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EL DOLOR
DE LA AUSENCIA
EL DOLOR
DE LA AUSENCIA
Omar Ramos
Ramos, Omar Amadeo
El dolor de la ausencia / Omar Amadeo Ramos. - 1a ed . - Martínez : Baldíos
en la Lengua, 2019.
136 p. ; 21 x 15 cm. - (Cae la noche tropical / Antonioli, Nicolás Mariano; 5)
ISBN 978-987-46775-9-4
Primera edición
Ejemplar N°:
Baldíos en la Lengua-2019
www.baldiosenlalengua.wordpress.com
baldiosenlalengua@gmail.com
Tel: (011) 4793-8211
Provincia de Buenos Aires
Argentina
EL DOLOR DE LA AUSENCIA |
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herramientas. Ignacio empuñaba el rastrillo y Pablo la
pala. Les encantaba el ruido de las ametralladoras que lle-
vaban corriendo, en medio de los disparos, hasta la cocina
donde la abuela amasaba la pasta. Mientras tanto, el
abuelo acopiaba cemento y ladrillos para construir amplia-
ciones.
Ignacio se trepaba al ciruelo de ramaje enorme con varios
soldaditos en las manos, mientras Pablo le alcanzaba las
sogas. Eran prisioneros, los ataban y quedaban colgando
entre las hojas. Había uno de infantería, otro que portaba
un cañón, el más espigado una bazuca y el siguiente
llevaba granadas. En un descuido se soltó el de la bazuca
y disparó sin contemplaciones. Ignacio no pudo socorrer a
Pablo, se desesperó y decidió, en la guerra se necesitaba
premura y coraje, replegarse a las alturas. Trató de aga-
rrarse de una de las ramas, no aguantó el peso y cayó al
vacío. Era una caída que no quería concluir.
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LA MANIFESTACIÓN
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lando a Lenin, según sus propias palabras. Se acercó a
saludarlo, esperaba instrucciones de su partido para ir a
Chile y unirse a la resistencia. Ignacio movió la cabeza y
apretó los labios. Ezequiel le dijo que Diego había renun-
ciado a la tranquilidad de una vida sin peligros y a los
deseos de poder que tienen muchos políticos. La multitud,
cada vez más eufórica, coreaba: “Alerta, alerta, alerta que
camina el antiimperialismo por América Latina”. “Vamos
Chile, carajo”. “Nixon, cobarde, la concha de tu madre”.
Al rato, el embajador chileno, desde la puerta de la
embajada, repudió el golpe de Estado y dijo que Salvador
Allende resistía con otros combatientes y francotiradores
en la Casa de la Moneda. Ignacio se despidió de Diego que
se unió a la columna del ERP.
Con el tránsito interrumpido, subieron por Pueyrredón
para llegar a Santa Fe y de allí ir al obelisco. La gente que
se agolpaba en las veredas miraba con indiferencia. Ignacio
notó el espanto en sus caras cuando los manifestantes
corearon: “Pueblo que escuchas, únete a la lucha”.
Al llegar a la avenida Santa Fe se produjo un desbande.
Decenas de policías los enfrentaron con bastones, cascos,
escudos y caballos. En medio de trompadas y bastonazos
algunos trataron de derribar a los jinetes, mientras otros
incendiaban vehículos y arrojaban bombas molotov.
Corrieron con Ezequiel a refugiarse en algún negocio,
sonaban las sirenas y en pocos segundos arreciaron los
gases lacrimógenos. Empujaron a varios, tenían la vista
llorosa. Antes de llegar al negocio sonó un disparo. ¡Viva
la patria del Che. Venceremos. Patria o Muerte! A menos
de un metro, delante de ellos, cayó un muchacho, con el
pecho ensangrentado. Ignacio siguió de largo, hubo quie-
nes trataron de socorrerlo. Las autobombas con sus chorros
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de agua estaban allí, al igual que los caballos de la policía
montada. Ignacio vio las patas y las botas en los estribos.
Avanzó esquivando a los jinetes, sintiendo el chasquido
del rebenque que le dio en la espalda. Rodó por el asfalto
y en cuatro patas buscó el negocio. Estaban rotas las
vidrieras y la puerta de entrada. Se escondió con otros
detrás del mostrador, mientras el dueño clamaba por la
policía.
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LOS HÉROES
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rara quiénes eran los villanos porque ya sabía que para
que hubiera héroes tenía que haber malvados.
Por esos tiempos, su mamá le contó de antihéroes que
realizaban actos con métodos no éticos. El héroe, el prota-
gonista, siempre se llamaba Ignacio, en cambio los nombres
de los antihéroes cambiaban conforme a las circunstancias.
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EL ENTIERRO
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de Concentración y otros padecieron los vuelos de la
muerte.
Los padres llegarían pasada la una de la mañana, luego
de cenar en un restaurante de la calle Corrientes.
Apagó el televisor. El abuelo puteaba desde la cama
cuando años atrás aparecía en la pantalla Isabel o López
Rega. Ahora protestaba con las imágenes de Videla, Agosti
o Massera.
Llamó a Pablo y apagó la luz de la cocina. El calor se con-
densaba en los dormitorios cuando sacó las bolsas
escondidas debajo de la cama. La pared lindera y los ligus-
tros del jardín impedirían que los vieran los vecinos.
Nunca se sabe, pensó, no sería la primera ni la última dela-
ción. En la esquina vivía un suboficial que se jactaba de
haber matado a varios terroristas.
Una semana antes del entierro, separó los libros con un
vértigo que todavía siente en las noches de insomnio. Hoy
se reprocha la arrogancia de imaginarse un héroe apresado
en un operativo paramilitar. Se vio con una capucha y
cadenas.
Miguel Hernández, Pablo Neruda, Eduardo Galeano y
los fascículos de los protagonistas de las Revoluciones
Latinoamericanas: Salvador Allende, Juan José Torres y
Velasco Alvarado fueron los primeros que cayeron del
estante. Metió los libros, algunos se los había dado
Ezequiel, en unas bolsas. Las subieron al hombro y salieron
al jardín. Avanzaron sorteando los pinos y el limonero.
Una hilera de nubes renegridas anunciaba la lluvia que
transformaría la tierra en un lodazal.
Por largo rato cavaron el pozo debajo del gomero, cada
tanto levantaban la mirada del suelo, con el temor de que
el vecino pasara la cabeza por la pared y los sorprendiera.
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El silencio era interrumpido por el chirrido de algún grillo
y el esporádico paso del tren. El abuelo lo había anticipado:
“Yo me iré pronto, luché demasiado, lamento por los se
quedan, los militares se las traen. Mirá cómo le gusta a
Videla y al resto mostrarse con los curas”. Ahora se
quejaba seguido y cada tanto decía frases inconexas.
La luz de su linterna iluminó los ligustros, y vio o tal vez
imaginó, una sombra que se expandió entre las gotas de la
primera lluvia. No pudieron enterrar la última bolsa.
Corrieron al interior de la casa en medio de maullidos.
Parecían bebes en los tejados. Tuvieron miedo. Ignacio se
secó en el baño y luego con Pablo se sentaron en la cocina.
La lluvia pegaba con fuerza en la ventana. Atentos miraban
hacia el jardín restregándose las manos. Ignacio pensó que
el abuelo había empeorado. Lo recordó convincente en las
ideas que le transmitía a pesar de los reproches de su
padre. Se vanagloriaba de ser socialista y de haber trabado
una pequeña amistad con Alfredo Palacios. Tal vez lo vio
en la casa del pueblo un par de veces, pensó Ignacio, pero
el creerse cerca de los hombres importantes disminuía el
sufrimiento y los sacrificios del hombre común. Jamás lo
vio entrar en una iglesia, ni siquiera para su primera
comunión. “Mejor sería que los curas se dedicaran a traba-
jar la tierra o a construir casas para los humildes. Cuando
llegan las sotanas se acaban las libertades”, decía y echaba
una densa bocanada de humo mientras leía La Vanguardia.
Tenía la cara seria y curtida por la intemperie: Por la
mañana ejercía de maestro en una de las escuelas públicas
de Villa Urquiza y por la tarde arreglaba techos y cultivaba
la quinta. Llevaba el pelo laminado por la gomina y a los
cuarenta le aparecieron las primeras canas. Se definía
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como un inmigrante de la clase obrera, pero jamás se deja-
ría engañar por el pan y el circo.
Le apenaba llevarle la chata y levantar del piso las hojas
de diario repletas de flemas. Además de la diabetes tenía
afectados los pulmones por los cigarrillos negros y sin
filtro que fumaba desde joven. Le pidió a Ignacio que no lo
imitara y él le hizo caso: nunca probó un cigarrillo. Con el
tiempo, lo siguió en algunas de sus ideas. Quería una
sociedad distinta, sin tantas diferencias de clases y con
oportunidad para todos.
Ignacio sabía que corría riesgo por su primo y también
por figurar en la agenda de teléfono de algún compañero
de facultad que estuviera en política.
“Sería mejor que leyeras libros de tu carrera y no tantos
de izquierda como te inculca tu abuelo, le reprochaba el
padre. Ningún político le dio de comer a mi papá. Le
hubiera ido mejor sin tantos ideales”.
Siguieron con Pablo en la cocina, ya más distendidos. Le
costaba sobreponerse a la agonía del abuelo. La casa era
un muestrario de medicamentos: en la heladera, en la
mesa de luz del dormitorio, en la cocina, la llegada de la
muerte se venía anunciando. No la admitía como tampoco
aceptaba el entierro doloroso de los libros. ¿Sobrevivirían
a la humedad de la tierra, al granizo, las lluvias, las hormi-
gas y las ratas?
A los cuatro años le inquietaba la idea de morirse. Veía
por televisión a Cisco Kid matando con su revólver a los
indios. ¿Quién les daría de comer a los muertos debajo de
la tierra? ¿Los chicos podían llevar juguetes? El padre y el
abuelo se impresionaron cuando les dijo que no se quería
morir. Preguntó si después de muerto iba a estar con sus
primos, con quienes se divertía jugando en los cumpleaños.
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Vas a ser muy viejito cuando te mueras, lo consolaban.
Ahora era el abuelo quien había llegado a viejo. Ignacio
había leído que algunas partes del cuerpo tardaban en ren-
dirse a los gusanos. Les presentaban batalla, se resistían
hasta morir peleando. El esqueleto aparecía recién al año.
¿Cuánto tardarían los libros en desintegrarse? Fue el
abuelo quien le regaló los Poemas humanos, de César
Vallejo, y Los versos del capitán, de Pablo Neruda.
Pablo se fue a dormir. Ignacio salió de la cocina y caminó
hasta el gomero. Había dejado de llover y el viento arras-
traba la última bolsa que no habían podido enterrar. La ató
con una soga y tuvo que volver a cavar, esta vez en el lodo
fresco y apenas brilloso por el resplandor de unas pocas
estrellas. Arrojó, con bronca, la bolsa hacia el pozo. A pala-
das, lentas y repletas de barro, iba cubriendo el pozo.
Cuando la fiebre le aumentaba, el abuelo decía que quería
volver a Roma para asesinar a Mussolini.
Volvió a la cocina, cruzó el comedor y el pasillo hasta lle-
gar al dormitorio de los abuelos. Sus padres aún no habían
vuelto. Estaba la luz del velador encendida. Los ojos inmó-
viles y abiertos del abuelo lo atemorizaron. Pero fue solo
un instante, después se atrevió a cerrarle la boca y a pei-
narlo. Había en su mirada un gesto de esperanza que lo
ayudó a soportar el miedo. Por su expreso pedido no hubo
velatorio ni bendiciones. Unas pocas coronas, un ramillete
de rosas rojas entre las manos y un libro de su devoción
escondido tras la mortaja.
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LA DESOBEDIENCIA
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De su abuela materna escuchó dolorosos recuerdos de la
guerra pero enseguida se silenciaba y le contaba de su
marido, de cómo en tiempos de paz la ayudaba a pintar las
paredes y objetos de la casa, en las afueras de Varsovia. El
abuelo trabajaba en las minas de sal. En dos oportunidades
se salvó de milagro, a pesar de ello murió joven.
