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EL DOLOR
DE LA AUSENCIA
EL DOLOR
DE LA AUSENCIA

Omar Ramos
Ramos, Omar Amadeo
El dolor de la ausencia / Omar Amadeo Ramos. - 1a ed . - Martínez : Baldíos
en la Lengua, 2019.
136 p. ; 21 x 15 cm. - (Cae la noche tropical / Antonioli, Nicolás Mariano; 5)

ISBN 978-987-46775-9-4

1. Narrativa Argentina. I. Título.


CDD A863

Director editorial: Nicolás Antonioli


Foto de tapa: Pablo Ramos
Foto de solapa: Baldíos en la Lengua

Toda parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta,


puede ser reproducida, almacenada o transmitida de todas las
maneras posibles, por todos los medios, ya sea eléctrico, químico,
mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el previo permi-
so escrito del editor y/o autor, pero citando la fuente.

Primera edición

Ejemplar N°:

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723


Impreso en Argentina | Printed in Argentina

Baldíos en la Lengua-2019
www.baldiosenlalengua.wordpress.com
baldiosenlalengua@gmail.com
Tel: (011) 4793-8211
Provincia de Buenos Aires
Argentina
EL DOLOR DE LA AUSENCIA |

A mi hijo Pablo Ramos, militante revolucionario.

A mi hija Nadia Ramos, militante de las artes.


SUCESIVOS PRESENTES

De la mano de su abuelo paterno, quien lo llamaba


Nacho, llegaron a la puerta de rejas negras y entraron a la
casa. Le decían chorizo, a Ignacio le hacía gracia, recorría
los patios con su bici, la dejaba en la galería embaldosada
que se estiraba como el chicle Bazooka que le compraba la
abuela. Su papá le traía chocolatines, que compartía con
Pablo, su hermano, eso siempre y cuando su padre no
saliera tarde del laboratorio y ellos no cortaran las horten-
sias azules del jardín o los malvones de los canteros.
Ignacio calcaba los mapas en la escuela, inclinado en el
pupitre, el papel se movía, los trazos no daban con la
forma. Quería que el mapa abarcase todo el espacio.
Jugaban con su hermano a los soldaditos en el limonero
de hojas manchadas, también los subían al níspero y al
ciruelo de ramas altas. Un día se quedaron sin comer
postre porque abrieron la puertita del jaulón de los cana-
rios. Les daba pena verlos encerrados. Dijeron que le
querían dar lechuga y en el intento se les escapó el naranja,
como el color de los gajos del árbol que estaba en el fondo
del jardín.
La abuela paterna contaba que de chica pelaba las naran-
jas de un tirón sin cortar en pedazos la cáscara porque le
habían dicho que de esa forma podría casarse muy joven.
Durante la infancia de Ignacio, todas las tardes, en el
verano, pasaba el frutero con los canastos repletos de
naranjas, duraznos, melones y sandías. Jugaban en la
huerta, ubicada en la medianera del fondo, detrás del
segundo patio, donde el abuelo tenía el cuartito de las

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herramientas. Ignacio empuñaba el rastrillo y Pablo la
pala. Les encantaba el ruido de las ametralladoras que lle-
vaban corriendo, en medio de los disparos, hasta la cocina
donde la abuela amasaba la pasta. Mientras tanto, el
abuelo acopiaba cemento y ladrillos para construir amplia-
ciones.
Ignacio se trepaba al ciruelo de ramaje enorme con varios
soldaditos en las manos, mientras Pablo le alcanzaba las
sogas. Eran prisioneros, los ataban y quedaban colgando
entre las hojas. Había uno de infantería, otro que portaba
un cañón, el más espigado una bazuca y el siguiente
llevaba granadas. En un descuido se soltó el de la bazuca
y disparó sin contemplaciones. Ignacio no pudo socorrer a
Pablo, se desesperó y decidió, en la guerra se necesitaba
premura y coraje, replegarse a las alturas. Trató de aga-
rrarse de una de las ramas, no aguantó el peso y cayó al
vacío. Era una caída que no quería concluir.

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LA MANIFESTACIÓN

El primo lo convenció, tenía ganas de salir a la calle, pero


le faltaba valor para ir solo. Los manifestantes se agruparon
en distintas columnas. Ignacio vio banderas que flameaban
en medio de retratos de Salvador Allende y del Che
Guevara. Era la noche del 11 de septiembre de 1973.
Bajaron por la calle Austria para llegar a la Embajada de
Chile sorteando las columnas del Ejército Revolucionario
del Pueblo que entonaba sus consignas. “ERP, ERP, ERP,
el Pueblo con el Che”.
La policía actuaría en un caso extremo ya que respetaba
las órdenes del gobierno de Lastiri. Ignacio miró los puños
en alto, los rostros severos en medio de banderas rojas y
gigantescos retratos del Che, con la boina, la barba, los
cabellos al viento y la mirada hacia el horizonte. Era difi-
cultoso avanzar, su primo Ezequiel abría el camino, por
los altoparlantes informaban que se acercaba una columna
de la Organización Montoneros. Desde un jeep descubierto,
varios dirigentes intentaban evitar que las consignas
enfrentaran a los manifestantes. Cuando llegaron a la
Embajada de Chile escucharon “Aquí están, estos son, los
soldados de Perón”. “Perón, Evita, la Patria es Socialista”.
“Montoneros, carajo”.
Frente a la embajada, Ignacio vio a varios jóvenes
vestidos de guerrilleros, con chaquetas verde oliva, borce-
guíes y boina negra. Más adelante distinguió a Diego, un
compañero de la facultad. No lo conocía demasiado, recor-
daba que militaba en un partido de izquierda
revolucionaria. Lo había visto subirse a los bancos, emu-

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lando a Lenin, según sus propias palabras. Se acercó a
saludarlo, esperaba instrucciones de su partido para ir a
Chile y unirse a la resistencia. Ignacio movió la cabeza y
apretó los labios. Ezequiel le dijo que Diego había renun-
ciado a la tranquilidad de una vida sin peligros y a los
deseos de poder que tienen muchos políticos. La multitud,
cada vez más eufórica, coreaba: “Alerta, alerta, alerta que
camina el antiimperialismo por América Latina”. “Vamos
Chile, carajo”. “Nixon, cobarde, la concha de tu madre”.
Al rato, el embajador chileno, desde la puerta de la
embajada, repudió el golpe de Estado y dijo que Salvador
Allende resistía con otros combatientes y francotiradores
en la Casa de la Moneda. Ignacio se despidió de Diego que
se unió a la columna del ERP.
Con el tránsito interrumpido, subieron por Pueyrredón
para llegar a Santa Fe y de allí ir al obelisco. La gente que
se agolpaba en las veredas miraba con indiferencia. Ignacio
notó el espanto en sus caras cuando los manifestantes
corearon: “Pueblo que escuchas, únete a la lucha”.
Al llegar a la avenida Santa Fe se produjo un desbande.
Decenas de policías los enfrentaron con bastones, cascos,
escudos y caballos. En medio de trompadas y bastonazos
algunos trataron de derribar a los jinetes, mientras otros
incendiaban vehículos y arrojaban bombas molotov.
Corrieron con Ezequiel a refugiarse en algún negocio,
sonaban las sirenas y en pocos segundos arreciaron los
gases lacrimógenos. Empujaron a varios, tenían la vista
llorosa. Antes de llegar al negocio sonó un disparo. ¡Viva
la patria del Che. Venceremos. Patria o Muerte! A menos
de un metro, delante de ellos, cayó un muchacho, con el
pecho ensangrentado. Ignacio siguió de largo, hubo quie-
nes trataron de socorrerlo. Las autobombas con sus chorros

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de agua estaban allí, al igual que los caballos de la policía
montada. Ignacio vio las patas y las botas en los estribos.
Avanzó esquivando a los jinetes, sintiendo el chasquido
del rebenque que le dio en la espalda. Rodó por el asfalto
y en cuatro patas buscó el negocio. Estaban rotas las
vidrieras y la puerta de entrada. Se escondió con otros
detrás del mostrador, mientras el dueño clamaba por la
policía.

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LOS HÉROES

Fue su madre la que le puso Ignacio, había leído una


novela de aventuras, situada en la Edad Media y se ena-
moró del personaje que llevaba ese nombre. La historia
variaba de acuerdo a las edades de Ignacio, se trataba de
un héroe, un idealista que amaba a su pueblo y defendía el
honor de sus súbditos.
La madre aprendió rápido el castellano, cambiaba algún
pormenor de la trama y la recreaba. Cuando él tenía cinco
años, el príncipe Ignacio se había casado con una princesa,
quien el día de su boda fue secuestrada por los enemigos
que querían invadir la comarca. Para salvar a su pueblo y
a su amada, cerca del amanecer, el príncipe emprendió el
rescate con su ejército.
Le encantaba escucharla, mientras intentaba dormirse.
Luego de una batalla sangrienta, Ignacio logró traspasar
las murallas, entró a la fortaleza y rescató a la princesa. Era
un héroe y tenía poderes para volar por todo el mundo.
No solo luchaba por la libertad de su pueblo y el amor de
la princesa sino que también quería lograr la inmortalidad.
Era un sabio, un mago, un semidios que vencía todos los
obstáculos, un modelo a seguir como Prometeo, Osiris,
Robin Hood o Pancho Villa. Pero lo increíble es que en esta
versión Ignacio lograba también entrar al castillo, derrotar
a los enemigos, buscaba a la princesa pero no la encontraba.
Luego de una intensa búsqueda, daba con una laguna
verde, al igual que los ojos de la princesa, que se hallaba
enterrada en el fondo de las aguas y a pesar de ello el per-
sonaje la rescataba con vida. No le reprochó a su mamá
esta historia inverosímil, al contrario, le pidió que le acla-

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rara quiénes eran los villanos porque ya sabía que para
que hubiera héroes tenía que haber malvados.
Por esos tiempos, su mamá le contó de antihéroes que
realizaban actos con métodos no éticos. El héroe, el prota-
gonista, siempre se llamaba Ignacio, en cambio los nombres
de los antihéroes cambiaban conforme a las circunstancias.

