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Noches siniestras en Mar del Plata, Mario Méndez.

Sm EL BARCO DE VAPOR
Ilustraciones: Fernando Falcone
© Mario Méndez, 2008
© Ediciones SM, 2008
Av. Belgrano 552
C1092AAS Ciudad de Buenos Aires
Primera edición: septiembre de 2008 Primera reimpresión: abril de 2010
ISBN 978-987-573-208-7 Impreso en la Argentina
A mis viejos fantasmas
marplatenses.

Tarde de lluvia en el Torreón del Monje

Llueve en Mar del Plata y al abuelo Juan no se le ha ocurrido mejor idea que llevar a sus nietas
al café del Torreón. Las nenas ven resbalar la lluvia por los ventanales que dan al mar, y se
aburren. Sin duda hubieran preferido ir a los jueguitos, o al cine, pero el abuelo insistió en que
conocieran el Torreón, y las invitó con chocolate y churros, porque además, en pleno verano, se
ha levantado un aire frío.
El abuelo comprende que las nenas se aburren y entonces empieza a contar. Al principio, las
dos chicas lo escuchan distraídas. Un ratito después ya tienen los codos sobre la mesa, los ojos
muy abiertos y toda la atención puesta en las palabras y en los gestos del abuelo.

—Hace muchos años, ciento cincuenta, o doscientos, antes de que existiera Mar del Plata, lo
único que había por acá, además de los indios pampas, que estaban desde siempre, era un
convento con unos pocos curas, ubicado en la Laguna de los Padres. En ese asentamiento los
curas intentaban evangelizar a los pampas, armar una reducción, como en Misiones, y aunque
les costó bastante, de a poco fueron albergando a algunos aborígenes que aprendieron a hablar
en español, a leer la Biblia y a tallar imágenes religiosas en madera. Uno de ellos era Pilmén, un
muchacho que se había acercado a la reducción apenas cumplidos los trece años. Pilmén era
alto, fuerte, muy curioso y rápido para aprender. Los curas de la pequeña comunidad estaban
contentísimos con él, era su alumno estrella. Y lo bautizaron con un nombre cristiano: Juan. Y
como el joven quería que respetaran su origen, lo llamaban Juan Pilmén, como si fuera un solo
nombre.
"Un día, como a los tres años de su incorporación al convento, cuando ya Juan Pilmén era un
muchacho que andaba a caballo como nadie, que hablaba el español tan bien como su lengua
materna y recitaba, además de algunos pasajes de la Biblia, poesías españolas completas, llegó
a la zona un marqués enviado por el rey de España, casi como un adelantado. El enviado del rey
se hizo dueño de las tierras, se estableció cerca de los curas, a orillas de la laguna, y desde allí
comenzó a organizar una estancia para criar vacas, con miras a instalar una curtiembre. Para
eso, además de los españoles que lo habían acompañado, el marqués pidió a los curas que le
consiguieran aborígenes para trabajar con él. Y Juan Pilmén, curioso como era, fue uno de los
primeros en sumarse a la estancia. El marqués pagaba poco y mal, pero algo pagaba, y a Juan
Pilmén le gustaba aprender cosas nuevas, por lo que trabajaba sin queja. Así pasaron otros dos
años, el español armó su curtiembre, empezó a mandar carros cargados de cueros al puerto de
Buenos Aires, y a ganar buen dinero. Y entonces decidió que ya era hora de traer a su familia a
vivir con él.
Vinieron su esposa, sus dos hijos pequeños, los criados y, con todos ellos, la niña de sus ojos,
su hija mayor, María Rosa.
"María Rosa era una bellísima mujercita de apenas quince años, de bucles rubios, ojos
celestes, naricita respingona y boca roja como una fruta. Su padre se desvivía por ella. Hasta un
piano le había traído, un piano bellísimo que había cruzado el mar en barco y las pampas en
carro, y que había llegado, sin un rasguño, a la nueva casa americana. Y precisamente el drama
comenzó un día en que María Rosa tocaba el piano: la magnífica música salía por los ventanales
de la casona y Juan Filmen se acercó hasta ella, como hipnotizado. Oyó todo el concierto y luego
se asomó para ver de dónde provenían los ellos sonidos. Así se encontró cara a cara con la
españolita. Ella lo miró, clavando sus ojos claros en los renegridos del indio. Y algo ocurrió, sin
duda. Porque a partir de ese encuentro, todos los días, sin falta, María Rosa salía a dar largos
paseos a caballo por las sierras. Largos paseos en los que, casi siempre, se encontraba a Juan
Pilmén, que, como por casualidad, andaba por el mismo rumbo. Y es que los dos jóvenes se
habían enamorado desde el mismísimo momento en que cruzaron sus miradas por primera vez.
Pero este era un amor imposible, por supuesto. De ninguna manera el marqués iba a aceptar
que su pequeña se casara con un aborigen, por lo que, cuando ella se atrevió a insinuarle lo que
pasaba, el padre tuvo un estallido de furia, mandó a su hija a encerrarse en el cuarto y de
inmediato despidió al joven, prohibiéndole que se acercara a la estancia, bajo la amenaza de
hacerlo
matar por los soldados de su guardia.
"Tanto María Rosa como Juan Pilmén estaban desolados. Ella no hacía otra cosa que llorar,
encerrada en su cuarto, y él vagaba por los campos a caballo, sin poder detenerse. Pero una
noche se decidió. Llevando el caballo de tiro con los cascos envueltos en trapos para que no
hicieran ruido, entró en la estancia, golpeó la ventana de su amada y le propuso casamiento:
"—Casémonos en el convento de mis amigos los curas, y huyamos. Tu padre ya nos entenderá
—le dijo ingenuamente, lleno de amor.
"Y María Rosa, tan ingenua y tan enamorada como él, aceptó de inmediato. Juntó unas pocas
cosas en un atadito, se descolgó por la ventana y se subió en ancas del caballo blanco. Unos
metros más allá de la tranquera montó también Juan Pilmén y ambos se dirigieron al convento.
Allí, aun sabiendo que era una locura, uno de los curas se atrevió a casarlos, y los jóvenes
esposos rumbearon para el lado de la costa.
"A la mañana siguiente, cuando descubrió lo que había pasado, el marqués desató toda su
furia. Mandó a llamar a los soldados y se puso al frente del grupo armado.
"— ¡Prefiero a mi hija encerrada en un convento antes que casada con un indio! —Gritó
enloquecido— ¡Y ese maldito Filmen es hombre muerto!
"Fue entonces cuando se desencadenó la tragedia. El marqués y sus hombres llegaron a la
toldería donde se habían refugiado los esposos pretendiendo
llevárselos, pero ellos, avisados por una vieja india unos instantes antes, subieron al caballo y
escaparon hacia el mar.
"Y hasta aquí llegaron, a esta saliente de rocas donde hoy nos encontramos tomando
chocolate."
— ¿Y qué pasó? —preguntó un chico, que desde la mesa de al lado había estado oyendo la
historia con tanto interés como las nietas de don Juan.
El abuelo sonrió. Tomó un sorbito de agua y terminó la historia.
—Cuando llegaron a este lugar, quedaron arrinconados por los soldados, que los apuntaban
con sus mosquetes. El marqués les gritó que se entregaran,
pero ellos se negaron. Y aquí mismo, ante la mirada atónita del padre, María Rosa besó a su
esposo y tomándose muy fuerte de su cintura le gritó que saltara. Juan Filmen espoleó al caballo
y desde la altura de las rocas saltaron al mar. Dicen que por un rato se los vio a los tres, la pareja
y el noble caballo blanco, luchando con las olas. Y luego ya no se los vio.
--¿Y así termina? —preguntó Violeta, una de la nietas, desconsolada.
--No, hay algo más. El padre de María Rosa, enloquecido de dolor y arrepentimiento, mandó a
construir este Torreón y se encerró aquí con unos pocos muebles y el piano de su hija, que él no
sabía tocar. Y dicen que durante muchos años, después de su muerte, en las noches sin luna se
oía el sonido de un piano en el Torreón abandonado, acompañado por los relinchos fantasmales
de un caballo blanco.
El abuelo terminó la historia. Martina, su otra nieta, lo miró con los ojos grandes.
--¿Es verdad, abuelo?
--Quizá sí, quizá no —respondió el viejo, con la mirada clavada en el piano antiguo que sonaba
en un rincón del Torreón.
Afuera seguía cayendo la lluvia.

Las fiestas del '75

Para mi querido, inolvidable primo Ornar.