Con las muertes de la guerra las casas, palacios y
puentes de Polonia perdieron vida y color. Con las de-
sapariciones, Buenos Aires se bifurcó en una ciudad de
apariencia normal y en otra sórdida y subterránea.
Su padre no era de contarle cuentos, salvo alguna que
otra vez cuando los domingos, siendo chicos, se pasaban a
su cama. Era un hombre de una inteligencia importante
para desempeñarse en su profesión, logró de la nada mon-
tar laboratorios donde fabricó plásticos, esencias, y otros
productos, un alquimista diestro con los números. En lo
emocional era donde el padre de Ignacio tenía sus flaque-
zas, a veces se desbordaba por nimiedades, con su esposa
mantenía una relación donde los afectos no se exterioriza-
ban. Ignacio recordaba pocos besos, pero de algún modo
tanto a Pablo como a él, les hizo sentir su afecto y hasta
hoy no dejaba pasar dos o tres días sin llamarlos.
Además de querer su profesión gustaba de la lectura que
les inculcó a sus hijos. Veneraba su biblioteca como su
esposa sus Vírgenes y Cristos. Elegía los libros que debía
leer Pablo y los que leería Ignacio. Insistió para que
Ignacio leyera el mito griego donde el rey Minos le orde-
naba al arquitecto Dédalo la construcción de un lugar para
esconder a esa horrible criatura que era el Minotauro. El
rey encarceló al arquitecto, si no quedaba nadie que cono-
ciera el lugar la prisión sería invulnerable para toda la
eternidad. Dédalo logró escapar pero como no podía salir
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de la isla imaginó algo improbable: volar. Construyó alas
para él y para su hijo Ícaro. Dédalo fue preciso, vuela a una
altura intermedia, le ordenó a su hijo, ni muy bajo porque
el mar mojará tus alas, ni muy alto porque no resistirás la
cercanía del sol.
Durante años, Ignacio pensó en esta recomendación
como si hubiera venido de su propio padre. Ícaro desobe-
deció y trató de volar lo más alto posible, con el anhelo de
llegar al paraíso. Su ambición lo cegó, cayó al mar y murió.
Ignacio sintió, que como Ícaro, desatendió los designios de
sus padres y no se culpaba, ese acto de desobediencia lo
condujo a un lugar más humano que el paraíso, ajeno a la
divinidad, donde no había frutos prohibidos, solo el deseo
a la espera de ser alcanzado.
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EL ÁGUILA GUERRERA
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cincuentón que no se había recibido y que creía saber más
que los profesionales.
Un día, llegó al tribunal, una mujer que lo saludó con un
“Viva Perón”, extendiendo su brazo derecho. Llevaba en
la solapa de su saco un prendedor de metal con la forma
de un águila guerrera de color celeste y blanco. Quería
saber de su marido preso en la alcaidía.
Ignacio tipeaba frente al juez. Alberto Zubiri, el jefe de
“Nuevo Orden Peronista”, mencionó las armas que usaron
los montoneros para hacerlos desistir del acto. También
dijo conocer al ministro López Rega y exigió que se lo
pusiera al tanto de su detención.
El juez no notificó al ministro porque pensaba que era un
engaño del militante. Además creía en la división de pode-
res. Se decía independiente, aunque deseaba que no
hubiera retornado el peronismo.
El secretario, Gonzalo Ibáñez, militaba en la Juventud
Peronista de la República Argentina. El juez, conociendo
las ideas de Ibáñez, analizó él solo las acusaciones contra
Zubiri y sus compañeros: tenencia de armamento de gue-
rra, lesiones y asociación ilícita. Observó en detalle las
fotos sacadas por los Servicios de Inteligencia. Zubiri, con
el rostro desencajado, empuñaba un revólver en medio de
una gresca. Los delitos no admitían la excarcelación. Le
dictó la prisión preventiva. Al rato, le dijo al custodio, un
suboficial de la bonaerense, que trajera a Zubiri, que
estaba en la alcaidía.
Ignacio lo hizo pasar. Vio la transpiración en su rostro
áspero, los cortes en los pómulos y la nariz. El juez ordenó
al oficial primero que leyera la sentencia. Zubiri balbuceó
una protesta. El juez le dijo al custodio que lo esposara.
El hecho que se produjo durante la madrugada no se
esclareció nunca, aunque el diario Noticias culpó a la
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policía de la Provincia de Buenos Aires y a los Servicios. Al
juez no se le comprobó ninguna responsabilidad en la fuga
de Alberto Zubiri, pero decidió retirarse de la justicia.
Zubiri y su compañera pasaron a trabajar en el Ministerio
de Bienestar Social. Ignacio renunció y buscó un contacto
que lo hiciera entrar en algún juzgado de la Capital.
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EL COLOR VERDE OLIVA DEL PALACIO
DE JUSTICIA
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Corte Suprema, prohibido los partidos políticos e interve-
nido los sindicatos. Seguía descompuesto. Cruzó la Plaza
Lavalle por donde cada tanto sonaban las bocinas. Tomó el
colectivo para volver a su casa. La náusea se convirtió en
un vómito que trató de arrojar por la ventanilla.
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EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA
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―¿Ya estudiaste Derecho Penal?
―Sí, me interesó más que Civil.
—Una cosa es la carrera judicial y otra distinta es defen-
der a los delincuentes ―sentenció y tomó el café que había
dejado sobre su escritorio un mozo, vestido con camisa y
saco blancos, botones dorados y corbata negra.
―Me gusta el trabajo del tribunal, no podría defender a
delincuentes. No tengo estómago para eso ―precisó.
El comisario meneó la cabeza y dijo bien, bien. Después
lo miró con paternalismo. Le dijo que conocía a varios jue-
ces que le debían favores.
—Puedo hablar con el doctor Duran, Fernández Seguí,
Bonfante o el amigo Ibáñez. Lo hago porque te recomendó
mi cuñado.
—Me gustaría trabajar en el juzgado del doctor Ibáñez,
fue secretario mío en San Martín.
―Bueno, no te vas a arrepentir. No te mando a cualquier
tribunal, sabés, es un juez derecho, no nos molesta por el
apriete. ¿Cómo va a confesar un detenido?, no son señori-
tas.
Contrajo el abdomen y trató de que su cara permaneciera
inalterable. En la facultad el titular de Historia del Derecho
les dijo que la tortura era un mal necesario. Le parecía una
aberración, pero pensó que era la postura de la mayoría de
los jueces.
—Se me hace que al doctor Ibáñez lo nombrarán juez
federal. Eso sí —aclaró Albarenga con una sonrisa ―si sos
de Huracán vas muerto, es fanático de San Lorenzo.
—Soy de Independiente.
—No estuviste en política, ¿no?
—No, no, la política no me interesa —contestó Ignacio
con tono opaco.
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—Menos mal —aclaró encendiendo otro cigarrillo, su
cara había recobrado la cordialidad—. Si estabas en algo ni
por broma te recomiendo al juez, sabés Pichón. Hoy le
hablo por teléfono, me dijo que necesitaba un meritorio.
Mañana te presentás, siete y media en punto aunque él
llega después de las diez. Ojo —remarcó—andá con traje y
corbata, cortate la barba y el pelo, mirá como te tapa las
orejas. El hábito hace al monje —sentenció y, como despe-
dida, le apretó fuerte la mano.
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EL JUZGADO
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entendés. Estamos saturados de expedientes, para colmo
cada vez son más los habeas corpus. Tenemos el triple de
trabajo —protestó—. Nos quitan tiempo para las causas
que me gustan, esas estafas donde es difícil determinar la
responsabilidad del culpable.
Ignacio sintió curiosidad por los habeas corpus. El primo
le había comentado del rechazo de los recursos pero no
imaginó que se presentaran tantos. No había militado en
ningún partido político, pero se angustió con el golpe de
Estado y rindió pocas materias. Echaron a la mayoría de
los profesores y la ideología de las asignaturas había cam-
biado por completo. Fue tomando conciencia de la
gravedad de la situación cuando su primo y alguno de sus
amigos lo alertaron sobre la desaparición de personas. A
pesar de estas circunstancias decidió seguir como meritorio
porque le gustaba la carrera judicial. Pensaba que como
empleado que cosía, sellaba y mostraba expedientes, tal
vez podría ayudar a alguien.
El juez le enseñaba con firmeza, pero sin agredirlo como
el oficial primero de San Martín. Era habitual que Ibáñez
saliera de las recomendaciones judiciales y les explicara
cuestiones históricas. Sobre el escritorio, en medio de la
pila de expedientes, se desplegaba la revista Cabildo.
—En esta revista están las pruebas de que el Holocausto
es un invento de los judíos. Manejan toda la propaganda,
sobre todo los judíos yanquis que tienen tanta plata ―
Ignacio había escuchado lo mismo de un sacerdote en el
secundario―. Murieron tantos judíos como alemanes —
sentenció el juez, mientras tomaba una Coca Cola—. Los
judíos controlaban la economía del país. Falta difundir lo
que pasó realmente en la Segunda Guerra Mundial. No le
den el número de teléfono a nadie, ni firmen ninguna soli-
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citada en la facultad. No me gusta que mueran inocentes,
aunque en toda guerra ocurren esas cosas.
Los palmeó en el hombro, y pasó a hablar de la amistad,
de la que había hecho un culto, al igual que de la familia.
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HABEAS CORPUS
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fueron las películas secuestradas. Se entretuvo mirando el
expediente que mencionaba el filme Carne, protagonizado
por Isabel Sarli; Ocho y Medio, de Fellini, y Último Tango en
París. Al rato de hojear la causa y babearse con las fotos de
los afiches donde la Sarli se mostraba desnuda, Gustavo
recordó que a Ibáñez le habían quedado sin resolver varios
habeas corpus del día anterior. Les dio entrada en el libro
índice. Luego cosió las hojas con aguja y piolín. Al rato se
aburrió y cambió de expedientes. Miró las fotos de las pelí-
culas secuestradas.
“Estas fotografías son obscenas”, le diría un rato después,
riéndose, el secretario Nicolás Murúa al juez. Con aire
intrigante merodeaba por el despacho del juez con la
intención de influir en los dictámenes. De vez en cuando
se compadecía de algún detenido y trataba de que el juez
dictara una pena menor, o se inclinara por el sobresei-
miento.
A las diez de la mañana, las mujeres volvieron a golpear
la puerta. El secretario ordenó que no abrieran y atendió el
teléfono.
—Llego más tarde, tengo una reunión en el Comando en
Jefe. Que vaya Gustavo o Ignacio a la Cámara a buscar los
habeas corpus. Preparen las planchas tipo, cuando llego
firmo y listo.
No sé para qué nos citan del Comando si siempre nos
dicen lo mismo, pensó Ibáñez. Que rechacemos los recursos
porque los supuestos detenidos no están en ninguna
dependencia. Hay que cumplir con los procedimientos por
si mañana se da vuelta la torta, pero en una guerra no hay
tiempo para tantos papeles. Las bombas son más rápidas
que un expediente.
Una de las mujeres entró sin permiso y lo encaró al secre-
tario. Estaba nerviosa pero habló con firmeza.
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―No nos vamos hasta que nos atienda el juez —gritó.
―Esperen el resultado de las averiguaciones —ordenó el
secretario Murúa.
―Queremos saber dónde los tienen —volvió a gritar la
mujer.
—Haga el favor de retirarse, las voy a llamar cuando lle-
gue el juez —dijo el secretario. No podía hacer nada, tenía
que cumplir las órdenes de Ibáñez. Gustavo cerró la
puerta con llave y a pedido del secretario fue a la Cámara
del Crimen. Ignacio se quedó en la mesa de entradas para
atender a los abogados que preguntaban por las causas
comunes. Estaba tenso por el reclamo de las mujeres.
