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TEXTOS SOBRE LA NOCIÓN DE MITO

Miguel Ángel Muro, U. Rioja

Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo aparecería ante el hombre como es, infinito.
(William Blake)

El mito es, ante todo, un producto espontáneo de la formalización cultural de mundo


humano, como lo es el arte, la ciencia o los usos sociales, y, por lo tanto, no es obra
arbitraria de la fantasía ni calculado resorte social de una casta dominante. Mientras la
poesía y tal vez la leyenda es reflexión personal, expansión subjetivamente modulada del
afecto individual o colectivo, o libre invención, el mito escapa a la iniciativa individual,
como escapa el lenguaje. Tampoco le son adecuadamente aplicables los criterios de
historicidad-ficción; no es la realidad física de los hechos o los personajes míticos lo que
interesa, sino su función signitiva, de modo que una realidad histórica puede convertirse en
mito si acierta a ser investida de esta función –en especiales circunstancias-, y también una
ficción puede ejercer influjos perfectamente reales y eficaces en cuanto mito. Pero en este
caso el valor de la ficción no se agotará en su estructura poética, por ejemplo, sino en ser
canalización eficaz de contenidos perfectamente reales, pero inasequibles –en sus
implicaciones más profundas al menos- al pensamiento percepcional, práctico y banal.[...]
Dos notas positivas caracterizan al mito; una es la de ser respuesta a las cuestiones
más profundas y más graves que un grupo humano se plantea. [...]
De aquí la segunda nota de los mitos: ser el resultado de intuiciones privilegiadas que
han descubierto conexiones insospechadas entre realidades transempíricas; intuiciones que
en épocas más recientes sólo los grandes pensadores volverán a obtener, aunque dándoles
una expresión abstractiva y lógicamente articulada, en vez de mítica. Pero aun en este caso
no será difícil descubrir entre las abstracciones de los filósofos las mismas conexiones
profundas y de base que subyacen en las formulaciones míticas; y todo sistema filosófico
verdaderamente creador descubrirá en su entraña un mito fósil. Lo cual en nada significa
una devaluación del sistema, sino todo lo contrario; a nuestro nivel cultural hemos de
abandonar definitivamente el prejuicio de la “desmitificación”, para asumir lúcidamente el
mito como una fuente privilegiada de conocimiento, no en su formulación cultural, claro
está, sino en sus contenidos y sentidos más profundos. (CENCILLO, L., Mito. Semántica y
realidad. Madrid: B.A.C., 1970, pp. 7, 8 y 9)

Fábula, ficción alegórica, especialmente en materia religiosa.


Relato o noticia que desfigura lo que realmente es una cosa, y le da apariencia de
ser más valiosa o atractiva.
Persona o cosa rodeada de extraordinaria estima. (DRAE)

Así pues, en la actualidad, la oportunidad de sentir respeto ante las maravillas del
universo que los científicos ponen a nuestro alcance constituye, con toda probabilidad,
una revelación mucho más maravillosa y alucinante que cualquier otra que se pudiera
imaginar en un mundo precientífico. (J. CAMPBELL, Los mitos. Su impacto en el
mundo actual. Barcelona: Kairos, 1994: 15)

...cuando los intelectuales de un pueblo llegan, por reflexión autónoma o por la


imitación de vecinos prestigiosos, a representarse los tiempos primigenios ¿cómo

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podrían actuar? No tienen otra cosa que leyendas o fragmentos de leyendas a los que
dotan de un sentido de conjunto. (G. DUMEZIL, Mito y epopeya I.)

El primer mito en sentido moderno, seminacional, semirreligioso, semipolítico


será el prestigio del Santo Sepulcro (caverna, monte y sello de Salomón
simultáneamente), que pondrá en marcha las Cruzadas; [...]
Pero el mito moderno presenta otras características diferentes; en lugar de
constelarse en un símbolo o en una leyenda, como el mito arcaico, se encarna en
personas, en grupos, en empresas. [...] En general puede decirse que su función en un
mundo radicalmente secularizado y en donde lo religioso conserva un estatuto intimista
y privado, los mitos vuelven a desempeñar su función arcaica e incluso prehistórica de
catalizar numinosamente los ideales colectivos y de crear una ilusión de horizonte
trascendente a la prosa cotidiana y practicista de una existencia servil. Sin ellos, ésta
sería absolutamente inviable; ellos constelan la tensión de lo totalmente otro creando
un horizonte más allá de la prosa cotidiana, libre de las sórdidas urgencias del momento.
Durante siglos se ha exigido de los mitos, para que pudiesen constituir eficazmente un
horizonte liberador, una base sobre la que estribar y cargar el peso de la vida, que ofreciesen
garantías de realidad y que tuviesen una radicación histórica (eran los tiempos de las
pruebas racionales de credibilidad y de las apologéticas de todo tipo); hoy ya no: como en
las culturas arcaicas les basta a los mitos no ser de este mundo, no se exige de ellos una
historicidad garante de su posibilidad y de su realidad; pueden ser incluso francamente
irreales y admitidos universalmente como tales, y, sin embargo, se los acepta como mitos y
como horizontes de evasión. Los mundos irreales del cine o de la novela (el Lejano Oeste,
por ejemplo, o los paraísos polinesios, o los bajos fondos mitificados de Oriente y
Occidente); la existencia irreal de las “estrellas” de los espectáculos; incluso las
posibilidades irreales de felicidad –sin horizonte ulterior- que ofrecen los productos de
consumo, son otros tantos géneros de mitos degradados, y, sin embargo, muy semejantes al
impulso dado a la vida del indio americano de ambos hemisferios por sus mitos de origen de
los ornamentos, las armas o los guisos. La diferencia reside, entre otras cosas, en que en
aquellos mitos etiológicos el prestigio se proyectaba desde el pasado sobre el objeto
presente de uso diario o ceremonial, mientras que los mitos actuales de la sociedad de
consumo son –sit venia verbo- escatológicos: los productos, las modas que fascinan, las
normas de vida cuya realización llena la existencia secularizada no se imponen por su
origen venerable, sino por su aureola mítica de futurismo, por su carácter de horizonte
último y definitivo (aunque todos sepan que jamás llegará a serlo), por la gratificación o el
prestigio social que prometen. El Occidente cristiano quedó desde sus orígenes marcado de
esperanza escatológica hasta en las formas degradadas de su última secularización; no es, en
consecuencia, la tradición arcaica, sino la proyección hacia el futuro la dirección que siguen
sus estructuras míticas a partir de aquel momento, en que, en plena conciencia de redención,
todo lo pasado aparece como sombrío y deficiente, y el hombre comienza a vivir por entero
de cara al futuro, en espera de un desenlace definitivo y feliz de su historia de dolor.
(CENCILLO, L., Mito. Semántica y realidad. Madrid: B.A.C., 1970, 285-286)

