostrado cómo los patrones de predisposición emocional (rasgos) corresponden a una organización
emotiva estable, recurrente y unitaria, que asegura la continuidad del sentido de sí mismo (ligado a la
 persona), mientras que el estado emotivo parece más ligado a los acontecimientos contingentes (ligado a
la situación), y pueden no ser integrados en un sentido de continuidad personal.
Según la teoría de las emociones discretas (discrete emotions theory), las diferencias individuales en las
emociones, que parecen recurrir permanentemente en el curso del desarrollo, son elaboradas
 paulatinamente en rasgos de personalidad más complejos, que desde esta perspectiva, aparece como la
organización de las percepciones, las cogniciones conectadas a emociones, acciones y comunicaciones
expresivas.
El problema que también se manifiesta, desde este punto de vista, es el de la relación entre la
recurrencia de los estados de Sí Mismo (Sameness) con el de la multiplicidad de Sí Mismo (Selfhood).
Sobre el lado de la continuidad personal, la recurrencia de los estados emotivos en el tiempo se expresa
en el “casi” solapamiento entre el sentido de estabilidad de Sí Mismo que, mientras se despliega, queda
en el tiempo, y la experiencia inmediata. Un acontecimiento viene así integrado en la inmediatez
 perceptiva, a través de la identificación de aquellas propiedades del acontecimiento que pueden referirse
al sentido de continuidad personal; eso significa, en el lenguaje de la “discrete emotions theory”, que
una misma pre-comprensión emocional, que se ha ido sedimentando en el curso del desarrollo personal,
 proveerá las coordenadas para la sucesiva implicación en el mundo. Así, por ejemplo, para los sujetos
con apego evitante, (tendencia a la depresión), la progresiva estabilización de un sentido de rechazo o
de pérdida que se acompaña de una organización emocional centrada sobre la rabia y sobre la tristeza,
implica no sólo la anticipación en situaciones diferentes del rechazo/perdida, sino que orienta la
experiencia inmediata, tanto en la percepción como en la acción. Por lo cual, un acontecimiento es
decodificado en la inmediatez perceptiva a través de la identificación de aquellas propiedades del
acontecimiento que hacen referencia a la perdida/rechazo; por otro lado, como dice Guidano, “hay una
notable tendencia a generar en el entorno sociocultural de pertenencia posibles acciones que pueden ser
comprendidas sólo en términos de pérdida y desilusión” (Guidano, 1987).
Las consideraciones precedentes sobre el Sameness, en el su casi coincidencia con el Selfhood, es
respaldada por algunos estudios clásicos que examinan la naturaleza organizacional del dominio
emotivo en las áreas de la percepción y el comportamiento. Estos estudios muestran como la pre-
comprensión emocional, en los sujetos examinados, determina tanto una facilidad como una dificultad
 perceptiva emotiva-específica al enfocar cierta clase de expresiones emotivas en los otros (Tomkins y
McCárter, 1964), como una facilidad/dificultad productiva emotivo-específica en la expresión de ciertas
clases de emociones (Malatesta, Fiore y Messina, 1987; Malatesta y Wilson, 1988; Malatesta 1990).
La Mismidad (Sameness), por tanto, “condensa” una historia que es la historia de la sedimentación y la
integración de la novedad, en un orden emocional recurrente, que señala al mismo tiempo la apertura
 posible al mundo; esta estabilidad emotiva individual es orientada por los procesos de reciprocidad con
una alteridad significativa: así ¡cada uno de nosotros es entregado a una familiaridad no elegida!
La atestación del sí mismo en la inmediatez situacional (Selfhood/Ipseidad) se opone de modo radical a
la perseverancia de la unidad organizativa del dominio emotivo (Sameness/Mismidad) no
sobreponiéndose y siendo irreducible a ésta. El Sí Mismo, “fuera de sí”, encuentra su ipseidad en su
 propio actuar y sentir inmediatos... y cada vez aquí mora.
Por lo tanto, según que el sameness coincida con el selfhood, o que el selfhood emerja sin soporte del
sameness, cambia el sentido de ser sí mismo; mientras en el primer caso, la “cosa que soy yo” se
organiza en una estabilidad recurrente, en el segundo, el “quién de mí” se impone enseguida,
desanclado de todo fundamento. Justo este acontecer, este “vivir en el actuar y en el sufrir” sitúa en una
 perspectiva diferente el problema de la identidad; está aquí en discusión un modelo de permanencia que
es opuesto polarmente a la perseverancia del sameness. Mientras que desde el punto de vista del
sameness, el sentido de permanencia de Sí Mismo, es una “propiedad” no elegida que llega de la propia
historia, para el selfhood, desnudado de las propias “cualidades”, la ipseidad ocurre de momento a
momento (en el sentir y en el actuar). (nota: El tema de la ipseidad está así aislado en oposición con el
sameness). Pero 1) ¿cómo se compone esta ipseidad, (que se deja percibir fácilmente en la conexión de
una vida), en el instante continuo en que siempre toma forma? y 2) ¿por qué el proceso de construcción
de la identidad narrativa es capaz de regular la relación entre la Ipseidad y la Mismidad?

1) el primer tema plantea la relación entre el modo de sentir-se que somos cada vez, y nuestro participar
en un mundo. El sí mismo que se revela en su continuo acontecer, descubre al mismo tiempo el mundo.
En esta relación reside el carácter de continua contingencia e imprevisibilidad que señala la ipseidad; en
ésto consiste aquella efectividad del vivir que hace decir a Gadamer (1960) “el sí mismo que somos no
se posee; sólo podemos decir que sucede.”
La conjunción entre el sí mismo y el mundo se estabiliza a través de la mediación de la praxis del vivir,
que asume una valencia ontológica fuerte, en cuánto que es a partir de ella que la experiencia humana
toma forma. En el ser en una situación como sentirse o actuar, el Sí Mismo encuentra una identidad a
 partir de su actuar y sufrir en la vida concreta. Piénsese en la ipseidad de un niño en el curso de la
formación del apego con una figura de apego que rechaza su petición de cuidados; la rabia que el niño
 percibe está correlacionada con la situación de rechazo, pero, a su vez, tal situación puede ser solamente
identificada en referencia a la rabia con que es advertida. En este estar en la situación momento a
momento se encuentra, ya desde el principio, el otro, tanto directa como indirectamente; el otro es así
 parte integrante de la comprensión de sí mismo.
Por lo tanto, el sentir y el actuar, visto desde la perspectiva de la ipseidad, van más allá de cualquier
 psicología del comportamiento y la emoción, constituyendo una dimensión ontológica que se completa
en una ontología del cuerpo propio, como veremos más adelante en este capítulo. En ese horizonte, esta
ontología del sí mismo se topa con la biología de los sistemas auto-organizados.

2) ¿cómo se conjuga este elemento de dispersión del sí mismo -el selfhood - con aquel elemento
inmutable en la vida de cada uno de nosotros -el sameness-? Estamos casi llegando a los umbrales del
segundo tema. En este punto entra en juego la mediación simbólica y con ella la identidad, entendida
como unidad narrativa de las experiencias en el curso de una vida; aquella identidad por la que “sólo
 podemos saber quién es o era alguien conociendo la historia de la que es su héroe, su biografía, en otras
 palabras; todo lo demás que sabemos de él, incluyendo el trabajo que pudo haber realizado y dejado tras
de sí, solo nos dice cómo es o era ” (H. Arendt, 1958)19 . (A través de la reconfiguración de la
experiencia en una narración, el sentido de permanencia puede ser integrado con la variabilidad del
 propio acontecer).
La cohesión de los acontecimientos en una totalidad inteligible es quizás la función más importante de
la narración de sí mismo; en ella se produce la síntesis de las dos dimensiones temporales de la
experiencia. La integración se produce a través de la estructura de una historia, que combina en una
totalidad significativa la discontinuidad del acontecer. Desde este punto de vista, cada historia mantiene
su coherencia e identidad en la medida que es capaz de integrar los imprevistos de la vida en un sentido
de unidad.
La recomposición en una narración de la experiencia del vivir coincide, como ya hemos visto, con la
construcción del personaje a la que aquellas acciones y emociones son referidas. En efecto, en la
historia se compone la atribución a sí mismo de la experiencia, y por lo tanto la apropiación de una
variedad de situaciones que adquieren una valencia sólo para el sujeto de aquella narración. En este
sentido, la singularidad de una historia se construye al mismo tiempo que la unicidad de su protagonista.
Por otro lado, la relación entre unidad y discontinuidad en la construcción de la narración tiene como
contraparte la dialéctica entre la recurrencia de patrones emotivos estabilizados, que provee al
 protagonista del sentido de permanencia en el tiempo, y la variedad de situaciones emotivamente
significativas, que perturba aquel sentido de continuidad personal. De esta dialéctica interna al
 personaje nace su identidad narrativa. La narración de sí mismo, desarrollando aquellos aspectos
inmutables del carácter e integrando aquellas emociones perturbadoras en una unidad coherente, articula
aquella dialéctica interna a través del lenguaje. En este acto, el Sí Mismo se apropia de su sentir y
actuar, modulando la experiencia de su vivir, a través de la estructuración de una cohesión coherente,
que corresponde a la continuidad del sujeto de la historia y a la unidad de la historia misma.
La narración de sí mismo oscila así dentro de aquellas polaridades que media. Si la narración está
 polarizada sobre el lado de la mismidad, el carácter del personaje tiende a admitir variaciones mínimas,
como el carácter del héroe de las películas Westerns. Si se polarizara sobre el lado de la ipseidad, sin
soporte de la mismidad resulta un carácter sin anclaje y sin una identidad singular similar al “Sobrino de
19
 pág. 210 edición en castellano. “La condición humana”. Paidós, 1998.
Rameau” protagonista del la pieza homónima de Diderot, o Zelig, personaje de la película de Wooody
Allen.

EL SÍ MISMO Y EL OTRO

1. Aspectos evolutivos
A lo largo del itinerario que hemos seguido se ha mostrado varias veces el problema de la relación Sí
Mismo - Otro.
Antes de afrontar la fenomenología ontológica de esta relación, es necesario desarrollar algunas
 premisas a partir del reconocimiento del Sí Mismo en los primates superiores. La elección de este
comienzo se debe al fuerte impacto que han generado los estudios de Gallup (1970) sobre el
reconocimiento de la imagen en el espejo, de los chimpancés, sobre las teorías de la individuación en la
 psicología del desarrollo. Como es sabido, el experimento llevado a cabo por Gallup demostró que si los
chimpancés, que fueron expuestos anteriormente al uso del espejo, se marcaban bajo anestesia con una
señal, cuando al despertar miraban su imagen reflejada, reconocían la extrañeza de la mancha. Esto
invitaba a concluir que los chimpancés tenían un sentido del reconocimiento de sí mismo parecido al de
los humanos. De hecho, los niños empiezan a reconocerse en el espejo alrededor de los 18 meses.
Por otro lado, si un organismo tiene conciencia de sí mismo, ese mismo estado mental puede ser
también atribuido al otro. La comprensión del otro, y, más en general, la inteligencia social, deriva,
según esta perspectiva, del acceso a nuestra interioridad de la que, por inferencia, obtenemos el
conocimiento de los otros. (cfr. nota 3).
Aparte del problema de la comprensión del otro, que afrontaremos sucesivamente en este capítulo, la
 pregunta que se impone es: ¿los primates superiores y los humanos están dotados con un tipo de
comprensión análoga, o más bien, la posibilidad de comprensión del otro como realmente parecido sólo
es característica de los humanos? Povinelli y Prince (1998) en un excelente estudio sobre el tema,
indagaron el problema del reconocimiento del Sí Mismo en esta dirección. Según estos autores
(Povinelli, 1995; Povinelli y Cant, 1995), la capacidad de reconocimiento del Sí Mismo habría
emergido en el curso del Mioceno, en un ancestro filético del linaje común a los primates superiores
humanos, (linaje que es hoy comprensivo de los humanos, de los orangutanes, de los chimpancés y del
gorila). Esta capacidad se habría desarrollado como resultado de un cambio en el estilo de locomoción,
llamado por los autores “trepar en posición erguida” (Povinelli y Prince, 1998).
La emergencia de esta nueva modalidad resolvía el problema del aumento evolutivo del peso corporal,
en un organismo habituado a un estilo de vida arbórea. El continuo enfoque sobre sí mismo en el curso
de la acción, debido a las precarias condiciones de equilibrio de un cuerpo pesado, obligado a
desplazarse sobre las ramas, tiene que haber sido acompañado por una explícita comprensión online del
mover-se sobre los árboles. El autoreconocimiento de sí mismo en el espejo es la manifestación de este
sistema de “automonitoreo” explícito. Con las palabras de Povinelli y Prince, “uno de los componentes
centrales de nuestro modelo postula la contingencia entre las acciones del Sí Mismo y las acciones en el
espejo; es lo que hace disparar la formación de una relación de equivalencia entre la autorepresentación
del organismo y el estímulo externo (imagen en el espejo)” (1998, pág. 52).
La perspectiva articulada por Povinelli ofrece un nuevo abanico de explicaciones con respecto de los
estudios anteriores. Por un lado, se entiende por qué el reconocimiento del Sí Mismo caracteriza a los
organismos del linaje: en efecto, después de haber emergido en un ancestro común en el curso de la
historia natural como una explícita conciencia del Sí Mismo como agente, han desembocado en sendas
diversificadas en las diferentes especies del linaje. Por otro lado, la explicación de Povinelli arroja luz
sobre el por qué el reconocimiento del Sí Mismo puede ser un sistema conductual, que no implica
necesariamente el conocimiento del otro como un sí mismo, ni mucho menos el desarrollo entre los
 primates de una teoría de la mente (Povinelli y Prince, 1998; Povinelli et al., 1997). Según estos autores,
la emergencia de esta nueva capacidad a lo largo de una senda ancestral de desarrollo, delegada al
control del comportamiento social, señala el punto de distinción de la evolución del homínido con
respecto a los primates. A diferencia de estos últimos, (en el que el reconocimiento de Sí Mismo estaba
limitado a la comprensión del propio Sí Mismo como agente), el género Homo ha desarrollado, desde
su aparición, la capacidad del reconocimiento del otro, junto a la comprensión de sí mismo. La
distinción del otro como un sí mismo tiene que haber favorecido la reorganización de la esfera de los
comportamientos sociales en un nuevo orden, cuyo fundamento está en la relación recíproca con el otro;
la cohesión de la manada sobre una base conductual, es sustituida por la unión intersubjetiva entre los
miembros del grupo. (cfr. nota 4).
De ese modo, el acceso a la coordinación intersubjetiva de las conductas de acción llegan a ser, por un
lado, paralela a los procesos de autoindividuación, y, por otro lado, el desarrollo de conductas
individualizadas favorece la ampliación de las posibilidades de acción del grupo. “La diferenciación
 personal –dice Hayek –es, por lo tanto, una parte importante de la evolución cultural, y en gran medida
el valor de un individuo para los otros se debe a las diferencias que le separan de ellos. Tanto la
amplitud del orden como la importancia del mismo aumentarán con la diversidad de sus elementos. Y
como, por otro lado, un orden más perfecto propicia la aparición de nuevos procesos diferenciadores, la
colaboración personal puede así ampliarse indefinidamente”(1988, pág. 140)20 .
La progresiva emergencia del lenguaje, al permitir conectar las experiencias efectivas en un sentido de
continuidad personal en el tiempo (a través de la redescripción secuencial de los acontecimientos a un
nivel explícito), ha articulado posteriormente las posibilidades de demarcación entre sí mismo y el otro.
Las huellas más evidentes que tienen que ver con este paso se manifiestan en las prácticas de sepultura
de los muertos.
En efecto, la sepultura implica la individuación, ya sea en términos de alteridad a los que referir una
historia de acciones y relaciones, sea en términos de interdependencia emotivo y relacional, o,
finalmente, en términos de una dimensión simbólica que mana del recuerdo del antepasado como
diferente con respecto a los mortales (Arciero, 1997).

2. Reflexiones fenomenológicas
Si, como hemos visto, la experiencia del Yo está tan profundamente entrelazada al Nosotros, ¿cómo
comprenderemos el efecto de constitución del sí mismo implícito en la relación con el otro?
La condición factual de ser-en-el-mundo se caracteriza, ya desde el ser arrojado a la vida, por una
estructura ontológica peculiar: la apertura a lo que significativamente encontramos sobre el camino de
la existencia y que vuelve a nosotros. Nuestro existir es desde siempre cooriginario con este ser hacia el
mundo y hacia el rostro del otro que nos mira. (cfr. nota 5). En virtud de esta apertura, nosotros estamos
siempre orientados sobre el mundo y sobre el otro, que en el uso y en el encuentro, dirigiéndose a
nosotros, se manifiestan.
La unidad entre el carácter de apertura, que ontológicamente “expone” el existir del hombre al mundo y
al otro, y el sentir-se vivir, a lo que el hombre siempre es remitido, se establece en las tonalidades
afectivas. La afectividad, bajo este punto de vista, es coactual a la intimidad, con sí mismo, al encuentro
con el mundo y con el rostro del otro. En la vida efectiva, el sentir-se en una particular situación
emotiva vincula el cómo me advierto vivir y, cooriginariamente, lo que en aquella situación se vuelve a
mi, proporcionándome afecto.
20
 pagina 289-290 en la versión española. Obra citada.
Sobre el plano ontológico podríamos decir que estamos inclinados y tenemos emociones hacia el
mundo y hacia los otros, sólo porque la situación afectiva en la que estamos, momento a momento, nos
 permite distinguir los aspectos de significatividad del mundo y los otros. Sólo porque siempre estoy en
el mundo según la tonalidad, por ejemplo, de la rabia, del miedo o de la alegría, puedo ser afectado por
el rostro que me da miedo, que me da alegría, o que me suscita rabia.
Por lo que, por un lado, el hombre está siempre relacionado con un mundo y con el otro, por otro lado,
él está siempre invitado a responder significativamente con lo que se encuentra y lo atañe. La dinámica
de la afectividad se articula dentro de esta tensión esencial entre la emoción (actividad) y la pasión
(pasividad). Como dice Heidegger, “el estado de ánimo “cae sobre”. No viene ni de “fuera” ni de
“dentro”, sino que como modo del “ser en el mundo” emerge de este mismo” (1929, pág. 175)21 .
Por tanto, lo que de afectivo emerge a lo largo del trayecto de la vida de un hombre pertenece
 profundamente al existir de aquel hombre, en cuánto que él, a través de la tonalidad afectiva, se
mantiene en relación con el mundo inanimado y con “la materia” viviente.
La esfera de la emotividad, mantenida en mi ser hombre a través de una dialéctica de sedimentación -
novedad que se articula a lo largo del arco de mi existencia, encuentra su lugar ontológico en mi carne
(diferente del cuerpo anónimo de la epistemología de la objetividad). Sentirme en esta o aquella
situación siempre está mediado por mi ser encarnado. En este sentido el fenómeno de la corporeidad
aparece como el fondo perceptivo-motor, emotivamente situado, que genera y conserva las
 posibilidades de relación y apertura al mundo. Mi carne que experiencia, actúa y padece, es el centro de
mediación concreta de mi ser-en-el mundo; de este modo mi ser cuerpo, antes que una sustancia, es de
vez en vez el estar referido a lo que se vuelve a mí.
Por ejemplo, examinemos una vez más la conversación. Cuando me dirijo a alguien, o cuando presto
atención a lo que el otro me dice, el hablar y el escuchar, aunque pertenezcan al lenguaje, son al mismo
tiempo un fenómeno corpóreo: son el modo de ser cuerpo en la conversación.
Escuchar las palabras de otro a quien hago caso es, en sí, el estar-relacionado del cuerpo con lo que es
escuchado; así como el hablar es la relación del ser cuerpo con la producción lingüística del tema en la
conversación. En otras palabras, mi estar aquí sentado, sobre el sofá, mientras escucho lo que me dices
y mientras contesto a tus argumentaciones, ya es siempre un ser de mi cuerpo alrededor de lo que
escucho de ti y alrededor del tema que, hablando, contribuyo a articular. “Solamente gracias a tal
orientación esencial de nuestro ser-ahí, podemos distinguir un adelante y un detrás, un debajo y un
encima, un izquierda y una derecha. Gracias a lo mismo estar orientado sobre algo que se vuelve a
nosotros asignándose, podemos tener en general un cuerpo, mejor: ser corpóreos” (Heidegger, 1987,
 pág. 339).
En el fenómeno de la afectividad que se encarna en el rostro, se logra percibir un doble movimiento. Por
un lado, una intencionalidad que procede de mi existir y se dirige al otro (cfr. nota 6); por otro, el
movimiento del otro hacía mí, su afecto. ¡La sonrisa, la indiferencia y la violencia con la que el otro se
vuelve a mí, y que remite a mi poder de contestar, o a la posibilidad de padecer! En este movimiento de
recíproca apertura, el otro que se vuelve a mí es aprehendido como corporeidad parecida a la mía.
Husserl y luego Ricoeur llaman “aprehensión analogizante” a este fenómeno, por el que pre-
reflexivamente el sentido de ser un Sí Mismo es trasladado a otro cuerpo, en cuanto carne. Esta
comprensión inmediata del otro como similar a mi esta atravesada por una disimetría fundamental; ella
se manifiesta en la diferencia entre el cómo tengo acceso a mi experiencia y a la imposibilidad de
 penetrar en el flujo de las experiencias del otro; es la distancia irrecuperable que señala la separación
entre uno mismo, y el otro-como-aprehendido-por-uno-mismo. Esta tensión de sí mismo hacia el otro se
cruza, como hemos visto, con el movimiento recíproco del afecto que el otro vuelve hacía mi; en este
21
Pág. 154 edición castellana “El ser y el tiempo”, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2000.
rostro que se dirige a mí con la sonrisa, la indiferencia o la violencia, el otro se estrella sobre mi
experiencia y me empuja a responder. (cfr. nota 7).
De este modo, el otro participa en la constitución de mi ipseidad, y en la comprensión de mí. (Piénsese,
 por ejemplo, en cómo la presión emotiva parental puede guiar la construcción de la experiencia y la
comprensión que un niño tiene de sí mismo).
3. Mismidad y reciprocidad
El carácter cooriginario de apertura a sí mismo y de reciprocidad con el otro, que la afectividad muestra,
se revela con claridad en los estudios naturalísticos sobre las emociones. Me refiero, en particular, a las
investigaciones sobre la mímica del rostro desarrollada por Tomkins (1962, 1963), Ekmann y Davidson
(1984), Izard (1991), en un contexto evolutivo. Según esta perspectiva, la expresión facial de ciertas
emociones (discretas, distintas, y comunes en cada cultura), es al mismo tiempo un feedback afectivo
 por sí misma y una tendencia conductual a comunicar. A lo largo de esta tradición de investigación, son
de relevancia los estudios de Hansen y Hansen (1988, 1994). Estos autores demostraron que una
manifestación facial de las emociones, además de hacer disparar patrones específicos de actividad en el
SNA e influir en los procesos cognitivos, provoca una reacción mimética en el que percibe incluso antes
del reconocimiento consciente. Sujetos expuestos a caras que expresaban rabia o alegría mostraron una
respuesta diferencial -en ausencia de procesamiento consciente - en la actividad electromiográfica de los
músculos del propio rostro. Es decir, las expresiones emotivas provocaron, en los sujetos estudiados,
eferencias faciales no conscientes. Los autores sugieren que esta reacción mimética de un individuo a
las expresiones faciales del otro, apoyada por “la influencia aferente de las eferencias o reaferencias
faciales, mantienen una emoción en el que imita paralela a la del que la manifiesta” (1994, pág. 236).
Jerome Bruner (1994), comentando estas investigaciones, subraya que este fenómeno, no solo podría
facilitar la construcción de un vínculo afectivo, sino que a través de las señales reaferentes, podría
asegurar un procesamiento perceptivo apropiado (en términos de activación) de la pareja.
Podríamos decir, por tanto, que la reciprocidad ha sido desde siempre parte de la constitución
ontológica del hombre (Arciero y Reda, 1994); el proceso de reciprocidad, en sus distintas formas de
negociación, se entreteje a lo largo del ciclo de vida, con la continua composición y recomposición de la
 propia identidad, como se evidencia en la configuración narrativa de los roles y los distintos personajes
que pueblan la narración de sí mismo.
En efecto, ya desde las primeras fases de la vida la progresiva organización del dominio emotivo se
corresponde con el ordenamiento de la relación con una persona afectivamente reciproca. La
sedimentación de acontecimientos emotivos, en un sentido de permanencia de sí mismo, va
gradualmente constituyéndose en paralelo con la estructuración de un vínculo recíproco con la figura de
apego. En el niño este paso de una ipseidad sin mismidad, a una estructuración inicial de la mismidad,
se produce en los primeros seis meses de vida; ello es acompañado por el paso de una fase de capacidad
de respuesta social indiscriminada (aunque sea el padre del niño el que tenga tendencias conductuales a
responder de manera recíprocamente discriminada), a través de una fase de sociabilidad más
discriminante (2-6 meses), hasta la constitución de un apego hacia una persona específica. La
construcción de un núcleo estable, a partir de acontecimientos emotivos contingentes compartidos,
 podrían tomar forma según un mecanismo que Tomkins define como “magnificación psicológica.” Con
este término él indica un fenómeno por el cual ciertos tipos de acontecimientos cargados afectivamente
que ocurren con mayor frecuencia en el curso de la interacción con la figura de apego, enlazándose uno
con otro, se amplifican, y se componen en el tiempo en rasgos estables de personalidad.
A partir del sexto mes y hasta al final del segundo año, la organización de la afectividad (y por lo tanto
la dinámica ipseidad -mismidad) del niño se desarrolla dentro de una relación estable equilibrada y
centrada sobre la proximidad-distancia de una base segura de apego emocional.
La sintonía psicológica recíproca con la figura de apego permite al niño ordenar el fluir senso-motor en
tonalidades emotivas, que llegan a ser reconocibles sólo dentro del mismo continuum acercamiento-
evitación. En esta dimensión, el apego viene a ejercer un papel predominante a) en diferenciar y
organizar una gama de tonalidades emocionales básicas en un dominio unitario; b) en modular la
frecuencia, la intensidad y la duración de los estados emotivos, regulando las oscilaciones rítmicas entre
 patrones psicofisiológicos inductores de activación (exploración y juego) y patrones reductores de la
activación (seguridad y contacto) (Fox y Davidson, 1984; Malatesta y Wilson, 1988; Schore, 1994;
Suomi, 1984; Thompson, 1990). El sentido de permanencia de sí mismo se organiza así alrededor de las
emociones recurrentes cuyo orden y regulación depende de la calidad específica de los patrones de
apego en curso. Por otro lado, la consistencia en el tiempo de la relación con la figura de apego
contribuye a estabilizar y a articular aquel sentido prototípico de permanencia de sí mismo, alcanzado
en el curso de las primeras fases del desarrollo.
Las capacidades de autoorganización y autorregulación, ligadas a los procesos de apego, se demuestran
claramente, ya desde las primeras fases del desarrollo, por la presencia de organizaciones centrales de
apego; seguros, evitantes, ambivalentes, (Ainsworth et al., 1978; Bretherton, 1985, 1995; Crittenden,
1994, 1997).
Desde la perspectiva de los sistemas autónomos, una organización central de apego consiste en un
ordenamiento de una configuración unitaria de experiencias prototípicas, afectivamente significativas -
sedimentación de acontecimientos y situaciones recurrentes en la reciprocidad con la figura de apego-,
unidas a un núcleo de actividades conductuales, autonómicas y emotivas. El sistema es así capaz de
generar un sentido estable de la percepción de sí mismo, modulado por la activación/desactivación
rítmica de tonalidades emotivas opuestas, (Guidano, 1991), a la que corresponde un sentido estable del
otro como percibido por sí mismo. Como demuestra las investigaciones de Ainsworth (1978) sobre las
diferentes formas de apego de niños de 12 a 18 meses y de los estudios de Crittenden (1994, 1997) de
niños en edad pre-escolar y escolar, a diferentes modalidades de interacción con la figura de apego,
corresponden diversos modos de organización del dominio emotivo. En nuestra escuela que ha
estudiado durante más de 20 años los procesos de apego, predominantemente a través de los informes
de las historias de desarrollo de adolescentes y adultos (a través de una metodología psicoterapéutica),
clasificamos cuatro organizaciones distintas que corresponden a variaciones de las modalidades
Defensivas y Coercitivas de apego (Crittenden, 1994, 1997). Ya que las reconstrucciones de los estilos
han sido abordadas en un ámbito psicoterapéutico, especificaremos, entre paréntesis, el tipo de
 psicopatología que nosotros hemos encontrado que son predominantemente característica de una cierta
configuración de apego.

Apego Evitante (tendencia a la depresión)


El apego evitante se manifiesta en niños que son rechazados por sus padres. Los padres de los niños
“con tendencia a la depresión” se distribuyen a lo largo de un continuum entre una modalidad de
evitación activa y una pasiva. En un extremo de la primera polaridad, tenemos los padres abiertamente
hostiles a las peticiones de cuidado, mientras que en el otro extremo se encuentran los padres inhibidos
y no responsivos.
En relación a estas modalidades parentales, los niños, para mantener la proximidad con la figura de
apego, evitan las situaciones de intimidad, tanto expresiva como corpórea o, como en la inversión del
apego, cuidan compulsivamente al padre o activan su iniciativa al contacto. A estas características
relacionales corresponde, de parte del niño, una percepción de sí mismo bastante diferente, centrada
sobre un sentido de separación de los otros, ya sea percibido de modo pasivo (inayudabilidad, sentido
de negatividad y no amabilidad 22   personal) o de modo activo, (rabia, agresividad, autosuficiencia
compulsiva). (cfr. nota 8).

Apego Evitante (tendencia a los trastornos alimentarios)


Los padres de los niños “con tendencia a los trastornos alimentarios” llevan a la práctica una modalidad
de rechazo puntual, que se alterna de manera imprevisible a una modalidad de cuidado formal, sin
 participación sintónica a las solicitudes afectivas del niño. Como demuestran los estudios sobre los
trastornos alimentarios en el curso de la primera infancia, puesto que las oscilaciones maternas
(rechazo-cuidado) están reguladas por la correspondencia a una imagen preconcebida de competencia
de ser madre, las actitudes del niño y las propias conductas vienen a interpretarse en relación a aquel
marco de referencia (que mide la propia capacidad de ser madre), de modo independiente de las
exigencias del niño mismo.
A lo largo del continuum activo-pasivo, las dos polaridades se distinguen según que la hostilidad sea
más o menos explícita (por ejemplo, risa frente a un apuro del niño o indiferencia con respecto a sus
conquistas), se alternan unos patrones activos de cuidado (intrusividad e hiperestimulación) o a patrones
 pasivos (escasa expresividad emocional y distancia interpersonal), (Lambruschi y Ciotti, 1995).
En relación a la imprevisibilidad (contexto - dependiente) de las conductas maternas, los niños para
mantener una cierta proximidad regulan la relación con la figura de apego tratando de corresponder
momento a momento a sus expectativas (pattern activo), o mediando el contacto por la actividad de
consumir, como, por ejemplo, comiendo galletas (pattern pasivo).
A estas características relacionales corresponde, por parte del niño, una percepción de sí mismo vaga e
indefinida, centrada completamente sobre el otro definitorio, sea que el otro es percibido activamente,
como en las situaciones de hiperestimulación (conexas a cóleras momentáneas y puntuales), o de modo
 pasivo, como en las situaciones de hostilidad acentuada sufrida por la figura de apego (conexas a
ansiedad y malestar).

Apego Coercitivo (tendencia a las fobias)


Los padres de los niños “con tendencia a las fobias” se caracterizan por un patrón de cuidados
inconstantes, común tanto a la actitud hiperatenta (sobreprotectora) que limita de modo activo la
autosuficiencia del niño, como a la actitud vinculante, que limita de modo pasivo las conductas
autónomas.
A lo largo del continuum actividad-pasividad, las dos polaridades se distinguen según que la
exploración autónoma sea limitada de manera concreta (¡pero no expresada!) por parte del padre, o que
el miedo de perder a los padres interfiera las tentativas del niño de explorar autónomamente. La
limitación indirecta del comportamiento autónomo, no permitiendo al niño referir el malestar emotivo
conexo a la exploración a las intenciones parentales, impide al niño reconocerlo y situarlo en el ámbito
de la propia experiencia subjetiva (Guidano, 1991).
En relación a la inconstancia de los cuidados maternos, el niño para maximizar la posibilidad que la
madre permanezca orientada sobre él, requiere la atención de modo activo, a través de actitudes
coercitivamente amenazadoras y punitivas, o pasivamente a través de modalidades de desarmar al otro,
hasta la incompetencia simulada (Crittenden, 1994, 1997). A estas características relacionales
corresponde por parte del niño una percepción de sí mismo de gran centralidad, ya sea percibida de
modo pasivo (sentido de fragilidad, indefenso), o sea producida de modo activo (sentido de amabilidad
 personal).

22
 N.T. Sentido de amabilidad como capacidad de sentirse amado
Apego Evitante/Coercitivo (tendencia a las obsesiones)
Los padres de los niños “con tendencia a las obsesiones” se caracterizan por un patrón de cuidados
dicotómico, común tanto a la actitud ambivalente coercitiva como a una ambivalente evitante.
En el caso ambivalente coercitivo, las modalidades de cuidado se caracterizan por una atención
formalista hacia el niño, generalmente temática (por ejemplo, contacto, limpieza, etc.) y discontinua,
que se acompaña simultáneamente de una distancia emotiva y expresiva (por ejemplo, piénsese en el
cuidado meticuloso al cambiar los pañales tratando de no tocar al niño).
En el caso del patrón ambivalente evitante, las actitudes hostiles hacia el niño son predominantes con
respecto a las de protección (piénsese en un padre hiperexigente y punitivo con respecto de la
observación de reglas formales).
A lo largo del continuum actividad-pasividad las dos polaridades se distinguen según que prevalezca la
actitud de cuidado o de rechazo.
En relación al pattern dicotómico parental, el niño para mantener la proximidad con la figura de apego
desarrolla, si predomina el pattern ambivalente coercitivo, una actitud vinculante (C), caracterizada, por
ejemplo, por peticiones continuas de tranquilización (Lambrushi y Ciotti, 1995); en cambio si
 predomina el pattern ambivalente evitante, el niño desarrolla una actitud desapegada (A), con una
atención más marcada al control anticipatorio de los contextos a fin de evitar posteriores rechazos.
A estas características relacionales corresponde por parte del niño una percepción de sí mismo
antitética, que puede ser generada activamente y pasivamente en relación tanto al predominio del patrón
ambivalente coercitivo (conexa a la hostilidad (A) / mayor sentido de amabilidad (C)), que a aquel
ambivalente evitante (conexa a un sentido de mayor negatividad (A)/escasa amabilidad (C)). El aspecto
fundamental de esta modalidad de percepción de sí mismo es la simultaneidad entre las dos caras de la
experiencia personal y la exclusión de una cuando la otra es activada. Con las palabras de Guidano, “la
condición existencial percibida tácitamente por el niño podría ser parafraseada diciendo que la
experiencia “me aman, soy querible23 ” y “no me aman, no soy querible” tienen idénticas pruebas a su
favor y explican igualmente bien la relación de apego con los padres” (pág. 51, 1992).
Como resulta comprensible de los cuatro estilos apenas delineados, la organización emotiva parece
tanto reguladora como autorreguladora. Como reguladora, en cuanto modula la proximidad a una figura
de apego a través del desarrollo de una particular sensibilidad a patrones de contingencia (dominio
interpersonal); en este sentido, un cierto estilo organizativo “orienta la naturaleza de la interacción
social de modo que ésta mantenga determinados patrones” (Magai y McFadden, 1995, pág. 252). Como
autorreguladora, en cuanto que al mismo tiempo organiza y mantiene el sentido de continuidad personal
dentro de trayectorias diferenciadas de significado, predisponiendo a la persona a dar sentido al
acontecimiento intercurrente de manera preferencial y consistente -integrando así nuevas experiencias
emotivas en una percepción unitaria de sí mismo- (dominio personal). Particularmente significativas, a
tal propósito, son las investigaciones que provienen de la reanudación de los estudios sobre la
 percepción, en un ámbito que renueva la psicología del “ New Look ” de los años 40-50. Estas
investigaciones (Bruner, 1992; Niedenthal y Kitayama, 1994) indagan la regulación entre activación
emocional, la percepción, el pensamiento y la memoria.
Como fundamento de este paradigma, se encuentra el mismo doble movimiento que, como hemos visto
es constitutivo de la unidad de la ipseidad. Por un lado, la perceptibilidad de un estímulo con el que nos
topamos está conectada a una cierta connotación afectiva (la significatividad, por ejemplo, de una cierta
expresión facial). Esto es evidente en aquellos experimentos que, por ejemplo, demuestran la mayor
velocidad de discriminación en una muchedumbre de caras felices de una cara que expresa rabia, con

23
 pág. 77 versión español “El Sí mismo en proceso” Editorial Paidós. 1994
respecto de la mayor lentitud de discriminación de una cara que expresa alegría en una muchedumbre
de rostros enfadados (Hansen y Hansen, 1988).
Por otro lado, la percepción del estímulo está conectada a la activación simultánea preconsciente de
códigos afectivos (ligados a los rasgos emotivos), organizados en una red de conocimiento procedural,
de la que ellos representan los nodos y su activación facilita el reconocimiento de estímulos
semánticamente correlacionados (semantic priming). También este aspecto resulta evidente en los
trabajos experimentales que han demostrado cómo los individuos reconocen y recuerdan más
velozmente y más eficazmente acontecimientos que son congruentes con el actual estado emotivo, con
respecto de los que son incongruentes (Niedenthal, Sutterlund y Jones, 1994).
Cuando cierto tema ideoafectivo (target code) ha sido activado, (tanto por un estímulo con el que se
encuentra de golpe, como por procesos cognitivos), y eso en la experiencia subjetiva puede
corresponder a la comprensión inmediata de la situación, por un lado 1) limita la gama de las
características perceptivas de la situación en curso, del otro 2) provoca huellas mnemónicas y
tonalidades afectivas conexas al acontecimiento, y finalmente 3) activa de manera precisa los procesos
de atención (amplificación emotiva), relativos al código activado, orientando las subsiguientes
estrategias cognitivas relevantes para la situación en curso. De ello se sigue que la intensidad de la
activación emotiva puede determinar a) una percepción consciente precisa, cuando la activación de un
tema ideoafectivo clave, provoca procesos de atención selectivos dirigidos al tema activado,
favoreciendo el procesamiento consciente de la información relativa al código activado y al
acontecimiento activador;

Acontecimiento ----------- > tema clave <------------- > procesos atención selectiva

 b) o un procesamiento cognitivo inadaptativo, como, por ejemplo, en el fenómeno de la “visión de


túnel” (cuando la excesiva activación reduce el radio de atención, aumentando la visión central a
expensas de la visión periférica), (Derryberry y Tucker, 1984); c) o por último una dificultad emotiva
(Kitayama y Howard, 1994) (cuando el proceso de atención es focalizado sobre un tema clave que no
tiene nada que hacer con el estímulo con el que se encuentra de golpe, obstaculizando la eficiencia del
 procesamiento consciente de la situación en curso).
La relación de mutua definición y regulación, entre la propia mismidad y una figura emotivamente
recíproca, se pone posteriormente en evidencia por aquellos estudios que indica cómo el sentido de
 permanencia de sí mismo, en el curso de la infancia y edad preescolar, está en relación a) a cambios en
los patrones de cuidado, (McFaden, 1995; Thompson, Lamb y Estes, 1983) como, por ejemplo, por la
 pérdida de una figura de apego; b) circunstancias de vida adversas - como en las familias en apuros-, que
 ponen principalmente en peligro la estabilidad de la relación de apego (Cicchetti, 1998), y con ella la
capacidad de modulación del dominio emotivo.
El aspecto dimensional de la organización emotiva (que tiene que ver con la activación, etc.) es sin
embargo distinto del tipológico (que está en relación a la fenomenología, a la fisiognómica, etc. y en
general a las calidades emotivas). Un ejemplo de la dificultad de distinción de estas dos dimensiones
 podría ser representada por el concepto de apego (D) desorientado –desorganizado, (Solomon y George,
1999) (cfr. nota 9).
Es posible que el patrón D, más que representar una configuración cualitativa autónoma, pueda referirse
a la incapacidad de autorregular la activación emotiva en ciertas situaciones; esto explica la
desconexión entre comportamientos, emociones y pensamientos en los niños con apego de tipo D. Por
tanto, este patrón podría tener que ver con todas las organizaciones centrales de apego, que variarían
según el perfil dimensional, a lo largo de un continuum de integración-desintegración. Veremos en el
 próximo capítulo el papel que juega en este proceso la identidad narrativa.
NOTA 1 Desde esta primera época, el aspecto más evidente es que el grupo encuentra una coordinación
 justo a través de la interacción comunicativa compartida con todos los miembros, y en cuyo
mantenimiento cada miembro participa activamente; además es evidente que el comportamiento
comunicativo toma forma en el ámbito de una regla compartida que, justo por esto, es capaz de
coordinar.

NOTA 2 Los estudios clásicos sobre el conocimiento tácito enriquecen estas reflexiones.

NOTA 3 En esta teoría, que podríamos definir clásicamente cartesiana, se representa un Yo antes de
todo para sí mismo, y luego por empatía lo descubre en el otro. Entonces, las investigaciones sobre la
manipulación social y sobre el engaño en los primates han sido interpretadas según este paradigma.

NOTA 4  Esto marca una diferencia ontológica fundamental entre los primates superiores, y más en
general la vida animal y los humanos. Heidegger, en sus lecciones del 1929-1930, desarrolla la tesis que
“El animal es pobre de mundo.” Con esta terminología él quiere indicar la diferencia irrecuperable entre
el modo de ser del animal y el modo de ser del hombre; uno caracterizado por el comportamiento, el
otro por el hacer y el actuar. Esta diferenciación se apoya sobre una ventaja ontológica; “el hombre es
formador de mundo” en cuánto puede relacionarse con éste o aquel ente en cuánto tal, en cuánto algo
subsistente en sí-mismo, y “así entrar en relación, en el sentido de dejar - ser y no-ser lo que viene al
encuentro” (pág. 350). El animal no puede aprender algo en cuánto subsistente en sí. El otro no existe
nunca para el animal sino como un mero animal viviente.
“Esta posibilidad está aturdida en el animal, y por esto ello no es referido sencillamente a otro, sino
 precisamente absorbido por eso, aturdido” (pág. 316).
NOTA 5  Como dice Heidegger: “no diremos por lo tanto que el estar ahí es un estar en el mundo
 porque y sólo porque existe efectivamente; sino, al contrario, que puede ser como existente, es decir
como estar ahí, sólo porque su constitución esencial consiste en ser-en el-mundo” (1987).

NOTA 6  Este tiene que ser necesariamente el presupuesto de toda psicología mentalista, y de toda
teoría que se basa en la atribución a los otros de estados mentales, parecidos a los míos.

NOTA 7 Con el lirismo del pensamiento reflexivo de Emmanuel Levinas: “ El Otro no nos llega sólo a
 partir del contexto, sino sin mediación él significa por él mismo. Su significado cultural que se revela
del mundo histórico al que pertenece y que manifiesta, según la expresión fenomenológica, los
horizontes de este mundo, este significado mundano se encuentra alterado y turbado por otra presencia
abstracta y no integrada en el mundo. Su presencia consiste en venir hacia nosotros, en hacer una
entrada. Eso se puede expresar así: el fenómeno que es la aparición de los Otros es el rostro” (1974,
 pág. 194).

NOTA 8 La experiencia de pérdida de la figura de apego, en el curso de la infancia y los años escolares,
es otra condición que el niño puede padecer de modo pasivo.

NOTA 9  Algunos niños pueden mostrar, en situaciones de separación y sucesivas reuniones con la
madre, reacciones conductuales incoherentes y desorganizadas, en respuesta a comportamientos
comunicativos incongruentes o a actitudes asustadas /atemorizadas de los padres.
CAPÍTULO III

REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA

Con el empleo del lenguaje, la experiencia personal se va integrando progresivamente en estructuras


narrativas que permiten dar un sentido a la propia experiencia. De este modo, la continua variabilidad del
acontecer se vuelve consistente en el tiempo, facilitando los instrumentos para construir un mundo con las
características de estabilidad, familiaridad y asegurando así la posibilidad de orientación en el espacio, el
tiempo y los contextos sociales respecto al fluir de los acontecimientos. (Chafe, 1990).
Con la adquisición del lenguaje, la reciprocidad con la figura de apego, que se basaba anteriormente en
 patrones interaccionales y afectivos, empieza a estructurarse a través de la comunicación verbal de la
experiencia. Esto permite gradualmente al niño preescolar reconfigurar la praxis del vivir en un cuadro
temporal y, por tanto, reorganizar el sentido de Sí Mismo y, “estratégicamente”, la interacción con la
figura de apego.
Tal como ponen de relieve las pruebas de la falsa creencia, aunque el proceso de distinción consciente
entre sí mismo y los demás empiece a partir de la segunda mitad del segundo año, es sólo hacia el final de
los años preescolares que el niño adquiere una plena comprensión de los otros, como personas que pueden
tener estados mentales y creencias distintas de las propias. Paralelamente, el niño desarrolla un modelo de
sí mismo como distinto de los otros, articulado en una comprensión histórica de sí mismo y de los demás
(Nelson, 1997).
Con la comunicación simbólica emerge, pues, una nueva dimensión de regulación afectiva que pasa a
través de la mediación del sentido. La particular asimetría de la relación de apego implica que la distinción
y, en consecuencia, la significación de los estados internos, así como de los acontecimientos del mundo, se
halle en manos de los progenitores. La figura de apego puede dar sentido a los estados emocionales del
niño, puede ignorarlos o redefinirlos, puede negarlos o facilitar su exploración y articulación (cfr. nota 1).
Por otro lado, el niño a través del ingreso en el mundo simbólico, comienza a distinguir de manera
consciente y a establecer gradualmente la experiencia personal como similar, aunque distinta de la expe-
riencia del otro. Es decir, el niño es capaz de narrarse (el sí narrador) como actor de la propia experiencia
( el sí protagonista) y de asumir al otro, como artífice de su praxis del vivir. Los procesos de identificación
constituyen un ejemplo evidente de esta distinción. La diferenciación de la unicidad de Sí mismo versus la
alteridad del otro, cuyo origen es pre-reflexivo, produce una reorganización de la relación consigo mismo
que se acompaña de la re-negociación de las actitudes hacia el mundo y hacia los demás. “El sistema del
Sí mismo parece cumplir dos funciones; una función de comunicabilidad intersubjetiva (función de
mantenimiento de la especie) y una función de individualización”, (Bruner y Kalmar, 1998, pág. 314); una
función de pertenencia y una función de unicidad. Dado que el lenguaje permite tanto la reconfiguración
del sentir como del actuar, estas dimensiones emergentes del Sí mismo irán tomando forma en relación
con las diversas configuraciones de apego, que se han organizado hasta aquel momento. Además, tal como
se enfatiza desde la perspectiva comunicacional del apego (Bretherton, 1995) la transmisión por parte de
los padres de patrones afectivos y comportamentales encuentra, a través del lenguaje, una continuidad en
la construcción conjunta de narraciones y de conversaciones.

1. La función de individualización del Sí mismo


La variable fundamental que parece regular la demarcación entre el sentido de sí mismo y el fluir de la
experiencia del otro en-un-mundo es la previsibilidad, por parte del niño, de la respuesta parental a la
demanda de proximidad. De este modo, una reciprocidad que se ha ido estructurando sobre la base de la
 previsibilidad permitirá al niño una diferenciación más marcada y precoz del flujo emocional interno, y
 por tanto una más clara separación de la propia experiencia respecto a la de los demás; la construcción de
la identidad personal se verá más polarizada hacia la mismidad. Por el contrario, una mutualidad que se ha
ido organizando sobre la base de la inconsistencia o de la ambigüedad o de la extrema variabilidad de la
respuesta parental producirá una discriminación más difícil de los estados emocionales internos y, por
tanto, una demarcación más vaga entre sí mismo y los demás; la constitución de la identidad personal
estará así más desnivelada hacia la polaridad de la ipseidad.
A estas dos modalidades de construcción de la identidad se corresponde una percepción diferente del
sentido de estabilidad personal. Los niños cuya identidad se organiza prevalentemente sobre la mismidad,
regularán la relación con los demás y la variabilidad situacional a través de la focalización de los estados
internos, privilegiando de este modo el mantenimiento del sentido de permanencia de sí mismo. A esto
corresponde, por parte del niño, una articulación más profunda y precoz de los estados emocionales
 básicos como la curiosidad, la alegría, el miedo, la rabia y la tristeza.
Los niños cuya identidad se organiza entorno a la ipseidad, constituirán una constancia de sí mismos
centrada sobre la alteridad y la variabilidad situacional. Es decir, la construcción de un sentido de
estabilidad personal pasará a través de la orientación que se adquiere de la alteridad y del mundo. Esta
modalidad, que conlleva el reconocimiento de los estados emocionales a partir del otro, implica por parte
del niño una distinción más confusa de los estados internos que se experimentan de modo indiferenciado y
con malestar.
Con las posibilidades ofrecidas por el lenguaje, que permiten captar la propia experiencia como objeto (el
sí protagonista) y de referírsela dándole un significado distinto (el sí narrador), los niños orientados hacia
la mismidad modelarán la identidad narrativa (la idea de sí mismo y del otro, según Lewis, 1994)
focalizando la atención sobre estados emocionales internos. El sentido de sí mismo emergerá, en
consecuencia, como reconfiguración y transformación de los estados emocionales internos en experiencias
emocionales. En palabras de Lewis: “La experiencia emocional consiste en la interpretación y evaluación,
 por parte del individuo, de la percepción del propio estado y de las expresiones emocionales. La
experiencia emocional implica que el individuo dirija su atención a los propios estados emocionales (por
ejemplo, cambios neurofisiológicos), así como a las situaciones en las que tales estados adquieren forma,
al comportamiento de los demás, a las propias expresiones” (1993, pág. 226). A esto corresponde una
exclusión selectiva de situaciones externas, que no pueden asimi larse al mantenimiento del sentido de
estabilidad personal.
Los niños prevalentemente orientados sobre la ipseidad, en cambio, modelarán la propia identidad
narrativa, sintonizándose con una fuente externa de referencia; darán forma al sentido de sí mismo a través
del punto de vista externo, excluyendo selectivamente aspectos internos de la experiencia. La focalización
de la atención hacia lo exterior implica que estados emocionales intercurrentes puedan pasar totalmente
inadvertidos, con la consiguiente imposibilidad de trasformar el estado emocional interno en experiencia
emotiva. Estos niños desarrollarán, por tanto, de forma predominante, un repertorio más articulado de
experiencias emocionales cognitivas, sin que haya en acción un estado fisiológico específico (Crittenden,
1994, 1997; Bing-Hall, 1995; Loriedo, C., Picardi, A., 2000).
En relación a la articulación del sentido del Sí mismo, del interno o del externo, distinguimos dos patrones
de actitud hacia el sí mismo y hacia el mundo: los niños inwards (enfoque hacia el interior) y los outwards
(enfoque hacia el exterior).
A los niños inwards corresponden las configuraciones de apego Evitante (depresive prone) y Coercitivos
(phobic prone), mientras a los niños outwards las configuraciones Evitante (dap prone) y
evitante/coercitiva (obsessive prone).

Los niños evitantes (tendencia a la depresión) que tienen un desarrollo emocional que se inicia con las
tonalidades básicas de rabia y tristeza (en relación con la constancia del rechazo parental), cuando emerge
la conciencia de sí mismos, se encuentran activados de manera recurrente por oscilaciones emocionales
internas (rabia o tristeza) o por estímulos ambientales significativos, independientemente de las estructuras
cognitivas que van formándose. Para mantener la proximidad, evitando ulteriores rechazos, emplean sus
recursos reflexivos en la gestión interna de estas emociones, dependiendo la propia supervivencia de la
capacidad que desarrollan de modularlas. Esto explica por qué estos niños confían de manera
 predominante en su cognició n. Regulan la multiplicidad de las situaciones intercurrentes, manteniendo la
atención sobre este sentido de rechazo anclado en la mismidad; evitarán, por tanto, hablar de temas
emocionales que les resulten sensibles de compartir, acontecimientos afectivos o de manifestar a la figura
de apego demandas de ayuda, intentando de este modo controlar lo externo, anticipando los contextos y
las situaciones de rechazo. Resulta evidente que estos niños, al no poder pedir ayuda a los padres, deberán
contar sólo con sus propias capacidades para hacer frente a los acontecimientos contingentes
(inayudabilidad y autosuficiencia).
Además, de todo lo dicho resulta evidente que la actitud que ellos tienen respecto al mundo está
caracterizada por una especie de “inconsistencia ontológica”. En efecto, la realidad del mundo, percibida
como ilusoria, es reestructurada activamente según los parámetros internos de referencia, mientras la
condivisión de los cánones de conducta es utilizada instrumentalmente como una manera de acceder a la
 participación en el mundo intersubjetivo.
Los niños coercitivos (tendencia a las fobias), cuya mismidad se organiza según las tonalidades básicas
del miedo y de la curiosidad (en relación con la previsibilidad de la aceptación parental), se descubren
activados, (al igual que los evitantes) de modo recurrente por oscilaciones emocionales internas
(curiosidad, miedo) o por situaciones significativas, de manera independiente de la emergencia de la
capacidad reflexiva. A diferencia de los evitantes (tendencia a la depresión) sin embargo, han aprendido a
fiarse de sus recursos emocionales para el mantenimiento de la proximidad con la figura de apego. Por
tanto, la atención a las variaciones del sentido interno de estabilidad personal, que se ha ido configurando
a partir de la percepción de la gran centralidad que siente el niño respecto a los cuidados parentales, regula
el control de la variedad de los acontecimientos. Manipularán las situaciones intercurrentes, manteniendo
la atención online sobre el sentido de amabilidad personal, anclado en la mismidad; las diversas
estrategias coercitivas que el niño C pone en funcionamiento son la manifestación evidente de esta
modalidad de regulación de emociones básicas, a partir de las cuales él controla la proximidad a la figura
de apego. La actitud frente a la realidad corresponde a una reconstrucción del mundo según los parámetros
de la desconfianza y de la peligrosidad. La canonicidad de los comportamientos es utilizada por tanto,
como instrumento para acceder a situaciones interpersonales protectoras.
Los niños outward que, a diferencia de los anteriores, han desarrollado un sentido de constancia de sí
mismos centrada sobre el externo, regularán la estabilidad personal manteniendo la atención sobre la
multiplicidad situacional.
Para los niños evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios) el sentido de constancia de sí mismos se
organiza según tonalidades emocionales que derivan de la adherencia a un marco externo de referencia.
Ya desde las primeras fases de apego, la imprevisibilidad de la reciprocidad con la figura de apego ha
orientado la atención del niño a captar online las situaciones externas para dar un sentido al propio modo
de ser. Así, la percepción de estabilidad personal se regulará a través de la capacidad de mantener una
constancia de sí mismo en la variabilidad de las situaciones intercurrentes. Con la emergencia de la
capacidad cognitiva, el niño para mantener la proximidad con la figura de apego, y asegurar al mismo
tiempo la estabilidad del sentido de sí mismo, emplea los recursos reflexivos para optimizar la
correspondencia a las expectativas parentales. Éste énfasis sobre lo exterior hace que los parámetros
internos de referencia sean seleccionados en función de corresponder de vez en vez a la situación externa
definitoria. La interpretación de sí mismo desde el exterior puede generar, por un lado una demarcación
vaga entre sí mismo y el otro (familias aglutinadas) y, al mismo tiempo, una percepción más laxa,
ambigua y a veces indiferenciada de la propia interioridad.
Mientras los niños inwards otorgan un valor ontológico a la interioridad a expensas del mundo, para los
niños outwards sucede exactamente lo contrario. La primacía ontológica del mundo y del otro implica que
la interioridad sea advertida como inestable y poco fiable. En particular, el niño evitante (dap prone),
someterá cualquier manifestación interna a la congruencia con la fuente sintónica de sentido (falta de
inmediatez).
Los niños evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), como los anteriores, sitúan el
sentido de estabilidad personal en un marco de referencia externo; la actitud dicotómica parental impide
desde un principio la constitución de un sentido definido de sí mismo, orientado sobre las emociones
 básicas recurrentes. Con la emergencia de los recursos cognitivos y a fin de mantener la proximidad,
asegurándose la constancia del sentido de sí mismo, el niño sintoniza su atención sobre las reglas
impersonales que definen los contextos. Sobre esta capacidad de formalización del exterior, que
gradualmente adquiere valor de certeza, modula su interioridad.
Si predomina el aspecto evitante, la constancia de sí mismo será confiada, por ejemplo, a la capacidad de
captar los aspectos formales de las situaciones intercurrentes y de preverlas lógicamente, excluyendo
cualquier contenido y manifestación emocional.
Si, en cambio, predomina el aspecto coercitivo, el sentido de estabilidad personal se regulará a través del
control lógico de la proximidad al progenitor, transformando, por ejemplo, el miedo a la separación en
suposiciones, deducciones, demandas de seguridad, hasta llegar, como en los casos de psicopatología
declarada, al establecimiento de rituales (específicos) que el niño se siente obligado a cumplir.
La distinción entre niños inward y outward se vuelve más evidente a partir de la emergencia, alrededor de
los tres años, de emociones evalutativas autoconscientes (vergüenza, culpa, orgullo, timidez, turbación
embarazosa). Estas emociones se configuran a través de la valoración consciente que hace el niño de la
 propia conducta y/o de la globalidad del propio ser, en relación con los parámetros de referencia. Es
evidente que, puesto que estas emociones emergen a causa de cómo y qué piensa el niño sobre su actuar y
su sentir, los estímulos que provocan estos estados emocionales son de naturaleza cognitiva (Lewis, 1992,
1993, 1994). Por lo tanto, se producirá una diferencia de prevalencia organizativa de estas emociones
según se polarice más o menos la identidad narrativa sobre emociones básicas.
En el estilo inward, puesto que la mismidad orienta la constitución de la narración de sí mismo, las
tonalidades emocionales como la rabia, el miedo, la curiosidad, la desesperación o la tristeza destacarán de
manera más clara respecto a las emociones evaluativas autoconscientes. Además, en los niños inward,
 puesto que los estándares intersubjetivos de conducta se reconfiguran de manera congruente con el
mantenimiento de la estabilidad interna, los criterios de valoración del sí mismo serán internos. La estima
 personal, así como el fracaso, serán valorados por los evitantes con tendencia depresiva , según la
capacidad de mantener un nivel de aceptación, tanto a través de la anticipación del rechazo y/o de la
gestión activa de la proximidad, como a través de la autosuficiencia compulsiva. Para los coercitivos
(tendencia a las fobias) la evaluación del sí mismo se halla conectada al mantenimiento del sentido interno
de estabilidad a través del control de la proximidad de las figuras significativas.
En el estilo outward, puesto que la identidad narrativa está orientada por la correspondencia con marcos
externos de referencia, las emociones cognitivas y las emociones evaluativas autoconscientes regularán de
manera preponderante la constitución y el mantenimiento de la constancia del sí mismo; la intensidad de
las emociones básicas será mucho más contenida y serán advertidas de modo menos "visceral". Dado que
en los niños outward la adherencia a cánones de conducta imitados del exterior selecciona el sentido del sí
mismo en curso, los criteros de valoración de sí mismo serán externos.
Para los evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios), la valoración negativa o positiva de sí mismo y
de las propias conductas está conectada a la capacidad de corresponder a estándares de referencia que
dependen de vez en vez de las expectativas parentales. Para los evitantes/coercitivos (tendencia a los
trastornos obsesivos) la correspondencia a cánones de referencia formales es la que regula la evaluación
del sí mismo y las propias conductas.

2. Dependencia - Independencia de campo: la función intersubjetiva del Sí mismo


Las investigaciones sobre la dimensión de dependencia o independencia de campo están relacionados con
los estudios de Herman A.Witkin, el cual se dedicó toda la vida, ya desde los años 40. A partir de
experimentos en los que en los sujetos se separaban perceptivamente los parámetros de orientación
corpórea, de los de orientación visual para evaluar la posición erguida, Witkin distinguió dos estilos que
 persisten en el tiempo: uno, al que llamó “field dependent” (dependiente de campo), característico de
sujetos que orientaban la postura erguida tomando como punto de referencia el campo perceptivo, a
expensas de la exclusión de sensaciones corporales. El otro, “field independent” (independiente de
campo), en cambio, propio de sujetos que confiaban en su cuerpo para juzgar su propia posición en el
espacio.
El desarrollo de este paradigma, que partió de la psicología de la percepción, llevó a Witkin y
colaboradores a distinguir dos estilos cognitivos, en relación al modo en cómo los sujetos organizaban su
relación con el mundo fiándose de puntos de referencia externos o internos.
Esta diferencia se ve con claridad en las situaciones sociales; los "dependiente de campo” sintonizan su
atención sobre los aspectos interpersonales, con una búsqueda de proximidad tanto emocional como física,
desarrollando en consecuencia una mayor competencia relacional. Los "independiente de campo"
muestran, en cambio, una orientación más impersonal, con una cierta insensibilidad hacia los aspectos
sociales, prestando una atención al mantenimiento de la distancia tanto física como emocional;
desarrollarán una actitud más separada de los contextos y de los otros y una mayor confianza sobre
 principios, ideas, hipótesis y explicaciones. Un ejemplo de esta diferencia se refiere a la actitud de sujetos
"dependiente e independiente de campo" en el transcurso de las sesiones de psicoterapia (Witkin, 1978,
 pág. 57). En un estudio que examinó el comportamiento no verbal de pacientes "dependiente e
independiente de campo", en relación a la distancia física del terapeuta, puso de manifiesto cómo "los
dependiente de campo" con el aumento de la distancia mostraron gestos indicativos de un “factor de
dependencia”. Los "independiente de campo" se mostraban insensibles a la manipulación de la distancia.
Esta diferencia era congruente, además, con la manera en que se configuraba la relación terapéutica, más
allá de las capacidades, autónomas o no, de reestructuración cognitiva.
Los pacientes "dependiente de campo" estructuraban la relación delegando en el terapeuta la
reconstitución de los contextos y de las situaciones. Respondían de manera más fragmentaria, y el
terapeuta se veía, por tanto, llevado a hacer preguntas más especificas. Por el contrario, los pacientes
"independiente de campo" asumían un papel activo en la reconstrucción de los acontecimientos,
organizando temáticamente las respuestas, cuya extensión era 5 veces superior a la de los precedentes. Los
terapeutas, por tanto, hacían preguntas abiertas.
La misma diferencia se halla en las situaciones ambiguas o en las situaciones de resolución de conflictos.
Los "dependiente de campo" estarán más dispuestos a captar las informaciones que provienen de los
demás y a tomar el punto de vista de los otros para poder dar un sentido al acontecimiento que se está
desarrollando en curso; serán, por tanto, más eficientes en la mediación de conflictos interpersonales. Los
"independiente de campo", por el contrario, más centrados en las ideas, principios y explicaciones y
menos atentos al punto de vista y las actitudes de los demás, darán sentido a la situación que se está
desarrollando, sin tomar en cuenta las informaciones sociales. Tendrán mayor dificultad para resolver los
conflictos interpersonales. Esta dimensión de personalidad, estudiada en varios contextos por Witkin y
colaboradores (Witkin y Goodenough, 1977; Witkin, Moore y Goodenough, 1976) nos permite diferenciar
los estilos de construcción del sí mismo según otro eje: el de la relación con el mundo.
En un extremo se sitúan aquellos niños que para regular el sentido del sí mismo que están
experimentando, deben mantener una relación online con el otro, utilizarán un modelo procedural de
conocimiento centrado en aspectos episódicos. Se diferencian así:
a) Niños evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios) que adquieren en cada momento el sentido de
estabilidad de sí mismos del rostro, de las miradas, de la voz, de las actitudes y de las palabras del otro.
 b) Niños coercitivos (tendencia a las fobias) que regulan su sentido interno de estabilidad a través de la
gestión emocional de la proximidad física del otro.
En el otro extremo, encontramos a los niños "independiente de campo", que median la relación con el
mundo a través de las estructuras cognitivas disponibles. Estos niños educados en un contexto familiar que
no tolera o que margina la comunicación emocional y el recuerdo de episodios emocionalmente
significativos, se apoyarán sobre modelos procedurales de conocimiento semántico. Se diferencian de este
modo:
a) Niños evitantes (tendencia a los trastornos depresivos) que mantienen la estabilidad del sí mismo a
través de un sistema cognitivo que permita la anticipación en diferentes situaciones de los rechazos y la
gestión autónoma de la propia emocionalidad.
 b) Niños evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), que construyen y mantienen la
constancia del sí mismos, captando los principios generales que regulan los contextos.
La dimensión dependencia-indpendencia de campo va organizándose simultáneamente con la dimensión
inward-outward. Así, a una cierta actitud hacia sí mismo corresponde una actitud hacia el mundo.
Si situamos en el eje horizontal la dimensión inward-outward y en la vertical la dimensión dependiente-
independiente de campo, se configura un espacio bidimensional que define cuatro estilos de construcción
de la identidad personal.