Yo empecé a saber que esas fiestas serían distintas casi un mes antes, cuando mi madre nos
dijo, a mis hermanas y a mí, que por fin íbamos a conocer al tío Sergio. Estábamos comiendo y
mamá nos habló como al descuido, mientras servía la comida. Recuerdo que nos hablaba y
miraba de reojo a mi padre, que, con la cabeza gacha y cada vez más serio, fijaba la vista en su
plato.
Fue para las navidades del '75; yo tenía entonces diez años recién cumplidos y por supuesto
creía con fervor en la importancia y la alegría de aquellas reuniones. Yo amaba esas fiestas.
Amaba el reencuentro con mis primos, especialmente con Ornar, que, con sus once años, era el
mayor y el líder. Me gustaba también eso que llaman el "espíritu de las fiestas", la camaradería
de los cuñados y las concuñadas, los yernos y las suegras, los hermanos políticos. Yo no podía
ver los trasfondos familiares, las sonrisas falsas, ciertos celos, algunas envidias, viejos rencores
encubiertos, así es que todo lo disfrutaba. Disfrutaba jugando con Ornar y con los demás primos,
y también cuando mi papá abrazaba al tío Arturo, o sacaba a bailar a la tía Teresa. O cuando mi
mamá aparecía con los regalos y nos hacía cómplices a mi primo Ornar y a mí —porque ya
éramos grandes y sabíamos— de la colocación furtiva de los regalos bajo el pino lleno de luces.
Y me encantaba saber que el tío Carlos, como todos los años, aparecería desde el fondo del
caserón de Punta Mogotes disfrazado de Papá Noel, y que solo Ornar y yo, entre los chicos,
compartiríamos el secreto de su oculta identidad.
Pero esas fiestas, las del 75, serían distintas. Por fin, como había dicho mi madre, se
presentaría ante nosotros el misterioso tío Sergio, ese que conocíamos solo por fotos, las viejas
fotos en blanco y negro de cuando aún era muy joven. Esas ajadas fotos que lo mostraban
siempre serio, la mirada fija en el frente —y me acuerdo ahora de un comentario de mi hermana
más chica que estremeció a mi madre—, como si fuera el único que nos estaba mirando.
Recuerdo que, cuando le preguntábamos a la abuela, siempre nos decía que el tío Sergio
estaba viajando, y que esa imagen de tío viajero (marinero, detective, hasta astronauta) fue
durante mucho tiempo un alimento más para nuestros juegos. Pero también recuerdo que una o
dos navidades antes de la última que pasaríamos juntos, sorprendí a mi primo escuchando a los
grandes trepado a una ventana, y cuando lo interrogué me dijo, sin entender todavía lo que había
oído, que el tío Sergio no era un viajero.
—Parece —y es como si lo estuviera viendo, con los ojos enormes casi saliéndosele de su
carita blanca — que está encerrado.
Ese año la llegada al viejo caserón fue distinta. No hubo tantas risas ni bocinazos cuando los
tres .Hitos estacionaron a la vez frente a la puerta, e incluso la risa gritona del tío Carlos, que
como siempre había salido a recibirnos con una botella de sidra en cada mano, sonaba distinta
o al menos de eso creo acordarme ahora. Pero de lo que sí me acuerdo claramente es de la cara
del tío Sergio, apoyado en un árbol, la mirada perdida detrás de nosotros y la boca entreabierta
en un rictus estúpido, gritándonos a mi primo Ornar y a mí una verdad para la que no estábamos
preparados. Este era el tío misterioso, el viajero, el encerrado: el pobre idiota sobre el que
descargaríamos toda nuestra inocente crueldad de chicos.
Durante casi una semana, desde que llegamos y hasta un rato antes de la fiesta, duró el
hostigamiento. No tanto desde mí como desde Ornar, que se ensañaba con nuestro pobre tío
misterioso, el hostigamiento se fue haciendo más y más cruel. Y a medida que crecía nuestra
crueldad, la imagen del tío Sergio —y el tío Sergio mismo— más se empequeñecía. Lo
invitábamos a jugar con nosotros en la playa y terminaba todo lleno de arena, o empapado, o
totalmente desconcertado ante nuestras risas. Se acostaba a dormir la siesta y mi primo lo volvía
loco con su cerbatana, pegándole una y otra vez con las bolitas del paraíso. De nada servía que
nos castigaran o nos vigilaran. Ornar nos comandaba y siempre encontrábamos la forma de
molestarlo, de manera que después de un par de días todos los grandes, incluida la abuela,
parecieron resignarse o bien se olvidaron del asunto. El tío Sergio, antes alimento de nuestros
juegos, se había convertido en nuestro juguete, y ya no había nada que hacer.
Por fin llegó la tarde del veinticuatro y la fiesta volvió a ser un poco como había sido en otros
años. Mi madre trajo los regalos, y aunque nos miró muy seria y nos dijo que nosotros no nos
merecíamos nada, porque habíamos sido muy malos, ni mi primo ni yo nos creímos la amenaza.
Estábamos poniendo los regalos en el árbol cuando el tío Sergio entró a la sala, trayendo un
paquete que había envuelto de cualquier manera. Mi madre le preguntó qué era lo que traía y el
tío Sergio le contestó ron su voz balbuceante que era un regalo para Omar, pero se negó a
dejarlo entre los demás paquetes y volvió a salir. Esto rompió la vieja ceremonia. Mi madre
terminó de poner los regalos sola, mientras Ornar y yo corríamos detrás de nuestro tío,
preguntándole una y otra vez qué era lo que había traído. Y aunque insistimos como solo dos
chicos pueden hacerlo, el tío Sergio se mantuvo firme en
su obstinado silencio: no logramos que nos dijera nada ni conseguimos que soltara el paquete.
A las diez de la noche empezó la cena. Comimos, brindamos, hubo bromas y risas, y todo
parecía estar bien. Un rato antes de las doce apareció Papá Noel en el patio y todos corrimos a
verlo. Aunque, por primera vez, Ornar no estaba a mi lado.
Después del brindis de las doce toda la familia rodeó el pino para empezar la ceremonia de
los regalos, lo mejor de la fiesta.
Entonces mi madre decidió que la ronda tenía que empezar con el regalo del tío Sergio, que
recién ahora aceptaba desprenderse del paquete que había mantenido aferrado toda la noche.
Mi mamá buscó a Ornar con la mirada, y como no lo vio en la primera fila decidió, como guiada
por un impulso, que lo abriría ella misma, porque el gesto del tío bien lo merecía. Era como si
nos retara una vez más, como si con su tonito machacón nos dijera "vieron, ustedes fueron malos
y en cambio el tío...". Y mientras le preguntaba qué le había traído a Ornar y todos volvían las
caras hacia el loco, un extraño silencio nos fue ganando. Y recuerdo, como en una pesadilla de
simultaneidad, los dedos crispados de mi madre deshaciendo el paquete, al tiempo que Sergio
respondía a su pregunta con la boca torcida en una mueca malsana. Y por fin mi grito terrible
ante el martillo manchado de sangre que mi madre levantaba, mientras la voz del idiota seguía
respondiendo, como una letanía:
--Un rompecabezas, un rompecabezas, un rompecabezas...