Las conclusiones previas no pueden dejar de recordar los debates cautivadores de los
antropólogos actuales sobre el carácter, el alcance y la amplitud de la aplicación de la idea
del mito. A grandes rasgos, pueden formularse del modo siguiente: la poesía y el mito son
dos fuerzas estrechamente ligadas entre sí y fuertemente contradictorias. La relación
recíproca entre estas dos fuerzas elementales radica en que la poesía está orientada hacia la
variación y el mito hacia la invariancia. Para mí, diversos aspectos de las relaciones mutuas
entre el mito y la poesía están ligados a este hecho: la posibilidad de un mito poético

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esencialmente individual y latente, que se esconde tras las diversas variaciones accesibles al
lector –la estatuas dueñas de destinos en los poemas de Pushkin, por ejemplo. O la
transformación del mito étnico en las baladas profundamente personales de Erben. O aún la
proyección del mito en la historia –la epopeya oral del príncipe-mago, por ejemplo-.
(JAKOBSON, R., Lingüística, poética, tiempo. Conversaciones con Kristina Pomorska.
Barcelona: Crítica, 152)

Lejos de significar una ficción, el mito es un medio para desvelar una realidad que no
puede expresarse por medio de abstracciones filosóficas. Una realidad demasiado profunda
para caber en el discurso lógico.
Joseph Cambell, una de las mayores autoridades mundiales en la materia, revela en
este iluminador libro cómo los mitos que motivaron a las sociedades precientíficas siguen
siendo relevantes hoy. Ciertamente, los mitos antiguos explicaban el cosmos y los orígenes
del hombre por medio de metáforas que han sido superadas por la ciencia; pero lo
importante es el rol vital y cohesionante que los mitos desempeñaron, y siguen
desempeñando, en la sociedad. Un análisis psicológico de los mitos ayuda a comprender
algunas de sus cualidades esenciales, precisamente las que permiten dar respuesta a las
preocupaciones fundamentales del ser humano.
Extendiéndose desde los Koans Zen y la estética india hasta la mitología del amor y de
la guerra, la esquizofrenia o la caminata por la Luna, el autor nos va mostrando cómo, a lo
largo del tiempo y del espacio, el mito y la religión han seguido los mismos arquetipos.
Unos arquetipos que no pueden considerarse exclusivos de ningún pueblo, región o religión.
Lo que procede es reconocer el factor común de los mitos y, a través de este
conocimiento, realizar con mayor hondura nuestra potencialidad humana. (Contracubierta
del libro, CAMPBELL, J., Los mitos. Su impacto en el mundo actual. Barcelona: Kairós,
1994)

La idea, sugerida por Nietzche, de que tras la máscara de los personajes trágicos se
oculta siempre el rostro de Dyonisos coincide con otras en destacar la ambivalencia
inherente al drama “noble” griego. Son muchas las reminiscencias del pensamiento arcaico
que se transparentan, a veces difuminadamente, en la tragedia griega, remitiendo a las
cosmogonías primitivas que pervivieron, no sólo en las formas variopintas de la religiosidad
popular, sino también en la tradición filosófica, poética e histórica del mundo antiguo. La
escuela de antropología y filología clásica de Cambridge (formada por, entre otros, J.G.
Frazer, F.M. Cornford, J.E. Harrison, G. Murray...) ha demostrado detalladamente el origen
ritual del teatro griego, en el que la tragedia desarrollaría un mito cósmico, el del Eniautos-
Daimon o dios de la estación, representado por la figura del Héroe-Rey-Padre-Gran
Sacerdote. Este proto-agonista combate con una fuerza adversa, muere en el combate y es
despedazado, para resurgir en un posterior (re)nacimiento primaveral. (CUESTA ABAD,
J.M., Teoría hermenéutica y literatura.(El sujeto del texto). Madrid: Visor, 1991, 258)

En el mito griego el amor es la culminación y el símbolo del esplendor del triunfo. Y


es, al tiempo, el síntoma , el inicio de la decadencia, el conflicto y la muerte. ¿En qué
medida es esto aún válido? Cada cual tendrá su respuesta.
La vida de los griegos –como toda vida- era limitada, envuelta en convenciones,
ansias insatisfechas. Pero estaba rodeada de otra esfera: la del mito. Era el paradigma de una
existencia superior, en que dioses y héroes desplegaban las máximas posibilidades del
hombre. Triunfo, felicidad, amor. Pero conflicto desespera y muerte.