DEPENDENCIA DE CAMPO
coercitivo (tendencia a las fobias) evitante (tendencia a los trastornos alimentarios)

INWARD OUTWARD
evitante (tendencia a la depresión) evitante/coercitivo (tend. tras. obsesivos)

INDEPENDENCIA DE CAMPO

El estilo evitante (tendencia a la depresión) -inward, independiente de campo- cuyo sentido del sí mismo
se modula sobre la capacidad, independiente del contexto, de prevenir y manejar las situaciones de
rechazo. Puesto que el mantenimiento de la estabilidad personal se centra en la regulación cognitiva de la
activación interna, la atribución de los acontecimientos que alteran la estabilidad será prevalentemente
interna (Crittenden, 1994, 1997).
El estilo coercitivo (tendencia a las fobias)- inward, dependiente de campo- cuyo sentido del sí mismo se
regula sobre la capacidad de control, dependiente del contexto, de la proximidad a una figura de
referencia. Puesto que el mantenimiento de la estabilidad interna depende de la respuesta emocional
 parental, la atribución de acontecimientos perturbadores será prevalentemente externa.
El estilo evitante (tendencia a los trastornos alimentarios) -outward, dependiente de campo- cuyo sentido
del sí mismo se regula a partir de la capacidad dependiente del contexto de sintonizarse continuamente
con las expectativas parentales. Puesto que el mantenimiento de la constancia del sí mismo se centra sobre
figuras significativas, la atribución dependerá de la actitud del otro (Crittenden, 1994, 1997).
El estilo evitante/coercitivo (tendencia a los trastornos obsesivos) -outward, independiente de campo -
cuyo sentido del sí mismo se regula por la capacidad cognitiva de asimilar las situaciones a principios y
reglas, independientes del contexto, dará origen a una modalidad de atribución distinta, según la polaridad
 preeminente. Si el aspecto evitante es el más significativo, la atribución será prevalentemente interna,
mientras que si predomina el aspecto coercitivo, será externa.

3. Identidad narrativa y regulación emocional: continuidad y discontinuidad


Puesto que la Identidad Narrativa media en la dialéctica entre la mismidad e ipseidad, ésta irá
estructurándose de manera diferente, según esté polarizada sobre uno u otro lado, y en función a la
diferente relación con el mundo. A los distintos estilos que hemos delineado corresponderá, por tanto, una
manera preferencial de organizar la narración de sí mismo, el personaje de la historia, la relación consigo
mismo y con el mundo y, por lo tanto, la atribución a sí y al otro (cfr. nota 2).
Como ya hemos subrayado, la composición de la identidad narrativa es el producto emergente de la
relación entre la organización de rasgos emotivos recurrentes -que permiten el mantenimiento de la
estabilidad de sí mismo- y las estructuras intersubjetivas del sentido; la apropiación del sentido provee la
 posibilidad de articular y modular, hasta de eludir, emociones recurrentes y/o intercurrentes, a través de su
reconfiguración en una trama coherente de significados. Por tanto, la característica puramente humana de
"dar significado" - es decir, la habilidad de construir acciones en términos de agentividad e
intencionalidad, dentro de un contexto cultural (Bruner, 1990) - es parte integrante de la construcción de la
identidad personal; ésta parece tomar forma de la regulación recíproca entre la estructuración simbólica de
la experiencia y la autoorganización afectiva, permitiendo una emergencia sin precedentes en la historia
evolutiva: la articulación emotiva. La organización de las regularidades afectivo-conductuales (patrones),
estabilizados en la reciprocidad con la figura de apego, orienta como hemos visto, los procesos de
estructuración narrativa, proveyendo ya desde las primeras fases del desarrollo lingüístico el contexto
recurrente en que la reconfinguración simbólica encuentra anclaje.
Como demuestran muchos estudios (Main, Kaplan y Cassidy, 1985; Bretherton, Ridgeway y Cassidy,
1990; Oppenheim y Waters, 1995; Bretherton, 1995b) para evaluar las narrativas sobre el apego en el
curso de la edad preescolar y escolar, las historias elaboradas por los niños reflejan tanto los contenidos
relativos al estilo de apego como las modalidades de construcción y comunicación de temas afectivos.
En el primer caso, por ejemplo, niños de 6 años eran invitados a completar historias dirigidas a explorar el
Sí Mismo en las relaciones. Con respecto a los niños clasificados como seguros, describieron al
 protagonista del cuento como significativo, la relación con la madre como cálida y la madre como
disponible; los niños evitantes señalaron al personaje como rechazado y autosuficiente, negando la
importancia de la relación afectiva y la necesidad de ayuda (Cassidy, 1988; Oppenheim y Waters, 1995).
Aquellos mismos niños evitantes, analizados bajo el perfil de la comunicación de los propios estados
emotivos, buscaron distanciarse o evitar la conversación sobre acontecimientos emotivamente
significativos.
En otro estudio, para evaluar los modelos operativos internos de niños de 6 años, Main, Kaplan y Cassidy
(1985) indagaron la diferencia de respuesta de 40 niños de 6 años a imágenes de separación. Los niños que
fueron definidos como seguros en la infancia sonrieron, o articularon la situación representada en la
imagen; aquellos clasificados en la infancia como evitantes, apartaron la mirada de la imagen; otros
distinguidos como desorganizados mostraron respuestas bizarras. Estos últimos no sólo tuvieron dificultad
en comunicar la experiencia generada por la separación, sino a menudo tuvieron dificultad en permenacer
equilibrados, si afrontaban temas interpersonales que les suscitaron emociones.
Siguiendo esta línea, el estudio de Bretherton, Ridgeway y Cassidy (1990), realizado a través de una
 prueba de completar figuras, demostró una diferencia, tanto en completar la historia como en la coherencia
y en los contenidos de la narrativa, entre niños clasificados como seguros e inseguros. Mientras los
 primeros organizaron la historia de modo coherente, haciendo frente narrativamente de manera
constructiva a las dificultades de la historia descrita, los inseguros evitaron tomar en consideración
algunas situaciones de la historia, dieron respuestas incoherentes y tuvieron dificultad en permanecer
emotivamente o comportamentalmente regulados. No por casualidad, también en los sujetos adultos, la
dimensión de la coherencia es la que juega mayor relevancia en la clasificación del apego por el Adult
 Attachment Interview.
Estas investigaciones indican que en el curso de la edad preescolar y escolar, el ordenamiento narrativo de
la experiencia por un lado, co-ordena la relación con una pareja más madura, y por el otro, modula a
través de una reconfinguración, más o menos coherente, aquellas experiencias emotivas a las cuales se
refiere.
Por esto la capacidad de los padres de proveer el soporte emotivo y un andamiaje simbólico de la
experiencia, facilitando la articulación emotiva, a través de la recomposición en tramas de significado
compartido (social sharing), facilita al mismo tiempo la modulación del dominio emotivo y la integración
de situaciones más complejas, en un sentido de cohesión coherente de sí mismo. Esto promueve, por un
lado, la capacidad de distinguir los propios estados emotivos y de elaborarlos de manera progresivamente
diferenciada, y por el otro, de mantener el nivel de activación emotiva dentro de una gama gestionable. A
la estabilidad del sentido de sí mismo, concurren tanto la búsqueda activa de estados emotivos intermedios
(Guidano, 1987), como la exclusión directa o indirecta de la articulación de tonalidades emotivas, que no
 pueden ser integradas en la identidad narrativa construida hasta aquel momento (Bowlby, 1980, 1985;
Bretherton, 1985; Guidano 1987, 1991) (cfr. nota 3).
Es evidente que las dificultades de acceso y de apropiación o de transformación de tonalidades emotivas,
que conciernen a esferas críticas de la experiencia personal, reduciendo las posibilidades de integración de
los propios estados emocionales, podrán ocasionar en estos años la emergencia de situaciones
 psicopatológicas, determinando más tarde la incapacidad de resolver los problemas que emergen en las
siguientes fases del desarrollo.

4. Continuidad
Mientras en el curso del desarrollo, el sentido de continuidad personal está entrelazado fuertemente a la
estabilidad de la relación de apego con la figura de referencia, a partir de la adolescencia y luego
 paulatinamente en el curso de la edad adulta, va estabilizándose cada vez más una narración de sí mismo
autónoma con respecto al fluir de la vida, pero cuya estabilidad y direccionalidad es contingente con el
fluir de la experiencia.
En efecto, aunque los temas emotivos sobre los que se ha organizado el sentido de continuidad de Sí
mismo continúen orientando el desarrollo adulto, su composición en tramas de significado está ligada a las
situaciones que emergen en el curso de una vida, y que vuelven aquella vida y esa historia absolutamente
singular. Por tanto, la identidad narrativa por un lado elabora las emociones temáticas a la que está
anclada, por otro integra las emociones discrepantes y los acontecimientos inesperados, en un sentido de
unidad y unicidad. De este modo “la unidad narrativa de una vida” modula la relación -de la cual depende-
entre rasgos ideo-afectivos y situaciones emocionales, garantizando un sentido de estabilidad personal y
continuidad en el tiempo.
El punto central del acto narrativo es la relación que media entre el grado de estructuración de la trama y
la capacidad de modulación afectiva. En efecto, cuánto más capaz es la composición de los
acontecimientos de articular la propia experiencia en una unidad inteligible, más capaz es de modular las
oscilaciones emotivas perturbadoras y asimilarlas en un sentido de sí mismo. Esto explica porqué se
 produce una especificación recíproca entre la reconfinguración simbólica de la experiencia y la capacidad
de reconocer diferentes tonalidades emotivas y diferentes variaciones de una misma tonalidad emotiva,
dentro del sentido de continuidad personal. Como dice Taylor: "En cada fase, lo que nosotros sentimos es
función de lo que hemos articulado, y evoca las perplejidades y las incomodidades que una sucesiva
comprensión puede resolver. Pero, ya sea que deseemos hacer nuestro el desafío o al menos, que
queramos perseguir la verdad o buscar refugio en la ilusión, nuestra (in-)comprensión de nosotros mismos
da forma a lo que nosotros sentimos. Éste es el sentido por el que el hombre es un animal que se
autointerpreta" (Taylor, 1985, pág. 65).
La relación entre unidad y discontinuidad tiene, pues, como contrapartida la relación entre temas emotivos
y acontecimientos emotivos. Así, las circunstancias que constelan la vida de una persona pueden ser
asimiladas en una historia y, por lo tanto, en una identidad narrativa si por otro lado, las emociones que
 provocan pueden ser integradas en un sentido de cohesión de sí mismo (dialéctica interna del personaje).
Más en particular, el acontecimiento imprevisto pone en jaque a la identidad narrativa provocando
emociones que perturban el sentido de continuidad personal. La integración del acontecimiento en la
narrativa en curso reactiva temas emocionales y, con ellas, aspectos internos, imágenes, escenas,
secuencias de acciones, pensamientos, por otro cambia la dirección de la historia misma, variando el
horizonte de las expectativas. Es decir, la asimilación de la experiencia inesperada implica por un lado, la
reordenación retrospectiva del espacio histórico de la experiencia, por otro, el reensamblaje de proyectos
de vida coherentes con la revisión de la propia historia. En este sentido, la historia concreta de sí mismo
madura continuamente en un presente tenso entre memoria y ficción. Desde el punto de vista de la
dinámica interna, la integración coherente del acontecimiento comporta una modulación de las tonalidades
discrepantes, que vienen así percibidas, reconocidas o transformadas en variaciones del sentido de
continuidad personal.
La cohesión de los acontecimientos de la vida en la narración de sí mismo provee, así, un sentido de
estabilidad dinámica en el tiempo, que se acompaña de una modulación igualmente estable del dominio
emotivo. Es evidente que, el modo en que la identidad narrativa (sí mismo narrador) regula la dialéctica
entre mismidad e ipseidad (sí mismo protagonista), depende de la polaridad sobre la que está centrado el
sentido de estabilidad personal.
Si está es orientada hacia la mismidad (inward), la identidad narrativa regula el sentido de continuidad
manteniendo la activación interna dentro de cierta gama gestionable. Justo por la relativa
inmodificabilidad de las emociones básicas, de la cual ella toma forma, la única posibilidad de regulación
es la modulación de la intensidad de la activación emotiva. Resulta, así, un carácter (sí mismo narrador)
mucho más estable en el tiempo, con un sentido bastante neto de demarcación de los otros.
La explicación psicológica de este proceso proviene de los estudios sobre el "semantic priming" y sobre la
amplificación emotiva (Kitayama y Howard, 1994). Como hemos visto, según esta perspectiva, la
 percepción de un estímulo con el que nos topamos está conectada a la activación emocional inmediata,
que puede corresponder más o menos a la contemporánea activación de un tema ideoafectivo (según que
el acontecimiento perturbe más o menos o no el sentido de estabilidad personal). Según la intensidad de la
activación ideoafectiva, la percepción del estímulo significativo puede ser más o menos aumentada. El
nivel de amplificación del estímulo está conectada a la activación de otros afectos, recuerdos,
 pensamientos, imágenes correlacionadas semánticamente al acontecimiento en cuestión (semantic
 priming), y, más en general, al grado de discrepancia con respecto a las modalidades de mantenimiento del
sentido de estabilidad personal. Por ejemplo, para un evitante (tendencia a la depresión) una situación
advertida como rechazo, por parte de una persona significativa, puede elicitar una emoción inmediata de
rabia, que a su vez activa imágenes, recuerdos, sensaciones, pensamientos relativos a otros
acontecimientos correlacionados con temas de pérdida (tema clave); esto limita la gama de los aspectos
 perceptibles de la situación en curso, restringiendo el foco de la atención sobre aspectos congruentes al
tema activado, con la consiguiente amplificación de la situación intercurrente. Por otro lado, la activación
afectiva orienta los procesos de atención de naturaleza cognitiva, facilitando la articulación consciente de
la experiencia en curso y su posible integración en el sentido de continuidad personal, estructurado hasta
aquel momento. Retomando el ejemplo anterior, la interpretación de la situación de rechazo puede tomar
forma en términos de confirmación de la propia incapacidad de generar y mantener relaciones afectivas,
integrando así la experiencia en curso en una configuración de sentido centrada sobre la negatividad
 personal (cfr. nota 4).
Cuando el sentido de estabilidad personal está orientado predominantemente hacia la ipseidad (outward),
la identidad narrativa regula el sentido de continuidad, a través de la selección de estados emotivos
congruentes con ella. Este proceso puede tomar forma justo porque la identidad narrativa, antes que estar
anclada en estados internos, depende de contextos de referencia externos; por tanto, ésta es mucho más
flexible y proteiforme, según la oportuna expresión de Lifton (1993) (referida al dios griego Proteus que,
como Homero nos cuenta, cambiaba de forma para enfrentarse a las situaciones críticas). Esto implica que
cierto acontecimiento que perturba el sentido de estabilidad personal puede ser integrado, variando el
 punto de vista externo a través del cual interpretarlo (el sentido); el cambio de sentido del acontecimiento,
 puede modificar no sólo la activación inicial, sino además puede cambiar cualitativamente el tipo de
emoción con la que aquel mismo acontecimiento es advertido. Como dice Ricoeur refiriéndose a
 personajes literarios: “La trama está puesta al servicio del personaje”. Resulta así un carácter (sí mismo
narrador) mucho más plástico situacionalmente, con un sentido más laxo de demarcación de los otros.
En este caso, la reinterpretación desde el exterior del acontecimiento discrepante, antes que la articulación
de las emociones que el acontecimiento ha provocado, activa imágenes, pensamientos y estados afectivos
conexos semánticamente a la reinterpretación en curso (conceptual priming). Esto cambia la valencia
emotiva del estímulo que puede ser así integrado en el sentido actual de continuidad personal. Por
ejemplo, para un evitante (tendencia a los trastornos alimentarios) una situación advertida como de
confrontación, puede provocar un sentido inmediato de ansiedad, que se acompaña de una percepción de
incapacidad personal. Algún instante después, el halago advertido por parte del otro (o de una persona
significativa) suscita, en cambio, un sentido de seguridad y de valor personal.
A diferencia de los inward, el cambio de los códigos externos de la experiencia cambia la experiencia
misma; de tal modo, la experiencia discrepante es integrada en el sentido de estabilidad de sí mismo. Un
segundo proceso se relaciona con el anterior; éste pone en juego, junto al aspecto cognitivo, el aspecto
social de la regulación emotiva. Estas dos dimensiones de la regulación emotiva se evidencian en el
estudio de dos fenómenos que se acompañan a la activación emocional, ya sea en relación a emociones
 positivas, que como a emociones negativas: la rumiación mental y la condivisión social. La primera se
refiere a la rememoración del episodio significativo, con la distancia en el tiempo del acontecimiento, y el
otro a la comunicación lingüística del acontecimiento a un oyente.
En numerosas investigaciones sobre la emergencia de estos fenómenos en consecuencia de experiencias
traumáticas, Philippot y Rimé (1998) muestran dos aspectos interesantes, que a primera vista parecen
contradictorios. En primer lugar, la réplica de la experiencia (que cada vez reactiva las emociones
relacionadas) favorece la superación de la experiencia traumática, por otro lado la persistencia en el
tiempo de la rumiación mental y la condivisión social es un índice de desequilibrio emotivo. Sobre los
 pasos de la reinterpretación de los estudios de Pennebaker (1989), Rimé (1995) muestra cómo la eficacia
de la condivisión social y, en parte, de la rumiación mental depende de la articulación de tonalidades
emotivas profundas, ligadas a la experiencia traumática. En un estudio realizado con 31 madres días
después del parto, los autores demuestran que la calidad de la condivisión tiene un efecto facilitador sobre
la recuperación; las madres que fueron guiadas por el entrevistador a focalizar las emociones, sensaciones
y pensamientos que acompañaron al parto, mostraron una frecuencia significativamente menor, en las
cuatro semanas siguientes, de condivisión social y rumiación mental con respecto al grupo de control. Por
lo tanto, si la rumiación y la condivisión articulan efectivamente aquellas emociones de las que dependen,
 permiten una mayor elaboración, una mejor comprensión, y por lo tanto, una más fácil integración del
acontecimiento. Pero si la experiencia inmediata es discrepante respecto al sentido de estabilidad personal
en curso, más importante serán los procesos de reelaboración, a través de la condivisión social y la
rumiación mental. La réplica narrativa de la experiencia emocional, ponen en marcha los temas emotivos
sedimentados, facilitarían así la integración de situaciones de vida discrepantes con respecto de la
identidad narrativa estructurada hasta a aquel momento.
Por otra parte, el enfoque consciente sobre aspectos de la experiencia que están fuera del tema clave
activado obstaculiza la elaboración del sentido de la experiencia, manteniendo en el tiempo un proceso de
rumiación y desregulación. Éste, por ejemplo, es el caso de personas que reviven hechos y circunstancias
del episodio traumático, sin ninguna reelaboración de los aspectos emotivos y experienciales a ellos
conectados.

5. Discontinuidad
La continuidad de Sí mismo implica la búsqueda de la concordancia entre las situaciones intercurrentes y
el sentido de estabilidad personal. Esto significa que cada uno de nosotros está continuamente implicado
en una actividad de interpretación del propio modo de sentirse, y de los acontecimientos que constelan el
fluir de la propia vida. Este proceso, regulado a nivel intrapersonal e interpersonal, va "naturalmente" al
encuentro de alteraciones y revisiones en el curso de los estadios del desarrollo. Ya que somos seres
encarnados, es inevitable que a cada fase de transformación ontogénica corresponda la generación de
nuevas dimensiones de experiencia. Piénsese, por ejemplo, en la adolescencia con sus tempestades
emocionales y su desorientación o en la mediana edad con sus crisis de vanidad (Amery, 1988; Shenhy,
1998) y con la emergente conciencia de los propios límites y de la mortalidad. Estos cambios de la
corporeidad, provocando una modificación de la percepción de sí mismo y de los otros, son en general la
ocasión para empeñarse en alguna forma de reestructuración narrativa. Como se intuye fácilmente, la
calidad de la integración de estos desafíos determinada por el desarrollo influenciará en la resolución de
cuestiones emergentes en el curso del desarrollo (Cicchetti, 1998).
Con menor frecuencia, en el curso del ciclo de la vida pueden, en cambio, emerger acontecimientos tan
inesperados y discordantes con respecto al mantenimiento de la propia identidad que se vuelve necesario
una reorganización del sentido de sí mismo; son los momentos de crisis.
El lugar, por excelencia, de investigación de la discontinuidad de la historia de un hombre es la literatura;
ésta persigue la crisis y el cambio. La explicación que un crítico literario de la talla de Kermode da a esta
 predilección de la literatura tiene que ver con la estructura de las ficciones literarias; según Kermode
(1966), las ficciones varían alrededor de un paradigma central: la ficción del Fin. La concordancia entre el
 principio y el fin es el vacío que el relato articula. El desarrollo del relato transforma así la mera sucesión
en un tiempo significativo. Kermode hace remontar esta diferenciación entre el mero pasar del tiempo y
un punto en el tiempo lleno de significado a la distinción introducida en los Evangelios entre Kronos y
Kairos. Los evangelistas usan Kairos para hablar de el tiempo de la llegada de Dios, del tiempo de la
 plenitud, mientras que Kronos es el tiempo que pasa. Esta plenitud de sentido del tiempo de la crisis
transforma el pasado (validación del viejo testamento) y facilita una nueva concordancia entre los orígenes
y el fin. Kairos se refiere a este momento histórico de significación fuera del tiempo.
Alrededor de este momento crítico (Kairos) gira de manera particular, el género literario de la confesión.
“La confesión comienza siempre con una huida de sí mismo. Parte de una desesperación. Su supuesto es
como el de toda salida, una esperanza y una desesperación; la desesperación es de lo que se es, la
esperanza es de que algo que todavía no se tiene aparezca (Zambrano, 1997, pág. 46)24 .
La visión de la crisis que Zambrano propone, a partir de la hermenéutica de las Confesiones de Agustín,
de Rousseau, de la Búsqueda del tiempo perdido de Proust, es favorecida por los estudios sobre las
conversiones religiosas llevadas a cabo por Chana Ulmann (1989). Según Ulmann, el 80% de los sujetos

24
 pp. 32-33 obra en castellano. “La confesión: género literario”. Ediciones Siruela S.A.
entrevistados describieron los dos años anteriores a la conversión como caracterizados por un profundo
malestar emotivo, mientras la experiencia de la conversión fue advertida como la apertura de un nuevo
horizonte interpretativo, que llevaba a la resolución del trastorno emotivo.
La persistencia de la discrepancia entre la activación emotiva y la recomposición narrativa parece ser la
 base de aquel fenómeno que Baumeister describe cómo "cristalización de la insatisfacción" (1994).
Según Baumeister, el mantenimiento de la estabilidad personal dentro, por ejemplo, de una relación
afectiva o de un grupo político o religioso, se acompaña de una interpretación preferencial de
acontecimientos de vida de todos los días, concordantes con la identidad narrativa estructurada hasta aquel
momento. Al mismo tiempo, las informaciones que no son integrables en aquel sentido de estabilidad son
excluidas de la elaboración consciente. “Esto implica ignorar el problema, racionalizarlo o minimizarlo, o
valorarlo como atípico y transitorio. Por contra, se focaliza la atención sobre los aspectos positivos que
respaldan la propia implicación” (1994, pág. 286). En este sentido, a cada nivel de conciencia corresponde
un nivel de autoengaño. Si la activación de emociones discrepantes persiste en el tiempo, aquellas
situaciones, emociones, percepciones, imágenes, pensamientos desconectados entre ellos, comienzan a ser
organizados en secuencias y a aflorar en la conciencia de manera discontinua. Contra este marco la
emergencia de un acontecimiento discrepante, también banal, puede tener un efecto detonante; el
incidente, que provoca la emergencia de intensas emociones negativas cristaliza la insatisfacción. El
acontecimiento, que permanece también vívido en la experiencia subjetiva incluso con el pasar de los
años, cataliza la reorganización de las experiencias discrepantes en una nueva totalidad inteligible,
 pudiendo generar, más allá que un cambio de vida, una nueva percepción de sí mismo y el mundo.
La inmediata e inesperada transformación radical en la personalidad (Quantum change) es el argumento
sobre el cual gira la investigación empírica de Miller y C. de Broca (1994). En relación a la perspectiva de
Baumeister, el aspecto más interesante que emerge del estudio es que sólo el 56% de los sujetos
examinados informaron de un nivel moderadamente alto de experiencias negativas en el curso del año
anterior al “quantum change”. La interpretación de este dato podría suponer que el restante 44% no tuviera
conciencia de eventuales emociones discrepantes presentes en conciencia; pero podría, también, inducir a
la consideración que la transformación estuviera ligada al emerger del mismo acontecimiento, sin
"preparación emotiva". Éste parece ser el caso de aquellos acontecimientos que son totalmente
inesperados, y tan intensamente discrepantes con respecto a la identidad narrativa en curso, que la
afección que resulta podría ser definida como un padecer; una pasión mejor que una e-moción. La
sorpresa, que siempre acompaña al cambio, alcanza en estos casos una intensidad tal que se convierte en
estupor que deja ciegos como Saulo sobre la calle de Damasco.
Tanto en el caso de discontinuidades anunciadas, como en el curso de cambios inesperados, la
imposibilidad de una integración coherente del acontecimiento hace disparar una ruptura radical del
sentido de continuidad, determinando un efecto retroactivo sobre el ordenamiento de la experiencia e,
inevitablemente, sobre el horizonte de las expectativas de vida. A la disgregación de la narración de sí
mismo que consigue, se acompaña más aún de una intensa galvanización del proceso central de
organización, que se diferenciará según la identidad esté organizada de manera predominante en términos
inward u outward.
Si polarizara sobre la vertiente de la mismidad, la pérdida de la posibilidad de integración de los
acontecimientos intercurrentes en una totalidad inteligible produce una profunda activación de los temas
emotivos básicos; esta amplificación, mientras asegura el sentido de permanencia de sí mismo orienta el
esfuerzo de elaboración global de una nueva identidad narrativa.
Si polarizara sobre la vertiente de la ipseidad, la disgregación narrativa provocará una profunda activación
de estados internos, advertida de modo indiferenciado y desagradable y una búsqueda de nuevas
estructuras de referencia externa (por ejemplo, un nuevo compañero o una nueva ideología), sobre la cual
modelar el sentido global de la propia interioridad.
Por tanto, no sorprenden los datos, a primera vista contradictorios, que señalan cómo en el curso de
cambios de vida puedan verificarse grandes transformaciones y discontinuidades importantes, pero
también, más que un cambio, la magnificación de las disposiciones básicas de la personalidad (Caspi y
Moffit, 1991).
El éxito de una reorganización global del sentido de sí mismo depende de la capacidad de reelaborar un
nuevo equilibrio -más flexible y más integrado con respecto del precedente- entre la experiencia crítica, el
 proceso central de orden por ella activado, y el sentido de continuidad. Cada proceso de revolución
 personal se acompaña, por tanto, de una profunda reelaboración de la relación con el propio pasado y a
una reconstrucción paralela de los proyectos de existencia y la praxis misma del vivir. A la estabilización
de este proceso, concurren la selección de nuevos contextos sociales que favorecen la estabilidad del
cambio mismo (Magai y McFadden, 1995).
Por otro lado, la incapacidad de tal reelaboración, no pudiendo autorreferirse la perturbación crítica, no
 permite reintegrar la discrepancia emotiva en un sentido de continuidad personal.
La manifestación de situaciones psicopatológicas puede representar, entonces, el intento extremo que la
 persona lleva a la práctica para mantener un sentido de regulación sobre el propio sentir.
En este caso la fuerte activación del proceso central del orden -mantenida al persistir la discrepancia-
determina, por un lado, la rigidez y la concreción de la narración de sí mismo, y por otro, un sentido
de ajenidad y no pertenencia de la experiencia crítica.

NOTA 1  Con las palabras de Bowlby: “Nada ayuda más a un niño que poder expresar sus sentimientos de
odio y celos de un modo ingenuamente directo y espontáneo y creo que no existe tarea parental más
valiosa que la de mostrarse capaz de aceptar con ecuanimidad expresiones de “amor” filial como “te odio,
mamá” o “papi, eres un animal” (1979, pág 12)25 .

NOTA 2 Se articulará estas diferencias en los capítulos sobre los estilos de personalidad.

NOTA 3 Cfr. la literatura sobre el autoengaño.

NOTA 4 Si los procesos de atención cognitiva, en lugar del tema activado, son dirigidos sobre otros temas
claves, eso determinará una disfunción de la elaboración y la integración de la experiencia y un enfoque
sobre informaciones irrelevantes para una correcta articulación de la situación discrepante.

25
Pág. 27 obra en castellano “Vínculos afectivos: Formación, desarrollo y pérdida”. Ed. Morata. 1986
CAPÍTULO IV

PRINCIPIOS DE PSICOPATOLOGÍA

Antes de afrontar los procesos psicopatológicos que caracterizan las neurosis y las psicosis, es necesario
resumir la visión de la subjetividad que ha orientado los estudios que constituyen este libro.
Ya desde el primer capítulo, se ha podido entrever el polémico asunto sobre la Subjetividad Cartesiana y
sobre el énfasis que ésta asignaba a la reflexión solipsísta; ésta fue entendida como la presentación
simultánea de una operación cognitiva (el Cogito) y de una existencia (el Sum): la contemporánea
certeza del Yo se auto-fundaba en la inmediatez reflexiva. Inevitablemente, los desarrollos de la
subjetividad en el curso de la época moderna no han podido sino oscilar y vacilar entre los dos límites
generados por el cierre reflexivo del yo sobre sí mismo; lo trascendental y lo empírico como dicen los
filósofos. El precio pagado a la certeza por este Sujeto, sin historia, sin cuerpo y sin el otro, ha sido la
 pérdida de todo anclaje y toda pertenencia a la vida concreta. La exigencia de la recuperación de estas
dimensiones, que transforman la subjetividad anónima en una persona que vive efectivamente, nos ha
llevado a interrogarnos sobre cómo el Sí Mismo construye y mantiene su identidad personal, en el curso
del ciclo vital. Entonces, habíamos seguido los pasos de Ricoeur (1977, 1991), aquella “vía larga” que a
 partir de la praxis, y luego del lenguaje nos ha llevado a través de la reflexión, a la hermenéutica del Sí
Mismo; a lo largo de este camino gradualmente ha emergido un sujeto que en la continua interpretación
de sí mismo - mediada por la participación en un mundo de sentido, en el cual se encuentra desde
siempre- se da forma a sí mismo. Las reflexiones sobre la lingüística de Benveniste y sobre la
adquisición del lenguaje por parte de los niños (Arciero y Reda, 1995), nos han permitido entender el
vínculo entre la dimensión del sentido y el de la existencia; un nexo que se ha manifestado en la
dialéctica entre referencia y sentido, como emerge en el uso del lenguaje. En efecto, el sujeto desarrolla y
articula la comprensión de sí mismo a través de la comprensión del sentido que intenta hacer propio: esta
apropiación permite al sujeto llegar a ser sí mismo. He aquí, entonces, que la reflexión, liberada de la
deriva solipsísta, aparece como la operación que une la comprensión del sentido a la interpretación del Sí
Mismo. Ya que, como hemos visto, la experiencia del vivir empuja a ser (recuérdese, por ejemplo, las
investigaciones sobre completar historias), ésta guía la apropiación del sentido; por otro lado, el sujeto se
investiga, se persigue, se reconoce y sólo se transforma como resultado del proceso interpretativo,
mediado simbólicamente. De nuevo con las palabras de Ricoeur, “Pero el sujeto que se interpreta
interpretando las señales ya no es el Cogito: es un existente, que descubre, a través de la exégesis de su
vida, que es puesto en el ser incluso antes de ponerse y poseerse”(1977, pág. 25).
Si la subjetividad ya no puede ser considerada en términos impersonales, sino como un proceso continuo
de constitución del significado y el sentido, que la experiencia tiene para quién la vive, inevitablemente
cambia la explicación de los trastornos clínicos. En efecto, su génesis es investigada en la historia de las
transformaciones de la identidad narrativa que el sujeto ha sido capaz de articular en el curso del
desarrollo del ciclo de vida.
Por otro lado, si -como impone la metodología racionalista - el acontecimiento mental es considerado
como impersonal, la explicación del trastorno clínico no puede sino recurrir a procesos impersonales.
El cerebro, entonces, por su particular carácter de interioridad no percibida por mi cuerpo, se convierte
en el lugar y el medio de la explicación (Changeux y Ricoeur, 1998). Es decir, la reducción de la
experiencia personal a procesos de bioquímica cerebral autoriza a tratar el trastorno mental en términos
de acontecimiento neutral, quizás genéticamente determinado, que ocurre en mi cerebro. Desde estas
 premisas no puede sino derivar una epistemología impersonal, que orienta la identificación de los
trastornos psicopatológicos sobre la base de las manifestaciones clínicas (causalmente conexas a
modificaciones bioquímicas), eliminando la existencia particular de la persona.
La perspectiva no cambia mucho si la explicación biológica del trastorno mental -implícita en el DSM
IV- se sustituye por la explicación lógico-racional, tan importante para los cognitivistas clásicos
(cognitivists). En efecto, también en tal caso, el trastorno, que es visto en términos de no correspondencia
de las propias representaciones con un orden externo unívoco, es explicado en base a leyes que definen la
racionalidad y la irracionalidad de la actividad cognoscitiva humana independientemente del sujeto que
la lleva adelante. Claramente eso no significa negar la importancia de la genética, o de las neurociencias;
sin embargo, si como hemos visto, la construcción de la identidad personal se comprende como “una
modalidad fiable de “construir un mundo” capaz de producir una calidad de la experiencia inmediata
reconocible como el propio Sí Mismo” (Guidano, 1988), el trastorno clínico se vuelve comprensible sólo
a la luz de la dialéctica fundamental entre el dominio del actuar y del sentir y su recomposición en una
narración de sí mismo.
Entonces, si por un lado, diferentes procesos centrales de ordenamiento orientarán en el curso del ciclo
de vida el mantenimiento de la estabilidad personal según distintas modalidades, por otro, aquellos
mismos patrones de coherencia podrán declinarse (en los componentes emocionales, conductuales o
somáticos) en ámbito normal, neurótico o psicótico, en función de los niveles de articulación e
integración de la experiencia, en una cohesión unitaria de sí mismo. El continuum normalidad-psicosis
sólo puede ser comprendido dentro de esta mutua regulación.
Mientras la normalidad viene así a coincidir con una elaboración flexible y generativa de los
acontecimientos críticos (la asimilación del acontecimiento discrepante permite una progresión de la
historia y una articulación más amplia del sentido de sí mismo), en la condición neurótica la situación
discrepante es elaborada fuera del sentido de cohesión de sí mismo. Eso produce un doble efecto:
1) una pérdida de la flexibilidad y capacidad generativa del estilo de personalidad que se refleja sobre los
 procesos de asimilación de la experiencia, limitando las capacidades de integración; eso constriñe tanto
el desarrollo de la historia como de su personaje.
2) el afloramiento repetitivo de emociones críticas que, no pudiendo ser articuladas en una cohesión
unitaria, tienen que ser gestionadas concretamente.
Por tanto, cada uno de los estilos de personalidad que hemos ido definiendo dará forma a trastornos
específicos, en relación a la activación y a la incapacidad de elaboración de temáticas igualmente
 peculiares.
Para los evitantes (tendencia a la depresión), la amplificación del tema centrado sobre el rechazo /pérdida
acompañado por intensas emociones de rabia y desesperación, será atribuida a un sentido de negatividad
intrínseco a sí mismo.
Para los coercitivos (tendencia a las fobias), la amplificación del tema centrado sobre la
 protección/libertad acompañado por emociones de miedo y malestar, será atribuida a aspectos físicos de
sí mismo.
Para los evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios), la amplificación del tema centrado sobre el
 juicio externo acompañado por un sentido de anulación e incapacidad personal, será atribuido a una
imagen corpórea inaceptable.
Para los evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), la amplificación del tema centrado
sobre la certeza cognitiva del mundo emotivo y perceptivo será atribuida a la realidad externa
amenazadora en los individuos más polarizados sobre el lado coercitivo, mientras que la atribución será
dirigida a aspectos inaceptables de sí mismo en los individuos más polarizados sobre el lado evitante.

1. La condición psicótica
El problema del sentido
Desde el punto de vista evolutivo, el Sí Mismo encarnado en la forma humana ha mantenido la
constancia de la adaptación en el curso del tiempo regulando a través del lenguaje dos funciones
fundamentales:
a) la intersubjetiva, la co-participación en la praxis y el sentido junto a otros co-específicos a los que
reconocemos las mismas capacidades de condivisión e interioridad (teoría de la mente);
 b) la individuación, la experiencia singular de la propia relación consigo mismo, la experiencia privada
no accesible al otro.
En la conversación, en el entrelazarse consensual del sentir, del hablar y del escuchar, estos dos aspectos
son puestos en juego al mismo tiempo. En el curso de la vida cotidiana, la búsqueda del consenso se
manifiesta con evidencia en las situaciones de incomprensión; en estas circunstancias tratamos de
articular un concepto, una narración o una creencia en otras palabras, intentando hacer más clara al
interlocutor nuestra experiencia a la que él no tiene acceso. O bien, somos nosotros que no logramos
entender y es el otro que trata de proveernos los contextos u otras palabras para comunicar su
experiencia. A través de este proceso consensual, buscamos restablecer la recíproca comprensión que
corresponde a la posibilidad de referirse a sí mismo el sentido de la experiencia comunicada.
Este proceso permite entender al otro y, al mismo tiempo, articular y desarrollar la propia individualidad.
El aspecto que más impresiona en el encuentro con la persona afectada de esquizofrenia es la ruptura de
la cooperación y el consenso en la comunicabilidad de la experiencia. La extraña sensación que esta
ruptura suscita, a quien se relaciona con la persona enferma, ha sido definida por Rumke como
“sentimiento de demencia precoz” (praecox gefuhl) para indicar la percepción de aquella irrecuperable
distancia que el psiquiatra advierte en la relación con el paciente esquizofrénico. Por otra parte, el
concepto de autismo entendido como pérdida de contacto vital con la realidad ha expresado, a partir de
Minkoswki (1927, pág. 69), el fenómeno de ruptura de la sintonía con el mundo y con el otro,
característico de la persona enferma (Parnas y Bovet, 1991; Blankenburg, 1998).
Este doble aspecto de la relación humana con el esquizofrénico es sintetizada en aquello que Minkowski
y Binswanger llamaron “diagnóstico por compenetración”: “...enumerar y clasificar los síntomas
 psicóticos, para llegar a un diagnóstico supuestamente “científico” por razón pura, no nos bastará.
También pondremos en juego nuestra personalidad viva, y mediremos, confrontándola con ella, el
carácter particular de la manera de ser de nuestro enfermo” (1927, pág. 72). 26
En la psiquiatría y psicología clínica racionalista, la pérdida del sentido compartido que caracteriza la
comunicación esquizofrénica ha determinado una lectura (objetiva) de la enfermedad en términos de
déficits, como indica el concepto sintomático más importante que define en este ámbito las psicosis: “el
deterioro del examen de realidad” (Sass, 1992, pág. 270). El psiquiatra que se mueve en esta dimensión
teórica, invocando la ausencia de teoría del diagnóstico descriptivo, se pone frente al enfermo como el
observador que, seguro de los principios que lo guía, evalúa los acontecimientos mentales que el otro
manifiesta, como si no fueran de nadie: el diagnóstico consiste, entonces, en poner este objeto (los
acontecimientos mentales) dentro de varios ejes, que permiten la categorización. El enfermo desaparece
en la enfermedad.
En este modo de resolver el problema de la esquizofrenia, se oculta el viejo paradigma, estigmatizado por
Jaspers, de la imposibilidad de derivar el trastorno psicótico; lo que el psicótico dice, sencillamente no
tiene significado y, por tanto, el problema de la comprensión del enfermo se soluciona omitiéndolo a
través de la categorización de la enfermedad.
De este estado de cosas, una pregunta surge ineludiblemente. ¿Qué se hace desde el otro lado del sentido:
aquello por lo que quién habla dice de sí mismo? Y el tema, inevitablemente, se convierte en la búsqueda
de un sentido, a través del cual volver a comprender cómo, por qué y qué cosa dice la persona enferma de
 psicosis de la propia experiencia.

2. El problema de la reflexión
En los últimos años, el estudio más significativo en esta dirección, en el ámbito de la fenomenología
hermenéutica, ha sido realizado por Sass. La reconfiguración que Sass efectúa de la psicopatología
esquizofrénica tiene su clave en la reflexividad. Como el sujeto cartesiano, la persona esquizofrénica
muestra las características centrales del pensamiento moderno, debatiéndose en las paradojas que genera
la reflexión inmediata.
En un extremo, una conciencia que encuentra en sí misma el origen de cada sentido, transformando el
mundo en una idea, por la cual el Yo llega a ser el señor y dueño del mundo; por otro, una conciencia que
existe como objeto sometida a las leyes de la naturaleza, máquina regulada por un mecanismo que la
determina.
“De esto resulta una curiosa coexistencia o una oscilación entre sentimientos de pequeñez por un lado y
sentimientos de centralidad primaria por otro, entre la sensación de ser sencillamente una cosa entre las
otras cosas, o bien el manantial y el propio centro del mundo” (Sass, 1998, pág. 188).
Estas dos polaridades del sentido de sí mismo, del que hemos localizado los orígenes en las dimensiones
inward y outward, se encuentran amplificadas en aquellas personalidades, definidas por Bleuler como
esquizoide, en los umbrales del trastorno esquizofrénico.
En un extremo (inward), el intenso enfoque reflexivo sobre los aspectos internos de la experiencia
 produce una desconexión del mundo, de los otros y de la propia interioridad. Mientras el mundo aparece
como vaciado de realidad, por el empleo hipertrófico de la conciencia reflexiva, la experiencia sensorial
y emotiva es percibida como lejana de sí mismo. Como subraya muchos autores (Blankebourg, 1998;
Sass, 1998), esta forma particular de relación consigo mismo parece cerca de la epojé husserliana.
Así Husserl describe el paso de la “condición natural” a la toma de posición metodológica, que él llama
“epojé fenomenológica”: “Como hombre en actitud natural, como era yo antes de la epojé, me
encontraba ingenuamente viviendo en el mundo; al experimentar valía para mí, sin más, lo
26
Página 79 obra en español. La esquizofrenia. Psicopatología de los esquizoides y los esquizofrénicos. Fondo de Cultura Económica. Año 2000.
experimentado, y conforme a ello llevaba a cabo mis otras tomas de posición. Todo ello, sin embargo,
ocurría en mí sin que yo estuviera entonces dirigido a ello; mi interés era lo experimentado por mí, las
cosas, los valores, las metas, y no empero mi vida experimentante, mi estar-interesado, tomar posición, lo
subjetivo mío. Yo era trascendental también en cuanto yo que vivía naturalmente, pero no sabía nada
acerca de ello. Para percatarme de mi absoluto ser propio, tuve precisamente que practicar la epojé
fenomenológica... la actitud fenomenológica, con su epojé, consiste en que conquisto el último punto de
vista pensable de la experiencia y el conocimiento, en el cual me convierto en el espectador no partícipe
de mi yo y mi vida-de- yo naturales- mundanos, la cual por ello es solamente un fragmento particular o
una capa particular de mi vida trascendental descubierta [...] con la reducción fenomenológica se lleva a
cabo una especie de escisión del yo: el observador trascendental se sitúa sobre sí mismo, se mira, y se
mira también como el yo entregado antes al mundo, se encuentra por ende en sí, en cuanto cogitatum,
(como fenómeno, c.m.) como hombre, y encuentra en las cogitationes correspondientes el vivir y el ser
trascendentales que compone lo mundano en su totalidad.” (pág. 13 y 14, Las conferencias de Paris, en
Meditaciones Cartesianas)27 .
El ideocentrismo que caracteriza esta personalidad explica aquel temperamento esquizoide que
Kretschmer describió, refiriéndose al gran poeta alemán como tipo “Hölderlin”, o esquizoidia
hiperestésica. “... ultrasensible, vidrioso, constantemente lastimado, todo nervios... Y aún dentro del
 primer grupo de temperamentos de mimosa, entre sus representantes más delicados distinguimos un leve,
imperceptible hábito de frialdad y distancia aristocráticas, una cohibición autística de la sensibilidad que
la limita a un círculo severamente circunscrito de personas y cosas selectas, y oímos a veces una
observación ruda y hostil a propósito de personas situadas fuera del círculo y para cuyo modo de ser se
ha extinguido la capacidad de resonancia afectiva” (1925, pág. 156-57)28 .
Sobre el lado outward, la hiperconciencia de la definición de la propia identidad del exterior produce una
distancia de la dimensión intersubjetiva del sí mismo, que viene así percibida con un sentido de profunda
inautenticidad. Por lo cual, el proceso del continuo cambiar del sí mismo, en relación a los contextos
intercurrentes, es advertido como un juego falso de roles, integrado en “automatismos sociales” y
desconectado de la propia identidad. Eso explica la fenomenología que esta personalidad manifiesta, que
va de la completa indiferencia, a la marcada pantomima de situaciones sociales, la continua opositividad,
hasta la total inconsistencia de comportamientos; eso explica, además, la retirada de situaciones sociales
que pueden ser advertidas como peligrosas con respecto del propio sentido de demarcación, (cfr. nota 1).
Kretschmer, que definió estas personalidades como anestésicas, las describió caracterizadas por una
“cierta insensibilidad psíquica, estupidez y falta de espontaneidad”. Es decir, tendiendo al polo que
Kraepelin ha llamado en los casos psicóticos más graves “imbecilidad afectiva”.
Aunque en las características premorbosas de personalidad se dejen entrever los aspectos de fondo de la
condición psicótica declarada, la experiencia personal continua es más o menos ordenada según
estructuras de sentido compartido, y por lo tanto según una dimensión cronológica, causal y temática.
El paso a la desestructuración de la identidad, que corresponde a la pérdida del sentido de continuidad
 personal y por lo tanto de demarcación entre sí mismo y el mundo, se percibe con extrema claridad en el
 período de debut de la sintomatología, no común a todas las psicosis; en lo que Conrad definió como
“Trema”.
Las cosas, las situaciones, los demás pierden las referencias a la praxis compartida, y aparecen como si se
 percibieran por vez primera (truth taking stare). Todo se vuelve espantosamente, pero de manera
asombrosa, de otro modo (delusional percept). El Sí Mismo pierde el anclaje al mundo, a su historia y al

27
Páginas 19-21 de la edición castellana “Las conferencias de París. Introducción a la fenomenología trascendental”. Presentación, traducción y notas de
Antonio Zirión (México: UNAM “Colección Cuadernos 48”. 1988.
28
Pág. 199, edición en castellano “Constitución y Carácter”. Editorial Labor. Segunda edición. 1954
sentido compartido. Todo se convierte en novedad, tanto que también los acontecimientos más
accidentales son investidos de nuevos significados, a menudo indicativos del siguiente tema delirante; y
al mismo tiempo todo se muestra insignificante: irreal y extrareal como dice Sass (1992).
Este particular estado de “tensión abstracta”, definido por Conrad “Whanstimmung” (humor delirante),
 puede desembocar en un delirio (Apophonia) cuyos contenidos son derivables de los temas básicos
organizacionales, sobre el que se ha ido estructurando la Identidad Personal (Psicosis funcionales) o
directamente en una forma esquizofrénica. A diferencia de las Psicosis funcionales, lo que parece más
típico de la esquizofrenia, que parece un síndrome al que se puede llegar desde muchas direcciones, son
los delirios de tipo “epistemológico o/y ontológico”; es decir, vienen a ponerse en tela de juicio las
mismas características del conocimiento y del ser, del mundo y de la realidad.
Las psicosis funcionales, en cambio, parecen estar caracterizadas por una amplificación de temas
 básicos ya presentes, en las que el individuo conserva inalterado una congruencia de la emotividad
con respecto de lo que dice; la persona tiene un comportamiento y tiene una expresividad emotiva que
está en línea con los humores que son expresados, y, sobre todo, aunque sean intensificados algunos
rasgos de personalidad a través de un tipo de efecto túnel (Arciero, 1998), el esquema de referencia
queda más o menos inalterado: es decir, no se pone en tela de juicio la estructura misma del mundo.
La intensa polarización del tema básico emocional, que puede ser precipitada por la aparición de un
acontecimiento altamente discrepante, excluye cada posible variación del sentido de sí mismo;
además, dado que el sujeto ya no es capaz de articular la variedad de la experiencia identificándola
como propia, las imágenes, percepciones, emociones, pensamientos, etc., serán advertidos como si no
formaran parte de la propia interioridad produciendo los amplios cortejos sintomatológicos
característico de los estados psicóticos. Por otro lado, la reconfiguración de la experiencia orientada
 por la intensa activación de los temas básicos, hace que los acontecimientos intercurrentes sean
elaborados anulando la heterogeneidad y, por lo tanto, los posibles efectos generativos; eso contribuye
a mantener bloqueado los patrones de activación en curso y, al mismo tiempo, produce una gradual
 pérdida de sentido condivisible del significado individual de la experiencia.
Por lo tanto, según el nivel de flexibilidad y generatividad alcanzados en el curso del desarrollo personal,
una misma organización de significado puede ser elaborada según dimensiones diferentes de integración.
Por ejemplo, haciendo referencia a los evitantes (tendencia a la depresión), la misma experiencia crítica
de pérdida puede ser comprendida como un punto de cambio, que permite una relectura de la historia
 personal y las expectativas de vida (dimensión normal), o como una confirmación del propio destino de
exclusión atribuida a aspectos concretos de sí mismo (dimensión neurótica), o finalmente, como
reconfiguración delirante del propio sentir, que varía según la polarización emotiva; si es negativa
(desesperación), delirios y alucinaciones con temas de inadecuación personal, de ruina, de culpa, etc.; si
es positiva (rabia), delirios persecutorios.
El caso que sigue ilustra con claridad la continuidad entre la emergencia de un delirio persecutorio y la
amplificación de un tema básico, relativo al control en un sujeto coercitivo (tendencia a las fobias).
3. Caso clínico
Annamaria, traductora de 27 años, primera de dos hijos, padre empleado de banco de 56 años, madre
 profesora de 54 años, se presenta a la entrevista en nuestro despacho, acompañada por la tía materna.
Esta última, colaboradora de un equipo de investigación en medicina interna, me presenta el caso,
diciendo que la sobrina ha tenido un ataque de nervios en el curso de su última semana de trabajo,
antes de que le fuera renovado el contrato. Según la tía, Annamaria habría empezado a sentirse
seguida y perseguida por un grupo de personas. Esta percepción se agudizó en el curso de aquella
última semana de trabajo, tanto que, mientras estuvo en la oficina, Annamaria tuvo un episodio de
 parálisis de las funciones motoras, encontrando una remisión espontánea unas horas después.
Annamaria llamó por teléfono a la tía, ya que los padres viven en un pueblo del Norte Italia, que,
después de haberla sacado de la oficina y después de haber escuchado la narración, decide pedir la
ayuda de un psiquiatra. El colega atendió a Annamaria y le prescribe 2 mg. al día de Haloperidol.
Todo eso ocurrió tres semanas antes de que fuera solicitada nuestra intervención. La tía afirma que la
toma de los fármacos fue seguida de tres semanas de hipersomnia, sin que las convicciones de
Annamaria hubieran sido alteradas mínimamente; ella siguió sustentando haber sido y ser, todavía,
objeto de control por parte de diversos individuos, incluida la policía. Después de haber escuchado a
la tía, la invito a salir y pedí a Annamaria que me contara cómo se desarrollaron los hechos.
Annamaria me cuenta que empezó a percatarse, meses antes del episodio, mientras chateaba en
Internet, que muchas personas, con las que se puso en contacto online, eran en realidad agentes de la
 policía que trataban de averiguar qué intenciones tenía. Estas percepciones, que encontraron cada día
creciente confirmación, fueron apoyadas progresivamente por episodios de la vida real. Yendo al
supermercado, por ejemplo, advertía que la seguían mucho, en distintos días, personas diferentes; la
misma percepción empezó a emerger en el entorno laboral, al punto de sentirse rodeada y
existencialmente paralizada.
Aún hoy, Annamaria está absolutamente segura de encontrarse bajo la mirada de aquel grupo de
 personas, que quisieron manipularla por objetivos nada claros.
Después de haber escuchado la historia, hago presente a Annamaria que, aunque no dudara de la
veracidad de lo que me había contado, me pareció que el tema que emergía con claridad era relativo a
una situación de control, que ella percibía como externa a sí misma. Por tanto, si ella estuviera de
acuerdo, podríamos indagar cómo aquel tema tomó forma en el curso de su vida. Así, en relación a su
 profesión, le pregunté el motivo de la elección del estudio de las lenguas; de manera más específica, si
aquella elección tenía que ver con el tema que estábamos tratando de localizar.
Annamaria protestó calurosamente a mi pregunta, diciendo que no veía ninguna relación entre lo que
estaba sucediéndole y su elección profesional. Luego, entre el escepticismo y la irritación, me contestó
que había madurado la elección en el curso de la adolescencia, porque estaba interesada en el estudio de
las lenguas extranjeras. A medida que la invito a focalizar con más precisión sobre las condiciones que
favorecieron aquella elección, Annamaria empezó a concretar que pensó en el estudio de las lenguas
como el medio que le habría permitido alejarse de casa. Fue el mismo motivo por el que llegó a ser, en el
curso de la universidad, campeona de voleibol. Los traslados del equipo fueron, en efecto, espacios de
libertad autorizados.
Los padres, un padre hipercontrolante y una madre moralista, impusieron vínculos sofocantes, horarios
rígidos, limitando tiránicamente todas sus iniciativas de libertad. A la edad de dieciséis años Annamaria,
mientras sueña despierta con viajar a países desconocidos, decide su proyecto de estudios, que
corresponde también a su proyecto de vida. Mientras Annamaria enfoca el tema constricción-libertad,
aparece intensamente sacudida; los ojos se les llenan de lágrimas y, con actitud colaboradora, me dice no
haber considerado nunca aquellas elecciones en relación a cómo la atmósfera de casa la hizo sentir.
Empezamos, por tanto, a reconstruir cómo este tema básico influenció las elecciones siguientes.
Después de haber fijado su proyecto, en los años finales del Bachillerato, Annamaria, para prevenir la
eventual prohibición de los padres de frecuentar la Escuela para Traductores, que estaba ubicada a 300
km. de casa, sobresale en los estudios. A los 18 años se traslada a Milán. Aquí inicia su “carrera
sentimental”, que mantendrá las mismas peculiaridades en todo su desarrollo, hasta la relación actual. El
tema sobre el que la afectividad se articula es el control sobre la relación, a fin de sentirse unida pero no
constricta, libre pero no sola.
La primera relación dura seis años (19-25) y cubre todo el período universitario.
A las incesantes solicitudes de convivencia de la pareja, ella responde que todavía no tenía la autonomía
económica para decidir compartir una vida en común. Al final de la Universidad, la pareja, invitada a
trabajar en una Universidad americana, le propone el matrimonio. Ella se tomó su tiempo; se traslada a
Inglaterra, aceptando un trabajo que lele permite perfeccionar la lengua, con la promesa hecha de reunirse
con su pareja después de un año. Inicia así una relación a distancia. Después de algún tiempo, mientras se
está estableciendo en Inglaterra, le ocurre algo absolutamente inesperado. Se siente, por primera vez,
extrañamente atraída hacia un hombre sólo bajo el perfil sexual. Estructura así una relación erótica, sin
compromiso sentimental alguno; al mismo tiempo concluye la relación con la pareja, que se ha
trasladado mientras tanto a los Estados Unidos.
La nueva relación continuó, hasta que las peticiones no excedieron la esfera sexual. Cuando el nuevo
compañero (Carlos) le propone un nivel más comprometido de implicación, una definición más marcada
de la relación, desaparece la atracción y decide el fin de la relación. Estaba a tres meses del cumplimiento
del contrato laboral. Mientras tanto, en el período de la ruptura con Carlos, Annamaria empieza a enfocar
su atención sobre un personaje que forma parte de su mundo laboral; a medida que se acerca la marcha,
establece con esta persona cierta intimidad, hasta unirse sentimentalmente a unos quince días del regreso
a Italia. Inicia una nueva relación a distancia.
Llegó a Roma el pasado septiembre, con un contrato laboral renovable después de seis meses de prueba,
en una empresa que le ofrece lo que desde siempre deseó: un sueldo óptimo, una gran autonomía laboral,
 posibilidad
 posibilidad de crecimiento
crecimiento profesional.
profesional. En Roma, va a vivir durante los primeros dos meses a casa de la
tía, que deja luego por un piso que coge en alquiler con una conocida; compra un coche, comienza a
decorar la casa, cada quince días vuela a Inglaterra durante el fin de semana con la pareja. Su vida
 práctica, laboral y sentimental está organizada, de manera que la hace sentir libre y segura. La única
amenaza es la renovación del contrato, que es independiente de sus posibilidades de control. A medida
que se acerca el día de la renovación, aumenta el sentido de precariedad y fragilidad (referido
completamente a una realidad externa persecutoria), hasta el último día: aquel 15 de febrero, la fecha de
la renovación, en la que se siente desposeída incluso de la capacidad de controlar los propios
movimientos, porque está rodeada por el enemigo.
La intensa activación del tema básico, provocada por la incontrolabilidad del acontecimiento (renovación
del contrato laboral), y que corresponde, por parte de Annamaria, a una percepción de miedo y
 peligrosidad inminente, es referida completamente al a l exterior. Han bastado pocas sesiones, aunque éste
no sea siempre el caso, para la reelaboración de la historia y de las tonalidades emotivas a ella conectada,
y para la remisión completa de la sintomatología.

4. Modificación de la identidad personal


Repetidamente, en el curso de estos estudios, hemos subrayado la mutua dependencia entre la
reconfiguración narrativa y la organización temporal de nuestra experiencia del vivir. A través de esta
reciprocidad, el fluir de la experiencia “confusa, informe y, en el límite muda”(Ricoeur, 1986, vol. 1,
 pág. 55)29  se convierte en experiencia personal; de esta reciprocidad emerge el sentido de pertenencia a sí
mismo de la propia experiencia y, de modo complementario, el sentido de identidad con el propio fluir
experiencial. Como dice Ricoeur, “ es la identidad de la historia la que hace la identidad del personaje”
(1993, pág. 240)30 ; en este sentido, los límites del sí mismo (self-boundaries) se funden con la
continuidad narrativa.
Además, hemos visto repetidamente que la estabilidad de la identidad personal en el tiempo es asegurada
 por estructuras de sentido compartido, que provee los instrumentos
instrumentos para dar forma a un mundo capaz de
estabilizar la continua experiencia del vivir. Desde esta perspectiva, por tanto, la personalidad esquizoide
corresponde a una persistente rigidez de la Identidad Narrativa, en la asimilación de la experiencia; como

29
Pág. 34 edición en castellano “Tiempo y Narración I”, Ed. Siglo XXI, 1995
30
Página 147 obra en castellano “Sí mismo como otro” Siglo Veintiuno de España Editores S.A. 1996
muchos autores señalan, ésta va desarrollándose ya desde los primeros años de la infancia, constituyendo
un factor de vulnerabilidad específico de la esquizofrenia (Parnas y Bovet, 1991, 1995).
Por consiguiente, la emergencia de una condición psicótica esquizofrénica declarada debe ser
considerada como la incapacidad de asimilar los acontecimientos discrepantes, en un sentido de
continuidad personal, y eso produce la disgregación del sentido de cohesión de sí mismo y de la propia
Identidad Narrativa.
Minkowski vio con claridad la dialéctica a la base de la enfermedad; “la noción de esquizofrenia como
enfermedad mental tiende ahora a fragmentarse en dos factores de orden diferente: primero es la
esquizoidia, factor constitucional, específico por excelencia, más o menos invariable por sí mismo a lo
largo de la vida individual; segundo, es un factor nocivo, de naturaleza evolutiva, susceptible de
determinar un proceso mórbido mental. Por sí mismo, este factor no tiene un matiz bien definido, es de
naturaleza más indiferente, y el cuadro resultante dependerá, ante todo, del terreno en el que actúe.
Aunado a la esquizoidia, la transformará en proceso mórbido específico, en esquizofrenia que
evolucionará y llevará, a final de cuentas, a un estado deficitario, característico de esta afección”
(Minkowski, 1927, pág. 50-51)31 .
La fractura de la relación entre la experiencia del vivir y su reconfiguración consensual -ruptura interna
del mecanismo de identidad- hace que el sujeto no logre descentrarse temporalmente de la situación en
curso. Eso explica la actitud de hipertrofia reflexiva que, mientras genera la transformación de la
modalidad de organizar la relación con el mundo y con la propia experiencia, aparece como el recurso
extremo que el individuo lleva a la práctica para enfrentar la novedad y heterogeneidad de los
acontecimientos. Desde esta perspectiva, no hay diferencia que la estructura del significado sea unívoca,
como en el caso del delirio, o se pulverice en conexiones ininteligibles, como en las formas
desorganizadas. En efecto, en ambos casos, los acontecimientos nuevos serán “semánticamente
neutralizados” sin que ellos determinen un efecto retroactivo sobre el espacio de la experiencia y sobre el
horizonte de las expectativas. Eso contribuye a mantener bloqueado los patrones de activación en curso,
 produciendo la pérdida más o menos gradual del sentido condivisibile
condivisibile del significado individual de la
experiencia. Como cuenta el paciente citado por Sass, “me siento como si hubiera perdido la continuidad
que une los acontecimientos de mi pasado. Antes que una serie de acontecimientos conectados por una
continuidad, mi pasado parece como fragmentado. Tengo la percepción de estar en un presente infinito”
(1994, pág. 156). Como el sujeto cartesiano, el enfermo en el acto reflexivo solipsístico crea cada vez la
certeza de sí mismo y el mundo.
La continua descontextualización de la experiencia de los nodos temporales de su fluir, producido por el
intenso enfoque reflexivo, determina un cambio radical a nivel de la Identidad Narrativa. El carácter
 pierde el sentido de continuidad personal, por lo que la relación consigo mismo y con el mundo resulta
intensamente alterada. No pudiendo ya reconfigurar el actuar y el sentir en una secuencia estable, que
 permita referirse la experiencia, reconociéndola como
como propia, el narrador asume una actitud hacia sí
mismo como si fuera el observador,
observador, cada vez, de un fluir
fluir experiencial no propio.
propio.
La fenomenología que resulta, y que puede representar la exacerbación de un estilo cognitivo
excesivamente focalizado dentro o fuera, oscila “epistemológicamente” a lo largo de la dimensión inward
u outward.
En un extremo (inward), el ponerse momento a momento como espectador de la propia interioridad (de
las sensaciones, de las percepciones, de lo imaginario, de los propios diálogos internos, etc.), cambia
momento a momento a esta última en un objeto independiente de sí mismo. Se produce, por tanto, una
externalizacion de la propia interioridad, que es advertida como fuera del propio control. El ejemplo más
evidente tiene que ver con las alucinaciones auditivas; en este caso, el diálogo interno es advertido como
31
Página 64 obra en español. Obra citada
si fuese generado por alguien diferente de sí mismo, pero en el ámbito de la propia interioridad. Esta
relación consigo mismo se acompaña de una percepción completamente deontologizada del otro-en-el-
mundo. Ellos son percibidos igualmente como objetos que interaccionan y manipulan “la máquina” de
mi propia interioridad. “Podemos comprender entonces cómo una persona que se distancia del propio
experienciar
experien ciar puede
pued e empezar
empeza r a sentirse
sentirse como si los propios pensamientos y las propias sensaciones
tuvieran origen fuera de su cuerpo o de su mente, cómo puede empezar a sentir los propios pensamientos
como palabras pronunciadas fuera de su cabeza, o percibir sus acciones, sensaciones o emociones como
impuestas desde el exterior” (Sass, 1992, pág. 228).
En el otro extremo (outward), la transformación, momento a momento, de las situaciones intercurrentes,
de los acontecimientos en el mundo y de la presencia de los otros en una imagen borra la realidad del
mundo, transformándola en una emanación de la propia conciencia. Ya que el exterior viene
“interiorizado” en una imagen, es advertido como dependiente del propio control. En algunos casos, el
mismo proceso de “subjetivar” el mundo puede ser percibido como una imagen, abriendo un “vertiginoso
abismo autoreferencial” (Sass, 1992, pág. 225).
Resumiendo otra vez con las palabras de Sass, por un lado (inward): “Tengo la percepción que no soy yo
el que está pensando”; “las emociones no son advertidas por mí, las cosas no son vistas por mí, sino sólo
 por mis ojos”; “Yo he sido programado… yo soy las señales acústicas de mi ordenador.” Por el otro
(outward): “mis pensamientos pueden influenciar las cosas”; “este acontecimiento puede ocurrir porque
yo lo pienso”; “porque el mundo continúa, no puedo parar de pensar.” (1992, pág. 325). (cfr. nota 2).

