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Gracias Señor porque nos diste una madre, también tu amor hecho carne. Porque le
colocaste en su cabeza la capacidad de entendernos, de descifrarnos. Porque con sus
ojos le permitiste ver nuestras cualidades y defectos, para impulsarnos en unos y
corregirnos en los otros. Ojos para mirarnos con la ternura única de madre y para llorar
con nosotros.
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Gracias Señor, porque a las mamás las dotaste del olfato especial para caer en la cuenta
de las cosas que no huelen bien.
Porque las premiaste con una boca siempre dispuesta a brindar palabras de amor, de
ánimo, de perdón y de dulzura infinitas. Porque les colocaste un corazón más grande
que el mundo que habitan, sin límites, con espacio total para todos sus hijos. Un corazón
que es vida de la familia y que en cada latido impulsa entendimiento, solidaridad,
caridad.
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Le diste Señor unas manos,las manos de madre en las que cabe todo lo que pueden dar.
Listas a apretarnos cuando desfallecemos y a acariciarnos cuando nos endurecemos.
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Gracias por el regazo materno, que como expresó un hijo enamorado, es donde se
reclina, de pequeño el cuerpo y de grande el alma. Un regazo que acoge las angustias y
las penas. Que cobija el dolor de los pequeños.
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Gracias Señor por los pies de las madres que no se cansan de andar durante la vida para
acompañar siempre a los suyos. Pies que se dirigen hacia el bien y que van dejando
huellas de desprendimiento y de enseñanzas. Pies que hacen camino al andar y que
dejan huellas de eternidad.
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Gracias Señor por las Madres, por María que es de todos y es perfecta y por las nuestras
vivas o muertas.