Fuego nocturno

La noche no podía ser más oscura, y los cinco integrantes de la banda nos preparábamos
para hacer lo que, casi sin variaciones, veníamos haciendo Juntos desde hacía por lo menos
cuatro veranos: reunirnos en nuestro lugar preferido del parque Primavesi, a un costado de los
juegos, para contarnos cuentos de terror, asustarnos mutuamente y reírnos un rato, como si
estuviéramos de campamento y hubiéramos armado allí, en pleno parque, una fogata nocturna.
Los cinco habíamos crecido mucho desde el primer verano compartido, hacía como seis años:
a los doce, Mariana y Lara ya parecían señoritas, como decían las viejas. En cambio, los varones
(Valentín,
Mauro y yo, el único que había cumplido los trece) seguíamos pareciendo chicos. O casi.
Y ahí estábamos los cinco, a punto de empezar nuestro pequeño rito, cuando se cumplió lo
que los varones más temíamos: de entre los árboles vimos salir las siluetas de Fabián y de Lucas,
dos chicos más grandes que habían aparecido este año en Playa Grande, en las carpas de las
que nosotros nos creíamos dueños absolutos. Venían por las chicas, qué duda podía caber.
Lucas y Fabián, quince o dieciséis años, nadie lo sabía, eran nuevos en ese rincón de Mar del
Plata que teníamos como nuestro y producían en la banda dos efectos absolutamente opuestos:
a las chicas les encantaba que las vinieran a rondar, y los recibían con risitas nerviosas y sonrisas
tímidas. A los varones nos provocaban un odio feroz. A Valentín, por ejemplo, que había sido
novio de Lara los últimos dos veranos, la presencia de los dos advenedizos le afectaba hasta la
piel: se ponía literalmente bordó, y le salían manchones por toda la cara. A Mauro y a mí, que
desde el verano anterior competíamos casi sin peleas por la atención de Mariana, los nuevos
nos desagradaban tanto que nos quedábamos mudos, con la vista en el suelo, apenas
levantando la cabeza para mirarnos entre nosotros, destilando bronca cuando las chicas les
festejaban Lis ocurrencias. Para colmo, si bien Lucas parecía ser más o menos un buen pibe, el
otro, Fabián, era decididamente desagradable. Se la pasaba haciendo bromas pesadas, burlas
de mal gusto, chistes tan tontos que a veces ni el amigo le festejaba. Pero no parecía darse
cuenta de que su actitud no le gustaba a nadie, e insistía. Y su blanco predilecto era Mauro, al
que llamaba "Joroba", burlándose de la postura de nuestro amigo, que siempre caminaba medio
encorvado.
Y, por supuesto, no compartían ninguno de nuestros códigos. No entendían nuestras bromas
internas y, por eso, las descalificaban como si fueran le tontas o "de chicos". Así dijeron cuando
Mariana les contó lo que estábamos haciendo en el supuesto fogón del parque, y Fabián, fiel a
su costumbre, agregó una broma estúpida:
-Che, Joroba, en vez de contar cuentitos, por qué no te disfrazas de monstruo, que seguro te
sale bárbaro.
Mauro se levantó, lo miró con furia y le dijo, según me contó después, lo primero que le vino a
la cabeza:
—Si no te gustan los cuentos, juguemos a algo.
—¿A las muñecas? —le respondió el desagradable.
—No, a lo que vos quieras, pero el que pierde paga una prenda: va al cementerio de noche.
Todos nos quedamos mudos. De día, el cementerio no alcanzaba ni para paseo turístico, era
solamente un paredón enorme y gris al final de la calle Alem, detrás del cual se adivinaban los
panteones, las tumbas, los nichos. La gente iba a los bares de la zona, a los negocios de ropa o
a las heladerías, y cruzaba frente a la mole gris sin notar siquiera su presencia. Pero de noche
era bien distinto. El paredón enorme se convertía en una valla; los portales antiguos y altos
estaban cerrados sin llave porque no hacía falta impedir el paso: nadie querría meterse en el
cementerio cuando caía la noche.
Pero Fabián, claro, no se achicó. Dijo que él jugaba a lo que quisiéramos, y entre todos
empezamos a discutir a qué íbamos a jugar. Finalmente decidieron las chicas: jugaríamos al
"chancho", y como ellas también participarían del reto, pusieron como condición que los
perdedores fueran dos: de ninguna manera aceptarían caminar solas entre las lápidas, en plena
oscuridad. Los dos primeros que completaran la palabra "chancho" irían juntos al cementerio y,
para probar que habían entrado, traerían una pelota que patearíamos hacia adentro un minuto
antes. Había que buscar la pelota entre las tumbas y traerla, estaba prohibido salir sin ella.
Empezó el juego, y si bien nos reímos bastante con los amagues, los ¡chan! inconclusos o las
equivocaciones, en el aire flotaban, a la vez, dos sensaciones igualmente incómodas: el miedo
al cementerio y el clima de desafío. Fabián y Mauro ni se miraban y la verdad es que el grandote
o tenía mucha suerte o jugaba bien, porque al poco rato se vio que no corría peligro de perder.
Lucas tampoco tenía muchos problemas y Lara, ayudada descaradamente por Valentín —que
prefería perder él para que ella no corriera el riesgo— tampoco era canididata a la derrota. Cerca
del final, los más comprometidos éramos los tres varones de la banda y Mariana, que ya iba por
"chanch". Y la verdad es que todo era bastante emocionante: al molesto de Fabián el tiro le había
salido por la culata, pues, casi seguramente, uno de nosotros tres terminaría entrando con
Mariana al cementerio. A esta altura del juego, si bien el lugar mantenía su carácter aterrador,
visitarlo se había convertido en la seductora posibilidad de quedarse con Marianita a solas, en la
oscuridad y compartiendo el miedo: más no se podía pedir. Así que al final, cuando Mariana
completó primera el "chancho" y Valentín se dio cuenta de que tanto Mauro como yo queríamos
perder, la cosa quedó empatada entre mi amigo y yo, los dos con "chanch". Fabián, que además
de molesto era medio bobo, se dio cuenta de la maniobra demasiado tarde y, aunque lo intentó,
ya no pudo perder. Yo lo miré a mi amigo, que estaba tenso; si perdía en el juego del "chancho",
le ganaba al grandote en lo más importante, pues tendría la oportunidad de acompañar a
Mariana, de estar muy cerca de ella, tal vez de conquistarla. Pero eso decidiría la competencia
entre nosotros: Mauro también me ganaría a mí. Yo no sabía qué hacer, pero al fin me decidí
cuando escuché una vez más a Fabián diciéndole "Joroba" a mi amigo. Recuerdo bien clarito
que pensé "jorobado estás vos", que con una sonrisa canté "chancho" y que mi amigo perdió.
Pero con esa derrota ganó, claro está.
Después nos fuimos hasta la puerta del cementerio, tiramos la pelota, tuvimos un rato de
miedo más fingido que real, Mariana hizo todo el teatro para no entrar y finalmente entraron.
Unos quince minutos después, ella y mi amigo salieron tomados de la mano, con la mirada algo
perdida, como turbados.
—No traen la pelota —protestó Fabián, y todos, hasta su amigo Lucas, lo miramos muy serios.
Entonces Mauro, que venía más agachado que nunca, se sacó la pelota de la espalda, la tiró
para arriba y, mirándolo con una sonrisa un poco tirante, le largó la frase más festejada de la
temporada:
—La traía en la joroba —le dijo, y yo sentí que el triunfo de mi amigo también era mi triunfo.
Un rato después, acompañamos a las chicas a sus casas y Mauro se despidió de Mariana
con un beso que me alegró, pero que también, tengo que reconocerlo, me dio algo de envidia.
Para disimular el mal momento, y porque de veras estaba orgulloso de él, le puse una mano en
el hombro y lo felicité:
--Estuviste genial con eso de la joroba, Maurito. El pesado de Fabián no va a volver a hablar
por el resto del verano.
Mauro me palmeó la mano que le había apoyado en el hombro y pareció confundido, como si
buscara las palabras para decirme algo que no le salía. Yo pensé que me iba a hablar de Mariana,
pero no fue así. Mi amigo, al fin, me miró muy fijo y me contó la verdad de lo que había pasado
en el cementerio: una verdad que todavía no me deja dormir tranquilo. Me dijo que, apenas
traspusieron los portones, él y Mariana se agarraron muy fuerte de la mano, pero en ese gesto
no había nada de romántico: era para escaparle al miedo. Un miedo real que no alcanzaban a
disipar ni la certeza de que detrás de los paredones estábamos nosotros, ni que seguían pasando
algunos colectivos tardíos, ni siquiera que en las veredas, entre los panteones, se veían algunas
luces.
—¿Pero ahora qué importa el miedo? —le dije, todavía sin entender la seriedad de Mauro—
¡ponerte la pelota en la espalda fue una idea genial!
Entonces, casi temblando, me confesó que él la tenía a Mariana de la mano cuando sintió
que unas manos frías le subían la remera y le ponían la pelota en la espalda. Y solo escuchó una
voz, casi un susurro, que le decía:
—Por esta vez, pueden salir. Pero acá, de noche, solo jugamos nosotros.

Un golpe de suerte

El hospedaje rebosaba de gente: curiosos, periodistas de los diarios, la radio y la televisión,


fotógrafos, técnicos, camarógrafos. El accidente había atraído a muchísimas personas, y los
dueños, que habían dado aviso a las autoridades, no se cansaban de contestar entrevistas, ni
de preparar comidas. El hospedaje, después de esa avalancha de visitantes y sobre todo de la
enorme y gratuita publicidad, se convertiría en una sensación. Al menos era eso lo que
esperaban los viejos, y por eso mismo hasta pensaban comprar un nuevo registro de pasajeros.
Había que aprovechar el inesperado golpe de suerte.
Los dos ancianos habían convertido la antigua casona en hospedaje, hacía ya muchos años.
El albergue quedaba sobre los acantilados de la Barranca de los Lobos, en las afueras de Mar
del Plata, y funcionaba, además, como mínimo restaurante. Aunque decir que funcionaba, hasta
un día antes, era una exageración, porque en realidad hacía meses que el matrimonio no recibía
ni un solo visitante. Habían tenido épocas mejores, incluso buenas épocas, pero en esos días,
los días finales de sus vidas, los dos solitarios viejos sospechaban lo peor. No cobraban
jubilaciones ni tenían hijos o parientes que los ayudaran; solo poseían algunas gallinas, una
huerta magra y la casona, comprometida en una deuda hipotecaria que se la llevaría muy pronto.
Por todo esto, la noche del accidente el viejo le había dicho a su esposa que mejor comenzaran
a despedirse de su refugio en la costa, de su pequeño paraíso venido a menos. Incluso sería
mejor, llegó a opinar, resignado, que empezaran a despedirse de las gallinas, que se las fueran
comiendo de una buena vez. Después habría que vender los muebles y tratar de conseguir un
asilo que los albergara. O ir a parar a la calle.
Verónica Lavalle era una joven actriz en ascenso. Desde sus primeras apariciones en la
televisión, como secretaria del presentador de un programa le preguntas y respuestas y de una
participación breve en un programa infantil, había pasado a ser la malvada mucama de una
telenovela, y luego de un verano más o menos exitoso en Mar del Plata, de pronto tocaba el cielo
con las manos. Le habían ofrecido un papel estelar en una superproducción que se haría en
Venezuela. Un protagonice que le daría fama y dinero. Precisamente viajaba hacia el sur |para
despedirse de sus familiares antes de partir al exterior. Le gustaba manejar y también quería lucir
su coche flamante con los parientes y los vecinos del pequeño pueblo patagónico donde se había
criado. Llevaba con ella el anticipo de su contrato recién firmado, que pensaba dejar en manos
de sus padres. Empezaba a ser una actriz exitosa, pero aún se sentía la misma chica de pueblo
que no se acostumbraba a la gran ciudad, a la soledad de las multitudes.
No quiso detenerse en Mar del Plata, quizá porque temía tener que encontrarse con un montón
de gente, pero al rato de abandonar la zona urbana, cuando la sorprendieron la noche y la llovizna
cerca de la barranca, decidió parar. Le llamó la atención el mínimo cartelito al costado de la ruta
y se decidió a tomar el camino de tierra. Estaba harta de los hoteles céntricos, de los
amontonamientos y hasta de su fama reciente. No estaría nada mal un poco de tranquilidad, para
variar.
Anochecía cuando los dos viejos oyeron el ruido de un motor en el camino de ripio. Se miraron
sorprendidos y antes de que pudieran decir nada los faros de un auto iluminaron el patio. La
mujer no había querido matar una gallina, pero si el coche que se acercaba traía, por fin, un
huésped, quizás esa noche fuera inmejorable para hacer un buen puchero. El coche, una cupé
nueva, estacionó frente al cartel descolorido que anunciaba "Hospedaje – Comidas caseras", y
del asiento del conductor bajó una chica joven, muy elegante. La chica cerró la puerta, apretó el
botón de la alarma por pura costumbre y corrió hacia la puerta abierta del local. Lloviznaba, y la
chica parecía cansada cuando les sonrió con toda la boca y les preguntó si tenían una habitación
disponible y una buena cena.
34
Los dos viejos casi se rieron, de puro felices. La invitaron a pasar con la mayor amabilidad,
inventaron algo acerca de los huéspedes que se habían ido a la ciudad y que, seguramente, no
vendrían hasta el día siguiente, acobardados por la tormenta.
—Pero si apenas llueve —dijo la chica, siempre sonriente.
Los ancianos menearon la cabeza. Si ellos decían que vendría una tormenta, es que vendría
una tormenta; no por nada llevaban cuarenta años en ese mismo lugar.
Ella se encogió de hombros, se dejó llevar hasta una habitación de techos muy altos y aceptó
gustosa la proposición de tomar un baño de inmersión, que Je inmediato la anciana se ofreció a
prepararle. Mientras se enjabonaba, oía cómo las gotas de lluvia empezaban a golpear cada vez
con más fuerza sobre las chapas del techo, y cómo el viento sacudía las ventanas. Se dijo que
a fin de cuentas los dos simpáticos viejos habían tenido razón y, también, que había sido una
suerte ir a parar a ese lugar casi escondido en los acantilados. Se sentía como en la casa de sus
abuelos. Esto era lo que tanto había extrañado en Buenos Aires: la confianza de la gente sencilla,
la tranquilidad, el ritmo lento de los pueblos del interior, que invitaba a relajarse y descansar.
Al rato bajó al comedor, cambiada como para cenar afuera. Le parecía que a los dos ancianos
les agradaría el detalle y quería que se sintieran bien con su presencia, tan bien como se sentía
ella misma con la amabilidad que los dos le prodigaban. La mujer estaba cocinando, y el olor que
llegaba de la cocina era tan agradable como el calor que emanaba de una desvencijada
salamandra, y como la sonrisa del viejo que, para estar acorde a la ocasión, se había puesto un
saco muy antiguo pero muy limpio, con una corbata que seguramente llevaba muchos años
colgada.
El anfitrión trajo a la mesa un café para la joven, pidió permiso para sentarse junto a ella y
apoyó sobre el mantel el libro de pasajeros. Anotar a los visitantes era una obligación legal, pero
más que nada un símbolo. ¿Qué inspector iría a pedirles a los dos ancianos, antes de que les
remataran la casa, que les mostrara el registro de clientes?
El viejo anotó el nombre: Verónica Lavalle. A él ese nombre no le decía nada, pero a su
esposa sí. La mujer se acercó desde la cocina, secándose las manos en el delantal. Sonreía un
poco avergonzada cuando se inclinó cerca de la chica y la miró a la cara. A la joven actriz le hizo
gracia esa actitud, y le devolvió la sonrisa.
—¿Te diste cuenta, querido? —dijo la anciana, con una mesurada sorpresa—. Esta chica
aparecía en la tele, en la novela de las cuatro.
La chica amplió su sonrisa. No era nada desagradable esa curiosidad sin histerias de la
anciana, tan diferente de la de sus recientes admiradoras. Y además de las múltiples atenciones,
que los viejos la reconocieran era un detalle más para felicitarse por la elección del hospedaje.