5. Temporalidad y sentido de Sí Mismo en la condición esquizofrénica


La incapacidad de reordenar el propio sentir y actuar en una trama coherente que permite identificar
como propio el fluir de la experiencia, demarcándolo del mundo y de los otros, da cuenta de aquel
fenómeno definido como pérdida de los límites del Sí mismo o despersonalización o Ich-Storungen, y
que nosotros llamaremos “Pérdida de cohesión de sí mismo.” Esto se origina en la disolución de la
narración de sí mismo y se mantiene a través de la focalización, momento a momento, de la conciencia
reflexiva sobre la experiencia inmediata, dando lugar a la modificación de la temporalidad del sí mismo.
Es decir, la descomposición de la narración de sí mismo, se acompaña de la alteración del modo en que
las tres dimensiones temporales de la experiencia son integradas en un continuo sentido de unidad. Se
colapsa la dimensión narrativa de la temporalidad. Para comprender mejor los cambios de la
temporalidad de sí mismo, que caracterizan los trastornos esquizofrénicos, necesitamos detenernos sobre
las modalidades en que la experiencia del vivir es integrada temporalmente en la continua construcción
de la Identidad Narrativa. Como hemos visto, la experiencia intercurrente recibe un contexto referencial
de la narración, que contribuye a desarrollar y articular. Desde este punto de vista, la asimilación de la
experiencia -y por lo tanto su historicidad - no corresponde a una mera cronología o la simple
secuencialización; es la relevancia que la experiencia hecha asume en la economía de la narración, que le
otorga un valor que cambia con el cambiar de la historia misma. Es decir, la experiencia a través del
sentido que ella asume, va más allá de la dimensión empírica. A medida que una Identidad Narrativa se
despliega en el ciclo de vida, al mismo tiempo, la relevancia de una experiencia dentro de la narración
 puede empobrecerse o volverse más fundamental. En efecto, cada uno de nosotros integra los
acontecimientos intercurrentes, aprendiendo a combinar el presente con la experiencia sedimentada y al
mismo tiempo con el horizonte de expectativa. Es decir, el presente significativo toma continuamente
forma en la tensión entre el espacio del recuerdo y el horizonte de la esperanza. La identidad narrativa,
movilizando el magma de la memoria y proveyendo los márgenes a las posibilidades de la narración,
compone esta dialéctica a través de las variaciones imaginativas. En el espacio imaginario se realiza la
continua reordenación provocada por la experiencia concreta, entre el pasado y el proyecto de vida (cfr.
nota 3).
La particular contraposición de estas dos dimensiones así como su peculiar interacción, han sido objeto
de los estudios de Reinarth Koselleck (1986). Según Koselleck, tanto el espacio del recuerdo, como el
horizonte de la esperanza, aunque siempre sean dimensiones que se hacen continuamente presentes,
corresponden a dos modos diferentes de ser; la presencia del pasado es, en la experiencia, diferente de la
 presencia del futuro. En efecto, mientras que el espacio de la experiencia acabada compuesto por
acontecimientos, situaciones, posibilidades frustradas o proyectos realizados, está “saturado de realidad”,
no es lo mismo para la expectativa: ésta está privada de “contenidos vividos.” Aunque pueda ser
experienciada con “esperanza y temor, deseo y voluntad, la inquietud pero también el análisis racional, la
visión receptiva o la curiosidad” (1986, pág. 305)32  la experiencia permanece en todo caso “vacía.” La
 peculiaridad de la sucesión temporal histórica se basa en esta diferencia que, según Koselleck, es una
característica general humana; ella representa la condición misma de la posibilidad de cada historia.
La particular relación entre estas dos dimensiones es puesta en acción en la continua organización de la
Identidad Narrativa. Efectivamente, si el horizonte de expectativa (el proyecto de vida) provee a la
narración de las orientaciones y las posibilidades de desarrollo, la narración de sí mismo provee la
estructura para la organización del proyecto de vida. “La fecundación recíproca” y la superposición entre
estas distintas dimensiones, implican una continua tensión entre la acumulación de la experiencia y la
constitución de un horizonte de expectativa. En efecto, mientras el acontecimiento que viene a
corresponder a las expectativas viene a ser integrado sin perturbar la tensión entre aquellas polaridades,
el acontecimiento que no es esperado supera los límites de las posibilidades del futuro, generando nuevas
expectativas. Superar el horizonte fragmentado de las expectativas significa hacer una nueva experiencia,
que puede ser reordenada en la narración de sí mismo, sólo si al mismo tiempo es integrado el efecto
retroactivo de la expectativa. “El espacio de experiencia y el horizonte de expectativa no tienen no se
 pueden referir estáticamente uno al otro. Constituyen una diferencia temporal en el hoy, entrelazando
cada uno el pasado y el futuro de manera desigual” (1986, pág. 309)33 .
La ruptura de esta continua coordinación, que se acompaña de la disolución del sentido de cohesión de sí
mismo, se expresa por un lado en la incapacidad de sintonía con el contexto presente (pérdida del
sentido), por otro, en la pérdida de la historicidad de la experiencia. Por un lado, a la
descontextualización corresponde una cristalización, momento a momento, de la experiencia inmediata,
 por otro lado la narración de sí mismo pierde la coherencia temática, temporal y causal (Rizzo et al.,
1996; Peyron y Tauer, 1991; Chaika y Alexander, 1986; Chaika y Lambe, 1989; Plagnol et al., 1996). De
tal modo la experiencia del vivir pierde la posibilidad de ser integrada; efectivamente, el presente deja de
ser organizado en un proceso unitario, continuamente generado en la tensión entre el espacio de la
memoria y el horizonte de la expectativa que la Identidad Narrativa continuamente compone. En este
sentido, el modo temporal de la esquizofrenia no puede ser mas que la atemporalidad.
Esta “mutación” de la estructura de la experiencia tiene un alcance ontológico fundamental que ha sido
ignorado por la psiquiatría y la psicología científica. En efecto, si las manifestaciones sintomatológicas
son valoradas en relación al sentido compartido de realidad, y por lo tanto, según los contenidos
discrepantes con respecto a ello, se olvida que el modo narrativo esquizofrénico se refiere a un contexto
experiencial diferente y separado de la praxis compartida del vivir. En aquella dimensión de realidad, las
reglas del sentido común, la lógica de las acciones y las argumentaciones (Arieti, 1978), los principios
compartidos de valoración no tienen relevancia.
Este olvido de la psiquiatría y la psicología científica es atribuible a un error metodológico que estas
ciencias han heredado del pensamiento moderno; que es considerar al sujeto que experiencia como si

32
Página 338 Obra castellana “Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos” Editorial Paidós. 1993
33
Página 342 Obra en castellano citada.
tuviera el mismo estatuto ontológico del objeto. Heidegger habla de esta confusión como fruto de la
indistinción entre lo óntico y lo ontológico.
Quizás es deseable dentro de aquellas ciencias que una reflexión epistemológica sobre los fundamentos
que guían el progreso, lleven a investigar en estos ámbitos, a indagar el mundo de la esquizofrenia a lo
largo del lado de la comprensión del paciente (ontológico), además de y más allá de la explicación de
éste como objeto bioquímico, genético o sistémico.

NOTA 1  En la esquizofrenia declarada, la acentuación de este rasgo esquizoide se capta en los


manierismos, muecas, negativismos, ecolalias y ecopraxias, y en las formas de catatonia hipercinética.

NOTA 2  Esta polarización inward/outward se refleja -como demuestran con claridad los ricos análisis de
Sass- en el empleo “perturbado” del lenguaje. En particular, al intenso enfoque sobre aspectos internos
de la experiencia y sobre la unicidad de las sensaciones y las circunstancias, puede corresponder la
 percepción de inadecuación expresiva del lenguaje ordinario. Éste puede, por ejemplo, traducirse en la
 pérdida del uso categorial, o en la invención de neologismos, en el empobrecimiento del habla, hasta la
imposibilidad de narrar la experiencia en curso. Por otro lado, la hipertrofia reflexiva orientada hacia
exterior, puede articularse en una focalización del lenguaje como objeto en sí mismo, es decir, separado
de cada relación con la experiencia. Las palabras, disueltas de toda referencia a la praxis del vivir, son
conectadas según cualidades acústicas (glosomanía, ecolalia, manierismos, etc.), o asociadas según el
significado que aquella misma palabra habría tenido en otro contexto.

NOTA 3 En el espacio metafórico ésta realiza la propia flexibilidad integrativa.

CAPITULO V

DE LA INTENCIONALIDAD OPERANTE A LA CONCIENCIA DE SÍ MISMO


NOTAS PARA UNA PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO DE LA IDENTIDAD PERSONAL

Cada época ha asignado un valor normativo y una primacía a distintos períodos del desarrollo humano. Si
 para los antiguos, la vejez y con ella la sabiduría, la prudencia, la moderación, representaban los criterios
sobre los cuales valorar todas las otras edades de la vida, para los modernos la adultez es el lugar de la
certeza de la propia conciencia, que señala el punto desde el cual observar y medir el desarrollo de la
vida humana. La adultez se convierte, por un lado, en la representación de la madurez, y por otro, cada
edad de la vida es interpretada desde el punto de vista de la Subjetividad adulta.
Los estudios sobre el desarrollo, en el curso de la era moderna, han estado fuertemente marcados por
esta impronta epistemológica; ésta ha producido la visión de un niño que, gradualmente, y en soledad,
a través de la representación interna cada vez más exacta de un mundo externo en uno interno,
 procede hacia el conocimiento maduro del sí mismo (Bruner, l986); y por otro lado, la atribución de
una esfera sexual a la infancia es testimonio del mismo prejuicio epistemológico.
Un segundo aspecto conectado al anterior e igualmente importante, ha sido señalado por la
investigación evolutiva: el énfasis heredado de las ciencias naturales y de la psicología experimental
sobre la investigación de los principios universales que guían el desarrollo humano (Magai y
Hunziger, 1995).
Este segundo aspecto muestra de un modo bastante claro que es necesario una reflexión epistemológica
dentro de la psicología. La investigación del principio universal, en efecto, se inscribe en un modo de
comprensión teorética, característico de las ciencias naturales (cfr. nota 1). Este modo de conocer se
caracteriza por el hecho de que lo particular, la Individualidad, la diversidad, es reconducida bajo la
generalización de un principio, o de una ley. Por lo cual podemos hablar del estadio del objeto permanente
o de la crisis de la mitad de la vida como periodos del ciclo vital, que reconduce la vida de Tomas, Pedro y
María a ciertas características comunes; esta mirada generalizante deja, sin embargo, inarticulados
aquellos aspectos que caracterizan la vida de Tomas, Pedro y María como vidas individuales. De este
modo podemos decir que la ley de la gravedad explica la caída de una piedra y la de un pétalo de rosa.
En la historia reciente de la Psicología, la Teoría del Apego ha producido un cambio importante con
respecto a estas condiciones de investigación. Aunque al principio, el Apego haya sido considerado “como
indicativo de un sistema motivacional, de base biológica, dirigida al objetivo y orientado a mantener la
homeostasis”, con las tipologías de Ainsworth et al. (1978) se abren nuevas perspectivas teóricas, clínicas
y experimentales.
El cambio epistemológico se realiza desde un modo de comprensión teorético, a un modo de conocer
categorial; es decir, se pasa a un sistema de categorías que, en relación a sus interconexiones, especifica
las diferencias entre patrones de estabilidad en el tiempo (Categorías A, B, C). Desde este cambio de
 perspectiva se desarrollan nuevos problemas y nuevos énfasis de investigación, que explican la
 proliferación de los estudios sobre el apego (Ainsworth y Marvin, 1995). El impacto que la teoría del
apego tiene sobre la psicología del desarrollo se refleja sobre el estudio de categorías diferenciales de
individuos, en relación a diversos modos de construcción, mantenimiento y ruptura de vínculos afectivos.
Es decir, se busca captar la continuidad en el tiempo de patrones recursivos que encuentran su origen en
el desarrollo de una reciprocidad emotiva con una figura de apego y que se mantienen en el curso de todo
el ciclo de vida. La organización emotiva del Sí se vuelve de esta manera el núcleo para el mantenimiento
del sentido de unicidad y continuidad personal y de permanencia en el tiempo.
Trasladando el problema epistemológico que une la teoría del apego con la epistemología representacional
(por ejemplo, modelos operativos internos), los temas que éste afronta y los problemas que abre llevan a
un nuevo ámbito de investigación: la identidad personal.
La psicología del desarrollo resulta directamente cuestionada en este contexto de estudio. En efecto, no
sólo se trata de dar cuenta de la individualidad de la persona, revelando el tema de la identidad personal;
implica la ampliación a un modo de comprensión que en el coger la individualidad de cada uno de
nosotros, permita al mismo tiempo explicar la relación entre aquellos rasgos de nosotros que permanecen
inalterados en el tiempo y el acontecer de los acontecimientos que nos implican y que vuelven nuestras
historias de vida tan diferentes.
La dimensión ontológica que caracteriza a nuestra existencia concreta es nuestro acontecer siempre en el
 presente; nuestro ser expuesto “a las fuerzas del destino”. Esta dimensión se muestra en nuestra
imposibilidad de distinguir en la inmediatez del acontecer, una percepción de una ilusión (Maturana,
1986). Nosotros hacemos, por lo tanto, siempre experiencia en el presente, y el modo en que la
experiencia sucede para nosotros en el tiempo, es secuencial, por ejemplo, seguir una melodía (Husserl,
1883-1917), o participar en una relación concreta entre nosotros y los otros, o ser absorbidos por una
 película. Nuestro ser temporal se articula en una secuencia de experiencias ancladas y orientadas sobre un
fondo de corporeidad concreta.
Las configuraciones continuas del sentido que cada uno de nosotros da a la secuencia de experiencias
 personales constituyen la historia de nuestra vida. He aquí entonces que dar cuenta de la unicidad
 personal significa comprender cómo cada uno de nosotros se constituye en la singularidad de la historia de
la propia experiencia.
La manera en que componemos los distintos aspectos de la experiencia, los distintos acontecimientos de
nuestras vidas, en la unidad de la historia que nos contamos, implica un modo de comprender que conjuga
simultáneamente en una configuración dinámica la unidad de la “conexión de una vida” y los distintos
acontecimientos que forman aquella conexión. Esta modalidad de la comprensión, que desde una
secuencia coge una configuración, permite articular procesalmente aquellos aspectos de continuidad,
unicidad y permanencia en el tiempo, puesto a la luz de la teoría del apego, con los de novedad y
mutabilidad de la experiencia. Estas dos polaridades de la identidad personal representan dos
dimensiones ontológicas que la acción configuracional continuamente crea.
La temática de la individualidad se vuelve así el lugar de encuentro entre la psicología y la teoría
narrativa: lugar abandonado al dominio de la literatura y la poesía, después de la transformación científica
de la psicología; lugar que plantea el problema, como dice Zambrano (1991), de “un saber del alma”.
Este nuevo ámbito de confrontación, abre a la psicología del desarrollo a un nuevo dominio. En primer
lugar: ¿cómo se construye para cada uno de nosotros el significado? Y luego, ¿qué relación tiene la
articulación personal del significado, el cómo sentimos y nos recontamos el existir, con las etapas del
desarrollo humano? Y ¿cómo los límites de la propia identidad personal definen al mismo tiempo la
distinción de los propios iguales, y la pertenencia al mundo de contemporáneos, de predecesores y de
sucesores?
La tarea desde esta perspectiva problemática consiste en apartar la psicología del desarrollo de los
 pantanos del solipsismo, en que la epistemología representacional la ha confinado, y en crear las
condiciones que nos permitan percibir el despliegue de la comprensión personal en la continuidad de la
existencia concreta. El despliegue del desarrollo humano sobre el tema del significado implica, por tanto,
una relectura del proceso evolutivo que tenga en cuenta, por un lado, el despliegue del tiempo orgánico
encarnado en nuestro ser corpóreo, por el otro, la tarea interpretativa asignada específicamente a cada uno
de nosotros de modo diferente en diferentes edades de la vida. El desarrollo propiamente dicho, lo que se
entiende como maduración y que va desde el nacimiento hasta la adolescencia/primera juventud, coincide
con el periodo en que se ve la máxima articulación de los temas narrativos. Al final de esta fase el
individuo debería ser llevado a un dominio del metalenguaje interno, a una capacidad de descodificación y
visualización de lo inmediato; el individuo, con esta capacidad puede hacer amplias integraciones entre las
experiencias actuales y las experiencias pasadas (es decir, que pertenecen a un marco temporalmente
lejano), y proyectos de una vida en una dimensión que puede siempre ser más abstracta y flexible. Así, un
estado de ánimo que emerge puede ser visto, no solamente desde la óptica de cómo el individuo se ha
sentido en el momento en que emergió aquel estado particular, sino también desde puntos de vistas
alternativos con una referencia y una percepción más integrada y en su momento presentes.
Obviamente todas las fases del desarrollo tienen una importancia fundamental propia para el modo en que
 pueden desarrollarse no sólo los contenidos específicos del tema narrativo, sino, sobre todo, para el modo
en que estos temas vienen a articularse. Es decir, el desarrollo puede influenciar fuertemente no sólo la
capacidad de abstracción/concreción sino también la capacidad de integración, interfiriendo sobre la
 posibilidad del individuo de construir una visión unitaria e integrada de sí mismo. Hemos visto en los
capítulos anteriores en qué medida la calidad de la integración así como el nivel de flexibilidad dependen
de la cualidad del apego.
Esta vía de acceso al análisis del desarrollo humano está, por lo tanto, subtendida de un renovado énfasis
sobre el proceso de reciprocidad; en efecto, si el significado no se construye en la soledad de un yo
cerrado en su perspectiva, en su representación interna del mundo, sino que emerge del encuentro
continuo con el mundo, mediado simbólicamente, que el Otro lleva adelante en su vivir, la reciprocidad
aparece como la clave de acceso a la comprensión del sí mismo. Sobre este tema se desarrollará, por lo
tanto, la configuración del desarrollo humano que iremos precisando en los siguientes párrafos.

1. Infancia: El nacimiento de una corporeidad


Reflexionar sobre nuestro venir-al-mundo, significa encontrar lo opaco; como dice Quohelet (1970) (el
Eclesiastés) “porque viene como una niebla”. La condición de nuestro comienzo se elude inevitablemente.
 Nuestro pensar, desorientado, se vuelve entonces a quién ha querido, o a qué ha ocurrido para que nos
 pongan en el mundo... y aquí nos coge un intenso vértigo; por un lado, la imagen ensombrecida en la
 palabra Heideggeriana “Geworfenheit” de aquellos gatitos arrojados ahí, a la vida, por el otro, la fuerte
sugerencia Cioraniana: "estar vivo -de repente soy golpeado por la extrañeza de esta expresión, como si no
se aplicara a nadie". La singularidad de la condición de haber nacido se resume en esta colisión; el
comienzo no elegido dentro de un mundo ya dado, y simultáneamente el disolverse dónde “yo” empiezo a
ser, en un saber que no puede sino ser objetivante. “Mi” sentido se pierde en la biología.
Este lugar de superposición entre psicología y biología encuentra la conjunción en mi recibir una
continuidad vital, una identidad de especie, una “naturaleza”. Mi subjetividad se extravía en el irónico
“inconveniente” de una herencia no solicitada.
En mi opinión, desde la vertiente de las ciencias biológicas, la reflexión más interesante sobre la
individualidad, se le debe a los estudiosos de la autonomía. En un contexto post-darwiniano, la biología se
interroga sobre el logro de la adaptación en el curso de la vida efectiva de la unidad autónoma. La
adaptación del organismo se vuelve así la invariante a través de la cual releer la historia evolutiva; como
han sintetizado Wake, Roth y Wake (1983): "Es la dinámica interna de la organización que determina en
último termino si ocurrirá el cambio evolutivo y de qué tipo será”. Desde esta perspectiva, la selección
 juega sólo el papel de proveer limitaciones externas mínimas, y no la fuerza direccional; por lo tanto, la
última medida de la adaptación es la persistencia, la estabilidad.
La autoorganización es el principio que permite explicar la adaptación de un sistema autónomo; es decir,
un sistema que es capaz de generar regularidad interna manteniendo la propia organización en el tiempo.
Así la unidad viviente, distinguiendo las perturbaciones ambientales significativas para el mantenimiento
de la propia identidad, se da forma continuamente en su continuo acontecer.
La investigación biológica, a través de un planteamiento teorético, coge por tanto de su perspectiva una
temática que se entrecruza con aquélla que paralelamente la psicología descubre: por ejemplo, el acontecer
en “tiempo real" de cada uno de nosotros en cuanto organismo, el cómo éste emerger continuamente en el
 presente de cada uno de nosotros se co-especifica con el contexto, y cómo al mismo tiempo que esto
sucede constituye la continuidad de la adaptación del organismo a aquel ambiente al que pertenece.
En efecto, el principio de autoorganización abarca la novedad, el mantenimiento de la coherencia interna
(la identidad biológica) en el curso del tiempo y la singularidad organizativa. Este ultimo aspecto se revela
como la modalidad de la unidad autónoma de estructurar el nivel interno de referencia en el curso del
ciclo de vida. Las etapas del desarrollo, desde este punto de vista, aparecen como el cambio de
configuraciones internas, (vinculadas a la ontogénesis final de la unidad autoorganizada) a cuya
singularidad llegan según una modalidad propia a lo largo de una trayectoria propia.
Pero es sobre todo en el anonimato del nacimiento que la psicología y la biología se sobreponen de modo
más denso; el fenómeno del cuerpo es el lugar que resume el desvanecimiento de la una en la otra de estas
dos ciencias.
En el nacimiento se funda la facultad del actuar y del sentir humanos: en efecto, hacer experiencia de
cualquier cosa está inevitablemente correlacionado con mi cuerpo.
El sueño teorético de un saber descarnado naufraga sobre las playas de esta evidencia.
 Nacer significa, pues, entrar en un mundo anclándose en él a través del sentir, a través del actuar y el
sufrir. Eso que la conciencia moderna descubre como "mundo externo", es para el propio cuerpo
 pertenecer y al mismo tiempo un modo de ser.
E1 recién nacido que vuelve preferentemente la cara hacia un algodón mojado con leche materna, o el
simio que prefiere el cuerpo de peluche respecto a la silueta fría que está unida al biberón, expresan
cómo es significativo que el cuerpo se oriente hacia algunas situaciones antes que a otras. El significado
aparece como el modo en que aquella situación se manifiesta para mí, e inevitablemente, mi modo de
sentir es al mismo tiempo el significado para mí de aquella situación.
Como ya había visto Merleau-Ponty (1962), el distinguir una situación, estando correlacionado a mi
cuerpo‚ es siempre cierta expresión de como yo soy; percibir una forma es ya un significado.
E1 cuerpo y e1 mundo son por consiguiente co-emergentes; el cuerpo propio consiste pues en el estar
relacionado a un mundo y a otro hombre.
Usando un juego lingüístico diferente, podemos decir que e1 cuerpo propio entendido como un continuo
fluir de coordinación intermodal es puesto en movimiento por elementos de su entorno, que no
especifican, sin embargo, sus operaciones; paralelamente, la organización de configuraciones internas
hace significativa para el organismo elementos de aquel ambiente.
E1 cuerpo propio entra, por tanto, en el mundo como una unidad que da forma al acontecer a través de una
actividad de organización espontánea.
"Debemos decir que el cuerpo propio revela el mundo respecto a las dimensiones que corresponde a las
distintas maneras en que el propio cuerpo se manifiesta: así, la visión descubre los seres visuales, el tacto
los seres táctiles, y así sucesivamente...” (Zaner, 1971, pág. 187). Podríamos añadir que estos distintos
modos de manifestarse del cuerpo propio emergen sobre un fondo emotivo que hace posible a nuestro
actuar y sufrir especificando los contextos en que se realizan. La situación emotiva es coextensiva de la
corporeidad; ésta expresa el ser mío de aquel cuerpo; en ella se coordinan las configuraciones
intersensoriales y motoras, asegurando así el sentido de una continua unitariedad en el continuo acontecer
de aquellas configuraciones en relación al mundo significativo para nosotros.
Para el cuerpo que siente, las perturbaciones significativas para el propio mantenimiento revelan el modo
en que espontáneamente aquella unidad se refiere al mundo, la manera en que organizando el sí mismo,
accede al mismo tiempo al mundo. El continúo acontecer en el presente de esta autorreferencialidad, tan
evidente sobretodo en la inmediatez de la primera infancia, es al mismo tiempo la dimensión temporal del
organismo. La unidad entre el cuerpo propio y el mundo, que toma forma en la cotidianedad del sentirse
vivo, se funda sobre esta dimensión de espontaneidad referencial, de "intencionalidad operante", que
 persiste como vínculo ontológico en el curso del ciclo de vida de la unidad -es en relación a este vínculo
ontológico ligado a nuestro ser encarnado que todos nosotros vivimos en la contemporaneidad-. La
espontaneidad referencial aparece, por un lado, como el mecanismo que permite la organización de un
sistema autónomo, por el otro, en ella se articulan las tres dimensiones de la temporalidad . En efecto,
aunque el significado siempre emerge en el presente -siendo el propio cuerpo el modo en el que un
contexto está “presente” para mí- este presente de la autoreferencia es, por así decir, denso. Es un presente
que, mientras anticipa la configuración que sigue, resume aquel pasado en el continuo fluir de la
espontaneidad referencial de un cuerpo-en-el-mundo. Por eso, toda acción, cada percepción, cada
comportamiento está inscrito en un flujo de espontaneidad referencial que organiza la experiencia en
términos de un antes y un después.
“La verdad es que nuestra existencia abierta y personal se apoya en una primera base de existencia
adquirida y envarada. Pero las cosas no pueden ser de otro modo si somos temporalidad, puesto que la
dialéctica de lo adquirido y del futuro es constitutiva del tiempo” (Merleau-Ponty, 1962, pág. 432)34 . La
 biología y la psicología se encuentran por consiguiente en una ontología del propio cuerpo.
Desde esta perspectiva decimos que la comprensión humana está encarnada; mas que representar un
mundo objetivo, cada uno de nosotros lleva adelante, en el curso del ciclo de vida, un mundo hecho de
distinciones significativas inseparable de la condición ontológica del ser encarnado. Para nuestro cuerpo,
 pues, esta relación de pertenencia y compenetración entre corporeidad, mundo y alteridad es al mismo
tiempo el fluir espontáneo de coordinaciones intersensiorales y motoras sobre un fondo emotivo, en el
cual radica el significado personal (cfr. nota 2).

2. La primera infancia
En el curso de la primera fase del desarrollo, la actividad referencial espontánea de un cuerpo-en-el-
mundo se expresa a través de la activación simultánea de "segmentos corporales" (postura corporal,
expresiones faciales, gesticulación, vocalizaciones) polarizados por eventos contextuales, que se integran
en estados emotivos de fondo (tono emocional). Así, por ejemplo, el recién nacido poco tiempo después
del nacimiento orienta intencionalmente la mirada hacia la cara materna, reconoce la cualidad de la voz,
su abrazo y su tacto. Estas frases de actividad llegan a un clímax, para después descender a un estado de
equilibrio.
Es probable que los patrones coordinados del fluir del cuerpo propio se estructuren en el curso del
embarazo (Brazelton, 1983; Ianniruberto y Tajani, 1981; Milani Comparetti, 1981). (El feto reacciona con
un incremento/decremento motor en relación a situaciones significativas materna, prefigurando ya a este
nivel patrones cíclicos y complementarios de activación).
En el curso de los primeros dos meses, la mayor parte del tiempo de cuidados está orientado a la
estabilización del ritmo circadiano: sueño-vigilia, día-noche, hambre-saciedad. Además esta regulación
está caracterizada esencialmente por cambios emotivos recíprocos. E1 recién nacido llora o grita y la
madre lo acuna y lo calma, el recién nacido sonríe y la madre se expresa cariñosamente y habla en falsete,
el recién nacido la mira y la madre lo acaricia y lo abraza, etc. La situación emergente encuentra así una
coordinación intersensorial y motora, dentro de ciclos rítmicos de acción e inacción, complementarios y
recíprocos. Estas fases se vuelven más regulares en el tiempo, a través de la referencia espontánea a
modalidades recíprocas invariantes que estabilizan los ritmos corpóreos en ciclos de cohesión con el
cuidador, y organiza la conciencia inmediata infantil en protosecuencias de acciones. El recién nacido
empieza, así, a organizar una modalidad de comportamiento, coordinada intercorporalmente, según el
ritmo mutuo de contacto y ruptura de contacto con el cuidador.
La relación "cuerpo-a-cuerpo" representa el lugar privilegiado de sincronización de ciclos mutuos de
activación. La capacidad de la madre de sintonizar se manifiesta en la sensibilidad para coordinarse en
su fluir con los estados expresivos y emotivos del niño; la regularidad y la cualidad del modo de
corresponder por parte de la madre proporcionan al niño una fuente humana de referencia del propio
organizarse y, por lo tanto, del propio sentirse. No es por lo tanto sorprendente que, en este período, la
mutua regulación sea confinada a la inmediata coordinación recíproca de estados emotivos y
expresivos; el sentido profundo de la sintonización es el de una atención conjunta que emerge como la

34
Pág. 439 obra en castellano “Fenomenología de la percepción”. Ed. Península 1997.
manifestación más evidente de la referencia conjunta espontánea de los dos miembros de la diada.
Por este motivo, el ajuste recíproco de coordinaciones rítmicas multimodales permite al niño y a la
figura de apego organizar, ya desde estas primeras fases, el fluir de la experiencia mutua en un sentido
de mutua unicidad.
El sentido del proceso de apego va por lo tanto mucho más allá de los aspectos conductuales y
motivacionales al que hacen referencia los estudios clásicos. Subrayar la valencia ontológica del apego
significa enfatizar el papel constituyente que el otro significativo tiene para el desarrollo de la propia
identidad. La unicidad del sí mismo tiene en el propio corazón al otro ser humano.
El proceso imitativo es otro aspecto de la interacción comunicativa. El cuidador, actuando mutuamente
con el niño, complementa, amplifica y alarga con las propias expresiones las expresiones infantiles.
Piénsese, por ejemplo, en la expresividad exagerada y prolongada de la cara que los adultos hacen
mirando a un niño. Las expresiones invariantes de uno disparan mecanismos coordinativos en el otro,
tanto que "cada sujeto va a producir una secuencia de funciones que representa los estados cambiantes de
interacción entre ellos mismos y los otros" (Trevarthen, 1997, pág. 237).
En torno a los 3-4 meses, en relación a la mutua estabilización en la diada de períodos prolongados de
sintonización, la relación cuerpo-a-cuerpo decrece de manera significativa, abriéndose a eventos
contingentes; el niño empieza a ejercer la iniciativa hacia el mundo de los objetos. Este proceso de
creciente autonomía genera un nuevo estadio en la relación. La dimensión de autonomía emergente, a
través del cual el niño extiende el propio curso de acción, y por lo tanto la espacialidad del propio mundo,
es regulada por la capacidad del cuidador, por un lado, de reconocer y animar la exploración
independiente del infante, y por otro lado, de reconocer las señales de solicitud de sintonización. A través
de la exploración independiente, los críos empiezan a esta edad un despliegue emotivo auto-regulado, en
relación al desarrollo y a las consecuencias del curso de acción emprendido.
Es decir, distinguiendo un dominio de acción, ellos aprenden a “aislar” un sistema del ambiente probando
la posibilidad de desarrollar aquel sistema.
El ensanche del rango expresivo y emotivo se refleja también de modo claro en la evolución del juego
entre los miembros de la diada. Así la madre puede cambiar, acompañándola de variaciones emotivas, las
consecuencias y las posibilidades del curso de acción que el niño emprende durante el juego.
La creciente capacidad de secuencialización se vuelve aun más manifiesta en la actitud expresada por los
niños de 5-6 meses en diferentes culturas, a percibir el desarrollo temporal de las nanas. La estructura
musical de las nanas es groseramente sobreponible a una clásica estructura narrativa, con un inicio rítmico
regular, un ápice más o menos enfatizado, seguido por un final. Este ciclo de base se repite muchas veces
en el curso de una nana, y el crío parece captar por un “proceso de predicción y reconocimiento”,
usualmente descrito como cognitivo, pero en este caso seguramente acompañado de una evaluación
emocional que varía paralelamente de forma predecible” (Trevarthen, 1977, pág. 243).
Creo que la capacidad emergente más significativa de este período es precisamente la capacidad
anticipatoria que deriva de la repetición -con variaciones- de secuencias de acciones coordinadas
emotivamente en la relación con el cuidador. La famosa "permanencia del objeto" (7 meses) es el ejemplo
más evidente. Para que se adquiera un sentido de permanencia es necesaria la dimensión de continuidad;
en otros términos, es posible percibir la duración, sólo si los acontecimientos son organizados en una
secuencia. El objeto por lo tanto se constata una permanencia, aunque se escondiera de la mirada, en la
integración de la percepción de su presencia en un antes y en un después. Es decir, el niño al percibir la
 permanencia, orienta su acción no sólo en relación a la percepción inmediata, sino que anticipa en la
 percepción del contexto la continuidad de la presencia del objeto, aunque se escondiera. (También en el
caso de las nanas, el niño participando en el despliegue de la estructura musical anticipa las sucesivas
secuencias).
La capacidad de ordenar los acontecimientos en una secuencia determina una modificación importante en
la comunicación entre los miembros diada; la adquisición, por parte del niño, de un mundo, en términos de
habilidad de aprender a distinguir dominios de acción como un todo, y de operar en ellos en términos de
agente autónomo, va a emerger un nivel de referencia nuevo respecto a la referencia espontánea de las
 primeras fases del desarrollo. Podemos decir que este nuevo nivel de referencia anticipa las características
que se vuelven luego explícitas y articuladas con el pleno desarrollo lingüístico. Es decir, las
vocalizaciones, los gestos y las señales vuelven del niño al cuidador, empiezan a referirse a dominios
 personales de experiencia que se han estructurado, en los meses anteriores, con la participación directa e
indirecta de la madre; esto constituye un tipo de simbolismo interior a aquella acción, y son sumamente
idiosincrásicos en cuánto se refieren a una historia compartida de acción coordinada en el mantenimiento
del apego. En este sentido, la frase de acción funciona como un objeto fijado. Por tanto, no es
sorprendente que la comprensión preceda, por un intervalo bastante grande, la producción de palabras
(Savage-Rumbaugh, 1993); el niño, puede alcanzar un significado a través de la palabra (el sentido), sólo
si es capaz de referirla a una experiencia sedimentada.
En relación al desarrollo de la capacidad de la comunicación simbólica de la diada son indicativos los
estudios de Lock (1984, 1991) y de Service (1987), sobre las diferencias de los estilos maternos de recoger
al niño en brazos; las madres que favorecieron una comunicación simbólica, marcaron sus intenciones con
gestos y con palabras, de cara al niño, antes de completar la acció n. Si el niño mostraba señales de
cooperación -por ejemplo, respuesta de levantar los brazos- la madre completaba la acción, reteniéndose,
en cambio, si el niño no daba una respuesta apropiada. Al contrario, la madre con estilo “funcional”
cogían en brazos al niño, a veces de frente, a veces de lado, a veces desde atrás. A los niños de madres
“simbólicas” les fue más fácil posteriormente comunicar simbólicamente sus intenciones relativas al
desarrollo de la acción.
La emergencia de las primeras palabras a esta edad reposa, pues, sobre la comprensión de frases de acción
y está limitada a esto. Estas secuencias, que caracteriza las acciones como un todo, se estructuran,
naturalmente, como rutinas interindividuales -por ejemplo, cambiar el pañal, tomar el baño, prepararse
 para salir, el regreso de papá o de mamá, la visita a la abuela, etc.-. Las secuencias recurrentes son los
 patrones organizados y entrelazados que sincronizan las acciones y las emociones del niño y del cuidador;
éstas están acompañadas por señales de la madre repetidas varias veces, que marcan el inicio, el desarrollo
y la conclusión.
Por lo tanto, es comprensible por qué el niño a los nueve meses puede tomar una expresión, un gesto o un
mensaje hablado como una instrucción (Bates et al., 1975; Habley y Trevarthen, 1979); en efecto, el
“sentido” del mensaje materno viene referido por el niño al propio dominio de experiencias.
Es igualmente comprensible por qué los niños de esta edad se refieren a la madre para determinar si y
cómo reaccionar emocionalmente a una situación incierta (infant social referencing). A diferencia de los
 primeros seis meses ("maternal social referencing"), en los que "el niño presenta expresiones emocionales
de estados de necesidad y la madre referencia al niño en orden a disminuir su incertidumbre sobre la
regulación de los cuidados" (Emde, 1992, pág. 83) a partir de la segunda mitad del primer año, los
mensajes de referenciación permiten al niño anticipar las posibles consecuencias de acciones relativas a
las situaciones referentes. Al inicio del segundo año, la incertidumbre del niño se refiere sobretodo a las
expectativas de la posible respuesta del cuidador en relación a las propias intenciones ("social referencing
in negotiation") (Emde, 1992, 1994).
La reciprocidad empieza así a estructurarse a un nivel simbólico. Por tanto, la búsqueda de sintonía es
regulada por la sensibilidad materna a percibir las señales del niño referidas a esferas personales de
experiencia y articulándola participativamente, y, por parte del niño, de la búsqueda de respuestas
específicas del cuidador en relación a las propias acciones, iniciativas, intereses y comportamientos.
El mundo naciente del niño encuentra la legitimación más consistente en la participación recíproca del
significado con el cuidador. Esto resulta particularmente evidente en el curso de las exploraciones
autónomas del entorno que el infante siempre organiza cada vez más en este periodo. Ya sea que el niño
se perciba cansado, o en peligro, o que desee compartir un afecto positivo generado en el curso de la
exploración, o que vuelva de la exploración autónoma, las acciones y las emociones que le acompañan son
rutinariamente compartidas con el cuidador (Sroufe, 1990). Esto explica por un lado, el intenso apego a la
madre y el correlato de estrés a la separación, y por otro, el fenómeno del miedo al extraño, como portador
de un mundo no compartido de significado. La relación emotiva regula la construcción del mundo
emergente del niño, y es a partir de ella que se estructura aquel sentido de similaridad con otros
significativos que permite la progresiva elaboración de todos los fenómenos imitativos.
Con el inicio del segundo año, gracias a la comprensión desarrollada de conductas de acción y a la
creciente capacidad de simbolización, el niño amplía la propia participación a la microcultura familiar.
Por ejemplo, gradualmente cambia el interés en el curso del juego hacia el tipo de objetos; la atención es
 progresivamente orientada hacia la manipulación de objetos que forman parte de las acciones rutinarias de
la vida familiar de todos los días (teléfonos, tazas, cucharas, etc.). El niño repite las secuencias de
acontecimientos percibidos, y hasta cerca de los 18 meses, esta imitación tiene como referente a sí mismo
(Trevarthen y Logotheti, 1989).
Es decir, parece que antes del completo desarrollo lingüístico, el niño es capaz de imitar la acción sólo si
se refiere a sí mismo la secuencia que tiene que repetir, convirtiéndose en sujeto activo (por ejemplo,
alimentarse, cepillarse el pelo), pero no siendo capaz de cogerse como tal.
Los estudios sobre la adquisición de la referencia pronominal (Bates, 1990) abren un punto de observación
complementario en torno a este período del desarrollo. Por ejemplo, el señalamiento comunicativo
(pointing), de la emergencia de la comunicación prototinguistica hasta las primeras fases del lenguaje, está
limitado a una referencia en tercera persona. Es decir, el niño en el curso de la situación comunicativa, no
apunta nunca al propio sí mismo o al oyente, sino a un objeto o a símbolos para la acción.
La característica saliente de esta edad parece, por lo tanto, el desarrollo de un sistema de comunicación
caracterizado por la tríada Yo - Tu y las acciones de la referencia condivisa (joint reference) (Trevarthen,
1987; Bates, 1990).
Las mismas indicaciones llegan de los estudios de Dunn sobre el comienzo de la comprensión social.
Además, Dunn (1988) subraya cómo la comprensión se apoya sobre una praxis compartida dentro de la
cual el niño adquiere no sólo el sentido de ser participe, sino también los límites de aquello que está
 permitido. A partir de este sentido compartido el niño estructura primero e1 sentido de sí mismo como
agente, y por lo tanto el reconocimiento de sí mismo como persona capaz de producir un mundo distinto y
negociado con el mundo que los otros llevan adelante.
Los 18-20 meses señalan el período en que el niño inicia esta distinción, como certifica los estudios
clásicos sobre el auto-reconocimiento (Berenthal y Fisher, 1978; Johnson, 1983; Lewis y Brooks-Gunn,
1979).
Con la emergencia de la auto-conciencia y en paralelo con el desarrollo lingüístico, emerge gradualmente
un nuevo tipo de referencia. El niño se vuelve capaz de percibirse como sujeto y como objeto; al mismo
tiempo es capaz de anticipar aquello que el otro ve y de percibir cómo lo ve el otro. Por tanto, la
capacidad de simular que emerge a esta edad, indica por un lado la conciencia de las expectativas del
otro, por otro lado la adquisición de instrumentos retóricos (mentiras) dirigidas a manipular aquellas
expectativas (Chandler, 1988; Ceci et al., 1992). Así, cerca de los 20 meses, los niños empiezan a
comprender concretamente la relación entre sus acciones y las eventuales consecuencias, con los estados
 psíquicos del otro. Ellos empiezan, además, a comprender que el modo en que recontamos una acción
afecta la manera en que el otro responde. Esto implica que los niños al final de la infancia tienen un
sentido bastante claro de la ética familiar, tanto que, por ejemplo, el modo en que cuentan una disputa con
el hermano a la madre no implica sólo lo que pasó, sino también la justificación de la acción contada.
Como dice Bruner (1986, 1990), para comprender bien una historia requiere conocer qué constituye la
versión canónicamente aceptable.

3. Edad Preescolar
En la Ética a Nicómaco en el libro 9 de Metafísica, Aristóteles reconsiderando la praxis en reacción a la
visión Platónica, viene a reflexionar sobre la ambigüedad y la productividad de la acción humana.
Aristóteles define la praxis como la naturaleza actualizada del vivir. Es especialmente con la ética que la
 praxis se vuelve el fundamento para trazar la distinción entre el hombre y el animal. Si el animal realiza su
existencia por naturaleza -dice él- y es sólo por naturaleza que llega a ser lo que puede, el hombre
trasciende el orden de necesidades a través de la organización del actuar y el hablar condiviso; esto es, el
hombre llega a ser hombre, revela su propia individualidad, revela su propio ser tomando parte de la
organización del actuar y el hablar condiviso (Arciero y Mahoney, 1989).
El aspecto predominante de los años preescolares es precisamente el gradual cambio desde la
coordinación del actuar a la organización del actuar y del hablar conjuntamente.
El periodo que va del final del segundo año hasta el inicio del quinto está caracterizado por la progresiva
articulación de las posibilidades que emergen de la capacidad de configurar a través del lenguaje la
experiencia del actuar y el sufrir. Esta nueva inteligencia, que da cuenta de un gran número de fenómenos
que constelan la infancia, se diferencia del protolenguaje, característico de la fase precedente, por un
aspecto fundamental: mientras el protolenguaje es parte de la situación en curso, la reconfiguración
narrativa se coloca en una dimensión diacrónica con respecto al acontecer situacional. Esta distancia
respecto a la inmediatez del actuar y del sufrir humano toma forma a través de la síntesis de elementos
heterogéneos que la configuración narrativa integra. La acción y e1 sufrir se encuentran, así, recompuestos
a nivel lingüístico y narrativizado junto con los agentes que actúan con las circunstancias, que
contextualiza los acontecimientos con las emociones que las caracterizan, etc.
Adquirir esta inteligencia en el curso del desarrollo corresponde al ingreso en el mundo del lenguaje.
Aunque la producción lingüística -referida comúnmente al dominio pragmático y las áreas interactivas y
 personal- se inicia con señales individuales (50-60 a los 12 meses) (Halliday, 1985), la producción del
lenguaje se estabiliza a partir de la capacidad del niño de estructurar la proposición. En efecto, la
 proposición formada por un sujeto y un predicado, es la unidad mínima del lenguaje, la estructura base del
discurso. Como afirma Ricoeur (1986) siguiendo las enseñanzas de Benveniste: "Una frase esta hecha de
señales pero no es en sí misma una señal”. Efectivamente, la proposición integra la función de
identificación con la función predicativa, la identificación singular con aspectos universales. Los
 predicados, como en la oralidad primaria distinguida por Havelock, son los "predicados de acciones o de
situaciones presentes en la acción, nunca en la esencia o la existencia”.
Alrededor de los 24 meses, los niños tienen bastante desarrollada la capacidad de componer la
 proposición, como se evidencia a través de esta breve secuencia de conversación entre un crío de esta
edad y su cuidador (Snow, 1990).
 Niño: (mirando al observador) “Tío Jorge – restaurante”.
Madre: “Él está hablando de su tío Jorge”.
 Niño: “Tío Jorge”.
Madre: “Nosotros vamos con él al restaurante”.
 Niño: “Tío Jorge restaurante”.
De esta polaridad entre sujeto (tío Jorge) y función predicativa (ir al restaurante) emerge el sentido; esto
corresponde al contenido proposicional de la frase. El contenido proposicional representa la versión
“objetiva” de la frase: es lo que la frase significa versus lo que el locutor intenta decir que puede ser
identificado y reidentificado como lo mismo (como, por ejemplo, cuando decimos la misma cosa con otras
 palabras o en otra lengua) (Ricoeur, 1976).
Este tipo de redescripción de la acción en el sentido de la frase se observa con mucha claridad en los
diálogos cotidianos entre madres y niños de esta edad; la reconfiguración de los acontecimientos
cotidianos parecen ocupar una importante cantidad del “tiempo dialógico”, casi estableciendo una especie
de sedimentación de acciones sumamente rutinarias, reconfiguradas como contenidos proposicionales.
Engel (1986) contabilizó, por ejemplo, a los 20 meses una media de 13 discusiones sobre acontecimientos
 pasados cada media hora de interacción de la diada. Aunque los estudios “naturalísticos” de Dunn (1989)
muestran cómo en el curso del tercer año (24 - 30 meses), las preguntas que los niños hacen, y por lo
tanto, los diálogos establecidos con los cuidadores, tienen que ver con las acciones cotidianas de la diada o
de sus familiares.
La configuración de acciones cotidianas en guiones (scripts), caracterizada por acontecimientos altamente
estructurados, proporciona al niño un tipo de bagaje compartido de conocimiento, que fusiona sus propios
límites con e1 mundo de la comprensión práctica. A los tres años, los niños distinguen este dominio de
comprensión compartida, como se deduce del uso del tiempo presente y el pronombre en segunda persona,
como, por ejemplo en: "Cuando tú entras en el coche" (Wolf, 1992).
La sedimentación de varios dominios de la experiencia personal en guiones iguales, conectados por
relaciones de intersignificación, se acompaña de la distinción, por parte del niño, de acontecimientos
inesperados o de comportamientos extravagantes que representan una desviación con respecto de las
formas canónicas.
En el curso del tercer y cuarto año de edad estos acontecimientos singulares comienzan a ser integrados en
una estructura narrativa con el carácter de una historia. A través del recuento de la propia experiencia el
niño encuentra un modo “íntimo” de organizar los acontecimientos y paralelamente dar forma al propio
modo de sentirse. No es sorprendente entonces que en este periodo los niños empiecen a interesarse en los
estados de ánimo y en los estados mentales, como demuestra el aumento del porcentaje de preguntas sobre
los estados internos y sobre la “causalidad psicológica" de las acciones de los otros (Dunn, 1988).
La estructura narrativa que es inicialmente asegurada en la casi totalidad por el progenitor -con el niño que
se limita a confirmar los acontecimientos narrados-, provee a la experiencia de un instrumento de
condensación, de edición, de abreviación y de articulación; la experiencia narrada adquiere por
consiguiente una fuerza heurística que la diferencia del marco de la pre-comprensión.
Poco a poco, el modelo de andamiaje (Haden y Reese, 1996), a través del cual los padres inicialmente
ajustan las formas familiares y culturales apropiadas a la narración, viene siempre a ser cada vez más un
lugar de colaboración y negociación. O sea, el niño siempre contribuye cada vez más a la construcción de
la historia, a la articulación activa del recuento. Esta fase intermedia se percibe cuando el niño empieza a
informar de los asuntos de experiencias no compartidas con el progenitor, que vienen a articularse en un
recuento en colaboración con el progenitor, a través de una reedición de los episodios.
Finalmente, entre los cuatro y los cinco años, el niño se apropia completamente de la estructura narrativa,
de tal modo que, por ejemplo, puede inventar un personaje para jugar, percibiendo la conexión psicológica
y articulando la acción en una historia.
A partir del estudio del desarrollo de la capacidad de los preescolares de organizar la experiencia en una
estructura narrativa se imponen dos consideraciones generales:
1) Toda posible configuración narrativa se basa sobre una praxis compartida y a ella se refiere.
En esta pre-comprensión e1 niño encuentra, junto al "Teatro familiar" cotidiano, la prefiguración misma
del sentido inscrita en la semántica, en el simbolismo interno, en la tonalidad emotiva y en la secuencia
temporal de la experiencia. En otros términos, como el lenguaje siempre tiene un sentido, presupone que
se refiere a la experiencia compartida del sentirse vivo; si así no fuera, sería un sistema vacío. Por lo tanto,
la recomposición narrativa por un lado, presupone la comprensión práctica en cuánto se refiere a ella y,
del otro, la transforma, enriqueciéndola y precisándola a través de los instrumentos léxicos gramaticales
que el niño desarrolla progresivamente, bajo el impulso de la exigencia de comunicar la experiencia en
 palabras; es francamente difícil comprender, desde este punto de vista, cómo se puede pensar en una
ontología del Sí basada completamente en la interacción lingüística.
2) La progresiva capacidad de estructurar la experiencia en una constelación de micronarrativas, y luego
en una historia personal, se acompaña de un proceso paralelo de individuación, de construcción de la
individualidad. Por lo cual justo en el ordenamiento de los acontecimientos de la propia vida en secuencias
narrativas el niño empieza a construir y articular la propia singularidad, a dar forma al propio Quién.
E1 paso de la simple configuración de la acción a través del uso de la proposición, hasta la reconstrucción
histórica y de ficción de los acontecimientos a través del uso de la estructura narrativa es uno de los
 procesos más interesantes del desarrollo del niño en los años preescolares. Como habíamos mencionado,
este proceso se acompaña de una articulación de la identidad personal que encuentra una nueva
dimensión a través de la apropiación, en el curso de la interacción entre el niño y una pareja más avanzada
(Vygotsky, 1934), de la capacidad de organizar el significado de los acontecimientos en una narración.
Para comprender cómo desde la reconfiguración de la acción se llega a la memoria y a la construcción de
un proyecto, a través de la estructura narrativa, es necesario hacer consideraciones preliminares sobre la
naturaleza del lenguaje y de la imaginación.
El modelo cognitivo (cognitivism), en su orientación predominante, consideraba la cognición como la
manipulación de símbolos sobre la base de reglas y valoraba e1 lenguaje como una habilidad constitutiva
que permite al individuo la simbolización a través de las palabras de entidades que existen
independientemente de su experiencia. Puesto que el conocimiento era dado por la representación, más o
menos apropiada, de características pre-especificadas del ambiente, la imaginación correspondía a la
evocación de una entidad externa ausente o inexistente; una suerte de epifenómeno de la manipulación
simbólica. La lógica de la correspondencia entre símbolo y entidad externa aseguraba la diferencia entre
realidad y ficción.
Sin embargo, si el lenguaje emerge de una praxis compartida como reconfiguración de aquella praxis a la
que se refiere, ésta que viene a reconfigurarse en el lenguaje es el mundo como lo experimentamos, y no
una realidad independiente. Además, si la reconfiguración de acciones compartidas toma forma en el
diálogo a través de la progresiva apropiación (autorreferencia) de un sentido compartido, el lenguaje no es
una habilidad constitutiva del individuo; éste se articula en la interacción y en el curso de la historia de
interacciones, pues sólo en su acontecer efectivo adquiere una referencia y estabiliza un sentido. Por tanto,
 puesto que la proposición que conjuga el lado “subjetivo” (autorreferencia) con el lado “objetivo" del
significado (sentido) es la unidad básica del discurso, el ingreso en el lenguaje está marcado por el empleo
de la proposición.
La imaginación desde esta perspectiva, en lugar de un epifenómeno de la manipulación simbólica es vista
como un proceso activo generado por un cierto empleo del discurso, y por lo tanto como una dimensión
del lenguaje. Más en particular, una nueva imagen es el significado emergente que se produce del choque
y de la mutua asimilación de campos semánticos hasta aquel momento lejanos.
Cuando el niño ve una figura de plástico como una aeronave o un objeto como un ser animado, en este
 parecido “impertinente” reconfigura en la imaginación, acercándolos, los dominios no próximos. Este
acercamiento que la imaginación sintetiza no es regulado por la mecánica de la asociación de elementos
similares, sino más bien como el activo acercamiento de campos semánticos, que en la reconfiguración
casi se cubren por una mutua extensión de sentido. A través de esta reconstrucción de la realidad se
 produce al mismo tiempo un tipo de alejamiento de la inmediatez del mundo del actuar y del sufrir, al cual
se debe el efecto de irrealidad (Ricoeur, 1989).
Esta suspensión del compromiso en la praxis del vivir se vuelve, por un lado, el lugar de experimentación
de nuevas posibilidades, por otro, la dimensión en que es recompuesta la memoria. El horizonte de la
ficción que aparece como la condición de la capacidad de articulación histórica de la experiencia,
caracteriza marcadamente fenómenos importantes de la infancia como el juego de simulación, el juego de
 palabras, el juego de roles, la capacidad de cambiar de perspectiva etc., y más en general, el sentido de
constancia de sí. El niño reconstruye en la dimensión de ficción diferentes dominios de experiencia,
dentro del cual aprende a moverse, como demuestra la adquisición de marcadores específicos, generando
así un sentido a través de la conexión con ese mundo. Por ejemplo, en el curso de un juego de palabras, o
de un juego de simulación, el niño se puede poner en el punto de vista del espectador, del actor o del que
explica aquello que sucede, y estos cambios de posiciones y de dominios de experiencia animan a la
adquisición de diferentes usos pronominales y gradualmente de diferentes tiempos verbales. -¡Es la
expresión del sentido de sí mismo que empuja a ser dicho!- La capacidad de cambio de perspectiva se
 produce a través de un tipo de trasferencia por imaginación en el yo de varios personajes, conseguidos por
la anulación de la referencia del discurso ordinario. En qué medida este estado de suspensión de la praxis
del vivir debe ser considerado un modo de rehacer la realidad, en lugar de la oposición a una realidad
objetiva, lo demuestran varios estudios que enfocan los contenidos que emergen durante los cuentos o
 bien en el curso de los juegos simulados (Saylor et al. 1993; Miller y Sperry, 1987). Por ejemplo, en un
estudio reciente que examinó el juego espontaneo de preescolares y las narrativas en niño directamente
expuestos a los alborotos de Los Ángeles en 1992, los resultados indicaron una predominancia de
contenidos temáticos agresivos y de personajes comprometidos en agresiones físicas, con respecto al
grupo de niños de control que no habían estado expuestos directamente a los alborotos.
Por lo que, la imaginación, mientras permite la separación de la referencia del discurso del dominio de la
 praxis, redescribe el mundo de la vida a otro nivel, generando así un nuevo "efecto referencia" (Ricoeur,
1986). Gracias a esta referencia de segundo orden, los niños en el horizonte de la ficción experimentan de
forma segura, representan y dominan eventos inquietantes, temas emocionalmente importantes y posibles
conductas de acciones. Es bastante común, por ejemplo, durante el juego solitario en el curso del cuarto
año, escuchar cuentos de acciones prohibidas y de infracciones de reglas familiares. Esta gran capacidad
de reconstruir posibles experiencias, de experiencias vistas o contadas por otros, permite enriquecer la
experiencia personal con la capacidad de meterse en la experiencia de los otros. Esta capacidad, que no es
imitación comportamental, está estrechamente unida a la simulación a través de la imaginación. Simular
es enriquecer la experiencia personal, generando en lo imaginario aquellas condiciones que inducirían los
mismos estados de ánimo esperado de otro individuo.
A través de la reconstrucción de la realidad, que la imaginación narrativa permite, el niño, suspendido de
la situación contingente, selecciona y recompone los acontecimientos y las relativas experiencias en una
secuencia. Esto implica que el niño a través de esta reconstrucción puede referirse una multiplicidad de
dominios de experiencia sin depender de la situación factual. En otras palabras, el mismo sujeto persiste
en el movimiento entre los muchos dominios de experiencia, que encuentran una conexión a través de la
imaginación narrativa, y entonces empieza a decir “yo” a través de la interpretación de sí mismo que aquel
imaginario le proporciona. Esto se vuelve más claro después de los cuatro años, cuando el horizonte de la
ficción se articula en el recuento del pasado y en la apertura al futuro a través de la rememoración
conjunta. Es evidente que esta articulación de la temporalidad es relativa a la experiencia del tiempo de un
niño de 4 años. Como nos recuerda Hanna Arendt: "A un niño de cinco años le debe parecer mucho más
largo un año, que en ese momento constituye una quinta parte de su existencia, que a una persona para
quien ese mismo período de tiempo tan sólo represente una vigésima o trigésima parte de su estancia en la
Tierra" (1978, pág. 101)35 .

35
Pag. 33 en la edición en castellano. "La vida del espíritu: el pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política". Centro de estudios constitucionales.
Madrid. 1984.
En la recomposición histórica se articula la reciprocidad al compartir una narrativa con personas
significativas que, a través de modelos estructurales, reconfigura los acontecimientos amplificando y
modulando la experiencia del niño, de acuerdo a la propia experiencia del mundo; por consiguiente, a la
conexión de los acontecimientos así diferenciados, corresponde por un lado, la identificación de la
afectividad a ellos ligadas, -que provee al niño la posibilidad de sentido de los propios estados internos- y
 por otro, la definición del margen de la imagen de sí mismo que el estilo atributivo parental contribuye a
modelar. La rememoración conjunta permite, por lo tanto, la apropiación de la historia personal y
simultáneamente la expresión del lazo interpersonal -que se articula en el lenguaje en continuidad con la
forma de apego de la infancia, y que alienta en el niño el sentido de eficacia, de competencia y de valor
 personal-.
Por lo tanto, no es casualidad que la memoria autobiográfica, en las sociedades occidentales, se desarrolle
en el curso del cuarto año de edad, y que se estabilice a partir del quinto, como demuestran los estudios
relativos al olvido que revelan un decremento lineal del recuerdo hasta los 5 años y luego desde los cinco
años una rápida reducción, que alcanza aproximadamente un punto cero a los 3 años (Wetzler y Sweeney,
1986; Fitzgerald, 1996).

4. Niñez
La capacidad de organizar una narrativa coherente de la experiencia pasada, en colaboración con la guía
 paterna, permite al niño, ahora ya en edad escolar, obtener una distinción entre sí como narrador y sí
como protagonista de la narrativa. El proceso mismo de la narración, que implica que no se pueda nunca
hablar del presente en el momento en que ocurre, crea una distancia entre el evento y su reconfiguración, y
a través de esta distancia contribuye de manera significativa al desarrollo de la habilidad reflexiva. “El
símbolo da que pensar” dice Ricoeur 36 .
La habilidad de estructurar a través de una narrativa coherente una coordinación unitaria de varios
aspectos del sí mismo sufre de modo importante del límite de la dimensión oral del discurso (dentro del
cual el niño ha aprendido a organizar la propia experiencia). En efecto, en un espacio comunicativo oral
la experiencia debe ser organizada mnemónicamente, y esto implica un particular empleo del lenguaje
dominado por las frases de acción y conceptos relativos a contextos situacionales y adherentes a la praxis
del vivir humano. Este uso del lenguaje no se aleja mucho de la narrativa concreta que caracteriza a las
culturas orales.
Como subrayó el trabajo de campo de Luria con personas analfabetas en Uzbekinstan (1934 - 1976), los
sujetos analfabetos no identificaban nunca figuras geométricas, como círculos o cuadrados, pero hicieron
referencia a objetos reales que conocían; así un cuadrado fue identificado como un espejo y un círculo
como un plato, etc.
Además, los sujetos a los que se les presentaron tres objetos pertenecientes a una categoría y un cuarto a
otra categoría (martillo, sierra, tronco, hacha) clasificaron de manera consistente los objetos, en términos
de pensamiento situacional, en vez de categorial: “Todos ellos son parecidos” -contestó un campesino
analfabeto de 25 años-, “la sierra serrará el tronco y el hacha lo cortará en pedazos pequeños. Si tenemos
que tirar uno de estos, yo arrojaría el hacha, no hace tan bien el trabajo como una sierra” (Ong, 1977, pág.
56).
Si a uno de estos sujetos le solicitaban que operaran con un procedimiento deductivo como, por ejemplo,
"En el polo norte, donde hay nieve, todo los osos son blancos. Novaya Zembla está en el Polo Norte, y
allí siempre hay nieve. ¿De qué color son los osos?"; la respuesta típica era: “Yo no sé. Yo nunca he visto
un oso negro. Yo nunca he visto a otros... Cada lugar tiene sus propios animales" (Ong, 1977 , pág. 108-9).