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EL RECHAZO DE LOS HABEAS CORPUS
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Gustavo le entregó los habeas corpus, pero Ibáñez estaba
ocupado en la lectura del expediente de las películas. En la
trasnoche de Lavalle también habían secuestrado Emanuel,
Sexoanálisis, La naranja mecánica y dos películas de Libertad
Leblanc. Levantó la vista del expediente y le dijo a Gustavo
y a Ignacio:
―Esas mujeres golpearon cinco veces.
—¿Las hago pasar a su despacho? Están muy preocupa-
das —dijo Ignacio.
—Imposible, son un montón, piden lo mismo —ensayó
una mueca de fastidio—. No hay tiempo, tengo que resol-
ver otros expedientes.
—¿Qué hacemos?
―Hacelas ratificar los habeas en la mesa de entradas.
Dale, apurate, decile al secre y a Gustavo.
Ignacio abrió la puerta para que pasaran a ratificar los
recursos. Las mujeres pidieron a los gritos por el juez.
—Queremos saber dónde están nuestros hijos.
Intervino el secretario y les aclaró:
—El juez me dijo que se seguirá con los trámites. Se hará
lo posible, es todo, deben firmar y retirarse.
—Que aparezcan nuestros hijos —gritó la que encabezaba
el grupo. El secretario pensó en llamar a Ibáñez. Sentía
pena por lo que les pasaba a esas madres, pero él no podía
hacer nada. Si trataba de averiguar dónde estaban esos
desaparecidos corría el riesgo de que lo echaran, o lo que
era peor, que lo identificaran con ellos.
Las mujeres se fueron sin firmar. Gustavo e Ignacio se
sentaron frente a la máquina de escribir.
—Usen los formularios de siempre —ordenó el juez.
Llenaron los espacios en blanco y completaron más de
treinta recursos.
Al cabo de una hora, Ibáñez se acercó al escritorio de la
mesa de entradas.
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—¿Hacemos y llevamos los oficios? —le preguntó
Ignacio.
Gustavo ya sabía la respuesta del juez. Eran tantos los
habeas corpus que solo en algunos casos se tramitaban los
oficios, aunque en la causa figurara que habían salido a las
distintas dependencias.
―No, pichón —le dijo Ibáñez a Ignacio—. Llená los for-
mularios de rechazo de los habeas corpus y no hagas los
oficios, son muchos. Ojo, que figure en la resolución que
los oficios salieron a la Policía, al Ministerio del Interior y
al Comandante en Jefe del Ejército. Debe figurar que pasa-
das las cuarenta y ocho horas, esas dependencias
informaron en forma negativa el hallazgo de los detenidos.
Ibáñez pensaba que el accionar de los militares, a pesar
de la pena que por momentos sentía al recibir a algún
familiar, tenían una justificación válida: evitar más muertes.
Al rato, lanzó una propuesta para agilizar el rechazo de
los recursos de habeas corpus.
—Si terminan rápido se pueden quedar a ver las películas.
Vio las carátulas de los recursos, mojó el dedo índice con
la lengua, algo pastosa, lo untó con una pizca de saliva y
pasó las hojas con desgano. Estos recursos son todos igua-
les, volvió a decir, los abogados no los firman, tienen
miedo. Por lo menos hay algún familiar que pone el gan-
cho, piden la aparición y tienen la esperanza de que estén
detenidos en alguna comisaría o cuartel. Y lo de siempre,
se repitió, dicen que pasaron varias semanas, que no saben
nada del familiar y que se los llevó por la fuerza un grupo
de civiles o militares.
Cuando cada tanto, se dignaba a recibir a algún familiar,
les decía, ya van a aparecer, no digo que este sea el caso,
pero hay muchachos que fueron arrastrados por ideólogos
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que los llevaron a poner bombas y terminaron matándose
antes de caer presos. Otros, espero que sea el caso de sus
hijos, se fueron al exterior o están detenidos en alguna
comisaría. El país es tan grande, tengan paciencia.
Firmó los rechazos, cuya extensión era de una carilla y
media, argumentando que la persona por la que reclama-
ban no estaba detenida en ninguna dependencia. Al cabo
de cuarenta y ocho horas, mandaba el expediente al archi-
vo.
El juez y los empleados acabaron la tarea y ansiosos
esperaron el inicio de la función cinematográfica.
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LAS BUENAS COSTUMBRES
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EL DAÑO IRREPARABLE
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—No son delincuentes, doctor, son jóvenes imprudentes.
Si los trasladan a los pabellones de Devoto ocurrirá lo
peor.
—Entiendo sus razones —esgrimió Ibáñez ─, pero sin los
antecedentes penales no puedo excarcelarlos. Lo que sí
llegó es el informe del Ente de Calificación
Cinematográfica. Les comento lo que dice, es del director
Néstor Tato. Ordena la prohibición de las películas por
pornográficas, obscenas, llenas de palabras y costumbres
ordinarias. “Atentan —les leo textual, dijo— contra el
estilo de vida occidental y cristiano y contra la moral y las
buenas costumbres del pueblo argentino”.
Uno de los abogados levantó la voz:
―Voy a Reincidencia y traigo la planilla.
—Ya se lo dije, hay que respetar la ley. Los antecedentes
penales deben ser entregados en forma oficial, ya que
podrían ser adulterados ―respondió el juez con firmeza.
El abogado le dijo que recurriría a la Cámara, sus clientes
corrían un alto riesgo. Ibáñez les ordenó que se fueran del
despacho y les aclaró que los podía procesar por desacato.
Llegaba a esta instancia cuando se enemistaba con un pro-
fesional.
Después de cuarenta y ocho horas los excarceló y no
quiso recibir a los abogados, quienes argumentaron que
sus clientes habían sufrido daños irreparables.
Ese día llegó a su casa cuando su mujer y sus hijas
estaban dormidas y tuvo ganas de ver de nuevo las pelícu-
las. Ignacio se fue a la facultad y le pasó lo mismo.
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LA DESINFECCIÓN
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—Quedate con los otros en la mesa de entradas y vigilen
bien, tengo la vista irritada, fijate que no falten cosas, si
roban un expediente, se arma, entendiste, ¿no?
—Quédese tranquilo, doctor, yo me encargo.
—Me voy al despacho del oficial primero que ahí todavía
no pusieron nada.
Ni bien llegó, se recostó en el sillón, y al rato se quedó
dormido. En el sueño, las vio saltar por los resquicios de
los estantes abarrotados de expedientes y efectos persona-
les de los detenidos. La más osada se deslizaba entre
radios y grabadores destartalados, algún ventilador y
paraguas.
En ese sueño del que Ibáñez no se podía escapar, algunas
ratas para salvarse salían de su despacho y llegaban a las
oficinas lindantes. Quieren salir a la calle, se dijo Ibáñez,
de allí a la seguridad clandestina de las cloacas hay un
paso.
El secretario Murúa charlaba con Gustavo e Ignacio.
—¿De dónde sacó esa foto, doctor? ―preguntó Gustavo.
—Me la regaló un amigo que trabaja en un diario —
contó Murúa ―parece que relincha frente a la manga de
vagos, ¿viste?
—¡Qué cara de loca tiene Isabelita! —dijo Gustavo para
quedar bien con su superior, aunque la política no le inte-
resaba, ningún político ni tampoco los militares le darían
de comer.
Murúa se hamacaba en el sillón, diciendo qué inútil ella
y el que trajo el quilombo. La cara de Gustavo le resultaba
amorfa y lo juzgó sospechoso por los comentarios acerca
de Isabelita. Pensó que había fraguado una sonrisa y se
limitó a decir qué loca. Podría haber sido más explícito, se
dijo, mientras sorbía el mate. No había que fiarse de
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54
ningún estudiante. Sea hijo de quien fuera. ¿No habían
matado en Tucumán al hippie Alsogaray, el hijo del gene-
ral? ¿Quién era este empleaducho que solo hablaba de
fútbol y rugby? ¿Y el nuevo, Ignacio, que hablaba poco y
nada?
El ordenanza Arturo comenzó a cebar mate, la guardia
duraría el tiempo que necesitaran los empleados de la
empresa de desinfección. Podían ser tres, cuatro horas,
quizás más. Se quedarían lo necesario.
—El sábado está perdido, pero es una cuestión de salud
que estemos acá ―dijo Murúa.
Gustavo sorbió el primer mate, asintió con la cabeza y
preguntó:
—¿Utilizan alguna sustancia nueva? No sea cosa que nos
joda a nosotros, ¿no?
—Quedate tranquilo —aseguró Murúa― ayer el juez
estuvo claro. Recién fui a verlo al otro despacho, se quedó
dormido, mejor así, no aguantó el olor.
—¿Qué le dijo?
—Que esto viene de la Corte Suprema y quizás de más
arriba. ¿Querés que nos coman vivos? Hay que pararlos,
¿entendés?
—Ya nos está molestando el veneno, vayamos a la otra
oficina ―pidió Ignacio.
―Nos tenemos que quedar, si se roban algún expediente
los que perdemos somos nosotros ―aclaro Murúa.
Ignacio movió la cabeza y le preguntó:
―¿Quiere otro mate, doctor?
―Dale, che, cebá vos. Esto todavía no terminó, tenemos
que vigilar, hay que estar atentos cuando salgan de las ofi-
cinas. Son dos tipos, miralos, ahí vienen.
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Vieron los trajes que parecían de buzos o astronautas, las
máscaras, los guantes de goma, las mangueras y los tan-
ques de aluminio.
Ibáñez se despertó. El olor le resultaba nauseabundo. A
medida que inhalaba se le nublaba la vista.
Mientras tanto, Murúa hablaba con Gustavo e Ignacio,
de la final contra Holanda.
—Qué bárbaro los goles de Kempes, qué genio, qué bien
el Bigote gritando el gol. La Argentina fue una fiesta.
Nunca los argentinos estuvimos tan unidos.
Murúa no le dijo al juez que cuando escuchó el reclamo
de las madres, en el juzgado, había tenido un momento de
debilidad, no por los hijos subversivos, sino por ellas,
merecían saber dónde estaban detenidos, y si estaban
muertos, había que entregarles los cuerpos.
Gustavo impostaba muecas de agrado o disgusto confor-
me el giro de la conversación. Ignacio hablaba solo de
fútbol. Le molestó cuando escuchó a Videla el día de la
inauguración, pero gritó los goles y festejó como uno más.
Años más tarde sintió vergüenza al leer los comentarios
referidos a aquella época.
Murúa lo miró a Gustavo y lo palmeó en el hombro.
―Son unos boludos, ¿me entendés?
Gustavo lo miró extrañado.
―Si hubieran declarado una situación de guerra ante las
Naciones Unidas, se habrían ahorrado estos reclamos que
vienen de afuera.
Gustavo asintió moviendo la cabeza. Esperaba que el
tiempo pasara rápido para ir por la tarde a jugar al rugby.
Arturo les recomendó que se encerraran en el despacho
cercano a la mesa de entradas.
―Abran la ventana de par en par.
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56
El juez decidió salir del despacho, se restregaba los ojos
enrojecidos. La pestilencia había capturado todo el juzgado.
Arturo argumentó un error de cálculo, un exceso en la
dosis de veneno, imperdonable en profesionales.
Ibáñez decidió irse con los empleados y que solo se que-
dara el ordenanza. Llegaron a la planta baja, un tanto
mareados por el efecto del veneno. Ignacio, Gustavo y
Murúa se fueron en subte. El juez subió a su auto.
Necesitaba aire, bajó la ventanilla. Había llovido toda la
mañana. El barro le salpicó la cara.
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LA DELACIÓN
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—Ojalá fuera así, no sé qué decirte, es tremendo, tu tía se
la pasa llorando.
—Voy a hacer el recurso para que lo presentes en la
Cámara. Ahí te sortearán un juzgado.
—Me dijeron que es difícil que la justicia lo encuentre,
pero nunca se sabe, a lo mejor está preso en alguna comi-
saría —Tuvo que esforzarse por no lagrimear. Lo abrazó,
le dio las gracias y se llevó el escrito.
A las diez de la mañana, Ibáñez le preguntó al secretario
privado por las llamadas telefónicas, y lo mandó a llamar.