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EL ENTIERRO

Le costó encontrar la pala del abuelo en el galpón del


fondo de la casa, en medio de la manguera y la caja de
herramientas. Cavaría un pozo profundo debajo del gome-
ro. Luego, con prolijidad, alisaría la tierra para que nadie
lo descubriera. Solo con su hermano compartiría el secreto.
La casa en que vivía en Villa Urquiza era similar a las
casas vecinas. La construyó el abuelo Ernesto Guidi cuando
llegó de Italia escapando de la guerra. A Ignacio le dolían
las desapariciones y muertes que le contaba su primo
Ezequiel. Muy pocas eran publicadas en los diarios.
Detrás del galpón de madera y chapas, el abuelo había
sembrado la quinta. Estaba enfermo de diabetes. Los
ciruelos, nísperos y naranjos crecían por encima de los
tomates, la lechuga, los zapallos y otras verduras. Estaba
agradecido de una Argentina que le permitió olvidar el
hambre. Con sacrificio había levantado las habitaciones,
comunicadas a través de un largo pasillo, adelante el
comedor, luego los dormitorios, el baño y más atrás la
cocina. Había demasiada distancia entre el jardín y la calle
como para que alguien los viera remover la tierra.
Se le cerró el estómago. Tenía diecinueve años, dos más
que su hermano Pablo, cuando las escasas noticias que leía
en los diarios aceleraron el entierro. Los padres habían ido
al cine y los abuelos dormían. El abuelo ya estaba postrado,
dolorido por los pinchazos de la insulina. Eran jóvenes
como ustedes los que encontraron acribillados en el Bajo
Palermo, les dijo. Dos de los tantos cadáveres que aparecían
por las calles y baldíos. Otros no aparecieron nunca.
Después se comprobó que algunos pasaron por los Campos

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de Concentración y otros padecieron los vuelos de la
muerte.
Los padres llegarían pasada la una de la mañana, luego
de cenar en un restaurante de la calle Corrientes.
Apagó el televisor. El abuelo puteaba desde la cama
cuando años atrás aparecía en la pantalla Isabel o López
Rega. Ahora protestaba con las imágenes de Videla, Agosti
o Massera.
Llamó a Pablo y apagó la luz de la cocina. El calor se con-
densaba en los dormitorios cuando sacó las bolsas
escondidas debajo de la cama. La pared lindera y los ligus-
tros del jardín impedirían que los vieran los vecinos.
Nunca se sabe, pensó, no sería la primera ni la última dela-
ción. En la esquina vivía un suboficial que se jactaba de
haber matado a varios terroristas.
Una semana antes del entierro, separó los libros con un
vértigo que todavía siente en las noches de insomnio. Hoy
se reprocha la arrogancia de imaginarse un héroe apresado
en un operativo paramilitar. Se vio con una capucha y
cadenas.
Miguel Hernández, Pablo Neruda, Eduardo Galeano y
los fascículos de los protagonistas de las Revoluciones
Latinoamericanas: Salvador Allende, Juan José Torres y
Velasco Alvarado fueron los primeros que cayeron del
estante. Metió los libros, algunos se los había dado
Ezequiel, en unas bolsas. Las subieron al hombro y salieron
al jardín. Avanzaron sorteando los pinos y el limonero.
Una hilera de nubes renegridas anunciaba la lluvia que
transformaría la tierra en un lodazal.
Por largo rato cavaron el pozo debajo del gomero, cada
tanto levantaban la mirada del suelo, con el temor de que
el vecino pasara la cabeza por la pared y los sorprendiera.

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El silencio era interrumpido por el chirrido de algún grillo
y el esporádico paso del tren. El abuelo lo había anticipado:
“Yo me iré pronto, luché demasiado, lamento por los se
quedan, los militares se las traen. Mirá cómo le gusta a
Videla y al resto mostrarse con los curas”. Ahora se
quejaba seguido y cada tanto decía frases inconexas.
La luz de su linterna iluminó los ligustros, y vio o tal vez
imaginó, una sombra que se expandió entre las gotas de la
primera lluvia. No pudieron enterrar la última bolsa.
Corrieron al interior de la casa en medio de maullidos.
Parecían bebes en los tejados. Tuvieron miedo. Ignacio se
secó en el baño y luego con Pablo se sentaron en la cocina.
La lluvia pegaba con fuerza en la ventana. Atentos miraban
hacia el jardín restregándose las manos. Ignacio pensó que
el abuelo había empeorado. Lo recordó convincente en las
ideas que le transmitía a pesar de los reproches de su
padre. Se vanagloriaba de ser socialista y de haber trabado
una pequeña amistad con Alfredo Palacios. Tal vez lo vio
en la casa del pueblo un par de veces, pensó Ignacio, pero
el creerse cerca de los hombres importantes disminuía el
sufrimiento y los sacrificios del hombre común. Jamás lo
vio entrar en una iglesia, ni siquiera para su primera
comunión. “Mejor sería que los curas se dedicaran a traba-
jar la tierra o a construir casas para los humildes. Cuando
llegan las sotanas se acaban las libertades”, decía y echaba
una densa bocanada de humo mientras leía La Vanguardia.
Tenía la cara seria y curtida por la intemperie: Por la
mañana ejercía de maestro en una de las escuelas públicas
de Villa Urquiza y por la tarde arreglaba techos y cultivaba
la quinta. Llevaba el pelo laminado por la gomina y a los
cuarenta le aparecieron las primeras canas. Se definía

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como un inmigrante de la clase obrera, pero jamás se deja-
ría engañar por el pan y el circo.
Le apenaba llevarle la chata y levantar del piso las hojas
de diario repletas de flemas. Además de la diabetes tenía
afectados los pulmones por los cigarrillos negros y sin
filtro que fumaba desde joven. Le pidió a Ignacio que no lo
imitara y él le hizo caso: nunca probó un cigarrillo. Con el
tiempo, lo siguió en algunas de sus ideas. Quería una
sociedad distinta, sin tantas diferencias de clases y con
oportunidad para todos.
Ignacio sabía que corría riesgo por su primo y también
por figurar en la agenda de teléfono de algún compañero
de facultad que estuviera en política.
“Sería mejor que leyeras libros de tu carrera y no tantos
de izquierda como te inculca tu abuelo, le reprochaba el
padre. Ningún político le dio de comer a mi papá. Le
hubiera ido mejor sin tantos ideales”.
Siguieron con Pablo en la cocina, ya más distendidos. Le
costaba sobreponerse a la agonía del abuelo. La casa era
un muestrario de medicamentos: en la heladera, en la
mesa de luz del dormitorio, en la cocina, la llegada de la
muerte se venía anunciando. No la admitía como tampoco
aceptaba el entierro doloroso de los libros. ¿Sobrevivirían
a la humedad de la tierra, al granizo, las lluvias, las hormi-
gas y las ratas?
A los cuatro años le inquietaba la idea de morirse. Veía
por televisión a Cisco Kid matando con su revólver a los
indios. ¿Quién les daría de comer a los muertos debajo de
la tierra? ¿Los chicos podían llevar juguetes? El padre y el
abuelo se impresionaron cuando les dijo que no se quería
morir. Preguntó si después de muerto iba a estar con sus
primos, con quienes se divertía jugando en los cumpleaños.

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Vas a ser muy viejito cuando te mueras, lo consolaban.
Ahora era el abuelo quien había llegado a viejo. Ignacio
había leído que algunas partes del cuerpo tardaban en ren-
dirse a los gusanos. Les presentaban batalla, se resistían
hasta morir peleando. El esqueleto aparecía recién al año.
¿Cuánto tardarían los libros en desintegrarse? Fue el
abuelo quien le regaló los Poemas humanos, de César
Vallejo, y Los versos del capitán, de Pablo Neruda.
Pablo se fue a dormir. Ignacio salió de la cocina y caminó
hasta el gomero. Había dejado de llover y el viento arras-
traba la última bolsa que no habían podido enterrar. La ató
con una soga y tuvo que volver a cavar, esta vez en el lodo
fresco y apenas brilloso por el resplandor de unas pocas
estrellas. Arrojó, con bronca, la bolsa hacia el pozo. A pala-
das, lentas y repletas de barro, iba cubriendo el pozo.
Cuando la fiebre le aumentaba, el abuelo decía que quería
volver a Roma para asesinar a Mussolini.
Volvió a la cocina, cruzó el comedor y el pasillo hasta lle-
gar al dormitorio de los abuelos. Sus padres aún no habían
vuelto. Estaba la luz del velador encendida. Los ojos inmó-
viles y abiertos del abuelo lo atemorizaron. Pero fue solo
un instante, después se atrevió a cerrarle la boca y a pei-
narlo. Había en su mirada un gesto de esperanza que lo
ayudó a soportar el miedo. Por su expreso pedido no hubo
velatorio ni bendiciones. Unas pocas coronas, un ramillete
de rosas rojas entre las manos y un libro de su devoción
escondido tras la mortaja.

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LA DESOBEDIENCIA

A su hermano le habían puesto Pablo por San Pablo.


Según su mamá, fue el discípulo más importante de Jesús.
Su hermano, hasta el día de hoy, no había perdido la fe en
Dios.
Su madre también les contaba historias de Polonia, antes
de la Segunda Guerra Mundial. Era devota de la Virgen
Negra de Czestochowe, como después lo fue en las iglesias
de Argentina. La Virgen milagrosa logró que los polacos
vencieran a los suecos que intentaron atacar el santuario
en el siglo XVII. La madre relataba estas historias, nunca
una mención a Auschwitz, solo habló del hambre cuando
ya mayor se enfermó.
De niño acompañaba a su madre a visitar las iglesias
durante la Semana Santa. Dios murió en la adolescencia de
Ignacio y nunca resucitó, aunque a veces lo deseara. Si
Dios no hubiera creado al hombre a su imagen y semejanza
no habría ocurrido tanta guerra. Se preguntaba por qué no
las erradicaba. Qué sería del hombre sin esa necesidad de
amor que lo condujo a abrazar causas justas y a reemplazar
la fe en Dios por la de las ideas.
Hasta la adolescencia, no necesitaba ninguna demostra-
ción de la existencia de Dios, era Jesús que había muerto y
resucitado para salvarlo del pecado. La pérdida de la fe la
produjo un sacerdote, cuando le dijo que la existencia de
Dios se demostraba a través de la teología. Entonces
comenzó a dudar, se podía demostrar un experimento físi-
co o químico, pero algo que sobrepasaba el entendimiento
solo se admitía por la fe. Luego de que Ignacio mató a
Dios, ya nadie más que él podría hacerse cargo de su vida.

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De su abuela materna escuchó dolorosos recuerdos de la
guerra pero enseguida se silenciaba y le contaba de su
marido, de cómo en tiempos de paz la ayudaba a pintar las
paredes y objetos de la casa, en las afueras de Varsovia. El
abuelo trabajaba en las minas de sal. En dos oportunidades
se salvó de milagro, a pesar de ello murió joven.
Con las muertes de la guerra las casas, palacios y
puentes de Polonia perdieron vida y color. Con las de-
sapariciones, Buenos Aires se bifurcó en una ciudad de
apariencia normal y en otra sórdida y subterránea.
Su padre no era de contarle cuentos, salvo alguna que
otra vez cuando los domingos, siendo chicos, se pasaban a
su cama. Era un hombre de una inteligencia importante
para desempeñarse en su profesión, logró de la nada mon-
tar laboratorios donde fabricó plásticos, esencias, y otros
productos, un alquimista diestro con los números. En lo
emocional era donde el padre de Ignacio tenía sus flaque-
zas, a veces se desbordaba por nimiedades, con su esposa
mantenía una relación donde los afectos no se exterioriza-
ban. Ignacio recordaba pocos besos, pero de algún modo
tanto a Pablo como a él, les hizo sentir su afecto y hasta
hoy no dejaba pasar dos o tres días sin llamarlos.
Además de querer su profesión gustaba de la lectura que
les inculcó a sus hijos. Veneraba su biblioteca como su
esposa sus Vírgenes y Cristos. Elegía los libros que debía
leer Pablo y los que leería Ignacio. Insistió para que
Ignacio leyera el mito griego donde el rey Minos le orde-
naba al arquitecto Dédalo la construcción de un lugar para
esconder a esa horrible criatura que era el Minotauro. El
rey encarceló al arquitecto, si no quedaba nadie que cono-
ciera el lugar la prisión sería invulnerable para toda la
eternidad. Dédalo logró escapar pero como no podía salir

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de la isla imaginó algo improbable: volar. Construyó alas
para él y para su hijo Ícaro. Dédalo fue preciso, vuela a una
altura intermedia, le ordenó a su hijo, ni muy bajo porque
el mar mojará tus alas, ni muy alto porque no resistirás la
cercanía del sol.
Durante años, Ignacio pensó en esta recomendación
como si hubiera venido de su propio padre. Ícaro desobe-
deció y trató de volar lo más alto posible, con el anhelo de
llegar al paraíso. Su ambición lo cegó, cayó al mar y murió.
Ignacio sintió, que como Ícaro, desatendió los designios de
sus padres y no se culpaba, ese acto de desobediencia lo
condujo a un lugar más humano que el paraíso, ajeno a la
divinidad, donde no había frutos prohibidos, solo el deseo
a la espera de ser alcanzado.

