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Cumandá: un drama entre extraterrestres (Novela de encierro)

Capítulo 1

 —¡Despierto! Pero, ¿dónde? 

El despertar es duro porque no solo implica la recuperación de la lucidez sino el peso de un cuerpo

entumecido, adormecido aún como si una cobija húmeda y pesada se extendiera de clavícula a

metatarsos, pasando por brazos y manos que empiezan ya a hormiguear. Los mismos párpados

pesan, escenario del inicio de una lucha entre duermevela y sensibilidad. 

En la tenue oscuridad de un ataúd, por dentro apenas iluminado, Eugenio de Santa Cruz y Espejo

respira y se percata de haber sido enterrado vivo. 

La angustia corporal y mental de su condición despeja la modorra de su mente. No hay

pensamiento posible que no sea el del cuerpo: la opresión insoportable de los pulmones, los

sofocantes vapores de la tierra húmeda que—de seguro—lo retiene en su seno, el abrazo rígido del

cajón estrecho, el silencio como un mar que abruma, el horror intolerable de la quietud forzosa.

Espejo se esfuerza en gritar, sus labios y lengua resecos se mueven convulsivamente juntos en el

intento.

No sale una voz de sus pulmones jadeantes, fundidos a su mismo corazón en una masa de tejido

fibroso e indiferenciado que pulsa con el tormento. Las lágrimas brotan y surcan sus mejillas y

algo en su lento recorrido a los dos costados de su rostro le devuelve, momentáneamente la

sensación del tiempo, la vía de escape desde la eternidad de la pesadilla viva a la inmediatez de su

circunstancia presente. 

¿De dónde proviene la tenue luz verdosa que ilumina los diez centímetros desde su nariz hasta el

vientre de madera de su propio ataúd? ¿Cómo es posible ver desde la profundidad de la miseria

infinita? 

El muslo derecho de Espejo, que al igual que todo su cuerpo, explora el espacio cercano y siente

una leve resistencia, que se transfiere después a su mano. Espejo palpa el contorno de un frasco y

desde el ligero ángulo de visión que le permite su cuello elevado, observa un reflejo traslúcido en

el dorso de su mano. La luz proviene de ese contenedor de cristal que ahora sostiene entre dedos

que sienten una vibración mínima, que se aferran con el arrojo de un suspiro a este objeto salvador,

a este pilar para su entendimiento. 

Con su mano llena de esperanza táctil, con el horror ya alejado al menos un ápice de su respiración

y, finalmente, con el brote de un sollozo desde las profundidades de su misma alma, Espejo

observa a su alrededor, haciendo un inventario minucioso de su entorno. Un cajón, de palo de vaca

seguramente, los nudos y las volutas extravagantes de la madera tosca le permiten pensar aquello,

un sudario que le cubre la mitad del rostro y que parece extenderse hasta sus pies descalzos, una

luz verdosa y tenue que brota de lo que sea que sostiene en su diestra.

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Y en la esquina de su prisión, por encima de su oído izquierdo, lo que parecería una apertura

circular, posiblemente un canal de aire que llega a la superficie puesto que de ahí emerge algo

similar al ulular indistinto del sonido y la caricia de un soplido.

Empezamos con el primer cuadro de la serie.

En el encuadre, Uriel, el halcón caracara de Manuela, desmembra alegremente el cadáver de un

ratón desde su percha en la biblioteca de la casa de Juan Pablo Espejo, a media cuadra del

convento de Santo Domingo. Son alrededor de las siete de la tarde, a juzgar por el cielo celeste-

oscuro que se ve en el fondo, y la ciudad empieza a cerrar puertas y ventanas a la llegada de la

noche y el frío. Dentro del estudio, sin embargo, los cirios abundantes forman la aureola de una

refulgente lámpara de kerosén, iluminando un foyer amplio, circunvalado de sillones mullidos,

diseñados por él,  en torno de una chimenea y que más parecen abrazar a los contertulios que

servir de asiento. Se ve a tres personajes, dos hombres y una mujer, discutiendo a la lumbre del

fuego. En contraste al exterior nocturno, el interior está pintado de colores cálidos, lo que hace a

una conversación sobre la muerte parecer imposible en el lugar.

— No hay otro camino Pepe—insiste Manuela Espejo, envuelta en un rebozo ocre montado sobre

vestido blanco.