Comieron un excelente puchero de gallina, acompañado con un vino tinto que el matrimonio
tenía guardado desde hacía varios años, reservado para alguna ocasión especial. Verónica no
había querido comer sola, y después de mucho insistir había logrado que el matrimonio se
sentara a la mesa con ella. Brindaron antes y después del puchero, y conversaron como si se
conocieran de toda la vida. La chica les contó con lujo de detalles las negociaciones que habían
culminado con la firma del contrato, y hasta les confió, en secreto, que llevaba ese dinero en el
auto, una suma bastante alta tratándose de un anticipo. Los viejos, ya decididamente en papel
de abuelos, la reprendieron por la imprudencia, y le hicieron prometer que depositaría el dinero
a la mañana siguiente en el primer banco que encontrara, antes de seguir hacia el sur. Verónica
aceptó a regañadientes: ella no confiaba en los bancos; pensaba dejar la plata en la casa
paterna, esa casa que, con la charla y los recuerdos, cada vez se le hacía más parecida al
hospedaje. Antes del postre, casero por supuesto, los viejos se dirigieron a la cocina con los
platos sucios y, mientras el agua corría sobre los restos del puchero, discutieron entre ellos un
buen rato. Verónica, en el comedor, no los escuchaba, pero adivinaba por los gestos ampulosos
que los ancianos, tal como hacían sus propios abuelos, estaban recreando una de esas eternas
discusiones sin solución que parecen mantener vivos a los matrimonios antiguos.
Finalmente, comieron el postre y Verónica bebió la última copita de un licor espeso. No
alcanzaba para los tres, y ellos insistieron para que su huésped aceptara tomarlo sola.
Antes de que llegara el café, la actriz empezó a sentir los efectos del cansancio. Como
disculpándose, les dijo a sus anfitriones que debía ser el estrés acumulado, más las horas de
manejo, y hasta la emoción del primer contrato importante. Ellos asintieron, comprensivos,
siempre sonrientes: ¿cómo no la iban a disculpar? Al rato, cuando comprobaron que Verónica
ya no podía sostener la cabeza erguida, la recostaron en un sillón. Antes de perder la conciencia
por completo, a Verónica le pareció oír que la vieja le preguntaba a su marido si no se les había
ido la mano con el licor, pero supuso que ya estaba soñando.

Menos de una hora después, el flamante coche de la actriz, con su dueña al volante, se hacía
pedazos contra las rocas. Los dos simpáticos ancianos la habían acomodado amorosamente en
el asiento del conductor y luego habían empujado el auto hacia la barranca, bajo la lluvia, no sin
antes esconder el dinero del anticipo en un cajón de la cocina. En seguida borraron con absoluta
minuciosidad todas v cada una de las huellas de la visita de Verónica Lavalle, incluido el libro de
registros, que fue a parar al fuego. Después se fueron a dormir. Y durmieron como hacía tiempo
que no dormían, sin sobresaltos, felices, convencidos de que al otro día tendrían mucho trabajo.

El paseo de los fantasmas


Para mi amigo Luis,
que alguna vez trabajó de asustador.