36
Página 489 obra en castellano “Finitud y culpabilidad”. Ediciones Taurus. 1982
Finalmente, a la petición de definición de sí -en general, ¿Cómo te describirías a ti mismo?-, respondían a
través de descripciones concretas de posesión y preferencias, hasta modular la valoración de sí mismo
según la evaluación del grupo.
El paralelismo que se percibe, en el uso lingüístico y en el tipo de pensamiento, entre culturas orales y los
niños en edad escolar explica por qué, en la sociedad oral, el cambio entre los 5 y los 7 años señala el paso
del niño a la participación activa y responsable en la vida familiar y social: la entrada a la “edad de la
razón” como dice Sheldon White.
Remitiéndonos a los estudios históricos sobre la niñez en el curso del desarrollo del Occidente (Aries,
1962; Becchi y Julia, 1996), y a los distintos roles adultos que en el curso de la edad escolar los niños
asumieron en aquellos contextos, -piénsese, por ejemplo, en las trágicas páginas del Capital sobre el
trabajo infantil en la época de la primera revolución industrial- hasta hace unos años, en muchas
sociedades agrícolas de Occidente, los niños eran empleados en el papel de cuidadores de hermanos
menores o de viejos y en el apoyo de las tareas domésticas y sociales.
Estudios interculturales muestran cómo, en relación a la capacidad de proveer asistencia y apoyo, la
asunción de tareas domésticas familiares son todavía solicitadas a los niños de muchas civilizaciones a
 partir de la transición de los 5 a 7 años. Rogoff y col. (1996), por ejemplo, examinando niños de 5-7 años,
en 50 comunidades en todo el mundo, concluyeron en su estudio:
“Parece que en el periodo de edad que va desde los 5 a 7 años, los padres delegan (y los niños
asumen) la responsabilidad para el cuidado de los niños más pequeños y atender a los animales, llevar
a cabo quehaceres domésticos y recoger materiales necesarios para el mantenimiento de la familia.
Los niños también llegan a ser responsables de su propia conducta social y de los métodos de castigo
 por las transgresiones. Junto a nuevas responsabilidades, hay expectativas de que los niños entre 5 y 7
años empiezan a aprender con más facilidad. Los adultos proveen una educación práctica, esperando
que los niños sean capaces de imitar sus ejemplos; los niños son iniciados en las buenas maneras y las
tradiciones culturales. Estos cambios en el aprendizaje están implicados del hecho que a los 5-7 años
los niños son considerados en posesión de un sentido común o de una racionalidad. A esta edad, el
carácter del niño se considera estabilizado y el niño se apropia de nuevos roles sociales y sexuales.
Los niños empiezan a frecuentar un grupo de coetáneos y a participar en juegos con reglas; al mismo
tiempo, los grupos de niños se separan según la pertenencia al género” (1996, pág. 367).
En Occidente, esta transición toma una trayectoria evolutiva distinta, señalada sobre todo del fenómeno
que se acompañan a la escolarización y del encuentro del niño con la dimensión de la escritura. El ingreso
en la sociedad escolar es el primer impacto con un orden extenso (Hayek, 1988), en el que al propia
identidad es negociada en términos de competición individual, en vez de estar regulada por una ética
socialmente distribuida, como ocurre en las pequeñas comunidades que comparten costumbres, creencias
y conocimientos. La actividad y la práctica compartida en la rutina escolar estructura un nuevo campo de
interacción -con grupos de iguales de distintas edades, y otros adultos significativos- en el cual el niño
siempre participa de modo más autónomo con respecto de las figuras parentales. Esto implica, por un lado,
el desarrollo de un sentido de responsabilidad independiente, que emerge en un contexto intersubjetivo
extrafamiliar, por otro, la habilidad de darse cuenta del punto de vista de otras mentes.
La participación en esta nueva dimensión social, mientras permite al niño la articulación de la propia
identidad dentro de un dominio de comparación “cultural”, es regulado por el mantenimiento de la
identidad narrativa negociada con las figuras parentales. El recuento de sí mismo, a través del cual el niño
organiza la experiencia en cooperación con las figuras parentales, modula de hecho tanto el acceso a los
otros como la intimidad a sí mismo. Por lo que, el niño tenderá a establecer nuevas relaciones de manera
concordante con la identidad narrativa estructurada hasta aquel momento, confirmando al mismo tiempo
el sentido del propio valor, de la propia eficacia y de la propia aceptabilidad. Varios estudios sobre niños
maltratados han demostrado, por ejemplo, un claro vínculo entre la agresividad hacia los compañeros,
ausencia de cuidado parental adecuado y evaluación actual del sí.
Desde este punto de vista, la identidad narrativa recompone y continuamente estabiliza el fluir emotivo y
sensorial en continuidad con la organización experiencial negociada con las figuras parentales,
conjugando el sentido de unicidad personal negociada con la variabilidad de los eventos. Esto implica
claramente, por un lado, la exclusión de un espectro de acontecimientos que no son absolutamente
distintos y que, por lo tanto, caen en la "insignificancia", y, por otro, la magnificación de los contornos del
significado personal que confirman la coherencia interna (Guidano, 1987). Los acontecimientos que, en
cambio, son fuente de discordancia respecto al mantenimiento y a la progresión de la identidad narrativa -
y que por tanto son percibidos como discrepantes con respecto de la posibilidad de integración-
 promueven la ramificación de nuevas tonalidades emotivas; éstas a su vez son reorganizadas de modo
retroactivo en un sentido de continuidad personal. Es por lo tanto en la crisis de expectativas legítimas,
ligadas al guión, suscitada por la imposibilidad de comprender el episodio contingente, que la narrativa
encuentran el propio inicio. Y a través de la reconfiguración del acontecimiento en una secuencia que lo
reconduce a una normatividad, la narrativa encuentran un desarrollo y una conclusión (Bruner y Feldman,
1996). Luego, la integración de la experiencia discrepante, por un lado, justifica, confirmándola, la
identidad narrativa, por otro, abre el horizonte de las expectativas a la posibilidad de un sentido más
articulado.
La dimensión de integración que garantiza la identidad narrativa a través de la mediación continua entre
los aspectos invariantes de la identidad personal y la continua mutabilidad del acontecer de la vida, en el
curso de la edad escolar, es función de la mutualidad estructurada con las figuras de apego. Esto es
fácilmente comprensible si se tiene presente que el quién de sí mismo emerge como reconfiguración
gradual, a través de un recuento compartido, de la organización personal del actuar y del sufrir, que ha ido
tomando forma en el curso de la infancia y el período preescolar en reciprocidad con una figura de apego.
En efecto, a través de la elaboración conjunta de una identidad narrativa, el progenitor subraya los
márgenes del acontecimiento significativo, establece para el niño la coordinación del sentido de la propia
experiencia emotiva (estilo atributivo) y redefine, implícita y/o explícitamente, la imagen de sí mismo que
el niño articula, reconfigurando los contornos en relación a la experiencia. No sorprende, entonces, que si
hay una estabilidad significativa en las diferencias entre la comprensión precoz de emociones básicas y la
diversidad sucesiva en la comprensión de emociones conflictivas, es porque esta diferencia está
correlacionada con la participación del niño en las discusiones familiares de la causa de la conducta de los
otros.
Por parte del niño, esto implica la emergencia de una creciente capacidad de autorregulación (y de
inhibición) de la activación emotiva, que "modula el alargamiento de la esfera relacional aumentando o
reduciendo las posibilidades de establecer relaciones sociales significativas capaces de producir efectos de
modelado apreciable" (Guidano, 1987). Piénsese, por ejemplo, las fobias escolares de aquellos niños
intolerantes a la constricción, que habiendo establecido una reciprocidad centrada sobre la provocación,
van a entrar en crisis cuando encuentran a un profesor rígido y vinculante que no pueden controlar
(Lambruschi y Ciotti, 1995).
Entonces, si ya desde la infancia, la identidad narrativa negociada con una pareja más avanzada, conjuga
el sentido de continuidad y de permanencia con la variabilidad y la discordancia -promoviendo una
 particular direccionalidad al proceso de individuación y unicidad personal-, es en su capacidad de
integración que debe investigarse tanto los orígenes del trastorno psicopatológico de la edad infantil, como
la creciente singularidad de la trayectoria de desarrollo personal, como habíamos visto en el capitulo
anterior.
El proceso de composición y recomposición de la propia experiencia en el recuento de sí mismo,
 progresivamente en el curso de la infancia, se libera de las características concretas ligada a la dimensión
oral del discurso; esto es evidente con claridad no sólo en la diferencia en la descripción de sí entre niños
de 5 años y niños de 9-10 años, sino sobre todo en el desarrollo del punto de vista interpretativo de los
 procesos de conocimiento (Olson, 1990), como se demuestra en los estudios relativos a las atribuciones de
falsas creencias (Chandler y Lalonde, 1996).
Uno de los aspectos fundamentales de la aceleración y de la articulación del proceso reflexivo, generado
en la edad preescolar de la emergencia de la narración de sí‚ es la participación, en el curso de la edad
escolar, en la dimensión escrita del discurso. La consecuencia más inmediata es el ensanche del campo
sensorial del discurso desde una dimensión oral-auditiva a una visual. La palabra dicha puede ser vista; la
imagen puede ser escrita y ser suscitada por la lectura. La frase, entonces, pierde el carácter de
acontecimiento y con ello el de autoreferencia; es decir, la frase ya no es referida a quien la dice en el
 presente existencial de quien la dice, sino que adquiere una vida en sí con respecto de la experiencia de
quién la ha formulado. El sentido que es fijado en la escritura se separa de la experiencia de quien escribe
y se abre a la reactualización de quien lee.
Este es uno de los motivos por el que Platón, en el Fedro, saludó el regalo de la escritura -que el dios
Theut le hizo al rey de Egipto Thamus- como un daño para quién la use: "porque esto generará olvido en
las almas de quien lo empleara: estos dejarán de entrenarse la memoria porque, confiando en lo escrito,
evocaran las cosas en la mente no desde el interior de sí mismos, sino desde fuera a través de señales
extrañas."
La modificación de la conciencia, que se acompaña de la participación de la dimensión escrita del
discurso, favorece gradualmente en el curso de la edad escolar el desarrollo de las capacidades reflexivas,
distanciadas de la acción, y facilita la integración de varios aspectos de sí mismo a través del uso de
categorías de orden superior. En otros términos, descripciones que en la dimensión oral eran obligadas a
una adherencia al acontecer y al devenir de la acción viene reemplazadas por la reconfiguración estática,
de afirmaciones que, reasumiendo clases de acontecimientos, permiten la toma simultánea de diferentes
dominios de experiencia que de esta forma pueden ser integrados más fácilmente. El lenguaje se convierte
así en un instrumento reflexivo, y no sólo comunicativo. Esta capacidad se desarrolla en paralelo con la
habilidad de percibirse como un yo que, en lugar de actuar nuevamente en las situaciones y las emociones
en que está implicado, es capaz de separarse y de mirarlas como objeto de pensamiento, sin ser capaz, sin
embargo, de considerar el propio pensamiento como objeto; y esto explica el carácter predominantemente
concreto de la abstracciones en el curso de la niñez. Así, por ejemplo, mientras un niño de 5 años no es
capaz de captar la co-ocurrencia de emociones ambivalentes, un niño de 9 años puede atribuir,
coordinándolas, dos tonalidades emocionales que ocurren simultáneamente. Junto a la misma línea de
investigación, comprenderemos por qué los niños de 4-5 años difícilmente distinguen la intersección de
 papeles (es decir, que la misma persona puede ser un padre, un médico o un marido) (Wolf, 1996; Fisher
et al., 1984).
El desarrollo de los cambios de conciencia promovido por la alfabetización se refleja paralelamente a la
creciente integración, diferenciación y coordinación de la identidad narrativa en el correlativo desarrollo
del sentido de la alteridad.
En la primera fase de la niñez, aún predominantemente oral, el niño modula el valor personal sobre la
aceptación, sobre la crítica o sobre el rechazo del grupo o de otros significativos, y entonces maneja la
imagen de sí en términos de reacciones esperadas de los otros. Por ejemplo, Susan Harter (1996) en su
estudio sobre el desarrollo de las emociones autoconscientes enfoca claramente cómo, entre los niños de 6
y 7 años de edad, estar orgulloso o avergonzado de sus propias acciones implica que los otros
significativos podrían estar orgullosos o avergonzados de ellos por sus acciones.
La progresiva familiaridad con la organización del pensamiento, en la niñez tardía (9-11) siempre facilita
más la visualización de fenómenos separables de las situaciones y de las personas que la han hecho; en
efecto, sólo la escritura, separando al conocedor de lo conocido crea la distinción entre un sí interior y un
mundo externo, y asegura la posibilidad de pensar de manera independiente del contexto. Los estudios
relativos a la adquisición infantil de la distinción entre lo que es dicho y lo que es entendido o conocido,
muestran claramente cómo este logro, que puede decirse completado en torno a los 10 años, depende del
reconocimiento de los niños de los estados mentales subjetivos en sí y en los otros (Olson, l990).
Por lo tanto, a través de un conocimiento de sí organizado “literariamente”, se va demarcando, en los
niños mayores, un sentido de gestión de la identidad personal; esto le permite al niño, por un lado,
reconocer e integrar aspectos diversos y también opuestos de sí, en una coordinación unitaria y, por otro,
de percibir a los otros como personas que llevan adelante un mundo diferente del propio.
Este sentido emergente de unidad del sí y de los otros se volverá temático a partir de la pubertad y luego
en el curso de los años adolescentes.

5. Pubertad y proponibilidad social


Para muchos niños el paso por esta nueva fase resulta problemático; cambia el sistema de referimiento
escolar, aumenta el número de materias y por parte de los profesores se da una mayor exigencia para que
el niño se comporte como un adulto, mientras aquel mismo tiene un fuerte impulso a actuar "de mayor".
En el mejor de los casos, el paso no es indoloro; mientras el púber puede, por ejemplo, mantener el
mismo rendimiento escolar pero con un esfuerzo mayor, a menudo es la disminución del rendimiento el
que señala a nivel escolar esta transformación.
El otro elemento perturbador en estos años es el inicio de la maduración sexual que implica mayor
coordinación al mismo tiempo: de la dimensión física, con la transformación de la corporeidad, a la
dimensión cognitiva y emocional. O sea, inicia un nuevo posicionamiento respecto a dominios
emergentes de realidad. Al mismo tiempo, las transformaciones corporales son peculiares porque, como es
notorio, no ocurre de golpe sino que hace falta un cierto período de tiempo para completarse. La
menarquia, por ejemplo, señala sólo el inicio de la trasformación corpórea, que necesitará de al menos
otros dos años para llegar a término. Este tránsito, que tiene una duración, es fuente de gran inestabilidad,
y es advertido en términos diferentes según la dimensión de Estilo de Personalidad en que viene a tomar
forma.
A medida que las transformaciones corpóreas proceden, se desarrolla siempre más claramente el sentido
de proponibilidad que la persona tiene en las confrontaciones con el otro sexo. La valoración de esta fase
se vuelve extremadamente crítica para el sentido de amabilidad que la persona desarrollará sucesivamente,
cuando al finalizar la maduración inicie una vida sentimental adulta.
La proponibilidad en sentido amplio, corresponde a en qué medida una persona se siente idónea para ser
escogida por otro ser humano, con el que poder establecer una relación que tenga características de
unicidad y exclusividad; ésta depende del tipo de relación que se tiene con el padre del sexo opuesto; esto
es, la madre para el varón y el padre para la mujer. En general, el padre perteneciente al mismo sexo da el
sentido de qué hace falta para ser varón o mujer; ciertamente, se puede elegir ser exactamente el opuesto
de aquel padre, pero también ser el opuesto quiere decir en todo caso partir del mismo punto de referencia.
Y así, en general, un padre para un varón representa cómo y quiénes son los hombres, cómo viven, qué
valor tienen, qué es canónico; lo mismo es la madre para una mujer. El progenitor de sexo opuesto, en
cambio, es el que da al individuo el sentido de cómo su masculinidad y femineidad será reconocida y
apreciada por la otra parte. El tema de la proponibilidad puede verse reflejado en relación al control que
una persona tiene con respecto de una característica inmanente de una relación afectiva: la posibilidad del
fin. El modo en que se distingue mejor los que tuvieron un sentido mayor o menor de proponibilidad es la
manera en que se colocan frente a la posibilidad de este acontecimiento. Aquellos con un sentido mayor
de proponiblidad son los que, ante el acontecimiento de “pérdida inminente”, han tenido una actitud
anticipatoria: es decir, son aquellas personas que abandonan. Aquellos que se sienten menos proponibles,
en cambio, son los que han constatado las consecuencias después de que el evento ha sucedido: son
aquellas personas que tienen la actitud de los abandonados.
En relación al predominio de una de las dos figuras parentales, podemos establecer un cuadrante:

Padre * Madre*
Mujer
Madre Padre

Padre * Madre*
Hombre
Madre Padre
*figura dominante

A) La mujer que tiene un buen sentido de proponibilidad es la que ha tenido un padre como figura de
referencia emotiva, mientras la madre estuvo en una posición más ausente. A menudo la posición más
ausente es debido al hecho que uno de los progenitores está subordinado al otro. El prototipo de esta
modalidad es la pre-adolescente con tendencia fóbica, que ha tenido a un padre relevante positiva o
negativamente. El papá relevante positivamente es el que acompaña la maduración de la hija con
atenciones que valorizan su "ser señorita": atención a los objetos que le compra, a la sintonía y la
complicidad que le manifiesta.
El papá relevante negativamente es aquel tiránico, que a lo mejor ha estado ausente hasta la menarquía de
la hija, y en cuanto ella alcanza esta fase, él se convierte en su controlador sexual; se preocupa de quién
telefonea, si tarda para cenar, quiere conocer todos sus amigos. Este tipo de padre, que tiene una actitud
represiva y machacante, da a la hija la sensación de tener una sensualidad irresistible. El sentido que él
comunica continuamente a la hija es que nadie puede resistírsele, incluido él que es el primero en perder
los estribos por cinco minutos de retraso. Por otro lado, la hija, que ha tenido que construirse una
autonomía frente a un padre que tendría intención de abofetearla, ha desarrollado la capacidad de tener a
distancia también a un hombre que está constantemente orientado sobre ella. Por el hecho de estar
acostumbrada a gestionar y circunscribir una presencia amenazadora, se percata generalmente de la
implicación porque se hace una promesa: “¡No lo dejaré jamás!”. Le es claro ya desde el principio que ella
es la que decide el posible fin de una relación, y verdaderamente porque la pareja es diferente de los otros
no la dejará nunca.

B) La mujer que ha tenido a la madre como figura dominante y un padre que estaba ausente o
completamente marginado, tanto que la relación resulta construida sobre una ausencia, un vacío. También
si se daba la situación tan esperada del domingo, por ejemplo, donde se iba una hora al zoológico a
comprar el helado, aquella situación era vivida sólo en los siete días siguientes, cuando papá no estaba:
era principalmente vivida imaginándolo en la ausencia. Este tipo de niña es una persona que tiene poca
familiaridad en la relación directa con la masculinidad, es poco seductora o, por lo menos, su seducción es
 principalmente “pasiva”: es la "mujer ángel", etérea y no directamente provocadora. A diferencia de la
anterior, hay una posición estrechamente de abandonada y se percata del compromiso cuando piensa “es
demasiado bonito para ser verdadero”. Le es evidente, así, que la relación no puede durar, que la pareja
antes o después, por necesidad o por casualidad estará obligado a abandonarla.

C) El varón que ha tenido una madre presente, mientras el padre fue marginado. Esta madre da la atención
relevante positiva, dando prueba de la “masculinidad” del hijo, por ejemplo enorgulleciéndose de sus
conquistas. Por otro lado, la madre que da la atención relevante negativa es la que se pone agresiva y
desconfirmante con el hijo, cuando éste empieza a frecuentar sus coetáneas.

D) El varón abandónico que tiene al padre en posición relevante como figura afectiva y la madre no
 presente o en segundo plano. Como para las niñas, estos varones tienen escasa capacidad seductora y una
actitud insegura en la relación con el otro sexo.

Desde el punto de vista de la narración familiar, la pubertad produce un cambio más bien inesperado,
 principalmente con gran claridad en la relación padre/hija, puesto que la menarquía marca el paso hacia la
maduración sexual de manera repentina y evidente. Estos cambios pasan más desapercibidos en aquellas
situaciones donde el padre esté ausente desde siempre, verdaderamente por la falta de una reciprocidad
estructurada; volviéndose, en cambio, dramáticos si el padre estuviera muy presente en las fases anteriores
del desarrollo.
Apenas el padre sabe de la menarquía, reduce el contacto físico, cambiando las manifestaciones de
intimidad, reduciendo la confianza. Esto produce una redistribución de la relación: el padre que fue una
figura de relieve, va de golpe a un segundo plano, como si cediera las consignas a la madre, que viene a
 percibirse compartiendo la misma dimensión.
Este cambio es análogo a aquél que ocurre en los varones, porque la madre puede facilitar u obstaculizar
la relación con las niñas coetáneas. La relación con el padre cambia, apenas la señal de la pubertad
masculina se vuelve más evidente; es casi un ritual de iniciación que se consuma con el padre y con los
varones adultos de la familia. El púber que es admitido a toda una serie de alusiones y comentarios sobre
argumentos antes prohibidos, va progresivamente siendo partícipe de una serie de situaciones que antes
fueron consideradas como pertenecientes al mundo de los adultos.

6. Adolescencia
La característica peculiar de la conciencia emergente adolescente es la de diferenciarse de uno mismo y de
los demás en la unicidad del propio modo de dar sentido al actuar y sufrir en un mundo.
Mientras la conciencia que caracterizaba a la niñez se refería a dominios concretos de la experiencia que
se coordinaban en un sentido de unidad personal, con el inicio de la adolescencia aquel tipo de conciencia
se vuelve a su vez objeto de reflexión. La conciencia de sí mismo, por tanto, adquiere forma a partir de la
conciencia factual y entonces está en continuidad al sentido de unicidad personal estructurado hasta aquel
momento. Por otro lado, esta nueva dimensión de la conciencia, que incluye la anterior sin agotar las
funciones, se refiere a dominios de acción de manera indirecta; o sea, a través de la mediación de
estructuras semánticas complejas, de objetos lingüísticos. Este cambio es permitido por la posibilidad
generativa que ofrece el lenguaje; eso que Maturana llama “el desarrollo histórico recursivo de las
operaciones del lenguaje de una comunidad lingüística” (Ruiz, 1997). El mecanismo que da cuenta de la
emergencia del fenómeno es la recursión. Esta operación es explicada por Maturana con un ejemplo: “Si
las ruedas de un coche giran patinando, no se mueve, permanece en el mismo lugar y el observador ve el
giro de las ruedas como repetitivo. Sin embargo, si las ruedas de un coche giran tanto que sus puntos de
contactos con el suelo cambian, y en cada nuevo giro las ruedas comienzan desde una posición diferente
de la anterior, como resultado de ese cambio, el observador ve un nuevo fenómeno, el movimiento del
coche y considera el giro de las ruedas como recursivo" (Maturana 1995, pág. 153).
Entonces, si el lenguaje permite ya desde su aparición la reconfiguración de la praxis del vivir, cada
sucesiva recursión lingüística permite emerger nuevos horizontes fenoménicos y experienciales; así, en el
curso de la niñez se produce la capacidad de distinguir-se como un yo que se percibe en diferentes
 posturas del hacer y del sufrir, mientras en el curso de la adolescencia, la recursión ulterior genera la
capacidad reflexiva del yo sobre sí mismo.
Mientras la emergencia de la conciencia de sí determina un alejamiento de la inmediatez experiencial,
simultáneamente permite al adolescente organizar los acontecimientos y el sentido de sí mismo, según un
conjunto de valores abstractos que pueden integrar el acontecer del vivir tanto que permiten una gestión
más o menos eficiente.
El papel que la imaginación tiene en la reconfiguración abstracta del propio ser persona se entiende con
claridad en los fenómenos más visibles que caracterizan a la adolescencia: el ideólogo que quiere cambiar
el mundo, Einstein que cabalga el fotón, el desear el futuro físicamente perfecto o verse como un “top
gun”, evidencian el fuerte poder de integración del imaginario que orienta la interpretación de la vida real
reforzando así la propia identidad personal.
Así, como en las fases anteriores del desarrollo, la imaginación adolescente se genera del lenguaje y a
través de éste se refiere al mundo del actuar y del sufrir. Sin embargo, a diferencia de la edad preescolar y
de la niñez, la imaginación adolescente reconfigura temáticamente la experiencia del vivir. Estas ficciones
temáticas en la cual, a través de la narración del proyecto, las posibilidades de ser se conjuga con la
estructura narrativa, son removidas de la referencia del discurso ordinario. En primer lugar, porque se
desarrolla de la suspensión del discurso ordinario cuyo sentido viene superado, en segundo lugar porque,
liberadas de la referencia situacional, pueden refigurar el mundo del actuar y del sufrir, anticipando las
 posibilidades de éste (Ricoeur, 1989). El pensamiento se vuelve hipotético- deductivo.
La reconstrucción imaginaria de la praxis con un futuro posible y al propio alcance da al adolescente el
sentido de ser autor de su propia vida que se acompaña de una percepción de sí mismo independiente de
los contextos emotivos de pertenencia (Guidano, 1987). La experiencia consciente de la propia soledad
como descubrimiento de un modo de ser "absolutamente intransitivo" marca este momento.
Efectivamente, la conciencia de sentirse existir es una relación tan íntima, el lugar mismo de la
interioridad, que no puede ser recíprocamente intercambiada; y es justo -como dijo Levinas (1947)-
merced a ese dominio celoso y exclusivo sobre el existir, el existente está solo37 . Tal como evidencian los
estudios sobre la soledad en el curso del ciclo de vida, a un sentido completo de ser autor de la propia
existencia, alcanzado en la fase de transición de la adolescencia tardía y al inicio de la juventud,
corresponde una mayor frecuencia e intensidad del sentido de soledad (Perlman y Peplau, 1981).
En el interrogarse sobre las propias posibilidades, en el anticipar las conductas de la propia vida, el
adolescente se encuentra tomando el peso no elegido del propio sentirse vivir con la tarea de afirmarse
según el propio modo de ser. La búsqueda creciente de independencia se vuelve así el territorio de
confrontación-cooperación-lucha entre una subjetividad que busca la afirmación de sí misma y las figuras
de referimiento que hasta ese momento habían mediado su realización.
La conciencia de sí mismo se vuelve por tanto uno de los procesos más significativos que por un lado
inducen a: 1) la modificación de la reciprocidad con las figuras parentales, por otro 2) provoca el cambio
de contextos de reciprocidad social y, finalmente, 3) anima la búsqueda de nuevos límites de la identidad
 personal.

1) Uno de los aspectos más importantes de la reciprocidad madre-niño en el curso de la infancia y niñez,
es la asimetría de la relación. El mismo Bowlby (1969) mantenía separado el apego, que se refiere al
vínculo del niño con la madre, y el sistema de cuidado referido al vínculo de la madre hacia el niño.
Aunque los niños mayores puedan manifestar en el curso del desarrollo comportamientos de cuidado
sobre las figuras de apego, el cuidado pertenece a una característica claramente parental. De hecho, la
inversión de la relación padre-niño, siendo el niño responsable del cuidado del progenitor, es un indicador
de una reciprocidad perturbada.

37
Pág. 89 edición castellana “El tiempo y el otro”. Paidós. 1993
La posición más avanzada del padre que se manifiesta en una gestión más o menos compartida de los
dominios de acción cotidianos, de las emociones a ellas conectadas y de su reconfiguración, es orientada
además de la historia personal de la posibilidad autoreflexiva del cuidador. Como muestran varios estudios
longitudinales sobre el apego a través de las generaciones (Ricks, 1985; Van Ijzen-Doorn, 1995) "la
evitación de la madre por parte del niño en los episodios de reunión, en el curso de la “Situación Extraña”
de Ainsworth, estaba significativamente correlacionada con las valoraciones, a través de la entrevista, del
rechazo sufrido de estas madres por sus madres, en el curso de la infancia". Luego una similar línea de
investigación es el estudio de un grupo de madres de niñas con anorexia nerviosa donde no sólo se pone
en evidencia una intensa conflictividad con sus propias madres durante los años de desarrollo, sino
además la persistencia de la misma opositividad en los años adultos (Chatoor, 1989). En contra de la
transmisión de modelos intergeneracionales están aquellas madres que, a pesar de haber tenido en el curso
de su desarrollo relaciones con los propios progenitores caracterizadas por la ruptura o el rechazo,
lograron establecer un apego seguro con el propio hijo: lo que caracterizaba la historia de estas madres era
su capacidad de haber sabido reelaborar las temáticas infantiles, asumiendo una postura autónoma en la
confrontación con sus padres y hacia su historia personal.
La asimetría innata en la reciprocidad madre-niño en el curso de la infancia y de la niñez es rota por la
emergencia de la conciencia de sí mismo en la adolescencia. El reconocerse en la capacidad de poder
interpretar la propia experiencia y de percibir a los otros, y en particular, las figuras de referencia, como
dotados de la misma capacidad, modifica intensamente las relaciones de reciprocidad. El relativo
distanciamiento del progenitor, y las formas que esto asume, implican una renegociación de la relación
que emerge de la discrepancia entre la percepción y las expectativas del adolescente, y la percepción y las
expectativas de las figuras progenitoras. Consigue con esto la recomposición de la intimidad en las
confrontaciones con los padres y con ello la puesta en discusión implícita de la autoridad confirmante
 parental. Por eso, por ejemplo, mientras algunas situaciones pueden ser discutidas con uno o ambos
 progenitores, reconociendo el papel de validadores, otras dan lugar a una participación cooperativa entre
 progenitor y adolescente, y otras son excluidas de la participación parental (Youniss y Smollar, 1985).
Desde esta perspectiva, se entiende claramente por qué‚ la paternidad autoritativa -una forma de
 paternidad que combina altos niveles de afecto no solicitado, exigencia y democracia- sea beneficioso para
los jóvenes adolescentes y esté relacionado con una variedad de resultados psicosociales deseables como
la autoestima y el autogobierno (Fuhmant y Holmbeck, 1995; Holmbeck, 1996). Esta forma de paternidad,
mientras facilita la transformación de la relación favoreciendo el paso de una condición de gestión
unilateral a una de cooperación consensual -a través de la disponibilidad a la mutua reconfiguración de la
 percepción de lo “que es” y de la expectativa de lo “que podría ser” (Collins y Webker, 1994)- da espacio
 para la construcción de una identidad personal, conexa pero más separada de la influencia parental. Por
otra parte, en situaciones en que la reciprocidad con la figura parental esté caracterizada en el curso del
desarrollo por la evitación activa del contacto por parte del niño, la adolescencia estará marcada por un
fuerte sentido de autonomía; la identidad personal negociada con un padre rechazante implica la
articulación de un personaje que tiene el sentido de poder contar sólo consigo mismo. De hecho, en los
estudios de adolescentes con apego evitante y que mostraron un alto grado de autonomía emocional, si se
comparaban a los adolescentes con apego seguro y ambivalente/ansioso, el alto grado de autonomía estaba
 positivamente relacionado al rechazo parental percibido, e inversamente relacionada a la cohesión
familiar, al sentido de aceptación parental y a la percepción de amabilidad personal (Batgos y Leadbeater,
1994). “La autonomía emotiva -comenta Batgos y Leadbeater (1994)- puede reflejar problemas de apego,
como en los adolescentes fuertemente independientes que no tienen un sentido de ser amado por sus
 padres”.
Parece, pues, que una modalidad eficaz de individuación se articula dentro de una dimensión que conjuga
una continuidad del sentido de conexión a las figuras parentales con la configuración creciente de una
identidad personal, separada de la influencia parental.
El mantenimiento de la proximidad y el contacto con los padres es reorganizado por el adolescente en
vista de la aceptación del propio modo de ser; desde esta perspectiva, la posible integridad física y
 psicológica toma forma como confirmación y condivisión de algunos aspectos de la propia identidad. Al
mismo tiempo, la relación histórica con los padres modula aquellos aspectos de la identidad que son
negociados fuera de las influencias parentales, como, por ejemplo, en la amistad íntima o en las relaciones
sentimentales.
Un adolescente evitante puede, por ejemplo, tener una “relación con los pares caracterizada por un alto
nivel de hostilidad y conflicto, y por niveles bajos de intimidad y apoyo social” (Batgos y Leadbeater,
1994).
Ya que, los procesos de individuación toman forma en continuidad con los procesos de apego,
estructurados hasta aquel momento, el punto crucial de la adolescencia consiste en cómo un ser consciente
de sí mismo reinterpretará la propia historia personal y el propio modo de sentirse; así, por ejemplo, la
toma de conciencia, por parte de un adolescente evitante, de la propia explosión emotiva y el desarrollo de
la capacidad de gestionarla puede favorecer una reciprocidad más articulada con los iguales y
simultáneamente un menor sentido de no amabilidad personal. La intimidad entre lo que es puesto en
cuestión y el cuestionarse (Levinas, 1947), o sea, el hacerse cargo del propio modo de ser a través de la
interpretación de sí, muestra como lo personal es derivable de lo ontológico, como el Yo es “deducible” de
la ontología.

2) En esta reinterpretación del sí‚ que se actualiza a través de la configuración de un personaje autor del
 propio mundo, unida a la reelaboración de la propia praxis del vivir, emerge de modo nuevo la influencia
de las relaciones de amistad. Esto ocurre paralelamente a la negociación de la identidad con las figuras
 parentales y al fenómeno que de ello se consigue (mayor distancia emotiva, negociación de la
“jurisdicción del dominio de acción", distanciamiento de la participación en la vida familiar, reelaboración
de reglas y normas de interacción, modificación de la imagen parental, etc.). En dos estudios que
indagaron "actividades divertidas” y “la actividad más divertida" entre adolescentes, la respuesta en
términos porcentuales más significativa, tanto para las mujeres como para los varones, fue el "salir juntos"
(Youniss y Smollar, 1985). Esto indica, como subrayan los autores, que los problemas son, por un lado, el
estar juntos, por otro, estar fuera, es decir‚ en contextos alternativos a los familiares, fuera del compromiso
y supervisión parental.
La modificación de la estructura de la amistad de la infancia a la adolescencia mientras refleja el proceso
de separación de la autoridad parental, indica la progresiva autonomización de los contextos de amistad
como territorios de nueva regulación y exploración de la propia identidad personal. Youniss (1980),
entrevistando a niños de tres diferentes niveles de edad sobre el significado de la amistad, ponía en
evidencia cómo progresivamente a partir de los 6-8 años hasta final de los 12-14 el énfasis de las
respuestas se desplazó del compartir compañeros de juegos y reglas de comportamiento, bajo la guía y la
 presencia del padre y otros adultos, a la cooperación y a la reciprocidad independiente de la influencia
externa.
La característica más saliente de esta transición parece ser la abierta condivisión de información personal
dentro de una relación de amistad íntima y el consiguiente cambio de la influencia de la amistad sobre la
organización del propio modo de ser. Este último punto está documentado de los estudios que tomaron en
consideración la influencia de los amigos íntimos en relación al uso de drogas, de tabaco y de alcohol
(Morgan y Grube, 199l).
Por otro lado, la revelación mutua de información personal establece un contexto emotivo nuevo en el que
se afirma y confirma la reconfiguración independiente de aquella experiencia que la conciencia de sí
 permite distinguir y organizar en una narrativa coherente de sí mismo. Claramente los tópicos de discusión
no pueden ser nada más que aquellos relativos a la praxis de vida adolescente: la amistad, los planes
futuros, deberes de clase, cortejo, y, para los adolescentes mayores, temáticas sociales y religiosas
(Youniss y Smollar, 1985).
El establecimiento de una amistad íntima, caracterizada sea de una actitud más o menos recíproca sea de
 protección y cuidado, en que la pareja es elegida y apreciada en su unicidad representa la primera
construcción de una relación adulta en el ciclo de vida individual. La recíproca narrativa compartida es el
modo en que los dos compañeros reorganizan sus experiencias personales y el cómo convalidan
consensualmente el propio modo de sentirse y de actuar, al mismo tiempo estableciendo una dimensión de
reciprocidad emotiva que proporciona el potencial para el reconocimiento mutuo de la propia
individualidad.
Los procesos miméticos recíprocos (la capacidad de meterse en el sí mismo del otro), que también
corresponden a una reinterpretación del padre del mismo sexo y a la organización de la propia sexualidad -
que en estos años se articula en el componente erótico y empuja hacia nuevas conductas de acción-‚
explica por qué la amistad íntima se establece preferentemente entre personas del mismo género. Esta
característica refleja lo que ocurre en el mundo de los monos del viejo mundo. Los estudios sobre la
organización social de los monos Rhesus han puesto en evidencia cómo el período adolescente de los
machos está señalado por el abandono, en general voluntario, de la manada natal para unirse todos en
 pandillas de pares machos (Sade, 1967) antes de intentar entrar en una nueva manada. En cambio, las
adolescentes hembras permanecen en la manada, reencauzando los dominios de interacción hacia otros
miembros pertenecientes a la propia línea matrilineal (Suomi et al., 1992).
La mutua comprensión entre amigos íntimos durante la adolescencia despliega, por lo tanto, al mismo
tiempo una función de modelado y de identificación, en continuidad con la posibilidad de integración que
un ser capaz de historizarse ha desarrollado hasta aquel momento. Por tanto, la organización emotiva
 personal viene a enriquecerse de la construcción en primera persona de la propia historia; a este sentido
intransitivo de individualidad corresponde la búsqueda de nuevas posibilidades de vínculo desde el que
 percibirse reconocido.
Un poco después de descubrir la amistad, se incrementa el deseo de mutualidad entre los pares de sexo
opuesto. Indudablemente si el sentimiento y la sexualidad son consecuencias de la maduración corporal,
las nuevas configuraciones de la emotividad que los acompañan promueven perturbaciones igualmente
nuevas para la construcción del sentido de identidad personal. En efecto, con la maduración corpórea, la
intimidad hacia figuras del género opuesto comprende tonalidades emotivas sexuales. La emergencia de la
atracción sexual, mientras por un lado produce un aumento de las emociones con ella relacionada, por otro
determina la construcción de un dominio sin precedente: el dominio del amor.
El impacto más o menos gradual que el amor produce sobre la constitución intercurrente de la identidad
 personal del adolescente encuentra su reordenamiento a través de la reconfiguración, más o menos
funcional, de la experiencia amorosa en narrativas conexas a la persona amada.
Generalmente, la exploración del dominio del amor empieza con “encaprichamiento”, también
compartido, que modifica las conductas de acción cotidiana. En efecto, a través de la reconfiguración
imaginaria de la persona amada vienen a ser reorganizados al mismo tiempo el propio sentir, las propias
expectativas, así como las acciones y las estrategias para acceder a la pareja. La reconfiguración del
 propio personaje es por tanto verificada a través de la realización de la posibilidad y de la imposibilidad
del acceso al otro.
Como subraya Buss desde una perspectiva evolutiva, “en muchas culturas, los adolescentes suelen recurrir
al emparejamiento temporal para medir su valor en el mercado de la pareja, probar diversas estrategias,
afinar su capacidad de atracción y clarificar sus preferencias” (1994, pág. 93)38
La común temporaneidad de las relaciones afectivas en el curso de la adolescencia se refleja en la
construcción gradual del territorio de la intimidad y de la sexualidad; la transición desde el besar hasta el
coito ocurre generalmente a través de un proceso de múltiples etapas. Se puede especular que, a diferentes
dimensiones de integración de la propia experiencia corresponde distintos grados de implicación afectiva
y sexual con la pareja, o con parejas diferentes en el curso de varias etapas.
Como muestran algunos estudios, la primera relación heterosexual, usualmente, se realiza en un contexto
de una intimidad ya construida -el 80% de los entrevistados habían perdido su virginidad con alguien que
ellos conocían bien, como un novio‚ o un amigo íntimo y de hace tiempo-. Parece, pues, que la
accesibilidad física al otro, a través de la sexualidad, viene a enriquecer las dimensiones de intimidad,
favoreciendo la posterior articulación, a través de la emergencia de las tonalidades emotivas y
configuraciones perceptivas a ella conectada.
Por otro lado, sin embargo, no hay una conexión necesaria entre apego y tonalidades emotivas sexuales.
En otros términos, aunque el apego y los sentimientos sexuales puedan ser dirigidos hacia una misma
 persona, el deseo sexual puede orientarse hacia otras figuras, además de, en lugar de o en ausencia de las
figuras de apego (Weiss, 1982). Por ejemplo, considerando de nuevo la categoría de los evitantes
(tendencia a la depresión), un adolescente para gestionar el riesgo de pérdida relativa a fuertes
envolvimientos emotivos puede tener comportamientos sexuales promiscuos reduciendo así el grado de
intimidad posible.
En cambio, cuando por ejemplo en las jóvenes anoréxicas, está en juego la confirmación o el
aniquilamiento del propio sentido de sí mismas‚ la promiscuidad puede ser favorecida por la confirmación
de la propia persona en términos de deseabilidad física, manteniendo una distancia emotiva con las
 parejas.
Una variante de la misma modalidad característica de este período es el “enamorarse del amor” (Hermans
y Hermans-Jansen, 1995). La imposibilidad o la gran dificultad de acceso a la pareja (que borra el riesgo
de aniquilamiento del sentido de sí mismo), hace que la relación con el otro, que a menudo es totalmente
ignorante, se organice sólo en términos imaginarios. La evitación de la confrontación con el otro toma
forma a través de un juego imaginario -incluso infeliz- con la consiguiente exclusión de cada contacto. El
amor y las emociones que esto resume pueden, de este modo, venir cultivada en el curso de los años como
una fábula, en la intimidad del propio mundo.
La similitud y la continuidad entre la construcción de vínculos sentimentales y el apego infantil ha sido
objeto de numerosos estudios (Bowlby, 1980, 1985: Main et al., 1985; Hazan y Shaver, 1987; Shaver y
Hazan, 1993). Entre otros, el más interesante es el de Simpson, Rholes y Nelligan (1992) que trataron de
reproducir con chicas de secundaria, con parejas estables, una situación parecida a la Strange Situation.
La pareja venía al principio separada para la administración del cuestionario. Antes del reencuentro, que
ocurría en la sala de espera, se mostraba a la mujer un obscuro laboratorio psicofisológico explicando que
éste iba a ser la sede del experimento siguiente; experimento -se les llegó a decir- que había provocado en
la mayor parte de las participantes un alto nivel de ansiedad. Después la pareja era firmada no
intrusivamente durante 5 minutos en la sala de espera.
El análisis revelaba que las mujeres con apego evitante tenían una puntuación final más baja, respecto a
las mujeres con apego seguro, en promover el contacto emocional y físico, manteniendo una distancia de
sus compañeros y oponiendo resistencia a las tentativas de sus parejas de establecer el contacto físico.

38
 pág. 164 Obra castellana La evolución del deseo: estrategias del emparejamiento humano. Alianza Editorial. 1996
Todavía más significativo fue el hecho que las mujeres evitantes fueron mucho menos propensas, respecto
a las mujeres seguras a la intimidad con sus parejas, evitando la mención de la situación ansiógena.
Por lo tanto, mientras la posible construcción del vínculo afectivo se organiza en continuidad con la propia
historia de reciprocidad emotiva, ella va a regular el progresivo abandono del apego parental.
Uno de los indicadores más típico de una adolescencia que ha recorrido la fase entera, llevando a cabo de
modo positivo este cambio, es la capacidad de trabajar la separación de la familia, en concomitancia con el
desarrollo de relaciones sentimentales alternativas. En este sentido, las relaciones afectivas son
indicadores del proceso de demarcación que está tomando forma respecto a las figuras parentales.
 Naturalmente, la modalidad de separación de los padres estará orientada según las diferentes modalidades
organizativas del dominio emotivo.
Para los evitantes (tendencia a la depresión) la separación puede, por ejemplo, ser experimentada como
una liberación de la situación de rechazo en que han crecido.
Para los coercitivos (tendencia a las fobias) la separación no se lleva nunca al completo. La demarcación
consiste más bien en el aumento de la distancia de las figuras parentales.
Para los evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios) la separación permanece ambigua, incluso en el
curso de los años siguientes a la adolescencia, y está caracterizada por una doble vertiente: la de continuar
encontrando una identidad a través de la búsqueda de confirmación de uno de los padres, para luego
oponerse por la definición recibida.
Para los evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), si están principalmente polarizados
sobre la vertiente evitante, la separación ocurre sin problemas particulares; si están más focalizados sobre
la vertiente coercitiva, la dificultad de separación es reasumida en términos morales, de respeto, de
gratitud, de reconocimiento, etc.
El compromiso en una nueva relación y el distanciamiento de la situación de apego parental pueden
coexistir por largos períodos en el curso de la adolescencia, encontrando a menudo una regulación
recíproca.
Pero, sólo cuando el apego a otra persona llega a ser fiable, y esto no corresponde necesariamente a un
sentido de seguridad, la nueva relación se estabiliza; esto generalmente ocurre en el curso de la edad
adulta y el matrimonio puede fomentar que esto suceda.

3) El proceso de reciprocidad ya desde la primera infancia regula la organización emotiva del niño,
vinculando al mismo tiempo los límites de su mundo a lo largo de un continuum que va desde sentirse
con el otro (proximidad y seguridad) hasta sentirse sin el otro (protesta). Las tres configuraciones de
apego de Ainsworth reflejan el modo en que los niños llegan a estabilizar los límites de la propia
 percepción de sí mismos‚ regulando los procesos de activación y desactivación emotiva en relación a las
respuestas del padre a la búsqueda de proximidad y seguridad.
La emergencia de la esfera lingüística, que se estructura a partir del final del segundo año, implica un
deslizamiento en la relación, caracterizado por la creciente capacidad de regulación de la reciprocidad
afectiva y del sentido de sí mismo a través de la progresiva organización de un nuevo nivel de referencia,
que permite al niño la diferenciación entre un mundo que pertenece a sí mismo‚ un mundo externo, que es
compartido, y un mundo del otro, que puede ser previsto.
Esta capacidad que toma forma en los años preescolares a través de la reconfiguración conjunta,
fuertemente estructurada por los padres, del actuar y del sentir permiten al preescolar gradualmente tratar
la propia experiencia como si fuera un objeto y de reordenarla paulatinamente de manera coherente con
aquel sentido de sí mismo‚ validado por las figuras de apego. Es comprensible por qué las configuraciones
distorsionadas de la experiencia actual del niño por parte del padre puede producir en el niño, por un lado,
un sentido de desconfianza en el propio modo de descodificar los eventos, y por otro, la aceptación por
 parte del niño de la reconstrucción incongruente de la propia experiencia; para corresponder a las
expectativas parentales, estos niños corren el riesgo de perder la capacidad de reconocer una experiencia
como personal (cfr. nota 3). Mientras la modalidad de apego provee al niño el ordenamiento del propio
estado emotivo, la reconfiguración narrativa permite la reelaboración de los acontecimientos dentro de una
 banda de significado cuyos límites son dados por la organización emotiva misma. Esto se ve en términos
más claros en el curso de la niñez, cuando los limites del sí mismo‚ resultan más delineados. En un
estudio piloto Reda (1996), por ejemplo, preguntó a cien niños de unos ocho años qué era para ellos la
soledad, distinguió cuatro tipos diferentes de definiciones correlacionadas a sus modalidades de
reciprocidad. Un primer grupo explicó la soledad en términos de peligro físico o mental, un segundo
grupo asoció la soledad con situaciones de exclusión por inferioridad personal, un tercer grupo refería la
sensación de soledad en situaciones de incomprensión, y, finalmente, un cuarto grupo que apareció más
“racional” dio respuestas del tipo "cuando los padres se van y sabes que volverán” o bien “cuando estás
solo y triste y buscas compañía”.
Con la niñez, cuando el niño ha adquirido la capacidad de percibirse como sujeto y como objeto, también
es capaz de regular y modular de manera más estable y más autónoma los propios estados emotivos
operando sobre ellos a través del uso de categorías de orden superior, que permite la integración
simultánea de clases de eventos. Esto promueve por un lado, la capacidad de distinguir los propios estados
internos y de articularlos de manera progresivamente diferenciada, por otro mantener el nivel de
activación emotiva dentro de un rango controlable.
La organización de un nuevo nivel referencial, proporcionado por la recursión lingüística, tal como la
 proliferación de nuevos dominios del actuar y del sentir relativos a nuevos contextos relacionales,
 promueven en el curso de la adolescencia un reordenamiento del sentido de unicidad y continuidad
 personal sin precedentes. Por un lado, el adolescente es confrontado con la exigencia de crear, en relación
a varios dominios, otro tantos aspectos de sí mismo‚ por otro integrar en un sentido de continuidad, de
 permanencia y unitariedad personal aquellos aspectos múltiples de sí mismo.
La progresiva conciencia de la diversidad del propio sentirse y del propio obrar en ciertos contextos y en
ciertos papeles (Sí aparente), respecto a cómo se siente independientemente de cualquier situación (Sí
real) plantea al adolescente el problema de la apropiación de qué sí aparenta; es decir, cómo investirlos de
un sentido y de una coherencia. La mediación entre estas dos polaridades es cumplida por la construcción
activa de una narración, que permita integrar la variabilidad de los acontecimientos y de relativos modos
de ser (Sí aparente) con el sentido de unidad de la propia historia (Sí real), en los márgenes de una banda
de Estilo de Personalidad. A través de la conexión del evento en una trama, de acontecimientos,
circunstancias, sucesos diferentes entre ellos pueden ser trasformados en una historia sensata, y por lo
tanto integrados en una totalidad inteligible. En la construcción de la trama se tejen al mismo tiempo los
márgenes de la identidad narrativa; en efecto, el personaje que emerge como aquel a quien se adscriben las
acciones y las emociones que la narración compone. Hay, por lo tanto, una génesis mutua entre el
desarrollo de la identidad narrativa y aquel de la historia narrada; a este respecto, algunos estudios
subrayan cómo individuos con un fuerte desarrollo del Yo tienden a construir horizontes ideológicos
altamente personalizados y en fuerte evolución en el curso del tiempo; los individuos con un débil
desarrollo del Yo, en cambio, tienden a crear historias con una impronta de estabilidad que sigue los
guiones convencionales y canónicos (McAdams, 1994; McAdams, 1985; McAdams, Booth, y Selvik,
1981).
Como hemos subrayado varias veces, la articulación conjunta entre la identidad y la trama narrativa se
acompaña de una dialéctica interna al personaje (Ricoeur, 1990). El personaje, por un lado, obtiene la
 percepción de la propia singularidad de la unidad histórica de su vida (Sí real), por otro lado, aquel
sentido de unidad es puesto en riesgo al aflorar estados emocionales (Sí aparente) en relación a los
acontecimientos que constituyen su vida. El adolescente se encuentra así confrontado con la tarea de
asimilar aquellos aspectos de sí mismo de los que ahora es consciente, en una historia de sí mismo‚ -y por
lo tanto en un sentido de continuidad- que está apenas aprendiendo a gestionar.
La posibilidad de reorganizar el presente a la luz de un futuro posible añade una dimensión integrativa que
 permite al personaje recomponer los sí contingentes, dentro de un horizonte de expectativas coherentes
con la historia estructurada hasta aquel momento. Esta es una reorganización de la praxis regulada por
ideales más o menos lejanos, que proveen los contextos de referimiento al sentir y al actuar cotidiano,
volviéndolos inteligibles. A su vez, la organización intercurrente de la praxis del vivir contribuye a la
determinación creciente de ese proyecto de vida que orienta las elecciones y las valoraciones (MacIntyre,
1981). Esta reinterpretación del propio modo de ser da lugar, en el curso de la adolescencia, a la
emergencia de los temas de vida que a veces deja la impronta sobre la existencia entera de la persona.
El esfuerzo de reapropiación de sí mismo‚ tarea ineludible del adolescente, es regulado por la historia de
reciprocidad estructurada hasta ese momento. Por un lado, como en el curso de la niñez, los modelos de
apego que han favorecido la exclusión de experiencias significativas implican un menor nivel de
integración y una coherencia personal más rígida, con una vulnerabilidad más alta a las posibles
 perturbaciones emotivas (cfr. nota 4).
Una serie de estudios (Collins,1990; Collins y Laursen, 1992; Steinberg, 1990) han puesto en evidencia,
 por ejemplo, cómo entre familias que habían encontrado en el curso de la adolescencia una serie de
dificultades (relaciones padre-hijo con un nivel de conflicto crónico y progresivo), una proporción
considerable presentó problemas ya encontrados en la niñez. Por otro lado, la modalid ad de integración
variará en relación al tipo de información usada.
Por ejemplo, para los adolescentes de tipo evitante (tendencia a los trastornos alimentarios), que han
aprendido a confiar en su propia cognición para evitar rechazos, se vuelve casi imposible no referirse
sobre aquella separación advertida del mundo y de los otros. Es el elemento central que forma parte
del sentido de sí mismo y el sentido de realidad; necesita darse cuenta de modo tal que se delinee
también un bosquejo de programa que seguir para superarlo. Una de las modalidades más típicas del
evitante (tendencia a la depresión) es la atribución interna: "si algo que no marcha, depende de mí". Al
mismo tiempo en cambio esta modalidad atributiva permite al evitante (tendencia a la depresión)
estructurar un margen de control sobre la dimensión del futuro que si es abierta, a través de un
empeño constante en superar aquellos aspectos negativos de sí mismo, logra reducir la distancia del
consorcio humano del que se siente excluido.
Los adolescentes coercitivos (tendencia a las fobias), que han aprendido a confiar en su afectividad, se
sienten obligados a poner atención a una realidad física y social peligrosa emparejada con un sentido de
vulnerabilidad personal. Mientras, por un lado, estabilizan este sentido de hostilidad del mundo a través de
la búsqueda precisa de figuras protectoras, por otro solucionan el problema de la fragilidad
concentrándose en la actividad gimnástica, en artes marciales, etc. facilitando así una solución concreta y
directa al tema de la vulnerabilidad. "Esto implica necesariamente la progresiva estructuración de la
capacidad de control siempre más sofisticada y la capacidad de excluir una amplia gama de sensaciones y
emociones que, una vez aflorada, perturba irreversiblemente la imagen de sí mismo seleccionada"
(Guidano, 1988, pág. 168).
Para los evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios) la relativización de la imagen de referencia
 parental abre el problema de la búsqueda de puntos de referencia alternativos, pero sin correr el riesgo de
encontrarse expuestos a desconfirmaciones. Uno de los modos es aquel, por ejemplo, de tratar de tener una
relación que sea máximamente confirmante por parte de otra persona pero sólo con un mínimo de
exposición, sin correr el riesgo de decepcionar, ni de ser decepcionado. Estos adolescentes que han
aprendido a confiar en la cognición, la utilizarán estratégicamente para poner a prueba al otro, a fin de
lograr el máximo de confirmación con un mínimo de exposición personal.
Los evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), que han aprendido a confiar en la
cognición, estabilizarán la propia identidad narrativa a través de la búsqueda de modelos de referencia
semánticos, que, mientras aseguran la certeza de la propia visión del mundo, permiten al mismo tiempo el
control o la exclusión de estados emotivos perturbantes. Si están más polarizados sobre la vertiente
evitante, el problema será la explicación de sensaciones y emociones atribuidas a un sentido de
negatividad inherente al sí mismo; si están más focalizados sobre la polaridad coercitiva, la necesidad de
certeza tomará forma a través de una continua actividad cognitiva de previsión y anticipación de posibles
acontecimientos negativos, que pueden emerger en una realidad percibida como peligrosa (Guidano,
1988).

NOTA 1 El empirismo lógico intentó unificar a través de este modo de conocer todas las ciencias, y la
 psicología sufrió profundos cambios de este impacto epistemológico.

NOTA 2 Desde esta perspectiva la misma fisiología asume un valor diferente; el fenómeno fisiológico no
se agota en la medición, más bien tiene la estructura de la referencia: se refiere a un mundo. Suomi (1991),
 por ejemplo, ha realizado un estudio sobre las diferencias individuales, entre las monas rhesus, de la
respuesta a nuevos estímulos o a un estímulo físicamente estresante y a situaciones sociales. El 20% de la
 población responde a aquellas situaciones con un arousal fisiológico prolongado y con comportamientos
inadecuados respecto a los miembros de la manada. Estímulos que provocan generalmente interés y
exploración producen, en cambio, comportamientos ansiosos con intensa y prolongada activación del
tracto hipotálamo-hipofisis-adrenocortical (elevado nivel de cortisol plasmático y de ACTH), del sistema
simpático (aumento estable de la frecuencia cardiaca) y del turnover de las monoaminas (altos niveles en
el líquido cerebroespinal de dopamina, norepinefrina y de metabolitos de la serotonina (ácido
homovanílico, metoxi-hidroxifenilglicol, ácido 5-hidroxiindolacético). Suomi explica estas diferencias
individuales a través de un estudio longitudinal de la modalidad afectiva a lo largo de todo el ciclo de
desarrollo individual, permitiendo releer las mediciones fisiológicas en un contexto de "vida simiesca."
Y así aquellas monas que de pequeñas fueron reacias a alejarse de la madre y a explorar el ambiente
circundante, de jóvenes fueron típicamente reacias y tímidas en las relaciones con los coetáneos y de
madres fueron de alto riesgo, en ausencia de un apoyo social estable, al proveer un cuidado materno
inadecuado al primer nacido de la prole. Por lo que concierne a los machos, ellos dejaron la manada de
origen mucho tiempo después con respecto a los otros adolescentes y a menudo desviándose de las
manadas formadas temporalmente de los adolescentes emigrados del grupo de origen, girando a la
 periferia de un nuevo grupo por un largo período sin intentar entrar en el núcleo del grupo.

NOTA 3  Esta es una eventualidad bastante común que caracteriza la patología del trastorno
alimentario hasta el trastorno de Personalidad Múltiple.

NOTA 4 Son modelos de baja complejidad del sí, en el que el conocimiento de sí mismo es organizado a
través de la composición de un menor número de estructuras del sí que concierne dimensiones especificas,
interconectadas de modo mas rígido: por ejemplo una amenaza al propio sí-como-hijo puede tener un
gran impacto al propio sí-como-estudiante.
CAPÍTULO VI

YO Y TÚ: NOTAS SOBRE LAS MANIFESTACIONES DEL AMOR EN EL CURSO DE LA


EDAD ADULTA

1. Sexo y amor: reflexiones evolutivas


Los estudios evolutivos sobre la emergencia del sentido de sí mismo se han orientado
 predominantemente, desde el punto de vista paleoantropológico, hacia la investigación de la conciencia
del Homo Sapiens Sapiens de la muerte de sus semejantes; al mismo tiempo que la conciencia explícita
de la pérdida del otro, debe haberse producido en los albores de la humanidad otra fractura con el mundo
animal, cuyo alcance es paralelo a la emergencia del lenguaje: nos referimos a la capacidad del amor por
el otro, en cuanto diferente de sí mismo. Las huellas que el nuevo descubrimiento ha dejado, ya que no
 pudieron ser materiales como para la sepultura, han aparecido y luego se han vuelto indelebles en las
 primeras narraciones orales y luego en los mitos.
¿Por qué es el amor una característica exquisitamente humana? ¿Cómo pudo haberse producido la
aparición de este modo de ser entre los hombres? Diamond (1997), en un marco evolutivo, trata de
contestar a tales preguntas, poniendo a la base de la evolución del amor la separación entre el empleo del
sexo orientado a la procreación y a su práctica en términos recreacionales. Él señala en la ovulación
encubierta y en la receptividad sexual continua de parte de la hembra, la etapa evolutiva que permite esta
diferenciación. Partiendo del estudio actual de la ovulación en los chimpancés, en los gorilas y en los
humanos, Diamond diferencia a lo largo de la historia evolutiva del linaje a la que estas especies
 pertenecen, tres sistemas de emparejamiento y tres modalidades de señales ovulatorias:
1) un sistema promiscuo, como el de los chimpancés, con señales evidentes de ovulación;
2) un sistema de harén, como en los gorilas (y en parte en los humanos), con señales no marcadas de
ovulación;
3) un sistema monógamo, como en los humanos, con la ovulación encubierta;
Según Diamond, en el curso de la historia evolutiva de los primates, la ovulación encubierta ha emergido
cuando el sistema de emparejamiento todavía era promiscuo o bien organizado en harén. La ventaja
evolutiva derivó del hecho que la hembra podía emparejarse con varios machos, reduciendo
notablemente el riesgo de infanticidio. Si se piensa, por ejemplo, en la alta tasa de infanticidio (cerca del
30% de la prole de una hembra) por parte de un gorila macho, que se apodera de un harén, se entiende el
valor adaptativo que deriva de la receptividad continua junto a la ovulación encubierta; en efecto,
ninguno de los machos de una manada puede excluir la propia paternidad, y eso limita y frena la matanza
de los pequeños. Por otro lado, estando la hembra siempre disponible para el apareamiento, el único
modo en que el macho podía estar seguro de la propia descendencia era a través de la construcción de un
vínculo específico con cierta hembra; ésta recibía a su vez cuidado y protección para sí misma y para la
 prole.
La evolución de la ovulación encubierta y la sexualidad recreacional se acompaña en los humanos de
otro aspecto evolutivo que articula y transforma el vínculo monogámico en una relación con las
características de exclusividad: la emergencia de la conciencia temática (Dewart, 1989) respaldada por el
empleo del lenguaje. En efecto, ésta ha permitido dar un sentido de continuidad y unicidad a la propia
experiencia y, simultáneamente, ha favorecido la estructuración de relaciones que tienen la peculiaridad
de ser vividas como relaciones exclusivas y únicas. La aparición de la conciencia temática permite,
efectivamente, el mantenimiento del vínculo en una dimensión que supera al de la experiencia inmediata
del otro. Usando la feliz expresión de William Irwin Thompson, podríamos decir que la personalización
de la relación “erotiza el tiempo”, creando ese nuevo espacio, desconocido en el mundo de los primates,
que llamamos amor. Sobre los umbrales de la historia humana, el Mito canta acerca del bien más
 precioso, el amor, escondido por los dioses en el corazón de cada uno de nosotros39 .