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También ahora tenemos en torno a una esfera ideal: religión, creencias heredadas,
mitos políticos de progreso y perfección. En Grecia, el mito y el pensamiento racional
coexistían en apretada lucha.
En el mito y en sus reflejos en la poesía y las artes visuales, la vida humana era
explicada a través de modelos. En ellos para el dios el triunfo era natural, todo era fácil y
grato. Zeus y Hera se enlazaban en disputas matrimoniales, todo acababa en risa. Afrodita y
Ares fornicaban, los dioses reían. Pero para los héroes –trasunto de los hombres- el triunfo
es casi un milagro y luego vienen el dolor y la muerte.
El héroe es el hombre: ni siquiera conserva de las antiguas religiones, como algunos
dioses, breves rasgos animales, salvo en algún ejemplo como lo son sus cuernos de vaca.
El mito envolvía a los griegos. Primero en el rito: Dafnis desaparecido, Adonis
muerto, Deméter buscando a su hija Perséfone, todo era vivido dramáticamente por los
fieles. Las mujeres lloraban a Menalcas y a Bormo desaparecidos. Luego, ya digo, esto se
repetía en la poesía, culminando en el teatro. Y en los frisos y metopas de los templos, en
los mármoles, bronces y marfiles.
El esquema es, en definitiva, siempre el mismo. Viene de los antiguos cultos agrarios,
que describen el revivir de la naturaleza en primavera, su agostamiento al cumplir el ciclo.
Isis y Osiris en Egipto, Tammuz e Istar en Mesopotamia, Telepinu entre los hetitas,
cumplen el mismo ciclo que Hércules o Dionisio en Grecia. Estos son semidioses, hijos de
dioses al final divinizados.
Hay nacimiento o llegada o triunfo; hay amor; hay lucha, dolor y muerte. Siempre en
un esquema heterosexual: todo viene de los antiguos cultos agrarios de la fecundidad. Los
esquemas homosexuales, feneminos en Safo, masculinos en poetas de Teognis a Platón, son
secundarios.
Naturalmente, esto fue el comienzo: a los prototipos del mito siguieron los de la
poesía. El amor entre hombres y mujeres, los celos, la mujer abandonada, luego el hombre
abandonado, toda la inagotable temática. Pero esto es, ya digo, secundario.
Comencemos por el comienzo. Dionisio, tras la muerte o el sueño invernal, resucita o
despierta: vuelve. El héroe llega también, conquista la ciudad enemiga. Y a su llegada va
unido el eros.
Dionisio llega a Atenas y se une a la “reina”: la mujer del arconte rey. Apolo llega al
Pelión y contempla a la ninfa Cirene que lucha a brazo desnudo con el león: “¿quién es?”,
pregunta admirado a su ayo, el centauro. “Tú que sabes –repuso éste- cuántas son las hojas
que hace brotar la primavera y cuántos guijarros hacen rodas los mares y los ríos, y el
futuro, voy a decírtelo: has venido a este valle como su esposo”. Así en Píndaro. Es Cirene,
con quien le unirá en amor Afrodita y que dará nombre a la ciudad de África.
Igual a los héroes. Conforme a la vieja costumbre, conquistan la ciudad enemiga,
matan al rey, traen cautiva a su hija, nueva amante: Aquiles a Briseida, Héctor a
Andrómaca, Ayax a Tecmessa, Hércules a Ioe, Neoptólemo a Andrómaca. O bien llega el
héroe a la ciudad que le concede el trono casándolo con la hija del rey muerto: a Edipo con
Yocasta, que resultará ser su madre. O libera a la heroína de un monstruo (Perseo a
Andrómeda) y el premio es otra vez el amor: cuando Teseo mata al Minotauro con la ayuda
de Ariadna, Jasón mata al dragón y logra el vellocino de oro con la de Medea.
El tema pasa a la Comedia: Pistetero, vencedor en las “Aves” de Aristófanes, se casa
con Soberanía. Y a la novela.
Triunfo y amor van unidos. El héroe conquista, la mujer se deja conquistar, llega a
amar: Brieida a Aquiles, Tecmessa a Ayax (“ya que llegué a tu lecho –dice en el “Ayax” de
Sófocles- me cuido de ti”). Otras veces, el héroe se deja seducir por la mujer: Odiseo por
Circe o por Calipso, como Anquises por Afrodita. Sólo que el héroe va siempre de camino,
tiene sus propios objetivos: tras el amor, abandona o traiciona, la mujer aspira a un

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imposible amor eterno. Su dolor es tema de poesía, de Sumeria a la lírica popular griega y a
Safo y Alceo y a la lírica helenística. El tema del hombre abandonado es posterior, va de
Arquíloco a Catulo, luego a Garcilaso y Neruda.
Pero el triunfo es el comienzo del fracaso, están separados por un leve tabique, ya lo
dice Esquilo. Sólo será diferente cuando se invente, en el último Eurípides, en la Comedia
nueva y en la Novela, el tema del amor feliz: la pareja que se une en amor tras múltiples
obstáculos y cae el telón. Mejor que caiga, no se sabe lo que vendrá después.
Pero vuelvo al mito. Ese amor comporta a veces una transgresión y eso se paga. Paris
ha robado a Elena violando la hospitalidad del marido, Hércules ha amado a Deyanira
matando al centauro Neso, Agamenón y Egisto tienen amantes con las que violan la fe
conyugal. Incluso la unión de Edipo con Yocasta, que le ofrecieron con el trono en
ignorancia de quién era, es una falta objetiva.
Y esas amantes que se trae a casa el guerrero no son bien recibidas por las legítimas
esposas: caso de Casandra o Iole o Andrómaca. Hay los celos de Clitemnestra o Deyanira o
Hermione. Y los de la amante por la nueva esposa: Medea por Creusa. De ahí tragedia,
dolor, venganza, muerte.
También las mujeres comenten transgresiones: Fedra enamorada de Hipólito,
Estenobea del huésped Belerofontes, Pasífae del Minotauro. Tragedia otra vez. Pueden salir
de aquí variantes infinitas y mitos complejos: Ariadna abandonada por Teseo en la playa de
Naxos recibe a Dionisio y sus sátiros, hay nuevo amor; mientras Teseo contempla la muerte
de su padre Egeo y conquista el trono de Atenas. Hay mil motivos que luego explotará la
literatura: tragedia, comedia, novela, poesía. Pero el esquema último es siempre el mismo.
Al curso normal de la vida, con tantas frustraciones, con tan poco amor (en Atenas
había que comprar la novia a sus padres), tanta trivialidad, el mito oponía el amplio friso de
la verdadera vida (y la verdadera muerte): dioses, diosas, hombres, mujeres en sus
momentos culminantes de triunfo, de eros. Seguidos de fracaso y escarnio, lucha y muerte.
Pero esto era un modelo, pese a todo, para hombres, agobiados en su vida en la
ciudad, mujeres aburridas en su secuestro casero. Como decía el dios Hermes, viendo a
Ares y Afrodita desnudos, apresados en las cadenas de bronce del marido: “Ojalá fuera así,
Señor flechador Apolo: que me retuvieran cadenas infinitas tres veces como éstas y
vosotros mirarais, todos los dioses y las diosas, y yo durmiera con la dorada Afrodita.
Pero eran dioses, no había drama. Lo que había entre los hombres y las mujeres que se
veían reflejado en los paradigmas heroicos. Los amaban pese a todo.
¿Hasta qué punto siguen siendo válidos? Al menos sí para los poetas. (ADRADOS, F.,
“Triunfo, amor y muerte en el mito griego”, ABC, 30-1-1998, p. 3)