Ignacio pensó que se trataba de otra aclaración histórica, la
última refería sobre el territorio que cedió la Argentina a
Chile por las pésimas políticas diplomáticas.
—Quedate parado —le ordenó.
Su expresión le resultó difícil de entender, pero cuando
mencionó lo del habeas corpus temió lo peor. Con la cabeza
inclinada hacia atrás se sacudió el cabello y se esforzó por
no derramar una sola lágrima. Dejó caer los hombros. Las
palabras le salían entrecortadas.
—No es delito pedir por un primo —dijo con esfuerzo.
Copié el recurso por él, es una excelente persona, doctor,
tiene que creerme.
—Callate, estoy al tanto de todo.
En ese momento entró Gustavo Rivero, no lo miró y en
silencio dejó una pila de causas sobre el escritorio. Le
resultó extraño porque siempre hacía algún comentario
sobre los expedientes. Ignacio se imaginó escapando del
despacho y perseguido por los policías. Vio que Ibáñez
retorcía el dedo pulgar con el índice.
—No te quiero ver más. Qué no me entere que seguís
haciendo habeas corpus. Por hoy te salvás. Tenés que enten-
der que si no fuera por los militares nos hubiéramos
convertido en un país comunista. No habría religión, ni
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60
libertad y seríamos todos iguales. Lo que hacen es para el
bien de todos y para que terminen los atentados.
Ignacio sacó un pañuelo y lo estrujó. No pudo decirle
nada.
—Sé que no estás en nada raro, pero no puedo admitir
que hagas un habeas corpus en mi juzgado. Andate antes de
que me arrepienta.
No se despidió de sus compañeros. Bajó corriendo las
escalinatas y tuvo la impresión de que en cualquier
momento lo apresaría el custodio del juzgado. Ya en el
colectivo dio gracias de estar vivo. La zozobra lo acompañó
durante mucho tiempo. Soñaba que venían a secuestrarlo
y corría la misma suerte que su primo.
Supo que mientras estuvieran los militares no volvería a
trabajar en un tribunal. Estaba abatido por los innumera-
bles habeas corpus, incluido el de su primo y por las causas
donde aparecían cadáveres acribillados en descampados o
en plena calle.
Se comunicó con su tío Enrique y le contó lo ocurrido con
el juez. Lloraron por teléfono. Sus padres estaban ajenos a
la política pero se ofrecieron para ayudar a los parientes. A
Ignacio le asombró saber que su papá, que hablaba de sub-
versivos, peregrinara por despachos, comisarías, hospitales
e iglesias. Ignacio ayudó en las averiguaciones y se comu-
nicó con una Comisión de Familiares de las víctimas de la
dictadura. Su madre acompañó a su hermana en las
rondas de las Madres de Plaza de Mayo.
Al cabo de unos meses, Ignacio consiguió empleo en un
estudio jurídico que se ocupaba de los desaparecidos. Al
pedir los expedientes de las denuncias de los familiares,
vio en los empleados, en los secretarios y en los jueces las
caras de sus antiguos compañeros e imaginó al delator.
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EL OCASO DE LOS DISFRACES
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Ella le confesó que venía de una relación pasional, quería
aturdirse, olvidar, conocer a otro, su novio la había dejado
argumentando que necesitaba estar un tiempo solo y salir
con sus amigos. La soledad la abrumaba y la compañía de
su madre, por momentos, semejaba la historia de un relato
gótico.
—Todo pasó cuando fuimos de vacaciones a Entre Ríos,
donde vive una hermana de mamá —le dijo—. Ella mane-
jaba por la ruta, todo estaba tranquilo, cuando de pronto,
con gran imprudencia quiso pasar un auto en un puente
angosto y otro que venía en dirección contraria nos chocó.
Sentí que se me rompían todos los huesos, escuché los gri-
tos de mamá y me desmayé. Me desperté en la clínica con
una pierna y varias costillas fracturadas. Tuve la sensación
de que mamá me miraba como si yo fuera otro auto, una
chapa que se repara, se pinta y se lustra.
—Eso es muy loco —le dijo Ignacio.
—Es lo que sentí, qué querés que te diga, lo vi en análisis
mucho tiempo.
—¿En qué pensaba tu mamá cuando intentó pasar a otro
auto en un puente tan angosto, con carteles que prohibían
adelantarse?
—Qué se yo, no sentía las manos, ni las piernas, ni nada.
Después, en la clínica, me besó con desesperación. Cuando
me recuperé comencé a discutir más seguido con ella, en
esa época mamá no tenía pareja, luchaba contra la soledad
que quería llenar conmigo.
—¿La querés? —le preguntó con voz apagada.
—A menudo termino odiándola. Ahora siento que crecí
y no me pregunto por qué no me dejaba ser a riesgo de
equivocarme. Por momentos le perdono sus conductas
posesivas y deseo acunarla como si fuera mi nena. Me ate-
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64
rra pensar que puedo llegar a cometer los mismos errores
con una hija.
Cuando escuchó la música melódica la sacó a bailar y
ella le dijo al oído que al poco tiempo del accidente
Fernando la dejó, un lunático sabés, si no me decía lo de
irse a vivir solo, se lo pedía yo.
Habían tomado un segundo gin-tonic, ella se aferró a
Ignacio como si se fuera a caer, mi mamá es lo único que
tengo, como antes lo fue Fernando. Mi papá me abandonó
cuando tenía cinco años, pero me acostumbré, una se acos-
tumbra a todo.
Ignacio percibió el perfume a duraznos, que olía en la
infancia en el jardín de los abuelos, y le dio un beso. El
siguiente fin de semana fueron a un hotel alojamiento. Al
entrar al cuarto vieron la alfombra con dibujos chinos, el
jarrón de la cómoda y el cuadro con la mujer del kimono.
Hicieron el amor por primera vez. Al rato, Ignacio encendió
un cigarrillo e imaginó su cara dividida en dos mitades.
Una de ellas denotaba sosiego y la otra incertidumbre. Se
quedó sin palabras. ¿Si encontrara un lugar donde pudiera
seguir contándole su historia? Pensó que habían dejado de
ser otros.
Cuando se ducharon descubrieron el olor a lavandina
del baño y se fueron enseguida. Los días trajeron lecturas
y también los primeros celos, las primeras peleas no exce-
sivamente agresivas, se trataba de marcar el territorio y
establecer los límites.
Después de un tiempo, se preguntó hasta dónde llegaría
con esa mujer que lo entendía como ninguna, que lo exci-
taba al punto de transformar el erotismo en pasión. Con
otras mujeres la pasión lo había desacomodado, era una
marioneta, investido de una hipersensibilidad que lo hacía
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sentir un niño perdido en busca de su madre, incapaz de
vivir sin el amor de las mujeres. Con Cecilia la relación
parecía encaminarse bajo otros parámetros, la atracción no
lo debilitaba y trataban de no convertirse en padres el uno
del otro.
Con el correr de los meses, ella le dijo que seguía apasio-
nada, me gusta tanto estar con vos, tenemos mil cosas en
común, no tengo ganas de salir con otro, apuesto todo a
esta relación. La escuchó y no le dijo nada, pero le dio un
beso. Sentía un amor más sosegado, no la pasión de los
primeros tiempos. Le importaba el mundo de ella, pero
privilegiaba el suyo y cada tanto necesitaba volver a pro-
barse y salir con otras, una de ellas más atractiva que
María Cecilia. Pero ella sabía cómo atenderlo, cómo mane-
jar sus debilidades, sus obsesiones, esa alergia de piel que
se agudizó cuando volvía de reunirse con las Madres o con
algunos militantes de los derechos humanos. Ella le decía
que admiraba su lucha, se interesaba por los desaparecidos
y cada tanto lo acompañaba a tribunales. El trabajo lo
obsesionaba, la falta de dinero y el agotamiento en la bús-
queda de justicia deterioraron la pareja. En su afán por
romper llegó a comentarle sus salidas con otras chicas.
Cecilia se enojó pero al tiempo lo perdonó, con la esperanza
de que su amor le hiciera olvidar a las otras mujeres.
Ignacio se dio cuenta que ese perdón le sirvió a ella para
no sentir tanta culpa cuando tuvo encuentros con un hom-
bre diez años mayor. En ese momento Ignacio pensó que
la relación se terminaba, pero el tiempo lo llevó a com-
prender sus contradicciones y también las de ella. Le dijo
que hacerse de una identidad tal vez le llevaría toda la
vida, y si lo lograba, sería un deseo concretado que reque-
riría de otros nuevos No necesitó que ella asintiera con
palabras, solo le bastó su mirada.
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66
LAS CONVICCIONES
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Facultad de Derecho. Sus padres les habían inculcado que
sin esfuerzo no se lograba nada y eran severos en los cas-
tigos si sacaban una mala nota, no había sábados ni
domingos hasta que las levantaran. Gonzalo soportó más
de una cachetada al traer algún aplazo, pero pronto com-
prendió que su padre tenía razón y se convirtió en un
alumno aplicado. Acompañaba a su madre a misa, los dos
eran católicos, pero Josefo no iba, el domingo era para des-
cansar.
En el fondo de su casa de Almagro, donde habían plan-
tado un manzano y un nogal para atenuar la nostalgia de
los árboles frutales de la aldea, cada tanto su padre le
hablaba de Francisco Franco. Lo había entristecido la
guerra civil, algunos parientes murieron de un bando y
del otro, acá no tuvimos una guerra, por eso la gente no
sabe cuidar la plata y no conoce el hambre. Gonzalo pen-
saba que Franco había puesto orden donde había anarquía,
no se respetaba la propiedad privada, se destruían las igle-
sias, se mataban curas y estuvieron a punto de convertirse
en un país comunista, si no fuera por la intervención de los
nacionales que lideraba el caudillo. La gente poco a poco
comprenderá, le decía su padre, el mundo se llenará de
estatuas de Franco y Mussolini.
Su padre había fallecido, y su madre, Lorenza, aún vivía.
Una empleada se ocupaba de ella y también Carmen, la
única hija mujer. Manuel, el hermano mayor, con quien
nunca se llevó bien, aportaba dinero como lo hacía él, ya
que la pensión no alcanzaba. Manuel era el preferido de la
madre. Lorenza, ya mayor, confundía los lugares y los
tiempos, circunstancia que lo angustiaba, lo llevó a espaciar
las visitas y motivó el reproche de Carmen, la debilidad de
su papá.
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68
De grande la relación con su hermano había mejorado,
pero cada tanto pretendía darle órdenes respecto a lo que
había que hacer con la casa paterna, y cambiar de geriátrico
a la madre. Recordó a Manuel vestido de sheriff, con car-
tuchera y pistolas y él, más atrás, con el disfraz de indio
comanche, la cara pintada y la pluma en la cabeza. Las
manos con la cuerda tensa, la flecha rota y las lágrimas
contenidas.
Gonzalo movió el vaso, mirando a trasluz el cubo de
hielo. Daría todo por llorar, pero no podía. Ya era media
noche, estaba desvelado, caminó hasta al aparador de cris-
tal donde guardaba las botellas y se sirvió otra medida de
whisky, con dos cubitos de hielo.
Su papá lo vio graduarse de abogado y ese día sintió que
se cerraba un ciclo, que dejaba de ser el hijo del inmigrante
para convertirse en un profesional argentino, que con el
tiempo accedería a lo que no pudieron sus padres. Nunca
dejó de reconocer que el sacrificio de ellos hizo posible su
ascenso social, de la modesta casa de Almagro a la confor-
table casona de Belgrano R, crédito hipotecario de por
medio; del club Gimnasia Esgrima de Buenos Aires al
Belgrano Athletic; de la escuela del Estado y el guardapolvo
blanco, al colegio inglés de sus hijas, con uniforme de
blusa celeste, corbata y pollera escocesa. Lo que permaneció
por un tiempo fue su concurrencia a misa, no en el barrio
de su infancia sino en la iglesia de San Patricio, hasta que
aparecieron los tercermundistas y pasó lo que pasó. Había
dejado de ir porque no toleraba los sermones, pero se afli-
gió por el asesinato de esos sacerdotes confundidos, como
sabía llamarlos. Fue un proceso gradual que lo llevó a per-
der la fe en el catolicismo y a creer en una energía superior.