2. El amor y la alteridad
Si el amor se configura ya desde el principio como una nueva dimensión de exclusividad y construcción
y regulación de la identidad recíproca, acotada entre los confines del apego y la separación, no es posible
identificarlo con una sola calidad emotiva. No sólo puede asumir formas diferentes, como en el amor por
un hijo, en la amistad, en el amor por una mujer, por un hombre, o en el amor por Dios, etc., sino que
esta diversidad compone de forma diferente las distintas emociones que contribuye a modularla. Es decir,
amar corresponde a un modo de organizar el propio sentirse con el otro, advertido como único y
exclusivo. Al mismo tiempo, el sentido de la propia unicidad se modela a través de aquella relación única
-porque no puede ser otra igual- y exclusiva -por la insustituibilidad de las parejas que la producen-.
La peculiaridad específica del amor humano consiste en el hecho que la relación con el otro es al mismo
tiempo una relación inmediata y una relación refleja. Eso significa que la experiencia factual del tú
asume un carácter personal a través de la reconfiguración temática del otro; es por esto que el fenómeno
del amor no aparece entre los otros primates. Reordenar la experiencia del otro en una imagen produce
un tipo de conocimiento que, mientras estabiliza el propio modo de sentir, da simultáneamente lugar a las
 posibilidades de comprensión del “Tú.” El amor, por tanto, se manifiesta como un espacio emocional y
cognoscitivo, regulado por el modo en que se construye la experiencia de alteridad; de ella depende la
calidad de la afectividad. (cfr. nota 1).
A lo largo de un continuum que se extiende desde un lado en que el “Tú” es considerado ónticamente, al
criterio de una cosa, y otro extremo en que el “Tú” es comprendido ontológicamente, como un ser-en-el-
mundo, podemos aislar tres figuras de alteridad que corresponden a tres formas de reconocimiento del
“Tú” y a tres modalidades de construcción de la relación con el otro.
En un extremo del continuum, mientras la experiencia del “Tú” es concebida en términos objetivos, el
otro es desposeído de una interioridad propia. En efecto, si reducimos al otro a objeto, lo tratamos como
si estuviera pasivamente conforme a acciones externas: como si fuera un instrumento que manipular en
vista de nuestros objetivos. Es decir, no se plantea necesidad alguna de encontrar el sentido y, por lo
39
El autor se refiere al mito griego de.... (N. de los tt.) Hablar con Linares
tanto, de interrogarse sobre su mundo interno; el otro como objeto está completamente en su modo de
acontecer, y ello puede ser más o menos asimilado a nuestros objetivos. Si las actitudes y los
comportamientos del otro no son compatibles con nuestros objetivos, el otro, dentro de ciertos límites,
 puede ser “reeducado”, valorando su modo de ser como transitorio, determinado por las circunstancias,
no referible a sí mismo; o bien, puede ser reemplazado por un “instrumento” más eficiente, de una “cosa”
más preciosa, más capaz de realizar nuestro proyecto. El otro que no es cambiable se vuelve entonces
intercambiable.
Ya que el otro concebido ónticamente no tiene un interior que reconocer y articular, eso le permite a la
 persona “objetivante” no poner en tela de juicio el propio modo de ver, conservando inmodificado el
 propio interior. Aunque todas las relaciones de amor sean un terreno de lucha, no sólo por el
reconocimiento recíproco, sino sobre todo por el control del otro, lo que ocurre cuando el otro es
concebido como objeto, es singular. En efecto, el control del otro tiende a ser totalizador; y como para
una cosa de parte de quién es dueño de ella, esto tiende a coincidir con la posesión. Poseer totalmente al
otro hasta a anularlo realiza hasta el final este modo de amar. La alteridad está así reducida a un ente. La
gran figura literaria que encarna esta modalidad de amor es Emma Bovary.
“... Emma le miraba y se encogía de hombros. ¿Por qué no se habría casado, por lo menos, con uno de
esos hombres transidos de ardor taciturno que se pasan la noche entre sus libros y luego, a los sesenta
años, cuando les llega la edad del reuma, ostentan una condecoración en forma de cruz sobre la levita
negra y mal cortada? Le hubiera gustado que aquel apellido Bovary, que era el suyo, llegase a ser
famoso, verlo exhibido en los escaparates de las librerías, mencionado en los periódicos, conocido en
toda Francia. Pero ¡que va, si Charles no tenía ambición ninguna!” ... -¡Es un desgraciado!, ¡un
desgraciado!, se decía en voz baja, mordiéndose los labios... Cada vez la exasperaba más. Con la edad se
había ido embasteciendo en sus modales. A los postres se entretenía en recortar el corcho de las botellas
vacías, se pasaba la lengua por los dientes cuando acababa de comer, engullía la sopa a sorbetón por
cucharada y, como había empezado a engordar, los ojos, que ya de por sí nunca los tuvo grandes,
 parecían hundírsele en las sienes con el abultamiento de los pómulos. Emma le remetía a veces por
debajo del chaleco el borde rojo de la camiseta, le arreglaba la corbata o desechaba unos guantes
descoloridos que se iba a poner. Pero no lo hacía por cariño hacía él, como Charles se creía, sino por ella
misma, por desahogar su egoísmo, por ofuscación nerviosa. Otras veces, le comentaba cosas que había
leído, determinado pasaje de un libro, una obra de teatro o alguna anécdota de la alta sociedad a que se
hacía alusión en el folletín, porque al fin y al cabo Charles no dejaba de ser alguien, un oído siempre
alerta y dispuesto a estar de acuerdo con lo que escuchaba. ¿No le contaba ella cosas hasta a su perrita?
Hasta a las brasas de la chimenea y al péndulo del reloj se las habría contado”. (pág. 49-50)40 .
Otra experiencia del “Tu”, a mitad entre las dos polaridades que definen el continuum, es la
consideración del otro entendido simultáneamente como persona y como objeto. A diferencia de la forma
anterior, el otro es reconocido ontológicamente; es decir, en su unicidad como persona. Al mismo
tiempo, en cambio, no sólo se pretende conocer las razones, las intenciones, las emociones del otro mejor
de lo que él mismo las entiende (Gadamer, 1960), sino en esta pretensión se afirma la primacía de la
 propia perspectiva con respecto de la menos válida del otro. Aunque la dimensión de interioridad sea así
reconocida, ella es reducida a los propios esquemas, ignorando, derribando o combatiendo aquellos
esquemas del otro que no son asimilables. Por tanto, aquella misma interioridad es traducida en un objeto
mental, y es continuamente anticipada y redefinida en vista de lo que es considerado reflexivamente
mejor o más justo o más adecuado para el otro. Es evidente que este énfasis reflexivo borra toda posible
inmediatez de la relación, tanto que el otro puede ser sólo obligado a la afirmación de sí sustrayéndose a
la relación.
40
Página 74 y 75 de la versión española. “Madame Bovary”. Tusquets Editores, S.A. Año 2000
El control del otro en esta forma de reciprocidad asume características más sutiles. En efecto, la continua
anticipación de la experiencia del otro, camuflada como dedicación amorosa o como propensión a la
ayuda o como deber educativo, se convierte en afirmación de la propia superioridad, mientras
deslegitima las pretensiones del otro. Es a través del personaje de Albertine que el gran Proust nos cuenta
la parábola completa de este modo de querer que emerge en la dialéctica terrible entre el guardián y “La
Prisionera.”
“En cambio, de Albertina ya no me quedaba nada que aprender. Cada día me parecía menos bonita. Sólo
el deseo que suscitaba en los demás la izaba a mis ojos en un alto pavés cuando, al enterarme, comenzaba
a sufrir de nuevo y quería disputársela. Podía causarme sufrimiento, nunca alegría. Y sólo por el
sufrimiento subsistía mi fastidioso apego a ella. Tan pronto como desaparecía, y con ella la necesidad de
calmar aquel sufrimiento, que requería toda mi atención como una distracción atroz, sentía que no era
nada para mí, como nada debía de ser yo para ella. Me dolía la continuación de aquel estado, y a veces
deseaba enterarme de algo terrible que ella hubiera hecho y que diera lugar a una ruptura hasta que me
curara, lo que nos permitiría reconciliarnos, rehacer de manera diferente y más ligera la cadena que nos
unía.” (pág. 23, Vol.5)41 .
En el otro extremo del continuum, la experiencia del “Tú” corresponde a un modo de concebir al otro
como generador de una dimensión de realidad irreducible y única. Experienciar al “Tú” como persona,
saber escuchar su hablar implica que se debe aceptar, reconstruir e interrogarse sobre el mundo del otro.
Y es en este proceso de ponerse en el lugar del sí mismo del otro, por lo que yo sustento en mí las
 pretensiones del otro como llamada de una interioridad que pide ser comprendida, que yo me cuestiono a
mí mismo, mi orden corriente, mi modo de vivir y sentir. Entonces comprender al otro, que el otro no es
cambiable o intercambiable, el otro sobre el cual no practico un dominio reflexivo, comprender al otro
que me es inaccesible porque sólo él tiene acceso a su experiencia, comprender al otro, solicita una
continua confrontación con mi modo de llevar adelante un mundo. La comprensión del otro como
 persona significa que a cada desvelamiento del otro que yo reconozco como único, corresponde una
nueva articulación de mi interioridad, que renueva el equilibrio alcanzado y que continuamente me pone
en juego en el proceso de reciprocidad. En esta forma de relación cambia el sentido del control del otro;
ello se convierte en observación atenta y apertura a la escucha, en cuanto está en la capacidad de captar la
diversidad y de preservarla que yo puedo poner en tela de juicio mi modo de ver e interrogarme sobre el
 por qué el otro mira y siente de modo diferente de mí.
 Nadie más que Musil ha expresado con brillante belleza este modo de amar.

Percepciones refinadas
Me he acostado más pronto de lo usual; me siento un poco constipado, quizás también tengo fiebre.
Contemplo el techo, o quizás la cortina rojiza que enmarca la ventana del balcón de mi habitación del
hotel: difícil distinguir. Apenas acabé, cuando también tú has empezado a desvestirte. Espero. Estoy
solamente escuchando. Pasos incomprensibles, en largo y en ancho; de esta parte de la habitación, de la
otra. Te acercas para poner algo sobre la cama; no lo veo, ¿quién sabe qué será? Mientras tanto tú abres
el armario, allí pones o tiras fuera no sé que; siento que lo cierras. Pones sobre la mesa objetos duros y
 pesados; otros sobre el mármol de la cómoda. No te paras un momento. Luego reconozco el murmullo
familiar del pelo que se libera y que son cepillados. Luego el estallar del agua en la jofaina. Antes ya oí
que te despojabas de los vestidos, ahora de nuevo: no se puede concebir cuantas cosas tienes encima.
Ahora te has quitado los zapatos. Pero he aquí que las medias van adelante y atrás sobre la alfombra
 blanda, como los zapatos hace poco. Viertes agua en el vaso, tres, cuatro veces seguidas, no me sé
explicar por qué. Desde hace mucho tiempo mi fantasía ha parado de imaginarse todo lo imaginable,
41
 página 29 de la versión española. “En busca del tiempo perdido. 5 La prisionera”. Alianza Editorial. Año 1998.
mientras que evidentemente tú siempre encuentras alguna otra cosa que hacer. Te siento poner el
camisón. Pero todavía estamos lejos del fin. Hay cientos de asuntos que despachar. Sé que te apresuras
 por respeto a mí; pues se ve que todo es necesario, que es parte de tu Yo más profundo y como el mudo
atarearse de los animales tu movimiento no se para desde la mañana a la tarde; con pequeños gestos
inconscientes e innumerables, de los que no sabes rendir cuenta, tú te sumerges en un vasto espacio
dónde ni siquiera un aliento de mí mismo te ha alcanzado nunca.
Lo siento por casualidad, porque tengo fiebre y te espero. (pág. 43-44, Páginas póstumas escritas en
vida) 42 .

3. El amor y la conciencia contemporánea


Afectividad y conciencia de sí mismo son dos temáticas que se entrelazan en la historia de Occidente, a
 partir de los primeros gemidos de la Identidad Moderna conexa al Amor Cortés, hasta la contemporánea
crisis de la pareja ligada a la difusión en gran escala de la Conciencia histórica de sí mismo. Gadamer, en
un ensayo de gran profundidad, no titubea en indicar, en la apariencia de esta nueva forma de conciencia,
la revolución más significativa que emerge desde el inicio de la época moderna. “Entendemos por
conciencia histórica –dice él el privilegio del hombre moderno de tener plenamente conciencia de la
historicidad de todo presente y de la relatividad de todas las opiniones [...] En efecto, porque las partes en
litigio, desde sus puntos de vistas respectivos, llegan a un acuerdo –y esto ha sucedido más de una vez-
sobre el hecho de que sus posiciones opuestas forman un todo comprensible y coherente (concesión que
 presupone manifiestamente que de una y otra parte no se rechaza reflexionar sobre la relatividad de su
 propia posición). Es necesario que cada una de las partes sea plenamente consciente del carácter
 particular   de su perspectiva. Nadie podría actualmente sustraerse a esta reflexividad que caracteriza al
espíritu moderno” (1979, pág. 89)43 .
Porque esta conquista humana se difundió en amplias capas de población ha contribuido de modo
relevante a la mejoría, sin precedentes, de las condiciones de vida e instrucción. De manera creciente,
con la liberación de las constricciones materiales atadas a la supervivencia, se asiste, a partir de los años
60, a una afirmación sin precedentes de la autonomía del sí mismo.
La difusión de la conciencia de la unicidad e irreductibilidad propia y ajena se refleja sobre los modos de
estructuración de las relaciones afectivas. Todavía por muchos años después del segundo conflicto
mundial, la consecución de una relación afectiva estable y duradera era sentida como obtención de un
 bien externo, que una vez adquirido era sencillamente mantenido por el resto de la vida. La narrativa
sentimental, evidente en las películas de los años 50 y 60, reprodujeron este estado de cosas; la
consolidación de la relación es el objetivo y los obstáculos hacia aquel objetivo son obstáculos externos:
sociales, económicos, ideológicos, raciales. Con el fin de los años 60, y sobre la ola de los movimientos
de revuelta de una juventud que a diferencia de los padres está liberada de las obligaciones de enfrentar
las exigencias concretas de la vida, la afectividad es desatada por las trayectorias externas que la
regularon. Ella busca el camino de la interioridad: se cumple como búsqueda de nueva experiencia y se
disuelve si ya no es capaz de generarla. Lo que se pide a la relación no es una simple condición de
 pertenencia o un anclaje de sentido; el objetivo está en el Sí Mismo. Hace falta que la relación provea
estímulos, dé intereses, genere experiencia. La afectividad asume el mandato del crecimiento personal.
Eso crea una paradoja sin precedentes, que contribuye a dar forma y mantener lo que U. Beck y E. Beck-
Gernsheim llaman “El normal caos del amor”, (1996); mientras ninguna época ha atribuido una valencia
tan importante al amor, justo porque en él el Sí Mismo está en juego, en ninguna época el amor se ha
revelado tan difícil, justo por el mandato cognoscitivo que le ha sido dado; eso ha maximizado la

42
Página .... de la versión española
43
 pág. 41-42 obra en castellano “El problema de la conciencia histórica”. Ed. Tecnos, S.A., 1993
intolerancia. Todo aquello que detiene el crecimiento personal reduce los márgenes de negociabilidad
con el otro, y transforma la relación en un trabajo de equilibrista entre las exigencias personales y las
 posibilidades de vida diádica. La demarcación consciente del otro ha producido así un nuevo género de
 problema, en el corazó n mismo de la experiencia inmediata; es decir, se vuelve cada vez más difícil para
los miembros de la pareja equilibrista discernir si un gesto, una actitud, una frase, un modo de sentir
relativo al otro es espontáneo o con la intención al mantenimiento del juego, generando un sutil sentido
de desconfianza recíproca y la contemporánea petición de autenticidad.
Este nuevo marco, dentro del que las relaciones de amor aparecen más que en cualquier otra época ligada
a la estructuración individual de la experiencia, nos ayuda a comprender por qué la mayor parte de los
trastornos, a lo largo de la edad adulta, está en relación a desequilibrios en el curso de las relaciones
afectivas. La construcción, el mantenimiento y la ruptura de los vínculos afectivos suscitan no solo las
emociones más detonantes e intensas, sino el conocimiento de sí mismo, que en cada estadio del
desarrollo de la experiencia amorosa, se pone en juego.

4. Tú y Yo: la narración de la afectividad


La peculiar constitución de las relaciones sentimentales adultas, caracterizada por un continuo
entrelazarse de una dimensión de inmediatez con una dimensión reflexiva, orienta el estudio del amor
hacia un doble escenario. Por un lado, el sentido de permanencia de sí mismo que es regulado en el
acontecer recíproco dentro de un continuum de proximidad y distancia emotivas; por otro lado, la
reconfiguración narrativa de la propia experiencia que, mientras contribuye a modular la propia
emotividad, permite la negociación mutua de la identidad personal y, al mismo tiempo, de una historia
común.
Por lo que se refiere al primer punto, muchos autores a partir del trabajo seminal de Shaver y Hazan
(1987), han puesto en evidencia la continuidad entre las organizaciones centrales de apego y los estilos
de amor. Se han distinguido así distintas categorías de Apego Adulto; estas orientan la elección de la
 pareja, las modalidades de organización de la relación y la ruptura de la relación afectiva. En particular,
Kim Bartholomew (1990) distingue, además del pattern seguro, tres grupos que son en parte
sobreponibles a los Estilos de Personalidad, que hemos delineado en los capítulos anteriores. Un primer
grupo, que llama “Rechazadores” (Dismissing), sobreponibles a nuestro evitante (tendencia a la
depresión), que enfatiza la autosuficiencia del Sí Mismo, negando la implicación y la intimidad; un
segundo grupo, que llama “Atemorizados” (Fearful), sobreponibles a nuestro evitante (tendencia a los
trastornos alimentarios), caracterizado por inseguridad social, necesidad de aprobación, deseo de
intimidad, pero al mismo tiempo, desconfianza respecto al otro; un tercer grupo, que llama
“Preocupados” (Preoccupied), sobreponibles a nuestro coercitivo (tendencia a las fobias), caracterizados
 por un fuerte deseo de intimidad, pero de una baja capacidad de implicación y apasionamiento. A estos
tres grupos, podríamos añadir al mismo tiempo un cuarto que muestran simultáneamente aspectos tanto
del grupo de los Rechazadores, como del grupo Preocupado, y que es sobreponible a nuestro
evitante/coercitivo (tendencia a los trastornos obsesivos).
Mientras el interés preeminente de esta línea de investigación reside en el énfasis que la mismidad reviste
en la regulación de la reciprocidad, el límite más interesante que emerge de la categorización del amor es
la eliminación del fenómeno principal que caracteriza el amar: la unicidad de la relación. Esta
exclusividad implica la consideración de un proceso de construcción dinámica del sentido de unicidad
 personal y recíproca, raramente tomada en cuenta por los estudiosos que se mueven en el ámbito
categorial; es, una vez más, a través de la reconfiguración narrativa del mutuo acontecer, en el ámbito de
una gama emotiva delimitada por los procesos de apego, que el amor adquiere aquella especificidad que
lo caracteriza como fenómeno. Desde este punto de vista, el curso de las relaciones afectivas, a lo largo
de la edad adulta, aunque implicado por la organización del dominio emotivo, es regulado continuamente
a través de la construcción del personaje que conjuntamente narramos; en otros términos, el acontecer
emotivo recíproco se acompaña de la narración, en el curso de una relación, por parte de los miembros
de la pareja, del actuar y sentir de estos.
Por tanto, la intimidad, que a un nivel inmediato puede ser conceptualizada como una coordinación
emotiva consensual y recíproca, a nivel de una narrativa compartida aparece como un proceso de
negociación de la identidad. En efecto, una persona que expresa al otro el propio modo de sentir y actuar,
 busca, en las posibilidades de dejarse comprender, la confirmación de la propia identidad, confirmando al
mismo tiempo la unicidad y la exclusividad del otro; la recíproca aceptación, y no importa que forma
asuma (a lo largo del continuum óntico-ontológico), es lo que hace que ellos se conviertan en pareja. Ser
 pareja significa, pues, poner un Nosotros como sujeto de una historia común; tal narración compartida
 busca, a través de un proceso de continua composición y recomposición, que distingue e integra la
experiencia cotidiana, una estructura unitaria y una coherencia e integridad interna.
Complementaria a la construcción conjunta de una historia común, está el mantenimiento de una
dimensión experiencial y narrativa absolutamente personal; esta separación entre sí mismo y el otro,
mientras facilita la diferenciación del otro, permite a los miembros de la pareja regular la negociación
recíproca. En efecto, es parte del proceso de mantenimiento de una relación afectiva generar una esfera
no compartida de la identidad personal, que representa la posibilidad misma de la mutua negociación.
Desde esta óptica, se entiende por qué los niveles más altos de apertura de sí mismo pueden aparecer al
 principio o al final de una relación de amor; en la fase de la construcción, porque el otro es más
imaginado que conocido; en el curso de la ruptura, porque el otro no es ya percibido como la contraparte
única y exclusiva con quién negociar el propio modo de ser. Se vuelve, además, comprensible por qué a
la estabilidad una relación afectiva contribuye, al mismo tiempo que una apertura recíproca, un cierto
grado de cierre recíproco, como es puesto en evidencia en los estudios relativos a los “temas tabú” en las
relaciones afectivas (Baxter y Wiltot, 1985).
La continua construcción de una historia compartida, que corresponde a la composición de una imagen
del otro y, simultáneamente, a la regulación de la propia identidad, recompone y produce oscilaciones de
la calidad de la reciprocidad emotiva. En este sentido, dos personas en el curso de una relación afectiva
están en relación, más allá que en la mutua esfera emocional, en una dimensión reflexiva que contribuye
a regular el dominio del actuar y del sentir de la que depende. La experiencia cotidiana, que adquiere
significado en el ámbito del proceso continuo de negociación, se convierte en crítica cuando está en
 juego la confirmación de la identidad de uno de los miembros de la pareja. El acontecimiento discrepante
tiene un efecto de interrupción del proceso y puede convertirse en una amenaza de ruptura para la
constitución de una historia común y para el sentido de continuidad personal. Cada separación se inicia
con un desequilibrio que no puede ser reintegrado en una narración compartida; progresivamente, el
sentido de identidad personal llega a desvincularse de los procesos de negociación recíproca.
Por otro lado, la asimilación de un acontecimiento crítico dentro de una historia común implica al mismo
tiempo una modificación de los espacios de reciprocidad e intimidad y una reelaboración congruente de
la imagen de sí mismo y el otro. La muta integración de la experiencia discrepante en una narrativa
compartida, mientras genera nuevas dimensiones interpersonales y un sentido más marcado de recíproca
unicidad personal, abre la narración a nuevas relecturas y a nuevas posibilidades. Eso explica el gran
énfasis que la pareja contemporánea pone sobre la creatividad, así como aquella singular reiteración que
hoy se llama “hastío de la pareja.”

5. Inicio y fin de una relación de amor en el curso de la adultez


George Simmel (citado en Berger y Kellmer, 1964), “adelantándose a su tiempo”, afirmó que una
relación de amor es la más inestable de todas las posibles relaciones sociales; para comprender en qué
medida Simmel tiene razón basta con mirar los datos relativos al divorcio en los países Occidentales
(según los datos ISTAT, en Italia en 1997 se han verificado 4.1 casos de separaciones y 2.3 de divorcio,
de cada 1000 parejas).44
Los momentos más intensos de inestabilidad se manifiestan, generalmente, al principio y al final de una
relación afectiva: en ambas fases, se ponen en juego la propia Identidad Narrativa.
Con el principio de una relación de amor, dos extraños, entran en contacto al reconocerse una unicidad
recíproca. Como hemos subrayado muchas veces y como nos han mostrado los estudios sobre el apego
en los adultos, el encuentro y el reconocimiento del otro no ocurren completamente al azar; estos están
orientados por una organización ideoafectiva que distingue como significativas algunas características
del otro. (cfr. nota 2).
Los dos extraños, en el mundo occidental, generalmente provienen de distintos contextos interpersonales,
de diferentes dominios de conversación, a menudo de diferentes culturas y con un bagaje biográfico de
experiencias más o menos organizadas. El proceso de enamoramiento, a pesar de los diferentes modos en
que puede ocurrir, que va desde la atracción física hasta el amor íntimo que se desarrolla lentamente,
implica que los dos miembros de la pareja a través de estar con el otro comienzan a remodular el propio
modo de ser. En relación a eso, todas las otras relaciones significativas deben ser renegociadas y
redefinidas, produciendo un nuevo proceso de socialización.
Por otro lado, dos historias personales diferentes, tal como son comprendidas por los dos individuos que
la han vivido, son articuladas y reinterpretadas; es decir, la pareja busca dar una nueva configuración a
las experiencias pasadas, inventando una memoria común capaz de integrar los recuerdos de dos pasados
individuales. El presente reconstruido y el pasado reinterpretado se entrelazan en un futuro que asume la
forma de un bosquejo de proyecto que realizar juntos. Este proceso de recíproca intimidad, mientras
delinea un sentido de unicidad de los miembros de la pareja, ocurre de modo contingente a una
estructuración recíproca de los ritmos biológicos y a una coordinación emotiva mutua y consensual. La
alta intensidad de las emociones positivas en el curso del cortejo puede facilitar el desarrollo de tal
reciprocidad.
 Naturalmente, este proceso de negociación de la identidad al principio de una relación es sumamente
inestable y a menudo fracasa. Otras veces, en cambio, continúa por un período de tiempo, oscilando
rápidamente desde la aceptación recíproca al intercambio de hostilidad, para ser, por fin, abandonado
como una tarea imposible; las dificultades de dar forma a una historia y a un proyecto común producen la
disolución de la reciprocidad. Resulta, por tanto, fácilmente comprensible cómo el porcentaje más alto de
divorcios se registra en el curso de los primeros dos años de matrimonio. Según Weiss (1975), dos años
representan el período de tiempo necesario para que los miembros de la pareja puedan integrar su unión
de las respectivas vidas sociales y emotivas; antes de esta plena integración, el fin de una relación resulta
 por tanto menos disgregante para el sentido de bienestar personal.
El período de rápidas oscilaciones también parece ser característico de las fases de ruptura de una
relación anteriormente estable. La fuerte oscilación de emociones intensas, el buscarse y abandonarse,
que puede durar por un lapso de tiempo importante, es la manifestación más evidente de un cambio en
curso en busca de estabilización. A diferencia del inicio de una nueva relación afectiva -cuando la
imagen del otro resulta vaga y, a través de la negociación mutua de la identidad, va gradualmente
definiéndose reduciendo la amplitud y la intensidad de oscilaciones emotivas contrastantes-, la
conclusión de una historia de amor “libera” las emociones perturbadoras y poco controlables; ella se
configura, en efecto, como un proceso de ruptura de la modulación recíproca de la identidad personal.
Aunque sólo uno de los miembros de la pareja pueda tomar la iniciativa, la modalidad en que la
separación se produce puede asumir diferentes formas: de la decisión unilateral, hasta la búsqueda
cooperativa de una conclusión. El mantenimiento del sentido de sí mismo y la mutua regulación
44
Incluir datos de España En 1998 según INE 39619 separaciones y 25726 divorcios ¿número de matri monios?
empiezan a aparecer como recíprocamente excluyente. Por consiguiente, el sentido de la identidad
 personal deja de ser negociado con la pareja, y, por tanto, se mantiene privado: es decir, no es
comunicado explícitamente. Cambia las valencias de los elementos de la relación y con ella la narración
y el sentido de proyecto. Claramente eso corresponde a una tentativa de reorganización del sentido de sí
mismo que no puede ser llevada a cabo con la pareja. Al mismo tiempo, cada tentativa llevada a la
 práctica para inducir un cambio en la pareja resulta progresivamente más radical, tanto que la separación
se convierte en una profecía autocumplida.
Como alternativa a la negociación recíproca con la pareja, empieza a emerger una nueva narración de sí
mismo, a menudo renegociada socialmente, con nuevos amigos o nuevas parejas, o con amigos de la
 pareja, con los que se siente bastante intimidad como para hacerlos partícipes de la imagen negativa de la
 pareja.
El proceso conclusivo de una relación llega a ser, por tanto, la búsqueda de un sentido del fin. “Los
hombres, al igual que los poetas –escribe Kermode (1966)- nos lanzamos “en el mismo medio”, in
medias res, cuando nacemos. También morimos in mediis rebus, y para hallar sentido en el lapso de
nuestra vida tiene necesidad de una narrativa concordante entre el origen y el fin que puedan dar sentido
a la vida y a los poemas. El Fin que imaginan los hombres reflejará sus irreducibles preocupaciones
intermedias.45
A través de la búsqueda del fin, la historia entera toma una nueva perspectiva. El fin, en efecto, tiene que
ser consonante con el inicio y con el desarrollo de una historia. La construcción misma del fin, en los
términos de reconfiguración de los acontecimientos que la produjeron, es un proceso que se acompaña de
la disgregación de una mutua ritmicidad sincrónica y una coordinación emotiva consensual.
Una soledad abrumadora, un sentido profundo de no pertenencia marca los espacios entre las
oscilaciones del acercamiento que se vuelven, en el curso del proceso, menos frecuentes hasta
desaparecer (eso está correlacionado con la intensidad de la intimidad experimentada y a los temas
narrativos personales).
Si al principio, cuando la configuración del fin va tomando forma, la construcción de la narración es
confusa por la intensidad de las tonalidades del duelo, en el curso del proceso la deconstrucción de una
historia común se acompaña de la creciente configuración de un fin verificado de modo contingente a
través de oscilaciones emotivas. La cada vez más clara definición de un fin cambia los elementos que son
importantes para la reconstrucción de toda la historia. Esto explica por qué las acciones que fueron
insignificantes adquieren un nuevo sentido, acontecimientos significativos son considerados y
reconsiderados, nuevos recuerdos toman forma, escenas que no han ocurrido nunca, y que habrían
 podido ocurrir, son imaginadas; es decir, se asiste a una verdadera y particular desimbolización y a una
simultanea redistribución de valencias. Como dice el Poeta: “... ciertos recuerdos, ciertas esperanzas,
ciertos vagos deseos suben lentamente la rampa de la conciencia, como caminantes vagos vistos desde lo
alto del monte. Recuerdos de cosas fútiles, esperanzas de cosas que no dolió que no fuesen, deseos que
no tuvieron violencia de naturaleza o de emisión, que nunca pudieron querer ser.” (Pessoa, 1988, pág.
197).46
La reconexión de los acontecimientos a lo largo de un hilo narrativo une, a través de una nueva
narración, acontecimientos diferentes en un sentido unitario, según una direccionalidad y un destino. Al
mismo tiempo, ésta se acompaña de la reorganización de la atribución de la experiencia y, por lo tanto,
de la reconfiguración de la identidad narrativa personal y de la identidad narrativa del otro. Es como si de
las cenizas de la relación debiera ser reconfigurado un sentido coherente de continuidad personal; eso

45
 página 18 de la versión española. “El sentido de un final”. Editorial Gedisa. Año 2000.
46
Página 234 de la edición castellana “El libro del desasosiego”. Editorial Seix Barral. Año 1993
implica una reconstrucción imaginaria del otro desvinculada de la historia personal. Es la elaboración del
luto.
Este proceso puede continuar por meses después del fin de la relación, hasta que toda la historia, tal
como es comprendida, pierde toda inmediatez y con el emerger de una nueva identidad narrativa es
consignada imperceptiblemente al silencio. Proust escribe: “Desde luego, este yo conservaba todavía
algún contacto con el antiguo, como un amigo, indiferente a un duelo, habla, sin embargo, a las personas
 presentes con la tristeza debida, y vuelve de vez en cuando a la habitación en que el viudo que le ha
encargado de recibir por él sigue sollozando...Yo sollozaba todavía cuando, por un momento, volvía a ser
el antiguo amigo de Albertina. Pero tendía a pasar entero a un nuevo personaje. Si nuestro afecto a los
muertos se va debilitando, no es porque ellos se hayan muerto, sino porque morimos nosotros mismos”
(La Fugitiva, vol. VI, pág. 190)47

6. Los períodos críticos


Como todos los sistemas que se autoorganizan, el curso del ciclo de vida individual sigue una progresión
ortogenética que implica un aumento constante de la complejidad interna, que es periódicamente
reorganizada. Algunas de estas reordenaciones son imprevisibles, estando ligadas a acontecimientos
significativos de la vida, otras, son casi “fisiológicas”, siendo peculiares del curso del ciclo de vida
humana.
A menudo los cambios “específicos” e “inespecíficos” son combinados juntos; por ejemplo, una
 particular fase de la relación adquiere una relevancia específica justo porque la persona se encuentra al
afrontarla en un momento de paso crítico de su ciclo de vida.
Todos los acontecimientos significativos de la vida tienen que ver con la formación, el mantenimiento y
la ruptura de las relaciones afectivas. Desde este punto de vista, también los acontecimientos
emotivamente más lejanos como aquellos relativos al mundo laboral, influencian e interfieren con el
sentido de proponibilidad de la persona. Por ejemplo, una quiebra económica en una persona de edad
avanzada, que puede producir un efecto tal como una reacción depresiva con aislamiento y dificultad de
relaciones, no sólo y no tanto por el acontecimiento “quiebra económica”, sino porque el acontecimiento
ha ido a atacar el sentido de amabilidad personal, poniendo en tela de juicio la relación con la mujer, con
los hijos, con los amigos y con la familia extensa. Esto resulta evidente si tenemos presente que, como
especie intersubjetiva, tendemos a considerar las relaciones interpersonales en términos de exclusividad y
unicidad y que a cada modificación de la propia identidad invariablemente se acompaña una redefinición
de aquellas relaciones. Hay investigaciones, que provienen del área epidemiológica, que ponen
claramente en evidencia cómo la tasa de morbilidad y mortalidad está correlacionada con la calidad y la
cantidad de relaciones personales significativas que un individuo tiene. Los individuos con una menor
tasa de morbilidad y mortalidad son los que tienen una red de relaciones afectivas e interpersonales
articuladas, ya sea por variedad, como por cantidad y calidad (Arciero et al., 1998; Loriedo y Picardi,
2000). Por tanto, la formación, el mantenimiento y la ruptura de lazos afectivos son tres períodos que
generan, cada uno de manera peculiar, activaciones perturbadoras y desestabilizadoras.
Consideremos para empezar la formación de una relación afectiva con las inseguridades, las
incertidumbres, los miedos y las reflexiones que puede provocar. Un individuo, por ejemplo, con una alta
sensibilidad al control, como podría ser un coercitivo (tendencia a la fobia), en el momento en que
establece la unión no sabe si el control que tenía antes permanecerá más o menos inalterado. La tentativa
de mantener el control implica el enfoque de la atención sobre los aspectos relativos al incremento de la
activación emotiva. Cada paso de condición de la relación, de cuando dos personas empiezan a salir
 juntas de manera impersonal, a cuando se dicen que han iniciado la relación y luego cuando haga falta
47
 página 210 de la obra castellana “En busca del tiempo perdido 6. La fugitiva”. Alianza Editorial 1998.
conocer a los recíprocos padres, hasta el momento de la boda y el viaje de bodas, provocaran la
amplificación del tema ideoafectivo básico, que puede ser articulado de manera más o menos congruente.
También el mantenimiento es una fase delicada, especialmente hoy, en que el mundo afectivo y la vida
son, como hemos visto, más complejas con respecto a hace un tiempo. Los miembros de la pareja a
menudo tienen situaciones diferentes, ambos asumiendo realidades laborales y profesionales
estructuradas, mientras que administran al mismo tiempo una vida en común; en un contexto de tal
género es fácil que los dos miembros de la pareja vayan a encontrarse en un proceso de crecimiento
diferente que requiere una coordinación cíclica. Lo que caracteriza el mantenimiento consiste justo en
este proceso de reconfiguración cíclica, que corresponde, por un lado, a oscilaciones de la calidad de la
reciprocidad emotiva y a la variabilidad de actitudes mutuas, por otro, a la recomposición de la identidad
narrativa individual. La mayor parte de las crisis conyugales son sencillamente los indicadores
fisiológicos de un proceso de reorganización en curso, y parece ser el único modo en que se renegocian
los cambios en la relación, ol s papeles y la reciprocidad emotiva. Ciertamente, este proceso siempre
ocurre con un alto coste emotivo y el resultado de una crisis “fisiológica” no prevista, puede generar una
crisis irreversible.
Las crisis terminales son las que abren la fase de la ruptura, que son consideradas como un proceso que
implica un tiempo variablemente largo, caracterizado por fuertes y rápidas oscilaciones emotivas que van
 paulatinamente acabándose. Estas características de la crisis terminal no corresponden todavía a la fase
de luto, que se inicia con una separación física efectivamente ocurrida. Más bien, cuanto más persistentes
son las rápidas oscilaciones, más fácil será la estabilización de una nueva forma de unión. Generalmente,
como hemos visto, la fase de ruptura de una relación afectiva resulta fuertemente crítica, porque la
quiebra de una historia común y la disolución de un horizonte compartido representan, al mismo tiempo,
la caída de un sentido de continuidad y un tipo de muerte de la identidad narrativa personal.
Los períodos críticos, que podrían ser definidos como “inespecíficos”, porque ligados al despliegue
mismo del ciclo de vida, son atribuibles a un factor principal conexo a nuestra condición de finitud: la
modificación del sentido de la temporalidad a partir de cuando aparece, en el curso de la adolescencia, de
manera consciente; esta percepción de la temporalidad tiene un curso ligado a las distintas edades de la
vida. En la adolescencia, el futuro es sólo una emergencia, es un presente que se amplifica, pero que
apenas se ha diferenciado: un camino sin fin, donde se entreve apenas el inicio de un viaje lleno de
 promesas del que no se sabe el curso ni la meta. Esta fascinación por el futuro se manifiesta con
evidencia en el fenómeno del soñar con los ojos abiertos, que emerge de manera evidente en el curso de
los años adolescentes. La relevancia que al mismo tiempo asume el pasado consiste en un tipo de
magnificación de la experiencia apenas acabada. Los adolescentes hablan del pasado de dos tres años
como si fuera el tiempo mítico de los orígenes.
Más allá del período adolescente, un primer período crítico es el paso a la primera juventud. Con
respecto del momento de la iluminación de conciencia de los años anteriores, la entrada en la juventud
señala la definición de la línea de salida para el mundo adulto. Mientras los sueños empiezan a tomar un
camino, se requiere una responsabilidad más autónoma para realizarlos. La juventud desemboca en el
 período crítico de la primera adultez, que se coloca entre los 28 y los 33 años. En este punto, el futuro ya
no es percibido como en los años juveniles; empieza a tener un contorno y el individuo empieza a tener
la exigencia que las hipótesis de vida, generadas en la adolescencia, tengan una verificación y ya no sean
sólo fantasías. No es casual que en este momento de la vida las personas hagan las máximas inversiones,
afectivas y laborales. El espacio para las hipótesis se reduce; se vuelve urgente realizarlas. El sentido del
futuro empieza a tomar forma dentro de límites más netos, mientras que la comparación con las
expectativas pasadas produce las primeras correcciones de ruta importantes: las primeras crisis de la
adultez. El tenerse que definir, el tener que invertir en el campo profesional y afectivo también puede ser
una fuente de descompensación y provocar indirectamente crisis. En la época de los treinta a los cuarenta
años, el futuro todavía tiene una fuerte huella desplegándose en sus plenas posibilidades, pero es el
 presente, el tiempo sobre el que actuar para realizarlo. Quizás nunca como en el curso de la primera
adultez, el futuro puede parecer más al alcance de la mano. Para algunos el sueño empieza a convertirse
en realidad, para otros la realización está cercana, para otros aún el sueño se pierde a lo largo del camino.
Los cuarenta, que hasta hace unos años fueron considerados como el momento de la mediana-edad,
gracias a los cambios sociales y culturales, han asumido una fisonomía diferente. Se podría decir que es
la época de los “balances de entradas y salidas”; los proyectos de los treinta años y lo que se ha sido
capaz de realizar, y, al mismo tiempo, un evidente encogimiento del horizonte de las expectativas a lo
largo de trayectos cada vez más marcados. El futuro empieza a manifestar sus límites; eso adquiere una
evidencia explícita en las transformaciones corpóreas características de esta edad de la vida: empiezan a
cambiar los rasgos de la cara, el pelo cambia de color, el cuerpo cambia el orden fisiológico. Al mismo
tiempo, el pasado se recorta con una inimaginable relevancia.
Aparece el peso de la experiencia vivida, con las posibilidades jamás alcanzadas, con los sueños hechos
añicos, los encuentros malogrados, las alegrías y las ternuras, las melancolías y las amarguras.
Hay, luego, la tan chachareada “midlife”, el punto de vuelta, con el sentido del futuro que ya es presente:
no sólo se entreve el fin, sino es justo en este momento, el futuro es ahora. Al contrario, el pasado
adquiere cada vez más una dimensión preponderante; en efecto, la mediana edad se acompaña de un
repliegue, más o menos significativo, de la propia historia, de las comparaciones con las expectativas de
un tiempo, de las valoraciones de quién se era y de quién se ha vuelto. Los recuerdos, también los más
remotos, se vuelven más vivos y más reverberantes, con respecto a las fases anteriores; emergen
recuerdos que se creyeron haber olvidado. Advertir esta mayor precariedad de la vida produce una gran
desestabilización, a la que se puede hacer frente con la revuelta o con la resignación. Con estas palabras,
que vibran de amargura, Jean Amery nos permite ver el declive de la resignación: “A” es sorprendida por
aquello que -retomando un término empleado por su amiga- define como l’ambiguïté de la situación; una
ambigüedad   que no tiene posibilidad alguna de reconvertirse en univocidad. Ambiguo hasta la clara y
abierta aporía no es sólo el hecho de que ante el espejo experimente al mismo tiempo disgusto y
complacencia por sí misma: la aflige incluso la disonancia, en la que ya sólo consiste toda su armonía
vital, entre extrañamiento y familiaridad consigo misma... Se ha convertido en extraña de sí misma,
ciertamente; eso que ve durante el ritual matutino no tiene nada -o poco- que ver con el yo exterior que
lleva consigo desde los días más halagüeños de un pasado más o menos reciente, puesto que en un estrato
de conciencia bastante superficial puede sostener para sí misma que se “siente joven”.... el componente
quizás más fuerte del disgusto es justamente ese extrañamiento de sí misma, esa desarmonía entre el yo
 joven que acarrea consigo a través de los años y el yo que envejece de la mujer en el espejo. Pero en ese
mismo instante, en ese breve lapso de tiempo, “A” -si sólo resiste en el espejo y no aparta la mirada con
la rabia que puede ser únicamente la rabia de una extraña- comprende que está, con sus manchas
amarillas y sus ojos sin brillo, más cerca de sí misma de lo que ha estado nunca, más desagradablemente
íntima y familiar a sí misma de lo que ha sido nunca; y que está condenada a convertirse –delante de
aquella imagen en el espejo extraña a ella- en sí misma de una manera cada vez más apremiante”. (1988,
 pág.52-53).48

48
Página 47-48 versión española. “Revuelta y resignación. Acerca del envejecer”. Editorial Pre-textos 2001.
NOTA 1  En esta dirección es deseable que la investigación se mueva hacia la articulación de una
relación más compleja entre psicopatología y afectividad, saliendo de la visión cuantitativa y
unidimensional del amor, según la cual la emergencia de los trastornos es entendido en términos de
carencia.

NOTA 2 “Es posible -dice Weiss- que las primeras experiencias de apego orienten la clase de parejas
con las que se constituye más fácilmente nuevos apegos y también el curso del desarrollo de tales nuevos
apegos” (1991, pág.72; Collins y Read, 1990).
DIÁLOGOS

