Hubiesen pasado veintitrés años. Un cuarto blanco, puro y
silencioso. Libre de toda percepción de vida.
Era de noche. El sábado comenzaba a impacientarse, Buenos
Aires una vez mas se abría impúdica a los requerimientos del cielo. Sábado de noche, la ciudad abierta, el cielo enamorado. Le tocaría el timbre a las diez en punto, como todos los sábados. Iríamos al cine, tal vez una noche de teatro, después una cena bajo el cielo, un preámbulo decorativo para el sexo del sábado a la noche ofrecido puntualmente por aquella novia adolescente. Me detuve en un quiosco para comprar cigarrillos, siempre es bueno tener un cigarrillo a mano. Suele ser el aliado perfecto para eludir interrogatorios enjuiciadores, encender un cigarrillo nos da el tiempo necesario para imaginar una huida decorosa. "El cigarrillo del condenado a muerte”. Enciendo otro cigarrillo, ya perdí la cuenta. Ya estaba en la esquina de su casa, de pronto una voz: “Ayúdame”. Era la voz de una mujer, se oía asustada. Recorrí las cuatro esquinas con la vista y nada, me asome a un Falcon estacionado a mitad de la calle, estaba vacío. “Ayúdame” repitió, esta vez fue mas real. Camine una cuadra y no logre ver a nadie, dos cuadras mas, ya estaba en una avenida que desbordaba de gente, creí que era estúpido continuar con la búsqueda. Otra vez “Ayúdame”, esta vez estaba rodeado de gente, alguien mas tuvo que escuchar aquella voz. Permanecí quieto por un instante para observar la reacción de la gente, nadie pareció escuchar nada, entonces sentí miedo, por mí y por ella. Era el único que podía escuchar sus suplicas. Me encontraba inmóvil del espanto, entonces la voz se oyó mas real: “Ayúdame, solo tu puedes”. De pronto sentí la necesidad de escapar, debía dejar todo en ese mismo instante. No sabia hacia donde debía correr, no sabia de que ni de quien estaba escapando, no quería mirar atrás, aquella voz me obligaba a seguir corriendo. Sentí un sudor frío cayendo por mi espalda, una extraña sensación en el pecho, la garganta casi sin saliva me impedía hablar para pedir ayuda, lo único que hacia era correr en medio de un mundo de gente. En medio de tanta gente pude ver a una mujer con su hijo tratando de cruzar una avenida, en ella pude reconocer a mi madre y en ese niño pude ver al niño que supe ser, trate de hablarle, de explicarle lo que sucedía pero era inútil, esa mujer ya no era mi madre y aquel niño había dejado de ser yo. Comencé a llorar invadido por el sabor amargo de lo perdido, la garganta seca, el sudor frío. Caí de rodillas al suelo con la cara llena de lagrimas, como pidiendo una explicación al cielo de lo que estaba pasando, pero lo único que conseguí fue la indiferencia de la gente que pasaba por allí, como si en ese momento y en ese lugar no hubiera alguien tirado en el suelo de rodillas. Logre dormirme entre sollozos y sin poder recordar el sueño desperté con el alivio de quien despierta de una pesadilla. Desperté en el piso de un largo pasillo de paredes blancas, al final del pasillo una puerta. Camine hasta ella, la abrí fácilmente. Un cuarto de paredes blancas, una cama y una planilla colgada en la puerta. Examine la planilla con cierto temor, había un nombre, una hora y una fecha. Comprendí que aquello seria mi nombre y la hora y la fecha en la que había ingresado en aquel cuarto. Me llamaba Pablo Duarte y eran las diez de la noche de un lunes, diecisiete de Marzo de 1975. Quién realmente puede afirmar que aquel amor será eterno?. Será la mujer de mi vida la que llevo de la mano?. Tal vez la cruce en un colectivo y nunca mas la vuelva a ver. Extraños modos de actuar tiene el amor, extraña ilusión que nos hace omnipotentes y vulnerables al mismo tiempo. Que son las casualidades sino el pie perfecto para justificar una historia de amor. El tiempo que estuve en aquel cuarto fue mi castigo por no amar a quien debía, la fecha que estaba en la planilla era la de mi nacimiento y era conocido en vida como Pablo para todos excepto para quien debía ser mía, por cierto, ella murió aquella noche y yo, sin saberlo, morí con ella.