Esto es lo malo; los recuerdos,


Los que nacimos allá arriba, recordamos.
Algunos aún soñamos y revivimos mitos
y fábulas. Las viejas damas, cuando llega la noche,
suben ligeras a la superficie
a hechizar marineros, a destrenzar para vosotros
canciones y prodigios, mientras los jóvenes sonríen. (HIERRO, J., Antología poética.
Edición de Gonzalo Corona Marzol. Madrid: Espasa-Calpe, 1993, 250)

EL POETA Y LOS MITOS


Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó en tus manos un
libro de mitología. Aquellas páginas te revelaron un mundo donde la poesía, vivificándolo
como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste te apareció entonces tu propia religión.
Tú no discutías ésta, ni la ponías en duda, cosa difícil para un niño; mas en tus creencias

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hondas y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional, el presentimiento de una alegría
ausente. ¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando
en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la
hermosura?
Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con
ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti
hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron.
Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la
vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de
una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás de entre las gentes.
(CERNUDA, L.Antología. Edición de José María Capote Benot. Madrid: Cátedra, 1981, p.
354)

La humanidad es pagana. Ninguna religión ha conseguido penetrarla. En el alma de un


hombre vulgar tampoco reside el poder de creer en la supervivencia de esa misma alma. El
hombre es un animal que se despierta, sin saber dónde, ni para qué.
Cuando adora a los Dioses, los adora como si fuesen amuletos. Su religión es un
sortilegio. Así ha sido, así es y así será. Las religiones no son más que aquello que pasa de
lo misterioso a lo profano, y no pueden ser entendidas como tal, porque, por naturaleza, no
pueden ser algo profano.
Las religiones son símbolos, y los hombres entienden los símbolos, no como vida (que
son), sino como cosas (que no pueden ser). Propician a Júpiter como si este existiera, nunca
como si viviera. Cuando se derrama sal, se echa una pizca con la mano derecha por encima
del hombro izquierdo. Cuando se ofende a Dios, se rezan unos cuantos Padrenuestros. El
alma sigue siendo pagana, y Dios aún está por exhumar. Pocos han depositado la acacia (la
planta inmortal) sobre el túmulo, para levantarlo después, llegada la hora. Pero esos son los
que, por saber buscar, fueron elegidos para hallarlo.
El hombre no difiere del animal más que en saber que no lo es. Es la primera luz, que
no es más que oscuridad visible. Es el fin, porque es descubrir con la vista que se ha nacido
ciego. Así, el animal se vuelve hombre por la ignorancia que nace en él.
Son eras sobre eras, y tiempos tras tiempos, y sólo hay que andar sobre la
circunferencia de un círculo que alberga la verdad en el punto del centro.
El principio de la ciencia es saber que ignoramos. El mundo, que es el lugar donde
estamos; la carne, que es lo que somos; el Diablo, que es aquello que deseamos: los tres, en
un Momento Culminante, mataron al Maestro que íbamos a ser. Y aquel secreto que él
guardaba, para que nos convirtiéramos en él, ese secreto se perdió. (PESOA, F., La hora del
diablo. Traducción de R. Vinagrassa. Barcelona: El Acantilado, 2003, pp. 23-24)

En cuanto a la materia narrativa del mito, su eficacia estaba en los temores a los que
apuntaba y en la máxima distancia que lograba cubrir entre lo público y lo privado: el éxito
de este mito [el que cuenta la novela] consistía en enlazar una conspiración política
internacional con algo tan doméstico como la comida. Y para que siguiera vigente más allá
de su expansión inicial, debía ser el relato del origen de algo que persistiera. (AIRA, C.,
Varano. Barcelona: Anagrama, 2002, p. 116)

De este modo, los diversos símbolos del mal aparecen incluidos en mitos tipificados
en dos grandes clases: aquellos que reportan el mal a la voluntad, representados por el mito
adánico, eminentemente antropológico, que acusa al hombre como responsable, y aquellos
que reportan el origen del mal a una situación conflictiva, anterior al hombre, como lo
hacen el “mito trágico de la existencia”, el mito del “alma exiliada” y el mito del “drama de

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la creación”. (MACEIRAS, M. y TREBOLLE, J., La hermenéutica contemporánea.
Madrid: Cincel, 1990, p. 116)

.El mito del drama de la creación: en él el origen del mal es contemporáneo o


connatural con el origen de las cosas, tal como ilustran las teogonías sumero-akadias y las
versiones griegas del Titán, como aparecen en la poesía de Homero y Hesíodo. El orden es
el resultado de la “génesis divina”, que, a su vez, no es acto inocente sino un crimen por el
que Marduk asesina a Tiamat, su madre. Las versiones griegas confirmarían lo mismo [...] a
través de los mitos de Uranos, Cronos y Zeus. No hay, pues, “caída” en el mal porque éste
es originario y, por tanto, esencial al orden, fruto de la violencia originaria.
.La visión trágica de la existencia: variante ilustrada, sobre todo, por la tragedia
griega. El mal está vinculado al dios tentador, que ciega y extravía. El héroe es, por ello,
ajeno a la responsabilidad del mal y de la culpa. Es éste un mal sin perdón ni remisión.
Prometeo, héroe que trae a primer plano el problema de la libertad y la responsabilidad, es
fulminado por lo divino. La religión griega, en sus más depuradas expresiones, no ofrece
solución a tan trágica visión. Sólo queda el “sentir con”, el “fronein” que la tragedia
pretende provocar solicitando la “con-pasión” del espectador con el héroe.
.El alma exiliada: Es un tercer tipo de mitos y símbolos que remiten el mal a la
exterioridad del hombre, introduciendo el dualismo alma-cuerpo, cuya más pura
configuración aparece en el orfismo.
El alma, de origen divino, se convierte en humana, por su fusión con el cuerpo. Tal
acontecimiento inaugura la humanidad, pero el hombre se convierte en el olvido de la
diferencia. El cuerpo no es origen del mal, puesto que el alma lo trae consigo, debiendo
redimirlo con su encarnación en forma de exilio. Pero, lugar de expiación, el cuerpo es, a su
vez, lugar de la tentación y de la contaminación: la encarnación es la reiteración de la
reincidencia en el mal; si el alma “trae” el mal, el cuerpo lo agrava. Es esta una opción fatal
entre “lo mismo” y “lo otro” –alma, cuerpo- porque el mal ya está ahí, desde siempre
presente y por necesidad, temporal y ontológicamente trascendente. Sólo es posible una
cierta purificación a través del conocimiento que distancia el “logos” anímico del “pazos”
corporal, como ya antes de Platón, y también en él, se pedía como ejercicio de la filosofía.
b) Al segundo tipo pertenecen las diversas variantes del mito adánico, cuya versión
más depurada y quizás, más racionalizada, aparece en los primeros capítulos del Génesis.
En oposición a los tres tipos de mitos que remiten el origen del mal a dimensiones no
antropológicas, surge el mito adánico, que introduce, a su vez, una visión escatológica de la
historia. En este mito la creación no representa ningún momento dramático y el hombre,
último eslabón de una obra acabada, aparece como responsable del mal. Por un hombre, por
su culpa, entró el mal en el mundo y, tal como su nombre indica, él nos representa a todos:
es el universal concreto.
En esta serie de mitos, de los que el relato adánico bíblico es, quizás, el más
lógicamente vertebrado, aunque el hombre sea directamente acusado, el mal tampoco
aparece como inmediato efecto de la libertad. No se confirma, por tanto, una visión ética del
mal y del hombre: “la libertad causa del mal y el mal efecto de la libertad”. Esta visión
ética, reducida sólo al orden del obrar, deja sin posibilidad de comprensión la naturaleza
misma de la libertad vinculada al mal, puesto que pasa por alto el problema de cómo una
voluntad libre, absolutamente inocente, pueda hacer entrar el mal en el mundo.
(MACEIRAS, M. y TREBOLLE, J., La hermenéutica contemporánea. Madrid: Cincel,
1990, p. 120-121)