SEGUNDA PARTE
PART E

CAPITULO VII

ESTILO DE PERSONALIDAD CON TENDENCIA A LOS TRASTORNOS ALIMENTARIOS


ALIMENTARIOS

Los trastornos alimentarios: una patología inimaginable hasta hace unas décadas ¿Cómo nos
explicamos la emergencia y la consolidación de este fenómeno?
Cada época de la conciencia humana está caracterizada no sólo por un modo de orden de la realidad,
sino al mismo tiempo del descubrimiento de las posibilidades de la desviación, de la radicalización, de
la deriva de aquellas modalidades de sentido sobre la que ha encontrado fundamento. El caso más
evidente a tal respecto es la psicosis esquizofrénica. Como muestra el trabajo de Sass (1992) es
inimaginable una patología esquizofrénica antes de la llegada de la conciencia reflexiva; por lo demás,
la psicopatología fenomenológica de la esquizofrenia queda completamente opaca, si no es reconducida
a las paradojas que el pensamiento reflexivo produce. Si la esquizofrenia es generada por la
modernidad, los trastornos alimentarios psicógenos representan quizás los trastornos psicopatológicos
que más han marcado la conciencia contemporánea.
Sin duda, en el desarrollo del fenómeno concurren al menos dos órdenes de factores que pueden ser
definidos como epocales. En primer lugar, es evidente que en una civilización preocupada por la
satisfacción del hambre, una patología ligada al rechazo de la comida no puede emerger a gran escala.
En efecto, cuando el hambre era todavía un fenómeno difundido, la anorexia no era considerada una
 patología. Las 261 mujeres anoréxicas
anoréxicas estudiadas por Bell (1987) en un periodo de tiempo que va
desde 1206 hasta 1934 (el hambre es aún un fenómeno común) son de hecho consideradas como santas.
¡Con el afrancamiento de las necesidades materiales, la comida, mientras pierde el carácter de
necesidad, entra en una esfera más abstracta; en amplias capas de la población de Occidente, hace ya
alguna década, se piensa más en cómo, cuándo y qué comer, antes que en saciarse!
El segundo factor determinante es la llegada de la tecnología de la información. En concomitancia con
el afrancamiento de las condiciones materiales, Occidente ha visto, a partir de los años Cincuenta, el
desarrollo progresivo de las tecnologías y los medios de comunicación de masa; ¡en la era de Internet,
ésta es una transformación ahora en curso! El cambio del entorno humano, generado por las nuevas
 perspectivas ofrecidas por el mundo de la técnica, ha favorecido la aparición de formas inexploradas de
construcción de la identidad personal. La llegada de la técnica y, en particular, la contribución de los
medios de comunicación a la multiplicación y a la uniformidad de las imágenes y de los discursos han
incidido en la relación que el hombre contemporáneo tiene con él mismo, con los otros y con el mundo;
“silenciosamente” la tecnología de la comunicación ha modificado la dialéctica entre interioridad y
exterioridad, redistribuyendo a lo largo de nuevas trayectorias la tensión entre individualidad y
sociabilidad. El hombre empieza a buscar fuera de sí, en el gran escenario de la realidad representado
 por los medios de comunicación,
comunicación, las líneas sobre las que modelar las propias acciones y emociones;
emociones; él
investiga fuentes externas a las que conformarse, imágenes compartidas a las que acostumbrarse y por
las que reconocerse; inevitablemente esto produce cambios tanto a nivel de la estructura familiar, como
en la crianza de los hijos. La exterioridad empieza de tal modo a orientar la educación de los niños y las
dinámicas interpersonales, además de definir los estados internos. Riesmann (1956) describió así los
 principios
 principios de este nuevo proceso: “Con los nuevos modelos, el grupo de los pares -es decir, aquel
compuesto por coetáneos procedentes de la misma clase social- adquiere mayor importancia para el
niño, ya que los padres no lo regañan tanto por la violación de normas internas, sino más bien por los
fracasos ligados a su popularidad o a la gestión de sus relaciones con los otros. Las presiones de la
escuela y el grupo de los pares además son reforzadas y llevadas adelante por los medios de
comunicación de masas" (pág. 81).
La condición de búsqueda de una identidad según un polo externo de referencia genera el desarrollo de
una sensibilidad excepcional a las acciones, emociones, deseos y expectativas del otro; así, a través de
la adherencia al mundo del otro, este estilo de personalidad accede a la comprensión de sí. En nuestros
clientes, la característica atención a una exterioridad sobre la que definirse está amplificada en exceso,
y por lo tanto se destaca con particular evidencia. Uno de mis pacientes, por ejemplo, reconstruyendo
un episodio de rabia del padre que concluyó con el lanzamiento de una botella por parte de este último,
subrayó con claridad cómo, incluso habiendo tenido la percepción de ser rozado por la botella, no
reaccionó con miedo. El miedo le inmovilizó cuando, volviéndose hacia la madre que asistió a la
escena, leyó el terror en la cara de ella.
La lectura de sí mismo a través de la sintonía sobre fuentes externas son evidentes además de a nivel
emotivo, a nivel perceptivo, cognitivo y del sentido global de sí. Por ejemplo, las alteraciones de la
 percepción de la propia imagen corpórea aparecen con claridad en algunos bulímicos, si comen una
cantidad de comida superior a la permitida por el modelo dietético al que hacen referencia –por
ejemplo 500 kcal. por comida; es bastante común en estos casos que, si la cantidad es superada, la
valoración del exceso calórico se traduzca en una inmediata percepción de aumento peso o de
deformación de rasgos fisiognómicos. A la autoinducción del vómito sigue la normalización de esta
dispercepción.
Entre nuestros clientes es también común escuchar los problemas que derivan de la ausencia de la
alteridad como polo por el que acceder a una comprensión de sí; ésta es una condición que es descrita
como sentido de vacío, disolución, anulación, fragmentación. Gestionar el sentido de sí que emerge en
la soledad es quizás el desafío más grande para la modulación de la estabilidad de la identidad personal.
En los clientes sintomáticos, la regulación de tal estado puede presentarse a través de las diversas
formas de manipulación de la comida (anorexia, bulimia, obesidad).
¡De lo delineado parece que los distintos cuadros sintomatológicos sean el producto emergente de una
tensión esencial entre dos polaridades: por un lado, la presencia del otro percibida como más o menos
definitoria del sí, por otro lado, la ausencia, en la que el sí sin el otro se advierte como nada!
Ciertamente la relación con el otro, en términos de distinción de la similitud y la diferencia con
respecto de él, representa el problema alrededor del cual gira la organización de esta personalidad; eso
explica en qué medida el sentido de individualizarse, es decir el diferenciarse de sí con respecto del
otro, puede tomar forma en este estilo de personalidad sólo por medio de la presencia del otro. En
efecto, el sí, según este modo de organizarse, selecciona y focaliza los propios estados internos a partir
de otros significativos. Por tanto, se vuelve difícil encontrar una modulación entre el sentido de ser
autores autónomos de la propia experiencia (demarcación de sí del otro) y el sentido de ser actores que
recitan un guión escrito por otros (definición a través del otro); entre el sentido de la autonomía y el de
la pertenencia.
pertenencia. Esta dialéctica asume mil matices y se expresa en una amplia fenomenología relativa a
la polaridad interesada.
Por lo que atañe a la autonomía, a veces, al sentirse artífices de la propia experiencia, como por
ejemplo, en las situaciones que requieren
requieren asumir una responsabilidad, corresponde un sentido de no
fiabilidad personal; también la elección más pequeña, implicando una definición autónoma, puede ser
advertida con profundo malestar. Una de mis pacientes cada vez que entraba en una tienda para elegir
ropa que comprar se percibía como una niña que necesitaba de alguien que eligiera por ella; a menudo,
 para evitar elegir, acababa por comprar vestidos que no le apetecían empujada por el deber de
corresponder a los consejos de la dependienta de turno.
A veces, la inadmisibilidad personal que marca el sentido de autonomía es regulada por una imagen
ideal a la que atenerse continuamente, como si se recitase la vida según un personaje tomado prestado
de un guión. La experiencia de sí asume así contornos singulares; por un lado, las propias acciones y
emociones son seleccionadas según la correspondencia a un personaje ideal, por otro, la distancia entre
sí y sí mismo, que es generada del personificar una imagen, produce una percepción de inautenticidad
que los clientes a menudo describen como "sentido de bluff". A veces la búsqueda de la
correspondencia al personaje ideal, se acompaña de una total pérdida de espontaneidad y una marcada
actitud de perfeccionismo. Es la clásica imagen de la adolescente antes del exordio anoréxico: la mejor
de la clase, hija perfecta, desde siempre niña obediente y respetuosa.
Por otro lado, sobre la vertiente de la pertenencia, a menudo al sentirse definidos por el otro
corresponde un sentido de incapacidad que puede llegar, en situaciones extremas, hasta la percepción
de anulación. Esto hace que la marcada sensibilidad al mundo del otro se transforme en temor al juicio
del otro. Entonces
otro. Entonces cada encuentro, sobre todo con personas no conocidas, se convierte en una prueba de
examen. Así para eludir la comparación a menudo la situación es gestionada con actitudes seductoras o
con conductas manipulativas, sea con respecto a las personas como a los contextos. Otras veces, para
afrontar éste sentirse definidos, ponen en marcha comportamientos de oposición, abiertamente
desafiantes o sencillamente competitivos. La oposición corresponde para los evitantes (tendencia a los
trastornos alimentarios) a un modo de conjugar la individuación con la definición del exterior. Es
frecuente escuchar en terapia historias afectivas caracterizadas por una actitud de oposición estable: en
efecto, oponerse mientras permite la identificación, simultáneamente vincula a quien uno se opone.
Por tanto, la variable fundamental que permite leer la continuidad entre las formas seguras, las
neuróticas y las psicóticas parece estar ligada a la modulación de la dialéctica básica entre la
demarcación del otro y la definición del exterior, y de todas las emociones, acciones, cogniciones y
 percepciones organizadas alrededor de este tema.
¿Cómo toma forma este estilo de identidad personal?
Indudablemente la imprevisibilidad de parte del niño de la modalidad de reciprocidad de la figura de
apego es el aspecto que más nos ayuda a comprender el desarrollo de este tipo de personalidad.
Imprevisibilidad significa que el niño no es capaz de desarrollar una estabilidad emocional interna en
relación a la respuesta parental; y esto ocurre a causa de la inconsistencia de aquella respuesta.  Tal
inconsistencia es extremadamente evidente en los trastornos de la alimentación en el curso de la
infancia. Así Chatoor (1989) escribe en las conclusiones de un artículo sobre la interacción madre-niño
en la Anorexia Nerviosa Infantil: "La madre facilita este proceso, o sea el desarrollo de la
diferenciación somática y psicológica, respondiendo de modo coherente a las señales del niño. Si la
madre descuida o exagera repetidamente las señales del niño, como se observó en este estudio, el niño
llega a confundirse acerca de las diferencias entre las sensaciones físicas y las necesidades
emocionales. Por ejemplo, la madre malinterpreta los intentos del niño de alimentarse solo e insiste en
darle de comer ella misma. Por consiguiente, el niño se niega a comer. La ingesta de comida del niño
llega a estar controlada por la rabia y la necesidad de afirmarse a sí mismo, en lugar de por
sentimientos de hambre y saciedad. Por otro lado, si la madre ignora las señales del niño de saciedad y
continua alimentándolo distrayéndole, realizando juegos, o alimentándole a la fuerza, el niño aprende
que la atención o la rabia de la madre puede ser provocada no comiendo. De este modo la exigencia
nutritiva se regulará por la emotividad del niño y no por necesidades fisiológicas” (1989, pág. 539).
La no fiabilidad de la respuesta materna se acompaña de una dificultad de discriminación de los estados
internos advertida en términos de reacción afectiva indiferenciada (arousal) (cfr. nota 1). Con la
emergencia gradual de las capacidades cognitivas el niño maximaliza progresivamente la ya
sobresaliente aptitud a corresponder a fuentes externas de referencia; la cognición, mientras facilita la
valoración de las situaciones en curso, permite la construcción y selección de emociones en sintonía
con las parentales. La primacía de la narración ideal, de cómo deberían ser las cosas y las personas, en
vez de cómo son en realidad, caracteriza el estilo familiar. Esto explica el marcado énfasis que estas
familias mantienen sobre la imagen a pesar de los acontecimientos intercurrentes, de los pequeños
fracasos y de los secretos ocultos que evidentemente resultan incongruentes con respecto a la
 perfección de la historia contada. Por otro lado, esto también explica la anticipación, la redefinición o
la prescripción, de parte de los padres, de qué emociones aprobar y en qué situaciones. A veces, esto
que conduce al padre a tales reformulaciones es una imagen a la que se desea que el niño corresponda;
a veces, la construcción del niño perfecto está orientada a la confirmación de ser un padre valioso. El
niño a su vez, con la progresiva integración de los acontecimientos intercurrentes en una estructura
narrativa, mantiene la reciprocidad con el cuidador de manera indirecta. Es decir, él aprende a utilizar
los recursos simbólicos para corresponder a la imagen que el padre espera cada vez. Esta adhesión a la
imagen externa corresponde al sentido de sí que al mismo tiempo el niño percibe.
La centralidad que el otro ocupa en la definición del sí es confirmada por la particular preeminencia
organizativa que asumen para este tipo de personalidad, ya desde su emergencia y luego en el curso del
ciclo de vida, las así llamadas “exposed emotions”: la turbación embarazosa (más parecida a la timidez
que a la vergüenza) la empatía y la envidia. El aspecto que aúna estas emociones auto-conscientes es,
 por un lado, la conciencia de la presencia del otro pero, al mismo tiempo, la capacidad de tomar a los
mismos como objeto de reflexión. Así, mientras que la turbación embarazosa emerge cuando se es
consciente de ser objeto de conciencia de parte del otro, la empatía se caracteriza por la habilidad de
 ponerse en la piel del otro; en la envidia, por último, mientras el otro es evaluado en términos de eso
que tienen al mismo tiempo el sí es advertido en términos de eso que no tiene y querría tener.
En los años preescolares, la actitud complaciente llevada a la práctica por el niño es estabilizada por la
emergencia de un nuevo set de emociones autocoscientes, definidas por Michael Lewis como
"emociones estimativas o emociones morales": la turbación embarazosa (más parecida a la vergüenza)
el orgullo, la culpa y la vergüenza. Según Lewis, dos características se evidencian en la provocación de
estas emociones; ante todo, "la potencial no especificabilidad del estímulo, en cuánto puede ser
representado por un acontecimiento cognitivo individual, como una interpretación o cierta atribución;
luego, el hecho que acontecimientos diferentes que toman forma por el pensamiento o la interpretación
o la atribución funcionan de estímulos para la producción de aquellos estados emotivos" (Lewis,
1995).
A medida que el niño construye en colaboración con el cuidador narrativas compartidas, que
acompañan la canonicidad de las acciones y las emociones, al mismo tiempo adquiere los estándares y
las reglas a las que conformarse en las situaciones intercurrentes y según las que valorar el propio
comportamiento y el ajeno.  En el curso de la niñez, de una situación de identificación con los
estándares parentales, el niño pasa a su internalización que es generalmente completada alrededor de
los 11 años. Entre las emociones estimativas, aquélla que adquieren mayor preeminencia en este estilo
de personalidad son la culpa y la turbación embarazosa, ligado a la exposición. En particular, la culpa
emerge cuando cierta actitud u cierta acción no corresponden a las expectativas percibidas por el padre.
La culpa, por tanto, señala al niño la no adhesión del comportamiento en curso al estándar parental y
 produce acciones correctivas, que el niño puede poner en marcha para resintonizarse sobre la
expectativa del otro y, por lo tanto, para reconquistar una definición de sí.
Mientras en otras organizaciones de personalidad, las emociones morales, que están en principio
 basadas en la anticipación de la reacción estimativa del padre, progresivamente vienen a estar centradas
sobre estándares internalizados, para los niños complacientes compulsivos esto no ocurre. Ellos no
logran definirse y por lo tanto valorarse si no es a través del otro, que por lo tanto inevitablemente se
vuelve, más que el polo de definición de sí, el centro del juicio evaluativo (cfr. nota 2). Probablemente
esto debe ser referido a la diferente actitud disciplinaria del padre respecto al niño. Según Hofmann
(citado en Fergusson y Stagge, 1995) el padre que favorece la internalización provee explicaciones e
informaciones que promueven la comprensión, de parte del niño, de los cambios de comportamiento
que el padre espera; por otro lado, en cambio, los padres que orientan al niño según un actitud
evaluativa externalizada, lo hacen a través de actitudes impositivas o más a menudo a través de la
sustracción de la afectividad (cfr. nota 3).
La turbación embarazosa, que empieza a aparecer sobre todo en los años preescolares en situaciones
sociales nuevas, señala precisamente el apuro relativo al sentirse expuestos a extraños y juzgados por
estándares no conocidos y no manipulables. La sensibilidad a la valoración de parte de otros más o
menos significativos, conectada a la incapacidad de diferenciar el juicio percibido del sentido de sí en
curso, es una característica que a menudo también permanece en el curso de la edad adulta.
El ingreso en la sociedad escolar es un verdadero y oportuno banco de prueba, tanto para el padre,
como para el niño. Para el padre, porque sobre la valoración del rendimiento escolar remodela la
imagen, las expectativas, las actitudes, las comunicaciones expresivas conforme a la cual relacionarse
con el niño. Para el niño, que sobre la correspondencia o no a estándares de excelencia provisto por el
 padre regula el sentido de aceptación personal. Con evidencia empiezan a aparecer y a estabilizarse, a
lo largo de un continuum activo-pasivo, diferentes tipologías de personajes. Si es característico del polo
activo, el niño educado, obediente, estudioso y primero de la clase, con un padre invasivo, desafiante e
hiperexigente; es peculiar del patrón pasivo el niño chapucero, incapaz, torpe, el gordinflón que los
compañeros toman el pelo con un padre distante, descalificante e indiferente.
La escuela, más que el contexto de aprendizaje, se vuelve el terreno de socialización y de confrontación
con el grupo de los pares. Este ámbito, también caracterizado por un aspecto evaluativo concreto (las
calificaciones escolares), se configura como una nueva arena de definición. La alteridad conforme a la
cual definirse no es sólo la parental, sino que es el maestro, el instructor deportivo, los compañeros del
colegio, las familias de los compañeros de escuela, etc. Claramente, estando la identidad centrada sobre
las emociones cognitivas, lo que principalmente cambia y busca una estabilización en el curso de estos
años escolares es la valoración emotiva (la valoración de las emociones en relación a las circunstancias
que las suscitan).
Es decir, cambian las clases de acontecimientos y suma de personas más o menos significativas capaces
de provocar la turbación embarazosa, la culpa, el orgullo, la timidez, la euforia, la ansiedad, la
anulación o el vacío. Generalmente esta ampliación de reglas y estándares está conforme a los modelos
 parentales y en el curso de la niñez tiende a ser integrado en un modelo unitario de referencia. Por lo
que, sobre los umbrales de la pubertad, es la capacidad de integración que diferencia el modo en que el
niño con tendencia a los trastornos alimentarios mantiene la estabilidad de la identidad. En un
extremo, la estabilidad es regulada por una imagen constante, generalmente también social y
mediáticamente perfecta, a la que poder corresponder en la variabilidad situacional.
Son aquellos púberes que fueron pocos niños, que prefirieron la compañía de los adultos a la de los
coetáneos, siempre controlados, a veces tímidos y a veces extrovertidos, con comportamientos
afectados y expresiones estereotipadas. La mayor o menor adherencia a la imagen de referencia, que
queda estable, les permite, más allá de un sentido más claro de valor personal y por lo tanto un menor
temor del juicio, una diferenciación del otro menos confusa y una percepción más internalizada de sí.
En el otro extremo, la constancia de sí es regulada por la capacidad de adoptar cada vez la imagen
solicitada por el contexto.  Son aquellos púberes más torpes, circunspectos, "socialmente ansiosos",
indudablemente más sensibles a la exposición. Estando el sentido de aceptación personal vinculado a
las capacidades de corresponder cada vez a los contextos, ellos tienen una identidad mucho más
fluctuante y vaga y una sensibilidad más intensa al juicio. Para ellos la complacencia a menudo
representa el único instrumento para mantener la constancia de sí.
Aunque la mismidad se concentra para los evitantes (con tendencia a los trastornos alimentarios) en un
sentido vago de activación, en un extremo, una identidad narrativa internalizada y marcada por la
constancia estabiliza la continua variabilidad. En el otro extremo, la identidad narrativa se mengua
tanto que el carácter, expuesto sólo a la variabilidad sin soporte de una trama que la ordene, empieza a
ser difícilmente identificable; un ejemplo bastante evidente es representado en las auto-anotaciones
sobre su propia actitud que una de mis pacientes ha titulado "Crisis Negra".
"Apenas salir del analista, el humor es óptimo. Estoy segura que tengo que volver sobre el plató. ¿Por
qué diablos he perdido todo este tiempo? El plató es vida, experiencia y gente nueva. Voy a comer una
 pizza con Giovanna, Giulio y una amiga. Me suelto y digo a Giovanna, la cual es ayudante de director,
“¿sabes qué? Querría volver al plató." Ellos me miran. En un segundo me doy cuenta que:
1) Tengo treinta y cuatro años.
2) No será tan fácil.
3) Estoy en un callejón sin salida.
Cuando llega la “margarita” también tengo terribles visiones de mí en la que corro de una parte a la
otra, llamo a la puerta de los actores, me arrastro a lo largo de la pared para no hacerme ver por alguien
importante, exactamente como hice.
¿Quiero verdaderamente volver sobre el plató? ¿para hacer qué? Me viene a la mente:
1) La humillación de la principiante.
Llamé a los camerinos y paré el trafico. En conclusión, no es verdad que hiciera grandes cosas sobre
estos plató. Aspiré a algo más grande, ¿no es verdad? Quizás he hecho bien en abandonar. Giovanna
¿qué hace? No hace una gran cosa: se levanta con las gallinas, trabaja veinte horas al día y ¿para hacer
qué? La ayudante de director. Es decir, ayuda a un director, y en el sentido que produce hojas, organiza
las pruebas de los actores, etc. Al menos yo escribo, yo. Hago una cosa mía. Luego me viene a la mente
que no escribo nunca.
Cuando llega el postre quiero de nuevo volver sobre el plató.
El día después
Esta mañana tengo una reunión en la Rai para el guión de Paola Righi. Me ducho pensando en el hecho
que pronto volveré sobre un plató. Sobre el plató de Benigni, por ejemplo, un plató en grande. Me
repito "la ayudante de director sobre el plató de Benigni" porque me gusta y me hace sentir bien.
Pienso en mi prima que me pregunta "¿qué haces?" y yo puedo contestar "Trabajo con Benigni”.
Perfecto.
Ahora incluso estoy más segura de mí, me moveré mejor. Soy increíblemente madura y con una
 personalidad muy estructurada. Pienso en cómo sabré ingeniarme, en los mejores contactos sociales, a
la determinación. Si uno tiene una fuerte personalidad aplastante, concreta, me digo. No me distraigo
en fantasías. Sé analizar la realidad ... Luego me doy cuenta de que se me hizo tarde para la cita en la
Rai.
Paso a recoger Paola Righi con el humor por los suelos. No tengo un buen contacto con la realidad. Se
me ha hecho tarde y no sé que trabajo quiero hacer. Ella se monta en el coche y me dice:
1) que su trabajo va a plena vela;
2) que su relación de pareja es una maravilla;
3) que su análisis es exitoso.
Luego me pregunta "qué estás haciendo"; yo intento el papel de la positividad y trato de hacer como
ella, desmenuzo todos los lados positivos de mi vida. Encuentro uno de ellos. “Me divierte mucho
trabajar con Carlos." (Obviamente no es realmente verdad. Trabajar con Carlos sólo me sirve para no
dejarme llevar por la ansiedad).
 No hemos llegado si quiera a Castel Sant'Angelo que:
1) odio a Paola Righi
2) tengo el “yo” hecho añicos
En la Rai la señora de la portería teclea los nombres sobre el ordenador para rellenar el carné. “Ok,
Pasquale, Paola Righi y Francesca.... ¿Francesca cómo?” Ellos, para ellos el "Francesca... cómo" me
confirma algo profundo. Me da mi carne magnético escrito con "RAI". Me apasiona los carnés
magnéticos, me hacen sentir parte de algo. Con el carne en mano ya soy otra. En el fondo de qué me
quejo, un camino estoy haciendo, estoy entrando a la RAI como guionista de una película. A un paso
de la puerta automática, me siento pletórica y a la altura de la reunión.
La puerta automática de la Rai no se abre. Paso y repaso el carnet magnético pero nada. Todos entran y
salen, pero mi puerta permanece sellada. Puede ser que mi carné no funcione. El portero llega y repasa
el carnet en la rendija pero nada. Los demás están por allá del cristal, yo por acá.
De la RAI a casa es un crescendo de desconfirmación. La productora me pide que la lleve en el coche,
que es aquel coche medio abollado que no he limpiado nunca. Mientras se hace sitio entre cuatro
 Repúbblica viejos y podridos, tres hojas de celofán, una bolsita de patatas y migas, juro que mañana, la
 primera cosa que hago es lavar el coche. Al fin pone los pies sobre una bufanda enroscada y llena de
tierra y sé que ya ha entendido toda mi desesperación reptante.
Las horas siguientes son una escalada hacia la ansiedad. Me siento totalmente una inepta, una mirada
del cerrajero que está arreglándome la cerradura de casa me lo confirma. Le compro por dieciocho mil
liras un llavín que ya tengo en casa.
Llamo al terapeuta y camino furiosamente por Testaccio hablando de crisis de ansiedad e identidad, no
dándome cuenta que tengo la falda alzada y el culo fuera. Hablar de identidad con el culo fuera me
reduce a un trapo.
Vista la centralidad que ya desde las primeras fases del desarrollo asume la alteridad en la construcción
de la propia identidad, se deriva que las situaciones más problemáticas se convierten en aquellas de
exposición y de comparación. La sensibilidad a la exposición y a la comparación, incluso variando en
el curso del ciclo de vida en relación a contextos específicos de las fases del desarrollo, (por ejemplo,
examen de selectividad, elección de la dirección de estudios universitarios, los últimos examen de la
universidad, entrada en el mundo laboral, elección de pareja afectiva, estructuración y definición de la
relación, etc.) permanece un rasgo de fondo de este estilo de personalidad que aparece claramente
vinculada a la ipseidad. El desequilibrio hacia una ipseidad privada del sostén de la mismidad, que se
refleja en la falta de constancia y por lo tanto de consistencia de la Identidad Narrativa, puede dar lugar
a fenómenos de retirada social, o de indecisión sistemática de la confrontación también en las fases de
la vida adulta.
Hemos llegado a los umbrales de la adolescencia que representa el lugar clásico de la emergencia de
los trastornos alimentarios. ¿Cuáles son a esta edad los elementos críticos que pueden inducir la
manifestación de un cuadro sintomatológico?
Como hemos visto, la integración de los diferentes aspectos de sí en una imagen unitaria a la que
corresponder versus una multiplicidad de sí más desconectada y confusa representan las dos
 polaridades del rango de estabilidad de sí con que el niño con tendencia a los trastornos alimentarios
entra en la adolescencia. La conciencia de sí pues, que marca el paso de la adolescencia, toma forma en
continuidad con la imagen de sí que el niño ha sido capaz de organizar dentro de aquel rango.
Por otro lado, la característica común que atraviesa el rango de constancia de la identidad de una
 polaridad a la otra es el sentido de la alteridad como factor necesario y contemporáneo a la definición
del sí. Por tanto, mientras el otro constituye el anclaje para la definición de la propia interioridad, la
diferencia entre las diferentes imágenes de sí conjugable a lo largo del continuum es dada de cómo el
adolescente es capaz de descentrarse con respecto de aquella alteridad.
A la polaridad caracterizada por una mayor integración corresponde la creación de una imagen de sí
más abstracta y por lo tanto más diferenciada con respecto de las expectativas del otro significativo; a
través de la congruencia con aquel modelo de referencia interiorizado el sentido de sí en curso es
continuamente seleccionado y evaluado.  Por ejemplo, una de mis pacientes de 43 años después de
haber llevado una niñez centrada sobre la excelencia del estudio de la música, orientada en aquel
ámbito para corresponder a las expectativas paternales, sobre los umbrales de la adolescencia genera un
modelo de perfección estilística autónoma cuya realización es, en fin, convertida en el objetivo de su
 proyecto de vida.
O bien, el otro definitorio es una figura significativa "más concreta", en el sentido que la imagen de sí
que el adolescente es capaz de generar, trata de corresponder situación por situación a las expectativas
del otro. Tal correspondencia es regulada por emociones evaluativas que reconocen estándares de
referencia y narrativas canónicas indistinguibles de la de los padres.
Claramente, la correspondencia a... plantea al mismo tiempo el problema de la demarcación de .... En
general, cuanto más invasiva y juzgante es la figura de referencia más fuerte es la necesidad de
demarcación y puede manifestarse, según las características predominantes de la personalidad, ya sea
como opositividad abierta o como agresividad pasiva.  Las actitudes conflictivas que traducen la
necesidad que el adolescente tiene de distinguirse pueden ir bien más allá de la adolescencia,
asumiendo diferentes formas; de las modalidades más extremas, como en las formas francamente
anoréxica, en la que la tentativa de demarcarse de un exterior percibido asediador es centrado sobre el
control del hambre, a las situaciones más comunes, en las que la adherencia a las expectativas
 parentales se acompaña de una actitud reivindicatoria lista para emplear . Es, por ejemplo, el caso del
hijo que, mientras se adapta a los deseos de papá, subraya su inadmisibilidad como padre. Otro modo
 puede ser la adherencia del adolescente a las expectativas percibidas a figuras de referencia alternativas
y opuestas al entorno familiar; del profesor hasta el grupo de coetáneos; definirse a través de uno (por
ejemplo, expectativas del grupo) corresponde a demarcarse de los otros (modelos familiares). Aún un
modo (más sobre el lado desorganizado), puede ser la correspondencia cada vez a las expectativas de
una serie de figuras relativamente en diferentes contextos.  Es fácilmente imaginable como la
desconexión de estos múltiples aspectos de sí generadas en relación a distintas alteridades definitorias
 pueda dar lugar a formas múltiples de personalidad.
Al cambio de la imagen del sí se acompaña la mutación de la imagen y la relación con el padre. Este
cambio se cumple más o menos a partir de los primeros años de la secundaria. Nuestros clientes nos
cuentan de padres desilusionantes creídos hasta aquel momento modelos de perfección, de padres que
suscitan vergüenza, de padres intrusivos y juzgantes contra los que oponerse, de padres exigentes a
cuyas expectativas seguir correspondiendo mientras se los reprocha, de padres hostiles contra los que
combatir la guerra cotidiana. Eso que caracteriza en todo caso la transformación de imagen es el
mantenimiento de la centralidad parental; como si no fuera posible un cambio del sentido de sí si no se
acompañara simultáneamente por la constancia de la referencia a la figura significativa (sea como
figura a la que corresponder que como figura a la que oponerse). La fusión entre el sentido de sí y la
 percepción que se tiene del padre explica la fenomenología que nuestros clientes nos lleva. Un sentido
de sí más activo caracterizará la gestión opositiva de la demarcación, mientras una percepción bastante
estable de incapacidad e inadecuación personal es peculiar de la gestión pasiva. Si la exacerbación del
conflicto gestionado en términos activos puede dar lugar a cuadros anoréxicos, la gestión pasiva puede
generar cuadros de obesidad. En el caso de los trastornos anoréxicos, la capacidad de controlar el
hambre se convierte en el medio último para la afirmación de sí, mientras al mismo tiempo se sustrae a
cada posibilidad de definición externa (es bastante común que la anoréxica, también grave, digan de
sentirse más fuertes porque no comen). En el caso de los cuadros de obesidad, la comida se convierte
en el medio a través del cual aliviar la ansiedad de inadecuación, el sentido de anulación o el sentido de
vacío de que se siente invadidos (Guidano, 1988). En los cuadros bulímicos, se da un tipo de mezcla de
la sintomatología.  Como en los trastornos de la obesidad es la ingestión, a menudo compulsiva, de
comida que regula la percepción de negatividad personal; “el atracón”, conducido en un estado casi
hipnótico, se para generalmente por un sentido de saciedad. En aquel punto, en línea con los trastornos
anoréxicos, la valoración de la acción apenas concluida ocurre en relación a un modelo de referencia
que tiene las características de perfección, generando un estado emocional de culpa. Generalmente, el
modelo corresponde a una imagen de referencia concreta, pero también puede coincidir con una
valoración estrictamente calórica. El vómito es la acción correctiva que permite reparar la culpa,
comprendida como no adherencia a la imagen de referencia. En los pacientes con bulimias crónicas
esta secuencia puede estar absolutamente automatizada e indiferenciada.
Una fuente importante de elementos perturbadores, como se deduce de lo dicho, es generada por los
cambios corpóreos y de la esfera de la sexualidad. Se puede decir que para los evitantes (con tendencia
a los trastornos alimentarios) el propio cuerpo, antes que ser advertido como el “lugar ontológico” de la
experiencia personal, es mirado desde fuera y evaluado como una imagen. El cuerpo gestionado como
imagen se convierte en un regulador de las situaciones interpersonales; es decir, se vuelve el
instrumento por el que modular la dimensión de la comparación con el otro. Es, por ejemplo, el caso de
la adolescente hiperseductora, más o menos promiscua, que hace de la dimensión física el medio para
la búsqueda del consenso o, por otro lado, de la obesa que ostenta un cuerpo gordo como confirmación
de su inaceptabilidad.
El cuerpo entendido como imagen es gestionado de manera diferente según el sexo. Para los varones
con tendencia a los trastornos alimentarios, los modelos de referencia ideales según los que valorar la
 propia dimensión física estarán centrados sobre la potencia muscular (en términos de apariencia) y
sobre la prestancia sexual, ya sea en términos de dimensiones como de eventuales prestaciones. Para
las mujeres adolescentes, son los aspectos estéticos los que funcionan de parámetros de valoración del
sentido de idoneidad personal. La atención al propio cuerpo, gestionado en términos de
correspondencia a imágenes más o menos ideales, concurre a apartar la atención de estados de
activación interior engendrando otro fenómeno característico de los evitantes (tendencia a los trastornos
alimentarios): la dificultad, hasta la completa incapacidad, del reconocimiento de la excitación sexual.
Uno de mis pacientes, por ejemplo, que a los 34 años no había tenido aún ninguna experiencia sexual,
contó que en el curso de la adolescencia advirtió las poluciones nocturnas con un sentido confuso de
dolor, convencido de tener una enfermedad genital. Y, en efecto, es bastante inusual también entre los
varones el descubrimiento autónomo de la masturbación. A menudo son los compañeros de clase o
 barrio que hablan y el adolescente empieza a masturbarse para no ser menos con respecto al grupo y no
 porque se sienta empujado por un sentido interior. A veces, la masturbación es evitada por la
incapacidad para mantener la erección; como si tuvieran dificultad para conjugar establemente una
imaginación erótica con la activación sexual. Por ejemplo, uno de mis pacientes de 21 años perdía la
erección, en el curso de la masturbación, si su atención se focalizaba sobre el rostro o sobre los órganos
sexuales de la pareja imaginaria. De esto percibía el inmediato "juicio imaginario". El único modo para
llegar a la eyaculación era dirigir, en la fantasía, su atención sobre partes anónimas del cuerpo, como
los tobillos.
La vaguedad de las percepciones y sensaciones conectadas a la sexualidad, junto a las dificultades
ligadas a la apertura y a la comparación con el otro, caracterizarán evidentemente también el debut
sexual; un estreno que puede ser pospuesto a ultranza o puede ser gestionado de manera programada,
eligiendo una pareja cuyo juicio resulta mínimamente significativo.
Se ha dicho y escrito mucho sobre las relaciones familiares de los adolescentes con trastornos
alimentarios. Paralelamente a ellas, van tomando forma a partir de la adolescencia las relaciones de
amistad y las relaciones sentimentales. ¿Qué las caracteriza?
Las mismas problemáticas que conciernen la distinción de sí con respecto de los padres se manifiestan
en la estructuración tanto de relaciones de amistad como de las relaciones afectivas. También en estos
ámbitos, el tema es el de la búsqueda de una demarcación contemporánea a un sentido de aceptación de
 parte del otro y del grupo.  Sin duda, la gestión de la exposición es la modalidad que mejor permite
minimizar el riesgo de no aceptación, y al mismo tiempo de mantener un sentido de distinción de los
demás evitando cada posible intrusividad. El personaje que encarna esta modalidad se declina en varias
figuras de adolescentes; en la chica ingenua y carente de experiencia que recoge las confidencias de
todos los compañeros de clase y se desvela por cada uno sin hablar nunca de sí; en el adolescente que
regula la propia aceptabilidad en sintonía con las expectativas del grupo porque al mismo tiempo ellas
están en oposición con la de los progenitores; en el adolescente que tiene con el mejor amigo una
actitud competitiva más o menos velada, hasta la envidia y al mismo tiempo un cuidado atento y
afectuoso; en el adolescente que, mientras sigue correspondiendo a los modelos parentales, desarrolla
un temor a la comparación tan penetrante hasta cerrarse en un horizonte, en el que el otro es sólo
encontrado en la dimensión imaginaria.
El tema de la gestión de la comparación y la aceptación se evidencia con impresionante nitidez en el
curso de la construcción, mantenimiento y ruptura de las relaciones afectivas. ¡No podría ser de otro
modo! En efecto, si el otro significativo es raramente considerado (en sus modos de ser y en sus
manifestaciones) como persona singular e independiente, sino que es sólo percibido en relación a sí, las
relaciones sentimentales llegan a ser un terreno crítico con respecto del sentido de individuación.
Efectivamente, la distinción de sí con respecto de la pareja se juega sobre una tenue línea fronteriza; si
el otro es demasiado presente (si por ejemplo se define de manera excesiva sobre el otro), a esto puede
corresponder un sentido de incapacidad personal; si el otro está ausente, esto puede generar un sentido
de vacío. El curso de las relaciones sentimentales toma forma de la gestión de esta línea de límite, y es
regulada por la manipulación de la exposición de sí que puede asumir varias fisonomías hasta la no
exposición. En este último caso, en un extremo, tenemos los cuadros de no debut sentimental o de
incapacidad de definición de la relación, caracterizados, por ejemplo, de la elección, llevada adelante
en el curso de la edad adulta, de quedarse en casa cuidando de los padres. Son situaciones definidas por
una posición de creciente indispensabilidad en casa, con la consecuencia de recibir un reconocimiento
afectivo sin correr ningún riesgo de poner en tela de juicio la dimensión de amabilidad personal. En el
otro extremo, una forma completamente opuesta; la promiscuidad absoluta con relaciones múltiples e
indiferenciadas sin ninguna implicación afectiva, en las que la confirmación de la propia deseabilidad
 pasa por el empleo del cuerpo como instrumento sexual. Tras estos dos extremos hay varias
modalidades intermedias; la más peculiar es la de las relaciones imposibles, del “amor no
correspondido” (Baumeister y Wotman, 1992).  Una pareja puede ser imposible, porque esta casado,
tiene hijos, vive en otro continente, o puede ser imposible por condiciones psicológicas, porque es
abiertamente rechazadora. Esta característica de imposibilidad vuelve la relación más compleja e
intrigada; permite, por ejemplo, tener una relación que queda en todo caso puntiforme en cuanto a
 participación “real”; tener una implicación pasiva, que llena el día, a la que se piensa se dedica tiempo
 pero que no produce una consecuencia peligrosa (Guidano, comunicación personal).
La gestión de la línea de límite entre la definición por parte del otro y la regulación autónoma de la
 propia interioridad señala todas las fases de la construcción efectiva de una relación sentimental. Así, la
formación está caracterizada de manera diferente según que la personalidad esté polarizada (de manera
extrema) sobre el lado activo o pasivo. Los primeros, que buscan generalmente una confirmación
máxima del exterior, eligen la persona de mayor relieve en el contexto inmediato de pertenencia; la
lucha para ser reconocidos representa el lado de demarcación interior. Es el caso del estudiante con la
 profesora, o de la alumna que se enamora del maestro de tenis, o la actriz del director o el médico de su
 jefa. Desde esta perspectiva no puede sorprender como, en algunos casos, una pareja primero huidiza o
rechazadora, en caso de que sea seducida, pueda suscitar no sólo la desactivación afectiva sino un
sentido de oposición y rechazo; en efecto, sólo así es mantenida una percepción de interioridad.
Los segundos, que tienen generalmente un sentido de marcado negatividad, eligen parejas de menor
relevancia que da menos ocasión de comparación, de la que se sienten menos atraídos, hacia la que
abrigan menos consideración; al reconocimiento de parte de la pareja corresponde, sobre el lado de la
interioridad, una confirmación de la improponibilidad personal que puede acentuarse también, en las
fases de consolidación, dando lugar, por ejemplo, a un fuerte aumento de peso.
El mantenimiento de la relación plantea el problema de la estabilización del límite entre el sentirse
definidos y el percibirse diferenciado del otro. Este tema de fondo puede declinarse según diferentes
modalidades que van (en las formas más extremas) del matrimonio blanco al conflicto crónico, hasta la
estructuración de relaciones paralelas. Además, aquéllas relaciones que no generan una exigencia de
demarcación tan extrema producen en todo caso, más o menos cíclicamente, la necesidad de
verificación de la autenticidad de la pareja. Son las estrategias de “puesta a prueba” del otro a través de
la representación de situaciones instrumentales finalizada a monitorear el mundo interior, los
 pensamientos y las emociones. “Poner a prueba” a la pareja quiere decir tantear la capacidad emotiva,
es decir, en qué medida él o ella esta dispuesto/a a resistir por su amor y, a su vez por lo tanto, también
el nivel de centralidad que uno ocupa" (Guidano c.p.). Del resto, si el reconocimiento de parte del otro
es simultáneo al sentido de individuación es comprensible cómo la fiabilidad de la pareja representa el
elemento crítico y el punto de fuerza de la relación; por tanto, ésta tiene que ser periódicamente
 probada.
La ruptura de la relación sentimental  repropone el tema de fondo de este estilo de personalidad: la
 búsqueda de una definición de sí a falta, separación o pérdida, de una figura significativa de referencia.
Las estrategias de respuesta serán diferentes según que haya una polarización predominante (de manera
extrema) sobre el lado activo o sobre el pasivo. En el primer caso, si la ruptura es generada por la
 persona antes que de la pareja, la separación es a menudo caracterizada por una fenomenología
 peculiar; hiperactividad, humor expansivo, comportamientos excesivos. Tal feno menología a menudo
corresponde a un estado de enamoramiento hacia la persona que ha reemplazado a la pareja anterior.
Así, la figura de referencia sobre la que definirse es sencillamente reemplazada. Esto orienta la
selección de estados emotivos congruentes con ella permitiendo elaborar por exclusión las emociones
conectadas a la separación. El curso es absolutamente diferente si la ruptura es padecida. En tal caso, la
imposibilidad de cambiar el contexto de referencia externa sobre la que definirse no permite la
regulación de las emociones ligadas a la pérdida, pudiendo dar lugar a las formas de luto crónico. Si la
 polarización es predominante sobre el lado pasivo, la separación amplificará las temáticas de no
amabilidad y negatividad personales. Las repercusiones serán diferentes si las emociones a ellas ligadas
(ansiedad, sentido de anulación, tristeza) serán gestionada concretamente por la comida, pudiendo dar
lugar a importantes aumentos de peso, o de manera más abstracta como confirmación de la
improponibilidad personal, generando reacciones depresivas.
Chéjov, el brillante anatomopatólogo del sufrimiento humano, afronta en un largo cuento titulado “Tres
años” el análisis de este tipo de relación. Él narra la historia de una transformación mutua a través de
un amor que, mientras lleva a una zozobra de las posiciones iniciales de los miembros de la pareja, deja
intacta aquella línea de límite, en este caso compartido, a través de la cual ellos se definen y se
diferencian recíprocamente. La historia se abre con Laptjev que, en el umbral de la tarde, espera a Julia
a la salida de la iglesia, meditando sobre el amor, sobre su posibilidad, sobre su necesidad. Entre las
sombras que se perfilan a la salida vislumbra a Julia y el corazón late fuerte. Tímido, va al encuentro, y
con la excusa de tener que encontrar al padre de ella, médico, para solicitar información sobre la
enfermedad de su hermana, la acompaña a casa. Es sorprendido por la calle por una ansia muda, de un
agudo deseo de amarla. Llegan a casa, donde se entretiene con ella y con el padre, encontrando
argumentos disculpantes, arrastrando la conversación para poder gozar otro poco de la presencia de
Julia. Yendo fuera, va a visitar a su hermana Nina Fjordorovna, que yace en cama afectada de
carcinoma, para hacerle compañía leyéndole, como cada día, de las páginas de una novela histórica.
Deja a la hermana que es ya noche honda, y lleva consigo un parasol que Julia había olvidado algún día
antes. Se encuentra con el cuñado con el que cena, y después de haber hecho un trecho del camino
 juntos se encamina hacia casa. La luna ilumina su ánimo que desborda de amor. Aquella noche escribe
a uno de sus amigos una carta en la que confiesa que por fin ama de nuevo. “Digo de nuevo porque,
hace seis años, me hube enamorado de una actriz moscovita, con la que no logré ni siquiera conocer...”.
Le encontramos en el cuarto de estar mientras conversa con su hermana Nina. De lejos coge el eco de
los pasos del médico, sobre la escalera, y le atraviesa la mente la imagen de Julia en casa, sola. A
hurtadillas evita al médico, toma el parasol y “sobre las alas del amor” se encamina hacia la casa de
Julia. La encuentra cerca del corral, joven, luminosa, como si su belleza le apareciera por vez primera.
Después de algunas cortesías, tomado por el ímpetu de una pasión apenas descubierta, no logra retener
su deseo: “Si usted permitierais convertirse en mi mujer, yo daría cualquier cosa. Daría cualquier cosa.”
Ella, confusa entre el susto y la sorpresa, contesta: “Es imposible...” y alcanza rápidamente la puerta de
casa. Laptjev es aniquilado.
Julia reflexiona desesperada la propuesta de boda. Está angustiada, y la ansiedad se adueña de ella cada
vez más. Confiesa al papá la petición de Laptjev, en vista de un consejo, de un consuelo; pero el padre,
 personaje extraño y extravagante, está más preocupado de la eventualidad de quedarse solo que de la
angustia de la hija. Julia recomienza a sopesar la petición que había rechazado, y es asaltada de nuevo
 por las dudas. Por un lado, el aspecto físico de él que nunca le había gustado, por otro, sus sueños sobre
qué tipo de hombre habría querido casarse; por un lado, la provincia con sus pequeños individuos sin
carácter y su vida aburrida, por el otro, la ciudad con la muchedumbre de personas inteligentes, rica en
acontecimientos mundanos, y Laptjev, adinerado y culto... por lo demás también ¡las Sagradas
Escrituras hablan de un amor hecho de estima y de condescendencia! Oscila toda la noche entre una
valoración y la otra, a la búsqueda de una señal de la suerte o de una iluminación divina que definiera
una posición. Por la mañana, extenuada por pensar tanto, se encamina hacia la casa de Nina con el
deseo de volver a ver Laptjev. Lo ve en la habitación de la hermana, y con el aspecto enfermo y
culpable, poco después le pide que le acompañe a casa. Él que al volverla a ver ya tuvo el sentido de lo
extraño que la percibiera, al llegar a casa, delante de la insólita cortesía del padre, es tomado por una
terrible sospecha: que la hija, convencida por el padre, hubiera regresado sobre sus pasos, atraída por su
maldito dinero. Julia, mientras el padre sale para las visitas, comunica a Laptjev de aceptar su
 propuesta. Él, arrollado por la pasión, la besa y la acaricia; ella, intimidada, se aparta. Y los dos al
mismo tiempo, en silencio, se preguntan a mismos del por qué se estaban uniendo. La conciencia de
haber sido elegido por cálculo y por dinero se vuelve más aguda a medida que se acercaba la fecha de
la boda, y con ella la conciencia de no ser amado. “¿Por qué está ocurriendo esto?” se preguntó el
mismo día de la boda mientras estaba de viaje por Moscú. Después de dos noches que estuvieron en
Moscú también para Julia es claro que aquella unión es una desgracia. Sobre este tácito conocimiento,
compartido en silencio por ambos, se entretejen las escenas de vida cotidiana, los acontecimientos y los
 personajes que agolpan la casa de Laptjev.
Este fresco, que Chéjov lleva adelante casi con inercia, se interrumpe de modo inesperado. Estamos en
el cuarto de estar; está en curso una discusión aburrida sobre los ricos y sobre los pobres; Laptjev
interviene, y se tiene la impresión que lo haga sin gran convicción; basta ya esto para que Julia con una
cara cargada de odio, evidente “no sólo al marido, sino también a todos los otros” se arroja contra
Laptjev. Una pausa de silencio, y la claridad por parte de Laptjev que aquella agresividad había sido
despertada no por el contenido de sus palabras, sino del hecho que hubiera intervenido en la
conversación. La mujer sale con los amigos y él vagabundea en la ciudad en busca de ella. Vuelve casi
al alba. Ella está en cama, despierta; es el momento de la confrontación. Después de seis meses de
matrimonio, después de que el sufrimiento ha acallado la pasión, Laptjev grita aquello que sospechó
desde siempre: “La boda por aquel maldito dinero”. Ella como abofeteada revela sus razones: “Me
 pareció que, si te hubiera rechazado, hubiera realizado una mala acción. He tenido miedo de arruinar la
vida a mí y a ti. Ha sido un error.” Como un proyectil, aquella frase genera un cambio inesperado de
Laptjev, que cegado por la verdad, mientras besa el pie de Julia, susurra: “¡Me mientes! No me digas
que ha sido un error”. El día siguiente Julia parte hacia la ciudad natal. Un viaje en los lugares del
 pasado que ya no son suyos, el encuentro con el padre preocupado sólo de hacer negocios, la iglesia
llena de gente humilde, la casa demasiado pequeña; el día después se marcha de nuevo para Moscú.
Aquella primavera cuando se trasladaron en la villa a Sokohnky, Julia estaba embarazada.
La encontramos que habla con dos amigos de su niño de ocho meses; Chéjov apenas lo alude. Luego
como un latigazo de la suerte, su difteria y la del hijo, su curación y la muerte del pequeño. Sus
 posibilidades se abren ulteriormente, sus silencios se vuelven impenetrables, pero sobre todo Laptjev,
que había sido celoso, soñador, loco de amor, por ella, aquel sentimiento tan fuerte se desvaneció.
Comenzó a viajar, y cuando estuvo en Moscú abandonó su propia casa, mientras ella, encerrada en su
dolor, pasaba las tardes llorando, abajo en el pabellón.
De nuevo la magia de Chéjov que inflama el cuento; Laptjev critica un escrito mediocre de Fjodor, su
hermano, sobre el alma rusa: Fjodor trata de apagar el veneno de Laptjev, recordándole que ellos
fueron los “representantes de una raza ilustre de comerciantes”. Esto basta; Laptjev como una riada
arrolla al hermano: “¡Ilustre raza!” Nuestro abuelo, los propietarios del campo lo martilleaba solo....
Papá las ha cogido del abuelo, yo y tu las hemos cogido de papá. Tu... has pensado este escrito, que es
sencillamente un delirio de pinche!.. ¿Y yo?.. Tiemblo por cada paso que hago, como si tuviera que
agarrar los latigazos, intimido frente a personas de nada... tengo miedo de los porteros, de los guarda
 puertas, de los guardias municipales, de los guardias civiles, tengo miedo de todo...". Julia entra; la
conversación continuo con los mismos tonos, y Fjodor, cuando se prepara a despedirse del hermano, no
está más en sí. Aturdido, no halla el zaguán, doliente se acomoda sobre el sofá y solo después de una
hora Laptjev pudo acompañarlo a la carroza. Vuelve a casa y Julia está abatida. Ella pide su ayuda, el la
abraza las manos, le da el te, le aplica alguna compresa en la frente, hasta casi por la mañana, cuando
ella agotada toma el sueño.
Fjodor contrajo una enfermedad psíquica. El viejo padre se volvió ciego. En el almacén ya no hubo un
 patrón, y también la casa sin una guía tenía aquel mismo aire de abandono. Julia toma las riendas de la
situación; da órdenes a la servidumbre, vuelta a casa le comunica al marido que tendrían que
trasladarse pronto a la residencia del viejo padre, e invita a Laptjev a ocuparse del almacén. El día
siguiente Laptjev va al almacén a hacer las cuentas, y resuelto toma conocimiento, ayudado por el
viejo, del estado de los asuntos. El día siguiente alcanza la mujer en el campo.
Julia lo encuentra sentado bajo un viejo álamo; está atenta a él, su mirada es cálida, sus gestos dulces.
“¿Sabes que te quiero? exclamó, y se puso roja”. Y mientras ella estaba toda tendida sobre él, “él tenía
dentro un sentido como si se hubiera casado desde hace diez años, además de ganas de desayunar.”
¿Qué habría ocurrido? ¿Qué habría llevado el futuro?
"Quien vivirá, verá..." concluye lacónico Chéjov.

Esta modalidad de construcción de la Identidad Personal parece poder generar diversos cuadros
 psicopatológicos. ¿Es posible bosquejar una clasificación que dé cuenta de la continuidad entre la
forma segura, la neurótica y la psicótica?
Aunque el estilo de personalidad tome el nombre de los trastornos alimentarios, como Guidano siempre
ha sustentado, la sintomatología relativa a los trastornos alimentarios cubre un modesto porcentaje de la
variabilidad sintomática. En realidad la gran diversidad de los cuadros clínicos puede ser descifrada a
lo largo de un continuum concreción - abstracción en relación a la modulación de la dialéctica de fondo
entre la definición desde exterior y la demarcación interior.
A un nivel de mayor concreción la imagen de sí es identificable con los aspectos corpóreos; por tanto la
atención al cuerpo como objeto se convierte en el modo de estructurar una interioridad y al mismo
tiempo la manera para administrar la aceptación.  La diferencia de sintomatología entre varones y
mujeres emerge en relación a los criterios de valoración del cuerpo. Para las mujeres es la estética
corpórea que mide el valor personal, mientras el equivalente para los varones es la virilidad, y por lo
tanto la dimensión de los genitales y la potencia sexual. En situaciones de alteración de aquella
dialéctica de base, las mujeres tenderán a reaccionar alterando su imagen corpórea mientras los varones
desarrollarán trastornos de la esfera sexual.  Con una frecuencia más alta con respecto de los varones
tendremos en el primer caso los trastornos alimentarios propiamente dicho: es decir, anorexia, bulimia
y obesidad. Con una frecuencia más alta con respecto a las mujeres en el segundo caso tendremos
trastornos de la sexualidad; estos son caracterizados por la continua variabilidad sin nunca estabilizarse
de forma definitiva. La misma persona puede presentar, por ejemplo, en un primer momento problemas
ligado a la eyaculación precoz, luego la impotencia hasta llegar a la incapacidad de eyacular. El mismo
tema de fondo que implica estos trastornos es la ansiedad de ejecución, que es generada por la
valoración antes o durante una relación sexual, según niveles máximos, de la propia excitación o de la
 prestación o del nivel de participación de la pareja o el grado de satisfacción de la misma o las
comparaciones a la que puede ser objeto de parte de la pareja, etc. Todo eso, actúa de actividad
distractora con respecto de la implicación sexual en curso produciendo el trastorno.
Procediendo hacia una dimensión de mayor abstracción la imagen de sí se estructura sobre
características más internas; sobre aspectos psicológicos, caracteriales, sobre las capacidades
intelectuales o emotivas. Un ejemplo de ello es la búsqueda de la confirmación del propio valor
 personal a través de la puesta a prueba de la propia capacidad (a menudo evaluadas en relación a las de
los otros) de gestión de situaciones límite.  Es el tema que Guidano definió como coraje. Todo el
capítulo del exhibicionismo que va de la exposición de los propios genitales o de la masturbación frente
a extraños hasta las competiciones abusivas de carrera de automóviles está implicado por este tema. En
la reconstrucción de los episodios emerge con claridad que las exhibiciones son precedidas por
situaciones de fuerte desconfirmación en la que no ha tenido la prontitud o el coraje de reaccionar. A
eso sigue, después de un tiempo más o menos breve, la exhibición entendida como capacidad de
afrontar una exposición máxima.  Al éxito del acto se acompaña un sentido de excitación a veces
eufórica.
Otro tema es la comparación intelectual; la carrera escolar primero y luego el mundo laboral son
constelados de manera más o menos marcada por trastornos ligados a situaciones atribuibles a tal tema;
el pasaje de primaria a secundaria, luego los exámenes orales con el profesor más severo, también el
examen de selectividad, la elección de facultad universitaria, el examen individual, el ingreso en el
mundo laboral, las valoraciones anuales, las promociones, los avances, los eventuales cambios
laborales. Son en todo momento vividos como definidores de las propias capacidades intelectuales y
 por lo tanto del propio valor personal.
Sobre el lado de los trastornos ligados a la demarcación interna, el problema es relativo a la gestión del
sentido de vacío. Provocarse dolor se convierte en una posible modalidad a través de la cual recobrar
un sentido corpóreo de sí; es el equivalente en el dominio sensorial de la hiperactividad motora usada
en el curso de anorexias graves. Esto explica una serie de actos autolesivos que van desde cortes
autoinfringidos sobre la superficie corpórea hasta el tricotilomanía.
La variabilidad sintomatológica en el ámbito neurótico se encuentra en la dimensión psicótica; las
descompensaciones psicóticas atribuibles a los rasgos de una personalidad con tendencia a los
trastornos alimentarios toman forma, en efecto, de la magnificación de los mismos temas básicos. Así,
 por ejemplo, si es amplificado el tema corpóreo podríamos tener delirios de fondo hipocondríaco
(migratorio) o de transformación sobre bases dismorfofóbicas; si, por ejemplo, está interesado el tema
de la comparación tendremos cuadros caracterizados por delirios persecutorios, delirios de referencia
 pero también delirios erotomaníacos; si, por ejemplo, es principalmente amplificado el lado de
diferenciación del interno, los estados de sueños con los ojos abiertos pueden transformarse en delirios
fantásticos y en formas parafrénicas.
NOTA 1 El sentido de vaguedad y de difícil enfoque de la interioridad también son advertidos en las
fases avanzadas del ciclo de vida.

NOTA 2 En el curso del período preescolar, justo con respecto de la capacidad de corresponder más o
menos a las expectativas, el juicio del padre puede ser más o menos lisonjero o absolutamente
descalificador, favoreciendo en el primer caso un itinerario de desarrollo personal orientado
activamente, en el segundo caso pasivamente.

NOTA 3 La relación entre funcionamiento moral complaciente y actitud parental con sustracción de la
afectividad es puesta en evidencia por Zhon-Waxler et al. (1979).
CAPÍTULO VIII

ESTILO DE PERSONALIDAD CON TENDENCIA A LOS TRASTORNOS DEPRESIVOS

Hoy hablar de tristeza o de melancolía no es muy común; el nuevo término, que ha encontrado
 paralelamente una amplia difusión con el desarrollo de las tecnologías de la felicidad es: depresión.
Esto ha determinado una superposición de sentido y, en el empleo común, una indistinción de la
experiencia al que los tres términos se refieren; es por tanto necesario aclarar a qué dominios de
experiencia se refieren.
Ante todo la tristeza; no podría ser definida mejor que de estas palabras de Bowlby: “La tristeza es una
reacción normal y sana a cualquier infortunio. La mayor parte de los intensos episodios de tristeza, si
no todos, son producto de la pérdida de una persona amada o bien de lugares familiares y queridos o de
 papeles sociales.” (1980, pág. 297)49 .
Luego la depresión (atimos); el término es usado por Crisóstomo en el 380 d.C. y se refiere a la
 particular condición en la que se volcaba el monje Stagirius, su protegido; en realidad, como mostraron
los autores de un ensayo de gran profundidad con el título “Saturno y la Melancolía” (Klibansky,
Panofsky y Saxl, 1983), el concepto de “depresión melancólica” entendido como enfermedad emerge
como una necesidad en el ámbito de la teología moral, en cuanto permite dar cuenta de trastornos
 psíquicos que iban padeciendo algunos monjes. Guillermo de Auvernia traza la s razones de esta
necesidad afirmando cómo particularmente los deprimidos llevando una existencia meditativa y lejana
de la “agitación mundana”, y justo a causa de esta misma vida retirada podían encontrarse con la
locura; la enfermedad mental, considerada como una ruptura respecto de la condición anterior, no podía
sino invalidar la salvación, porque si uno era piadoso antes de la enfermedad “no podía perder mérito”,
si era un pecador “su culpa ... no podría acrecentarse”. La depresión es considerada una entidad
separada con síntomas, etiología, pronóstico y terapia. Esta impostación que encuentra las raíces en las
concepciones médicas de Rufo de Éfeso anticipa en 15 siglos la noción de depresión como enfermedad
mental de base orgánica, inaugurada por Kraepelin a principios de 1900.
A una historia más antigua pertenece la Melancolía. Klibansky, Panofsky y Saxl (1983) localizan la
génesis en el sistema de los cuatro humores de la escuela de Hipócrates: la flema, la bilis amarilla, la
 bilis negra (melana en gr iego) y la sangre. En este sistema, que atravesará la Edad Media y el
Renacimiento a través de varias modificaciones, vienen a conjugarse los datos de la medicina empírica
(los humores como causas o síntomas de enfermedad) los principios de la medicina pitagórica (sistema
tetrádico, concepción de la salud como equilibrio de la combinación de los cuatro humores, enfermedad
como predominio de uno de ellos) y la física médica de Empédocles (los seres humanos, así como el
cosmos, están compuestos de tierra, aire, fuego y agua). Según esta perspectiva los humores antes que
ser considerados en términos patológicos, y por lo tanto como síntomas, son comprendidos como
 predisposiciones a enfermarse de ciertas enfermedades en lugar de otras. Por tanto el predominio de un
humor en la combinación con los demás determina cierta tendencia en la constitución normal de una
 persona. “Desde esta época en adelante (de Hipócrates c.m.), los términos “colérico”, “flemático” y
49
 pág. 256 versión española “La pérdida afectiva. Tristeza y depresión. Ediciones Paidós Ibérica. 1993
“melancólico” encerraron dos significados fundamentalmente dispares: podían denotar estados
 patológicos o aptitudes constitucionales” (pág. 16)50 . En particular, ya que las manifestaciones
 patológicas del humor melancólico se destacan de manera tan evidente, la diferenciación entre el
carácter y la enfermedad fue identificada precozmente por el humor melancólico y de manera más clara
con respecto de las otras constituciones humorales. Testimonio de esto es una monografía sobre la
melancolía que llega hasta nosotros de la antigüedad, atribuida a Aristóteles, titulada el Problema
XXX. Merece la pena detenerse sobre este escrito cuya actualidad resultará evidente a medida que
analizaremos el estilo de personalidad con tendencia a los trastornos depresivos.
Aristóteles abre su disertación presentándonos casi un abanico de manifestaciones de la constitución
melancólica; en un extremo, Heracles, con sus accesos furiosos, luego, Áyax y Belerofonte, uno que
“perdió totalmente el juicio”, el otro que “vagaba solo por la llanura del Aleo, royéndose el corazón,
esquivando la senda de los mortales”, por último, Empédocles, Platón y Sócrates y los poetas y otros
hombres famosos. ¿Cómo explicar esta variancia en el ámbito de la misma constitución melancólica?
Aristóteles introduce una analogía que indudablemente no es elegida al azar; la bilis negra, que puede
caracterizar la constitución natural de un melancólico, si prevalece con respecto de los otros humores,
es como el vino. El vino, en efecto, como el humor melancólico actúa sobre el ánimo; según la cantidad
cambia el carácter de los que lo beben hasta a hacerlos furiosos o estúpidos, locuaces o quejosos. Pero a
diferencia de la bilis negra que genera efectos que permanecen a lo largo del ciclo de una vida, el vino
hace anormal al hombre sólo temporalmente. La analogía se cierra con la explicación del mecanismo
de acción que aúna el vino al temperamento melancólico: la propiedad de generar aire; el vino hace
espuma, los melancólicos tienen las carnes y las venas hinchadas de aire y es por la generación de aire
que ellos se exceden en el deseo sexual.
Habiendo aclarado cómo una desproporción de bilis negra puede actuar sobre el ánimo Aristóteles
vuelve al argumento inicial; necesita dar cuenta de la furia, de la desesperación y la genialidad que
 pueden tomar forma como variaciones del mismo carácter. He aquí entonces el calor y el frío
mezclados en medida diferente en el humor biliar; si la bilis negra es fría, tendremos a personas “torpes
y estúpidas”, si es caliente, personas “prestos a la ira y al deseo” hasta “accesos de exaltación y
éxtasis”; si se acerca a un nivel medio “son melancólicos, pero son más racionales y menos excéntricos
y en muchos aspectos superiores a otros, ya sea en la cultura, en las artes o en la política”. Entonces la
 justa proporción de calor y frío ge nera la diferencia. Pero la excepcionalidad de un Empédocles, de un
Sócrates o de un Platón ¿de dónde se produce? La última parte del Problema es volver a dar cuenta de
esta extraordinariedad que coloca al hombre de genio entre dos excesos: el demasiado frío que produce
“abatimiento irracional” hasta el suicidio y el muy caliente que da lugar a los excesos furiosos. La
excepcionalidad consiste en saberse mantener en el propio carácter melancólico (que en cuanto
constitutivo de algunos se vuelven personas diferentes de la media) en el curso de las circunstancias de
la vida, oscilando de manera “templada” entre el calor y el frío sin caer en el furor o en la
desesperación.
Mientras la teología moral nos propone una visión de la depresión en términos de un estado patológico
casi parecido a una modificación bioquímica (que no invalida el valor de la vida anterior y que es
inderivable de ella), Aristóteles contempla a la melancolía a través de la continuidad de un carácter.
¿Qué indicaciones entonces nos sugiere el Problema XXX?
El Problema XXX distingue tres configuraciones que no han dejado de ser actuales:
1) Una reacción melancólica, que nosotros llamaremos Trastorno Depresivo Inespecífico,
característica de los temperamentos diferentes del melancólico.

50
 pág. 37 edición castellana, “Saturno y la melancolía” Alianza Editorial, Madrid, 1991
2) Una acentuación patológica de los rasgos del carácter melancólico, que nosotros llamaremos
Trastorno Depresivo Específico.
3) Una constitución melancólica normal que llamaremos Estilo de Personalidad con tendencia a
los trastornos depresivos.
Los dos primeros puede ser considerados condiciones patológicas, mientras que la tercera tiene que ver
con la formación peculiar de un carácter.
Empezaremos considerando el Trastorno Depresivo Inespecífico, donde por depresivo entendemos
una orientación negativa del humor, con tristeza marcada hasta la desesperación, enlentecimiento
cognitivo y motor, pérdida de los intereses, trastornos del sueño, etc. La clave para comprender este
tipo de reacción es dada por los estudios de psicología experimental conducidos por Seligman y col.
(Seligman y Maier, 1967) relativos a aquel comportamiento que los autores llamaron “learned
helplessness” (indefensión aprendida). Los animales utilizados fueron los perros que el
experimentador encerraba en una jaula con el suelo conectado a la corriente eléctrica y una palanca
capaz de desactivarla. A los perros se les iba suministrando corriente y después de pocas tentativas
aprendieron a empujar la palanca hasta interrumpir el suministro. En este punto el experimentador
desactivaba la palanca suministrando al mismo tiempo corriente. Los perros después de varias
tentativas, sin éxito, de utilizar la palanca, tuvieron una respuesta casi paradójica: se tumbaron sobre
el suelo aumentando la superficie de contacto con el agente nocivo y no trataron de evitar los
estímulos dolorosos aun cuando era posible; habían aprendido la impotencia de la acción. Después de
la exposición los perros manifestaron todos los aspectos del comportamiento que podríamos llamar
depresivo: enlentecimiento motor, pérdida del apetito, escasa reactividad, etc. Podríamos decir,
humanizando el experimento, que el perro se abandona a la impotencia cuando sus esfuerzos no
determinan ninguna consecuencia sobre los acontecimientos en curso, es decir, cuando alcanza el
“sentido” que no hay ninguna conexión entre su actuar y los resultados que se producen. Ya que todos
nosotros siempre tenemos la sensación, no importa lo verdadera o lo ilusoria que sea, que nuestro
actuar está conectado con cuánto ocurre, cada vez que esta relación viene a menos tenemos la
experiencia, también temporal, de este género de impotencia.
Este tipo de reacción está a la base de todos los trastornos depresivos inespecíficos. Ellos pueden ser
aparentemente promovidos por diversas situaciones relativas a diferentes dominios de la experiencia,
 pero que luego en realidad van a tocar temas básicos de la organización de la personalidad interesada.
Por ejemplo, en un estilo de personalidad con tendencia a las fobias, el trastorno puede iniciarse a
continuación de un acontecimiento inesperado, como por ejemplo un accidente de tráfico, que activa
una temática ideoafectiva conectada al control. En la fenomenología subjetiva del paciente esto se
traduce en la anticipación imaginaria de situaciones análogas (que generan miedo) como tentativa de
reconquistar la gestión del propio mundo emotivo; a la observación objetiva esto puede corresponder a
una serie de ataques de pánico o a un sentido difuso de fragilidad y debilidad personal. La quiebra de
las tentativas de reconquistar el control sobre la activación emotiva genera una reacción depresiva que
 puede asumir proporciones también graves, pero que queda estrechamente unida, en términos
explicativos, al dominio de experiencia a la que pertenece el acontecimiento que la ha suscitado.
Para un estilo de personalidad con tendencia a los trastornos alimentarios, el trastorno puede empezar
 por ejemplo por una situación de comparación a la que él es incapaz de hacer frente (por ejemplo una
 promoción laboral) o por la desconfirmación sufrida por parte de una persona particularmente
significativa. En este último caso, la impotencia en reconquistarse una definición positiva por parte de
aquella persona puede generar una reacción depresiva que amplifica los sentidos de ansiedad y vacío.
Es bastante común observar esta fenomenología en los estilos con tendencia a los trastornos
alimentarios al final de una relación afectiva importante, sobre todo si la iniciativa de la ruptura de la
relación ha sido padecida por iniciativa de la pareja.
Para un estilo de personalidad con tendencia a los trastornos obsesivos, la emergencia del trastorno se
verifica a continuación de situaciones de fuerte activación emotiva a la que se trata de hacer frente a
través de tentativas incongruentes de explicación. Esta búsqueda cada vez más incesante se traduce en
una sintomatología "cognitiva" diferente en relación a la predominancia del componente coercitivo o
evitante. En la personalidad con predominancia coercitiva, la búsqueda de la estabilidad ocurre a través
de la anticipación imaginaria de situaciones peligrosas, con la consiguiente tentativa de neutralización a
través de rituales o rumiaciones. El fracaso en el logro de cualquier forma deseada de certeza conectada
a una invasión progresivamente más grave de la sintomatología genera, en este caso, la reacción
depresiva. Si predomina el componente evitante, la búsqueda de la estabilidad personal ocurrirá por la
tentativa de explicación de la discrepancia en términos de escaso valor personal. La atribución a
aspectos intrínsecos de la personalidad podría, en este caso, plantear problemas de diferenciación con
respecto de una forma de Depresión Específica; la diferencia con respecto de esta última consiste en el
hecho que la valoración de la propia negatividad personal es realizada según parámetros canónicos de
referencia.
En los evitantes con tendencia a la depresión, la reacción depresiva, que puede volverse indistinguible
sintomatológicamente de una depresión específica, es incitada por cualquier acontecimiento que pueda
activar intensamente el sentido de inutilidad del esfuerzo; por ejemplo, los fracasos económicos,
fracasos laborales, etc. La reacción es entonces más intensa si la inutilidad del esfuerzo no depende de
un error suyo o de su incapacidad, sino de circunstancias fortuitas. En tal caso, la lucha es tan desigual
que se transforma en imposibilidad.
Mientras los Trastornos Depresivos Inespecíficos pueden ser reconducidos a fracasos reiterados para
resolver discrepancias que tienen que ver con los temas ideoafectivos sobre los que se organizan las
diferentes personalidades, el Trastorno Depresivo Específico viene a producirse como desregulación de
un estilo de personalidad peculiar. ¿Cuáles son las causas de la descompensación y cómo se configura
este estilo?
En el famoso ensayo de 1917 titulado “Duelo y Melancolía”, Freud toma dos aspectos fundamentales
 para la comprensión del Trastorno Depresivo Específico; el primero es el intenso parecido del
fenómeno del luto con la melancolía; el segundo es la hipótesis que el futuro melancólico haya
 padecido una pérdida en el curso de la infancia. La relación hipotetizada a partir de Freud entre
 pérdidas precoces y vulnerabilidad al Trastorno Depresivo Específico ha sido objeto de diversas
investigaciones longitudinales. Paradigmático fue el estudio conducido por Brown y Harris, en 1978,
sobre pacientes deprimidas en Camberwell, de las que como Bowlby subraya (1988, pág. 174)51
emergen con claridad muchas variables. Las tres primeras se refieren a situaciones intercurrentes:
1) Un acontecimiento sumamente negativo, que tiene que ver con una pérdida significativa o una
desilusión, ocurrida en el curso del año que precede al exordio.
2) La ausencia de un compañero en el que confiar.
3) Condiciones de vida crónicamente difíciles, como extremas dificultades de la vivienda y
responsabilidad para el cuidado de un cierto número de niños de edad inferior a los 14 años.
4) La cuarta se refiere al acontecimiento (histórico) de la pérdida o de la prolongada separación de
la madre antes del undécimo año de edad.
Investigaciones posteriores (Harris, Brown y Bifulco, 1986; Tennant, 1988) han demostrado cómo el
cuidado inadecuado (negligencia o indiferencia) que precede o sigue a la pérdida representa un
determinante importante de morbilidad, tanto como para duplicar, según Harris et al., los riesgos de
depresión en el curso de la adultez.

51
 pág. 173 versión castellana. “Una base segura. Paidós Ibérica. 1995
Por tanto, el impacto que el acontecimiento de pérdida o separación puede tener sobre el eventual
riesgo de morbilidad, tanto actual como futuro, depende, por un lado, de la relación de apego y por lo
tanto del sentido de sí que el niño ha sido capaz de construir y elaborar hasta ese momento, y, por
otro, de la capacidad de regulación que una figura alternativa de apego es capaz de asegurar después
de la pérdida. Parece, por lo tanto, que la disfuncionalidad del estilo parental contribuye de manera
más fundamental al desarrollo de un Trastorno Depresivo Específico que una pérdida o una
separación (Parker, 1994).
El elemento de fondo que caracteriza el estilo de apego evitante (tendencia a la depresión) reside, ya
desde las primeras fases del desarrollo, en una distancia afectiva irrecuperable que asume formas
diferentes según el nivel de hostilidad parental; éste puede oscilar entre formas extremas de rechazo
como en el maltrato, hasta la indiferencia respecto a las peticiones de cuidado. Estas modalidades
 parentales parecen promover y mantener en el niño una organización afectiva centrada sobre la
continuidad de la pérdida de la figura de apego; casi una reacción crónica de luto, como Freud entrevió,
que oscila emotivamente entre la fase de protesta y la de desesperación. La experiencia de pérdida se
vuelve pues constitutiva de la identidad personal. Es por tanto evidente que en el niño la organización
del dominio emotivo empieza a estructurarse sobre las emociones básicas de rabia y tristeza (Guidano,
1988, 1991), que se vuelven preeminentes en el curso del desarrollo y que encuentran una regulación
 precoz a través de la evitación del contacto afectivo con el cuidador.
En los años preescolares, el problema de mantener cierta proximidad con el cuidador, sin suscitar
rechazo, se soluciona con estrategias diferentes según que el padre sea abiertamente hostil o sea
indiferente y distante. En el primer caso, la evitación del contacto realizado en términos conductuales y
no muy tolerado por el padre a esta edad, el niño la reemplaza por la inhibición psicológica; es un niño
educado, aparentemente tranquilo, que busca mantener una distancia afectiva y evitar cada forma de
intercambio emotivo con el cuidador. Es un niño que no manifiesta nunca las propias necesidades, y
que esconde constantemente todas las emociones negativas; tiene que gestionarlas solo. Son los niños
que Patricia Crittenden llama Defensivos Inhibidos (A1, A2).
En el segundo caso, el niño, para elicitar la atención positiva del padre, aprende no sólo a esconder las
emociones intercurrentes, sino que disimula los afectos positivos, comportamientos brillantes o de
cuidados hasta, en los casos más extremos, a asumir las funciones paternales. Es el niño que toma la
iniciativa de estimular al padre y de interesarlo para que interaccione con él, comportándose como si
tuviera que ganarse su cariño. El merecerse el cariño de las personas significativas es un tema de fondo
que luego también caracterizará las relaciones afectivas en el curso de la adultez. Crittenden llama a
estos niños Defensivos Parentales (Cuidadores Compulsivos).
La capacidad de gestión de estas modalidades relacionales es favorecida en el niño con tendencia a la
depresión por la particular preeminencia regulativa que paulatinamente asumen las emociones
autoconscientes. Entre ellas es sobre todo la vergüenza que desarrolla una función fundamental de
estabilización del dominio afectivo, en cuanto viene provocada por la quiebra de modular
autónomamente la rabia o la tristeza relativa a situaciones de rechazo. Es necesario recordar que la
vergüenza es un estado emotivo que implica la actividad de valoración negativa global del sí, según
normas y reglas adquiridas en el curso de los procesos de socialización. La incapacidad para regular el
 propio sí en relación a aquellos estándares internalizados genera un proceso atributivo interno que
 produce precisamente la vergüenza.
Por lo que respecta a los patrones de cuidado parental que pueden favorecer el desarrollo de una
 personalidad con tendencia a la depresión podemos distinguir varias modalidades:
1) La más extrema tiene que ver con el abuso y/o el descuido respecto al niño. A menudo estos
 padres tienen historias de maltrato padecidas por parte de sus propios padres, otras veces son
situaciones de alcoholismo crónico que llevan al abuso.
2) Otra modalidad que facilita el desarrollo de una personalidad con tendencia a la depresión es la
actitud de escarnio y desdén que el padre muestra de modo consistente ante peticiones de ayuda
que el niño expresa en el curso de situaciones difíciles (Bretherton, 1985).
3) Una modalidad particular de vinculo es aquella que Parker (1983) llama “control anafectivo”
(affectionless control); con esta definición él indicó un estilo caracterizado al mismo tiempo de
un cuidado insuficiente y de hipercontrol parental. Esto se traduce por parte del padre en una
solicitud de obligaciones que superan la capacidad del niño, sin proporcionar el soporte afectivo
necesario para tolerar la responsabilidad.
4) La no disponibilidad psicológica del padre por largos períodos de tiempo, como por ejemplo en
el curso de episodios depresivos de cierta duración, cuyo efecto es para el niño equivalente a
largas y recurrentes separaciones. Además, los niños de padres deprimidos son expuestos a un
contexto de crecimiento sumamente desviados con respecto a los niños criados por padres sin
trastornos del humor (Cummings y Cicchetti, 1990).
Es evidente que en relación a estos patrones de apego el niño en el curso de los años escolares irá
estabilizando gradualmente el sentido de “autosuficiencia compulsiva”, en paralelo con la expectativa
de no fiabilidad de los otros significativos. El desarrollo cada vez más articulado de los recursos
cognitivos determinará, por otro lado, una gestión más fina de la activación y la regulación emotiva,
 permitiendo minimizar cualquier manifestación de expresión emocional negativa. Varios estudios
enfatizan esta "confianza compulsiva en sí mismos", que se acompaña a la desactivación afectiva
respecto al cuidador. Por ejemplo, Berlin, Cassidy y Belsky, (1995) suministrando un cuestionario
dirigido a explorar el sentido de soledad en 64 niños entre los 5 y los 7 años, han puesto en evidencia
como aquellos clasificados como inseguro-evitantes a los 12 meses, fueron menos propensos a
reconocer un sentido de soledad en el curso de los años preescolares. Esto sugiere una correlación, que
se vuelve aún más clara en el curso de la adolescencia, entre la experiencia de rechazo precoz y el
desarrollo siguiente de un "personaje" que no tiene confianza en los otros sino que sólo cuenta consigo
mismo.
Impresiona, en el curso de la reconstrucción de estos años en terapia, más que la tendencia a minimizar
la experiencia de soledad, la actitud disculpante y a menudo protectora respecto a los padres que a
menudo se acompaña de una actitud autoacusatoria; pero esto adquiere un sentido, si se entiende que
 para mantener la proximidad con el cuidador el niño, ya desde las primeras fases del apego, se siente
responsable de la regulación de los propios estados emocionales negativos. En efecto, organiza la
conducta individual sobre la expectativa de no aceptación por parte del cuidador, de afectos negativos y
de eventuales peticiones de cuidado; para el niño, el rechazo parental es la normalidad. La estabilidad
de la actitud parental, ya desde las primeras fases de desarrollo, provoca “crónicamente” en el niño los
afectos relativos a la pérdida. Bajo este punto de vista, la rabia y la tristeza constituyen las emociones
que se resaltan en la dinámica de reciprocidad de manera consistente y recursiva, estructurando, por un
lado, el acceso al cuidador y, al mismo tiempo, la propia mismidad. Es evidente que los
acontecimientos emotivos (ipseidad), ligados a los acontecimientos contingentes sólo adquieren una
significatividad si se asimilan al sentido de permanencia de sí centrado sobre un tema de pérdida y
sobre los afectos a él conectado. De tal manera, la multiplicidad del acontecer es reconducido a la
estabilidad de la mismidad. Por tanto, la regulación de la intensidad de aquellos afectos (que
constituyen la mismidad) en el curso de la praxis de la vida se convierte en el modo “normal” para
regular la propia continuidad; en tal sentido deben ser comprendidas tanto las distintas actividades
diversivas como la hipermotricidad o la masturbación (cuyo descubrimiento esta ligada a los primeros
años de la niñez (5-8 años), como la afinación de estrategias defensivas, dirigida a prevenir situaciones
que podrían provocar experiencias de rechazo así como la exclusión selectiva de la elaboración
consciente de acontecimientos relativos a comportamientos rechazantes por parte de los padres
(desconexión cognitiva), (Bowlby, 1980; Guidano, 1991).
En la segunda fase de la niñez (9-11 años), cuando el niño lleva a cabo la integración de un sentido
unitario de sí y del otro, la vergüenza asume una nueva función regulativa (Griffin, 1995; Ferguson y
Stagge, 1995). (cfr. nota 1). En efecto, generalmente los niños de esta edad están capacitados para
coordinar e integrar estados emocionales referidos a sí mismo con aquellos dirigidos hacia los otros.
“Por ejemplo, el componente referido a sí mismo del orgullo hace referencia a la alegría por el logro de
un cierto dominio conectado a un determinada habilidad, pero al mismo tiempo con un sentimiento que
implica a un otro significativo, o sea con la felicidad porque aquel resultado es (será o podría ser)
apreciado por otros” (Harter, 1999, pág. 101). Por tanto, al vergüenza, entendida al mismo tiempo
como percepción de negatividad personal y como sentido de no percibirse querido por parte de los
otros, se convierte en un rasgo emotivo que estabiliza ulteriormente la experiencia de soledad. Es
evidente que la intensidad de esta emoción autoevaluativa será mucho más marcada, cuánto más
 profundas e incontrolables sean las experiencias emotivas relativas al rechazo.
¿Qué relación transcurre en el curso de la niñez y la adolescencia entre la organización del dominio
emotivo y su reconfiguración narrativa?
Con la entrada en la “edad de la razón” empieza a emerger una disonancia que se vuelve cada vez más
consciente en el curso de la niñez; por un lado, la activación a menudo repentina e inexplicable de la
tristeza o la rabia conexa a situaciones de rechazo y advertida como un inesperado cambio del mundo
interior y la realidad; por otro lado, la reconfiguración entre sí y sí mismo de aquel sentir incontrolable,
cuyas tonalidades no pueden ser comunicadas a otros y que otros no pueden aliviar; reconfiguración
que implica un sentido de insuficiencia, y una incapacidad “ontológica”, que sólo más tarde será
articulada dentro de un sentido global de negatividad personal. El personaje que va paulatinamente
tomado forma tiene un sentido de sí fuertemente contradictorio. Éste es a menudo la conciencia
 parcelaria de ser un niño diferente de los otros y eso es atribuido a una negatividad intrínseca (relativa
al dominio emotivo); pero éste es al mismo tiempo un empeño cognitivo constante para la gestión del
mundo emocional, cuya eficacia produce un sentido de positividad personal; así la competencia
cognitiva ya desde esta edad se convierte en el medio preferencial para hacer frente al propio sentido de
negatividad, pero también a las situaciones adversas de la vida. Guidano (comunicación personal) quiso
hablar a este propósito del tema del esfuerzo. “El hecho que el esfuerzo produce resultados y logra
 poner en orden cierta situación es un aspecto importante para su sentido de competencia. El tema del
esfuerzo ya desde pequeños es casi como un papel tornasol sobre el que el evitante con tendencia a la
depresión mantiene el equilibrio cotidiano; basta que, también en una situación banal, un esfuerzo en
curso no tenga el resultado deseado para que haya un vuelco inmediato de un sentido de competencia a
un sentido de inutilidad” (Seminarios).
La capacidad de regulación del dominio emotivo está claramente relacionada con la profundidad del
rechazo y el tipo de vínculo que se ha ido estructurando en el curso de los años preescolares, pudiendo
oscilar de situaciones extremas, en las que el niño pasa de una condición de separación emotiva a
estallidos repentinos de rabia, hasta situaciones de gestión solitaria de la propia tristeza y acritud
combinadas en un esfuerzo silencioso para mejorarse. En un extremo, niños ingobernables con
 problemas sociales relevantes que manifiestan ya desde los primeros años escolares dificultades de
convivencia y comunicación con los coetáneos; en el otro extremo, niños solitarios, con una actitud
intransigente hacia sí mismos, donde el esfuerzo pasa por la mejoría de la competencia cognitiva.
Después de los primeros años escolares, y gracias también al desarrollo de las capacidades cognitivas,
la Identidad Narrativa encuentra en general una mayor estabilidad. Ella está conectada con las
modificaciones de conciencia características de la niñez tardía (9-11), que permiten tanto la toma de
distancia reflexiva de las situaciones y de las emociones relativas al rechazo o a la pérdida, como la
coordinación de diferentes aspectos de sí en un sentido unitario. Esto significa que alteraciones
incontrolables del sentido de sí emergentes en diversos dominios de la experiencia son estabilizadas a
través de la generación de categorías de atribución causal interna, (por ejemplo, sentido de no
amabilidad, insuficiencia personal, inadecuación, etc.); tales categorías permiten dar sentido a
diferentes acontecimientos y por lo tanto facilitan la construcción de una imagen integrada, cuya
negatividad varía en función de la capacidad de modular la activación emotiva. Además, la
estabilización de la imagen de sí se acompaña de una gestión más eficiente de las situaciones
interpersonales y contribuye a reducir los riesgos de rechazo por parte de personas significativas. Ya
que las emociones conexas al rechazo o a la pérdida (mismidad) anclan “en el interior” la constitución
del personaje y sus modificaciones, es evidente que la estabilidad de la Identidad Personal empieza a
construirse como articulación, y por lo tanto regulación, de aquel tema básico (rechazo, pérdida o
indiferencia) y de las emociones a él conectado.
Con la entrada en la adolescencia, va tomando forma paulatinamente una reorganización que encuentra
su principal fuente en la emergencia de la capacidad reflexiva del yo sobre sí. Si con la abstracción
concreta el niño con tendencia a la depresión llegaba a regular los propios estados internos a través de
la construcción de una imagen más o menos negativa de sí, la emergencia del pensamiento abstracto
empuja al adolescente a reflexionar sobre aquella imagen y a reorganizarla según los valores que
 permiten integrar el propio sentirse vivir en una identidad narrativa articulada según un proyecto de
futuro. Esta transformación genera una serie de consecuencias que inciden intensamente sobre la
estabilidad personal, tanto que, más que en cualquier otro estilo de personalidad para el evitante con
tendencia a la depresión vale la espléndida frase de Levinas: “La identidad no es una relación
inofensiva consigo mismo, sino un estar condenado a sí mismo; [...] hay que ocuparse de sí mismo
(1947, pág. 28)52 .
El efecto más importante producido por la conciencia de la propia inadecuación y de intrínseca no
amabilidad es la agudización del cuidado o de la destrucción de sí, en cuánto se vuelve claro, de
manera estable, que la responsabilidad o la culpa de la propia insuficiencia es imputable a sí mismo. La
atribución causal interna orienta los esfuerzos reorganizativos: el sentirse más o menos a la altura, el
ser más o menos aprobados, el ganarse la idoneidad afectiva dependen del empeño empleado en
corregir aquella negatividad “ontológica”. El mayor o menor éxito de los esfuerzos dirigidos a cambiar
aquellos aspectos internos negativos puede producir vuelcos, a veces inesperados, del sentido de sí,
 pudiendo oscilar de la percepción de encarnar un suerte de “elección”, si los esfuerzos tienen éxito y de
“condena”, si fracasan (Guidano, 1989, 1991); en algunos casos, la magnificación de un sentido estable
de quiebra puede producir los cuadros clásicos delirantes de culpa, ruina, miseria e indignidad. En
cambio si en el curso de las fases anteriores de su historia, el adolescente no ha desarrollado la
capacidad de articulación del propio dominio emocional, como para poder regular la intensidad de los
afectos provocadores del rechazo o de la pérdida a través de la atribución a sí, entonces no tiene otra
 posibilidad que atribuir al exterior los propios estados internos. Se podrá presentar cuadros delirantes
de fondo persecutorio (Guidano, 1988, 1991; Arciero y Guidano, 2000), toxicomanías con una
tendencia progresiva hacia el aniquilamiento y trastornos de la conducta.
¡Es evidente que la clave de la resolución juvenil es la atribución interna! Efectivamente, sólo a través
de la referencia a sí el evitante con tendencia a la depresión se apodera de aspectos negativos de su ser
(espacio de la experiencia) y por esto puede generar un proyecto de superación de su intrínseca
inaceptabilidad o un consentimiento de ella (horizonte de la expectativa). En el primer caso, la vida
 puede transformarse en revuelta, como grita la voz de Camus: “mi esfuerzo consiste en llevar esa
 presencia de mí mismo hasta el fin, en mantener frente a todos los rostros de mi vida, aun al precio de
52
Pág. 93 y 94 versión castellana “El tiempo y el otro”. Paidós Ibérica. 1993
la soledad, que sé ahora tan difícil de soportar. No ceder; en eso consiste todo. No consentir, no
traicionar. A ello contribuye toda mi violencia, y al punto que me lleve, mi amor me alcanza y, con él,
la furiosa pasión de vivir que da sentido a mis días” (1992, pág. 55)53 . En el segundo, la vida puede
volcarse en la resignación, como canta el gran poeta portugués: “Considero la vida como una posada en
la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque
no sé nada. Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella;
 podría considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros” (Pessoa, 1988, pág.
229)54 . En tal sentido, las temáticas de rechazo, de indiferencia o de pérdida constituyen las matrices de
sentido que, mientras anclan la comprensión de sí, generan las estrategias de compromiso con respecto
al mundo y a los otros.
Una característica común de los adolescentes con tendencia a la depresión es la sobresaliente
autonomía. En realidad, este absoluto repliegue sobre sí, otro rostro de la atribución interna, disimula
un sentido amargo de soledad que casi corresponde a “un exceso de interioridad”. Desde esta
 perspectiva es más fácil comprender como, tanto el sentido de inayudabilidad como la firme actitud
autoacusatoria (self-blaming) sean una forma de aumento de la rigidez de aquella actitud de cierre
sobre de sí que todavía puede alejar mas a los adolescentes con tendencia a la depresión de las
relaciones humanas. Para ellos vale eso que dice Pessoa: “La experiencia de la vida nada enseña, lo
mismo que la historia nada informa. La verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la
realidad y aumentar el análisis de ese contacto” (Pessoa, pág. 100, 1988)55 . A la consolidación de tal
sentimiento, que tiene una tonalidad diferente con respecto a la soledad “fisiológica” adolescente,
contribuyen la falta de una contraparte parental con la que negociar la transformación en curso y la
dificultad de construir relaciones íntimas con los coetáneos.
La intensa focalización interna también se refleja en la construcción de un estilo cognitivo centrado
sobre la permanencia del sentido de pérdida que se convierte en la clave para la comprensión del
mundo y los otros. Justamente Guidano observa: “La continua reproducción de la experiencia de
 pérdida... aparece como una verdadera estrategia cognoscitiva, autónoma y creativa cuya capacidad de
engendrar novedad se basa justo en la construcción activa de un sentido de inaccesibilidad a la
realidad”. (1988, pág. 156). Mientras se va a la búsqueda de aquellos aspectos más consistentes de la
realidad, perceptivamente se manifiesta una actitud más desarrollada para coger de esa realidad los
aspectos huidizos e incompletos. Esta tendencia perceptiva corresponde a un direccionamiento de los
recursos cognitivos hacia la construcción de invariantes cognoscitivos, de realidades permanentes, de
características duraderas a través de las que afrontar un fluir de la vida inconsistente, evanescente,
fatuo o bien absurdo, ridículo, inútil. La obra de Rilke habla de esta búsqueda.
En una breve nota con el título “Caducidad”, Freud cuenta de un paseo veraniego en los paisajes
dolomíticos junto a un joven y ya famoso poeta, que algunos han querido identificar en Rilke, y de un
amigo suyo. A pesar de la gran belleza de aquella naturaleza y el hechizo de aquellos panoramas, el
 poeta no se alegra: coge sólo la caducidad de todo. Freud se afana en demostrarle al “poeta pesimista” a
través de distintas argumentaciones, que el valor de aquella belleza no es menospreciada por la
 perfección temporal: ¡pero inútilmente! Más tarde, deteniéndose a reflexionar comprende que un fuerte
factor afectivo turbaba las visiones del poeta; es el luto. “La idea que toda aquella belleza fuera efímera
hizo presentir a aquellas dos almas sensibles el luto por su fin” (pág. 174, vol. 8). (cfr. nota 2)
Efectivamente, la inconsistencia de la vida humana es el tema que implica el recorrido que lleva Rilke
de las Elegías de Duino, hasta los Sonetos a Orfeo. Una senda que conduce al canto como lugar estable

53
 pág. 47 versión castellana “Carnets, 1” Alianza editorial. 1985
54
Página 30 versión española. “Libro del desasosiego”. Editorial Seix Barral S.A. Año 1993.
55
Página 283 obra citada
de la existencia, como templo del oído en la que la caducidad se convierte en huella y testimonio. De la
muerte y de la destrucción brota el canto de Orfeo: (Canto XXVI, parte I).
Al fin te destruyeron en su sed de venganza
y en las fieras tu son y en las peñas quedó
y en las aves y árboles. Suena allí todavía.