—Pero es que se nos termina el tiempo, y no hemos hecho pruebas suficientes. Todo el asunto

resulta demasiado peligroso. Corremos el riesgo de que, en lugar de perecer a manos de la Corona,

seamos nosotros los responsables de su muerte.

—A manos nuestras o de otros, el resultado es el mismo, no tenemos opción, ya la humedad y las

condiciones pútridas de la celda lo están matando, que es justamente lo que quiere De Guzmán.

¡Ay Pepe!, más sabe el necio en su casa que el sabio en ajena, espabila, hombre, es ahora o nunca.

—Concuerdo con Manuela, Pepe, ya son meses de preparaciones de tu parte, unas semanas más no

van a refinar sustancialmente tu tratamiento….

—Si ustedes lo dicen, que son sus hermanos, pero que quede constancia de mi oposición. ¿Cuál es

el camino, entonces?

—Pues Manuela tiene venia para visitarlo en dos semanas; yo, en cuatro. Cada uno de nosotros

puede llevar porciones de los ingredientes necesarios en contrabando. Él ya dispone de mortero y

pistilo, y puede producir el brebaje por sí solo…. Después de ello, es asunto de preparativos

mortuorios y luego de evasión, el padre Lagraña está decidido a participar.

—Y no quede duda—dice Manuela—de que su destino va a ser el panteón de El Tejar, qué ironía

que lo sepulten en un camposanto que sigue las recomendaciones que él mismo hizo para controlar

la viruela.

—Vamos a lo práctico entonces, Uriel puede llevarle una misiva con nuestros preparativos, la

podemos escribir a tres manos en este mismo instante y él la puede tener ya en sus manos antes de

la misa de gallo.

—Toma nota, Pepe, aquí tienes tinta y papel. 

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Querido y recordado Francisco: 

Te escribo para recordarte la necesidad de mantener tu frente en alto y para que lo puedas hacer,
ya que no tengo noticias ni cambios importantes que reportar de nuestra familia, prosigo con mi
recuento de la obra del padre Feijoo en sus Cartas eruditas y curiosas, del tomo IV. En mi anterior
misiva inicié la tarea de narrar las Reflexiones críticas sobre las dos Disertaciones, que en orden a
Apariciones de Espíritus, y los llamados Vampiros, dio a luz poco há el célebre Benedictino, y
famoso Expositor de la Biblia don Agustín Calmet que en su libro amontona historias ya de
duendes, ya de aquellos espíritus, que acá llamamos familiares; y sirven, se dice, para transportar
a los que se valen de su ministerio largos espacios de tierra en brevísimo tiempo, ya de las
transmigraciones, y vuelos nocturnos de las brujas a los sitios donde con el demonio celebran sus
asambleas; porque sobre todos estos asuntos ha escrito ya el benedictino y ejercido crítica al
respecto.

Resulta gracioso querido hermano, escuchar en las calles de esta ciudad, de la formación de
cónclaves de curas y legos, que, leyendo a Calmet al revés, concluyen que su tratado sobre upiros
no es sino la constatación veraz de su existencia y que se aprestan a exhumar cadáveres y así
detener la diseminación de una nueva plaga entre nosotros. Estos personajes, amparados en el
poder retrógrado de De Guzmán, afloran entre los círculos “piadosos”, y patrullan la extensión
abierta de los modernos espacios de El Tejar, esperando observar y si posible, registrar, nuevos
casos de revinientes.. Para estos fanáticos, el abrir el camposanto al sol, garantiza la aparición del
ascendente de las enfermedades, oculto en las catacumbas.

Me habías pedido en mi última visita noticias de Nariño, con quien he tenido correspondencia en
torno a tu caso. Tanto él como Mutis envían afectos en la forma de lianas. Y también lo hace la
totalidad del Arcano Sublime. Para divertirte, querido hermano, he preferido preparar estas letras
en la forma de versos, con la intención de arrancarte una sonrisa con mis pobres ejercicios, van
entonces estas instrucciones para tu alegría. Como tú mismo escribiste hace algún tiempo, “cada
uno la da a su modo”, y yo también quiero darla y no puedo darla sino el martes que sólo debe ser
día de retiro. Empezaré por horas distribuidas esta enseñanza:

Hora primera de las cinco: Propósitos de pasarlo bien. Luego lectura de día lleno, y porque nada
valdría si está vacío, y si alguno piensa zanganear por los barrios de su desmedida imaginación
llegará Uriel por la ventana, a dar cátedra en forma de sus pisadas.Hora segunda de las seis: Al
apetito no se desprecia y si su merced quisiera, levantar los ojos al cielo y beber el chocolate,
conociendo que otros más felices que beberán esta tinta de las Américas, sino el blanco licor de la
napolitana o el de la moscatela parra. Pero nada importa, pues los manjares más sagrados son
aquellos que liberan nuestro cuerpo de dolores. Nuestra alma no ha de estar, ni en todo el cuerpo,
como quiere el rector Bartolomé, ni el cerebro, y la glándula pineal, como intenta el cartesiano
Martínez, ni en el espinazo como pretende Otahola, ni en el corazón, ni en los ojos, como lo pide el
rey y el tiempo.

Tu alma, tan escondida ha de estar, que ni el buen Dios podrá encontrarla.

 Hora tercera de las siete a ocho: Aquí que te quiero alma bendita; esta es hora de perfumes para
estómagos débiles, y a veces es tanto el fervor, que como cuáqueros se ponen a temblar y predicar.
La consideración será de la muerte, se tomará por calavera a Rafael de Vega, por ataúd o caja de
respeto a Aranzazugoitia; por candeleras a Iriarte y Gastelbón, por bujías a la Pancha y a La
Fileta. Con triste consideración, ella aparecerá la muerte, ella por ella, y saldrá por la puerta del
notario mayor eclesiástico; vendrá horrorosa y vestida de negro con el luto de la gualdrapa de
Zapata.

Puesto en cruz, examina cómo tras los días vienen las noches, tras de la luna el sol, y tras de los
amores los cuernos. Todo el mundo se muda; el tiempo lo acaba todo, y la muerte nos mete en el
hoyo más profundo. En donde los gritos son sordos.

Hora cuarta de nueve a diez: como se acercan fieles los encantos de esta vida, a desplegar todas
sus iglesias, polonesas y desavillés, como va a salir debajo de un castillo de pelo, de cofia, de rizos,
una cara bonita toda rosadita y vertiendo perla; nada conviene más que acogernos al Contemptus
Mundi; fuera pues de nosotros toda vanidad; despreciemos a esas mujeres; deshojemos esas rosas;
arranquémoslas desde sus raíces y hagamos que desde las plantas vaya subiendo la mano
agotadora y cegadora, hasta donde se dividen los ramos.

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Nos acompañará en esta hora un cuarto de hora Otaola, otro cuarto José María Prieto, otro cuarto

de hora y hasta las diez en punto, el santo viejo Hoyos con cuatro caballos de retaguardia, y un

ejército entero de perros por la vanguardia.

La oración larga y fervorosa termina a la hora quinta; como no todo ha de ser de trabajo espiritual;

bajaremos al jardín y considerando las hojas, las flores y frutos de la naturaleza, tomaremos el

azadón a la mano, y a la planta lozana quitaremos tierra; a la débil la aporcaremos. Apartaremos

los lirios para recoger el fruto de los martirios.

Con esta jaculatoria, once y media, a comer, a descansar, al tablado, a la carrera, y a la

perseverancia, con el librito del Encomium Moría del juiciosísimo Erasmo, repitiendo en toda la

tarde esta letrilla: 

Mintió Hurtado cuando dijo

que Erasmo de Roterdam

de mi cerebro en gabán

pintó su porte prolijo.

A quién copió, pues fue al hijo

y al padre de Zacarías

que cantaba unas folías

en junta de María Rosa

que escondió la quisicosa

en el montón de sus días.

 Adiós mi entrañable lechusig, tu hermana

Manuela. 

—Un poco disparatada la misiva, hermana y Pepe, pero Francisco es buen entendedor, y una vez

que nos tenga junto a él podemos aclarar sus dudas, cuando menos, se va a entretener con este

acertijo de palabras, digno del mismo Arcano Sublime, que en todo momento nos respalda. Mutis,

Zea, Nariño, Rieux y Froes, todos están de acuerdo, al igual que Montúfar, que desde ya hace los

preparativos para la fuga.

—-Y tú Pepe, ¿estás preparado? 