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EL ÁGUILA GUERRERA

En los ‘70 Ignacio llevaba el pelo castaño y largo tapán-


dole las orejas y, según su mamá, sus ojos eran los de un
soñador. Fue su papá quien le insistió para que estudiara
Derecho. Todavía no se había rebelado de la tutela que
vencería con el tiempo. Sin embargo, a veces lo desafiaba.
Su madre se limitaba a presenciar la escena. La relación
con su padre tuvo altibajos. Años después le reprochó que
limitara su ejercicio profesional a quienes, según el padre,
eran terroristas y por algo habían desaparecido. Su madre
era más tolerante pero lo instaba a que hiciera un porvenir
económico. Le dio afecto pero no lo protegió demasiado,
por eso Ignacio construyó una personalidad más indepen-
diente que la de su hermano que tardó en irse de la casa y
formar una pareja.
También fue su papá el que le propuso trabajar en tribu-
nales como meritorio. Aceptó, en algún momento contaría
con dinero para salir con amigos y con las chicas que
entraban y se iban de su vida, a veces produciéndole
placer y otras dolor. Por eso trataba de comprometerse lo
menos posible, intentaba consolidar un espacio entretenido,
no abrirse afectivamente, todavía María Cecilia no había
aparecido en su vida. Las energías estaban puestas en el
trabajo, ese tribunal de San Martín, un edificio en peligro
de derrumbe. Tomaba el tren en Villa Urquiza, entraba a
las siete y media de la mañana, tenía que estar en la mesa
de entradas por si llegaba algún abogado, cosa infrecuente
hasta pasadas las nueve. Durante el tiempo que trabajó en
ese tribunal soportó el mal trato del oficial primero, un

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cincuentón que no se había recibido y que creía saber más
que los profesionales.
Un día, llegó al tribunal, una mujer que lo saludó con un
“Viva Perón”, extendiendo su brazo derecho. Llevaba en
la solapa de su saco un prendedor de metal con la forma
de un águila guerrera de color celeste y blanco. Quería
saber de su marido preso en la alcaidía.
Ignacio tipeaba frente al juez. Alberto Zubiri, el jefe de
“Nuevo Orden Peronista”, mencionó las armas que usaron
los montoneros para hacerlos desistir del acto. También
dijo conocer al ministro López Rega y exigió que se lo
pusiera al tanto de su detención.
El juez no notificó al ministro porque pensaba que era un
engaño del militante. Además creía en la división de pode-
res. Se decía independiente, aunque deseaba que no
hubiera retornado el peronismo.
El secretario, Gonzalo Ibáñez, militaba en la Juventud
Peronista de la República Argentina. El juez, conociendo
las ideas de Ibáñez, analizó él solo las acusaciones contra
Zubiri y sus compañeros: tenencia de armamento de gue-
rra, lesiones y asociación ilícita. Observó en detalle las
fotos sacadas por los Servicios de Inteligencia. Zubiri, con
el rostro desencajado, empuñaba un revólver en medio de
una gresca. Los delitos no admitían la excarcelación. Le
dictó la prisión preventiva. Al rato, le dijo al custodio, un
suboficial de la bonaerense, que trajera a Zubiri, que
estaba en la alcaidía.
Ignacio lo hizo pasar. Vio la transpiración en su rostro
áspero, los cortes en los pómulos y la nariz. El juez ordenó
al oficial primero que leyera la sentencia. Zubiri balbuceó
una protesta. El juez le dijo al custodio que lo esposara.
El hecho que se produjo durante la madrugada no se
esclareció nunca, aunque el diario Noticias culpó a la

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policía de la Provincia de Buenos Aires y a los Servicios. Al
juez no se le comprobó ninguna responsabilidad en la fuga
de Alberto Zubiri, pero decidió retirarse de la justicia.
Zubiri y su compañera pasaron a trabajar en el Ministerio
de Bienestar Social. Ignacio renunció y buscó un contacto
que lo hiciera entrar en algún juzgado de la Capital.

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EL COLOR VERDE OLIVA DEL PALACIO
DE JUSTICIA

Las Camionetas F 100 y los Unimogs verdes del Ejército


Argentino, con tropas de infantería, estaban estacionados
frente al Palacio de Justicia. Esa mañana del 24 de marzo
de 1976, Ignacio debía realizar frente de los tribunales
unas diligencias para su padre. Vio que varios conscriptos
se calzaban los birretes y los suboficiales, de riguroso uni-
forme de combate verde oliva, portaban sus FAL en las
escalinatas de mármol del Palacio y en la Plaza Lavalle.
Los hombres de verde entraban y salían dando órdenes
con sus cascos y armas. Ignacio se quedó en la esquina de
Talcahuano y Lavalle junto a los civiles que iban llegando.
A las nueve distinguió las primeras banderas, con un sol
de guerra que agitaban los acompañantes de los conducto-
res de los autos, mientras sonaban las bocinas. Unas
tanquetas daban vueltas alrededor de la plaza. Las náuseas
habían comenzado a marearlo.
Escuchó decir que Isabel Perón, Lorenzo Miguel y Carlos
Menem estaban presos a disposición de la Junta. Las boci-
nas no paraban de sonar junto a los vítores a la Patria y los
insultos al gobierno derrocado. Un funcionario de la justi-
cia, bajo las columnas del Palacio, arengaba a sus
empleados en un tono marcial: “Esto no daba para más,
llevará un par de años, pero los militares van a terminar
con el nido de ratas. Si me nombran juez federal, algunos
de ustedes vendrán conmigo”. Los abogados entraban y
salían de sus oficinas trayendo las noticias de los bandos
militares. Habían clausurado el Congreso, removido la

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Corte Suprema, prohibido los partidos políticos e interve-
nido los sindicatos. Seguía descompuesto. Cruzó la Plaza
Lavalle por donde cada tanto sonaban las bocinas. Tomó el
colectivo para volver a su casa. La náusea se convirtió en
un vómito que trató de arrojar por la ventanilla.

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EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA

—Entregue el documento de identidad, colóquese el


pase en la solapa del traje y suba al quinto piso —le ordenó
el sargento. El trato de los suboficiales era imperativo,
idéntico al del cuartel, donde años después, Ignacio había
pedido prórroga, hizo el servicio militar.
No estaba lejos el recuerdo de la bomba que estalló en el
edificio de la Policía Federal causando varias bajas.
Compartió el ascensor con dos detenidos, engrillados, con
la cabeza gacha. Ignacio se había acostumbrado a convivir
con los presos cuando trabajó en San Martín. Había pasado
un año y medio desde su renuncia.
Salió del ascensor y le preguntó a un cabo por el
despacho del comisario Albarenga. Golpeó la puerta, lo
atendió un suboficial y verificó su salvo conducto. El comi-
sario lo saludó con un fuerte apretón de manos. No muy
alto, ancho de espaldas, peinado a la gomina con raya al
costado. Con amabilidad, lo hizo sentar frente a su escrito-
rio y le convidó un café.
―¿Querés trabajar en tribunales de Capital? Me dijo mi
cuñado que estás en tercer año de abogacía ―lo miró fijo.
―Me gustaría, vivo en Villa Urquiza ―contestó.
Sacó un cigarrillo, lo apretó entre los labios y lo encendió
con un Ronson. Largaba el humo con displicencia. Ignacio
paseaba la vista por el escritorio y la pared. Vio platos con
escudos de la Policía Federal, banderines militares, también
uno de Boca Juniors, el retrato del jefe de policía y en el
medio un crucifijo de madera con un ramo de olivo. La
voz del comisario lo hizo volver la vista hacia adelante y
enderezó el cuerpo.

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―¿Ya estudiaste Derecho Penal?
―Sí, me interesó más que Civil.
—Una cosa es la carrera judicial y otra distinta es defen-
der a los delincuentes ―sentenció y tomó el café que había
dejado sobre su escritorio un mozo, vestido con camisa y
saco blancos, botones dorados y corbata negra.
―Me gusta el trabajo del tribunal, no podría defender a
delincuentes. No tengo estómago para eso ―precisó.
El comisario meneó la cabeza y dijo bien, bien. Después
lo miró con paternalismo. Le dijo que conocía a varios jue-
ces que le debían favores.
—Puedo hablar con el doctor Duran, Fernández Seguí,
Bonfante o el amigo Ibáñez. Lo hago porque te recomendó
mi cuñado.
—Me gustaría trabajar en el juzgado del doctor Ibáñez,
fue secretario mío en San Martín.
―Bueno, no te vas a arrepentir. No te mando a cualquier
tribunal, sabés, es un juez derecho, no nos molesta por el
apriete. ¿Cómo va a confesar un detenido?, no son señori-
tas.
Contrajo el abdomen y trató de que su cara permaneciera
inalterable. En la facultad el titular de Historia del Derecho
les dijo que la tortura era un mal necesario. Le parecía una
aberración, pero pensó que era la postura de la mayoría de
los jueces.
—Se me hace que al doctor Ibáñez lo nombrarán juez
federal. Eso sí —aclaró Albarenga con una sonrisa ―si sos
de Huracán vas muerto, es fanático de San Lorenzo.
—Soy de Independiente.
—No estuviste en política, ¿no?
—No, no, la política no me interesa —contestó Ignacio
con tono opaco.

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34
—Menos mal —aclaró encendiendo otro cigarrillo, su
cara había recobrado la cordialidad—. Si estabas en algo ni
por broma te recomiendo al juez, sabés Pichón. Hoy le
hablo por teléfono, me dijo que necesitaba un meritorio.
Mañana te presentás, siete y media en punto aunque él
llega después de las diez. Ojo —remarcó—andá con traje y
corbata, cortate la barba y el pelo, mirá como te tapa las
orejas. El hábito hace al monje —sentenció y, como despe-
dida, le apretó fuerte la mano.

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EL JUZGADO

Ignacio fue al cumpleaños del tío Enrique donde su


primo Ezequiel, le volvió a sugerir que estudiara cine o
periodismo y que se olvidara de las leyes.
—Dale che, hay demasiados abogados burgueses.
—Me gusta aprender Derecho, tal vez algún día pueda
aplicarlo en mis sentencias sabiendo que estoy haciendo
justicia. O desde afuera, como un abogado que lucha por
lo que cree justo. ¿No te parece?, primo.
—Pero con estos militares de qué justicia hablás.
—No creo que duren mucho y para cuando se vayan
habré ganado en experiencia —afirmó convencido.
Al otro día concurrió al juzgado de Ibáñez. Lo atendió
con deferencia cuando se presentó de parte del comisario
pero de pronto la frialdad acompañó sus palabras.
—Una cosa es trabajar de meritorio en San Martín y otra
acá. Ahora soy juez y tengo otra responsabilidad. Si sos
eficiente te quedás y te puedo nombrar meritorio.
Mientras tanto firmaba sin leer las resoluciones que le
traía el secretario Nicolás Murúa. Decenas de causas desfi-
laban por su escritorio mientras le mencionaba a Ignacio la
responsabilidad del empleado judicial, la vocación de ser-
vicio por la justicia, la falta de recursos y la necesidad del
gran cambio que sobrevino en el país.
—El auxiliar Gustavo Rivero y el secretario Murúa te van
a poner al tanto de todo, acá no hay hijos ni entenados.
Ayer vino Vicente Bonavena, el hermano de Ringo, pre-
tendía que le despacháramos de inmediato un certificado
porque le habían robado el auto. No hay privilegios,

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entendés. Estamos saturados de expedientes, para colmo
cada vez son más los habeas corpus. Tenemos el triple de
trabajo —protestó—. Nos quitan tiempo para las causas
que me gustan, esas estafas donde es difícil determinar la
responsabilidad del culpable.
Ignacio sintió curiosidad por los habeas corpus. El primo
le había comentado del rechazo de los recursos pero no
imaginó que se presentaran tantos. No había militado en
ningún partido político, pero se angustió con el golpe de
Estado y rindió pocas materias. Echaron a la mayoría de
los profesores y la ideología de las asignaturas había cam-
biado por completo. Fue tomando conciencia de la
gravedad de la situación cuando su primo y alguno de sus
amigos lo alertaron sobre la desaparición de personas. A
pesar de estas circunstancias decidió seguir como meritorio
porque le gustaba la carrera judicial. Pensaba que como
empleado que cosía, sellaba y mostraba expedientes, tal
vez podría ayudar a alguien.
El juez le enseñaba con firmeza, pero sin agredirlo como
el oficial primero de San Martín. Era habitual que Ibáñez
saliera de las recomendaciones judiciales y les explicara
cuestiones históricas. Sobre el escritorio, en medio de la
pila de expedientes, se desplegaba la revista Cabildo.
—En esta revista están las pruebas de que el Holocausto
es un invento de los judíos. Manejan toda la propaganda,
sobre todo los judíos yanquis que tienen tanta plata ―
Ignacio había escuchado lo mismo de un sacerdote en el
secundario―. Murieron tantos judíos como alemanes —
sentenció el juez, mientras tomaba una Coca Cola—. Los
judíos controlaban la economía del país. Falta difundir lo
que pasó realmente en la Segunda Guerra Mundial. No le
den el número de teléfono a nadie, ni firmen ninguna soli-

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citada en la facultad. No me gusta que mueran inocentes,
aunque en toda guerra ocurren esas cosas.
Los palmeó en el hombro, y pasó a hablar de la amistad,
de la que había hecho un culto, al igual que de la familia.

