Apagué el despertador a las seis de la mañana, apenas comenzó a sonar. Antes de
quedarme nuevamente dormido, alcancé a escuchar un ligero rumor de lluvia sobre el techo. Caminaba en compañía de uno de mis primos por alguna calle del Distrito Federal. Él, más alto que yo –éramos niños otra vez-, llevaba un brazo sobre mi hombro izquierdo. El ruido en la puerta del baño me hizo despertar, con la impresión de que mi primo y yo estábamos hablando acerca de algo importante. La lluvia ahora caía poderosa sobre el techo. Revisé mi teléfono: eran poco más de las siete de la mañana. Si quería llegar a tiempo, tendría que levantarme como máximo a las ocho en punto. Comencé a contemplar la posibilidad de quedarme dormido toda la mañana. Cerré los ojos otra vez, apenas con un mínimo de angustia. Además está lloviendo, pensé. Tenía un cita, y para asistir a ella tenía que ir en mi motocicleta –nunca he tenido una-. Recorría los armarios de una serie de habitaciones en busca de ella. Me comían las ganas de pisar con fuerza la palanca de ignición y escuchar el rugido moderado del motor poniéndose en marcha. Otra vez la puerta del baño me hizo salir del sueño. Apenas abrí los ojos, pensé en el examen de poesía. Me estiré con ganas de seguir durmiendo al menos durante otras dos horas. Busqué mi teléfono entre las colchas. Eran las ocho de la mañana con un minuto. Me incorporé y permanecí sentado en la cama durante un minuto más. Abandoné el departamento a las ocho y media. Tenía el tiempo exacto para caminar hasta la parada de la combi llegar a tiempo para la clase de cuento.
Había programado la alarma para las seis de la mañana pensando en levantarme a
escribir la escena que se me había ocurrido para continuar con el trabajo que estaba elaborando para la clase de dramaturgia. Al abordar la combi se me ocurrió que, posiblemente, la profesora de cuento no asistiera –últimamente solía faltar sin previo aviso- y ello me diera la oportunidad de avanzar algo con la escena. A unos pasos de la entrada me encontré con Rebecca. La acompañaba Dylan con un garrafón vació de agua Ciel. -Qué puntual –le dije. -Ya ves. -Qué tal, Dylan. -Qué onda. Entré de prisa y subí hasta la habitación del director. Lo encontré, tal como lo había imaginado, frente a su computadora. Tenía que aprovechar el tiempo y hablar con él antes de que Rebecca y Dylan estuviesen de regreso. Le aseguré que para el lunes tendría el resto de la colegiatura. Nos estrechamos las manos y volví a la primera planta. Melba, nuestra maestra de cuento, llegó pocos minutos después de las nueva, seguida de Denis. Leímos tres cuentos de Rubem Fonseca; mientras leíamos el primero, llegó Adriana; un par de minutos más tarde se integró Rebecca. Durante la clase de nouvelle, Irving –nuestro director- nos hizo elaborar un cuadro comparativo entre el cuento, la novela y la nouvelle. En el receso de las once de la mañana, el director nos hizo saber que Luis –el profesor de poesía- se había sentido enfermo y se había marchado. -Pero, ¿qué creen? –dijo Irving, haciéndose el misterioso. -Usted nos va a poner el examen –adivinó Adriana. -Así es, marsupiales. Comenzamos a resolverlo mientras desayunábamos. Nadie sabía nada, salvo algunos versos de Pessoa y de Roberto Juarroz, que unánimemente considerábamos los poetas más interesantes –incluso por encima de Huidobro- que habíamos estudiado durante el curso. La noche anterior yo había repasado perezosamente los apuntes, así que me dediqué a sugerir algunas de las respuestas. Benitez había decido no aplicarnos un examen tal cual, así que venía por los avances de los trabajos habíamos estado elaborando desde hacía meses. Mientras desayunábamos y resolvíamos en examen de poesía, Adriana se había dedicado a escribir algo para no quedar mal con Benitez. De vez en cuando se interrumpía para ponerme una mano sobre el hombro izquierdo y decir: escribe algo, muchacho. Otra veces, tan solo extendía su brazo y acariciaba mi barba durante algunos, mientras me miraba con ternura. Era la primera vez volvía a tomarse esas libertades en poco más de un mes, quizás motivada por el hecho de la relación que Dara y yo habíamos entablado recientemente. Cuando Benites se acercó a la mesa, lo primero que hizo fue retirar el plato donde yo había comido y sacudir algunas migas de galletas que había en la cabecera de la mesa. Llevaba una boina –para esa hora ya hacía calor- con aspecto de Kipá. Yo me había tentado a decirle: Shalóm. Mah nishmah? Pero pensé que quizás el hombre se habría quedado en blanco o no habría sabido tomarlo con humor. -Pues, bien… veamos que nos trae hoy, Adriana –dijo, una vez de regreso. -Comencemos, mejor, con Adolfo –replicó ella. -No, no, no. Comencemos con usted. Todos