Todo esto, según una actitud que ya habíamos visto en el capítulo precedente
hablando de la facilidad con que ciertos filósofos contemporáneos utilizan “metáforas”

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religiosas sin justificarlas y sin considerar su peso histórico y doctrinal concreto, en general
se pone en la cuenta de cierto “romanticismo” heideggeriano: cuando se habla de los dioses,
es porque está hablando de poetas, y sobre todo, de un opeta como Höldelin tan
profundamente enraizado en la nostalgia clasicista por Grecia y en una cierta visión del
cristianismo en relación a la mitología antigua...[...]
Frente a una tal visión reductiva de estos temas (la poesía de la poesía; los dioses que
se han ido y el que ha de venir) el esfuerzo hermenéutico por considerar el arte al margen de
perspectivas estéticas y bajo la luz de una concepción de la obra como acontecimiento de
verdad, ha de desarrollar una sensibilidad nueva en dos cuestiones: la verdad del arte que la
filosofía ha de tratar de comprender no es tanto lo que los poetas y artistas dicen (hasta
ciertas banales “versiones en prosa” de sus obras), sino el significado ontológico, para la
historia del sentido del ser, que se puede aprehender en el destino del arte y de la poesía en
la época del fin de la metafísica; época que la poesía nos invita a ver como la época de los
dioses huidos y de la espera (muy problemática) de un dios por venir, en suma como época
en la que es central el problema de la secularización. (VATTIMO, G., Más allá de la
interpretación. Introducción de Ramón Rodríguez. Barcelona: Paidós, 1995, p. 117)

<la pérdida del carácter ritual del teatro>


El actor busca en vano captar el eco de una tradición desvanecida, lo mismo que los críticos
y el público. Hemos perdido todo el sentido del rito y del ceremonial, ya estén relacionados
con las Navidades, el cumpleaños o el funeral, pero las palabras quedan en nosotros y los
antiguos impulsos se agitan en el fondo. Sentimos la necesidad de tener ritos, de hacer
“algo” por tenerlos. (Peter Brook, El espacio vacío. Arte y técnica del teatro [1968].
Barcelona: Nexos, 1986.

<el semantismo primigenio>


La metáfora radical es el principal agente de la imaginación sin ataduras, el recurso
privilegiado para dotar al texto de la máxima autonomía. Operardor imaginante, suscita una
transgresión categorial creadora de sentido inédito. Con sus desconcertantes encrucijadas, sus
insólitos choques y sus explosiones expansivas, anula el determinismo empírico y el
contrasentido lógico. Experiencia visionaria, al extremarse, deshace el mundo literal para
sustituirlo por otro regido por la causalidad hilozoísta de lo metafórico. Se abre al despliegue
mítico, formula lo informulable, postula entidades e identidades desconocidas: inaugura otros
mundos, otras existencias posi/bles. Generalizada, la proliferación metafórica permite
recuperar la energía originaria de la imagen, reinstala el dinamismo fundamental de la vida
psíquica, la polución del comienzo, prelógica, el gran semantismo primordial que es la matriz
procreadora de nuevas atribuciones significativas, de futuras pertinencias.(Saúl Yurkievich,
"Los avatares de la vanguardia", en Del arte verbal. Barcelona: Círculo de lectores, 2002, 61-
78, pp. 75-76)