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HABEAS CORPUS

A las ocho de la mañana un grupo de mujeres golpeó la


puerta del juzgado de Gonzalo Ibáñez. A esa hora se
estaba duchando, luego desayunaba y despedía a las
nenas. Le gustaba escuchar los informativos y leer el diario
La Nación. Después, sin apuro, se iba en auto a tribunales
y estacionaba en la playa exclusiva del Poder Judicial. Le
encantaba gozar de esos privilegios, si dejo de ser juez voy
a extrañar los beneficios de la Asociación de Magistrados.
Qué placer me da cuando un policía de tránsito no ve la
patente judicial y me para. Le muestro la credencial, se
cuadra, nervioso, me hace la venia, pide mil disculpas y le
contesto, tiene que ver mejor, no se dio cuenta, me hizo
perder el tiempo. Después me rio en el auto mientras escu-
cho música.
En el juzgado, el auxiliar Gustavo Rivero interrumpió la
costura de los expedientes, bajó el sonido de la radio con
una mueca de disgusto, se puso el saco azul cruzado, se
acomodó la corbata escocesa en el punto exacto de su
camisa celeste y abrió la puerta. A los gritos las mujeres
pidieron hablar con el juez. Gustavo les ordenó que espe-
raran afuera, era temprano, Ibáñez solía llegar a su
despacho después de las diez. Hasta esa hora Gustavo
cosía y numeraba las hojas de los expedientes, sellaba las
firmas del juez y para no aburrirse escuchaba las noticias
de fútbol en una Spika.
Ese día habían entrado varias denuncias: hurtos de auto-
motores, robos a mano armada, lesiones en riña y
homicidios culposos, pero lo que le llamó la atención

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fueron las películas secuestradas. Se entretuvo mirando el
expediente que mencionaba el filme Carne, protagonizado
por Isabel Sarli; Ocho y Medio, de Fellini, y Último Tango en
París. Al rato de hojear la causa y babearse con las fotos de
los afiches donde la Sarli se mostraba desnuda, Gustavo
recordó que a Ibáñez le habían quedado sin resolver varios
habeas corpus del día anterior. Les dio entrada en el libro
índice. Luego cosió las hojas con aguja y piolín. Al rato se
aburrió y cambió de expedientes. Miró las fotos de las pelí-
culas secuestradas.
“Estas fotografías son obscenas”, le diría un rato después,
riéndose, el secretario Nicolás Murúa al juez. Con aire
intrigante merodeaba por el despacho del juez con la
intención de influir en los dictámenes. De vez en cuando
se compadecía de algún detenido y trataba de que el juez
dictara una pena menor, o se inclinara por el sobresei-
miento.
A las diez de la mañana, las mujeres volvieron a golpear
la puerta. El secretario ordenó que no abrieran y atendió el
teléfono.
—Llego más tarde, tengo una reunión en el Comando en
Jefe. Que vaya Gustavo o Ignacio a la Cámara a buscar los
habeas corpus. Preparen las planchas tipo, cuando llego
firmo y listo.
No sé para qué nos citan del Comando si siempre nos
dicen lo mismo, pensó Ibáñez. Que rechacemos los recursos
porque los supuestos detenidos no están en ninguna
dependencia. Hay que cumplir con los procedimientos por
si mañana se da vuelta la torta, pero en una guerra no hay
tiempo para tantos papeles. Las bombas son más rápidas
que un expediente.
Una de las mujeres entró sin permiso y lo encaró al secre-
tario. Estaba nerviosa pero habló con firmeza.

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42
―No nos vamos hasta que nos atienda el juez —gritó.
―Esperen el resultado de las averiguaciones —ordenó el
secretario Murúa.
―Queremos saber dónde los tienen —volvió a gritar la
mujer.
—Haga el favor de retirarse, las voy a llamar cuando lle-
gue el juez —dijo el secretario. No podía hacer nada, tenía
que cumplir las órdenes de Ibáñez. Gustavo cerró la
puerta con llave y a pedido del secretario fue a la Cámara
del Crimen. Ignacio se quedó en la mesa de entradas para
atender a los abogados que preguntaban por las causas
comunes. Estaba tenso por el reclamo de las mujeres.

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EL RECHAZO DE LOS HABEAS CORPUS

Gustavo Rivero caminó por los pasillos del quinto piso


del Palacio y pasó por el ascensor que solo transportaba
detenidos. Bajó por la escalera, salió por la puerta central
y cruzó la Plaza Lavalle. Un resplandor iluminaba la esta-
tua del prócer, de uniforme militar y sable en mano. En su
cabeza rondaban las palomas. Sintió que estaba en un
recreo. Le encantaba salir del tribunal a media mañana, en
un día tan espléndido y encontrarse con algún compañero
de otro juzgado.
Llegó a la entrada de la Cámara del Crimen, miró la
placa de mármol que recordaba al juez Jorge Quiroga y
leyó: “Al secretario, fiscal y juez de la Nación. Administró
justicia con probidad ejemplar. Integró la Cámara Federal
en lo Penal hasta su disolución el 26 de marzo de 1973. Fue
asesinado por delincuentes terroristas el 26 de abril de
1974”.
Un auxiliar le dio una pila de habeas corpus y le hizo
firmar el recibo. Cargó cuantos pudo en el portafolio y
acomodó el resto debajo de su brazo izquierdo. Mientras
cruzaba trastabilló en la plaza cuando esquivó a unos chi-
cos que jugaban a la pelota. Recogió los expedientes del
suelo y apuró el paso. Finalmente llegó al juzgado.
Ibáñez firmaba los primeros despachos. Sobre el escritorio
flameaba una diminuta enseña patria y un granadero de
bronce en miniatura. En la pared, que daba a la ventana, el
rostro de San Martín se veía favorecido por los dibujantes
del siglo diecinueve. Tras el escritorio, sobre la otra pared,
una cruz de madera presidía los interrogatorios.

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Gustavo le entregó los habeas corpus, pero Ibáñez estaba
ocupado en la lectura del expediente de las películas. En la
trasnoche de Lavalle también habían secuestrado Emanuel,
Sexoanálisis, La naranja mecánica y dos películas de Libertad
Leblanc. Levantó la vista del expediente y le dijo a Gustavo
y a Ignacio:
―Esas mujeres golpearon cinco veces.
—¿Las hago pasar a su despacho? Están muy preocupa-
das —dijo Ignacio.
—Imposible, son un montón, piden lo mismo —ensayó
una mueca de fastidio—. No hay tiempo, tengo que resol-
ver otros expedientes.
—¿Qué hacemos?
―Hacelas ratificar los habeas en la mesa de entradas.
Dale, apurate, decile al secre y a Gustavo.
Ignacio abrió la puerta para que pasaran a ratificar los
recursos. Las mujeres pidieron a los gritos por el juez.
—Queremos saber dónde están nuestros hijos.
Intervino el secretario y les aclaró:
—El juez me dijo que se seguirá con los trámites. Se hará
lo posible, es todo, deben firmar y retirarse.
—Que aparezcan nuestros hijos —gritó la que encabezaba
el grupo. El secretario pensó en llamar a Ibáñez. Sentía
pena por lo que les pasaba a esas madres, pero él no podía
hacer nada. Si trataba de averiguar dónde estaban esos
desaparecidos corría el riesgo de que lo echaran, o lo que
era peor, que lo identificaran con ellos.
Las mujeres se fueron sin firmar. Gustavo e Ignacio se
sentaron frente a la máquina de escribir.
—Usen los formularios de siempre —ordenó el juez.
Llenaron los espacios en blanco y completaron más de
treinta recursos.
Al cabo de una hora, Ibáñez se acercó al escritorio de la
mesa de entradas.
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46
—¿Hacemos y llevamos los oficios? —le preguntó
Ignacio.
Gustavo ya sabía la respuesta del juez. Eran tantos los
habeas corpus que solo en algunos casos se tramitaban los
oficios, aunque en la causa figurara que habían salido a las
distintas dependencias.
―No, pichón —le dijo Ibáñez a Ignacio—. Llená los for-
mularios de rechazo de los habeas corpus y no hagas los
oficios, son muchos. Ojo, que figure en la resolución que
los oficios salieron a la Policía, al Ministerio del Interior y
al Comandante en Jefe del Ejército. Debe figurar que pasa-
das las cuarenta y ocho horas, esas dependencias
informaron en forma negativa el hallazgo de los detenidos.
Ibáñez pensaba que el accionar de los militares, a pesar
de la pena que por momentos sentía al recibir a algún
familiar, tenían una justificación válida: evitar más muertes.
Al rato, lanzó una propuesta para agilizar el rechazo de
los recursos de habeas corpus.
—Si terminan rápido se pueden quedar a ver las películas.
Vio las carátulas de los recursos, mojó el dedo índice con
la lengua, algo pastosa, lo untó con una pizca de saliva y
pasó las hojas con desgano. Estos recursos son todos igua-
les, volvió a decir, los abogados no los firman, tienen
miedo. Por lo menos hay algún familiar que pone el gan-
cho, piden la aparición y tienen la esperanza de que estén
detenidos en alguna comisaría o cuartel. Y lo de siempre,
se repitió, dicen que pasaron varias semanas, que no saben
nada del familiar y que se los llevó por la fuerza un grupo
de civiles o militares.
Cuando cada tanto, se dignaba a recibir a algún familiar,
les decía, ya van a aparecer, no digo que este sea el caso,
pero hay muchachos que fueron arrastrados por ideólogos

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que los llevaron a poner bombas y terminaron matándose
antes de caer presos. Otros, espero que sea el caso de sus
hijos, se fueron al exterior o están detenidos en alguna
comisaría. El país es tan grande, tengan paciencia.
Firmó los rechazos, cuya extensión era de una carilla y
media, argumentando que la persona por la que reclama-
ban no estaba detenida en ninguna dependencia. Al cabo
de cuarenta y ocho horas, mandaba el expediente al archi-
vo.
El juez y los empleados acabaron la tarea y ansiosos
esperaron el inicio de la función cinematográfica.