Jamás se atrevió a decirlo en público y menos delante de
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sus hijas y su mujer. Tampoco frente a sus amigos de los
tribunales y menos ante algún camarada nacionalista o
militar con los que solía ir a cenar al Círculo de Armas
para discurrir lo que pasaba en el gobierno. En esos
salones, repletos de retratos, gobelinos y obras pictóricas,
el tiempo estaba detenido en los gobernantes de la
Argentina agroexportadora. Estaba seguro de que a varios
de sus amigos le pasaba lo mismo, pero un pacto implícito
los obligaba a no cuestionarse. Las creencias debían man-
tenerse inalterables por el bien de los ciudadanos y para
que no se filtrara una grieta que condujera al ateísmo. Del
ateísmo al marxismo solo había un escalón, había escucha-
do en boca de un sacerdote cuando concurrió al retiro
espiritual estando de novio con Pilar. Después de varios
meses habían tenido relaciones sexuales y el confesor les
ordenó un retiro para fortalecer los preceptos católicos.
Cada tanto, ahora se confesaba, sobre todo cuando sus
hijas iban con ellos a misa, había que dar el ejemplo,
aunque repetía como un loro los mismos pecados, argu-
mentaba que envidiaba a los amigos que habían ascendido
más rápido que él, que le gritaba a sus hijas, o que no era
cariñoso con su mujer. Jamás le dijo al confesor que
deseaba a otras mujeres, que se acostaba con ellas y que
sentía culpa por engañar a su esposa. Nunca confesaría
esas conductas y menos que se había acostado con prosti-
tutas. No le diría al confesor que le parecía bien el divorcio
que habían legislado algunos países europeos. Si una
pareja se llevaba mal, para qué seguir con esa relación que
terminaría por perjudicar a los hijos.
Se quedó dormido en el sofá del living y su mujer lo des-
pertó. Le dijo que se apurara, que el desayuno estaba listo,
ella llevaría las nenas al colegio y no quedaba nada bien
que llegara tan tarde al juzgado.
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EL GRÁFICO Y CORSA
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Independiente llevaba un listado con el puntaje que los
periodistas deportivos les ponían a todos los jugadores y
los promediaba con los de él. El día en que su primo
Ezequiel lo fue a visitar y le mostró El Gráfico con las cali-
ficaciones a los jugadores, el rostro de su primo fue de
desánimo y le reprochó: “Che, dejate de pavadas, la cosa
está muy fea, pero parecés otro, dónde está el que me
acompañó en la manifestación contra el golpe de Pinochet.
La semana que viene te traigo unos libros. No te asustes,
no son autores que puedan ponerte en riesgo, es mejor que
ser un erudito en fútbol”.
Por suerte le hizo caso y comenzó con las lecturas.
También se había refugiado en coleccionar estampillas de
países cuanto más remotos mejor. Su madre lo veía depri-
mido, tirado en la cama, no conseguía trabajo en los
tribunales y la facultad estaba cerrada a la espera de que
nombraran nuevas autoridades. Apenas se levantaba para
desayunar y se volvía a acostar, se quedaba escuchando
radio hasta la madrugada. Parecés un jubilado, le decía la
mamá. El padre fue más allá cuando le dijo que si no salía
lo de tribunales se buscara cualquier trabajo. Le dijo una
frase que le cuadraba más a un peronista: “Todo trabajo
dignifica, siempre y cuando te paguen lo que te merecés”.
Por esa época, escuchó de un escritor, luego desaparecido,
que las razzias que llevaron a cabo los militares se aseme-
jaron a la exterminación del indio que impulsó el general
Julio Argentino Roca. En antítesis, oyó de los oficiales,
cuando padeció el servicio militar obligatorio, que Roca
era un prócer más grande que San Martín. También Juan
Manuel de Rosas para los militares adquiría mayor rele-
vancia.
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72
EL CUERPO Y EL ALMA RASURADOS
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trabajo? ¿Qué nefasto bloqueo pasaba por su mente que
impedía una rebelión natural para un acto de represión?
Tal vez la idea de que todo cambio moriría inevitablemente.
Pensó que no se había rebelado porque había sido educado
en ambientes conservadores como los del colegio religioso,
donde los sacerdotes eran militares con sotana. También
por el autoritarismo al que lo sometió su padre.
Ignacio acató la orden de Gonzalo Ibáñez sin el aplomo
necesario para rebelarse como lo pudo hacer después
cuando se convirtió en un militante de los Derechos
Humanos.
Se miró de nuevo al espejo, todavía se resistían algunos
pelos de la barba. Necesitaba una hoja de afeitar con más
filo. Se dijo que parecía otro aunque estaba vestido con la
misma ropa. Tuvo que recurrir a otra tijera, le pidió a su
madre una más pequeña. Estás mejor así nene, más prolijo,
no te decía yo. A las chicas les va a gustar, a mí nunca me
gustaron los hombres con barba, me parecen sucios. Tu
padre ni siquiera usó bigote. Nunca entendí por qué te
dejaste la barba. Qué bueno que te hayas decidido. Sé que
a tu padre lo pondrá contento. Menos mal que a Pablo no
le dio por lo mismo.
Quedó lampiño. La cara le ardía, se mojó con agua para
que se pasara la irritación que tenía hasta el cuello. Oyó
ruidos que venían de la puerta de calle. Era la voz de su
papá, una voz grave e inconfundible. Le dijo que estaba
mejor sin esos pelos en la cara. ¿A quién te querías
parecer? Ahora estás muy bien. ¿Para qué estás preparando
la camisa y la corbata, vas a salir? Es para mañana, tengo
que ir a tribunales y a la facultad de saco y corbata. No
permiten ropa sport. También en mi época íbamos de traje,
comentó el padre, dándole una palmada en el hombro.
Ahora percibía el tiempo de su juventud como un
espacio neblinoso donde pasaban rápido las imágenes de
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74
Guillermo Vilas, Reutemann y Carlos Monzón. No se
había enterado de La Perla, el Pozo, la ESMA y los vuelos
de la muerte. Después la angustia de no saber de Ezequiel
lo transformó. ¿Por qué permaneció en tribunales cosiendo
expedientes, numerando las hojas, caratulando desapare-
cidos y yendo a buscar los recursos de habeas corpus?
“Andá a la Cámara del Crimen y buscá los habeas, dale,
apurate. Si la pila es muy grande, llamá a Arturo, el orde-
nanza, para que te ayude”.
Bajaba las escalinatas del palacio, cruzaba la plaza pen-
sando en la desaparición de esos muchachos, pero otros
días estaba ansioso por la final de la Copa Davis, a pesar
de haber tenido la náusea el día del golpe.
Frente a la Cámara del Crimen había patrulleros y un
grupo de personas que presentaban los recursos. Subió
por una escalera hasta llegar a un mostrador donde una
mujer le entregó una pila de treinta habeas corpus. Cuando
llegó al juzgado, cosió las hojas, las numeró y las entregó
al secretario para los primeros despachos. “Fernández José
Luis s/ Recurso de Amparo”, Causa nro 3.789, iniciada el
7-6-77, archivada el 9-6-77.
No recordaba o no quería recordar, cuánto era el tamaño
de su dolor. ¿Se podía pensar en el dolor de uno cuando el
del otro fue mucho mayor?, se preguntaba. ¿Había sido
una víctima o un victimario? Escuchó decir que la Junta
Militar blanqueaba a algunos detenidos políticos, pero
jamás entró al tribunal un preso con ese rótulo. ¿Cómo
habría reaccionado si la policía o el ejército hubiesen lleva-
do a un amigo a la rastra, delante de sus narices, o hubiera
visto el allanamiento a una casa y la detención o muerte de
sus dueños? ¿Se hubiera convertido en un héroe, en un
antihéroe o en un suicida?
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SERVIR A DIOS Y A LAS INSIGNIAS
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delitos. Los atenuantes, las garantías y el contexto histórico
social eran meras excusas de los abogados defensores.
Se asombró cuando preparado para escuchar una clase
de Derecho Comercial fue al Aula Magna y vio el rector
junto al jefe de la Cátedra Comercial y un sacerdote. El rec-
tor comunicó que los momentos por los que estaba
pasando la patria requerían de una homilía que tenía por
objeto el esclarecimiento de los alumnos.
―No queremos, con este mensaje que pronunciará mon-
señor, inmiscuirnos en otros credos ―afirmó el decano,
sentado en lo alto de la tarima, junto al profesor de
Derecho Comercial y el monseñor, delgado, con su impe-
cable sotana negra y anteojos.
Se le ocurrió usar el grabador que había traído para la
clase.
―Mi voz, de obispo de la Iglesia Católica, no hará en esta
circunstancia sino parafrasear las palabras de los pontífices.
No todos reconocen la misión de la Iglesia en la educación
de la juventud, quieren apoderarse de la enseñanza para
instruir a los jóvenes según sus principios. Eso es lo que
ocurrió con las autoridades de años afortunadamente
pasados cuando el ateísmo marxista se apoderó de los
claustros. Cristo dijo a la Iglesia y a sus ministros: “Id y
enseñad a todas las gentes”. No las dirigió a emperadores
ni a reyes ni a ningún soberano. Fue a la Iglesia y a sus
ministros a quienes impuso el deber de instruir a todos los
pueblos.
Ignacio era agnóstico. El compañero que estaba sentado
a su derecha hizo unos guiños de desaprobación, pero
nadie se fue. Filas atrás, Ignacio reconoció a Gustavo
Rivero, estaba exultante como cuando trabajaba en el tri-
bunal.
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78
―Nadie puede ignorar la deplorable situación en que se
encontraba la sociedad argentina antes del 24 de marzo de
1976, con una ideología política que se alejaba de las ver-
dades reveladas por Dios —exclamó el obispo extendiendo
sus manos y recibiendo el beneplácito de los profesores.
Quiero terminar esta homilía recordándoles, más allá de
que sé que muchos de ustedes no son católicos, que la
Iglesia siempre está dispuesta a recibirlos y a perdonar.
Al terminar su alocución bendijo a los alumnos en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Hubo
aplausos y besos al anillo de monseñor.
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LA MADAMA
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—Usted se queda —ordenó señalando a Karina—. El
resto espere con el policía en los otros despachos. No sé
para qué las subieron todas juntas.
—A los golpes nos esposaron en el departamento, nos
bajaron por las escaleras y nos metieron en el camión poli-
cial, como si fuéramos vacas —declaró a los gritos Karina
Benítez. Tenía treinta años, el pelo teñido de rubio, ensor-
tijado en las mechas que le caían hasta los hombros
descubiertos y ojos pardos que miraban al juez, y en otros
momentos se perdían por el juzgado. Saltaban del crucifijo
a la ventana, de la biblioteca al portarretratos donde
Ibáñez posaba con su mujer y sus hijas entre palmeras y el
mar caribeño.
Karina había pasado la noche, junto a otras chicas, en la
alcaidía de los tribunales donde no quiso probar el postre
vigilante. Los clientes la invitaban a cenar en restaurantes
caros.
Delante del juez y del secretario Murúa, Karina se frotó
las muñecas con las palmas de las manos y se acomodó en
la silla. Con solo mirar a un hombre ya sabía sus intencio-
nes, eran años de práctica en bares, en locales nocturnos, y
ahora en los Apart Hoteles de cuatro y cinco estrellas.
Mientras Ibáñez estudiaba el expediente, el secretario no le
sacaba a Karina los ojos de encima, acababa de cumplir
cuarenta, seguía soltero y adicto a la bebida. De un tiempo
a esta parte frecuentaba clubes de Solos y Solas, en
boliches del Barrio Norte, donde cada tanto se infiltraba
alguna puta de categoría. Se había acostumbrado a pagar.