—A decir verdad no lo estoy, temo por la vida de Francisco, pero confío en los meses de

experimentación en el laboratorio, sé que el principio es sólido. Jamás lo habría logrado sin la

participación de Carlos Orozco, sus conocimientos prácticos sobre las yerbas amazónicas guiaron

mis esfuerzos: el refinamiento del uorare, su destilación de la corteza de Strychnos con veneno de

víbora, y lo más importante, la combinación de todo aquello, que es tóxico en extremo, con el jugo

mesurado de Hippomane mancinella, la llamada “manzanilla de la muerte” y una dosis prudente de

láudano debería producir la catalepsia en Francisco que esperamos. Lo probamos en perros, en una

oveja, y en un asno y creemos ya tener la medida justa para nuestros propósitos.  

Juan Pablo pregunta —¿Y el siguiente paso? 

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—Exhumar el cuerpo de su sitio de descanso bajo la cubierta de la noche— Manuela revisa el

acertijo y sonríe, satisfecha.

— Montúfar envía a dos de sus hombres, Carlos Orozco se ha ofrecido a ayudar, y a conducir a

Francisco a Baños de Agua Santa, en las faldas mismas del volcán Tungurahua, de ahí el descenso

a Palora y después, Logroño, una misión distante de los Mercedarios, que intentan reconstruir

sobre las ruinas de la ciudad perdida. Francisco puede restituir su salud ahí, en esperas del llamado

del Arcano Sublime…y Carlos conoce bien la región, su padre es el prior de los mercedarios ahí y

estaría encantado de contar con un médico y teólogo de la talla de Francisco, aunque no se entere

nunca de su verdadero nombre. 

—¿Y el ingreso al cementerio?

 —Por la quebrada de Jerusalén, luego por encima del muro del camposanto, desde el propio

convento, atravesando capillas y pesadas puertas, el padre Lagraña nos espera con palas, picos y

llaves, la extracción se hará por el mismo lugar. 

Pepe toma el papel de las manos de Manuela— Si no hubiésemos de resucitar para vivir

inmortalmente gloriosos, ¡cuán necios seríamos los cristianos! decía el apóstol San Pablo y,

siguiendo su sentencia, no tengo embarazo en preguntar si no han de triunfar por fin la libertad y

seguridad por encima de la arbitrariedad y las cadenas del tirano…

 —Ya, ya Mejía, no somos audiencia indecisa para cebarnos en tus palabras melifluas, bájate ya de

la mula de la retórica y ensilla el caballo de tu arrojo, ¡Ea! Venga, Uriel, hay una misión urgente

para ti esta noche—señala Manuela.

En el siguiente cuadro,

pintado con características similares al anterior, vemos que los conspiradores enrollan

cuidadosamente la epístola, tomándose el trabajo primero de regar polvo sobre la tinta para

apresurar el secado. Luego, la atan a la base de la pata del halcón en espera del repique de la

campana de la misa primera. 

Un nuevo cuadro presenta a Manuela, de su boca sale una banderola enrollada en donde se

despliegan las siguientes letras: 

— Juan Pablo, saca esa guitarra vieja de su escondite y Pepe, ven a bailar conmigo esa canción

que tanto me gusta, — ¿Cómo se llama? 

Juan Pablo responde, desde dentro de su impecable atuendo de presbítero, con otra banderola que

fuga de su boca:

—Petita Pontón

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En el último cuadro de la serie, en el cual la artista amplía la perspectiva un poco a la ventana del

fondo para mostrar a Uriel con las alas extendidas hacia la noche, vemos a Manuela tomar el talle

de Mejía Lequerica y, mientras su hermano eleva el rostro y canta, se lanza a la aventura del baile

de un pasillo. 

 ***

—La orden de libertad llegó demasiado tarde—lamenta el pequeño grupo de congregados en el

hogar de Manuela Espejo—ya la enfermedad había hecho estragos demasiado profundos,

Francisco murió ayer tarde, de síntomas relacionados con bronquios inflamados y fiebre. Sus

enemigos lograron finalmente silenciarlo.

—Sea como fuere—replica el delegado de la presidencia—debo cerciorarme de su estado, traje

conmigo al Doctor Moscorrofio para que verifique la condición del súbdito de la corona, Espejo,

¿Doctor?

— Esperamos que esto no ocupe demasiado tiempo, señor delegado, tenemos previsto una

velación breve esta noche para hacer el entierro mañana por la madrugada—dice Juan Pablo

Espejo, sacerdote.

 —No se preocupe usted, la verificación será rápida y discreta, si me puede llevar por favor al

lugar de reposo del finado…

 El doctor Moscorrofio desempaca sus instrumentos en una mesa pequeña situada junto al cadáver

que, a su vez, se encuentra expuesto en la mitad de la sala central.

Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo yace, rodeado de cirios y chuquiraguas, vestido en

celeste y gris, sobre una mesa amplia de madera de ciruelo. Varias personas sentadas, en sillas

apoyadas contra las paredes de la habitación y vestidas de negro, murmuran. 

El delegado pide la salida de todos para efectuar el examen mortuorio y así preparar el certificado

de defunción, y todos, salvo Juan Pablo, lo hacen. Como sacerdote, reclama su derecho a estar

presente. 

El doctor Moscorrofio entonces pone varios frascos junto al hombro del cadáver, las ramas de una

planta y un pequeño cuchillo afilado. Primero destapa los contenedores de vidrio, con sales y

líquidos, y los lleva a las fosas nasales del cuerpo. El acre olor de amoníaco hace picante el aire,

mezclado con el palo santo e incienso que ya permean el olor mustio del lugar. Luego toma una de

las velas cercanas y aplica la llama a la palma de la mano de Eugenio Espejo, por varios segundos,

enseguida descubre el abdomen del cuerpo y lo frota vigorosamente con las yerbas, que causan

irritación en su propia piel.

Por último, Moscorrofio toma el dedo índice de la mano diestra de Espejo y  lo inserta en su

propio oído.

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—En esto sigo al Dr. Collongues, -dice el médico--- que sostiene, desde Francia, que se puede

diagnosticar la muerte por medio de los sonidos que hace la sangre mediante su paso por los

dígitos. Es un sonido peculiar, como un zumbido.

Juan Pablo permanece quieto, con su mirada fija en el cadáver de su hermano. 

--Y por último, la aplicación del tanatómetro—dice el doctor mientras extrae de su bolso de cuero

ajado y negro un instrumento con un extremo en la forma de un puñal.

—Es asunto simple el introducir el aparato dentro del extremo de la cavidad abdominal para medir

la temperatura interna… —En eso discrepo firmemente, señor delegado—replica Juan Pablo

Espejo, —la profanación del cuerpo de mi hermano no tendrá lugar ahora ni a futuro, él va a recibir

un sepelio decente, como le corresponde a una de las luces de esta Real Audiencia. —Pero, señor

cura, estoy bajo órdenes estrictas del Presidente Guzmán, debo cerciorarme del todo de la

condición de muerte del doctor Espejo, él no quiere si no la más rigurosa ratificación de que ese es,

en efecto, su estado…… 

—Pues ya hizo usted suficiente, ¿no ve que su corazón y pulmones se han detenido? ¿Que no

responde a ningún estímulo externo? Su alma ya está en el cielo con nuestro Señor, deje usted de

atormentar su cuerpo, mi señor. Es más, si tanto preocupa al presidente la posibilidad de su retorno

a la vida, ponga un guardia a vigilar nuestra vivienda, y síganos mañana al cementerio a sepultarlo,

seguramente el hecho de que se encuentre bajo tierra dará descanso a su excelencia. 

—Como usted diga, señor cura, se hará entonces de la manera que usted sugiere…

—Hoy mismo oficiamos la misa de velación y mañana, a las 5 de la madrugada, la misa de ánimas,

los soldados pueden seguir a la procesión hasta el camposanto. . . 

***

Un cuadro nuevo:

 Son las cuatro y media de la madrugada, azules claros y ropa que se mueve expresan el frío de

aquella mañana, una procesión lenta y solemne enfila por el muro de la llamada calle de La Ronda,

cuesta arriba, hacia el convento de San Diego. Hay un poema en la esquina inferior izquierda de la

pintura, el cual parece tener relación con el cuarto menguante en la parte superior. 

Hora de luna, hora de unción,

hora de luna y de canción.

La luna es una llaga blanca y divina

en el corazón hondo de la noche.

En el siguiente cuadro, a la izquierda, tenemos el desfile de figuras vestidas de negro, ocultando las

lágrimas de sus ojos. Las imágenes se funden entre sí, oscuras, ocultas, curcas, con el mentón de

cada uno hundiéndose hacia su propio pecho para compensar por las empinadas cuestas.

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En el tercer cuadro, vemos las postrimerías de la procesión, una escolta de soldados: dos montados

y cuatro a pie. Escuchamos el repique de las herraduras de los caballos en las piedras gracias a la

perfección del uso de grises y verdes para la textura del lienzo. El sonido de las palabras hoscas de

la escolta se pinta con el vapor que emiten por sus bocas. Hace frío en la marcha oscura y

fatigante.

