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Sábado 18 de Julio

Apagué el despertador a las seis de la mañana, apenas comenzó a sonar. Antes de


quedarme nuevamente dormido, alcancé a escuchar un ligero rumor de lluvia
sobre el techo. Caminaba en compañía de uno de mis primos por alguna calle del
Distrito Federal. Él, más alto que yo –éramos niños otra vez-, llevaba un brazo
sobre mi hombro izquierdo. El ruido en la puerta del baño me hizo despertar, con
la impresión de que mi primo y yo estábamos hablando acerca de algo importante.
La lluvia ahora caía poderosa sobre el techo. Revisé mi teléfono: eran poco más de
las siete de la mañana. Si quería llegar a tiempo, tendría que levantarme como
máximo a las ocho en punto. Comencé a contemplar la posibilidad de quedarme
dormido toda la mañana. Cerré los ojos otra vez, apenas con un mínimo de
angustia. Además está lloviendo, pensé.
Tenía un cita, y para asistir a ella tenía que ir en mi motocicleta –nunca he
tenido una-. Recorría los armarios de una serie de habitaciones en busca de ella.
Me comían las ganas de pisar con fuerza la palanca de ignición y escuchar el
rugido moderado del motor poniéndose en marcha. Otra vez la puerta del baño
me hizo salir del sueño. Apenas abrí los ojos, pensé en el examen de poesía. Me
estiré con ganas de seguir durmiendo al menos durante otras dos horas. Busqué
mi teléfono entre las colchas. Eran las ocho de la mañana con un minuto. Me
incorporé y permanecí sentado en la cama durante un minuto más.
Abandoné el departamento a las ocho y media. Tenía el tiempo exacto para
caminar hasta la parada de la combi llegar a tiempo para la clase de cuento.