Ibáñez levantó la vista del expediente. Miró la opulencia
de los pechos, las piernas bronceadas y se excitó. Se alisó
el pelo, mientras Karina apretaba el labio superior con el
inferior y entornaba los párpados. Comenzó a mirarlo, con
disimulo, como una profesional. Por segundos se cruzaron
las miradas.
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82
Al juez le gustaba indagar punzante, “hasta el hueso”,
solía decirles a los empleados cuando los instruía. Pero
esta declaración indagatoria era distinta, no le habían toca-
do muchos casos de rufianismo y menos con putas tan
elegantes. Está en juego mi reputación, se dijo, no quiero
que se diga que me dejé llevar por mis instintos y las dejé
libres. Hay muchos camaristas que se dicen católicos y me
van a culpar aunque después se encamen con ellas. Y los
milicos son peores, los veo en las fotos comulgando, pero
nunca me invitan a las fiestas que hacen con las modelos
de la tele y las vedettes que están con los cómicos.
Desvió la vista y volvió a leer la denuncia presentada en
una seccional de la Recoleta: Acusaban a Karina de mada-
ma, de regentear chicas y ofrecerlas en books. Los clientes
podían elegirlas, luego de ver fotos en vestidos de fiesta,
bikinis y ropa interior. Ibáñez tenía delante los catálogos,
los ojeaba en detalle, mientras Murúa le preguntaba los
datos a Karina, que contestaba deslizando la mano derecha
por el escote con discreción, como si estuviera ante dos
clientes. El secretario fantaseaba con el tamaño de los
pechos. Imaginó desvestirla en un hotel alojamiento.
Se hizo un silencio prolongado. Ibáñez levantó la vista
del libro y volvió a bajar la cabeza, su mente se retrotrajo
a su única pasión. La que había vivido de joven con
Patricia. Los celos lo perturbaban, era demasiado atractiva,
la miraban todos, y ella lo sabía y se lo refregaba. Con Pilar
era distinto, no era atractiva, cada tanto alguien la miraba,
pero no creía que fuera por su cuerpo, tal vez por sus ves-
tidos y elegancia. Patricia era toda sensualidad. Un día le
dijo que el verdadero amante era el que desistía de poseer
a su pareja y que amar era lograr la libertad del otro.
Ibáñez estalló, pasó del amor al odio. ¿De qué estaba
hablando Patricia?, se preguntó, qué lindo pretexto para
ser infiel.
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LA INDAGATORIA
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había revistas de cuando era soltero, escondidas para que
sus hijas no las vieran.
—Hay un llamado de la seccional de turno —le avisó el
auxiliar Gustavo, no me puedo comunicar con su interno,
no sé que pasa.
—Voy a atender a ese despacho —dijo el juez.
Nicolás Murúa se quedó solo y aprovechó para clavar los
ojos en el escote de la detenida. Karina mantuvo la mirada,
no la desvió hacia el crucifijo ni hacia la ventana que per-
manecía abierta.
El juez seguía comunicándose con la policía en la oficina
contigua y pensó que debía apurarse, aún le quedaban
varios expedientes por despachar.
Karina se bajó discretamente el escote. Fueron dos segun-
dos, suficientes para que el secretario se inquietara. Ella se
acodó sobre el escritorio y se inclinó hacia adelante.
—Hablale al juez —dijo en un suspiro—. Murúa se rubo-
rizó y desvió los ojos.
Ibáñez volvió a sentarse en su despacho. Pensaba en una
causa sobre drogas que le habían anticipado por teléfono.
Por hoy, el tema de las gatitas es suficiente, se dijo. El calor
llamaba a tomar algo fresco y almorzar. Leyó el acta con la
declaración de Karina y llamó al custodio para que le com-
prara una Coca Cola y una ensalada completa. Cuando el
policía intentó ponerle con fuerza las esposas, Karina recu-
rrió a Murúa.
—Sin vuelta de llave —ordenó el secretario.
A las dos de la tarde, el juez le dijo a Murúa que citara a
Álvarez.
—Si las minas lo acusan de cafiolo le hacés “La Pepa”,
flor de prisión preventiva se va a comer ese Álvarez. A
Karina dictale el sobreseimiento, sabés que ser puta no es
delito.
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LA SENTENCIA
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fue ella la que lo dejó, si fue él o si fueron los dos al mismo
tiempo. No soportó esa clínica donde trabajaba Patricia,
repleta de psicólogos. Ella le dijo que era un paranoico,
que la religión le había podrido la cabeza y que al
principio se deslumbró por su inteligencia.
Finalmente escribió en un borrador la sentencia que le
dictó un rato después al secretario. Al finalizar la redacción,
le ordenó:
—Decile al custodio que la traiga, vamos a notificarla.
Al llegar, Karina se sentó y al escuchar la voz del juez se
puso rígida.
—Hay una prueba que podría condenarla por practicar
el rufianismo, señorita Benítez —le comunicó Ibáñez, aco-
modándose en su sillón.
Karina miró hacia los costados tratando de buscar al
secretario, pero unos segundos después comprendió, cerró
los ojos y se inclinó hacia atrás. Ibáñez pudo ver el ruedo
de la minifalda de cuero negro plegado al máximo. Habían
vuelto a cruzar las miradas, solo que ahora le dijo:
—No la encontré en el álbum de las fotos para los
clientes. Es una prueba de que usted es la madama y que
las chicas trabajan para usted.
—Yo le voy a demostrar, señor juez —afirmó Karina, con
ansiedad —que estoy en otros, en ese álbum no figuro por-
que es viejo. Además, con todo respeto ―aclaró― yo estoy
para otra clientela. Mis books no los ve cualquiera.
Ibáñez se alisó el pelo y sentenció:
—Si es como dice, mañana su abogado me presentará los
álbumes donde hay fotos suyas. Mientras tanto, la duda
siempre debe estar en favor del acusado, señorita Benítez.
Además leí los testimonios de sus compañeras que lo acu-
san a Álvarez de contratarlas y la eximen a usted de toda
responsabilidad.
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A Karina se le iluminó el rostro cuando el juez le comu-
nicó que le notificaba el sobreseimiento. Ella firmó y le
pidió permiso para fumar. El secretario la convidó con un
cigarrillo. Karina le agradeció al juez, lo miró a los ojos y
trató de rozarle la mano. Él desvió la vista, un juez debe
guardar discreción, se dijo, máxime cuando está con un
subordinado. Al despedirse, Karina quiso besarlo pero él
le extendió la mano. El secretario, obnubilado, la acompañó
hasta la salida del tribunal. El juez se rio en silencio y
pensó hasta dónde podía llegar la necesidad de un hombre
solo y sin familia.
Después de un mes, Ibáñez se decidió. Fue al Apart
Hotel de la Recoleta y no le fue difícil encontrar a Karina.
La vio en el bar junto a las otras chicas. No le interesó saber
si era o no la madama. Se sentaron en una mesa lo más
apartada de la barra, la música estaba a todo volumen
mientras las otras chicas bailaban mostrando sus cuerpos
a medio vestir. Karina lucía un top brilloso, por donde
sobresalían los pechos, y el vientre tostado que lo subyugó.
Ahora sí jugó con sus dedos y le tocó los muslos debajo de
la mesa. Ella le apretó la mano y le devolvió la sonrisa.
Pidió champagne importado.
—Su secretario anduvo por acá con poca suerte, no tiene
jerarquía —contó ella sonriendo―. Usted y yo hemos lle-
gado a lo más alto de nuestras actividades.
Levantaron las copas y brindaron.
—Yo conocí su despacho, cuando terminemos la botella,
usted conocerá el mío.
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LA RUPTURA
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a ministerios y otros organismos estatales. Se sentía frus-
trado por los rechazos judiciales a los pedidos de informes
sobre la desaparición de personas. Durante meses no supo
de María Cecilia pero después se enteró que ella lo seguía
a la distancia, hablando cada tanto con amigos comunes.
Frecuentó mujeres más jóvenes que él, con las que en prin-
cipio se entusiasmaba y luego comenzaba a aburrirse y
añorar a María Cecilia. Alquiló un departamento de dos
ambientes, en San Telmo y llenó los estantes con libros y
fotos.
Fantaseó con la idea de que María Cecilia se hubiera ido
a España, la imaginó en Madrid, dando clases de inglés o
trabajando como asistente social. También pensó que
podría estar en pareja con un exiliado, un montonero o tal
vez un tupamaro, aunque en otras ocasiones imaginaba un
español ajeno a la política.
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EL REENCUENTRO
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―Como el agua ―le dijo―. Estando solo me di cuenta de
que podemos compartir demasiadas cosas. Me asusté, no
todos los días uno se encuentra con una mujer como vos.
―Somos grandes, dejá el miedo para los chicos. No se
trata de volver cuando te dé la gana ―afirmó con dureza―.
El amor no es solamente compartir ideales o una buena
película.
Ignacio la tomó de la mano y ella se rehusó cuando la
quiso besar.
―Te extrañé, te quiero como siempre. ¿Y vos?
―Yo también te quiero, pero necesito otro tipo de
relación.
―Tengo ganas de estar con vos.
―Yo también ―la voz de ella sonó dulce ―. Si aclaramos
algunas cosas, como tus cambios de ánimo, tus depres, mis
enganches con mi vieja, las discusiones sin sentido, pode-
mos intentarlo. Llegamos a un punto en que avanzamos o
no nos vemos más ―sentenció.
Avanzamos, dijo Ignacio y se besaron por largo rato.
Después hicieron el amor en la casa de él. Le confesó que
no sintió el vacío que había sentido con otras mujeres y
ella le confesó que no sintió la soledad que percibió con
otros hombres.
Empezaron la convivencia que resultó mejor que el
noviazgo. Las fantasías de estar con otras mujeres dismi-
nuyeron. María Cecilia organizaba las cuestiones cotidianas
que a él le molestaban. Se encargaba de llamar al plomero
o al electricista, ahora trabajaba y podía contribuir con los
gastos, mientras él se dedicaba al Derecho. Leían juntos y
cada tanto disfrutaban de una buena película.
Ignacio se deprimía por la situación del país, ella hacía
un esfuerzo por levantarle el ánimo, le aseguraba que la
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dictadura acabaría en algún momento y si se prolongaba
podrían irse al exterior. María Cecilia había pensado en
España, sus abuelos paternos eran españoles. Ignacio se
oponía al exilio, seguiría dando batalla. Se dijo que la nos-
talgia hacía estragos por el deseo incumplido de regresar.
La nostalgia era una palabra en apariencia leve, que sin
embargo escondía un sentimiento trágico. Supo por las
cartas de algunos amigos que el regreso se podía convertir
en obsesión y el pasado se agigantaba en los recuerdos. No
saber con precisión lo que ocurría en la tierra natal aunque
se escucharan testimonios de los recién llegados. Sentía
que estando en la Argentina el dolor no se agigantaría
demasiado y que cada tanto podía volver a su barrio de
Villa Urquiza. Recordar a sus amigos de la infancia
jugando a las escondidas, la mancha y el desconfío. El por-
tón de madera lustrosa, la puerta cancel, el corredor, los
dormitorios y la hora de la leche en el patio. La cacería de
hormigas y moscas con la palmeta. La tierra que removía
con la cucharita que le daba la abuela, las lombrices muti-
ladas y al fondo el abuelo usando el rastrillo, enseñándole
a usar las herramientas como había hecho su padre con él,
en el Piamonte. Evocó lo que de tanto en tanto le decía el
abuelo: “Nunca dejes de ser un idealista, que no te pase
como a tu padre, vos sos mi esperanza”. Por un lado, la
frase sonaba gratificante pero por el otro se tornaba grave,
como una música compleja que podía llegar a inmovilizar-
lo.
El dolor de la ausencia, le dijo a María Cecilia, cuando le
propuso emigrar, y lo miró y lo besó, como si Ignacio
hubiera estado ausente durante varios años y regresara a
la patria. El encantamiento del regreso en un exilio que no
siempre es externo.