 El cuarto cuadro ocupa todo el trasfondo de la lámina hacia abajo: en la escena, percibimos el

cambio del gris monótono de hace minutos hacia un azul oscuro que empieza a teñir el horizonte,

y a envolver los repiques del toque de campana de las cinco. El canto de varios gallos se desgrana

en el aire, la voz de los suplicantes reza y se dispersa. En el centro de la composición, el modesto

ataúd, que aloja los restos mortales del doctor Espejo, desciende a la tierra. Las figuras vestidas de

negro, los presentes, lanzan puñados de tierra sobre el cajón que descansa ahora cerca de un

mausoleo en construcción, el de los Morales. Los soldados, acompañados del doctor Moscorrofio,

observan desde una distancia prudente estos detalles mientras se pasan una botella de aguardiente

en silencio. En la esquina derecha, un sacerdote agita el hisopo para dispersar gotas de agua

bendita sobre la tierra. La escena decanta de esta forma, con la sonrisa de la luna menos clara que

en el cuadro anterior y con un poema más corto e enigmático. 

Hora de luna y de misterio,

hora de santa bendición,

hora en que deja el cautiverio

para cantar, el corazón.

 En un nuevo cuadro observamos, desde un ángulo elevado, desde la cabeza del arcángel Gabriel,

posado sobre el mausoleo en construcción del cementerio de San Diego que colinda con la tumba

recién cavada (reabierta) de Eugenio Espejo. La interesante perspectiva de esta pintura permite

reconocer a una variedad de personajes.

Es la medianoche, el repique de las campanas y el silbido de quienes patrullan las calles de la

ciudad acotan el crujir de los clavos liberados de la tapa de madera del ataúd, aún rodeado por

todos los lados de tierra negra. Una figura envuelta en un poncho grueso y negro sostiene una

lámpara sobre estos sucesos. Es el padre Lagraña.

Carlos Orozco y José Mejía, entretanto, de rodillas sobre la tierra suelta que removieron con

anterioridad, con sendos martillos en mano, desencajan, frenéticamente clavos gruesos mientras al

mismo tiempo fuerzan la tapa del ataúd. Desde adentro, debe escucharse un como maullido

ahogado junto con los golpes múltiples de lo que, seguramente, son rodillas y puños.

Desde el mismo ángulo de vista en un nuevo cuadro, a cuatro metros de altura sobre los sucesos,

vemos la remoción del último clavo y el crujir de la tapa que se desprende para permitirnos ver un

rostro ensangrentado, percibir un olor nauseabundo de orina y heces, y luego observar el

desenfrenado ataque de quien fuera en vida Eugenio Espejo, sobre los dos hombres más cercanos.

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Los leves rojos manchados y el verde ictérico de su piel le dan al rostro una expresión única: está

iracundo, asustado, vulnerable.

 En el nuevo cuadro, estamos ya a nivel del terreno plano del camposanto y observamos una lucha

cruenta y silenciosa, puntuada por gruñidos, sollozos y jadeos, entre el demonio liberado y los tres

hombres que acudieron a la cita. El ensangrentado Espejo patalea y se agita con fuerza

sobrehumana, emplea todas sus extremidades e incluso su cabeza para arremeter en contra de

quienes juzga sus adversarios. 

***

 —Francisco, somos nosotros, tus amigos. No luches más, Francisco, —dice Mejía exaltado. 

Jadeando, Orozco opina—Debimos venir preparados, Pepe, la experiencia de sepultura en vida

debe ser horripilante, seguramente deberá pasar un tiempo hasta que Francisco se recupere. 

—Pero hombres, andando, tardamos ya más de lo previsto, y aún debemos poner todo en orden —

dice Lagraña. —Yo intento apaciguarlo mientras ustedes vuelven a sepultar la caja, háganlo con

apremio… 

***

En un nuevo cuadro, tenemos ya una vista de las espaldas de los jóvenes que se aplican a las palas,

y en el siguiente recuadro, un primer plano de la faz  de Espejo, entre las manos ennegrecidas de

Lagraña. Este intenta limpiar la cara de su amigo y, al hacerlo, no solo se encuentra con un rostro

recubierto de sangre causada por heridas autoinfligidas, sino unos ojos desencajados y

perdidos. Las bocas abiertas indican que Lagraña intenta hablar con Espejo, pero como respuesta

solo recibe gemidos y sonidos guturales.