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LAS BUENAS COSTUMBRES

Gonzalo Ibáñez preparaba en su despacho el proyector


para ver las películas secuestradas. Le encantaban las de
Isabel Sarli, Libertad Leblanc y Emanuel. Los estoy for-
mando, pensaba, no creo que les haga mal ver estas
películas, lo malo es acostumbrarse a ellas, entrar en una
dependencia que ablande la moral. Todos necesitamos,
cada tanto, estar con una puta, pero con discreción.
Ignacio le ayudó a correr el Código Penal y unos com-
pendios de jurisprudencia. Gustavo descorchó el
champagne y el ordenanza trajo sándwiches triples de la
panadería San Agustín.
—Felicitaciones señor fiscal —le dijo Ibáñez a Molinari,
ni bien lo vio entrar al juzgado—. En dos años te fuiste
para arriba y eso que tenés un general en contra —lo pal-
meó en el hombro. Después llegaron dos jueces de
Instrucción y a las tres de la tarde el camarista Reynolds.
Durante la mañana, Ibáñez había despachado causas,
que informaban de cadáveres acribillados en baldíos y
zanjas. Los médicos forenses se ocuparon de las autopsias.
Por esos días, había aumentado el hallazgo de muertos con
tiros en la sien, a veces mutilados, lo que dificultaba su
identificación.
El secretario Murúa le llevó las causas de los cadáveres
no identificados para que firmara. Durante la madrugada
habían sido apilados en camiones del ejército. La resolución
judicial de estos asesinatos, como la de los habeas corpus,
era la misma.
Con rapidez firmó los sobreseimientos de los homicidios
por no encontrarse los autores de los asesinatos. Le
gustaba dar clase, llamaba a los empleados y les decía:
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—Acá están las pericias oculares, la declaración de la
policía en el lugar del hecho, ven, les leo el dictamen del
médico forense: Determinó muerte por perforación de crá-
neo.
—En la jerga policial se dice “voladura de los sesos”, ¿no
doctor? —preguntó Ignacio.
—Tienen que aprender Derecho, no palabras de la policía
—le replicó con suficiencia—. Casi nunca se puede identi-
ficar a los cadáveres por las mutilaciones, pero qué puedo
hacer. Es importante que figuren todas las diligencias en el
expediente.
—Nadie va a cuestionar esta guerra —sentenció Gustavo.
—Te entiendo, pero no seas iluso, no escuchaste lo que
dije varias veces, si se da vuelta la cosa podemos ir presos.
Me habría gustado que esta guerra no hubiera ocurrido.
Pero había que poner orden, nos mataron mucha gente.
A las tres en punto, Gustavo comenzó a proyectar Fiebre.
A Ignacio y al resto les resultó divertida, hubo palabrotas
mientras tomaban champagne y comían los sándwiches.
El camarista Reynolds decía que era cierto, que muchas
mujeres sufrían de fiebre uterina y que la Sarli estaba estu-
penda en ese papel.
Cuando terminó la función, Ibáñez le regaló al ordenanza
y al custodio la bebida y los sándwiches que quedaron.
Después llamó a su casa. A esa hora llegaban sus hijas: una
iba al jardín de infantes y la otra a segundo grado. Le
encantaba escucharlas y preguntarles qué le llevaría a la
noche. Era cariñoso con ellas y charló más de diez minutos
con su mujer. Cada tanto iba al juzgado, educada, saludaba,
pero nunca iba más allá de un buen día o cómo está.

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EL DAÑO IRREPARABLE

Los abogados de los distribuidores de las películas


secuestradas pidieron la excarcelación, hacía veinticuatro
horas que sus clientes estaban detenidos. Cuando termina-
ron de declarar, Ibáñez resolvió:
—Voy a meterles una fianza bien alta. Con la plata que
hacen en el exterior no tienen necesidad de pasar estas
películas en el país—. ¿Llegó la plancha con los anteceden-
tes penales?
—No, doctor, pero el fiscal dictaminó en favor de la
excarcelación, bajo la fianza que usted estime —contestó
Murúa.
—Por ahora no puedo resolver nada. Qué se creen esos
abogaditos —chilló—. El único que puede excarcelarlos
soy yo. Si es por influencias yo también llego a Videla.
El secretario Murúa se acomodó en la silla:
—Tiene razón, doctor, los militares en lo suyo. Si no,
para qué estamos nosotros. Parece que la Junta va a blan-
quear a unos cuantos detenidos políticos. Me lo contó
Molinari, lo vi ayer por los pasillos.
—Sabés más que yo ―protestó.
El secretario supo que había hablado de más. Ibáñez no
toleraba que un subordinado supiera más que él. En el
Poder Judicial, al igual que en el militar y el eclesiástico, se
debían respetar las jerarquías, enseñaba, no por mero
autoritarismo, sino por unidad de mando. Tanto la Iglesia,
como las Fuerzas Armadas, debían poner orden al caos al
que tendía el hombre.
Hizo pasar a los abogados.

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—No son delincuentes, doctor, son jóvenes imprudentes.
Si los trasladan a los pabellones de Devoto ocurrirá lo
peor.
—Entiendo sus razones —esgrimió Ibáñez ─, pero sin los
antecedentes penales no puedo excarcelarlos. Lo que sí
llegó es el informe del Ente de Calificación
Cinematográfica. Les comento lo que dice, es del director
Néstor Tato. Ordena la prohibición de las películas por
pornográficas, obscenas, llenas de palabras y costumbres
ordinarias. “Atentan —les leo textual, dijo— contra el
estilo de vida occidental y cristiano y contra la moral y las
buenas costumbres del pueblo argentino”.
Uno de los abogados levantó la voz:
―Voy a Reincidencia y traigo la planilla.
—Ya se lo dije, hay que respetar la ley. Los antecedentes
penales deben ser entregados en forma oficial, ya que
podrían ser adulterados ―respondió el juez con firmeza.
El abogado le dijo que recurriría a la Cámara, sus clientes
corrían un alto riesgo. Ibáñez les ordenó que se fueran del
despacho y les aclaró que los podía procesar por desacato.
Llegaba a esta instancia cuando se enemistaba con un pro-
fesional.
Después de cuarenta y ocho horas los excarceló y no
quiso recibir a los abogados, quienes argumentaron que
sus clientes habían sufrido daños irreparables.
Ese día llegó a su casa cuando su mujer y sus hijas
estaban dormidas y tuvo ganas de ver de nuevo las pelícu-
las. Ignacio se fue a la facultad y le pasó lo mismo.

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52
LA DESINFECCIÓN

Gonzalo Ibáñez le ordenó a sus empleados que lo acom-


pañaran el sábado al tribunal ya que irían los empleados
de la empresa de desratización. En dos oportunidades
habían aparecido ratas en su despacho, le repugnaban,
podían aparecer en cualquier momento mientras tomaba
café o comía algún sándwich.
Fue al juzgado por un tema de seguridad, si no se
hubiera ido al club a jugar al tenis, o a almorzar con su
mujer y las hijas. Llegó más temprano que de costumbre.
Los encargados de la desinfección arribaron al rato y
comenzaron con la tarea. Ibáñez comenzó a toser, giró el
sillón, se levantó y abrió las ventanas. El hedor y el polvo
de los expedientes que se esparcía al sacarlos de los casi-
lleros, sumado a la humedad, transformaron el espacio en
un lugar inhóspito. Así pensó y sacó la cabeza por la ven-
tana para tomar aire. Se asomó a la que tampoco era una
atmósfera placentera. Comprobó que la Plaza Lavalle esta-
ba desierta y que la lluvia mojaba la estatua del prócer que
se levantaba tras las palmeras, los palos borrachos y la
escuela Julio Argentino Roca.
A sus espaldas, Ibáñez imaginó un chirrido seguido de
un golpe seco. La presencia de las ratas lo asqueaba a
pesar de los años de carrera judicial y de indagar como un
policía. Me pone loco estar acá pensando que pueden apa-
recer en cualquier momento, se dijo. Habían existido otras
cosas que lo sacaban de quicio. Pero ahora, pensó, los
acontecimientos tomaron un giro firme, adecuado en algu-
nos aspectos, en otros, no tanto.
No aguantó más y lo llamó a Ignacio.

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—Quedate con los otros en la mesa de entradas y vigilen
bien, tengo la vista irritada, fijate que no falten cosas, si
roban un expediente, se arma, entendiste, ¿no?
—Quédese tranquilo, doctor, yo me encargo.
—Me voy al despacho del oficial primero que ahí todavía
no pusieron nada.
Ni bien llegó, se recostó en el sillón, y al rato se quedó
dormido. En el sueño, las vio saltar por los resquicios de
los estantes abarrotados de expedientes y efectos persona-
les de los detenidos. La más osada se deslizaba entre
radios y grabadores destartalados, algún ventilador y
paraguas.
En ese sueño del que Ibáñez no se podía escapar, algunas
ratas para salvarse salían de su despacho y llegaban a las
oficinas lindantes. Quieren salir a la calle, se dijo Ibáñez,
de allí a la seguridad clandestina de las cloacas hay un
paso.
El secretario Murúa charlaba con Gustavo e Ignacio.
—¿De dónde sacó esa foto, doctor? ―preguntó Gustavo.
—Me la regaló un amigo que trabaja en un diario —
contó Murúa ―parece que relincha frente a la manga de
vagos, ¿viste?
—¡Qué cara de loca tiene Isabelita! —dijo Gustavo para
quedar bien con su superior, aunque la política no le inte-
resaba, ningún político ni tampoco los militares le darían
de comer.
Murúa se hamacaba en el sillón, diciendo qué inútil ella
y el que trajo el quilombo. La cara de Gustavo le resultaba
amorfa y lo juzgó sospechoso por los comentarios acerca
de Isabelita. Pensó que había fraguado una sonrisa y se
limitó a decir qué loca. Podría haber sido más explícito, se
dijo, mientras sorbía el mate. No había que fiarse de

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54
ningún estudiante. Sea hijo de quien fuera. ¿No habían
matado en Tucumán al hippie Alsogaray, el hijo del gene-
ral? ¿Quién era este empleaducho que solo hablaba de
fútbol y rugby? ¿Y el nuevo, Ignacio, que hablaba poco y
nada?
El ordenanza Arturo comenzó a cebar mate, la guardia
duraría el tiempo que necesitaran los empleados de la
empresa de desinfección. Podían ser tres, cuatro horas,
quizás más. Se quedarían lo necesario.
—El sábado está perdido, pero es una cuestión de salud
que estemos acá ―dijo Murúa.
Gustavo sorbió el primer mate, asintió con la cabeza y
preguntó:
—¿Utilizan alguna sustancia nueva? No sea cosa que nos
joda a nosotros, ¿no?
—Quedate tranquilo —aseguró Murúa― ayer el juez
estuvo claro. Recién fui a verlo al otro despacho, se quedó
dormido, mejor así, no aguantó el olor.
—¿Qué le dijo?
—Que esto viene de la Corte Suprema y quizás de más
arriba. ¿Querés que nos coman vivos? Hay que pararlos,
¿entendés?
—Ya nos está molestando el veneno, vayamos a la otra
oficina ―pidió Ignacio.
―Nos tenemos que quedar, si se roban algún expediente
los que perdemos somos nosotros ―aclaro Murúa.
Ignacio movió la cabeza y le preguntó:
―¿Quiere otro mate, doctor?
―Dale, che, cebá vos. Esto todavía no terminó, tenemos
que vigilar, hay que estar atentos cuando salgan de las ofi-
cinas. Son dos tipos, miralos, ahí vienen.