Mientras abandonaba cabizbajo el café del Torreón, donde los Funes lo habían citado,
Marcelo Cantilo no daba, precisamente, la imagen del joven exitoso. Estudiante de Letras,
dramaturgo aficionado, actor de tanto en tanto y desocupado la mayor parte del tiempo, Marcelo
acababa de sufrir un nuevo rechazo. Los Funes se habían disculpado por la demora (que había
alentado en el joven escritor
vanas esperanzas), y le habían dicho, sin demasiadas vueltas, que la comedia que les había
entregado no les servía.
En la puerta del café, un poco aburrida, esperaba Yamila. La novia de Marcelo no tuvo que
preguntar nada cuando él la miró a la cara. Los dos intentaron sonreír, darse ánimos. Pero no
tuvieron éxito. Marcelo, desesperado, empezaba a intuir que tampoco su noviazgo llegaría muy
lejos.
Mientras tanto, en el café del Torreón, los hermanos Funes, jóvenes empresarios del
espectáculo, también parecían preocupados. La temporada se les venía encima, y aún no tenían
nada organizado. Durante el último verano habían fracasado con una comedia de enredos que
había convocado a muy pocos espectadores y eso los había dejado al borde de la quiebra. Y
para el verano que se avecinaba solo habían conseguido que un director de segunda línea, un
tal Reinaudi, se comprometiera a leer la comedia que les había ofrecido Cantilo y que acababan
de rechazar.
José, el mayor, y Néstor, el del medio, ya estaban terminando el segundo café cuando llegó
el más chico, Nicolás, tarde como siempre. Venía singularmente agitado y no se molestó en pedir
disculpas, pese a las caras largas de sus dos hermanos.
—¡Tengo la idea! —casi gritó Nicolás, a modo de saludo—. Acabo de salir de acá abajo —
agregó, señalando el subsuelo del café.
José y Néstor lo miraron sin entender. Nicolás se rió de sus caras de sorpresa.
—Vengan —les dijo, y haciéndole una seña al mozo para que los esperara unos minutos, se
dirigió a la puerta, seguido de sus dos hermanos. Ya en la vereda los guió hasta la explanada a
la izquierda del Torreón, hacia el lado del espigón Várese, y los hizo bajar. La terraza parquizada
del café, una losa enorme que daba al mar, estaba sostenida por gruesos pilotes enterrados en
las piedras. Hasta ese subsuelo húmedo y sucio los llevó Nicolás. Y allí les presentó su idea.
—Acá está el negocio —les dijo, sonriente—. ¡El viejo y querido tren fantasma! ¡Un paseo de
terror, como si fuera el Ital Park!
Los hermanos miraron a su alrededor. Se oía el rumor de las olas golpeando contra las
piedras, todo era sombrío y misterioso. Sin duda, esa era una atmósfera ideal para armar un
laberinto tenebroso. De verdad el hermanito había tenido una buena idea.
Un rato después, los tres Funes conversaban en la mesa del café, dibujando posibles
estructuras, pensando los detalles. Era cuestión de alquilar el espacio, que estaba vacío y sin
uso, de contratar un arquitecto que armara unos planos para tramitar la habilitación, de hacer
mucha publicidad y de armar las paradas donde asustar a los visitantes. Y de hacerlo todo sin
demora, trabajando contra reloj, porque en un par de semanas llegarían los turistas.
—¿Y cómo hacemos para llevar a la gente entre las piedras? Un tren va a salir carísimo —se
preocupó José.
—Fácil —respondió Nicolás, que ese día estaba de veras inspirado—. Que los visitantes
caminen; lo único que tenemos que hacer son unas veredas por donde la gente transite.
Armamos algunos calabozos, la escenografía de un castillo, telarañas, algún ataúd viejo y ya
está listo.
—¿Y los muñecos? —preguntó Néstor.
—Sin muñecos. Actores disfrazados que aparezcan cada tanto. Eso no puede salir muy caro,
y la gente se va a morir del susto —remató Nicolás, ante la sonrisa de los hermanos, que ya se
imaginaban el brillante negocio.
A la semana siguiente empezaron las tareas en el Torreón. Un arquitecto amigo de los Funes
dibujó unos planos sencillos y comenzó los trámites municipales, mientras una docena de
obreros se dedicaba a limpiar el subsuelo de piedra y a construir los caminos y las celdas. Para
cerrar la vista al mar, el arquitecto pensó en unos grandes paneles de yeso, fáciles de colocar y
de sacar al final de la temporada. Los albañiles trabajaban a ritmo forzado, con la promesa de
un premio suculento si conseguían terminar las tareas antes del 15 de diciembre.
Y mientras los preparativos avanzaban, los Funes convocaron a actores y actrices
vocacionales para emplearlos en su nuevo espectáculo: "El paseo de los
fantasmas". En la sala de espera, entre los muchos aspirantes al empleo, estaban Marcelo y
Yamila. Casi no se hablaban. A Marcelo lo atormentaba la actitud cada vez más distante de su
novia. Era como si Yamila se hubiera hartado de sus manías, de ese fanatismo que más de una
vez lo hacía abandonarla en medio de una salida para ir a agregar un nuevo diálogo a su última
obra. Y también estaba harta, Marcelo ya no tenía dudas, de su eterna falta de dinero: nunca
podía invitarla a comer afuera o, siquiera, al cine.
Muy pronto comenzaron los ensayos. Reinaudi tenía, a su cargo el entrenamiento de los
"asustadores", como insistía en nombrarlos Nicolás Funes, por más que Reinaudi se enojara y
se refiriera al grupo de muchachos y chicas llamándolos, pomposamente, "sus artistas". Tanto
Marcelo como Yamila habían sido contratados y eran dos de las figuras principales del show:
Yamila en el papel de una vampiresa seductora y Marcelo como un monje capuchino, jorobado
y siniestro.
Cuando ya media ciudad estaba empapelada con el anuncio de la pronta inauguración del
paseo, Nicolás Funes, impecablemente vestido, con su sonrisa más triunfal, pasó por el Torreón,
dispuesto tanto a supervisar los trabajos de albañilería como las actuaciones de los asustadores.
Los ensayos finales, por supuesto, se realizaban en las catacumbas del Torreón. Atardecía, y
aunque ya se había cumplido la hora de salida de los obreros, el capataz los mantenía
trabajando, iluminados con lámparas portátiles. Nicolás paseó su mirada satisfecha por las
celdas terminadas, por el camino casi listo, por los paneles colocados, y unos minutos después
Reinaudi dispuso todo para mostrarle el espectáculo. A Nicolás Funes le pareció ver entre los
asustadores una cara conocida. Marcelo Cantilo, avergonzado, dio media vuelta y se encaminó
hacia el lado del mar. No podía tolerar que ese empresario exitoso, casi de su misma edad, lo
viera disfrazado de monje loco. Dos semanas atrás Marcelo era el autor de una pieza teatral, y
quería que así lo reconocieran.
—¡Vamos, Marcelo, que no tenemos todo el día! —gritó Reinaudi, y Marcelo creyó ver una
sonrisa en el rostro triunfador de Nicolás Funes, que ahora sí parecía reconocerlo.
Con la cabeza gacha, el joven dramaturgo se dirigió hacia donde lo esperaban el director y
varios miembros del plantel. Marcelo suspiró: cargó la enorme llave sobre su joroba de
gomaespuma y se dirigió a la puerta. El se encargaría de recibir a la gente. Esperaba ver a Funes
allí mismo, pero para su sorpresa el joven empresario no estaba allí, supervisando. Nicolás Funes
estaba en la otra punta del largo pasillo, charlando y riendo con Yamila. Marcelo, exagerando la
renguera que el director había pensado para el personaje del monje, se dirigió casi corriendo al
lugar donde estaban poniendo el último panel de yeso. Iba tan apurado y tan distraído en su
enojo que no vio una piedra en el camino. Pisó la piedra, resbaló y cayó sobre las inmensas
rocas que lamía el mar, dos metros hacia abajo.
Promediaba febrero cuando, milagrosamente, Marcelo Cantilo despertó en su cama. Los
médicos del hospital habían preferido mandarlo a su casa a los pocos días del accidente,
convencidos de que no había muchas esperanzas de que saliera de la inconsciencia. Había
caído de cabeza sobre las rocas y no se había matado de milagro. Pero ahora, para sorpresa de
todo el mundo, despertaba en su cuarto tras casi cincuenta días de nada, sin entender qué había
pasado.
Poco a poco Marcelo fue recuperando la noción de espacio y tiempo, la movilidad, la
conciencia y la certeza de que nada había mejorado. Sus padres
habían aceptado una indemnización regular, a cambio de mantener el accidente en silencio. Y
"El paseo de los fantasmas" se había inaugurado con enorme éxito. Era la sensación de la
temporada.
Yamila lo había visitado durante varios días en el hospital, hasta que los médicos casi
descartaron la posibilidad de que se recuperara, pero por la casa no había aparecido nunca. Y
cuando se enteró de su milagrosa curación lo visitó bastante turbada, le regaló una caja de
chocolates y, sin poder contener el llanto, le confesó que en esos días había encontrado consuelo
en otro hombre, del que se había enamorado. Marcelo no necesitó preguntar: de inmediato le
apareció la imagen previa al accidente, la sonrisa seductora de Nicolás Funes y el embeleso de
la joven aspirante a actriz frente al joven empresario.
Todavía quedaba casi un mes de temporada cuando Marcelo se presentó en la oficina de
los Funes. Quería recuperar su trabajo, y aunque caminaba con cierta dificultad, su paso
vacilante podía ayudar en el rol que solicitaba. Después de todo, al propio Reinaudi se le había
ocurrido que el monje loco y jorobado fuera, además, rengo. Néstor Funes y su hermano José lo
escucharon atónitos. Sabían que Nicolás estaba saliendo con la ex novia del muchacho, y les
parecía muy raro que Cantilo quisiera seguir con su trabajo en el lugar donde casi se había
matado. Y aunque hubieran preferido no contratarlo, también sabían que estaban en deuda con
él y que lo último que necesitaban era un juicio o un escándalo. Así que dijeron que sí y, a los
pocos días, Marcelo apareció por el paseo. Se había rapado por completo y el disfraz de monje
capuchino le quedaba mejor que nunca. Con la cabeza tapada por la capucha, la enorme llave
de utilería en las manos y una beatífica sonrisa, recibía a los visitantes en la puerta y comenzaba
a guiarlos por el laberinto.
Sus sandalias traqueteaban contra el piso y poco a poco iba cambiando su personaje. De la
sonrisa bondadosa pasaba a una mueca de loco, caía la capucha descubriendo su calva brillante
y el monje enloquecido profería espeluznantes carcajadas. Cuando levantaba la llave como un
garrote sobre su cabeza no había visitante que no corriera aterrado, y hasta se decía que más
de una chica se había desmayado. El monje del Torreón encarnado por Marcelo se había
convertido en la sensación del paseo.
Yamila solo soportó tres días la compañía de su ex novio en el trabajo. Luego renunció,
segura de que esa convivencia forzada no era buena para nadie y convencida, además, de que
Nicolás le conseguiría algún otro trabajo de temporada. A Marcelo no pareció importarle que
Yamila se fuera: siguió firme en su rol de monje enloquecido.
El último día de la temporada, los Funes organizaron un festejo junto a todos los empleados
del show. La función final comenzaría, como todos los días de ese verano, a las siete de la tarde.
Por eso, para no perderse ni un solo día de fabulosa recaudación, los tres hermanos convocaron
a todos los actores, utileros, boleteros y demás empleados a un gran asado que se organizó allí
mismo, bajo el parque del Torreón.
José y Néstor le pidieron a su hermano menor que fuera discreto, que no llevara a Yamila,
pero Nicolás no hizo caso. Llegó al asado del brazo de la ex de Marcelo y al rato se acercó al
muchacho, con la sonrisa de siempre y la mano extendida.
—¿Sin rencores? —preguntó, y supuso que no había necesidad de respuesta.
Marcelo también sonrió, se encogió de hombros y estrechó la mano que le tendían.
Entonces Yamila también se acercó, besó a su ex novio en la mejilla,
le comentó que lo veía muy bien y volvió a la mesa, donde ya estaban sirviendo las achuras.
Corrió el vino, hubo repetidos brindis y, antes de terminar la fiesta, alguien propuso que los
visitantes no habituales disfrutaran de un paseo especial.
Entre risas, los tres Funes y sus familias, el arquitecto y su esposa, un inspector de la
municipalidad y hasta el subsecretario de Turismo, invitado especialmente, aceptaron el convite.
Marcelo, más que nunca estrella de la función, comenzó a guiarlos, hasta que un rato después
de correr aterrados por los pasillos, perseguidos por sus carcajadas de loco y la amenaza de la
enorme llave, dejaron las catacumbas, asustados pero también divertidos.
Marcelo y algunos más se quedaron ajustando los detalles de la que sería la última función,
que, por tradición, tenía que ser la mejor de todas.

La presentación final fue, sin dudas, inolvidable. A las habituales apariciones del conde
vampiro, de una momia que salía de un cajón, de un payaso de mueca siniestra y del terrible
monje capuchino, se sumó esa noche una escena que nadie esperaba. El monje llevaba a su
grupo hasta la última celda y allí, con la llave, mientras reía a los gritos, empujaba los cuerpos
de dos ahorcados que colgaban del techo, con las cabezas tapadas como la del propio
capuchino. Era tan perfecta la escenografía que, antes de que el monje comenzara a reír, los
visitantes sudaban frío y empezaban a gritar. Nadie podía creer que esos dos cuerpos que se
balanceaban en el aire fueran muñecos.
La función que cerró la temporada de "El paseo de los fantasmas" clausuró también para
siempre el exitoso espectáculo. La ciudad no se recuperó del escándalo: el paseo se había
convertido en algo demasiado horroroso como para que el público quisiera volver a visitarlo. Al
poco tiempo los dos Funes mayores dejaron la ciudad y ya nadie volvió a saber de ellos.

A Marcelo Cantilo se lo puede ver en un hospital cercano, a pocos metros del asilo Unzué. Su
padre no lo visita, pero su madre dice que mejora día a día, aunque no acepta sacarse el hábito
de monje y cada tanto lanza unas carcajadas tan espantosas que los otros internos corren por el
parque y se meten en sus camas, aterrados.