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EL SÍ
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EL SECRETO
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que se había puesto de moda para un segmento social de
altos ingresos. La idea de invertir se la había dado Julián,
quién tenía dos inversores más, un abogado y un escribano
que también pensaban en una jubilación extra. Más allá
del interés material, Gonzalo lo consideraba un hombre de
bien. Julián había tenido con Agustina dos hijos, uno de
once años y Gustavo, el mayor, de diecinueve, estudiante
de Sociología.
“Qué se le habrá dado por seguir esa carrera”, pensaba
Gonzalo y confirmó sus predicciones acerca de los izquier-
distas que estudiaban Sociología, cuando Pilar le pidió que
se ocupara en averiguar por Gustavo.
Julián tenía adoración por sus hijos, y no dudó en
recurrir a Ibáñez. No lo llamó por teléfono, fue hasta el
juzgado y se presentó en la secretaría privada. Ni bien el
juez se desocupó, lo hicieron pasar.
A Gonzalo Ibáñez le impresionó el temblor en las manos
y los ojos llorosos. Al comienzo lo escuchó como si se tra-
tara de un expediente más, un desaparecido que militaba
en la Juventud Peronista.
―Pero cómo nunca me lo dijiste ―le reprochó Ibáñez gol-
peándose los nudillos de la mano―. Te hubiera obligado a
que lo mandaras al exterior, a patadas si era necesario. A
pibes como el tuyo son los que convencen de entrada.
―No me animé, tuve miedo de que rompieras la relación,
las chicas se quieren tanto. Pensé que iba a aparecer en
alguna comisaría. Se enganchó con la Juventud Peronista,
viste como son los pibes, el idealismo los lleva a esas cosas,
para qué si tenía todo —Julián lagrimeó y bajó la cabeza
unos segundos ―. Te pido por lo que más quieras, pasaron
dos semanas, ayudanos, sé que podés hablar con quien
sea.
―Decime la verdad, eso puede ayudar, lo viste alguna
vez con un arma, mirá que los de la Jotapé son violentos.
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―No, vos lo conocés, te parece que Gustavo podría matar
a alguien.
Julián se exasperó y enseguida trató de recomponerse,
debía lograr la mayor colaboración de ese hombre al que
consideraba un amigo.
―Bueno, yo creo lo mismo, pero tengo que saber la ver-
dad.
Ibáñez pensó en sus hijas, menos mal que eran chicas. La
posibilidad de que más adelante por equivocación las
detuvieran, las torturaran y pudieran matarlas, le produjo
terror. Se pasó la mano derecha por la frente, lo miró y le
dijo lo que no le había dicho a nadie:
―Voy a hacer todo lo que pueda ―se levantó del sillón,
lo palmeó en el hombro y sintió el abrazo extenso de
Julián.
―Teneme al tanto, hace días que no dormimos.
―A quién más recurrieron, ¿vieron a algún militar?
―Fuimos a la policía, recorrimos iglesias, militares no
conocemos, sé que Agustina habló con las Madres.
Lo interrumpió abruptamente:
―Decile que no las vea más, yo me ocupo, no quiero que
los asocien con esa gente, aunque en algunos casos tengan
razón, sabés, pero bueno, las cosas son así. Tendrán más
posibilidades si no se vinculan con ellas y con agrupaciones
de Derechos Humanos.
―Si te parece ―balbuceó Julián, sintiendo que se aferraba
a lo único posible.
Ibáñez siguió pensando en sus hijas y también en
Gustavo, memoró su primera comunión, los cumpleaños,
le parecía un chico normal, lo recordaba frágil, de niño le
tenía miedo a los perros, y cuando le preguntó por la
carrera de Sociología, le contestó con evasivas.
Julián estaba dispuesto a ir preso o a dar la vida con tal
de que le devolvieran a su hijo. La gente de los derechos
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humanos le contó que había campos de detención en todo
el país y otras cosas horribles que lo aplastaron anímica-
mente.
―Hablá con algún ministro, el del Interior, sé que podés,
me contaron que hay muchos centros de detención, ¿sabés?
―No creas en esos inventos. Tu pibe debe estar en alguna
comisaría ―Ibáñez trataba de calmarlo. Voy a hablar con
quién sea, pero no llego tan fácil. No le digas a nadie que
te voy a ayudar, vos entendés, me estoy jugando mucho.
―Tengo que tranquilizar a Agustina diciéndole que te
ocuparás.
―No, lo lamento, sé que eso podría calmarla, pero nadie
debe saber de mis gestiones. Ni mi mujer se va a enterar.
Lo hago porque les tengo cariño y quiero creer que
Gustavo, a quien vi nacer, no está en nada raro. Estas cosas
pasan, en esta guerra como en todas, hay inocentes que se
ven perjudicados.
Lo acompañó hasta la puerta, Julián volvió a abrazarlo y
le imploró:
―Por lo que más quieras, avisame de cualquier novedad.
―Te tengo al tanto, entiendo el momento por el que están
pasando, recen, pedile a Dios por tu hijo ―se conmovió y
deseó que Gustavo apareciera con vida. Ni bien cerró la
puerta comenzó con los llamados telefónicos.
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LA AUTOAMNISTÍA
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militares. Leyó la ley que los políticos llamaban de
Autoamnistía, qué caraduras, pensar que entraban y salían
de la Casa Rosada para entrevistarse con Videla. Juzgó
que el documento final de la Junta Militar se equivocó al
considerar muertos a los desaparecidos. Daría lugar a
muchos reclamos.
—Vení rápido a mi despacho, Murúa, será posible que
no puedas hacer nada sin mí. A ver, contame de ese robo,
quiero más detalles, un testigo lo culpa pero no hay otras
pruebas. Te firmo la excarcelación, ahora hay que ser más
blandos, ¿entendés?
Comprobó que el recurso de habeas corpus que estaba
leyendo lo firmaba el doctor Ignacio Guidi. Cómo aprendió,
pensar que era un pichi. Pide la inconstitucionalidad de la
Ley de Pacificación. No me equivoqué al echarlo. No voy
a poner en este fallo que esta ley pone fin a los delitos que
cometieron los subversivos. Sí que exime a los militares
que pudieron cometer algún ilícito. Para finalizar escribió
que el habeas corpus no era para investigar delitos y sancio-
narlos, sino que servía para proteger la libertad de las
personas. Por esos motivos rechazó el recurso.
Era tarde, debía llamar por teléfono a su mujer. Cómo
extraño a la puta que excarcelé. Me volvió loco, me hizo
gozar como en otros tiempos. Sí querida, me voy a jugar al
tenis, deciles a las chicas que el domingo vamos a almorzar
afuera.
No le gustaba comentarle a su mujer que a veces se
deprimía por la situación del país y que seguro lo echarían
después de las elecciones.
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LA ESPERANZA
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pero sé que los Radicales son apenas reformistas. Su padre
le pronosticó que los militares y los sindicalistas le harían
la vida imposible. Pensó que a su padre le costaba creer en
algo.
El día de la asunción fue a Plaza de Mayo con María
Cecilia, Matías sobre sus hombros y Sofía de la mano de su
mamá.
“No empujen, muchachos, no ven que el portero es pero-
nista”, gritó un militante que llevaba una bandera: “¡Ahora
la Coordinadora!”. “Guarda que están afanando, son infil-
trados”.
Caminaron con dificultad y llegaron a uno de los mástiles.
La gente empezaba a saltar y a gritar: “¡Alfonsín, Alfonsín,
Argentina, Argentina!”. “Ahí está, ¡Raúl querido, el pueblo
está contigo!”, “¡Argentina, Argentina!”, gritaban cada vez
más fuerte.
Alfonsín, desde el balcón, saludaba. De a poco, los gritos
se fueron acallando y el grito de “Argentina, Argentina”,
no se escuchó más.
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EL MÁRTIR
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Los medios lo mostraron como un militar demócrata que
en forma provisional había estado en la presidencia de la
Nación. Un periodista tituló: “Ahí va el cadáver de la
democracia”.
Los profesores mencionaban a la democracia como un
sistema de gobierno al que se debía aspirar cuando el pue-
blo estuviera educado para asumir esa responsabilidad. El
profesor de instrucción cívica hablaba de república, de
igualdad, libertad y fraternidad. Los hermanos repetían
hasta el cansancio las tres virtudes teologales: fe, esperanza
y caridad. El texto de instrucción cívica titulaba de primera
y segunda tiranía a los gobiernos peronistas y fundamen-
taba su proscripción por considerarlo totalitario. Había un
capítulo que estaba dedicado a los partidos totalitarios:
peronismo, fascismo y comunismo. Ninguna mención a
los fusilados por la denominada Revolución Libertadora y
menos a los bombardeos en la Plaza de Mayo.
Décadas después, durante los días del indulto, Ignacio
vio al presidente Menem entrevistarse con el almirante
Isaac Rojas.
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INDULTO Y CHAMPAGNE
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amnistía borra la pena como si nunca hubiera existido.
¿Me entendés, no?
—Entiendo, pero lo importante es que se termina con
esto de revolver el pasado. Acá siempre se mira para atrás,
se echan culpas a los gobiernos anteriores y así estamos.
—Pero este gobierno es una excepción y hará historia,
bueno, pero atento, ya vimos que en la Argentina todo
puede cambiar —afirmó Ibáñez y se golpeó como en un tic
los nudillos de la mano.
Nicolás Murúa y Gustavo Rivero, a quien habían desig-
nado secretario, permitieron que los empleados pidieran
sándwiches y gaseosas. La tarea se iba a tornar ardua y tra-
bajarían más contentos con el estómago lleno, pensó
Rivero, mientras le decía a uno de los empleados auxiliares
con quien tenía disputas políticas:
―Viste como todo llega, ya no me vas a preguntar por
qué no despachamos estas causas. Yo te decía que el remo-
ver mierda trae más mierda. Esto va a reconciliar a todos,
no se puede reconstruir una nación con tanto rencor ―dijo
Rivero.
―La reconciliación vendrá cuando se haga justicia ―
replicó el auxiliar.
―Bueno, dale, subite a la escalera, bajá los legajos, desde
3240 al 3280 y dáselos a Murúa para que despache.
Después, ayudalo para ir aprendiendo.
El auxiliar bajó las causas y se las entregó al secretario.
Tenía clases en la facultad, pidió irse a la una y media de
la tarde y el juez le otorgó el permiso.
Nunca despachó las causas del indulto y se le respetó su
decisión. Así como ahora se habían decretado los indultos,
mañana con otro presidente todo podía retornar a fojas
cero y los juicios se iniciarían de nuevo. Ibáñez sabía que
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la historia tenía muchas vueltas y que los Organismos de
Derechos Humanos buscarían la oportunidad de volver
sobre estas causas para aplicar su justicia. Por eso actuaría
aplicando las leyes vigentes y no se enojaría con nadie,
menos con un auxiliar que con los años podría ser juez.
Quería seguir ascendiendo, la situación política le brindaba
una oportunidad inmejorable para llegar a la Cámara, ya
que durante el alfonsinismo lo habían relegado.
Se levantó de su sillón y caminó hasta la ventana. Caía la
tarde sobre la Plaza Lavalle y tras el ceibo distinguió hom-
bres y mujeres que manifestaban en contra del indulto.
Murúa y Rivero entraron a su despacho trayendo pilas
de expedientes para la firma. Comprobó con satisfacción
que la mayoría de los fiscales no apelaban las sentencias
fundadas en los indultos. Firmó y luego de un rato les dijo:
―Estoy cansado ―los invitó a que se sentaran en los sillo-
nes del despacho.
Mientras esperaban el café, Nicolás Murúa le dijo:
―Uno de los empleados se olvidó un diario, me gustaría
comentarle esta nota, doctor. Cuenta el casamiento del
montonero Galimberti con la hija de Borg. Ahora son
parientes y se la pasaron a los abrazos comiendo langostas,
caviar y tomando champagne.
―Qué hijos de puta, estoy seguro que esta nota es de
Página 12, mezclan todo y tiran para un solo lado. Allá
ellos, la sociedad decidió otra cosa ―aclaró Ibáñez mientras
bebía el café ―. El diario es del auxiliar, ¿no?
―Sí ―contestó Murúa. Usted le dio permiso para retirarse
antes.