¡Oh tú, el dios perdido! ¡Oh tú, huella sin fin!


Tan sólo porque el odio te hirió y te repartió,
Ahora oímos, bocas de la Naturaleza.56

Con la adolescencia se presenta un tema que pareció haberse modulado en el curso de la niñez: ¡la
relación con el otro!

Como hemos visto, ya desde la infancia la relación con el padre que es paradigmática de la relación con
el otro, se caracteriza de modo consistente por la falta de cuidados. La figura de apego no sólo no
funciona de “base segura”, sino en algunos casos suscita aquellos trastornos emotivos que cambian las
valencias del sí y de la realidad. En el curso de la niñez, gracias a las posibilidades de regulación
conectada al desarrollo afectivo y cognitivo, se estabiliza y se afina cada vez más una organización de
vida que refleja en el sentir y en el actuar la separación emotiva de los otros. En este modo de vivir
encuentra anclaje la reconfiguración narrativa de la propia identidad, la reordenación de los propios
recuerdos y la anticipación de los propios proyectos; quién uno es y quiénes son los otros. Se descubre
así -en los inicios de la adolescencia- personajes de una historia, fuertemente marcada por la evitación
de los vínculos afectivos; en el sustentar la propia continuidad personal, el otro es tenido a distancia,
mantenido en una posición de no condivisión, de no intimidad.
Este espacio fuerte entre sí y el otro genera un estilo relacional particular, tanto que la relación con el
otro sólo puede organizarse si al mismo tiempo el sentido de permanencia de sí, estructurado sobre la
rabia y/o sobre la tristeza (conectadas a los temas de rechazo, pérdida, indiferencia) es mantenido
dentro de un umbral de intensidad modulable. Por tanto, si por un lado podemos decir que cuanto más
intenso e inarticulado sea el sentido de soledad, mucho más problemática será la relación con el otro,
tenemos también que subrayar que es la misma relación sentimental, una vez estructurada, la que debe
asegurar una fuente “regulada” de soledad modulando la activación de los temas ideoafectivos. Eso
explica la dificultad de los estilos con tendencia a la depresión para la implicación en una relación
afectiva; implicación íntima significa, en efecto, incontrolabilidad de la pérdida. Del resto, para quién
en el curso de las fases anteriores del desarrollo ha confiado sólo sobre sí, vincularse puede
corresponder a percibirse en manos del otro; a través del vínculo el otro adquiere el poder de incitar
aquellas emociones -conectadas a los temas de pérdida- que para un evitante con tendencia a la
depresión pueden hacer insoportable la vida misma (cfr. nota 3). Una serie de observaciones subrayan
la dificultad que el evitante con tendencia a la depresión tiene en confiar en el otro; de la desconfianza
también hacia el mejor amigo (Fraley y Davis, 1997), al incremento del enfoque sobre sí en las
situaciones críticas, hasta el retraerse afectivamente cuando la pareja necesitaba consuelo y apoyo
(Fraley, Davis y Shaver, 1998).
Con la adolescencia, pues, en un momento en que la alteridad asume nuevas valencias, al mismo
tiempo emerge el gran problema del evitante con tendencia a la depresión que puede convertirse para
algunos en el problema de una vida; la búsqueda de una relación afectiva estable sin haber aprendido,
en el curso de las anteriores fases del desarrollo, a compartir la propia intimidad con el otro. El
56
Pág. 164-165 de la edición castellana de Eustaquio Barjau: Elegías de Duino. Los Sonetos a Orfeo. Editorial Cátedra 1998.
adolescente puede declinar este problema generando diferentes conductas con las parejas eventuales;
del joven torpe, paralizado por la vergüenza, que se asombra de poder ser objeto de interés amoroso por
 parte del otro, a aquel/la expansivo hasta la promiscuidad que regula su sentirse solo, a través del
contacto sexual. Pero este problema se manifiesta con particular evidencia en las modalidades de
construcción, mantenimiento y ruptura de los vínculos sentimentales que, en esta edad, empiezan a
aparecer sobre la escena.
Ante todo el debut sentimental; la actitud inicial respecto a un encuentro afectivo es la de no reconocer
la significatividad, negando o minimizando la importancia, y desconociendo al mismo tiempo el grado
 personal de implicación emotiva. Por tanto, un vínculo afectivo que va formándose concretamente
 puede ser explicado como transitorio y vivido como temporal; eso permite reducir el sentido de riesgo
conectado a la incontrolabilidad de la pérdida o el rechazo. Es por esto que la elección de la pareja está
orientada según el principio por el cual es necesario no tener que depender o confiar nunca en el otro,
más de lo que se tenga que confiar en sí mismo.
A medida que la relación va estabilizándose y que la unión ya no puede ser desconocida, cambian las
estrategias dirigidas a reducir los peligros relativos a la implicación. Sobre todo si el otro es entendido
ónticamente, tanto de no ser considerado y estimado como una individualidad distinguida, se reconoce
como confiable sólo si es capaz de adherirse completamente a la propia visión del mundo; la puesta a
 prueba continua con respecto a aquella adhesión permite la continua monitorización de la fiabilidad de
la pareja. La estrategia de la puesta a prueba puede asumir, en las personalidades con tendencia a la
depresión más rígidas, formas extremas; por ejemplo, se puede proyectar una imagen de sí
exageradamente negativa dirigida a desanimar a la pareja, pero con el fin real de probar la adhesión al
 propio modo de vivir y por lo tanto la fiabilidad: es evidente que el examen es superado si la pareja
acepta aquella imagen sin intentar modificarla. El absoluto consentimiento sobre el propio modo de ser
da al evitante con tendencia a la depresión el sentido de que el otro ha realizado una elección de
exclusividad y unicidad en sus confrontaciones, renunciando por el/ella al mundo en el que vivía.
Esta estrategia, (cfr. nota 4) que caracteriza también la fase del mantenimiento de la relación deriva de
la actitud de fondo de esta personalidad, orientada a anticipar y a coger del otro y del mundo lo efímero
y lo inconsistente; ésta representa la tentativa de prevención y gestión de los temas de pérdida
inevitablemente activados por la relación con el otro. Por tanto, la estabilidad de la unión, a menudo, se
construye sobre la reconfirmación de la condivisión total del propio mundo, mientras se es
continuamente propenso a coger del otro la no fiabilidad. Tal modalidad relacional puesta en acción
 para evitar la pérdida, más que cualquier otra genera separación: es interesante detenerse brevemente
sobre la fenomenología que caracterizará las relaciones más agitadas. En efecto, la comprensión del
otro a través de las lentes de la pérdida y/o del rechazo produce la activación más o menos intensa de
un sentido de soledad y de la rabia y/o de la tristeza que le acompañan. Mientras a la tristeza puede
seguir una actitud de retirada y un sentido de ineluctabilidad de la propia suerte, la rabia configura una
 protesta respecto a la pareja, que puede volverse a veces violenta. A estos estallidos de cólera
incontrolables casi siempre va seguido de un profundo sentido de vergüenza, que induce a actitudes de
cuidados compulsivos y autodenigraciones más o menos explícitas. Generalmente la necesidad de la
exclusividad, en la edad adulta, también permanece respecto a los hijos. Si consideramos una pareja en
la que uno de los dos tiene una personalidad con tendencia a la depresión bastante rígida, para que la
relación sea estable, los hijos tienen que ser excluidos de la vida diádica (en el sentido que no tienen
que interferir nunca en la vida de la pareja). Es evidente que una actitud parental de tal género lleva los
hijos a estructurar un sentido constante de separación, de no participación y a veces de peso respecto a
las figuras de apego.
¡Es imaginable que el fin de una relación afectiva, activando de manera intensa las emociones relativas
a la pérdida, produce importantes trastornos de la estabilidad personal!
La ruptura de una relación sentimental, sin duda, tiene que considerarse entre las principales causas de
descompensación; eso quizás es explicable por aquella singular característica que tienen los evitantes
con tendencia a la depresión de percibir la separación como abandono, como iniciativa tomada por el
otro, aunque a menudo la promueven y de hecho la llevan a cabo. Estas, generalmente, tiene dos fases
 principales:
1) Una primera fase caracterizada por una amplificación de la rabia que puede llegar al furor. Es claro
que la intensidad de la activación del tema de pérdida depende de los modos en los que ocurre la
ruptura: una ruptura que se consuma de modo inesperado, como por ejemplo el descubrimiento de un
engaño, o de una traición, desmantelando bruscamente una historia compartida (sentido recíproco de
exclusividad y unicidad), la Identidad Narrativa estructurada hasta aquel momento y con ella la imagen
del otro, provocará una activación muy intensa de los temas ideoafectivos. En las situaciones más
graves, la rabia que se alterna casi en desesperación e incontenible e incontrolable, tanto como para
generar conductas extremas; ellos pueden transformarse en verdugos, espías, puede realizar actos
violentos sobre las cosas y sobre la pareja, teniendo imaginarios de destrucción y perpetrarlos. Con el
cumplimiento del ritual efectivo de la separación, que culmina en la división de los bienes comunes y
en la elección de una nueva morada, el otro es borrado; con la anulación del otro, la rabia pasa a un
segundo plano y la desesperación se vuelve preeminente. Ella se alterna casi en autodenigración que, si
es excesivamente intensa, pueden generar conductas autodestructivas.
2) Generalmente esta segunda fase caracterizada por la tristeza profunda, que puede llegar a veces a
estados de estupor o estabilizarse en situaciones psicopatológicas declaradas, debería permitir un volver
a centrarse sobre sí y una relectura de la historia, según la clave de la atribución interna; sólo de este
modo se vuelve posible elaborar la separación del otro. En realidad, la elaboración del luto es
obstaculizada justo por la modalidad peculiar de operar la separación; romper la relación para el
evitante con tendencia a la depresión equivale a borrar la identidad del otro y, por lo tanto, a truncar de
modo irreversible cada posible contacto tanto directo como indirecto con el otro. Impedirse la
 posibilidad de tener contactos con el otro ralentiza muchísimo la articulación del fin, en cuanto no
 permite desvincular al otro de la propia historia y, por lo tanto, de la organización del propio dominio
emotivo. Esto puede dar lugar a una patología del luto que puede declinarse a lo largo de un lado
activo, como en las situaciones de luto retardado (delayed grief) o según una actitud pasiva, como en
las formas de luto bloqueado (chronic grief). En el primer caso, la separación puede provocar picos
agudos de desesperación que generalmente quedan desterrados temporalmente, sin invalidar la calidad
de vida, que sigue desarrollándose más o menos regularmente. Después de los primeros 2-3 meses del
fin de la relación, aparentemente, se tiene una recuperación brillante con una reorganización de la vida
social, con una buena tonalidad del humor con un sentido positivo de proponibilidad personal. Después
de un tiempo, que va de unos meses a algún año, en la que la vida parece fluir a niveles equiparables, si
no mejores, de la condición anterior a la separación, por una nimiedad que activa el sentido de pérdida
 puede reavivarse el luto con todos los contenidos que conciernen a la anterior relación. Uno de mis
 pacientes, después de haber superado el final, ocur rido ocho meses antes, de una relación que duró diez
años me refiere la circunstancia que ha apuntado en su diario, que ha promovido la reanudación del
 proceso de luto: “he vuelto a casa y el teléfono estaba desconectado; me habría matado por aquel
maldito teléfono desconectado. Sin un por qué me siento como en junio, inmerso en un fondo sin
esperanza. Es como si las fuerzas se hubieran derrumbado. Me siento sin mundo...”.
En el caso del luto bloqueado, el proceso se para en la fase de la aceptación de la pérdida que por tanto
no puede ser elaborada. En la experiencia subjetiva eso corresponde a una rememoración continua del
otro y de las fases de la historia pasada, acompañado por sentimientos de culpa, autodenigración,
retirada social, preocupación por la persona de la que nos hemos separados; este estado psicopatológico
 puede prolongarse por años, también pudiendo generar en un deterioro completo de las condiciones de
vida. Es evidente que la propia identidad, en este caso, continua siendo regulada por la identidad
imaginada del otro.
Un cuento de Guy de Maupassant titulado “El Señor Parent”57   nos narra de un hombre que de este
modo ha naufragado. El cuento está dividido en dos partes. La primera describe detalladamente las
circunstancias en la que se produce el cambio, la segunda describe las consecuencias de aquellos
acontecimientos de la Identidad Narrativa de Parent, a lo largo de un lapso de unos veinte años. La
historia se abre con la imagen de un padre, el Sr. Parent, que extático observa a su pequeño mientras
 juega en una tarde de verano en el parque. Se está haciendo tarde, los dos se encaminan rápidos hacia
casa. Llegan a casa, los acoge, ácida, Julia, la vieja criada, que no esconde su hostilidad hacia su mujer
que aún no ha regresado. Él está molesto, irritado, indudablemente a disgusto; llega a su habitación.
“Acostumbrado a verse despreciado y maltratado, no se defendía, y nada más se juzgaba seguro bajo la
 protección de un encierro58 ”. Empieza a reflexionar sobre el comportamiento de Julia, sobre su
hostilidad y descaro hacia la mujer Henriette y hacia un viejo amigo suyo, Limousin; tiene el sentido de
un peligro inminente. Por suerte allí esta Jorgito, su hijo. Descubrimos a Parent en la sala, juega con el
hijo pequeño cuando Julia con actitud polémica hace notar que la señora, faltando a sus deberes de
madre, no ha regresado aún. Parent se pone rígido e intima a Julia que hable de ese modo de su
“señora”. Julia, la vieja criada que lo ha visto nacer y había cerrado los ojos a su madre, sale atónita.
Sentimos la tensión crecer. Después de un momento regresa, la cara está tensa, fría, lista para el ataque.
Las palabras llegan como balas: todos saben en el barrio que su amigo Limousin es el amante de la
mujer; Henriette sólo se ha casado por interés; el pequeño, el tan querido Jorgito, no es su hijo. Parent
trata de detenerla, balbuceando algo; luego, lívido y furioso, arremete contra ella y la empuja hasta la
habitación próxima. Ella cae sobre la mesa puesta, se alza y, mientras se encamina hacia la cocina,
continúa escupiendo veneno. Él por un instante la sigue y, sobre los umbrales de la habitación de ella,
le manda abandonar enseguida la casa. Parent, exhausto, vuelve hacia la sala, donde se deja caer sobre
una silla. “No comprendía nada, no sabía nada; sentíase aturdido, embrutecido, loco, lo mismo que si
acabara de recibir sobre la cabeza un tremendo golpe59 ”. Empieza a restablecerse, y paulatinamente
 pequeños hechos, una miríada de detalles sobre Henriette y Limousin agolpan su mente; quería
reconstruir todos aquellos 5 años de matrimonio.
Mientras tanto Jorgito dejado solo llora; Parent lo coge en brazos y lo colma de besos.... luego,
mientras se asoma la duda que el pequeño podría ser hijo de Limousin, se adueña de él un hielo del
ánimo y extraviado capta en el rostro del niño extraños parecidos, habla en voz alta de las diferencias y
de los rasgos parecidos de sus caras, pone al hijo frente al espejo para confrontar la nariz, los ojos, la
mirada y.... desesperado se entrega al llanto. Suena el timbre y es como si le hubiese atravesado una
 bala; en un instante de la desesperación más profunda oscila hacia un estado de mudo furor, dispuesto
al disimulo y a la lucha. El timbre suena de nuevo; él se acerca a la puerta, duda temeroso, abre; la
mujer con Limousin, irritada empieza a provocarlo. Él con actitud sumisa le explica lo de la criada, le
señala las cosas desagradables dichas sobre ella todavía provocando más la insolencia de Henriette;
después de discutir sobre la criada, sobre la cena, sobre el niño, siempre implicada de un aire
desafiador, Henriette, con desprecio, llega una vez más al insulto. Parent tembloroso controla la cólera.
Se sienta a la mesa con Jorgito para dar de comer al hijo y, poco a poco, mientras todavía retumban en
su cabeza las palabras de Julia “es su padre”, levanta los ojos sobre el amigo que quizás era el padre de
su hijo. Una ola de aguda desesperación lo arrolla. “Tuvo tentaciones de coger un cuchillo y clavárselo
en el vientre. Esto le tranquilizaría, le salvaría, sería el fin de todo”. Mientras tanto Henriette invita a

57
Existe una versión castellana “El Señor Parent”. Editorial del Cotal. 1982
58
 pág. 10 versión castellana obra citada.
59
Pág. 20 versión castellana obra citada
Limousin a cenar, y mientras ellos comen con apetito, Parent mirándolos cultiva una sospecha que se
vuelve cada vez más ardiente; decide sorprenderlos aquella misma noche. Improvisadamente comunica
a los dos de que debe salir para buscar a una nueva criada. Henriette y Limousin se quedan solos, y
empiezan a discutir sobre el comportamiento provocador y descarado de ella, y sobre la necesidad de
disimular una conducta más condescendiente hacia Parent. Al fin de una breve disputa, ella, después de
haber injuriado con desprecio al hombre que desposándola la había comprado, acerca su boca a la de
Limousin y se besan. Parent, que había regresado a pies puntilla, los miraba lívido de cólera. Ciego de
rabia se arroja sobre Limousin con el deseo de matarlo; Henriette lo agarra por el cuello y le hunde las
uñas en la carne; el furor de Parent acaba en “un ahogo prolongado”, en un balbuceo apagado: “¡Fuera
de aquí!... Los dos... Inmediatamente... ¡Fuera de aquí!” Henriette, viendo que estaba acabada, con
rabia venenosa reclama al niño y, desherrando el último ataque, declara a Parent que el crío es hijo de
Limousin. El hombre como aturdido, corre hacia la habitación, coge al hijo envuelto entre las mantas,
lo arroja en los brazos de la madre y la empuja fuera de casa. Cerró la puerta y “cayó desplomado en el
suelo”
La segunda parte del cuento se abre con una imagen que se despliega en el tiempo y que rompe con la
microscópica sucesión de acontecimientos de la primera parte; lacónicamente Maupassant en una frase
nos dice de toda una vida: “Parent vivía solo, enteramente solo”.
Su soledad comienza con el recuerdo vívido del niño, los gestos, la ternura, los juegos, las costumbres,
la dulzura. Volvía luego la duda sobre la paternidad y la sospecha que la mujer le hubiera sustraído el
hijo para castigarlo de haberla sorprendido. Los recuerdos y los pensamientos lo atormentaban y se
volvieron más amargos en la casa vacía, después del ocaso, cuando “un torrente de amarguras
anegaban y enloquecían su corazón con los últimos reflejos de la tarde” se apoderó de su ser sin dejarle
escapar. Para no permanecer solo empezó a frecuentar la cervecería, junto a otras silenciosas soledades,
a la búsqueda de un entumecimiento del espíritu. “Allí vivía.” Allí iba pronto, por la mañana, allí
consumía las comidas, era el último en marcharse. Rompió toda relación con quien pudiera recordarle
la anterior vida; ya que también la casa se convirtió en un lugar que lo recondujo a eso que había sido,
tomó una habitación en un hotel; la soledad era diferente en un lugar anónimo. Así pasaron cinco años,
espaciado por algún encuentro sexual pagado.
Un día, los vió: Henriette, Limousin y Jorgito que paseaban; por un instante tuvo dificultad para
reconocerlos, luego el corazón le latía con violencia. Los siguió un poco, luego los superó, volvió atrás
 para mirar al chico y fue tomado por un deseo loco de apretarlo contra sí; lo rozó y Jorgito lo miró
despreciativamente. Parent, como traspasado por el desprecio de aquellos ojos huye hacia la cervecería,
dónde se dejó ir abrumado sobre una silla. “Aquella noche, bebió tres ajenjos”.
Por cuatro meses bebió la amargura de aquel encuentro; la mirada desdeñosa de Jorgito mató el
recuerdo de su pequeño, sus caricias, sus besos. Luego su espíritu se calmó de nuevo y los años pasaron
iguales. “Parent no se daba cuenta del tiempo que le arrastraba hacia la muerte, sin conmoverle, sin
agitarle, sentado junto a una mesa de cervecería”
Empujado por las insistencias de la cajera, con la que intercambiaba alguna palabra, un domingo de
verano lleno de aquella luz que toca los ánimos hasta a despertarlos Parent va hacia el Sena. Es
sorprendido por tanta belleza que de repente se manifestaba delante de sus ojos. Pero es sólo un
instante; la vida para él, se escabulle fuera. Lo envuelve un amargo desaliento y una gana urgente de
volver a su cervecería y aturdirse. Alcanza de prisa el restaurante para almorzar. De repente oye una
voz familiar; es Henriette que está comiendo bajo la pérgola con Limousin y Jorgito. Parent,
sorprendido, miraba sus figuras cambiadas en el tiempo. Parecían una familia satisfecha; su existencia
feliz, llevada gracias al dinero que él siguió dándole después de la separación, mientras él, engañado,
ultrajado y robado, era ya un ser inútil, desgraciado y solitario. Un rencor silencioso asciende cada vez
más a medida que los observa, hasta transformarse en una rabia, tan intensa que en Parent surge el
deseo de matarlos y por fin así, vengarse; la presión se vuelve urgente, y bebe un vaso después de otro
imaginando las distintas posibilidades. Concibe una idea; pide la cuenta y un vaso del mejor coñac.
Continua observando los gestos de aquellas tres personas, hasta que acaban el almuerzo y se preparan
 para salir. Los sigue, los alcanza y colmado de emoción se planta delante de ellos: “Aquí estoy” dice.
Henriette y Limousin están aturdidos. Jorgito, que es ya un hombre, se prepara a defender a la madre de
aquella intrusión. Pero también él es fulminado por un "Soy tu padre". Parent lleno de cólera,
volviéndose al hijo, le cuenta la traición, de cuando la madre lo llevó lejos de él diciéndole que no era
su hijo, de la duda que lo había desgastado por veinte años. Grita, como enloquecido, reclama una
verdad para sí y para Jorgito. Pero ni Henriette, ni Limousin respondieron. Nadie lo sabe. Ella se
entregaba a los dos. Volviéndose al chico: “.... nadie lo sabe de seguro... Puedes elegir...él o yo.
Elige....” Lleno de cólera mezclado con un extraña exaltación fue hacia su jarra de cerveza. A la cajera
que le preguntó por el día contestó que se cansó mucho; no estaba muy acostumbrado a salir.
“Por vez primera en su vida, Parent cogió una borrachera fenomenal. Por la noche, tuvieron que
llevarle a su casa en brazos.”

NOTA 1  Para examinar la capacidad de comprensión, Goldberg-Reitman (1991) sometió a niños de


tres segmentos de edad 4, 6 y 10 años a una serie de acontecimientos ilustrados que eran parte de una
historia que representaba a un niño en una situación peligrosa (p.e. Caerse del tejado) y les pidieron que
 predijeran qué habría hecho una madre. Mientras en todos los tres grupos de edad la predicción fue que
la madre habría agarrado al niño para no hacerlo caer la interpretación de la acción se revela diferente.
Los niños de 4 años se centraron sobre la secuencia de acciones refiriéndose al acontecimiento que
antecede (p.e. “porque el niño está cayendo”); los niños de 6 años se centraron, por añadidura, sobre un
estado interno (p.e. “porque la madre no quiere que el niño se haga daño”); los niños de 10 años se
centraron sobre dos dimensiones del estado interno (p.e. “Porque la madre quiere al niño y no quiere
que se haga daño”).
NOTA 2 Freud no persigue esta gran intuición y la nota se concluye con algunas consideraciones sobre
el duelo.

NOTA 3 La alteridad sólo se vuelve comprensible a través de las lentes del rechazo, de la pérdida o la
indiferencia.

NOTA 4   El empleo del término estrategia no implica la planificación consciente de acciones o


 proyectos finalizados.

CAPITULO IX

ESTILO DE PERSONALIDAD CON TENDENCIA A LOS TRASTORNOS FÓBICOS

¿Qué estilo de apego caracteriza a esta organización de personalidad?


Según Bowlby, el apego favorece la supervivencia de la especie porque asegura a los menores el
mantenimiento de la proximidad a una base segura garantizando así la protección y el cuidado; y el niño
desarrolla las capacidades exploratorias, en relación a la accesibilidad al cuidador. Por tanto, el modo en el
cual está estructurada la relación de apego es complementaria a cómo el niño se percibe cuando de manera
autónoma entra en relación con el mundo y con los otros; es decir, el sentido de accesibilidad a una figura
de apego facilita la activación de la exploración, en cuanto provee al niño la seguridad de una base a la
que poder regresar y sobre la que contar en caso de peligro u otras necesidades. Para el pequeño humano,
 pues, cuanto más constante es la protección y el cuidado materno, más seguro se siente de poder explorar
el ambiente, entendido en la más amplia acepción.
En términos estrictamente conductuales podríamos decir que el sistema de apego compite con el sistema
exploratorio, tanto que la activación de uno comporta la desactivación del otro. Cuando un niño, que se
está alejando de la madre, se siente en peligro, mientras deja de explorar reactiva el sistema de apego,
tanto que recobra la proximidad a una base segura. El origen de la personalidad (tendencia a las fobias)
 puede ser explicado a través de la superposición de la activación de estos dos sistemas; o sea a una
relación peculiar, entre la actitud de cuidado parental y el impulso exploratorio del niño.
Ya desde la formación del apego, el niño, incluso siendo el centro de las atenciones parentales, recibe del
cuidador, una respuesta discontinua a sus peticiones de cuidado. La protección parental imprevisiblemente
inconstante hace así que el comportamiento exploratorio autónomo del niño sea frenado, ya desde los
comienzos, de un sentido más o menos intenso de inseguridad personal. Esto es, a la activación del
sistema de exploración corresponde una activación sincrónica del apego, provocado por el riesgo de
 perder la accesibilidad a los padres; por otro lado, puesto que el niño recobra la centralidad -aunque
intermitente- con respecto de la atención parental, es de nuevo impulsado el comportamiento exploratorio.
Comienza así, ya desde la primera infancia, a tomar forma un tema básico que acompañará al coercitivo
(tendencia a las fobias) en el curso del ciclo de vida: el de una autonomía cuya estabilidad es regulada
online por el sentido de previsibilidad del vínculo con una figura emotiva a la cual poder acceder
concretamente, mientras, por otro lado, la estabilidad del vínculo contemporáneamente sólo es posible con
el sentido de poder disponer libremente de la propia autonomía. Por tanto, la organización del dominio
emotivo, entendido como sentido de permanencia de sí mismo, vendrá a organizarse sobre dos polaridades
emocionales básicas: exploración/miedo, protección/curiosidad. Parece evidente por qué a partir de la
 primera infancia, como bien se pone en evidencia en la Situación Extraña, la más mínima separación o
cualquiera indicación de alejamiento en los coercitivos (tendencia a las fobias) suscita mayor malestar que
en otros niños.

¿Qué tipo de familia genera esta modalidad de vínculo?


Generalmente distinguimos dos tipos de familias:
1) La familia hiperprotectora (over protective) caracterizada por una modalidad de protección que a veces
 puede volverse asfixiante, incluso siendo imprevisiblemente discontinua. Es el caso, por ejemplo, del niño
que se siente hipercuidado cuando no lo necesita, mientras no se siente protegido cuando más lo necesita.
En este caso, la madre regula la relación de apego a través del temor vigilante de que le pueda suceder
algo al niño; luego ella estará centrada sobre el pequeño, anticipando la peligrosidad de las situaciones
intercurrentes o su fragilidad con respecto a ellas, para después eventualmente ser incapaz de cuidar de él
si se asustara por lo que efectivamente sucede. El niño a su vez desarrolla un sentido estable de
 permanencia de sí mismo conectado a la percepción de centralidad con respecto de la atención parental.
Puesto que el cuidado parental es intermitente e imprevisible, no produce aquella seguridad necesaria para
explorar libremente; suscita más bien lo contrario. Además, la gran aprehensión parental con respecto a las
situaciones cotidianas, que representa uno de los elementos básicos de la relación de apego, limita
ulteriormente los impulsos exploratorios del niño que aprende a coger del mundo, de sí mismos y de los
otros, los aspectos peligrosos. Por tanto, la exploración y el sentido de autonomía se acompañarán de un
estado más o menos intenso de alarma, mientras el ser cuidado se corresponderá a un sentido más o menos
intenso de vínculo y constricción.
2) Las familias hipercontrolantes, sea de manera directa o indirecta. De la primera forman parten aquellos
 padres que utilizan las intimidaciones sobre la propia incolumidad y sobre la propia salud con fines
educativos, o aquellas madres que por miedo a quedarse solas invierten la relación con el hijo,
mostrándose necesitadas de cuidado y amenazando del empeoramiento y muerte si las dejan solas.
Además, la limitación a la exploración puede emerger como reacción a la pérdida de uno de los padres, o
de un abuelo o de un vecino.
A las segundas pertenecen aquellas familias caracterizadas por un alto grado de conflictividad conyugal, a
menudo agravado por el abuso de alcohol, con comportamientos violentos y con amenazas -por parte de
uno de los padres- de suicidio, de homicidio o de separación, con respecto al otro padre o del resto de los
hijos.
Tanto por la limitación directa como por la indirecta, al alejamiento del padre corresponde una activación
más o menos intensa del miedo de poder perder la base afectiva a la cual regresar. Mientras para las
familias que limitan la exploración de manera directa, la limitación de la autonomía es explícita -a fin de
que las amenazas produzcan el efecto de bloquear al niño amenazado con el peligro a la pérdida-, las
indirectas favorecen la autonomía sin proveer el respaldo afectivo, ni una base segura confiable. Son los
niños olvidados por sus padres en el supermercado o en la guardería, son los niños con un alto grado de
autonomía, pero siempre temerosos -sin decir palabra de ello- que en su ausencia, pueda sucederle algo a
las figuras de apego.
En cada caso, ya sea que el niño se vea activamente impedido para alejarse, como en las familias
hiperprotectoras o que él tenga dificultad para hacerlo como en las familias hipercontrolantes, el apego se
acompaña de la experiencia subjetiva de limitación, mientras el comportamiento exploratorio de un
sentido de fragilidad y de la necesidad de protección.

¿Cuál es la trayectoria según la cual se articula el desarrollo de esta personalidad?


En el curso de la primera infancia, la consistencia discontinua de las respuestas parentales había permitido
la diferenciación temprana de algunos estados internos como el miedo, la curiosidad, el deseo de consuelo
y la rabia que el niño aprendió a amplificar para solicitar la atención parental; de este modo, aprendió
también a regular el sentido de estabilidad personal a través de la afectividad.
Con el inicio de la edad preescolar, refina sus capacidades manipulativas. Aunque todos los niños a esta
edad aprenden a usar la estrategia coercitiva, para los coercitivos (tendencia a las fobias) ésta se vuelve la
“manera metódica” para hacer frente la inconstancia progenitora. Por tanto, para mantener una
 proximidad al progenitor estabiliza las características coercitivas: captura la atención del cuidador a través
de manifestaciones coléricas exageradas, seguido de una actitud de desguarnecida timidez o de
desarmante impotencia que suscita cuidado y protección. Es evidente que tal estrategia mientras aumenta
la previsibilidad del comportamiento parental, le da al niño el sentido de poder fiarse de los propios
recursos emotivos. “La afectividad -escribe P. Crittenden (1997)- viene enfatizada (mediante las
manifestaciones afectivas intensas) con el objeto de conseguir una previsibilidad cognitiva” (pág. 118).
Aunque tal estrategia pueda estabilizarse en la oscilación entre comportamientos amenazantes y
comportamientos desarmantes, puede además polarizarse sobre una de las dos vertientes. La consolidación
de la relación sobre un aspecto más activo con respecto a uno principalmente pasivo está en relación al
tipo de familia; es evidente, por ejemplo, que las actitudes coléricas o agresivas harán más efecto sobre
una madre centrada sobre el niño, como en las familias hiperprotectoras, que sobre una madre atenta
 principalmente a sí misma, como en las familias hipercontroladoras. Esta diferenciación no queda tan
clara, en cuánto a que las modalidades pueden esfumarse la una en la otra en el curso de la adultez.
Junto a Crittenden distinguimos 4 categorías, que nosotros dividimos en dos clases: Coercitivos activos y
coercitivos pasivos.
COERCITIVOS ACTIVOS
1) Amenazante (C1). Es el clásico niño imposible, que dejado solo suma desgracias. Es turbulento,
hiperactivo y gobierna la relación a través de una constante batalla con el progenitor.
2) Punitivos (C 3). Es el niño que utiliza la cólera y el castigo, pero también acciones peligrosas y
 provocadoras para manejar al padre.
COERCITIVOS PASIVOS
1) Desarmantes (C2). Es el niño que manifiesta su sentido de vulnerabilidad y el deseo de proximidad a
través de comportamientos desarmantes que van de la timidez a la seducción.
Puesto que la manifestación de la cólera suscitaba el castigo del cuidador, ellos han aprendido a inhibirla o
a minimizarla.
2) Indefensos (C4 ). Es el niño que exagera el miedo y la vulnerabilidad, es quejoso y se muestra falto de
recursos e hiperatento frente a las posibilidades de peligro.
También en estos la cólera fue castigada consistentemente por los padres.
El tema básico del niño coercitivo parece ser el ¡asegurarse la certeza del acceso al padre a expensas de la
actividad exploratoria!
Es evidente que cuanto más utilizada es la estrategia coercitiva, más evita el niño la exploración
autónoma, permaneciendo así excesivamente sujeto al progenitor, a menudo con su complicidad; por otro
lado, el exceso de atención parental mientras garantiza el sentido de protección limita la autonomía,
 bloqueando los impulsos exploratorios. El niño, pues, tanto en las situaciones de independencia como en
las de proximidad del cuidador, se encontrará activado por la emergencia de estados emotivos
contrastantes que no pueden ser integrados en un sentido unitario de sí, dada la limitada capacidad de
articulación de las emociones que él tiene a esta edad preescolar. Debido a que el niño a esta edad no
 puede atribuirse al mismo tiempo la curiosidad de explorar y el miedo de hacerlo, y menos aún el consuelo
de la protección y el malestar de los límites que ella conlleva, no pudiendo vivir estas situaciones a través
de estados emotivos simultáneos, los reconoce como estados corpóreos. La localización corpórea de
emociones básicas, como el miedo (en sus diferentes graduaciones de intensidad) y el malestar, estabiliza
uno de los temas centrales de la personalidad (tendencia a las fobias), aparecida ya en el curso de la
 primera infancia: la lectura sensorial de la alarma y, por consiguiente, la atención a las variaciones
sensoriales corpóreas que -sobre todo si es de alta intensidad- empiezan a ser entendidas como señales
amenazadoras (cfr. nota 1). El cuerpo se convierte así en un objeto de gestión, como una clase de
giroscopio que provee la orientación en las situaciones intercurrentes; uno de mis pacientes, hablando de
esta relación especial con su cuerpo decía: “Yo y Luis”, refiriéndose a su yo consciente cuando decía
“Yo”, mientras usaba el nombre propio “Luis” para indicar su cuerpo, cuya autonomía de funcionamiento
era independiente de sí mismo.
Por tanto, ya desde la edad preescolar las emociones conectadas a la falta de protección o al bloqueo de la
exploración de una base segura serán advertidas en términos de alteraciones corpóreas, tanto de poder ser
leídas como procesos patológicos. No es casualidad que coincidiendo con la entrada a la guardería
empiecen a manifestarse los primeros casos de fobia escolar (que se convertirán en más comunes en la
fase siguiente del desarrollo), cuya génesis nos remite a la diferenciación entre coercitivos activos y
coercitivos pasivos. En efecto, mientras en general los coercitivos activos aumentan la intensidad del
malestar debido al bloqueo de la exploración si, por ejemplo, no logran ejercer el control sobre el profesor
que es demasiado rígido o poco manipulable, los coercitivos pasivos amplifican la intensidad del miedo en
cuanto la base segura se aleja de su horizonte visual. En ambos casos, la activación relativa al sentido de
constricción y la de no protección es leída como enfermedad somática.
La localización corpórea del malestar o del miedo, percibida en términos de fragilidad física, además de
 potenciar un control de la intensidad del estado emotivo activado permite al infante seguir manteniendo un
sentido de sí mismo más o menos positivo -conectado a la centralidad con respecto a la atención parental-
sin desestabilizar la propia imagen. La permanencia del sentido de positividad personal es además
sustentado mediante un comportamiento hipercontrolante con respecto a las situaciones intercurrentes y
un comportamiento anticipatorio de todas aquellas circunstancias que pudieran reducir la accesibilidad a
una figura de cuidado, y así generar la emergencia de estados discrepantes. Es aquí donde empieza a
aparecer el uso de los recursos imaginarios para anticipar los posibles peligros, como también es aquí
donde se fundamenta esa actitud reacia hacia la novedad y ese “culto” por la familiaridad y la
 previsibilidad que para muchos coercitivos, en el curso de la edad adulta, se vuelve sinónimo de
seguridad. Finalmente, como en los evitantes (tendencia a la depresión), también para los coercitivos la
vergüenza asume, entre las emociones auto-conscientes, una función de estabilización del dominio
emotivo; aunque en los años preescolares hasta al final de la niñez, los cambios afectivos personales son
atribuidos a los otros y, como escribe Crittenden, estos niños “tienden a estar sin vergüenza”, de adultos
contribuye a regular la gestión del miedo, siendo provocada cada vez que no se es capaz de mantener el
control.
Con el inicio de la edad escolar, la distancia con los padres se convierte en una parte integrante del día y la
exploración, así como la autonomía, empiezan a depender y a ser reguladas por el niño de manera más
consistente. El pequeño debe ahora encontrar en los nuevos contextos las figuras de referencia
alternativas, que le permitan continuar manejando su sentido de estabilidad; lo que orienta la atención
 particularmente a las relaciones interpersonales y favorece el desarrollo de competencias sociales. Estos
niños, que habían aprendido en el curso de los años preescolares a usar los afectos para controlar la
accesibilidad al cuidador, no pueden sino continuar confiando en la afectividad para gestionar las
relaciones con los otros y conquistar bases seguras fuera del entorno familiar. Generalmente, son niños
queridos por los compañeros de clase, a menudo asumen el papel de líderes en los grupos, son super-
simpáticos hasta convertirse en payasos, seductores respecto a los maestros, pero también quejosos, con
actitudes victimistas, reivindicativas, agresivas y acusatorias. Con la entrada en la edad de la razón, la
estrategia coercitiva se enriquece por los desarrollos cognitivos, y comienza a ser utilizada de modo
instrumental para manipular a los otros según los propios fines. Es decir, muestran informaciones falsas
 para inducir al otro a sacar conclusiones -inevitablemente desviadas- sobre sus intenciones; este uso de la
cognición permite el control del otro, sea en términos pasivos, a través de la incompetencia simulada,
como en términos activos, por ejemplo, a través del castigo enmascarado. En el primer caso, piénsese en
un niño que, sintiendo malestar al quedarse solo, finge que es incapaz de hacer las tareas, y, en el segundo
caso, un niño que, simulando una acción distraída, dirige en realidad una señal de acto agresivo respecto al
compañero que quiere castigar.
Progresivamente en el curso de la niñez, va estabilizándose cada vez más una Identidad Narrativa centrada
sobre la capacidad por parte del niño de conjugar la necesidad de autonomía con la necesidad de
 protección. La regulación de estas polaridades contrapuestas toma varias formas.
1) La organización de una red de relaciones, además de la de los padres, que permiten la modulación de la
activación de tonalidades emotivas conexas a la soledad (miedo) o a la constricción (ligada a la
curiosidad). Es el “valor protector” el criterio que guía la elección del amigo/a del corazón, así como el
reconocimiento de la significatividad del maestro o el instructor deportivo, etc.
2) La puesta a prueba de la capacidad de control del miedo a través de la construcción imaginaria de
secuencias de contenido temeroso. Es bastante común, en la segunda fase de la niñez (7-9 años), escuchar
historias imaginadas de ladrones que se introducen furtivamente en casa, de asesinos, de fantasmas, de
enfermedades graves de uno o ambos padres, o del compañero de clase. Por lo demás no es casualidad que
los coercitivos (tendencia a las fobias) desarrollen una conciencia precoz (ya al final de los años
 preescolares) de la muerte -entendida como el peligro sumamente incontrolable- para luego volver
repetidamente sobre este tema en el curso de todo el ciclo de vida.
3) La estabilización de la atención sobre los caracteres sensoriales de emociones conectadas a la propia
subjetividad. A menudo surgen en esta fase enfermedades psicosomáticas: asma, colitis, enfermedades
dermatológicas, varias formas de alergia.
4) La desconexión de la activación emocional a través de la auto-distracción. Es de hecho frecuente que
estos niños padezcan trastornos de la atención.
5) La exclusión selectiva del flujo perceptivo de aquellas situaciones que pudieran activar la necesidad de
autonomía, para luego provocar sentimientos de miedo a la soledad (Guidano, 1991).
Al final de la niñez, el desarrollo cognitivo permite finalmente la integración de diversos niveles de los
diferentes componentes contrastantes de sí mismo -como por ejemplo el sentido de amabilidad y el de
fragilidad- en un sentido de unidad personal, centrado sobre la accesibilidad a figuras protectoras. Así, en
los umbrales de la adolescencia, el coercitivo (tendencia a las fobias) se encuentra reorganizando la propia
identidad teniendo que dar cuenta e integrar la discordancia, siempre presente, entre el sentido de
vulnerabilidad y el sentido de capacidad personal. Puesto que en las fases precedentes del desarrollo él ha
atribuido siempre al exterior las variaciones de la propia interioridad con el mismo estilo cumple la
revolución adolescente; es decir, él refiere el sentido de fragilidad a un mundo físico peligroso (incluido el
 propio cuerpo), a una realidad impredecible y a la hostilidad de los otros. De este modo, da significado a
la propia vulnerabilidad, reapropiándose de ella como una actitud adecuada y necesaria. Por otro lado, el
sentido de competencia -sobre el cual es calibrada también la autoestima- corresponde a sentirse capaz de
anticipar y enfrentar los peligros que vienen del mundo físico (incluido el propio cuerpo), y la hostilidad
que proviene de los otros (cfr. nota 2). Emerge así el tema del control, cuya estabilidad regulará la
articulación de la personalidad en el curso del ciclo de vida. El control sobre la realidad externa se
combina con el control sobre el interior; un interior que es percibido como si fuera independiente de sí
mismo, con una dinámica propia de funcionamiento, con propias reglas y propios peligros. Controlar el
interior para un estilo con tendencia a las fobias significa mantener la intensidad de las sensaciones
corpóreas dentro de un determinado rango que, si se supera, hace disparar la alarma provocando miedo.
Puesto que él ha aprendido ya desde las primeras fases del desarrollo a focalizarse sobre el componente
somático de los afectos y ha equiparado lo corpóreo a lo emotivo, es en primer lugar del mundo emocional
que pueden llegar las sensaciones corpóreas más intensas, tanto como para sobrepasar el umbral del
 peligro. No importa qué tipo de emoción es provocada; ¡también la alegría si es demasiado intensa se
vuelve amenazadora! Por tanto, mantener el control, que para un coercitivo (tendencia a las fobias)
corresponde incluso a ser imperturbable con respecto a las situaciones más extremas, significa ser capaces
de disminuir la intensidad emotiva. Es por esto que no desea la novedad y que trata de anticipar
imaginativamente las circunstancias más peligrosas; mas esto también explica el impulso a afrontar los
riesgos, a superar los límites, a desafiar los vínculos naturales, característico de las formas más seguras. El
deseo de control se transforma, en este caso, en una lucha creativa (cfr. nota 3).
Es interesante señalar que incluso en lo que concierne al sentido de control permanece la diferenciación
entre activos y pasivos que había caracterizado el desarrollo en las fases anteriores; mientras para los
activos, el sentido de eficacia está más centrado sobre la anticipación de peligros relativos a la propia
 persona, para los pasivos se trata de prevenir y de enfrentar los peligros que conciernen a la figura con la
que han establecido el vínculo privilegiado; para estos últimos, el sentido de eficacia es también
garantizado por la capacidad de localizar, en un mundo hostil, la/s figura/s significativa/s, teniendo la
 percepción de ser él el que gestiona la proximidad y la distancia con ellos. Esta diversidad se encuentra
con claridad en las formas psicopatológicas manifiestas; en el primer caso, las secuencias de imágenes
temerosas tienen que ver con uno mismo, en el otro podrán concernir a la pareja, el padre, el hijo, etc.

Se ha hecho mención de la modulación de la intensidad emotiva ¿cómo se regula concretamente la


activación afectiva?
Antes de profundizar en las modalidades de regulación, es necesario volver a cómo está organizada, en los
estilos con tendencia a las fobias, la Identidad Personal. Como habíamos visto, si la reciprocidad está
estructurada ya desde el inicio sobre la vertiente de la previsibilidad que la respuesta de las madres son
capaces de satisfacer a las señales de los lactantes, estos serán facilitados a distinguir las propias señales y
las emociones que los implican. Lo que permitirá una diferenciación más clara del fluir de los estados
internos, tanto que sobre la localización de lo interno se basará el mantenimiento de la estabilidad de la
identidad en relación a los acontecimientos intercurrentes y a la relación con los otros. Son las que
habíamos definido como personalidades Inward. Es peculiar de este estilo de personalidad, centrado sobre
la mismidad, el poder ser activado tout-court   por factores ambientales, incluso fuera de la conciencia del
individuo. Es debido a esto que da el sentido de interioridad: el hecho que la activación emotiva en curso,
independientemente de lo que el sujeto está haciendo o pensando, se resalta por él con tal evidencia y
urgencia, con un contenido sensorial y cenestésico así tan fuerte como para oscurecer los acontecimientos
efectivos. Lo que implica las modalidades particulares de regulación de la identidad.
1) Para mantener la activación dentro de un cierto rango de controlabilidad, que corresponde a los límites
soportables para el sujeto, en primer lugar se puede actuar sobre el flujo perceptivo y sensorial; a través de
la exclusión defensiva (Bowlby, 1980) de la mayor parte de los estímulos que en el pasado se han revelado
sumamente perturbadores. Esta es una modalidad que podemos definir como automática y que va
estructurándose en el tiempo, al mismo tiempo que la organización misma de la personalidad.
2) Puesto que la emoción ha sido activada, la intensidad puede ser contenida modificando las conexiones
con las percepciones, las cogniciones, los recuerdos y por lo tanto generando una interpretación más
congruente con la activación en curso. Es aquélla que con Guidano (Arciero y Guidano, 2000) habíamos
definido como la articulación de la emoción activada (feeling articulation), que permite la integración del
acontecimiento emotivo dentro de una trama narrativa, modulando así la intensidad y la duración.
A tal propósito son indicativos los estudios realizados en el ámbito de nuestra escuela sobre la
recuperación de funcionalidad en vuelo de 14 pilotos militares sumamente especializados, con trastornos
de ansiedad de nivel ligero-medio, a través de un trabajo de reinterpretación -que los autores definen de
internalización- de la activación emotiva en curso (Virgilio y Iacono, 2000). Esta es una modalidad que
 podemos definir como intrapsíquica.
3) Además, si la permanencia de sí mismo es continuamente modulada a través de la gestión emotiva de la
 proximidad o la distancia con respecto a una figura significativa, es evidente la importancia de la
fiabilidad de las relaciones afectivas. Una de mis pacientes presa de ataques de pánico me describía la
vuelta a un estado de calma interna que le proporcionaba, en los momentos de crisis, el coger entre sus
manos, la mano de la pareja. Es decir, la accesibilidad emocional al otro facilita la posibilidad online de
control de la propia estabilidad, y principalmente a su alteración van a referirse los trastornos
 psicopatológicos característicos de este estilo de personalidad. Es ésta una modalidad que podemos definir
como interpersonal.
Vista la centralidad que desempeñan las relaciones afectivas para el sentido de estabilidad personal,
¿Cómo se configura el estilo afectivo del estilo de personalidad con tendencia a las fobias?
La emergencia de la dimensión de la sexualidad y el mundo de los sentimientos amorosos es advertida
tanto en el adolescente como en la familia con actitud de alarma, como, generalmente, cada novedad. La
familia puede reaccionar a la necesidad de mayor autonomía con un aumento del control, viviendo directa
o indirectamente la sexualidad como una esfera peligrosa: de enfermedades contagiosas, a los embarazos
no deseados, a las consecuencias peligrosas de las desilusiones del amor. El mundo de los sentimientos es
así equiparado a una fuente de vulnerabilidad del bienestar tanto físico como psíquico. Para el adolescente
que está apenas descubriendo que la fuerza consiste en mantener el control sobre la activación emocional,
la realidad amorosa es advertida bajo la señal de fragilidad. Es por esto que ya desde los comienzos,
muchos coercitivos se ponen en contacto con el mundo de los afectos asumiendo una postura de Don Juan
-que las palabras de un crítico definían como una mezcla de libertinaje, maldad, a veces crueldad, de
hipocresía, de coraje y de generosidad- dirigida en todo caso a controlar cada vestigio de implicación.
Aunque las estrategias seductoras puedan variar sobre todo en relación a la polaridad pasiva y la activa y,
 por lo tanto, pueden oscilar entre actitudes desarmantes a las más agresivas, generalmente los estilos con
tendencia a las fobias tienen gran facilidad para la conquista. Su capacidad y su sagacidad al acercarse y
alejarse hace que el otro, incluso el más reacio, se sienta envuelto por una presencia de la que, al final, no
 puede jamás prescindir.
Después de las pruebas adolescentes caracterizadas por una gran variabilidad individual, la formación de
una relación que tenga la impronta de significatividad está caracterizada por la construcción de un
equilibrio dinámico entre la percepción de fiabilidad de la pareja (tanto que éstas resultan ser previsibles)
y el sentido de libertad con respecto al vínculo (tanto de no advertir constricciones). De este modo, la
implicación es sentida como un acto que parte de sí mismo y del cual puede libremente desistir.
Usualmente la formación de una relación está caracterizada por diversos pasajes que profundizan el
sentido de mutua exclusividad: del inicial cara a cara, al conocimiento de los amigos recíprocos, al debut
social de la pareja, hasta la presentación de las respectivas familias, etc. Cada uno de estos pasajes, que se
acompaña siempre de una implicación emotiva más intensa de la pareja, para el estilo con tendencia a la
fobia puede volverse crítico en cuanto, alterando el equilibrio precedente, pone en tela de juicio el sentido
de control sobre la relación que hasta ese momento percibía tener. En consecuencia, en el curso de la fase
de mantenimiento la dinámica no cambia; los momentos más problemáticos serán la fiesta de la boda, la
luna de miel, el nacimiento de los hijos y, en general, todas aquellas situaciones que vienen a alterar aquel
refinado equilibrio entre el sentido de autonomía y el de constricción. Es evidente que estas circunstancias
funcionarán como fases de perturbaciones de la estabilidad alcanzada, y podrán generar equilibrios más
integrados, o descompensaciones psicopatológicas, que pueden estabilizarse y así caracterizar el
mantenimiento de una relación en el tiempo. Por ejemplo, es bastante frecuente observar el caso de un
miembro de la pareja que no se mueve, si no es acompañado por el otro; imaginemos aquél, que quizás es
el sintomático, con distintas fantasías de evasión de la boda, pero que por el simple hecho de no poder
salir solo de casa -por el temor a sentirse mal- está asegurado por la posibilidad de alternativas a la
situación actual. La mujer, que es aquella que se presta a tener la vida limitada, y acompañarlo a cada
lugar, mantiene así el sentido de ser indispensable, y tiene la posibilidad de controlar la relación y de
evitar, por ejemplo, el peligro de abandono. Ambos tienen la percepción de controlar la situación, ambos
tienen garantizada la ausencia de alternativas a la relación en curso, que se mantiene así sobre una
silenciosa complicidad.
La separación, en general, se produce porque la pareja no provee más la image n de fuerza, seguridad y
fiabilidad que lo hacía percibir como protector, o porque el sentido de constricción advertido en la relación
se vuelve insostenible. Una variable bastante frecuente de esta última eventualidad es la excesiva
estabilidad y la previsibilidad de la relación, que se traduce en un sentido de aburrimiento y monotonía:
como si, para mantener estable la relación, hiciera falta al mismo tiempo al sentido de fiabilidad de la
 pareja, un cierto grado de imprevisibilidad.
Cabe suponer, para una personalidad tan sensible a la presencia y a la ausencia concreta del otro, qué nivel
de implicación emotiva puede suscitar la ruptura de un vínculo afectivo. A menudo, sobre todo si el final
de la relación es padecida, el notable aumento de la intensidad de las emociones que acompañan al
 proceso de separación es vivido en términos de enfermedad física, con la amplificación del sentido de
vulnerabilidad personal. Cuando la separación de hecho se cumple, en general también el cuadro
hipocondríaco mejora, a veces de manera inesperada: como si, una vez aclarada definitivamente la
fiabilidad (o no) del otro, también se desvaneciera la activación que a ella se acompaña.
Una de mis pacientes, que tenía una relación de convivencia de cinco años, comienza a advertir que algo
no está como al principio, cuando con el compañero deciden mudarse de casa. La percepción de no
fiabilidad de la pareja no era explicita; la señora es bastante asaltada por una preocupación constante de
 poder desmayarse sin que haya alguien preparado a socorrerla. Al aumento de las solicitudes de cuidado,
la pareja responde de manera discontinua, alimentando aún más la preocupación hipocondríaca, hasta el
día en que, después de aproximadamente 8 meses del inicio de la sintomatología, le comunica que tiene
una relación con otra mujer; prepara sus cosas y al día siguiente cambia de morada. En este momento ahí
se habría esperado un agravamiento de la sintomatología; en cambio, la señora que no salía ni aún para
hacer la compra porque le atosigaba imágenes de muerte, como por encanto, alrededor de varias semanas
después va sola al trabajo, duerme sola, sale y regresa por la noche sola. ¡Como si los miedos a la
enfermedad hubieran tenido un sentido sólo porque alguien habría debido de prestar cuidado! Cuando la
estabilidad de la propia identidad no fue más modulada a través del otro, la manifestación de los temores
hipocondríacos perdió significado.