La pasajera

Lucho estaba cansado, añoraba la playa, las salidas con los amigos, los sábados de fútbol en
Carnet, los boliches. Ese verano no había disfrutado de nada de lo que lo hacía feliz; ese verano
había tenido mucho que hacer, demasiado. Lucho había conseguido un trabajo de lavacopas en
un bar del centro, que había emprendido con cierto entusiasmo a principios de enero, pero que
en ese momento, ya a mediados de febrero, solo podía odiar.
Entraba al bar a las cuatro de la tarde y no salía hasta la madrugada: doce horas de trabajo
insufrible, metido en la cocina del bar. Ni francos ni permisos de ninguna especie; alguna vez,
impulsado por su madre, había intentado levantarse temprano para ir a la playa, pero el
cansancio se lo impedía.
Hasta mediados de febrero no había pasado nada que lo entusiasmara, todo había sido
trabajar y trabajar. Pero, de pronto, los viajes de regreso se habían hecho más interesantes: cada
tanto subía al colectivo 531 una pelirroja despampanante de la que Lucho se había enamorado
a primera vista. No se había atrevido a decirle nada, pero durante las interminables tardes en la
cocina no hacía más que pensar en ella. Tanto, que un día se atrevió a comentárselo a uno de
los dos mozos del bar, al más antipático, un viejo flaco que tenía una cicatriz en la cara y que no
se ganaba casi nunca una buena propina, porque no sonreía. El viejo mozo lo miró más serio
que nunca:
—Mejor aléjate, pibe, yo sé lo que te digo. Yo conocí una pelirroja, hace muchos años. Era
más linda que una sirena. Ojalá no la hubiera conocido.
Lucho rió. La antipatía y el permanente mal humor del viejo, curiosamente, le hacían gracia.
Las noches en que salía del bar y caminaba hasta la costa, a esperar el colectivo, imaginaba
que la mujer que lo obsesionaba subía y que él por fin juntaba coraje y le hablaba. Y cuando la
pasajera tan esperada no aparecía, su mal humor, su enojo con ese verano que no parecía
verano, se multiplicaba. Lucho tenía tan solo quince años, y lo que quería era disfrutar de la playa
y de las fiestas, como lo hacían sus compañeros del colegio, como lo hacían sus amigos. Ya no
soportaba estar trabajando así, día tras día, noche tras noche, como un adulto. Se miraba al
espejo y se veía blanco, pálido; empezaba a creer que era el único pibe en toda Mar del Plata
que no estaba bronceado, que parecía vivir en el invierno.
En ese estado de ánimo se encontraba la madrugada del 16 de febrero cuando subió al 531,
el colectivo que lo llevaba a su casa, maldiciendo por lo bajo y con cara de sueño. El colectivo
avanzó hasta la plaza Colón y allí, justo cuando Lucho empezaba a cabecear, medio dormido, la
entrada de la chica lo despertó de inmediato, como si le hubieran tirado un balde de agua en la
cara. Era muy alta, casi de la misma estatura que Lucho, que era de los más altos del colegio;
tenía los ojos rasgados y verdes, y lo que más llamaba la atención era su larga, larguísima
cabellera pelirroja y llena de rulos. Una llamarada parecía ese pelo. Apenas la vio, Lucho tuvo,
una vez más, la sensación de siempre: como si le pegaran una trompada en el pecho que lo
dejaba boquiabierto, como si necesitara aire. La chica pareció darse cuenta de su mirada, por
primera vez registró su presencia. Sonrió con picardía y se acercó adonde él estaba. A pesar de
que había otros asientos vacíos, se sentó a su lado, lo miró, estiró aún más la sonrisa y luego,
como si tal cosa, abrió una revista y se puso a ojearla despreocupadamente, a la luz tenue —y
también rojiza— del fondo del colectivo.
Lucho no encontraba las palabras, no se le ocurría qué decirle. Él bajaba casi al final del
recorrido, pero sabía que ella se bajaría mucho antes, apenas pasando la Terminal. Al llegar a
Alberti, antes de doblar, el colectivero frenó con brusquedad y a la pelirroja se le cayó la revista.
Lucho casi se tiró de cabeza a recogerla y se la alcanzó, balbuceando algo ininteligible. Ella,
entonces, inició la conversación. Lucho casi no supo cómo, pero unos instantes después estaban
conversando como si fueran amigos de toda la vida; con soltura, con total confianza. Lucho era
bastante
tímido: nunca le había pasado nada igual. Conversaron largo rato, pasaron la Terminal, y ella no
se bajó. Dejaron atrás la facultad, cruzaron la avenida Jara, y ella seguía allí, sentada junto a él.
En pocas cuadras, al cruzar la avenida Champagnat, ya en pleno barrio Regional, él tendría que
bajarse. No había por allí, a esa hora de la madrugada, ningún lugar donde invitarla a tomar algo:
después de la avenida casi no había luz, apenas unas pocas casas entre muchos terrenos
baldíos. Lucho debía decidirse.
Al fin le dijo que él bajaba en la calle Tres Arroyos. Ella levantó las cejas, sugestivamente:
—Que coincidencia —dijo, mirándolo a los ojos—. Yo también.
Lucho no lo podía creer. Se adelantó a la puerta, tocó el timbre y descendió al primer escalón.
Cuando la puerta se abrió, él le tendió la mano paraa yudarla a bajar y ella la tomó con
delicadeza. Y no se soltó cuando dieron los primeros pasos por la vereda, ni cuando él le indicó
que vivía a media cuadra, ni mucho menos cuando ella tropezó con una piedra: prácticamente
cayó en sus brazos y casi lo obligó a que la besara.
Lucho sintió que flotaba. Había tenido dos novias, pero ninguna besaba como la pelirroja,
cuyo nombre, ahora que lo pensaba mientras se dejaba llevar por la caricia, ya ni recordaba.
Un rato largo estuvieron besándose, hasta que al fin ella se retiró; dio un paso hacia atrás, lo
miró sonriente y le pidió que cerrara los ojos. Lucho asintió, contento, pensando en la sorpresa
que la chica le daría. Luego sintió una caricia en la mejilla, algo muy suave, casi una cosquilla, y
de pronto un fuerte rasguño, un rasguño helado y cortante, como si le hubieran pasado una hoja
de afeitar por la cara. Lucho abrió los ojos sorprendido y se llevó la mano a la mejilla, de donde
le brotaba un hilo de sangre.
—¿Estás loca?... —empezó a decir, pero se quedó callado de inmediato. Frente a él no había
nadie.
Lucho no entendió el chiste, si es que de eso se trataba: la cortadura, luego el escondite.
Cada vez más ansioso, más sorprendido que enojado, la buscó detrás del árbol en el que se
habían apoyado cuando se besaban, en la calle, en un zaguán que estaba a unos pasos. Y hasta
miró hacia la copa del árbol, como si ella hubiera podido treparse de un salto. Poco a poco
comenzó a sentir miedo. Algo muy raro estaba pasando. ¿Y si ella era una bruja, un espíritu, el
mismo diablo? De pronto la larga cabellera pelirroja era un símbolo horrible; los ojos rasgados,
verdes y penetrantes, se le antojaban diabólicos; y hasta los besos que hacían olvidar, que
hacían flotar, le parecieron aterradores. Lucho corrió, desesperado, tomándose la cara, que
seguía sangrando. Su casa estaba ahí nomás, a unos cincuenta metros. Llegó al portón del jardín
y lo saltó a la carrera; alcanzó la puerta, metió como pudo las llaves en la cerradura y abrió. No
había nadie en su casa. Quiso prender la luz, pero al tantear el interruptor su mano tropezó con
una tela de araña, y él la retiró, asqueado. Esa no parecía su casa. O sí, porque algunos detalles
reconocía, pero era como si su hogar hubiera estado deshabitado durante años. Aterrado, volvió
a salir. Miró a su alrededor, a su barrio. Amanecía y lo notó, a la luz del primer sol de la mañana,
muy distinto. Se sintió mareado. ¿Acaso era una pesadilla? De pronto un ruido lo sobresaltó. Un
diariero en bicicleta había pasado por la calle y arrojado el diario a la casa vecina. Sin saber muy
bien por qué, Lucho corrió a tomarlo.
Era La Capital, del 16 de febrero de 2008. Lucho X tembló. El había nacido en 1963. Si esa era
la fecha correcta, el 16 de febrero de sus quince años había pasado hacía exactamente treinta
años. Lucho sintió que las piernas se le aflojaban. Un coche moderno, como nunca antes había
visto otro igual, estaba estacionado en la puerta del vecino. Se acercó tambaleando y vio su cara
reflejada en la ventanilla. El que lo miraba era un cuarentón avejentado, casi un viejo, arrugado
y flaco, con una fea cicatriz que le cruzaba la cara.