―¿Qué más dice la nota?
―Habla de patotas que torturaban y otras barbaridades.
Qué se yo, alguno que otro se habrá excedido, ¿no? doctor.
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―Esto es lo que se llama un golpe bajo ―calificó Ibáñez y
preguntó:
—¿Habrá un poco más de café?
Gustavo Rivero fue hasta la cocina y le pidió al ordenanza
más café y tres vasos con agua mineral.
―¿Tendrán para mucho?, mire que ya es tarde y mi
mujer está sola con mi nieta. Vivo en Lomas del Mirador ―
dijo el ordenanza.
―Estuvimos trabajando en lo de los indultos. Es impor-
tante, ¿sabe? ―replicó Rivero en un tono aleccionador.
―La Justicia no paga horas extras y por h o por b siempre
me quedo después de hora ―afirmó molesto el ordenanza
y sugirió: ―Lleve usted los cafés, hágame el favor.
―Bueno, yo los llevo.
—Dígale al juez que me disculpe, pero me tengo que ir
por la nieta. Hoy es por los indultos, mañana por otra cosa,
y yo tengo que estar como siempre a las siete y media de
la mañana.
En el momento en que Rivero llegó con los cafés al des-
pacho, Murúa le dijo al juez.
―¿Qué hago con el diario?
―Me lo llevó yo ―dispuso Ibáñez.
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REPUDIO EN PLAZA DE MAYO
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—Qué te pasa, estás preocupado.
—Tenemos que tomar una decisión.
Cecilia cerró las manos y caminó dos pasos para apagar
la hornalla. Ignacio comenzó a hojear un diario. En un
momento se cruzaron las miradas.
―Contame de qué se trata —alentó mientras cebaba.
Ignacio se levantó de la silla y la abrazó.
—Mario me comunicó una orden que según él viene de
arriba —sorbió el mate.
—Te van a cambiar de sección y ganarás menos, seguro
que es eso —arriesgó Cecilia—. Sé que te reproché al
decirte que el mes pasado pagué los colegios.
—La cosa es más grave —alzó la vista.
—Te echan —murmuró ella.
—Algo así ―inclinó el cuerpo hacia atrás.
—Contame bien, no debe ser para tanto, peor hubiera
sido una enfermedad incurable.
—El turro de Mario me dijo que si no renuncio a las cau-
sas de las víctimas de los milicos, me echan, entendés.
―Decile que se vaya a la puta madre que lo parió —sen-
tenció ella.
―Tengo miedo por vos y los chicos —agregó—. Se nos
acaba el sueldo fijo.
—Tantos años y todavía no me conocés —le reprochó.
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EL HUEVO DE LA SERPIENTE
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Pensar que veníamos escapando de la guerra y de la
miseria y en este país se dio vuelta el guante. Quién nos
iba a decir que en esta Argentina, que ya es mi patria, se
iban a producir asesinatos masivos. Nosotros, los Guidi,
somos de Asti, del Piamonte. Cuando nací, mi padre, o sea
tu bisabuelo, me llevó a oler el perfume de las uvas.
Éramos pobres y en Europa todos los años teníamos una
guerra distinta. Papá trabajaba en el campo, por eso nunca
me gustaron los curas que son incapaces de agarrar una
pala. Me casé en Buenos Aires con una italiana que había
llegado de Pavía. Tuvimos cuatro hijos, ya lo sabés, el
menor es tu papá. Por eso, para el día de la raza te hacía
dibujar la bandera argentina junto a la italiana. Yo me
nacionalicé para votar a Palacios. Mi papá empezó de
mozo y al poco tiempo puso un restaurante. Lo ayudába-
mos todos, no había sábados ni domingos. Con mucho
trabajo nos fue bien. Muy pocas veces nos fuimos de vaca-
ciones a Mar del Plata. Sabés que soy maestro, pero con
mis manos hice todo tipo de trabajos. Pude comprar dos
casas, esta de Urquiza y otra para alquilar. ¿Te diste cuenta
de que sos mi nieto predilecto? Me moriré agradecido por
lo que me dio este país.
Ignacio y su hermano jugaban con las manos rugosas del
abuelo, pero Nacho se sentaba en sus rodillas.
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EL CRISTO DERROTADO
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chaba. Un chico le dejó una estampita. Ya no se acordaba
de la cara del Llanero pero cabalgaba como un indio
bueno. El general Roca era venerado en el cuartel de
Campo de Mayo. Su hijo Matías nunca se vistió de
cowboy. A Ignacio, cuando era chico, le gustaba disparar
y jugar al justiciero. FAL en mano posó para la foto junto
a otro soldado del servicio militar.
Se bajó en Pueyrredón, caminó y compró el diario. Al lle-
gar a su casa, leyó una nota sobre las abuelas que buscaban
a sus nietos. Después, se recostó en la cama y pensó en lo
que habrían sentido su abuela y su mamá en el campo de
Auschwitz. Nunca le preguntó a su abuela si había sentido
culpa por haber sido guardiana en un campo de concen-
tración nazi y después en uno soviético. Ahora la vida de
su abuela y la de su madre eran puro silencio.
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EL DERRUMBE
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PILAR
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pollera del uniforme a pesar de los retos, las primeras
rabonas y el cigarrillo en la esquina del colegio donde la
esperaba algún chico. El primer novio fue el hermano de
su mejor amiga, pero lo dejó por inmaduro. Hubo pocos
muchachos importantes con los cuales tuvo acercamientos,
un beso prolongado en la Rambla de Mar del Plata, la
negativa de ir más allá, como ocurrió después ante la insis-
tencia de Gonzalo, que quería ir más lejos en cada
encuentro, incluso después de ir a misa y haber comulgado
juntos.
La convenció luego de meses y fueron a un hotel aloja-
miento. Con la hermana de Gonzalo se había hecho amiga,
tanto o más que con Agustina, su compañera de colegio a
la que seguía viendo. A ella y a su marido la desaparición
de su hijo los había destrozado.
Esa historia, como otras, habían pasado en los años terri-
bles para otros, no para ella que había vivido feliz, salvo la
muerte de sus padres y algún que otro fracaso amoroso de
las nenas, ahora ya bien casadas.
Se preguntaba, cuál era la causa del mal momento por el
que pasaba su matrimonio. ¿Sería porque Gonzalo venía
tan malhumorado por las leyes del presidente Kirchner?
Pilar anhelaba las caricias de otro tiempo, aunque ahora
se conformaría con dormir abrazados. La indiferencia de
su marido hacia su curso de cerámica y después la exigen-
cia de que no fuera más fue el límite que comenzó a
exasperarla. De a poco empezó por rechazar las conductas
de él que siempre soportó. Las llegadas a la madrugada
con la excusa del póker. Ella siguió yendo a las clases de
cerámica dadas por ese artista tan distinto a su marido.
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LAS SENTENCIAS DE IBÁÑEZ
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EL EXTERMINIO
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EL SUEÑO PERDIDO
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Dejó la computadora y se reclinó en el sofá, no era tarde,
pensó en llamar a su hermano Manuel. Desde su divorcio,
comenzó a llamarlo más seguido, también a su hermana
Carmen. El teléfono de Manuel le dio ocupado y en el de
Carmen estaba el contestador. Encendió la televisión sin el
audio, solo las imágenes que se superponían. Pensó que
habían pasado los años y que no había sido feliz como
cuando jugaba con su caballito de madera por el patio o lo
corría a su hermano a punta de revólver.
De tanto en tanto, sus amigos del póker lo invitaban pero
no le debían favores como antes y él era incapaz de
pedirles que lo llamaran más seguido. Se puso contento
cuando Julián, el padre del joven desaparecido del que se
había ocupado años atrás, lo invitó a jugar al tenis y des-
pués en el almuerzo le dijo que lo consideraba un amigo.
Al comienzo de su separación se volcó a leer geopolítica
e historia. Pero una noche, a la salida de un teatro de revis-
tas, entró en una librería y vio la novela Memorias de mis
putas tristes. La compró, pasó dos o tres días leyendo y
recordando a Karina. Nunca pensó que un escritor izquier-
dista lo hiciera reír y excitarse.
La noche en que terminó de leerlo, soñó que en un
tiempo próximo se reconciliaba con su mujer y que otros
gobernantes lo volvían a nombrar juez. Se despertó sobre-
saltado a las dos de la mañana, fue al baño y deseó
recuperar el sueño perdido.
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LA JUSTICIA
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gobernaban. Nada es comparable a una guerra. Temía por
él, por Cecilia y los chicos. Ignacio le daba razones de su
militancia. Ella le decía que la familia ya había sufrido bas-
tante. Ignacio pensaba que el ver tanta muerte la había
hecho fuerte, pero no estoica.
A su madre, el sufrimiento de los hijos le cambiaba el
ánimo como a él el de los suyos. Su mamá recordaba su
infancia con dolor, añoraba su única muñeca de trapo y a
su amigo Ladislao, del que no supo más nada. Ignacio la
recordaba feliz cuando, con Cecilia, la acompañaban a los
santuarios de Lourdes, Pompeya y Luján.
Se enamoró locamente del padre de Ignacio. Se llevaron
bien salvo en los últimos años en los que el papá se puso
insoportable. Ella imaginaba que él le era infiel y repetía
historias pasadas con mujeres que pudieron haber sido sus
amantes. El padre lo desmentía con fastidio. No tenés que
contarnos nada, son cosas tuyas y de mamá, le decía
Ignacio. Al tiempo, el padre se aflojaba y le contaba
algunas aventuras como la de la azafata que lo emborra-
chaba con whisky importado de Escocia.
Se alarmaron el día en que su madre les dijo que el
sábado pasado había estado de visita, en su casa, allá en
Varsovia. Tenían hambre, se llenaban la boca con papas y
recordaba el sabor de las cáscaras calientes como si se tra-
tara de un faisán. Al tiempo le diagnosticaron Alzheimer.
Ignacio no quiso contradecir sus fantasías y volverla a la
realidad.
Su madre y su abuela nunca le contaron de las largas
hileras de hombres, mujeres y niños entrando a la cámara
de gas. Ignacio se preguntaba cómo habrían hecho para
que ese recuerdo no fuera recurrente. No era fácil para él,
saber que su abuela trabajaba en el campo de exterminio
de Auschwitz.
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Tal vez por eso su madre creía en un más allá donde el
ser humano sería toda bondad y misericordia. No habría
un Dios ausente y los hombres no sucumbirían a los impe-
rativos del mal.
Ignacio pensó que con la muerte de su abuela y su mamá
la historia no se cerraba, tenía que mantenerla abierta para
contribuir a aclarar lo que había pasado en la Argentina.
Se preguntaba cuál era su escudo frente al dolor del
pasado. Se respondía que era seguir trabajando para que
se hiciera justicia.
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ÍNDICE
Sucesivos presentes | 9
La manifestación | 11
Los héroes | 15
El entierro | 17
La desobediencia | 23
El águila guerrera | 27
El color verde oliva del Palacio de Justicia | 31
El Departamento de Policía | 33
El Juzgado | 37
Habeas corpus | 41
El rechazo de los habeas corpus | 45
Las buenas costumbres | 49
El daño irreparable | 51
La desinfección | 53
La delación | 59
El ocaso de los disfraces | 63
Las convicciones | 67
El Gráfico y Corsa | 71
El cuerpo y el alma rasurados | 73
Servir a Dios y a las insignias | 77
La madama | 81
La indagatoria | 85
La sentencia | 87
La ruptura | 91
El reencuentro | 93
El sí | 97
El secreto | 99
La autoamnistía | 103
La esperanza | 105
El mártir | 107
Indulto y champagne | 109
Repudio en Plaza de Mayo | 113
El huevo de la serpiente | 115
El Cristo derrotado | 117
El derrumbe | 119
Pilar | 121
Las sentencias de Ibáñez | 123
El exterminio | 125
El sueño perdido | 127
La Justicia | 129
AGRADECEMOS A LOS AMIGOS QUE CONTRIBU-
YERON A LA PUBLICACIÓN DE ESTA NOVELA:
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