nos reímos. Como ella tampoco había avanzado mucho, explicó de manera general las modificaciones que se le habían ocurrido. Benitez la escuchó con benevolencia y se dedicó a sugerirle algunos detalles, pertinentes desde su punto de vista. Después le tocó a Rebecca, que leyó la escena de la clase anterior, casi idéntica, salvo por algunos cambios apenas perceptibles que había introducido. Lo mismo ocurrió con Denis. Finalmente, llegó mi turno. Como no había escrito nada, decidí imitar a Adriana y le expliqué la escena que se me había ocurrido. Benitez la escuchó con interés y también se dedicó a hacerme sugerencias. Al parecer, la estructura general de mi obra estaba bastante bien definida pero hacían falta detonantes para los momentos dramáticos. Mientras yo debatía sus propuestas, Adriana colocaba su mano sombre mi hombre y me acariciaba fraternalmente. ¿Qué lo que usted quiere exactamente? ¿Hacia dónde quiere llevar el conjunto entero? No, no la anécdota, las acciones… Las mismas preguntas de acertijos de siempre, sin embargo, parecía especialmente complacido con los “avances” que cada uno de nosotros le había mostrado. Nos dio una semana más como límite. A partir de lo que le entregáramos, decidiría nuestras evaluaciones. Se despidió deseándonos unas felices vacaciones y se alejó con su falso kipá entre las manos. Dara y yo habíamos resuelto no tomar la última clase –Filosofía-. Era la tercera vez consecutiva que lo hacíamos. Ninguno de los dos habíamos leído lo suficiente: se trataba de una serie de ensayos de Walter Benjamin, de los cuales yo sólo había leído el primero; ella, ninguno. -Adriana, ¿por qué no nos vamos de una vez a mi casa? –dijo Rebecca-. Así te evitas pagar doble taxi. Adriana asintió sin titubeos, agregando: -De todos modos, yo no leí nada de Benjamin. Abandonaron el salón enseguida. Yo me quedé esperando a Dara. Entonces sonó mi teléfono: era ella. Respondí pero no pude entender lo que me decía –la escuela está ubicada en una zona de muy mala recepción. Sin colgar, me dirigí hacia la salida y me topé con Rebecca y Adriana que venían de regreso. Supuse que se dirigían al baño. En la entrada me encontré a Dara, de espaldas, aún con el teléfono al oído: -¿Adolfo? ¿Adolfo? -¿Sí? ¿Dara? –dije, también con el teléfono al oído, mientras me colocaba frente a ella. Quería saber qué íbamos a hacer. Como yo tenía sueño, sólo tenía ganas de irme a su casa, comer y acostarme a dormir. -Tengo algo de dinero. ¿No quieres ir por una hamburguesa? -¿Una hamburguesa? –respondí, en un tono marcadamente dubitativo. -¿Y si vamos a un hotelín? Moví los ojos como si realmente lo estuviese considerando. No lo creo, le dije finalmente, dormí poco y muy mal. -Entonces nos encerramos y vemos alguna película, ¿qué te parece? Volvía hacer como si lo pensara. -Me parece perfecto. En ese momento aparecieron en la puerta Rebecca y Adriana. -Oye, ¿me esperas? –dijo Dara-. Tengo que ir al baño. ¿Qué van a hacer? –preguntó enseguida Rebecca-. ¿Por qué no nos vamos todos a mi casa? -Lo siento, vamos en busca de droga. -¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? -Drogas pesadas. -No seas mamón. Dime. -Luego. -Eres un culero. -Ten calma. Ya lo sabrás. -Buenos, nosotras nos vamos –dijo Rebecca, resignada. Me abrazó y me dijo que me quería mucho. Le respondí que yo también la quería. Adriana, saludando con una mano al estilo Startrek, se acercó a mí y también me abrazó. -Adiós, mi Julieta –dijo-. Bueno, no ya no eres mi Julieta, ya tienes a tú… No terminó la frase y yo aproveché para responderle: no importa, soy mujer, ya sabes… -Sí. ¿Entonces puedes tener varios Romeos? –me preguntó. -Supongo que sí. Son los tiempos modernos, ¿no? -Pues sí, yo también puedo tener Varias Julietas. Ya tengo a mi Kevin. -Querrás decir “Kevina”. Pero creo que Kevin podría estar más interesado en mí que en ti. Sufres el síndrome de las fans de Ricky Martin. -No. Eso mismo pensaba yo cuando apenas lo conocía, pero a hora que lo conozco más… -Te engañas, pequeña. Come chocolatinas. El sol atacaba con fuerza. Nos quedamos los tres en silencio durante algunos segundos. Entonces apareció Dara. -Nos vamos, chicas –dije. Adriana volvió a abrazarme, apretándome con fuerza. -Adiós mi Julieta. -Adiós, mi Romeo –respondí. -Recuerda que tenemos un negocio pendiente –agregó Rebecca-. Y un café. -Claro. Adiós. Adiós, repitieron, al mismo tiempo Rebecca y Adriana. Dara se despidió con un simple ademán. Mientras nos alejábamos, lamenté no haber llevado mi sombrero. Tendríamos que caminar dos cuadras bajo el son antes de llegar a la parada de la combi. Ya en casa de Dara, mientras veíamos, Pulp Fiction, hice consciencia de que ese había sido el último día de clases del semestre.