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Vieron los trajes que parecían de buzos o astronautas, las
máscaras, los guantes de goma, las mangueras y los tan-
ques de aluminio.
Ibáñez se despertó. El olor le resultaba nauseabundo. A
medida que inhalaba se le nublaba la vista.
Mientras tanto, Murúa hablaba con Gustavo e Ignacio,
de la final contra Holanda.
—Qué bárbaro los goles de Kempes, qué genio, qué bien
el Bigote gritando el gol. La Argentina fue una fiesta.
Nunca los argentinos estuvimos tan unidos.
Murúa no le dijo al juez que cuando escuchó el reclamo
de las madres, en el juzgado, había tenido un momento de
debilidad, no por los hijos subversivos, sino por ellas,
merecían saber dónde estaban detenidos, y si estaban
muertos, había que entregarles los cuerpos.
Gustavo impostaba muecas de agrado o disgusto confor-
me el giro de la conversación. Ignacio hablaba solo de
fútbol. Le molestó cuando escuchó a Videla el día de la
inauguración, pero gritó los goles y festejó como uno más.
Años más tarde sintió vergüenza al leer los comentarios
referidos a aquella época.
Murúa lo miró a Gustavo y lo palmeó en el hombro.
―Son unos boludos, ¿me entendés?
Gustavo lo miró extrañado.
―Si hubieran declarado una situación de guerra ante las
Naciones Unidas, se habrían ahorrado estos reclamos que
vienen de afuera.
Gustavo asintió moviendo la cabeza. Esperaba que el
tiempo pasara rápido para ir por la tarde a jugar al rugby.
Arturo les recomendó que se encerraran en el despacho
cercano a la mesa de entradas.
―Abran la ventana de par en par.

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56
El juez decidió salir del despacho, se restregaba los ojos
enrojecidos. La pestilencia había capturado todo el juzgado.
Arturo argumentó un error de cálculo, un exceso en la
dosis de veneno, imperdonable en profesionales.
Ibáñez decidió irse con los empleados y que solo se que-
dara el ordenanza. Llegaron a la planta baja, un tanto
mareados por el efecto del veneno. Ignacio, Gustavo y
Murúa se fueron en subte. El juez subió a su auto.
Necesitaba aire, bajó la ventanilla. Había llovido toda la
mañana. El barro le salpicó la cara.

|57
LA DELACIÓN

Tuvo ganas de llorar cuando con desesperación lo llamó


el tío Enrique al juzgado. El nerviosismo despertó sus
recuerdos: los veraneos compartidos en la infancia, la
escollera de la Playa de los Ingleses donde arrojaban el
medio mundo para pescar cangrejos. Ezequiel le enseñó a
sostener con firmeza la caña, tensar el hilo, elegir la
carnada y a jugar al fútbol o declararle el amor a una chica.
Ignacio recordó las primeras fiestas de la adolescencia en
Playa Grande, con las “niñas bien”, engreídas, según
Ezequiel. Con los años se fueron distanciando: Ignacio
entró a la Facultad de Derecho y Ezequiel a Filosofía y
Letras. Hablaba de cambiar el mundo, citaba a Cortázar, a
Sartre y al peronismo en abierta confrontación con su
familia. Ignacio lo escuchaba, sin emitir comentario, pero
con admiración. La verdad no la vas a encontrar en los tri-
bunales, borrate, primo.
Citó al tío Enrique bien temprano. A las siete y media de
la mañana solo el ordenanza y Gustavo Rivero estaban en
el juzgado. Le dijo a Gustavo que por favor tipeara la lista
de las cédulas mientras él se ocupaba del tío. No dudó en
copiar uno de los recursos que tenía a mano en los casille-
ros. Al tío Enrique le costaba sacar las palabras, hablaba
nervioso, miraba los estantes repletos de causas y se res-
tregaba los ojos.
—Pasaron siete días y no sabemos nada. Desapareció del
trabajo y de la facultad y no está en la casa de los amigos,
tu tía y yo estamos desesperados.
—¿Estás seguro, tío, que no está estudiando en lo de
algún amigo o se fue a la costa con alguien?

|59
—Ojalá fuera así, no sé qué decirte, es tremendo, tu tía se
la pasa llorando.
—Voy a hacer el recurso para que lo presentes en la
Cámara. Ahí te sortearán un juzgado.
—Me dijeron que es difícil que la justicia lo encuentre,
pero nunca se sabe, a lo mejor está preso en alguna comi-
saría —Tuvo que esforzarse por no lagrimear. Lo abrazó,
le dio las gracias y se llevó el escrito.
A las diez de la mañana, Ibáñez le preguntó al secretario
privado por las llamadas telefónicas, y lo mandó a llamar.
Ignacio pensó que se trataba de otra aclaración histórica, la
última refería sobre el territorio que cedió la Argentina a
Chile por las pésimas políticas diplomáticas.
—Quedate parado —le ordenó.
Su expresión le resultó difícil de entender, pero cuando
mencionó lo del habeas corpus temió lo peor. Con la cabeza
inclinada hacia atrás se sacudió el cabello y se esforzó por
no derramar una sola lágrima. Dejó caer los hombros. Las
palabras le salían entrecortadas.
—No es delito pedir por un primo —dijo con esfuerzo.
Copié el recurso por él, es una excelente persona, doctor,
tiene que creerme.
—Callate, estoy al tanto de todo.
En ese momento entró Gustavo Rivero, no lo miró y en
silencio dejó una pila de causas sobre el escritorio. Le
resultó extraño porque siempre hacía algún comentario
sobre los expedientes. Ignacio se imaginó escapando del
despacho y perseguido por los policías. Vio que Ibáñez
retorcía el dedo pulgar con el índice.
—No te quiero ver más. Qué no me entere que seguís
haciendo habeas corpus. Por hoy te salvás. Tenés que enten-
der que si no fuera por los militares nos hubiéramos
convertido en un país comunista. No habría religión, ni

|
60
libertad y seríamos todos iguales. Lo que hacen es para el
bien de todos y para que terminen los atentados.
Ignacio sacó un pañuelo y lo estrujó. No pudo decirle
nada.
—Sé que no estás en nada raro, pero no puedo admitir
que hagas un habeas corpus en mi juzgado. Andate antes de
que me arrepienta.
No se despidió de sus compañeros. Bajó corriendo las
escalinatas y tuvo la impresión de que en cualquier
momento lo apresaría el custodio del juzgado. Ya en el
colectivo dio gracias de estar vivo. La zozobra lo acompañó
durante mucho tiempo. Soñaba que venían a secuestrarlo
y corría la misma suerte que su primo.
Supo que mientras estuvieran los militares no volvería a
trabajar en un tribunal. Estaba abatido por los innumera-
bles habeas corpus, incluido el de su primo y por las causas
donde aparecían cadáveres acribillados en descampados o
en plena calle.
Se comunicó con su tío Enrique y le contó lo ocurrido con
el juez. Lloraron por teléfono. Sus padres estaban ajenos a
la política pero se ofrecieron para ayudar a los parientes. A
Ignacio le asombró saber que su papá, que hablaba de sub-
versivos, peregrinara por despachos, comisarías, hospitales
e iglesias. Ignacio ayudó en las averiguaciones y se comu-
nicó con una Comisión de Familiares de las víctimas de la
dictadura. Su madre acompañó a su hermana en las
rondas de las Madres de Plaza de Mayo.
Al cabo de unos meses, Ignacio consiguió empleo en un
estudio jurídico que se ocupaba de los desaparecidos. Al
pedir los expedientes de las denuncias de los familiares,
vio en los empleados, en los secretarios y en los jueces las
caras de sus antiguos compañeros e imaginó al delator.

|61
EL OCASO DE LOS DISFRACES

En el primer encuentro con María Cecilia se resistió a


revelar su verdadera personalidad. Le dijo que había cum-
plido los veintidós. Comenzó con un juego que cada tanto
hacía con las chicas que le gustaban. Las llamaba por otro
nombre y les inventaba una historia que nada tenía que
ver con ellas.
Sentados en los sofás del boliche, en la penumbra rojiza
de las luces y el volumen alto de la música, ella le contó
que estudiaba asistencia social, vivía con su madre en Villa
del Parque, su padre se había ido de un día para el otro sin
dejar rastros.
Por unos instantes, en ese lugar donde las fotos de las
bandas de rock de los años ´70 se alternaban con las de
orquestas de tango de los ‘50, María Cecilia fue en la ima-
ginación de Ignacio un personaje de Diane Keaton o de Liv
Ulman, adecuando una sonrisa, siguiendo el juego de ser
otra, y después de unos minutos ella se animó a hablar de
su vida. Había sido María Cecilia la que cambió el rumbo
de la charla, interrumpiendo el juego de ser Diane Keaton.
Entonces él, cautivado por sus ojos verdes, se peguntó
cuánto diría de verdad. Decidió conocerla, llegar hasta el
fondo y contarle de él. Habló como si la conociera desde
varios meses atrás, ella supo de su frustrado trabajo en tri-
bunales, el entusiasmo por la nueva tarea en el estudio
jurídico y el cambio que produjo en él lo que le pasó a su
primo Ezequiel. Le recalcó que no había aparecido la
mujer que le hiciera sentir la pasión, ese sentimiento por el
que valía la pena vivir, pero que podía llegar a enloquecerlo
si no era correspondido.

|63
Ella le confesó que venía de una relación pasional, quería
aturdirse, olvidar, conocer a otro, su novio la había dejado
argumentando que necesitaba estar un tiempo solo y salir
con sus amigos. La soledad la abrumaba y la compañía de
su madre, por momentos, semejaba la historia de un relato
gótico.
—Todo pasó cuando fuimos de vacaciones a Entre Ríos,
donde vive una hermana de mamá —le dijo—. Ella mane-
jaba por la ruta, todo estaba tranquilo, cuando de pronto,
con gran imprudencia quiso pasar un auto en un puente
angosto y otro que venía en dirección contraria nos chocó.
Sentí que se me rompían todos los huesos, escuché los gri-
tos de mamá y me desmayé. Me desperté en la clínica con
una pierna y varias costillas fracturadas. Tuve la sensación
de que mamá me miraba como si yo fuera otro auto, una
chapa que se repara, se pinta y se lustra.
—Eso es muy loco —le dijo Ignacio.
—Es lo que sentí, qué querés que te diga, lo vi en análisis
mucho tiempo.
—¿En qué pensaba tu mamá cuando intentó pasar a otro
auto en un puente tan angosto, con carteles que prohibían
adelantarse?
—Qué se yo, no sentía las manos, ni las piernas, ni nada.
Después, en la clínica, me besó con desesperación. Cuando
me recuperé comencé a discutir más seguido con ella, en
esa época mamá no tenía pareja, luchaba contra la soledad
que quería llenar conmigo.
—¿La querés? —le preguntó con voz apagada.
—A menudo termino odiándola. Ahora siento que crecí
y no me pregunto por qué no me dejaba ser a riesgo de
equivocarme. Por momentos le perdono sus conductas
posesivas y deseo acunarla como si fuera mi nena. Me ate-