En el siguiente cuadro, el padre libera a Espejo de la ropa que ensució con sus propias emisiones,

cubre su cuerpo desnudo con su poncho grueso y pone un sombrero de ala ancha sobre la cabeza

de su amigo. El resultado parece una visión lúgubre y profana, una suerte de duende de las

leyendas pueblerinas que se dicen en España y América, una entidad fuera del tiempo y de

lugar… 

***

Entre tanto, se escucha el resoplar de un silbido de alerta, unos gritos broncos cercanos y

agresivos. Lagraña pide a Mejía y a Orozco que fuguen, que lleven al duende y sigan la ruta

convenida, por la quebrada de Jerusalén.

 —Son los hombres de Guzmán, o vinieron en sospecha de un ardid como el nuestro, o peor, lo

hacen creyendo que se trata de un upir, un propagador de plaga. En cualquier caso vuelen,

hombres, que su  captura significará la muerte…

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Ambos hombres levantan a Espejo corporalmente, cada uno pone su brazo bajo una de las piernas

de quien ahora actúa como muñeco de trapo y, en una suerte de bastidor improvisado alrededor de

su figura, se lanzan por la quebrada. 

*** 

Para el catorce de julio de 1797, que es donde nos encontramos, la quebrada de Jerusalén es un

sitio tenebroso, una hondonada por la que baja una corriente del volcán Pichincha, que crece en la

época lluviosa y amenaza, en ocasiones, con barrer  el muro sur que circunda la ciudad colonial.

En su interior se alojan bandadas de gallinazos, que festinan ahí sobre los cadáveres de animales

silvestres y a veces, de seres humanos. La quebrada es ancha en lugares y estrecha en otros,

ladrones y rufianes se refugian en sus recovecos y preparan ahí sus celadas en temporada seca.

Cuarenta años antes, una capilla se había construido en el labio de la estribación occidental de la

quebrada, una capilla bautizada El Robo  que conmemoraba el hurto de un copón de oro de la

iglesia de Santa Clara. Los ladrones lanzaron la reliquia a la quebrada y luego fueron apresados,

ahorcados y quemados. 

***

En esa capilla, siguiendo un nuevo cuadro, Manuela Espejo, armada de un mosquete, espera en

emboscada, auxiliar la fuga de su hermano. Su halcón, Uriel, se encuentra en una percha,

enfundado su rostro en una capucha ciega. El padre Lagraña, luego de evadir captura de la guardia

apostada en las afueras del convento de San Diego, despacha el ave a informar a Manuela de la

fuga. Las noticias llegaron hace poco, en las patas del caracara, y Manuela, arrebujada con un

manto negro y con el arma presta, espera el arribo de sus aliados. 

Un cuadro nuevo: el sol ilumina ya los picos del volcán, el cielo azul prístino, desmarcado de

nubes, acoge el drama humano que se despliega en la quebrada. Mexía y Orozco se acercan al

límite de sus fuerzas, no solo que Espejo no puede moverse por su cuenta, al carecer de calzado

entre otras cosas, sino que cayó ya en un nuevo estupor. Su cuerpo tambalea en brazos de sus

salvadores y estos, a su vez, sufren por el esfuerzo de mantenerse y mantenerlo erguido. Los

brazos de ambos pesan enormemente y sus pulmones se sienten como fuelles inflados de fuego.

Mientras tanto, sus  perseguidores se acercan.

***

Juan de Dios Pesebre, el jefe a mando del puñado de soldados a su mando, siente la cercanía de su

presa. Demonios o sublevados, para él es lo mismo, pronto los tendrá bajo su poder y se pondrá

una vez más al alcance de un nuevo ascenso…. El paso resulta difícil de lograr, no solo suelo

pantanoso y follaje abundante sino, también terreno irregular, estrecho y luego amplio, con

paredes elevadas de cangahua a cada lado. Sus subordinados se detienen con frecuencia, fingiendo

un cansancio tan grande que las paradas frecuentes se hacen necesarias, pero en realidad

sondeando y pescando en los pliegues de los arroyuelos fragmentos de collares, figurines plateados

y piedras brillantes expuestas por el paso del agua. La bota pesada de Pesebre no puede arriar a

todos, al mismo tiempo, pero el lado plano de su sable impone respeto, y apremio a sus

subordinados.