El departamento del fondo

Serían alrededor de las tres de la mañana cuando Julián escuchó que la puerta del patio,
la que daba al pasillo común, se abría muy despacio. No tenía dudas: ya conocía el chirrido de
los goznes de la vieja puerta de metal y, además, había esperado escucharlo desde el momento
mismo en que se había acostado, hacía ya cuatro horas eternas.
Era su tercera noche de insomnio: tres noches insoportables de sobresaltos, de escudriñar
la oscuridad, de dormir de a ratos y con pesadillas. Los padres de Julián atribuían el sorprendente
insomnio a la reciente mudanza, a los problemas de adaptación, a que extrañaba su vieja
escuela. Pero se equivocaban. Lo que en realidad pasaba era que estaba aterrado. Y la culpable
de sus miedos era la vecina del fondo, la misteriosa dueña del departamento 4.
Julián se levantó con cuidado, el corazón golpeándole en el pecho, la boca reseca. Sus padres
dormían con la puerta de la habitación cerrada, y estuvo tentado de golpear. Pero si se hubiera
atrevido a despertarlos para contarles lo que él creía que pasaba, su papá, como la noche
anterior, lo habría mandado a dormir sin miramientos.
Lo primero que llamó la atención de Julián, apenas conoció la casa nueva, fue el largo
pasillo, las tres puertas en la pared izquierda y, al final, de frente, la puerta negra, sucia como de
hollín, del último departamento. En Buenos Aires, Julián había vivido siempre en un edificio, así
que esto de vivir en un "PH" era una novedad más de las muchas que le ofrecía Mar del Plata.
El padre de Julián había conseguido trabajo en un astillero, y el mejor lugar para vivir era el
puerto. Habían alquilado un viejo departamento de dos pisos, instalado en medio del pasillo, y
aunque era bastante feo, a Julián lo había seducido tener su habitación en la planta alta, lejos
de la de sus padres.
Siempre temblando, Julián decidió que era mejor bajar. Dejó su cuarto en silencio y se
asomó a la escalera. Si quería comprobar que no había nadie, si quería convencerse de que lo
que oía era solo producto de su miedo, tenía que animarse a bajar. Aunque estuviera seguro de
que desde abajo le llegaba el inconfundible sonido de unos pies que se arrastraban.
El primer departamento del PH estaba desocupado. El departamento de Julián era el
segundo del pasillo y, para su alegría, en el tercero vivían los mellizos Ana y Hernán. Los mellizos
tenían 12 años, igual que él, así que se hicieron amigos de inmediato. Ellos fueron, precisamente,
los que le hablaron por primera vez de la vecina del cuarto y último departamento, la dueña de
la puerta negra, la "bruja del fondo".
Julián terminó de bajar la escalera y se encontró con el patio a oscuras. Tuvo una primera
intención de volverse a su pieza, pero siguió adelante. Ya no era una opción correr hacia la
cama y taparse la cabeza con las sábanas, como las dos noches anteriores. Tampoco podía
golpear a la puerta de sus padres, tan cerrada.
Ana y Hernán estaban convencidos de que la vieja que habitaba el último departamento era
una consumada bruja. Decían que solo salía de noche, que apenas oscurecía empezaban los
ruidos extraños, que aunque nunca habían visto un gato, todas las noches se oían maullidos, y
que la mujer, a juzgar por los olores que de vez en cuando invadían el pasillo, cocinaba cosas
horrorosas. Para colmo, la vecina del fondo no hacía demasiado por su buena fama. Se vestía
siempre de negro, jamás sonreía, y su mirada, que parecía penetrarlos cada vez que los cruzaba
en el pasillo, era como para tener pesadillas.
Apretando los puños para dominar el temblor que lo invadía, Julián atravesó el patio. Todavía
oía unos ruidos leves, como de alguien que caminara en puntas de pie. Los ruidos, estaba
seguro, venían de la cocina.
El terror había comenzado tres noches antes, cuando Julián, alentado por los mellizos, había
cometido la imprudencia de asomarse al patio del departamento del fondo. Se les había caído
una pelota; y como la vecina no respondió al timbre (que Ana apretó apenas, con muchísimo
cuidado), Hernán le hizo pie a Julián para que este se asomara y mirase. La pelota estaba ahí
nomás, pero el chico se olvidó de ella de inmediato. El patio era un revoltijo oscuro, casi un
basural. Había ollas, trastos informes, extraños bultos tirados por todas partes; y a Julián, aunque
apenas miró durante unos instantes, le pareció ver que por el piso, huyendo como cucarachas
cuando se enciende la luz, corría una multitud de pequeños animales, algo así como ratas o
pájaros o, tal vez, gatos pequeños. Y más atrás, en lo que seguramente era la cocina, se veía la
silueta de la vieja sentada en la penumbra y la inconfundible mirada que, desde la oscuridad, se
clavaba en la suya.
Julián no había vuelto a visitar a los mellizos. Había corrido hasta su casa sin hablarles y
desde hacía tres días se negaba a salir a jugar al pasillo. Pero en ese momento, en el que entraba
a la cocina a oscuras, hubiera dado cualquier cosa por tenerlos con él. Quizá por eso, porque
deseaba su compañía, cuando prendió la luz y los vio allí, parados en medio de la cocina, no
gritó. Se sorprendió, por supuesto, pero dejó de temblar y, aunque no entendía qué estaban
haciendo allí, empezó a sonreír.
Pero la sonrisa se le heló en la cara cuando se dio cuenta de que los hermanos, parados en
medio de la cocina, estaban mirándolo de una manera extraña, y tenían tomada de la mano a la
vieja del fondo.
Alrededor de seis meses después, cuando los padres de Julián dejaron la casa del puerto para
volver definitivamente a Buenos Aires, los mellicitos los ayudaron con la mudanza. Los dos chicos
se mostraban tristes y solícitos, y cada vez que podían se preocupaban por consolar a sus
vecinos.
Julián había desaparecido una noche cualquiera, sin dejar rastros. El caso conmovió a la
opinión pública y la policía agotó todos sus recursos buscándolo en el propio edificio, en el puerto,
en las playas, en toda la ciudad, sin éxito.
Desde el principio, los mellizos habían ayudado en la búsqueda, aunque los investigadores
pronto dejaron de consultarlos: nadie entendía por qué los chicos, varios meses después,
seguían diciendo que Julián estaba cerca, muy cerca.