|
64
rra pensar que puedo llegar a cometer los mismos errores
con una hija.
Cuando escuchó la música melódica la sacó a bailar y
ella le dijo al oído que al poco tiempo del accidente
Fernando la dejó, un lunático sabés, si no me decía lo de
irse a vivir solo, se lo pedía yo.
Habían tomado un segundo gin-tonic, ella se aferró a
Ignacio como si se fuera a caer, mi mamá es lo único que
tengo, como antes lo fue Fernando. Mi papá me abandonó
cuando tenía cinco años, pero me acostumbré, una se acos-
tumbra a todo.
Ignacio percibió el perfume a duraznos, que olía en la
infancia en el jardín de los abuelos, y le dio un beso. El
siguiente fin de semana fueron a un hotel alojamiento. Al
entrar al cuarto vieron la alfombra con dibujos chinos, el
jarrón de la cómoda y el cuadro con la mujer del kimono.
Hicieron el amor por primera vez. Al rato, Ignacio encendió
un cigarrillo e imaginó su cara dividida en dos mitades.
Una de ellas denotaba sosiego y la otra incertidumbre. Se
quedó sin palabras. ¿Si encontrara un lugar donde pudiera
seguir contándole su historia? Pensó que habían dejado de
ser otros.
Cuando se ducharon descubrieron el olor a lavandina
del baño y se fueron enseguida. Los días trajeron lecturas
y también los primeros celos, las primeras peleas no exce-
sivamente agresivas, se trataba de marcar el territorio y
establecer los límites.
Después de un tiempo, se preguntó hasta dónde llegaría
con esa mujer que lo entendía como ninguna, que lo exci-
taba al punto de transformar el erotismo en pasión. Con
otras mujeres la pasión lo había desacomodado, era una
marioneta, investido de una hipersensibilidad que lo hacía

|65
sentir un niño perdido en busca de su madre, incapaz de
vivir sin el amor de las mujeres. Con Cecilia la relación
parecía encaminarse bajo otros parámetros, la atracción no
lo debilitaba y trataban de no convertirse en padres el uno
del otro.
Con el correr de los meses, ella le dijo que seguía apasio-
nada, me gusta tanto estar con vos, tenemos mil cosas en
común, no tengo ganas de salir con otro, apuesto todo a
esta relación. La escuchó y no le dijo nada, pero le dio un
beso. Sentía un amor más sosegado, no la pasión de los
primeros tiempos. Le importaba el mundo de ella, pero
privilegiaba el suyo y cada tanto necesitaba volver a pro-
barse y salir con otras, una de ellas más atractiva que
María Cecilia. Pero ella sabía cómo atenderlo, cómo mane-
jar sus debilidades, sus obsesiones, esa alergia de piel que
se agudizó cuando volvía de reunirse con las Madres o con
algunos militantes de los derechos humanos. Ella le decía
que admiraba su lucha, se interesaba por los desaparecidos
y cada tanto lo acompañaba a tribunales. El trabajo lo
obsesionaba, la falta de dinero y el agotamiento en la bús-
queda de justicia deterioraron la pareja. En su afán por
romper llegó a comentarle sus salidas con otras chicas.
Cecilia se enojó pero al tiempo lo perdonó, con la esperanza
de que su amor le hiciera olvidar a las otras mujeres.
Ignacio se dio cuenta que ese perdón le sirvió a ella para
no sentir tanta culpa cuando tuvo encuentros con un hom-
bre diez años mayor. En ese momento Ignacio pensó que
la relación se terminaba, pero el tiempo lo llevó a com-
prender sus contradicciones y también las de ella. Le dijo
que hacerse de una identidad tal vez le llevaría toda la
vida, y si lo lograba, sería un deseo concretado que reque-
riría de otros nuevos No necesitó que ella asintiera con
palabras, solo le bastó su mirada.

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66
LAS CONVICCIONES

A Gonzalo Ibáñez el póker y el tenis lo alejaban por unas


horas de la exigencia del tribunal, donde la premura de
despachar las causas en plazo lo agobiaba. Pensó, sentado
en el living de su casa de Belgrano R, con el vaso de
whisky, mientras su mujer y sus hijas dormían, que estaba
conforme con el ascenso económico y social que había
obtenido. Vivía en un barrio selecto, al que definía como
una forma de vida, con residencias de estilo inglés, rodea-
das de jardines.
Su padre, Josefo, un gallego a quien consideraba rústico,
pero que admiraba por sus logros y sacrificios, había llega-
do con sus hermanos a principios de los años ‘30,
escapando del hambre y la miseria. Le contaba cómo cami-
naban media legua, bordeando la laguna, cercana al
pueblo de Galicia, para llegar a la escuela donde apenas
cursó el primario. Llegó a Buenos Aires en ese barco
donde los inmigrantes de la tercera clase se amontonaban
como ganado. Los primeros años fueron duros, hasta que
se ubicó como mozo en una confitería de la calle Corrientes.
Después de mucho ahorro, su padre instaló un bar con el
hermano en el barrio de Almagro, cerca de la cancha de
San Lorenzo.
Ibáñez recordó cuando ayudaba a su padre y al tío, cor-
tando el fiambre, destapando la Bidú y las cervezas, la
alegría cuando compraron el billar y agrandaron el local,
con el reservado para familias. Su madre dirigía la cocina,
a pesar de las várices, sacrificándose para que él terminara
el secundario en la escuela del Estado e ingresara en la

|67
Facultad de Derecho. Sus padres les habían inculcado que
sin esfuerzo no se lograba nada y eran severos en los cas-
tigos si sacaban una mala nota, no había sábados ni
domingos hasta que las levantaran. Gonzalo soportó más
de una cachetada al traer algún aplazo, pero pronto com-
prendió que su padre tenía razón y se convirtió en un
alumno aplicado. Acompañaba a su madre a misa, los dos
eran católicos, pero Josefo no iba, el domingo era para des-
cansar.
En el fondo de su casa de Almagro, donde habían plan-
tado un manzano y un nogal para atenuar la nostalgia de
los árboles frutales de la aldea, cada tanto su padre le
hablaba de Francisco Franco. Lo había entristecido la
guerra civil, algunos parientes murieron de un bando y
del otro, acá no tuvimos una guerra, por eso la gente no
sabe cuidar la plata y no conoce el hambre. Gonzalo pen-
saba que Franco había puesto orden donde había anarquía,
no se respetaba la propiedad privada, se destruían las igle-
sias, se mataban curas y estuvieron a punto de convertirse
en un país comunista, si no fuera por la intervención de los
nacionales que lideraba el caudillo. La gente poco a poco
comprenderá, le decía su padre, el mundo se llenará de
estatuas de Franco y Mussolini.
Su padre había fallecido, y su madre, Lorenza, aún vivía.
Una empleada se ocupaba de ella y también Carmen, la
única hija mujer. Manuel, el hermano mayor, con quien
nunca se llevó bien, aportaba dinero como lo hacía él, ya
que la pensión no alcanzaba. Manuel era el preferido de la
madre. Lorenza, ya mayor, confundía los lugares y los
tiempos, circunstancia que lo angustiaba, lo llevó a espaciar
las visitas y motivó el reproche de Carmen, la debilidad de
su papá.

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68
De grande la relación con su hermano había mejorado,
pero cada tanto pretendía darle órdenes respecto a lo que
había que hacer con la casa paterna, y cambiar de geriátrico
a la madre. Recordó a Manuel vestido de sheriff, con car-
tuchera y pistolas y él, más atrás, con el disfraz de indio
comanche, la cara pintada y la pluma en la cabeza. Las
manos con la cuerda tensa, la flecha rota y las lágrimas
contenidas.
Gonzalo movió el vaso, mirando a trasluz el cubo de
hielo. Daría todo por llorar, pero no podía. Ya era media
noche, estaba desvelado, caminó hasta al aparador de cris-
tal donde guardaba las botellas y se sirvió otra medida de
whisky, con dos cubitos de hielo.
Su papá lo vio graduarse de abogado y ese día sintió que
se cerraba un ciclo, que dejaba de ser el hijo del inmigrante
para convertirse en un profesional argentino, que con el
tiempo accedería a lo que no pudieron sus padres. Nunca
dejó de reconocer que el sacrificio de ellos hizo posible su
ascenso social, de la modesta casa de Almagro a la confor-
table casona de Belgrano R, crédito hipotecario de por
medio; del club Gimnasia Esgrima de Buenos Aires al
Belgrano Athletic; de la escuela del Estado y el guardapolvo
blanco, al colegio inglés de sus hijas, con uniforme de
blusa celeste, corbata y pollera escocesa. Lo que permaneció
por un tiempo fue su concurrencia a misa, no en el barrio
de su infancia sino en la iglesia de San Patricio, hasta que
aparecieron los tercermundistas y pasó lo que pasó. Había
dejado de ir porque no toleraba los sermones, pero se afli-
gió por el asesinato de esos sacerdotes confundidos, como
sabía llamarlos. Fue un proceso gradual que lo llevó a per-
der la fe en el catolicismo y a creer en una energía superior.
Jamás se atrevió a decirlo en público y menos delante de

|69
sus hijas y su mujer. Tampoco frente a sus amigos de los
tribunales y menos ante algún camarada nacionalista o
militar con los que solía ir a cenar al Círculo de Armas
para discurrir lo que pasaba en el gobierno. En esos
salones, repletos de retratos, gobelinos y obras pictóricas,
el tiempo estaba detenido en los gobernantes de la
Argentina agroexportadora. Estaba seguro de que a varios
de sus amigos le pasaba lo mismo, pero un pacto implícito
los obligaba a no cuestionarse. Las creencias debían man-
tenerse inalterables por el bien de los ciudadanos y para
que no se filtrara una grieta que condujera al ateísmo. Del
ateísmo al marxismo solo había un escalón, había escucha-
do en boca de un sacerdote cuando concurrió al retiro
espiritual estando de novio con Pilar. Después de varios
meses habían tenido relaciones sexuales y el confesor les
ordenó un retiro para fortalecer los preceptos católicos.
Cada tanto, ahora se confesaba, sobre todo cuando sus
hijas iban con ellos a misa, había que dar el ejemplo,
aunque repetía como un loro los mismos pecados, argu-
mentaba que envidiaba a los amigos que habían ascendido
más rápido que él, que le gritaba a sus hijas, o que no era
cariñoso con su mujer. Jamás le dijo al confesor que
deseaba a otras mujeres, que se acostaba con ellas y que
sentía culpa por engañar a su esposa. Nunca confesaría
esas conductas y menos que se había acostado con prosti-
tutas. No le diría al confesor que le parecía bien el divorcio
que habían legislado algunos países europeos. Si una
pareja se llevaba mal, para qué seguir con esa relación que
terminaría por perjudicar a los hijos.
Se quedó dormido en el sofá del living y su mujer lo des-
pertó. Le dijo que se apurara, que el desayuno estaba listo,
ella llevaría las nenas al colegio y no quedaba nada bien
que llegara tan tarde al juzgado.