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EL MITO Y LA LITERATURA

SINCRETISMO DE LAS ARTES Y ARTE VERBAL


Parece probable que ningún arte haya podido realmente acceder a la existencia
antes de la adquisición del lenguaje articulado. El arte verbal surgió sin embargo más
tarde que la música y las artes plásticas porque tiene como única materia prima la
palabra y requiere un desarrollo complejo de la lengua en sus funciones expresivas y de
comunicación, en sus formas gramático-sintácticas. En sus inicios, el arte verbal estuvo
ligado estrechamente a la danza y a la música, en el marco de un acto teatralizado que
era un rito primitivo. El fundador de la teoría del sincretismo inicial de las artes, el
académico A.N. Vesselovsky, indicó que etimológicamente las dos series de nociones:
canción-dicho-acto teatral/ danza-encantamiento-adivinación-acto ritual, son muy
cercanas. La hipótesis de K. Bücher según la cual el arte verbal se derivaría
directamente de la canción cantada durante el trabajo y el metro poético de los ritmos
naturales de este trabajo, nos parece en la actualidad muy ingenua.
El análisis que A.N. Vesselovsky expone en su Poética histórica, escrita a finales
del siglo XIX, parece más justo y más matizado. Insiste en la primacía de la danza y la
melodía, que son las que da nacimiento al diseño rítmico. La pantomima rítmica va
acompañada de una melodía que comprende asimismo onomatopeyas fijadas de
antemano, pero todavía privadas de sentido. La poesía nace el día en que se agregó la
palabra a este acto ritual. El gesto y la voz, el sonido de los instrumentos musicales
preceden a la aparición de la palabra y, de inmediato, la acompañan. En particular la voz
es el sustrato fisiológico de la palabra. En sus últimas obras, Paul Zumthor considera
que la voz es la mediación entre lo antropológico y lo cultural, un actante principal de la
poesía oral ya hasta uno de los componentes de la literatura escrita hace tiempo y que
supone una recepción oral y permanece dicha por la voz del juglar. Para Paul Zumthor
(1983), la función simbólica y social de la voz es muy importante antes del surgimiento
de la palabra y después paralelamente a ella y en relación con ella./
En el marco del sincretismo primero de las artes, hay diversos componentes con
funciones específicas que toman su lugar de manera natural. Por ejemplo, en los ritos de
los aborígenes de Australia, la danza representa la conducta usual del animal-tótem, en
tanto que el canto glorifica a los ancestros totémicos. En las pausas, el comentario oral
de los sacerdotes-brujos reconstruye el itinerario sagrado de los ancestros a través de los
territorios de las tribus vecinas. La música de los instrumentos primitivos, la danza y la
palabra vocalizada, poética y prosaica, también se ensamblan. El juego gestual, el juego
verbal y la superposición de os diversos planos artísticos provocan inevitablemente una
fragmentación del texto verbal tal como se nos ofrece. En su forma original, el canto no
consiste a veces más que en una o dos palabras (por ejemplo, el nombre del tótem, del
espíritu). Para preservar el ritmo se agrega partículas enfáticas, se prolonga las sílabas,
se modifica los acentos. En la poesía primitiva, el ritmo se acerca al metro poético y
muchas veces supone aliteraciones, asonancias, pero todavía excluye las rimas. [...] La
palabra cantada en la poesía arcaica ritual desempeña un papel mágico y simbólico; se
asocia y se refiere a las representaciones mitológicas, expresa emociones colectivas y no
es en modo alguno producto de impresiones fortuitas. Plegarias y encantamientos
mágicos y sagrados son las primeras fuentes de la frase poética. El ritual en su totalidad
y particularmente en su aspecto verbal, procede de una finalidad mágica. La magia de la
palabra engendra la repetición y la métrica de algunas palabras desemboca en el empleo
de variaciones sinonímicas y de expresiones metafóricas (en los aborígenes de Australia
y en África así como en los textos grabados en las pirámides del antiguo Egipto). En
algunos pueblos, en especial en los samoyedos, el discurso cantado y metafórico es el

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equivalente de un juego ritual. En el rito chamánico, la palabra cantada es el sostén de
los diferentes espíritus, guardianes o maléficos. Sus “máscaras” revisten la forma de la
palabra. La lengua metafórica de los chamanes no sólo favorece el desarrollo de/ la
metáfora y de otras figuras poéticas, sino que surge como el modelo del discurso
poético, que se distingue notoriamente del discurso cotidiano.

RITO, MITO Y LITERATURA

Gracias a la magia de la palabra, la repetición y las variantes semánticas ganan por


la mano a la repetición de los sonidos. La palabra sagrada y mágica es también
mitológica porque los encantamientos y los cantos rituales son inseparables de la
imagen de los ancestros y de la de los espíritus y los dioses. Es por ello por lo que los
encantamientos primitivos comprenden muchas veces fragmentos de narración
mitológica, cantos guerreros (historia de los dioses de la guerra) y relatos relacionados
don los ritos de las estaciones (mitos de la creación), etcétera.
El rito y el mito son inseparables, representan las dos facetas de un mismo
sistema. Históricamente, se engendran recíprocamente. Observemos que A. N.
Veselovski subestimaba el papel del mito y que la llamada escuela de Cambridge (los
discípulos de J.G. Frazez) insistía demasiado en la prioridad del rito. En realidad, la
mayor parte de los ritos posee su equivalente mitológico y viceversa. En lo que se
refiere al folklore australiano, este fenómeno está analizado en la obra de W.E. Stanner,
On aboriginal religion (1966): los ritos intichiuma de reproducción de los tótem se
pueden consideran como equivalentes a los mitos totémicos; los ritos de iniciación
como equivalentes de los mitos relativos al héroe civilizador y al héroe de la tribu, a la
serpiente arcoíris y a la bruja que se traga a los niños; los ritos de reproducción y de
fertilidad como equivalentes de los mitos relacionados con las hermanas que andan
errantes y dispersan a los tótem.
Varios mitos pueden corresponder a un solo rito, pero raras veces un rito carece de
equivalente mitológico. En todos los casos, los mitos y los ritos poseen una unidad
semántica común, si Bien el análisis de algunos personajes de los ritos puede que no
coincida con el de los mitos, y ambos presentan estructuras isomórficas. Estas
estructuras son inseparables de la notación del misterio: el héroe, exiliado, sufre pruebas
terribles y regresa a su clan después de haber accedido a un estatuto más elevado.
(Compárese aquí mitos-ritos con leyendas y cuentos). Esta unidad semántica es el
antecedente necesario del sincretismo de las artes en el seno del rito. Es innegable que el
sincretismo no sólo es formal (el rito reúne las formas primeras de las artes), sino
también ideológico (el mito une el arte verbal naciente a elementos de la religión y de la
filosofía).
La calidad estilística del arte verbal primitivo está vinculada al rito mágico,
mientras que la poesía depende del saber mítico y sabrado... Por ello la poesía ritual
lírico-épica es cantada y después versificada y se caracteriza por un estilo específico,
mientras que el planteamiento del mito en prosa, en el marco del rito y fuera de él, es
neutro desde un punto de vista estilístico. No sólo las diferentes artes, sino también los
tres tipos de poesía (lírica, épica, dramática) derivan del complejo rito-mítico. El
elemento dramático y teatral domina en el rito y está estrechamente vinculado al lirismo
primero. En la poesía medieval de todos los países, vemos asimismo hasta qué punto la
poesía lírica está engendrada por ritos de las estaciones y ritos de pasaje. No se trata
únicamente del tipo de lirismo que se encuentra en lengua tamil, sino también del de los
trovadores, de los troveros y de los minnesinger.