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*** 

Otro cuadro, ya libre de sombras, pintado en colores primarios desde la perspectiva de Uriel. En un

esfuerzo nacido de la desesperación última, Orozco pone a Espejo en su espalda, divisa la capilla

de El Robo y enfila a ella con Mejía siguiéndo de cerca. En su interior, Manuela dispara en

dirección de los perseguidores y obliga a que estos tomen resguardo. La compañía en fuga se

refugia en la capilla y, mientras Manuela recarga y continúa disparando, se dirige a las afueras de

la construcción donde encuentran una recua de mulas y provisiones listas para una campaña larga

en dirección de la cima del Pichincha. 

—Listos— dice Mexía a Manuela, mientras la releva en la tarea de levantar disparos continuos.

—Vamos ya, no podrán seguirnos y en esta nueva circunstancia, tendrán que ir en busca de

refuerzos.

 Y tenemos aquí el último cuadro de la primera serie, pintada por Sor María Estefanía de San

Joseph y descubierta por primera vez en 2020, dentro de un muro hueco en Guano, en el

Monasterio de La Asunción. En la pintura, luego de ver la espalda de los complotados y las ancas

de las mulas cargadas, toda la compañía muestra físicamente su deseo de partir montaña arriba,

vemos el rostro de Eugenio Espejo elevado, sus dos brazos abiertos y desplegados junto con su

poncho en la forma de alas, su mirada puesta en firme sobre el terreno que, ahora sabemos, aloja a

sus perseguidores. En el siguiente panel lo vemos partir por su propia voluntad hacia el ramaje en

que se ocultan los soldados, y en el último cuadro, planteado de tal forma que la mirada que

captura la escena no puede sino ser la de un ave en vuelo, vemos a Eugenio Espejo arrodillado ante

sus captores, con la frente en el piso, rodeado de quienes serán, dentro de poco, sus verdugos. 

***

11
*** 

Nota general:

Algunas de las libertades que nos tomamos en esta historia alternativa del tardío siglo XVIII

ecuatoriano:

1
Partimos de la idea de una red de vínculos entre mujeres de la época colonial. La principal de estas

es la amistad entre Manuela Espejo y Sor María Estefanía de San Joseph, religiosa teresiana y

hermana de  María Magdalena Dávalos y Maldonado o Magdalena Antonia Dávalos y Maldonado.

(Chambo o Colta, 1725 - Guano, 8 de enero de 1806). Esta última fue la única mujer que

perteneció a la Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito o Escuela de la Concordia,

fundada en 1791 por Eugenio Espejo. Especulamos que por medio del contacto entre Magdalena y

Eugenio Espejo, Magdalena conoció a Manuela, y por medio de esta, a Sor María Estefanía. El

contacto entre las pocas mujeres ilustradas de las postrimerías de la Colonia debió ser un aliciente

entre ellas y saltamos desde ahí a pensar que Manuela fue visitante frecuente de Sor María

Estefanía en el claustro, el lugar donde tuvieron lugar cónclaves extendidos en que Manuela relató

a su amiga tanto la actividad política en ciernes en la ciudad como los extraordinarios sucesos

acaecidos a su hermano luego de su fuga de las autoridades de la Real Audiencia.

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Como resultado de estas confidencias y ante un prodigioso talento artístico por parte de la

religiosa, esta última, en soledad y bajo voto de silencio, inició la composición de una serie de

pinturas narrativas, hechas bajo el modelo de los exvotos populares, en los que pintó la primera

novela gráfica ecuatoriana: una serie de cerca de 100 pinturas en tabla en las que se desglosan los

principales sucesos que tuvieron lugar en la amazonía a fines del siglo XVIII y que, años más

tarde, diezmada la muestra por el paso de los años, fue brevemente vista por Pablo Herrera,

secretario de García Moreno, que a su vez la describió en una carta a Juan León Mera.

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Un lote importante de estos cuadros fue encontrado en Guano, el sitio de residencia de Magdalena

hasta su muerte, en un monasterio. La pandemia del Covid-19 reciente despobló el monasterio y

uno de nuestros colegas, que ingresó a hurtadillas en busca de una visión beatífica o un vaso de

cerveza, encontró los cuadros, se apresuró a fotografiarlos y nos envió múltiples jpgs desde su

teléfono celular. Desde entonces hemos intentado ordenar el material, clasificarlo, redactar una

versión coherente de los hechos, tal como los entendemos y, ahora, procedemos a publicarlos.

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