ACTO PRIMERO. Escena primera


ARGÁN,  solo  (entado ante una mesa, repasa, con ayuda de unas fichas, las partidas de la cuenta de su
 boticario, y sostiene, hablando consigo mismo, los siguientes diálogos): Tres y dos, cinco, y cinco, diez, y
diez, veinte; tres y dos, cinco. “Ítem, el 24, un pequeño dister insinuativo, preparativo y emoliente, para
ablandar, humedecer y refrescar las entrañas del señor...”60

Se abre así el Enfermo Imaginario, cuyo personaje principal, Argán, es indudablemente el hipocondríaco
más conocido de occidente. ¿Qué relación transcurre entre la hipocondría y la personalidad con tendencia
a las fobias?
Es necesario, ante todo, precisar que el trastorno hipocondríaco puede concernir a diversos estilos de
 personalidad, asumiendo en cada uno de ellos significados bien precisos. En los coercitivos con tendencia
a las fobias, el miedo, que está generalmente limitado a una enfermedad específica -que es investigada con
todos los medios diagnósticos a disposición y consultando una serie de especialistas- puede tener un
sentido doble, según la situación en que emerge. Si las preocupaciones hipocondríacas aparecen en la
condición de la autonomía, tienen el efecto de circunscribir el radio de acción y, por lo tanto, los confines
de la exploración; si, por otro lado, ellas se manifiestan en el contexto de la relación pueden ser la señal de
una mayor necesidad de protección, ligada a un aumento de la percepción de fragilidad. En ambas
circunstancias, el tema que implica el trastorno es una particular atención al cuerpo percibido como un
objeto peligroso, cuya activación debe ser mantenida dentro de un límite; un objeto, por lo tanto, que tiene
un funcionamiento autónomo, sobre el cual es necesario ejercer el control.
Habíamos visto ya que esta atención al cuerpo deriva de la particular percepción de la activación de las
emociones advertida por el sujeto principalmente en el componente somático. De hecho, incluso en
ausencia de específicas condiciones de activación, el cuerpo en lugar de ser sentido sin ser advertida su
 presencia -un “presente ausente” como decía Sartre-, siempre es vivido como objeto de conciencia. A
menudo, para referir tal presencia, los pacientes hablan de un silbido continuo en la oreja, pero otras veces
las percepciones sensoriales que revelan la atención consciente sobre el cuerpo son de las más variadas y
las descripciones de lo más bizarras.
Tal vigilancia es puesta en práctica para evitar un aumento de activación que supere el límite como para
que se transformar en miedo. Cuando eso ocurre, y es siempre en relación a condiciones de alta intensidad
emotiva, el sujeto percibe el estado de activación que supera el rango establecido como un estado corpóreo
incómodo, que está obligado a padecer y que emerge de modo imprevisible huyendo de cada posibilidad
de control subjetivo; se vuelve así una condición que no se es capaz de referir a sí mismo y que, en cuánto
advertida físicamente, puede ser comprendida solamente como un estado patológico del cuerpo. Esta
 percepción subjetiva no es, ciertamente, desmentida por los diagnósticos médicos, menos aún por los
resultados negativos de las pruebas instrumentales, que no pueden sino ser cuestionadas. Por tanto,
ocuparse de la enfermedad se vuelve la preocupación fundamental, ¡a veces la única! Como Argán, el
 protagonista del Enfermo Imaginario, que concentrado como está en su estómago, no se da cuenta que su
mujer está estafándolo, que los médicos se aprovechan de él, que comprometen a su hija como novia,
contra el deseo de ella, con un médico nieto del profesor que lo atiende para tener la certeza de estar mejor
cuidado.
Las preocupaciones hipocondríacas pueden estabilizarse de una forma crónica y en algunos casos
evolucionar en formas psicóticas, con limitaciones extremas de la vida relacional.
Un relato de Pirandello, de título significativo, “El pájaro disecado”, nos cuenta, en pocas páginas y hasta
las últimas consecuencias, la vida de un hombre vivida con el miedo a la muerte.

60
 pág. 119 edición castellana “El enfermo imaginario”. Moliere. Obras Selectas. Edimat libros, S.A. 2001
La historia se abre con la alusión a una familia que no es más: madre, hermanos, hermanas, tíos, tías,
diezmadas por la tisis, menos el padre muerto por pulmonía. Este inicio, como en la vida verdadera, fija el
contexto en el cual trascurre la existencia de dos hermanos, Marco y Aníbal Picotti; los supervivientes que
han estructurado la vida para vencer el mal, bajo la insignia de alarma continua de la propia incolumidad.
Y así, los dos, están atentos a la comida, a los ritmos diarios, al tiempo de las estaciones… sin excesos,
siempre regulados por temor a la enfermedad. Pero he aquí el primer cambio: Aníbal, el más pequeño,
 pero también el más robusto, superada la edad alcanzada por los familiares fallecidos, como si hubiera
vencido los límites que la naturaleza quería imponerle, empieza a disminuir el control. Algún exceso acá y
allá, alguna trasgresión a la que Marco, el mayor, responde al hermano recordando el control; pero al
mismo tiempo es aguijoneado por una curiosidad silenciosa hacia lo que vislumbra más allá de la rígida
conducta. Después, un bonito día Aníbal le anuncia que contraerá matrimonio con una mujer. Marco está
furioso, vislumbra la muerte del hermano, la muerte del hijo del hermano, insulta a Aníbal y a la futura
mujer, pero inútilmente. Aníbal explícitamente le dice que prefiere morir antes que vivir de ese modo.
Marco, preocupado por estar tan excitado, manifiesta al hermano que desea estar tranquilo; en el fondo, si
había decidido casarse, ésta era una elección que no le concernía, y por lo tanto Aníbal tendría que dejar la
casa.
Marco visita 5 minutos a la futura cuñada, y no le dirige tampoco la palabra; no participa en la boda y
continúa su vida de siempre, cerrado en su habitación con el hedor de medicinas, atento a las corrientes de
aire, y presagiando desdichas.
Pocos meses después, en la Nochebuena, Aníbal y la mujer irrumpieron en su casa, felices, llenos de vida
y de alegría; a él le parecieron dos borrachos, pero por la noche tardó en dormirse, como aturdido de toda
aquella felicidad y de toda aquella libertad del hermano. ¡Y he aquí que se asoma el deseo de saltar el
foso, de parar de vivir como si estuviera disecado! Después de algunos días va a visitar a Aníbal y se
queda a cenar con ellos y está borracho de una vorágine de emociones; vuelve a casa y cae enfermo por
 bastantes días. Aníbal trató inútilmente de convencerlo que sólo era un malestar producto de los
demasiados temores que tenía. Más aún, Marco entrevió con terror en la cara del hermano las señales de
muerte que conocía.
Aníbal muere algún tiempo después.
Marco no fue al funeral, no se arriesgó al encuentro con la gente: no quería tener emociones excesivas.
Duplicó los cuidados, con el compromiso de desviar los pensamientos si viniera a la mente el hermano.
Un día, la viuda con los ojos ya hinchados de lágrimas fue a su encuentro. “Un atentado le pareció aquella
visita”. La echó a la calle. Aquella misma noche le dio una crisis de llanto, pero se despertó por la mañana
como si nada hubiera sucedido.
Continuó con sus atenciones, mientras que las primaveras se deslizaban fuera.
Llegó a los 60 años; era la meta, había superado el límite. Abandonó cada regla, pero estaba cansado,
aburrido, y la vida no tenía sentido. ¿Había vencido? No, había algo que faltaba. Contemplaba el pájaro
disecado, un recuerdo de familia, y tal vez encuentre toda una vida, árida como la paja de la que estuvo
lleno el vientre de aquel pájaro y los sillones de su habitación. Se dirigió hacia su escritorio, sacó la pistola
y se disparó en la sien. Cumplió la operación final.

La hipocondría es una condición que parece emerger del control ejercido sobre el cuerpo entendido como
una fuente de peligro. ¿Cómo damos cuenta de la agorafobia y los ataques de pánico?

Cuando el sentido de perder el control concierne al mundo externo pueden emerger dos situaciones
 psicopatológicas, más o menos diferenciadas con dos cuadros clínicos que, aunque diversos, pueden
desvanecerse o sucederse el uno al otro. Las diferentes configuraciones sintomáticas reflejan los temas a
los que esta personalidad es particularmente sensible. Sobre la vertiente de la constricción, el sentirse en
una situación sobre la que no se tiene el control, que es inmodificable, que está dirigida por alguien y de
este modo se percibe atrapado, constreñido, sin posibilidad de salida, genera la claustrofobia. Sobre la
vertiente de la soledad, percibirse abandonado, sin una figura protectora, con el sentido que no se es capaz
de hacer frente a las adversidades de la vida, frágil, en manos del peligro y de la muerte, da lugar a la
agorafobia. Toda la sintomatología fóbica se extiende a lo largo de un continuum que divisa los polos de
estas dos condiciones. En realidad, si es cierto que cada personalidad con tendencia a la fobia se
descompensa predominantemente según cierta polaridad, están siempre presentes, aunque menos
evidentes, síntomas que también hacen referencia a la polaridad opuesta. Para aclarar esto es necesario
distinguir los dos cuadros, en cuanto son distintos sea bajo el perfil sintomatológico que por activación
neurovegetativa.
El cuadro constrictivo da sobre todo una sintomatología toráxica -con taquicardia intensa, extrasístoles,
dolores intercostales, falta de aire, taquipnea, nudo en la garganta- que se acompaña de un estado de
agitación generalizado con aumento de los índices de presión, también muy significativos, con el sentido
inminente y amenazador de perder el control. La imaginación de la pérdida de control habitualmente tiene
como contenidos, situaciones de patología psíquica aguda, como por ejemplo enfurecerse, desvestirse por
la calle, tirarse de la ventana sin tener intención de suicidarse, volverse loco, actuar de manera irreflexiva,
 perder el sentido de la orientación y de la propia identidad; o bien, situaciones de patología física aguda
como ictus, infartos, embolias, hemorragias, etc. Esta sintomatología generalmente se manifiesta en las
situaciones en que el sujeto tiene el sentido que solamente puede padecer el control del otro, y que las
tentativas de cambiar la gestión son completamente inútiles. El miedo al ascensor bloqueado es lo
 prototípico, pero también el miedo al barbero, al avión o a los túneles o al metro, hacen todas referencia al
mismo tema constrictivo de fondo.
El cuadro relacionado a la falta de protección es de tipo psicasténico, con sentido de debilidad, vértigos,
desequilibrios, cabeza hueca, piernas rígidas, dolores de cabeza de variado género e intensidad. La
imaginación constante de la pérdida de control tiene como contenido el colapso; desmayarse por la calle
sin poder ser ayudado por nadie. Ésta es una sintomatología que aparece en dos tipos de situaciones: a)
cuando una figura que era advertida hasta aquel momento protectora, de golpe parece débil; b) cada vez
que se aleja de una figura percibida como cuidadora.
En ambas situaciones, el cuadro sintomatológico puede desembocar en un ataque de pánico.
Detengámonos sobre un sujeto que tiene el sentido de poder darle un infarto, o de poder desmayarse de un
momento a otro; las imágenes mentales de aquellos acontecimientos le suscitan miedo y esta emoción,
como hemos visto, es para un estilo con tendencia a la fobia el objeto final de todo control. Para ganar el
control sobre el miedo ligado a las imágenes del infarto o del desmayo, el coercitivo con tendencia a la
fobia anticipa una situación aún más amenazadora: se imagina, por ejemplo, en una sala de reanimación,
 provocando un miedo todavía de mayor intensidad para probar si logra contenerla; puede luego
imaginarse en su funeral o en el ataúd, mientras que se despierta después de una muerte aparente, etc. y el
 proceso puede no tener fin hasta que el sujeto no quede inmovilizado por este torbellino que él mismo
generó. El ataque de pánico es así el resultado de tentativas ineficaces de controlar el miedo, suscitándose
en cada tentativa imágenes con contenido de miedo más intenso.

¿A qué tipo de trastorno psicótico puede dar lugar esta organización de personalidad?
Tenemos que volver a subrayar que para un estilo con tendencia a la fobia el sentido de permanencia de sí
mismo está centrado sobre dos rasgos emotivos recurrentes, que determinan tanto la significatividad de las
situaciones intercurrentes, como la cualidad de las emociones activadas: éstos se refieren a los temas de la
constricción y la protección. Por tanto, las formas psicóticas estarán caracterizadas por la intensa
amplificación de estos temas básicos, sin que los acontecimientos intercurrentes puedan ejercer más un
efecto retroactivo y generativo; más bien, los acontecimientos cotidianos serán entendidos como
confirmación del tema activado, anulando así cada variación de sentido. Los delirios más comunes serán
aquellos de celos relativos al tema de la protección, los de persecuciones relativos al tema de la
constricción, los de hipocondría relativos al tema de la incolumidad física.

NOTA 1  Es interesante señalar que los pacientes con sintomatología fóbica declarada frecuentemente
 pueden incitar un ataque de pánico tanto en relación al aumento de intensidad del miedo -advirtiendo, por
ejemplo, el aumento de la frecuencia cardiaca que ella comporta como peligro inminente de infarto-, como
simplemente en relación a la aceleración del latido debido a un esfuerzo.

NOTA 2  Los otros, son todos los otros menos los consanguíneos para los coercitivos activos, mientras
que los pasivos también desconfían de los consanguíneos.

NOTA 3  Por otro lado, ser emotivos, dejarse ir sin mantener vigilante la atención, es sinónimo de
fragilidad y vulnerabilidad. Lo que explica por qué la relajación corresponde a una reacción de alarma; en
efecto, con la relajación “se pierde el cuerpo”, en el sentido que falta la atención y con ella el control sobre
el cuerpo (Reda, Arciero y Blanco, 1986).

CAPÍTULO X
ESTILO DE PERSONALIDAD CON TENDENCIA A LOS TRASTORNOS OBSESIVOS-
COMPULSIVOS

Para explicar la génesis de este estilo de personalidad, por la gravedad de la sintomatología, por la
dificultad del tratamiento en psicoterapia, por el infausto pronóstico, por aquella cercanía -subrayada
 por muchos- a la esquizofrenia (ligada a las trastornos del pensamiento), a menudo es invocada la
hipótesis biológica.
¿Qué interpretación alternativa es posible delinear para dar cuenta tanto del desarrollo del carácter
como de los trastornos psicopatológicos que pueden generar?

Sin argumentar con inútiles polémicas epistémicas contra la primacía de la biología para la
comprensión de la individualidad humana, o sobre la continuidad y discontinuidad entre personalidad
y sintomatología obsesiva, querría comenzar delineando los aspectos comunes que nos permiten
distinguir las particulares configuraciones familiares en cuyo ámbito, en general, se desarrolla la
 personalidad con tendencia a los trastornos obsesivos.
1) La familia ambivalente coercitiva, caracterizada por una atención extremadamente centrada sobre el
hijo en términos de control tanto del peligro conexo a la dimensión física como aquella relativa a la esfera
emotiva y moral. En el primer caso tendremos a un padre que manifiesta sus preocupaciones a través de
una actitud desapegada con respecto de los posibles y más extravagantes acontecimientos peligrosos.
Comparándolo con el hipercontrol del padre con tendencia a la fobia que regula el acercamiento y el
alejamiento a través del uso de los afectos, este padre se caracteriza por una vigilancia anafectiva
acompañada de una anticipación lógica del peligro. Una de mis pacientes describiéndome la estructura de
su casa, de pequeña recordaba cómo, hasta la niñez avanzada, los cristales de todas las ventanas estaban
atravesados por tiras de cinta adhesiva, como las que utilizan para preparar paquetes; de esta manera la
madre se sentía segura que si por casualidad se rompiera un cristal las esquirlas no dañarían a la niña.
En el segundo caso, la vigilancia sobre el mundo emotivo del niño es llevada a cabo redefiniendo las
emociones intercurrentes del pequeño según los parámetros de intensidad y calidad derivados de un
sistema de principios a los que el padre se adhiere. La misma paciente me contó de un día, en la
guardería, cuando fue alabada públicamente por la maestra por haber hecho un dibujo particularmente
 bello; feliz por la alabanza, vuelve a casa, comunica la alegría y el orgullo a la madre. La madre,
apagando los entusiasmos de la pequeña redefine lo acontecido diciendo que el orgullo es un pecado
frente a Dios, y que en lugar de estar orgullosa por el éxito del dibujo tendría que dar gracias al Señor.

2) La familia ambivalente evitante, caracterizada por padres exigentes y fríos sin dar sostén, padres que
utilizan el castigo hasta la humillación y la justifican en términos pedagógicos, padres que doblegan con
violencia a los hijos, ya desde muy pequeños, a comportarse rectamente. Éste es un modo de castigar
 bastante singular; el castigo es explicado, programado como si fuera una sentencia, y finalmente hecho en
nombre del bien hacia el hijo privándolo así de cada aspecto de inmediatez emocional.
También en este caso tenemos a padres cuya atención se vuelve a la esfera de la acción, que valoran las
conductas del niño a través de sistemas formales de referencia como los cánones convencionales de
etiqueta, o las buenas maneras, o las reglas de limpieza, y que transforman la educación en disciplina.
Por el otro lado, podemos tener a padres que ignoran al niño o lo consideran poco más que un animal hasta
que el pequeño no entra en el mundo del lenguaje y más aún en la edad de la razón; cuando es capaz de
discutir y de argumentar de modo razonable puede convertirse en el objeto de la acción educativa parental.
Por consiguiente, a una extrema indulgencia en el período de la primera infancia puede seguirle una
solicitud severa de control y responsabilidad; de ser completamente ignorados estos niños se encuentran
siendo tratados como pequeños adultos.
Una síntesis de este tipo de atención parental fue dada por Kafka en la “Carta al padre”: “Tus sumamente
efectivos y, conmigo al menos, infalibles recursos retóricos en la educación eran: insultos, amenazas,
ironía, risa maligna y –curiosamente- autoinculpación... Tenías una confianza especial en la ironía como
método educativo; además se avenía muy bien con tu superioridad sobre mí”61
Efectivamente en la ironía, pero también en la autoinculpación, está representada siempre implícitamente
aquella ambivalencia y aquella ambigüedad que caracteriza más en general la conducta parental; detrás de
la burla, se oculta la agresión y el desapego, detrás del lamento por la propia condición, la acusación de
ser diferente.

¿Cómo organizan los niños la relación con los padres?

Estas dos configuraciones familiares constituyen las polaridades de un continuum que, en un extremo se
 percibe una relación con un grado muy alto de coerción simultánea a una condición de mínimo desapego,
 por otro un grado intenso de rechazo simultáneo a una actitud coercitiva de leve entidad; la combinación
de la actitud coercitiva y evitante varía según nos desplazamos hacia una u otra polaridad.
Lo que aúna estos modelos familiares es la simultaneidad de modos de ponerse con respecto al niño, que
resultan ser opuestos. Como ya han subrayado muchos autores (Adams, 1973; Guidano, 1988, 1992), la
actitud comunicativa parental vuelve a traer a la mente la hipótesis del doble vínculo; la duplicidad del
mensaje deja al niño desorientado con respecto a las intenciones parentales y por lo tanto con respecto a la
lectura de los propios estados internos.
Efectivamente, desde las primeras fases del desarrollo, tanto que el apego esté orientado hacia la
 protección como hacia el rechazo, a causa de la contemporaneidad en cada caso de la activación del polo
opuesto, no le es permitido al niño construir un sentido de sí mismo basado en una clara diferenciación de
las propias señales y de las emociones que las subtienden. Así, si bien el pequeño se organiza según una
trayectoria preferencial hacia el polo coercitivo o el evitante, la intensidad de las emociones básicas
relativas a estas dos polaridades será mucho más contenida y aquellas emociones mucho menos definidas.
 No pudiendo tener confianza sobre una clara demarcación de los estados internos por la presencia
contemporánea de dos polaridades opuestas de activación, el niño estará orientado a regular la propia
estabilidad sobre lo externo; en la primera infancia eso corresponderá a una particular atención dirigida al
dominio de acción (en conjunción con la parental). A su vez el padre participará en el dominio de acción
regulando la interacción a través de una actitud preocupada pero impersonal (ambivalente coercitivo), o
 bien evitante pero atento (ambivalente evitante). Es evidente que la ambigüedad y la equivocidad de la
respuesta parental le darán al niño un sentido más o menos marcado de inseguridad y de desatención
 personal.
Un ejemplo del comportamiento del padre ambivalente coercitivo es proveído por la descripción que una
de mis pacientes obsesivas hacía del cambio de los pañales de la hija; para esta madre cada actitud de
ternura respecto a la hija le suscitaba la emergencia de imágenes intrusivas de contenido sexual violento
sobre la pequeña. Por lo tanto, cada vez que entraba en contacto más íntimo con la niña, como durante el
 baño o durante el cambio de los pañales, mientras ponía una atención excepcional al contacto o a la
temperatura del agua y a la delicadeza con que limpiaba los genitales de la hija, participaba en esos
momentos con la atención fría de un cirujano atento a la pesadez de la mano; en efecto, su atención estaba
dirigida al control de las propias acciones que fueron analizadas en continuación y en los mínimos detalles
como prueba de la absurdidad de las imágenes intrusivas.
La actitud ambigua de los padres ambivalentes evitantes emerge con claridad en las actividades lúdicas
que éstos comparten con los niños; a menudo el juego, utilizando el mismo estilo del castigo, desprovisto
61
Pág. 33-34 edición castellana “Carta al padre y otros escritos”. Alianza Editorial. 1999
de toda espontaneidad es conducido por el padre con finalidades educativas, como si fuera un ejercicio
guiado por reglas, sin participación emotiva. La imposición al juego de objetivos didácticos hace que se
realice una situación emotiva sin manifestación de emociones; la actitud ambigua del padre se traduce
 para el niño en una percepción incierta; una combinación de atención y rechazo.
La entrada en el dominio simbólico y el empleo más articulado de recursos cognitivos le permiten al niño
en edad preescolar reorganizar las estrategias de vínculo con el padre, y el sentido de sí mismo
estructurado hasta ese momento; es el primer cambio significativo en el ámbito de la familia que, como
ésta, ponen un énfasis excepcional sobre la dimensión cognitiva. En efecto, el uso de la cognición permite
 por un lado coger de manera más eficaz las reglas y los cánones según los cuales dar sentido a las
situaciones intercurrentes y por otro lado construir criterios estables a través de los cuales seleccionar los
 propios estados internos.
Mientras el niño con un componente coercitivo más importante empezará a usar la cognición para
manipular la figura de apego y así estabilizar el sentido de inseguridad personal, el infante con un mayor
componente evitante la usará para gestionar la distancia con el padre, potenciando la capacidad de lectura
de los contextos según normas condivisas. Él estabiliza a través de la adherencia a aquel sistema de reglas
el sentido de sí mismo, excluyendo al mismo tiempo, la activación emocional.
El papel preeminente de la cognición se refleja sobre la importancia que las emociones valorativas
autoconscientes empiezan a desempeñar a partir de los años preescolares en la constitución de la
estabilidad personal. En efecto, si el sentido de la propia experiencia es asegurada por la capacidad de
 poderse interpretar según los sistemas externos de referencia, la constancia de la identidad está dada por la
adhesión a aquellos modelos; por lo tanto, emociones como la vergüenza, relativa a una valoración global
del sí mismo, o como la culpa, que conciernen la valoración de una acción particular, serán de gran
relevancia organizativa en el curso de todo el ciclo de vida, tanto de poder convertirse en rasgos estables
de personalidad. Otra vez con las palabras de Kafka extraídas de la “Carta al padre”: “... Yo vivía en
 perpetua vergüenza: o bien obedecía tus órdenes, y eso era vergüenza, pues tales órdenes sólo tenían
vigencia par mí; o me rebelaba, y también era vergüenza, pues cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien
no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu habilidad, y tú sin embargo me
lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la mayor vergüenza...”62
Es bastante común que ya desde pequeños se hagan a estos niños peticiones de madurez y de
responsabilidad indudablemente excesiva con respecto de su capacidad intelectual; mientras para algunos
estas presiones familiares estimulan una precocidad sobre todo cognitiva, para otros, como en Kafka,
 pueden engendrar un sentido estable de vergüenza y/o de culpa. Parafraseando el famoso comentario de
Kundera al Proceso, la absurdidad del sentido de culpa puede convertirse, en el curso de las sucesivas
fases de la vida, tan insoportable que, para encontrar la paz, el acusado quiere hallar una justificación a su
 pena: el castigo busca la falta. (cfr. nota 1)
La entrada en la edad de la razón puede tener sobre el desarrollo de esta personalidad un doble efecto; por
un lado, la articulación del pensamiento concreto permite la estructuración de un andamiaje lógico–verbal
más sólido, tanto que puede coger de manera más nítida y detallada las categorías de valores a los que
corresponder para estabilizar el sentido de sí mismo: el uso del intelecto crea certeza. Por otro lado,
también el fomento de los recursos cognitivos, también facilitados por la escolarización, determina una
mayor minuciosidad en excluir aspectos contrastantes de sí mismo como sensaciones, percepciones,
situaciones emotivas y pensamientos que no son asimilables a la imagen de sí mismo elegida. Por tanto, el
surgimiento de situaciones y de estados internos que no son decodificables dentro del sistema de valores
sobre los que se ha impreso la propia identidad, puede favorecer que emerjan rasgos básicos de esta
 personalidad como la incertidumbre, la duda, el perfeccionismo, y también condiciones psicopatológicas
62
 pág. 30 obra citada (Aquí el traductor español prefirió la palabra “ignominia” a la “vergüenza” tal como hizo el traductor italiano).
declaradas como rumiaciones y rituales; y así, si bien la sintomatología obsesiva ya puede emerger en los
años preescolares, no sorprende que a esta edad se vuelva más común.
Es evidente que habrá una diferencia entre el niño más polarizado sobre la vertiente coercitiva y aquel más
centrado sobre la polaridad evitante. Para el primero, la emergencia de estados internos discrepantes con
respecto de los cánones de referencia suscitará un aumento de inseguridad personal -acompañada por
ansiedad y/o miedo- percibida como peligro para sí o para las figuras de apego. El pequeño para
reconquistar la estabilidad implicará al padre con exageradas solicitudes de seguridad o a través de la lista
de todos los posibles riesgos ligados a un eventual alejamiento, o utilizando la descripción detallada de
todas las imágenes intrusivas ligadas a la muerte, a la enfermedad o a la desdicha que podría golpear a sí
mismo o uno de los familiares. La actitud vinculante con respecto a la atención parental, a diferencia del
niño con tendencia a la fobia, pasa a través del empleo de los recursos cognitivos. A las rumiaciones
 pueden seguir las acciones estereotipadas que son cumplidas en la pretensión de anular el peligro
imaginado, llevando el estado de agitación dentro de límites aceptables; sobre todo rituales de lavado y
control. Una de mis pacientes por ejemplo, reconstruyendo los primeros años de la niñez recordaba cómo,
apenas en edad escolar, el contacto con el hermano le dejaba encima un sentido de suciedad que la
obligaba a rituales de lavado en los que implicó a los padres.
Los niños que tienen un componente evitante más fuerte responden a la emergencia de situaciones críticas
 para la estabilidad de la identidad con una mayor autosuficiencia compulsiva, entendidas como búsqueda
de certeza a través de la perfección. Las manifestaciones serán, por lo tanto, más “abstractas”; del análisis
detallado de los hechos y los pensamientos cotidianos para valorar si se actúa en conformidad a las reglas
religiosas o morales, hasta la repetición de jaculatorias mentales. Además, comienzan a asomarse a esta
edad preguntas metafísicas sobre la muerte, la realidad, sobre la existencia propia y de los otros, sobre la
creación, etc., que pueden empeñar y angustiar al niño que está a la búsqueda de certezas últimas (Adams,
1973). A menudo estos niños que, por los temas que les preocupan y por las actitudes que asumen,
 parecen adultos en miniatura, viven al margen del grupo. A veces, sobre todo en clase, son tenidos en alta
consideración gracias a las capacidades cognitivas particularmente desarrolladas, mientras que carecen de
espontaneidad y de capacidades sociales resultando torpes e inadecuados en las relaciones extraescolares
con los coetáneos.
Hablando del último período de su niñez Edmund Gosse (1965), que creció segregado, padeciendo la
educación de un padre puritano e inflexible, escribía: “Todavía no tenía idea alguna de las relaciones que
unen a los seres humanos; tampoco aprendí una palabra de aquella filosofía que los hijos de los pobres se
forman de sus riñas de la calle, y los hijos de los acomodados en el alboroto de la habitación de los niños.
En otras palabras me faltaba humanidad”. Este sentido de diferencia de los otros puede volverse aún más
marcado en los años siguientes del desarrollo y traducirse en una percepción de superioridad y de
convencida rectitud o en un sentido de inferioridad e indignidad según que se sea capaz o no de
corresponder a los cánones “objetivos” de referencia.
Así al final de la niñez ambas variantes de esta personalidad, si bien de modo diferente, se encuentran que
deben hacer cuentas con una desencoladura entre la esfera afectiva, normalmente percibida en términos de
activación indiferenciada y extraña a sí mismo, y la esfera cognitiva más desarrollada de lo normal. La
adolescencia tendrá que encontrar una respuesta a esta disyunción.

¿Qué forma toma la revolución adolescente?

La dimensión intelectual es el espacio en que toma forma la revolución adolescente que ve al pensamiento
como el gran intérprete; en efecto, es el propio pensamiento que asegura la coincidencia entre sí mismo y
el orden presente y futuro de las cosas, generando el sentido de control y fiabilidad personal. La
centralidad de la dimensión intelectual para el mantenimiento de la propia identidad explica el gran énfasis
sobre la potencia y a veces sobre la omnipotencia que los estilos con tendencia a las obsesiones conceden
al pensamiento. Vemos los resultados más extremos en las formas sintomáticas donde el pensamiento se
vuelve causativo y se carga de fuerzas mágicas.
Las fases iniciales de la adolescencia se caracterizan por la posibilidad, favorecida por la emergencia del
 pensamiento abstracto, de la integración en un sentido unitario de aspectos distintos y también opuestos
del sí mismo. La unidad del personaje irá estructurándose de manera relativamente diferente al lado
interesado, con el objetivo común de la búsqueda de leyes, cánones, principios a través de los cuales poder
extraer aquella certeza explicativa que coincide con la estabilidad de la propia identidad, y que permitirá al
adolescente la elaboración de un proyecto de futuro.
Si la personalidad tiene un mayor componente coercitivo, la búsqueda de la estabilidad estará centrada
sobre la capacidad del adolescente de anticipar y neutralizar las situaciones de peligro que provienen del
mundo externo, de los otros y del propio dominio emotivo y, por lo tanto, de quedar adherido a un sistema
de reglas -interconectadas lógicamente- según el cual asegurar la fiabilidad de la propia imagen. La unidad
 personal estará centrada sobre el tema del control que modulará el sentido de sí mismo como en los estilos
con tendencia a la fobia, pero cuya naturaleza es bien diferente. Mientras para los estilos con tendencia a
las fobias el problema es contener la intensidad de la emoción activada para reconquistar la estabilidad, en
los estilos con tendencia a las obsesiones la inestabilidad es gestionable sólo si la activación está
descodificada de acuerdo al sistema de valores adoptado. La certeza que necesitan extraer, en efecto, la
extraen de la confirmación de corresponder en cada situación con el orden unívoco de las cosas; es el
mundo de los funcionarios en los cuales Kafka explora las posibilidades más increíbles hasta la
metamorfosis deshumanizante, pero es también el mundo de carreras extremadamente disciplinadas como
 por ejemplo las militares o religiosas, políticas o legislativas. La seguridad de un orden al que adaptarse
implica, por un lado, el sentido de comportarse de modo irreprensible en cada situación y, por otro, la
certeza cognitiva de poder anticipar cada posible acontecimiento disonante y elaborar para cada
circunstancia la correcta solución. Por tanto, encontrarse frente a un imprevisto alimenta una actividad de
elaboración, tanto inmediata, llevada a retomar el control, como preventiva, dirigida a anticipar las
 posibles consecuencias. Y así, mientras el estilo con tendencia a la fobia aumentará la atención sobre los
aspectos viscerales de la emoción regulándola por la proximidad-lejanía de una figura fiable, el estilo con
tendencia a la obsesión responderá a la activación imprevista con un aumento del empleo de los recursos
cognitivos para reconquistar la certeza. Esto es evidente también en fase de descompensación como
muestra el ejemplo siguiente.
Uno de mis pacientes que inició hace poco la terapia, invitado a enfocar en el curso de las semanas
situaciones que le suscitaron el sentido de descontrol cuenta con gran vergüenza de una obsesión
recurrente de la que no logró liberarse. Cada tarde, cuando volvía a casa del trabajo, su hija de 8 años le
iba al encuentro, lo abrazaba, lo acariciaba y luego se sentaba sobre sus rodillas para contarle los hechos
del día. Él estaba contento con esta cálida acogida y de las carantoñas y los mimos de la pequeña hasta el
momento en que la niña le pedía que la abrazara o estar sobre sus rodillas. En aquel momento, al mismo
tiempo de la alegría del contacto con la hija, sentía una agitación inexplicable. Inmediatamente un alud de
 pensamientos se apoderaban de él; ¡quizás la inquietud estaba ligada a un deseo sexual, quizás quiso hacer
mal a la hija, quizás el malestar era debido de alguna manera a su naturaleza perversa! A cada episodio
caracterizado por un contacto afectivo más intenso con la niña, emergía una especie de debate interno
entre una parte de sí mismo culpabilizadora, que amplificaba en exceso cada detalle para demostrar un
deseo patológico, y la parte defensora que llevaba pruebas para confirmar su bondad como padre. En este
tipo de diálogo interno la parte acusatoria sucumbía a la otra, para luego resurgir a través de nuevos
argumentos llevados adelante a fuerza de extenuantes explicaciones y contra-demostraciones (en el
diálogo interno), en la inútil tentativa de reconquistar un sentido de seguridad personal.
Para este paciente la estabilidad correspondía a sentir emociones dentro de un cierto rango por él
conocidas y previsibles. En el caso específico, el abrazo de la hija tenía que proporcionarle una cierta
intensidad de alegría; la intensidad en exceso desbordando los límites previstos era peligrosa e
incontrolable. La hiperactivación cognitiva se convirtió en el instrumento para reconquistar el control.
Es evidente que cuánto más rígido es el sistema de normas, tanto más fracasarán las tentativas de control y
de descodificación de los estados internos; y por otro lado, las tentativas no logradas de articulación
aumentarán el estado de activación emocional generando un sentido más agudo de incontrolabilidad. Si
consideramos la dificultad de reconocimiento y por lo tanto de articulación de los estados afectivos que
caracteriza este estilo de personalidad, podemos estar de acuerdo con Turner, Beidel y Nathan (1985) que
de una revisión de la investigación biológica sobre los trastornos obsesivos-compulsivos concluyeron que
el comportamiento obsesivo-compulsivo podría ser considerado como una consecuencia o como una
respuesta a un estado de hiper-activación -quizás como una tentativa de controlarlo (citado en Johnson,
1994, pág. 269).
Si la personalidad tiene un componente evitante más fuerte, la búsqueda de la estabilidad por parte del
adolescente estará predominantemente orientada al descubrimiento y a la consolidación de principios por
los que excluir o corregir el sentido intrínseco de negatividad personal. Y entonces, mientras el esfuerzo
de corresponder a criterios “objetivos” de positividad, tiene generalmente una fuerte impronta moral,
estabiliza el sentido de sí mismo en curso, la experiencia que no es declinable según aquellas rejillas
interpretativas puede ponerlo en jaque. La disminución de la correspondencia a aquellos principios que
 proveen los criterios de certeza y de verdad en las distintas situaciones de la experiencia, y por lo tanto de
la positividad de la propia identidad, hacen oscilar el sentido de sí mismo hacia una valoración igualmente
objetiva de la propia negatividad. En efecto, aquella incapacidad se convierte en la certeza de que la
 propia insuficiencia depende intensamente de sí mismo y de la propia intrínseca inferioridad.
El tema de la culpa, de la expiación y de la redención se trata con extraordinaria maestría en “Crimen y
Castigo”. Dostoyevski explora estas emociones a partir de la puesta en discusión del principio mismo que
gobierna la humana convivencia; se trata del bien y del mal, y de su confuso y ambiguo confín. La
narración, desde la primera página, nos conduce en la vida del ex-estudiante Raskolnikov (de la palabra
Raskol que significa cisma, división, escisión) en su agobiante pensamiento, en su duda y en su extrañeza.
Lentamente, la angustia de las primeras páginas adquiere un contorno, la indecisión, un objeto;
Raskolnikov está por cometer un homicidio. “Una idea extraña le picoteaba el cerebro como hace el
 pollito con el cascarón; una idea que arrebataba por completo su atención”. Ya llevaba algunos meses que
valoraba la acción homicida sin llegar a una convicción definitiva. Una serie de circunstancias banales -el
haber escuchado por casualidad que la víctima habría quedado sola en casa a cierta hora y una
conversación entre un joven estudiante y un oficial sobre la mezquindad de ella- interpretada como una
señal, lo indujo de golpe, “de modo casi mecánico”, al delito. Él mató con un hacha a una vieja usurera y
su hermanastra que regresó antes de lo previsto.
En este punto se abre el segundo momento del relato, del cual no tenemos indicaciones más que en las
fases siguientes; apenas sabemos que el haber matado a la anciana para él no era un delito.
Raskolnikov, después de una serie de fortuitos percances, entra en un estado delirante; lo seguimos
extraviados en su confusión; no cogemos en ello el sentido del homicidio, ni aún menos las razones del
trastorno que le sigue. ¿Por qué aquella angustia desesperada, por qué aquella soledad tan extrema, por
qué aquella profunda turbación, si aquel homicidio apenas acabado no es un delito? La respuesta allí es
sugerida después de algún capítulo por Porfiri, el juez de instrucción; el otro gran personaje de “Crimen
y Castigo”, el hombre que demostrará a través de la argumentación lógica la culpabilidad de
Raskolnikov. Durante un coloquio informal, Porfiri pide a Raskolnikov aclaraciones sobre un artículo
suyo titulado “Del delito” aparecido meses antes en un semanario. En aquel escrito Raskolnikov
sustentó la diferenciación entre hombres ordinarios y hombres extraordinarios; los primeros, “los
 piojos”, que tienen que actuar y vivir dentro de las normas vigentes; los segundos, los hombres reales
que tienen el derecho a sobrepasar los límites de la ley para afirmar y llevar a efecto las propias ideas, y
así crear nuevos órdenes. “En resumen”, dice Raskolnikov, “llego a la conclusión de que no solamente
los grandes hombres, sino también los que apenas descuellan por encima de los demás, los que tienen
algo nuevo que decir, por poco que sea, han de ser por su índole misma delincuentes, en mayor o
menor grado, por supuesto. De lo contrario, les será difícil salirse de la rutina. Y permanecer en ella es
algo que no pueden consentir, también por su índole misma, y a mi juicio están obligados a no
consentirlo” (pág. 311)63 . Por fin la clave del homicidio se confirma más adelante en el relato por el
mismo Raskolnikov. El suyo es un delito realizado como un experimento para la verificación de una
teoría; lo confesará explícitamente a Sonya: “Lo que quería saber era algo distinto; era otra cosa lo que
me empujaba. Lo que quería saber, y saberlo cuanto antes, era lo siguiente: ¿soy un piojo, como todos
los demás, o soy un hombre” (pág. 490)64 . Ésta es su culpa: el haber supuesto ser un hombre al que le
era permitido más de lo que le era lícito a los otros, y de no haber estado a la altura. El delito, como un
experimento fallido, genera la conciencia aplastante de haber no sido capaz ni siquiera del primer paso;
he aquí la culpa que no puede tener un castigo y no admite un arrepentimiento. “En el presente una
ansiedad sin propósito u objeto, y en el futuro un continuo sacrificio que a nada conduciría: eso era
todo lo que el mundo le brindaba” (646)65 . Con este ánimo Raskolnikov vive sus días de condenado en
Siberia, en una ilimitada soledad a la búsqueda de un castigo apropiado a la culpa .... de un castigo
imposible.
Sonya es la intérprete femenina principal de la novela. Ella soporta el peso de la infelicidad y la
desesperación, llegando a anular a su propia persona para ayudar a un padre borracho, una madrastra
tísica y tres hermanastros en tierna edad. Es una figura introducida imperceptiblemente, que cada vez
más en el curso del relato, adquiere espesor; su fuerza moral sustentada por una fe intocable, se
convierte en los anclajes que permiten la redención de Raskolnikov.
Al igual que la realización del delito, también el camino de la redención, después de grandes
disidencias, es embocada rápidamente; un sueño, en el cual Raskolnikov ve las consecuencias funestas
de su teoría aplicada a la humanidad entera, y la repentina ausencia de Sonya a las charlas semanales
 permitidas para los presos, constituyen el antecedente. La semana siguiente, cuando por casualidad se
encuentra cerca Sonya, se produce de repente un cambio radical; comprende quererla. Con el amor
entre los dos y en el fondo la palabra del Evangelio, que narra la resurrección de Lázaro, se cierra
“Crimen y Castigo”.
Aunque la imagen de sí pueda estabilizarse en el curso de la adolescencia sobre una de las dos polaridades
generando un amplio espectro de comportamientos (coherentes a la vertiente interesada) en un sentido de
controlabilidad y fiabilidad, ella puede oscilar entre las dos vertiente según una modalidad “todo o nada”.
En tal caso, la emergencia de estados internos no asimilables a la imagen de sí mismo elegida puede
alimentar un sentido de inestabilidad personal, con vuelcos bruscos de percepción de sí que dejan al sujeto
desorientado poniéndolo frente a la tarea de reconquistar a cualquier precio un equilibrio más firme. De
nuevo un episodio sacado de las observaciones escritas por uno de mis pacientes puede ayudarnos a
comprender esta oscilación de imagen.
“Mientras hacía el amor con mi mujer, un momento antes del orgasmo he imaginado que estaba
haciéndolo con mi colega de la oficina. El hecho que haya venido (y no es importante si a propósito o no)
 para mí es inaceptable. Pensar en mi colega me ha hecho sentir indigno; un animal empujado por impulsos
sexuales salvajes, incapaz de amar, que no se merece a una compañera como la que tengo. Pero ¿por qué
he imaginado aquella mujer? Quizás, no quiero bastante a mi mujer…” En este caso es una imagen

63
Pág. 335 versión castellana “Crimen y Castigo” Tomo 1. Alianza Editorial 1999
64
 pág. 531 versión castellana “Crimen y Castigo” Tomo 2. Alianza Editorial. 1999
65
 pág. 686 obra citada
intrusiva de trasfondo sexual que no pudiendo ser asimilada en un sentido de sí mismo centrada sobre
valores de fidelidad, de fiabilidad, de seriedad, de lealtad, de transparencia, cambia la valoración de sí
mismo en su totalidad. Él se convierte en una bestia presa de los impulsos incontrolables, indigno de ser
amado; un instante después, la indignidad se transforma en duda sobre su implicación emotiva.
Al igual que para el adolescente ambivalente coercitivo, también para el ambivalente evitante el
mantenimiento del sentido de unidad del personaje está centrado sobre la capacidad de control; pero en
este caso, las situaciones que más amenazan la estabilidad conciernen predominantemente a la dimensión
moral.
Una de las condiciones más desestabilizadoras desde este punto de vista es la activación de la rabia, que
dado el componente evitante de esta personalidad, está presente de modo preeminente. Esta emoción
 puede provocar muchas reacciones, pero la única posibilidad para descodificarla sin advertir en ello la
carga de incontrolabilidad es justificarla a través de los principios morales en los cuales está impresa la
 propia identidad. Por ejemplo, el castigo hasta la humillación del otro es una conducta francamente
agresiva; pero si, como ocurre a menudo, es reconocida como subtendida, por ejemplo, de una necesidad
 pedagógica no es percibida como una conducta indigna.
Si no es legible a través de aquellos principios, la activación indiferenciada no reconocida como rabia,
 puede generar rituales y rumiaciones que a través de una función distractora permiten su exclusión del
campo de conciencia. Finalmente en otros casos puede dar lugar a imágenes intrusivas de contenido
fuertemente desestabilizador o puede ser realizada impulsivamente, alimentando oscilaciones del sentido
de sí mismo según la modalidad de todo o nada.
En general, podemos decir que si la eficacia del control depende del uso apropiado de los propios recursos
cognitivos, es evidente que al control está conectado el tema de la responsabilidad. En efecto, ser cogido
desprevenido por los acontecimientos, tanto como tenerlos previstos, depende del justo uso del propio
 pensamiento, del cual cada uno es responsable. Por lo tanto, no puede sorprender que en las situaciones
sintomáticas se pueda sentir responsable de causar daños a otros o de neutralizar amenazas inminentes.
Las capacidades de control centradas sobre el pensamiento abstracto vienen a medirse en la adolescencia
con el desarrollo y la articulación de la esfera afectiva y sexual. Estas dimensiones de la experiencia
representan áreas críticas por las dificultades de lectura y gestión del mundo emocional sometidas desde
siempre a una atención valorativa. Por lo tanto, el ingreso en el mundo de los amores juveniles ocurre
lentamente, con retraso respecto de los coetáneos y, en general, con comienzos absolutamente platónicos,
que pueden durar años. Es interesante subrayar que la imagen idealizada del amado/a generalmente está
desconectada de la activación sexual y no es nunca objeto de fantasías masturbatorias; como si la
conmixtión de las dos dimensiones contaminara la idea del amor. Es por lo tanto posible que las primeras
experiencias puedan ocurrir con compañeros ocasionales, sin implicaciones, como si fuera un experimento
científico; es también posible que el debut sea pospuesto a fases más avanzadas de la juventud, en espera
de una situación afectiva definida y consolidada. En general, la sexualidad se configura en todo caso como
un área problemática; ya sea porque corresponde a una activación visceral, ya sea que se acompañe de
una implicación emocional, como, finalmente porque es objeto de reglas morales; todo eso produce un
aumento de la vigilancia que puede tomar formas diferentes.
Por lo que atañe a la dimensión afectiva, como ya hemos visto, cada vez que emerge un estado emocional
discrepante éste alimenta un sentido de incertidumbre que produce un aumento del empeño cognitivo. Eso
se traduce, además del incremento de la capacidad explicativa y previsora, en una atención mayor a los
detalles, por ejemplo, de una particular acción o de ciertas sensaciones e imágenes, que debe ser entendida
como una tentativa de construcción de un sentido de seguridad más profundo. A menudo este
 perfeccionismo está ya estabilizado como rasgo de personalidad a partir de la primera niñez, y puede
tener, cuando se conjuga con la capacidad previsora, un alto valor generativo; piénsese, por ejemplo, en el
 juego del ajedrez. Por otro lado, esta actitud hacia la precisión y al orden también puede representar un
importante factor de vulnerabilidad (Blatt, 1995). Los estudios sobre ese fenómeno llamado de
subinclusión subrayan la vertiente desadaptativa del perfeccionismo en sujetos obsesivos-compulsivos
sintomáticos con respecto a un grupo de control; el malestar se expresa tanto por un enfoque
excesivamente preciso de detalles como por el empleo de un mayor número de categorías (capaces de
incluir una cantidad más pequeña de ítems) para clasificar los estímulos (Reed, 1969).

¿Qué diferencia existe entre el perfeccionismo como rasgo de personalidad del perfeccionismo como
factor de vulnerabilidad?
La diferencia está normalmente dada por la relación entre los detalles y la visión de conjunto. Mientras la
 personalidad con tendencia a la obsesión estructura normalmente su estabilidad a través del empleo de la
dimensión cognitiva que modula el sentido de sí mismo de modo independiente del contexto -
interpretando a través de una visión general las situaciones particulares y encontrando en el análisis de los
detalles una justificación de los principios generales- en los sujetos sintomáticos la situación cambia. El
enfoque sobre los detalles se vuelve así intenso, tal vez como tentativa de recobrar un sentido de certeza,
donde la visión de conjunto se fragmenta en una multiplicidad de categorías comprometiendo la capacidad
de integración: la realidad está descompuesta en detalles. Esta hipercognitividad, que emerge en las
situaciones de incertidumbre, a menudo es advertida por los pacientes por la presencia de una particular
forma de diálogo interno caracterizado por la asimetría de las voces: como si una le perteneciera al
 paciente mientras la otra insinúa dudas, atenta a las certeza, acusa, pone a prueba: es el “grillo parlante”
como lo definió uno mis pacientes. Diálogos interminables sobre nimiedades o bien de contenido irreal
 pueden prolongarse luego por semanas, y ser reemplazados por otros, asimismo incluyentes, del mismo
tenor. De nuevo una secuencia anotada en el diario de observaciones de uno de mis pacientes.
1ª Voz: Juan, piensa si por casualidad tu esperma ha quedado sobre la mano y lo has pegado a Paolo.
2ª Voz: Pero qué dices, me he lavado las manos.
1ª Voz: ¡Si, pero puede ser que no te las haya lavado bien, y por tanto te haya quedado un poco de
esperma cerca de la muñeca!
2ª Voz: No, no puede ser, además en el momento en que he apretado la mano a Paolo había pasado 40
minutos desde la masturbación. El esperma en el ambiente externo muere enseguida.
1ª Voz: Sí está bien, pero en la muñeca no te has mirado bien; y, por cierto, ¿por qué te has masturbado?
¡Hay en ti algo que no va! Si te masturbas quiere decir que no quieres a tu mujer….
La consecuencia más evidente de la hipercognitividad es una especie de elentecimiento, más manifiesto en
la dimensión del actuar, que desde un punto de vista interno también corresponde a un análisis minucioso
de particulares irrelevantes; estos sujetos están “atormentados por un sentido interno de imperfección” que
son empujados a colmar (Janet, 1903, citado por Summerfelt et al., 1998, pág. 100).
La incapacidad de distinguir eso que es relevante de aquello que no lo es, sin ser capaz de integrarlo según
los principios guías, pone al sujeto que tiene que actuar o elegir en la condición de analizar todos los
detalles, las consecuencias y las contraindicaciones de una acción y una elección, así como de la acción o
de la selección contraria. De esto deriva la indecisión y/o el aplazamiento, además de una actitud
dubitativa paralizadora que acaba aún más por producir aquella incertidumbre que el firme empleo de la
cognición habría tenido que aliviar (Guidano, 1987). La inconclusividad y la duda contribuyen así a nutrir
aquel sentido penetrante de incontrolabilidad que inmoviliza la capacidad valorativa y decisoria. La
 percepción de no fiabilidad, que coincide con la pérdida de control y del sentido de unidad personal, se
acompaña de un rango de emociones diferentes según se trate de sujetos con mayor componente coercitivo
o un componente evitante más marcado. Los primeros describen sensaciones de desorientación, angustia,
despiste, desarraigo, agitación acompañada por un aumento de vigilancia sobre las percepciones, sobre las
sensaciones y sobre la activación emotiva que contribuye a amplificar aún más el sentido de
vulnerabilidad.
Para los segundos la incontrolabilidad, que concernirá a acciones, sensaciones, emociones y pensamientos
que se prestan a una valoración moral, estará acompañada por vergüenza, culpa, indignidad, incapacidad,
inferioridad y sentido de fracaso y menosprecio.
Para enfrentar el sentido agravante de incontrolabilidad emergen los rituales o las rumiaciones; éstos,
además de funcionar como actividades diversivas, constituyen modos para recobrar el control de la
situación en curso y para prevenir acontecimientos indeseados en el futuro.

¿Son entonces los rituales y las rumiaciones como islas de certeza alcanzables a través de la cognición?

Para comprender la eficacia, querría referirme a dos prácticas del cuidado de sí mismo utilizadas por los
estoicos, de verdaderos “ejercicios espirituales” y que debían servir para averiguar si uno era capaz o no
de comportarse de modo moralmente correcto cuando era expuesto a un acontecimiento particularmente
significativo (Foucault, 1988).
La primera práctica contemplaba la anticipación imaginaria de una situación particularmente negativa,
 pensándola como ya en curso. Un ejemplo del “praemeditatio malorum”, así se llamaba este ejercicio, lo
 provee Séneca en Consolaciones a Marcia (9,1), cuando exhorta a tener presente junto a las alegrías, al
amor y a la riqueza, los dolores, el luto y la pobreza que el futuro puede traer. Con estas palabras concluye
el cap. 9,1: “Quita fuerza a sus desgracias presentes quien ha previsto que llegarían”66 . Tener siempre
 presente en la conciencia lo peor permite mantener el control cuando el sufrimiento nos golpee.
La segunda que Foucault llama con una palabra griega, “ghymnasia” (entrenamiento), consiste en
saber mantener el control y la distancia con respecto de una situación real aunque producida
artificialmente; saber, por ejemplo, renunciar a la comida aunque se tenga mucha hambre. De nuevo,
Séneca nos da un ejemplo concreto que concierne al dominio emotivo: “El supremo remedio contra la
cólera es la calma” (Libro II, 29)67 .
Como las prácticas estoicas, los rituales y las rumiaciones tienen que ver tanto con el control de las
situaciones futuras como la desactivación de los estados emocionales en curso; llamaremos a los primeros
rituales y rumiaciones fríos y a los segundos calientes. Generalmente estos últimos emergen cuando el
sujeto percibe un estado de incontrolabilidad y/o de excesiva activación en curso; la tarea de recitar una
cantinela en latín sin equivocarse, antes que cumplir una secuencia precisa de acciones, además de distraer
la atención de la activación en curso (manteniéndola fuera de la elaboración consciente) permite al mismo
tiempo de reconquistar en la adhesión a la regla que uno se ha impuesto un sentido de certeza. Este efecto
simultáneo, que restablece un sentido de control independiente de los contextos, produce la disminución
del estado de agitación sobre todo en las fases agudas de la sintomatología. Con el tiempo, la eficacia
tiende a reducirse hasta desaparecer; esto es debido a que una cierta tarea, como por ejemplo, mirar cinco
veces la punta del zapato, no permite capturar más la atención del sujeto, haciendo que la secuencia de
acciones se cumplan mecánicamente. Por esto en la historia de muchos pacientes se pueden localizar
 períodos caracterizados a veces por cambios de rituales o rumiaciones. En las fases crónicas a veces es el
mismo ritual que puede transformarse en una fuente de agitación generando un círculo vicioso que se
vuelve absolutamente independiente de las situaciones que pudieran haber alimentado el ritual mismo. La
 perfección del cumplimiento del ritual podrá convertirse en la única ocupación del paciente en la vida
cotidiana. El pasaje de una sintomatología aguda a un cuadro estabilizado a veces representa una
evolución grave del trastorno, mientras que a veces permite la gestión de situaciones relacionales que no
 pueden ser afrontadas de otro modo. Es el caso de uno de mis pacientes adolescente que, de rituales de
verificación pasó a controlar los movimientos del brazo y los “ruidos” de la articulación, mientras

66
 pág. 53 edición castellana “Diálogos”. Editorial Gredos 1996
67
 pág. 100 edición castellana “De la cólera” Alianza Editorial, 2000
verificaba la abertura y el cierre de las ventanas, para luego inmovilizarse todo el día frente a una ventana
 para afrontar en detalle la perfección del movimiento. A la cronicidad de la sintomatología correspondía
 por el lado familiar una intensificación de una crisis conyugal de los padres desde hacía tiempo, con
actitudes paternales más agresivas y con amenazas de ruptura de la relación y abandono. La
sintomatología empezó a retroceder cuando el paciente fue capaz de expresar en terapia su rabia y su
aversión respecto a la conducta paterna.
Por lo que respecta a los rituales y las rumiaciones que habíamos definidos como fríos, éstos pueden ser
generados “en frío”, es decir, sin que haya una activación emocional en curso, casi con una finalidad
 preventiva. La secuencia consiste en imaginar situaciones particularmente amenazadoras para sí o para los
otros y por lo tanto evitar el peligro neutralizando el suceso imaginado a través del ritual o la rumiación.
En este caso, el éxito perfecto de la secuencia conlleva la seguridad del propio futuro o el de las personas a
las que uno está vinculado. Uno de mis paciente estaba empeñado en una actividad de este género
mientras volvía en el coche de un viaje. Después de haber llegado a su destino debía regresar, presa de la
angustia, unos 50 kilómetros para controlar los detalles en una valla publicitaria que se le escaparon
mientras hacía el ritual, y cuya verificación era parte del cumplimiento perfecto de la secuencia.
¿Cuáles son las situaciones de riesgo en las que esta personalidad se encuentra en la descompensación, y
qué tipo de descompensación puede generar?
Este tipo de personalidad, como ya he dicho, estructura la Identidad Narrativa a través de la coincidencia a
 principios y reglas externas. Para mantener la constancia de sí mismo la Identidad Narrativa debe ser
capaz de regular la dialéctica entre mismidad e ipseidad, asimilando, según aquel sistema de principios a
los cuales están ancladas, las perturbaciones intercurrentes. A tal fin serán empleados los recursos
cognitivos; es decir, para integrar en un sentido unitario de sí mismo independiente del contexto, los
acontecimientos de la vida (cfr. nota 2). Una personalidad centrada sobre los recursos cognitivos puede
tener una particular dificultad en articular la experiencia emocional; y, así pues, o las situaciones afectivas
de alguna manera son comprendidas en línea con los principios que anclan la Identidad Narrativa y
entonces integradas, o son mantenidas fuera de la elaboración consciente; si eso no es posible es necesario
el cambio de la Identidad Narrativa y del relativo sistema de valores. La primacía ontológica de un orden
externo hace que el acontecimiento para ser integrado deba ser subsumido bajo los principios que
aseguran el control lógico del presente y el futuro. Bajo este perfil, cada acontecimiento puede generar
descompensación; dado el estilo cognitivo, también una situación irrelevante puede hacer precipitar una
descompensación incapacitante. Los momentos críticos pueden emerger, más comúnmente, de la esfera
afectiva en cuánto ¡la cognición a menudo vacila frente al mundo de los afectos! Todas aquellas
situaciones cargadas de intensidad afectiva como la separación adolescente, la formación, la consolidación
y la ruptura de vínculos, los duelos, los embarazos, los nacimientos podrán generar perturbaciones
incontrolables. Pero también en la dimensión de la cognición podrán producirse situaciones críticas
conectadas sobre todo con la falsación de los sistemas de valores sobre los que se basa la Identidad
 Narrativa.
Bajo el perfil psicopatológico, las variaciones sintomatológicas se producen en línea con la polaridad de
 personalidad más interesada; es indicativo a tal propósito que, tanto la fobia como la depresión estén
asociadas a menudo con los trastornos obsesivos-compulsivos (Penn et al., 1998). A veces la
sintomatología depresiva tiene todas las características de un episodio depresivo mayor. Una situación tal
 puede verificarse como consecuencia de una atribución interna de la responsabilidad (entendida como
incapacidad e insuficiencia personal) con respecto de la pérdida de control, y es generalmente acompañada
de culpa y/o vergüenza. Esta forma puede evolucionar hacia una psicosis con los clásicos temas delirantes
de miseria, ruina, culpa e indignidad. Si la discrepancia es atribuida a acontecimientos externos, además
de la fobia obsesiva, podemos tener cuadros de psicopatía (trastornos antisociales de personalidad) y de
 paranoia lúcida. Sobre todo en relación a la psicopatía podría sorprender la pérdida del sentido de
responsabilidad: en realidad, lo psicopatico se conforma a valores que son absolutamente alternativos al
orden determinado, por lo cual el desconocimiento de las costumbres y de las reglas compartidas es
absolutamente comprensible; el sentido de responsabilidad va pues evaluado en relación a otros principios
a los cuales se adhiere.
La psicopatía se caracteriza, además de por un egocentrismo patológico, por conductas o tendencias
antisociales. Más allá de la condición psicopatológica ¿qué valor tiene el Otro para el estilo con tendencia
a las obsesiones?
La alteridad no escapa de la suerte común del mundo y del sí mismo: es decir, es comprensible sólo si es
asimilable y previsible en relación a un sistema de valores. Es particularmente evidente en las relaciones
laborales donde las jerarquías, las competencias, las reglas de comportamiento son respetadas al pie de la
letra. “Están sometidos a la autoridad por un lado, y por otro son autoritarios a su vez, con los que están
 bajo su control” (Johnson, 1994). Las cosas se vuelven más complejas cuando el otro es una persona con
la que se entra en juego afectivamente, ya sea por la intensidad como por la variedad de las situaciones
emotivas, tanto que cada fase de una relación sentimental puede generar fuertes discrepancias.
Ya la constitución del vínculo, que en general es un momento de abandono fantasioso, debido a que entra
en la escena un ser que genera estados emocionales e instintivos de gran intensidad, aquel es advertido a
través de la emergencia de una percepción de inestabilidad; es el control, fulcro del sentido de unidad
 personal, que es puesto en peligro. Esto explica la actitud circunspecta, dudosa, oscilante; a menudo, sobre
todo en la adolescencia, a causa de la emergencia del sentido de incontrolabilidad, el debut es pospuesto.
Otras veces, la inseguridad es activada por procedimientos lógicos; por ejemplo a través del inventario de
las cualidades y los defectos del compañero, o por la valoración de sus virtudes, tanto que pueda dar
garantías de estabilidad para el futuro (también en relación a eventuales destinos adversos), o a través de
la certeza, sacada de la actitud de la pareja, del reconocimiento de la propia centralidad valorativa y
decisoria.
En la fase de mantenimiento, el problema se focaliza sobre todo sobre la gestión cotidiana de la relación.
Por un lado, la relación debe ser interpretada dentro de reglas que le aseguren la legitimidad: por ejemplo,
es bastante frecuente la constitución de la unión de la pareja sobre temas como el sacrificio y el ahorro.
Una clara conceptualización viene de un pequeño ensayo de Thomas Mann titulado “Sobre el
Matrimonio”. Así escribe: “Lo más admirable del matrimonio es precisamente que en ella un sueño y un
éxtasis como el amor fundándose en la fidelidad se transforma en acción humana, en una sorprendente
aventura procreadora en el ámbito de lo real. Hegel ha encontrado espléndidas definiciones para el amor
confirmado en el matrimonio. Lo llama, por ejemplo, “moralidad en forma natural” (1993, pág. 45).
Efectivamente Hegel no habría podido expresar mejor la necesidad de fundar la afectividad en la moral.
Por otro lado, deben ser mantenidas dentro de un rango controlable todas las activaciones conectadas al
mundo de los afectos y de la sexualidad; en general eso corresponde a una “gestión fría” de la intimidad, a
veces con un empobrecimiento de la esfera sexual, con actitudes de distanciamiento y pedagógicas hacia
la pareja, evitando la profundización afectiva. Otras veces, la relación afectiva se convierte, en cambio, en
aquella arena en la que explorar aspectos y dimensiones nuevas del sí mismo, reconociendo al otro un
 papel importante en el crecimiento personal.
La ruptura de la relación, como el inicio, se desarrolla bajo la égida del posponer. Para una personalidad
que en la realización de una acción, más si es definitiva, debe tener la certeza que no habrán repercusiones
futuras, es evidente que tiene que imaginar todas las posibles e increíbles consecuencias. Además, la
iniciativa de la ruptura puede generar problemas de responsabilidad respecto a la pareja, y evidentemente
 problemas morales. En fin, la ruptura de una unión afectiva significativa a menudo se acompaña de un
complicado proceso emocional de fuerte intensidad y de una cierta duración que pone en peligro el sentido
de estabilidad y de unidad personal. La estrategia que a menudo se lleva a cabo es la de un aplazamiento
obstinado con un progresivo empobrecimiento de la relación, que en muchos casos, lleva a la pareja a
tomar la decisión y a asumir la responsabilidad de la ruptura.

NOTA 1 “El que es castigado no conoce la causa del castigo. Lo absurdo del castigo es tan insoportable
que, para encontrar la paz, el acusado quiere encontrar una justificación a su pena: el castigo busca la
falta.” (Kundera, 1988, pág.148)68 .

NOTA 2  Esta modalidad recuerda aquello que el filósofo Karl Popper decía de la evolución del
conocimiento científico; una teoría daba prueba de su “verdad”, según Popper, si cuando era puesta a
 prueba resistía a las tentativas de refutación; mejor dicho, aquellas tentativas, si fracasaban, se
transformaban en una ulterior confirmación de la verdad de la teoría.

68
 pág. 119 versión castellana “El arte de la novela”. Tusquet editores. 2000.
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