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Tratándose del origen de la poesía épica, el papel principal corresponde al
planteamiento prosaico de los mitos, con frecuencia fuera de los ritos. A los cantos
compuestos a la gloria de los ancestros no les atañe esto. La forma mixta es la forma
primera de la epopeya: sólo los diálogos y las descripciones se cantan y están
versificados.
La poesía épica más atrasada y más arcaica evoca a los ancestros -héroes
civilizadores (culture hero)-; más tarde, con el fortalecimiento de la noción de estado,
esta poesía capta las leyendas históricas locales que en otro tiempo constituían un
género independiente de la poesía épìca. La poesía épica conquista progresivamente una
belleza estilística que, en las canciones heroicas o en los cuentos fantásticos, supera la
de la poesía puramente ritual. Hay que observar que las fórmulas iniciales y sobre todo
finales del cuento acentúan la inverosimilitud, es decir, destacan el derecho a la
invención, a la ficción.[...]
Si se liga el mito con el contenido del arte verbal arcaico se corre el riesgo de
reducir el carácter metafórico de la literatura, de la propia palabra poética, a la
mentalidad mitológica. A principios del siglo XX, los románticos alemanes observaron
la relación entre literatura y mito. La poesía mitológica es inseparable de la esfera
emocional y motora y del hecho de que el hombre primitivo no se distinga de la
naturaleza que lo rodea. Esto implica una personificación universal. La difusión y la
influencia de la mentalidad mitológica se caracterizan asimismo por una diferenciación
incierta de los datos siguientes: sensual, concreto y abstracto; sujeto y objeto; objeto y
signo; criatura y nombre; cosa y atributos; tiempo y espacio; causalidad y contigüidad;
esencia y origen. De ello se deduce que el tiempo primero es la fuente de todo tiempo
ulterior. Esta mentalidad conduce a la participación, descrita por Lévy-Bruhl, a la
creación/ permanente de campos simbólicos mediante modificaciones de los códigos
(Lévy-Strauss) y a la sustitución de las relaciones de repetición por las de causa y
efecto. La forma artística es en sí misma la heredera del sincretismo y de un modo
concreto y sensual de adquisición del saber. Todas estas identificaciones, mencionadas
más arriba, son los fundamentos de las comparaciones, paralelismos, metáforas y
sinonimias.
En Rusia, la estrecha vinculación entre el mito y la forma, exterior o interior, de la
palabra, fue comprendida con exactitud por Ptebnja a fines del siglo XIX y por
Freudenberg en los años veinte y treinta. Este autor piensa que la metáfora es la
consecuencia de la divergencia entre la semántica del mito y su morfología. Estas
mutaciones de la significación del mito las expuso de manera más clara Claude Lévi-
Strauss en Mitológicas. En la época arcaica, el mito desempeñó un gran papel como
fuente original del arte verbal. La literatura también siguió utilizando motivos
mitológicos a lo largo de su historia y tomando mitos bíblicos, coránicos, hindúes,
búdicos, dao. Los mitos de estas grandes religiones han conservado los arquetipos y
transmitido poco a poco a la literatura un gran número de motivos-clisés.
Después de un periodo de desmitologización consciente –siglo de las Luces,
periodo del realismo en el siglo XIX-, el modernismo del siglo XX vuelve al mito, en el
que ve no sólo un motivo de ornamentación, sino también un medio de estructurar la
obra y de interpretar lo imaginario (T. Mann, Joyce, Kafka, Faulkner, Cocteau, García
Márquez y múltiples autores de América Latina y de África). Ni siquiera el arte llamado
realista o naturalista puede evitar por completo la presencia subterránea del mito;
incluso en la literatura soviética, Bulgákov, Rasputín, Aitmatov y algunos escritores
georgianos utilizan los mitos.

GÉNESIS DE LA LITERATURA

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Tratándose del problema de la génesis de la literatura hay que recordar que ésta ha
sido ante todo un arte oral y que, aun después de la invención de la escritura y el
surgimiento de la literatura escrita propiamente dicha, la oralidad siguió ejerciendo una
influencia y permanece como uno de los principales elementos de la creación folklórica.
La oralidad conserva en gran medida una relación con la teatralidad. La repetición de
palabras y de “fórmulas”, las variaciones de palabras (los sinónimos) y de versos (el
paralelismo fono-sintáctico) siguen siendo las características más fundamentales del
canto arcaico, del folklore y de los géneros literarios que emanan del folklore. Todos
estos rasgos, que se relacionan ante todo con la oralidad, son inseparables de la im-/
provisación y de la representación. La oralidad utiliza el procedimiento line upon line
que acabamos de mencionar (véanse los estudios de Bowea, Finnegan (1977), Tchstov).
El desarrollo del tema y el paso, verso a verso, por medio del encabalgamiento, pueden
ser descritos en forma de una progresión remo-temática: el tema del eslabón que sigue
es la rema transformada del eslabón que precede. El discurso poético se puede tratar
como un desarrollo jerarquizado de unidades predicativas. Parece que este tipo de
desarrollo está en competencia con una acumulación de versos geminados, paralelos e
isomorfos. K.V. Tchistov, en su obra Les traditions populaires et le folklore (1985),
juzga que la alianza de la estabilidad y la plasticidad constituye el carácter específico
del folklore. Esta alianza y los datos de composición estables (fórmulas, situaciones
típicas, etiqueta, personajes constantes) determinan el campo de las variaciones.
El texto poético oral comparte algunas características con el discurso cotidiano.
Por ejemplo, está dividido en pequeños fragmentos estructurales, enlazados entre sí por
reglas sintácticas que no tienen nada de estricto. Pero el texto poético oral es más
codificado que el discurso cotidiano. Los textos folklóricos son tradicionales y se
transmiten mediante el sesgo de una representación. Un acto de esta índole, en parte
ritualizado, implica una vinculación estrecha entre el cantor y su auditorio, que debe
conocer las tradiciones y las obligaciones rituales. La representación no equivale a una
recitación de memoria, sino a la recreación de modelos de géneros, de estilos, de temas.
Las repeticiones de toda clase y las fórmulas permiten al cantor retener el texto en la
memoria entre una y otra representación. El mismo cantor modifica ligeramente su
“texto” durante una serie de representaciones. Las variaciones se van haciendo más
libres a medida que el texto pierde su carácter sagrado y va adquiriendo importancia el
papel que desempeñan los géneros profanos. En principio, la variación es el carácter
fundamental del folklore y ésta es la razón de que haya que considerar la investigación
de un prototipo único como una utopía científica. Las fronteras de una obra oral siguen
siendo muy borrosas y ésta es una de las dificultades para el estudio de las obras orales.
en la literatura oral, el principio genérico predomina. El paralelismo y la sinonimia
favorecen el examen del tema en sus diferentes aspectos. Este examen normalmente no
sirve para precisar el sentido de la palabra, sino que abre a una noción más amplia que
coincide con la parte común a los sinónimos (su “intersección”). Las repeticiones
representan, en todos los casos, el procedimiento más importante de estructuración y de
ornamentación.
En principio, la literatura escrita tiene su origen en el folklore, algo que los
románticos comprendieron muy bien y más tarde G. Paris y A.N. Vesselovsky. M. Parry
(1928) y A. Lord (1960) parten del supuesto de que la epopeya escrita/ ( en primer
lugar, los poemas homéricos) es la heredera de la técnica oral de la representación
folklórica, si bien estos autores no creen que la literatura haya emanado únicamente del
folklore. En realidad, casi toda la literatura épico-heroica procede de canciones y de