Había programado la alarma para las seis de la mañana pensando en levantarme a


escribir la escena que se me había ocurrido para continuar con el trabajo que
estaba elaborando para la clase de dramaturgia. Al abordar la combi se me ocurrió
que, posiblemente, la profesora de cuento no asistiera –últimamente solía faltar sin
previo aviso- y ello me diera la oportunidad de avanzar algo con la escena.
A unos pasos de la entrada me encontré con Rebecca. La acompañaba Dylan
con un garrafón vació de agua Ciel.
-Qué puntual –le dije.
-Ya ves.
-Qué tal, Dylan.
-Qué onda.
Entré de prisa y subí hasta la habitación del director. Lo encontré, tal como lo había
imaginado, frente a su computadora. Tenía que aprovechar el tiempo y hablar con
él antes de que Rebecca y Dylan estuviesen de regreso. Le aseguré que para el
lunes tendría el resto de la colegiatura. Nos estrechamos las manos y volví a la
primera planta.
Melba, nuestra maestra de cuento, llegó pocos minutos después de las
nueva, seguida de Denis. Leímos tres cuentos de Rubem Fonseca; mientras leíamos
el primero, llegó Adriana; un par de minutos más tarde se integró Rebecca.
Durante la clase de nouvelle, Irving –nuestro director- nos hizo elaborar un cuadro
comparativo entre el cuento, la novela y la nouvelle. En el receso de las once de la
mañana, el director nos hizo saber que Luis –el profesor de poesía- se había
sentido enfermo y se había marchado.
-Pero, ¿qué creen? –dijo Irving, haciéndose el misterioso.
-Usted nos va a poner el examen –adivinó Adriana.
-Así es, marsupiales.
Comenzamos a resolverlo mientras desayunábamos. Nadie sabía nada, salvo
algunos versos de Pessoa y de Roberto Juarroz, que unánimemente
considerábamos los poetas más interesantes –incluso por encima de Huidobro-
que habíamos estudiado durante el curso. La noche anterior yo había repasado
perezosamente los apuntes, así que me dediqué a sugerir algunas de las
respuestas.
Benitez había decido no aplicarnos un examen tal cual, así que venía por los
avances de los trabajos habíamos estado elaborando desde hacía meses.
Mientras desayunábamos y resolvíamos en examen de poesía, Adriana se
había dedicado a escribir algo para no quedar mal con Benitez. De vez en cuando
se interrumpía para ponerme una mano sobre el hombro izquierdo y decir: escribe
algo, muchacho. Otra veces, tan solo extendía su brazo y acariciaba mi barba
durante algunos, mientras me miraba con ternura. Era la primera vez volvía a
tomarse esas libertades en poco más de un mes, quizás motivada por el hecho de
la relación que Dara y yo habíamos entablado recientemente.
Cuando Benites se acercó a la mesa, lo primero que hizo fue retirar el plato
donde yo había comido y sacudir algunas migas de galletas que había en la
cabecera de la mesa. Llevaba una boina –para esa hora ya hacía calor- con aspecto
de Kipá. Yo me había tentado a decirle: Shalóm. Mah nishmah? Pero pensé que
quizás el hombre se habría quedado en blanco o no habría sabido tomarlo con
humor.
-Pues, bien… veamos que nos trae hoy, Adriana –dijo, una vez de regreso.
-Comencemos, mejor, con Adolfo –replicó ella.
-No, no, no. Comencemos con usted.
Todos nos reímos. Como ella tampoco había avanzado mucho, explicó de
manera general las modificaciones que se le habían ocurrido. Benitez la escuchó
con benevolencia y se dedicó a sugerirle algunos detalles, pertinentes desde su
punto de vista. Después le tocó a Rebecca, que leyó la escena de la clase anterior,
casi idéntica, salvo por algunos cambios apenas perceptibles que había
introducido. Lo mismo ocurrió con Denis. Finalmente, llegó mi turno. Como no
había escrito nada, decidí imitar a Adriana y le expliqué la escena que se me había
ocurrido. Benitez la escuchó con interés y también se dedicó a hacerme
sugerencias. Al parecer, la estructura general de mi obra estaba bastante bien
definida pero hacían falta detonantes para los momentos dramáticos. Mientras yo
debatía sus propuestas, Adriana colocaba su mano sombre mi hombre y me
acariciaba fraternalmente. ¿Qué lo que usted quiere exactamente? ¿Hacia dónde
quiere llevar el conjunto entero? No, no la anécdota, las acciones… Las mismas
preguntas de acertijos de siempre, sin embargo, parecía especialmente complacido
con los “avances” que cada uno de nosotros le había mostrado. Nos dio una
semana más como límite. A partir de lo que le entregáramos, decidiría nuestras
evaluaciones. Se despidió deseándonos unas felices vacaciones y se alejó con su
falso kipá entre las manos.
Dara y yo habíamos resuelto no tomar la última clase –Filosofía-. Era la
tercera vez consecutiva que lo hacíamos. Ninguno de los dos habíamos leído lo
suficiente: se trataba de una serie de ensayos de Walter Benjamin, de los cuales yo
sólo había leído el primero; ella, ninguno.
-Adriana, ¿por qué no nos vamos de una vez a mi casa? –dijo Rebecca-. Así
te evitas pagar doble taxi.
Adriana asintió sin titubeos, agregando:
-De todos modos, yo no leí nada de Benjamin.
Abandonaron el salón enseguida. Yo me quedé esperando a Dara. Entonces
sonó mi teléfono: era ella. Respondí pero no pude entender lo que me decía –la
escuela está ubicada en una zona de muy mala recepción. Sin colgar, me dirigí
hacia la salida y me topé con Rebecca y Adriana que venían de regreso. Supuse
que se dirigían al baño. En la entrada me encontré a Dara, de espaldas, aún con el
teléfono al oído:
-¿Adolfo? ¿Adolfo?
-¿Sí? ¿Dara? –dije, también con el teléfono al oído, mientras me colocaba
frente a ella.
Quería saber qué íbamos a hacer. Como yo tenía sueño, sólo tenía ganas de
irme a su casa, comer y acostarme a dormir.
-Tengo algo de dinero. ¿No quieres ir por una hamburguesa?
-¿Una hamburguesa? –respondí, en un tono marcadamente dubitativo.
-¿Y si vamos a un hotelín?
Moví los ojos como si realmente lo estuviese considerando. No lo creo, le
dije finalmente, dormí poco y muy mal.
-Entonces nos encerramos y vemos alguna película, ¿qué te parece?
Volvía hacer como si lo pensara.
-Me parece perfecto.
En ese momento aparecieron en la puerta Rebecca y Adriana.
-Oye, ¿me esperas? –dijo Dara-. Tengo que ir al baño.
¿Qué van a hacer? –preguntó enseguida Rebecca-. ¿Por qué no nos vamos
todos a mi casa?
-Lo siento, vamos en busca de droga.
-¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
-Drogas pesadas.
-No seas mamón. Dime.
-Luego.
-Eres un culero.
-Ten calma. Ya lo sabrás.
-Buenos, nosotras nos vamos –dijo Rebecca, resignada.
Me abrazó y me dijo que me quería mucho. Le respondí que yo también la
quería. Adriana, saludando con una mano al estilo Startrek, se acercó a mí y
también me abrazó.
-Adiós, mi Julieta –dijo-. Bueno, no ya no eres mi Julieta, ya tienes a tú…
No terminó la frase y yo aproveché para responderle: no importa, soy mujer,
ya sabes…
-Sí. ¿Entonces puedes tener varios Romeos? –me preguntó.
-Supongo que sí. Son los tiempos modernos, ¿no?
-Pues sí, yo también puedo tener Varias Julietas. Ya tengo a mi Kevin.
-Querrás decir “Kevina”. Pero creo que Kevin podría estar más interesado en
mí que en ti. Sufres el síndrome de las fans de Ricky Martin.
-No. Eso mismo pensaba yo cuando apenas lo conocía, pero a hora que lo
conozco más…
-Te engañas, pequeña. Come chocolatinas.
El sol atacaba con fuerza. Nos quedamos los tres en silencio durante
algunos segundos. Entonces apareció Dara.
-Nos vamos, chicas –dije.
Adriana volvió a abrazarme, apretándome con fuerza.
-Adiós mi Julieta.
-Adiós, mi Romeo –respondí.
-Recuerda que tenemos un negocio pendiente –agregó Rebecca-. Y un café.
-Claro. Adiós.
Adiós, repitieron, al mismo tiempo Rebecca y Adriana. Dara se despidió con
un simple ademán. Mientras nos alejábamos, lamenté no haber llevado mi
sombrero. Tendríamos que caminar dos cuadras bajo el son antes de llegar a la
parada de la combi.
Ya en casa de Dara, mientras veíamos, Pulp Fiction, hice consciencia de que
ese había sido el último día de clases del semestre.

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