Luna Roja

Lucía bajó la velocidad del auto y lo fue sacando, despacio, de la ruta. Volvía de la
inauguración de un bar en Miramar y empezaba a ver, no muy lejanas, las luces de Mar del Plata.
Todavía era relativamente temprano, no tenía sueño ni quería dormir. Estacionó sobre el césped
del parque, apagó las luces y abrió la puerta. Sacó las piernas y las apoyó en el suelo. Suspiró.
La noche estaba oscura y miró hacia adelante. Allá estaba el mar, el cielo estrellado, la playa a
oscuras. El agua resplandecía a lo lejos; se veía la espuma de las olas, aunque no se oía el ruido
de la rompiente. Lucía estaba un poco triste, algo angustiada, pero no lloraba. Ya se había hecho
a la idea de la nueva ruptura. Lucía era bastante dura, capaz de soportar las frustraciones sin
hacer escándalo, casi como si no la conmovieran. Volvió a suspirar, terminó de salir del auto y
caminó a través del parque que de día servía de estacionamiento. Llegó a las escalinatas y echó
una mirada a su alrededor, un poco impresionada. Empezaba a hacer frío, pero comprendió que
el escalofrío que le recorría la espalda no se debía solo a la brisa fresca que llegaba de la costa.
La playa solitaria era de verdad intimidante. Y por supuesto, tanto la confitería como el depósito
de las carpas y los vestuarios estaban desiertos. Lucía bajó los escalones y se quitó los tacos
para caminar sobre la arena. Muchas veces había visitado, de chica, con sus padres, esa playa
en el camino a Miramar. Pero nunca había estado en Luna Roja, sola, en plena noche.
Mientras caminaba por la arena se puso a pensar en los últimos días. Poco dada a
confesiones o sentimentalismos, para Lucía el mar siempre había sido algo así como un amigo
íntimo, un confidente. Desde la adolescencia mantenía la costumbre de pasearse por la costa,
mirando hacia las olas.
Se mojó los pies en el agua helada y los retiró rápidamente, con un escalofrío. Pensó en su
reciente ex novio, Federico, casi por obligación. La había engañado. Y era la segunda vez que
le pasaba. Se encogió de hombros. "Todos iguales", musitó Lucía, con los pies otra vez en el
agua fría de la orilla.
—¿Quiénes? —oyó que le preguntaban, y se dio vuelta, más sorprendida que asustada.
Junto a ella, todo mojado y en short de baño, había un muchacho grandote. La malla celeste, el
cuerpo musculoso y el pelo corto no dejaban dudas. Era un guardavidas.
— ¿Quiénes son todos iguales? —repitió el muchacho, con una sonrisa amplia.
Lucía lo miró seria durante un instante, pero luego le devolvió la sonrisa. El guardavidas
tenía una intensa mirada azul, muy franca, y la sonrisa más contagiosa que ella había visto en
su vida. Más que un guardavidas parecía un actor de cine haciendo de guardavidas. Era casi
demasiado lindo, pensó Lucía, y le contestó:
—Los hombres, quiénes van a ser. Ustedes.
El guardavidas se rió.
—Eso es una injusticia —le dijo, y le extendió la mano mojada—. Yo soy Hugo. Mis viejos
todavía me dicen Huguito, pero no me gusta. Y soy distinto.
Lucía le apretó la mano.
—Hola, distinto. Estás helado, cómo se te ocurre nadar a esta hora, con este frío.
Hugo volvió a reírse.
—Perdón, mamá. No lo hago más.
Los dos se rieron, y empezaron a caminar por la orilla. Ella le contó quién era, y parte de lo
sucedido con Federico, su ex, como sin darle importancia. El confirmó su evidente trabajo de
guardavidas, le dijo que no se preocupara y hasta se permitió filosofar un poco, en tono de broma,
sobre la brevedad de la vida.
Caminaron por la costa un largo rato. Hablaban, a veces callaban: era de veras un momento
grato. Lucía pensó que no era la primera vez que algún entrometido le interrumpía una de sus
caminatas. Y se sorprendió al darse cuenta de que sí era la primera vez en que no se sentía
molesta con la interrupción.
Mientras charlaban, Hugo seguía con los pies en el agua. Lucía le preguntó si no tenía frío.
—Al contrario. Yo pensaba invitarte a nadar —le dijo él, siempre sonriendo.
—Vos estás loco —se escandalizó ella—. Yo no me meto en esa heladera ni borracha.
El guardavidas se encogió de hombros y siguió caminando junto a la joven, que al rato lo
invitó a sentarse en la arena.
—Vamos a buscar tu ropa y te secas —le ofreció Lucía, pero Hugo rehusó la invitación.
—Si querés nos sentamos, sí. Pero yo no me visto: dentro de un rato voy a nadar de nuevo.
Ahora la que se encogió de hombros fue ella. Pensó que el fanatismo acuático de su nuevo
amigo era una rareza menor y que, en verdad, no le importaba nada. La inesperada aparición de
Hugo le había salvado la noche. Era simpático, era lindísimo y, sobre todo, era —o parecía, al
menos por el momento— muy caballeroso. Quizá de veras era distinto, se esperanzó Lucía,
mientras él le hablaba de un salvataje y de los compañeros que siempre le rezongaban porque
muchas veces se pasaba de imprudente.
Hasta que empezó a salir el sol conversaron sentados, mirando las olas. A Lucía el sueño
le hacía arder los ojos, pero no tenía ganas de irse. La mañana se presentaba tibia y daba gusto
recostarse en la arena que ya no estaba helada, y dejarse acariciar por el sol. Lucía se fue
quedando dormida. Mientras cerraba los ojos le pareció que Hugo se inclinaba hacia ella. Quizás
intentaría besarla... y ella estaba dispuesta a devolverle el beso. Pero el guardavidas era un
caballero. Un hombre distinto, sin duda. Lucía se quedó dormida.
Cuando se despertó, el sol ya estaba alto. Calculó que serían por lo menos las diez de la
mañana. Ya había mucha gente en la playa, chicos haciendo castillos y chapoteando en la orilla,
familias tomando mate, algunos nadadores. Hasta un perro había, un fox terrier juguetón que
corría hasta el agua, se mojaba las patas, y volvía agitado y salpicando adonde el dueño leía el
diario sin prestarle atención. Lucía estaba un poco fuera de lugar, tirada en la arena con su ropa
de noche. Pero no le importó, como no le importaron las miradas extrañadas que la seguían,
indiscretas, mientras se levantaba e iba hacia el agua. En el camino recordó la charla con Hugo.
Estaba contenta. Se lavó la cara en el agua de la orilla, se ató el largo pelo negro y caminó hasta
el mangrullo de los guardavidas, resuelta a seguir la conversación con su nuevo amigo. Resuelta,
pensó, con un dejo de picardía, a darle la oportunidad
de que en poco tiempo dejara de ser su amigo. Pensando en eso y con la sonrisa más amplia,
llegó hasta el mangrullo.
—¿Está Hugo? —le preguntó a un guardavidas, un hombre de unos cuarenta años que la miró
bastante extrañado.
—¿Hugo? No, acá no hay ningún Hugo.
Lucía se quedó muy sorprendida. ¿Sería guardavidas de alguna otra playa? Le parecía raro,
porque la playa siguiente quedaba muy lejos y estaba casi segura de que Hugo le había dicho
que trabajaba allí, en Luna Roja. Y desde hacía años.
—¿Será guardavidas de Atlántida? —volvió a preguntar.
El hombre se encogió de hombros, pero como la chica era insistente llamó a uno de sus
compañeros, bastante más joven que él.
—Che, ¿hay algún guardavidas que se llame Hugo por esta zona? —le preguntó.
—No creo. ¿Hugo qué?
—No sé, no me dijo el apellido —reconoció Lucía.
Los dos hombres la miraron con cara de "te habrán mentido" y ella se dio cuenta de que no
iba a obtener más información. Desilusionada, empezó a alejarse de la playa, rumbo al auto. Tan
rápido como había llegado, la alegría se había ido.
Un chistido la detuvo de pronto. Lucía se volvió feliz, esperando ver a su guardavidas. Pero
el que le chistaba era un viejo encorvado, muy quemado por el sol. Llevaba una musculosa
gastada, que decía "Luna Roja", y un rastrillo de los de limpiar la arena. Era un carpero.
—Vos buscas a Huguito —afirmó más que preguntó el viejo, con una sonrisa desdentada—,
el mejor guardavidas; estos no saben nada.
Lucía sonrió. Estaba segura de que Hugo, su guardavidas, era el mejor de todos.
—¿Usted lo conoce? —le preguntó al viejo—. Es alto, tiene ojos azules, el pelo negro corto
y...
—Y es muy buen mozo, ¿eh? —completó el viejo.
Lucía asintió, con una sonrisa. El viejo también sonrió.
—Claro que es buen mozo, Huguito. Hugo Benítez, ese es el nombre completo.
En ese momento un cliente llamó al viejo desde la primera fila de carpas y Lucía decidió
volver con los guardavidas, como para enrostrarles que eran ellos los que estaban equivocados.
—Hugo Benítez, se llama —le dijo al mayor de los dos. El hombre la miró muy serio.
—Hablaste con Coco, ¿no? —le preguntó el guardavidas, mirando hacia las carpas, donde el
viejo acomodaba unas reposeras—. No le hagas caso, el viejo está loco.
Lucía no entendía nada. Con bronca, cruzó por entre las carpas y subió las escalinatas. Se
sentó en los escalones, se sacudió la arena de los pies y se puso los zapatos. Tendría que volver
a la ruta, manejar al sol, quizá pasar por la casa de sus padres. La perspectiva de otro domingo
horrible. El viejo volvió a chistarle. Había cambiado el rastrillo por un trapo y estaba apoyado en
un pequeño monolito de piedra. Sonreía. Lucía se acercó.
—Te dije que no saben nada estos giles —le dijo, apenas ella llegó junto a él.
Lucía miró el monolito. En mitad de la piedra había una placa de bronce, atornillada. El viejo
la acababa de lustrar y la pequeña placa brillaba bajo los rayos del sol. El gesto del viejo, apoyado
allí, parecía invitarla a leer. Lucía se acercó un poco más.
—Hugo Benítez, 1965-1989. En recuerdo a su heroísmo —leyó Lucía, en voz alta, y luego
retrocedió despacio, horrorizada. El viejo, ajeno a todo, la miraba. Tenía los ojos azules, iguales
a los del guardavidas.
—Vos hablaste con él, linda —le dijo, con un tono que era casi una súplica—. Decime, ¿cómo
está? ¿No te dijo nada para mí? —y la amplia sonrisa del viejo, aun sin los dientes, se parecía
mucho a la de Huguito.

De regreso

Los ojos, brillantes en la oscuridad de la parte trasera de la camioneta, estaban fijos en la


nuca de Roberto. Anochecía en la ruta 2 y solamente la cabina permanecía iluminada. En los
asientos de atrás del utilitario, donde dormía el pequeño Lucas, lo único que se veía era el
resplandor rojizo del par de ojos.
Ajeno a esa mirada que lo taladraba desde la oscuridad, Roberto le devolvió el mate a su
mujer e hizo un comentario obligado acerca de la chatura del camino, de los campos que
empezaban a desdibujarse detrás de las alambradas.
Los Linares habían pasado unas vacaciones maravillosas en Sierra de los Padres. Habían
visitado la laguna, por supuesto, y habían bajado a las playas de Mar del Plata casi todos los
días. Y ahora que las felices vacaciones se acababan, los dos se sentían satisfechos. Lucas,
con sus tres añitos llenos de monerías y risas, había disfrutado enormemente de la arena y del
mar. Y de la sierra, de donde, además, traía un amigo.
Los ojos, mientras tanto, avanzaban.
De pronto, Roberto sintió que algo húmedo le tocaba la mano derecha, y la corrió sin miedo.
Bonito, el flamante perro de la familia, hurgaba con su hocico oscuro cerca de la palanca de
cambios. Roberto lo mandó para atrás, sonriendo.
—Anda allá, Bonito, no molestes.
Alicia, la mujer de Roberto, también sonrió. Al principio no había estado muy convencida, pero
ahora que Lucas y Bonito parecían inseparables, había cambiado de idea. A fin de cuentas,
adoptar al perro, pobre cachorrito bandonado entre las piedras de la sierra, había sido una
decisión acertada.
—No despiertes a Lucas —le dijo Alicia al perro, que se dio vuelta como entendiendo lo que
la mujer le decía, la miró durante un instante y se perdió en las sombras.
La vida les sonreía a los Linares mientras la camioneta corría por la ruta rumbo a Buenos
Aires. Luquitas seguía dormido y Alicia cebaba el último mate. Roberto, cansado de oír música,
intentó sintonizar una radio que transmitiera alguna noticia, pero no resultaba sencillo. Al fin,
después de un rato, con algo de interferencia, se oyó la voz inconfundible de un locutor de una
emisora marplatense.
—Este tipo está en la tele, en la radio, en los diarios —protestó en broma Roberto—. Fíjate si
no lo llevamos ahí atrás.
Alicia sonrió. El locutor era un poco pesado, pero a ella le caía simpático.
Ahora alertaba, con ese estilo tan propio de los noticieros sensacionalistas, sobre el nuevo
peligro que los turistas corrían en la ciudad y sus alrededores.
Alicia levantó el volumen, más o menos interesada.
—Ya son varios los estremecedores reportes —decía el hombre de la radio— acerca de estos
falsos canes, roedores en realidad, que se acercan a los turistas
y luego muestran su verdadera naturaleza de animales silvestres.
Alicia y Roberto se miraron, serios.
Como queriendo negar lo que oía, con una media sonrisa, él preguntó qué pavada estaba
diciendo ese hombre. Pero Alicia, que se había puesto pálida, le hizo un ademán para que se
callara. Quería seguir oyendo la noticia.
—Juguetones, simpáticos, estos falsos perritos corretean con los chicos, aceptan los mimos,
y no han faltado familias dispuestas a adoptarlos. Pero ¡cuidado! Estos perritos no son otra cosa
que roedores salvajes. Y son carnívoros, desde luego.
A Roberto se le erizaron los pelos de la nuca. Ya no oía al locutor, el corazón le bombeaba
de tal manera dentro del pecho que podía percibir el golpeteo.
—¡Lucas! —había gritado Alicia abalanzándose hacia atrás, en el preciso instante en que él
frenaba la camioneta como un acto reflejo.
Y desde la oscuridad solo se oía el particular ladrido, casi un chillido, de Bonito, que los
miraba con sus ojos rojos.

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