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leyendas orales, aun cuando las fórmulas poéticas no puedan ser reducidas
exclusivamente a los procedimientos del arte oral.
En nuestros días, “antropologizando” un poco y subrayando el importante papel de
la voz, Paul Zumthor demuestra de modo convincente la importancia de la oralidad
durante toda la Edad Media, incluida la literatura escrita. Este autor explica mediante la
supremacía de la tradición oral el hecho de que sean tan escasos los manuscritos que se
conservan en Europa anteriores al siglo XII. P. Zumthor se vale del término oralidad
mixta para designar muy en particular la forma de creatividad que presentan los cantares
de gesta, las canciones líricas y las canciones populares, y para caracterizar en menor
medida la literatura cortés, cuyas raíces están en parte en el folklore y cuya invención es
escrita y personal, pero cuya representación concreta sigue siendo oral (a pesar del
desprecio del que a veces son objeto los troveros por parte de los trovadores). Es muy
significativo que el cantar de gesta emplee la palabra “cantar” [sustantivo] y
contraponga “cantar” [verbo] o “hablar” a “oír” o “escuchar” (en alemán sagen/hören),
que el narrador a veces irrumpa en el texto al dirigirse al público y que el texto esté
dividido en fragmentos que corresponden a las sesiones orales. En la literatura
medieval, épica y lírica, encontrar con frecuencia a la figura del cantor no se debe para
nada al azar: véase, por ejemplo, el Boewulf y la literatura anglosajona en general, o
bien en la literatura rusa, una obra épica, solamente y por entero escrita, La gesta de
Igor. El doble estatuto de la literatura cortés se manifiesta mediante el empleo paralelo
de “escuchar” o de “oír” y de “ver”. En esa época, el par “oral/escrito” ya se identifica
con el par “vulgar/culto”. La victoria casi total de la escritura conduce a la
“prosicización” del romance cortés y a la retoricación de la poesía lírica. Los géneros de
la literatura urbana propiamente dicha –trovas, Schwank, el Roman de Renard, etc.-
conservan durante un cierto tiempo un carácter oral. Por último, hay que tener en cuenta
el elemento oral en los sermones y en los ejemplos que han de ilustrar esos sermones. El
predominio de la tradición oral ha favorecido algunas variaciones, algunas
inestabilidades de los textos escritos y el carácter fortuito y caótico de la distribución de
las obras en los manuscritos medievales.
En Oriente, la influencia recíproca de dos corrientes literarias, oral y escrita, ha
perdurado. Las narraciones tipo sira árabe o dastan persa son semifolklóricas por su
origen , por el sesgo de la recepción y por su auditorio. Los famosos poemas de
Giorgani, Nizami y Rustaveli, que son los equivalentes del romance cortés en verso, así
como las sentencias heroicas del Extremo Oriente, utilizarían motivos folklóricos e
influirían a su vez en la narración oral (del mismo modo, en Europa, los romances
corteses enriquecieron el cuento fantástico oral). En Oriente, existe una sólida tradición
profesional de narradores que rehabilitan artísticamente los temas de las narraciones
medievales escritas. No hay que olvidar que la gran corriente folklórica coexiste
siempre con la literatura escrita y sufre la presión de ésta así como la de las grandes
religiones.
Las inscripciones, cuya función no podía ser satisfecha plenamente por la
oralidad, marcan los inicios de la literatura escrita más antigua. Las inscripciones
biográficas referentes a los altos dignatarios, los textos relacionados con el oficio de los
muertos en el antiguo Egipto, las inscripciones de los reyes de Sumeria, las
inscripciones chinas en los huesos de adivinación, las inscripciones rúnicas
escandinavas, etc., han respondido a esta necesidad. La propia escritura estuvo
aureolada en primer lugar por una gloria mágica. Los libros canónicos y religiosos más
antiguos (Biblia, Corán, Rigveda, canon confuciano) fueron sacralizados
independientemente del origen de los elementos que los componen. La escritura facilitó
la resistencia a las variaciones que son contrarias a la esencia de los textos sagrados.

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Simultáneamente, varios géneros de la literatura antigua siguieron la tradición
folklórica de los encantamientos, de la poesía ritual, del mito y de la leyenda histórica.
El saber folklórico se transforma primero en literatura didáctica. Las bellas letras surgen
más tarde. En los países árabes, después de la introducción del Islam y del libro
sagrado, el Corán, paralelamente a la audición de la poesía (el discípulo del poeta es
quien recita casi siempre los versos de su maestro), se vuelve a copiar la poesía para
leerla y se compone antologías, incluso individuales, escogidas con todo cuidado y
estructuradas (denominadas Diván).
(Eleazar Meletinsky revisado por Jean Bessière, “Sociedaddes, culturas y hecho
literario”, en Marc Angenot, Jean Bessière, Douwe Fokkema y Eva Kushner
(Directores), Teorìa literaria. Madrid, México: Siglo XXI Editores, 1993, pp. 18-25)

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