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70
EL GRÁFICO Y CORSA

Ignacio pasó la adolescencia escuchando los insultos que


su abuelo Ernesto pronunciaba contra Onganía. Era más
politizado que su papá, quien si bien decía que no le gus-
taba la política odiaba todo aquello que tuviera un tufillo
peronista. El abuelo era antiperonista desde otro lado,
Ignacio se dio cuenta cuando fue tomando conciencia de
las ideologías. Siempre supo del autoritarismo y lo antide-
mocrático de los gobiernos militares. Por eso no tuvo
ninguna esperanza el día que la Junta concretó el golpe de
Estado. Fue cuando sintió que una náusea lo capturaba. Su
impotencia se acrecentó cuando desapareció Ezequiel.
Hasta entonces, Ignacio estaba como dormido, por no
decir hipnotizado, y atemperaba su impaciencia leyendo
El Gráfico y Corsa, ya que era peligroso tener libros de his-
toria, de política y novelas de autores que los militares
consideraban de izquierda. También coleccionar discos de
canciones de protesta, diarios de épocas pasadas, cancio-
neros y libros, por eso los enterró con su hermano Pablo en
el fondo de la casa. Cuando subió Raúl Alfonsín los desen-
terró pero no sobrevivieron a la humedad y al moho.
Durante la dictadura se acostumbró a ver películas de
policías y ladrones, o las que exaltaban a los próceres
como El Santo de la Espada o Los Gauchos de Güemes, ya que
el buen cine de Buñuel, Bergman y Fellini estaba prohibido,
y las eróticas ni hablar.
Hasta que comenzó a trabajar en el estudio jurídico
redactando los habeas corpus, las revistas de deportes
fueron su pasatiempo. Como ferviente hincha de

|71
Independiente llevaba un listado con el puntaje que los
periodistas deportivos les ponían a todos los jugadores y
los promediaba con los de él. El día en que su primo
Ezequiel lo fue a visitar y le mostró El Gráfico con las cali-
ficaciones a los jugadores, el rostro de su primo fue de
desánimo y le reprochó: “Che, dejate de pavadas, la cosa
está muy fea, pero parecés otro, dónde está el que me
acompañó en la manifestación contra el golpe de Pinochet.
La semana que viene te traigo unos libros. No te asustes,
no son autores que puedan ponerte en riesgo, es mejor que
ser un erudito en fútbol”.
Por suerte le hizo caso y comenzó con las lecturas.
También se había refugiado en coleccionar estampillas de
países cuanto más remotos mejor. Su madre lo veía depri-
mido, tirado en la cama, no conseguía trabajo en los
tribunales y la facultad estaba cerrada a la espera de que
nombraran nuevas autoridades. Apenas se levantaba para
desayunar y se volvía a acostar, se quedaba escuchando
radio hasta la madrugada. Parecés un jubilado, le decía la
mamá. El padre fue más allá cuando le dijo que si no salía
lo de tribunales se buscara cualquier trabajo. Le dijo una
frase que le cuadraba más a un peronista: “Todo trabajo
dignifica, siempre y cuando te paguen lo que te merecés”.
Por esa época, escuchó de un escritor, luego desaparecido,
que las razzias que llevaron a cabo los militares se aseme-
jaron a la exterminación del indio que impulsó el general
Julio Argentino Roca. En antítesis, oyó de los oficiales,
cuando padeció el servicio militar obligatorio, que Roca
era un prócer más grande que San Martín. También Juan
Manuel de Rosas para los militares adquiría mayor rele-
vancia.

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72
EL CUERPO Y EL ALMA RASURADOS

Cuando finalmente le hicieron el contacto, se presentó en


el juzgado de Gonzalo Ibáñez. Pasados los años, necesitaba
volver a contar ese encuentro, siempre con más detalles. El
juez llegó a las diez de la mañana con su cara bronceada.
En una mano traía el portafolio negro y en la otra la
raqueta de tenis. Primero estuvo un rato largo hablando
con los secretarios, luego llamó a los oficiales primeros,
después a los auxiliares y a los meritorios.
El juez lo hizo sentar en el despacho, lo miró de arriba
abajo, o mejor dicho, le pasó revista como si se tratara de
un militar. Le dijo textualmente:
“Mirá, Guidi, las cosas han cambiado para bien, yo te
conocí en la época del despelote, parecías un pibe serio,
prolijo, la ropa y el pelo como corresponde a un empleado
judicial. Que yo sepa no sos un artista y menos un subver-
sivo. Sé que venís de una buena familia. El comisario
Albarenga me lo dijo. Sacate esa barba, mostrate a cara
lavada. Mañana venís bien afeitado. Entendiste ¿no? Nadie
te obliga a quedarte. Eso sí, si te nombro y no me hacés
caso, acordate que está vigente la Ley de Prescindibilidad”.
Se hizo un silencio perturbador que le permitió mirar el
retrato de Maquiavelo que resplandecía en el escritorio.
Enseguida, Ignacio bajó la vista y dijo “bueno”.
Ya en su casa, por la noche, se miró al espejo, empuñó
primero la tijera de su mamá, luego la hojita de afeitar y el
tubo con espuma de su padre. Se rasuró con dolor, con
cierta docilidad que ahora juzgaba inexplicable. Se pre-
guntaba, ¿por qué no barajó la posibilidad de perder ese

|73
trabajo? ¿Qué nefasto bloqueo pasaba por su mente que
impedía una rebelión natural para un acto de represión?
Tal vez la idea de que todo cambio moriría inevitablemente.
Pensó que no se había rebelado porque había sido educado
en ambientes conservadores como los del colegio religioso,
donde los sacerdotes eran militares con sotana. También
por el autoritarismo al que lo sometió su padre.
Ignacio acató la orden de Gonzalo Ibáñez sin el aplomo
necesario para rebelarse como lo pudo hacer después
cuando se convirtió en un militante de los Derechos
Humanos.
Se miró de nuevo al espejo, todavía se resistían algunos
pelos de la barba. Necesitaba una hoja de afeitar con más
filo. Se dijo que parecía otro aunque estaba vestido con la
misma ropa. Tuvo que recurrir a otra tijera, le pidió a su
madre una más pequeña. Estás mejor así nene, más prolijo,
no te decía yo. A las chicas les va a gustar, a mí nunca me
gustaron los hombres con barba, me parecen sucios. Tu
padre ni siquiera usó bigote. Nunca entendí por qué te
dejaste la barba. Qué bueno que te hayas decidido. Sé que
a tu padre lo pondrá contento. Menos mal que a Pablo no
le dio por lo mismo.
Quedó lampiño. La cara le ardía, se mojó con agua para
que se pasara la irritación que tenía hasta el cuello. Oyó
ruidos que venían de la puerta de calle. Era la voz de su
papá, una voz grave e inconfundible. Le dijo que estaba
mejor sin esos pelos en la cara. ¿A quién te querías
parecer? Ahora estás muy bien. ¿Para qué estás preparando
la camisa y la corbata, vas a salir? Es para mañana, tengo
que ir a tribunales y a la facultad de saco y corbata. No
permiten ropa sport. También en mi época íbamos de traje,
comentó el padre, dándole una palmada en el hombro.
Ahora percibía el tiempo de su juventud como un
espacio neblinoso donde pasaban rápido las imágenes de
|
74
Guillermo Vilas, Reutemann y Carlos Monzón. No se
había enterado de La Perla, el Pozo, la ESMA y los vuelos
de la muerte. Después la angustia de no saber de Ezequiel
lo transformó. ¿Por qué permaneció en tribunales cosiendo
expedientes, numerando las hojas, caratulando desapare-
cidos y yendo a buscar los recursos de habeas corpus?
“Andá a la Cámara del Crimen y buscá los habeas, dale,
apurate. Si la pila es muy grande, llamá a Arturo, el orde-
nanza, para que te ayude”.
Bajaba las escalinatas del palacio, cruzaba la plaza pen-
sando en la desaparición de esos muchachos, pero otros
días estaba ansioso por la final de la Copa Davis, a pesar
de haber tenido la náusea el día del golpe.
Frente a la Cámara del Crimen había patrulleros y un
grupo de personas que presentaban los recursos. Subió
por una escalera hasta llegar a un mostrador donde una
mujer le entregó una pila de treinta habeas corpus. Cuando
llegó al juzgado, cosió las hojas, las numeró y las entregó
al secretario para los primeros despachos. “Fernández José
Luis s/ Recurso de Amparo”, Causa nro 3.789, iniciada el
7-6-77, archivada el 9-6-77.
No recordaba o no quería recordar, cuánto era el tamaño
de su dolor. ¿Se podía pensar en el dolor de uno cuando el
del otro fue mucho mayor?, se preguntaba. ¿Había sido
una víctima o un victimario? Escuchó decir que la Junta
Militar blanqueaba a algunos detenidos políticos, pero
jamás entró al tribunal un preso con ese rótulo. ¿Cómo
habría reaccionado si la policía o el ejército hubiesen lleva-
do a un amigo a la rastra, delante de sus narices, o hubiera
visto el allanamiento a una casa y la detención o muerte de
sus dueños? ¿Se hubiera convertido en un héroe, en un
antihéroe o en un suicida?

|75
SERVIR A DIOS Y A LAS INSIGNIAS

Ignacio siguió trabajando en el estudio jurídico a pesar


de que una tarde todos recibieron una amenaza de muerte.
Todavía no se había recibido pero ya redactaba habeas cor-
pus y escritos que reclamaban por los desaparecidos a
través de las entidades de Derechos Humanos. Muchas
veces, esas agrupaciones, tuvieron que irse al exterior por-
que en la Argentina su labor se hacía imposible.
El recuerdo del entierro de los libros justo el día en que
murió su abuelo, cada tanto lo abrumaba, como la imagen
de Ezequiel sonriente, hablándole de cambiar el mundo
desde su filmadora donde registraba un documental de
los habitantes de las villas.
Sus padres y María Cecilia temían por él. Un sentimiento
fuerte lo impulsaba a seguir actuando y le decía que no
había retorno, a pesar de que por momentos se paralizaba
como si se tratara de una pesadilla que lo llevaba a querer
ser otro.
Lejos habían quedado los años timoratos cuando trabaja-
ba de meritorio en el juzgado de San Martín y le divertía
la actuación de Gustavo Rivero impostando la voz para
comunicar las sentencias.
Los estudios iban lentos, no soportaba las arengas de los
nuevos profesores designados por los militares. Dejó
Derecho Constitucional donde enseñaban por encima de
la Constitución el Estatuto del Proceso de Reorganización
Nacional. Aprovechó entonces para cursar otras materias
donde no se infiltrara la política, como eran los Derechos
Civiles y los Comerciales. El Derecho Penal alentaba la
severidad en las penas para lograr la disminución de los

|77
delitos. Los atenuantes, las garantías y el contexto histórico
social eran meras excusas de los abogados defensores.
Se asombró cuando preparado para escuchar una clase
de Derecho Comercial fue al Aula Magna y vio el rector
junto al jefe de la Cátedra Comercial y un sacerdote. El rec-
tor comunicó que los momentos por los que estaba
pasando la patria requerían de una homilía que tenía por
objeto el esclarecimiento de los alumnos.
―No queremos, con este mensaje que pronunciará mon-
señor, inmiscuirnos en otros credos ―afirmó el decano,
sentado en lo alto de la tarima, junto al profesor de
Derecho Comercial y el monseñor, delgado, con su impe-
cable sotana negra y anteojos.
Se le ocurrió usar el grabador que había traído para la
clase.
―Mi voz, de obispo de la Iglesia Católica, no hará en esta
circunstancia sino parafrasear las palabras de los pontífices.
No todos reconocen la misión de la Iglesia en la educación
de la juventud, quieren apoderarse de la enseñanza para
instruir a los jóvenes según sus principios. Eso es lo que
ocurrió con las autoridades de años afortunadamente
pasados cuando el ateísmo marxista se apoderó de los
claustros. Cristo dijo a la Iglesia y a sus ministros: “Id y
enseñad a todas las gentes”. No las dirigió a emperadores
ni a reyes ni a ningún soberano. Fue a la Iglesia y a sus
ministros a quienes impuso el deber de instruir a todos los
pueblos.
Ignacio era agnóstico. El compañero que estaba sentado
a su derecha hizo unos guiños de desaprobación, pero
nadie se fue. Filas atrás, Ignacio reconoció a Gustavo
Rivero, estaba exultante como cuando trabajaba en el tri-
bunal.

|
78
―Nadie puede ignorar la deplorable situación en que se
encontraba la sociedad argentina antes del 24 de marzo de
1976, con una ideología política que se alejaba de las ver-
dades reveladas por Dios —exclamó el obispo extendiendo
sus manos y recibiendo el beneplácito de los profesores.
Quiero terminar esta homilía recordándoles, más allá de
que sé que muchos de ustedes no son católicos, que la
Iglesia siempre está dispuesta a recibirlos y a perdonar.
Al terminar su alocución bendijo a los alumnos en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Hubo
aplausos y besos al anillo de monseñor.

|79
LA MADAMA

Cuando Gonzalo Ibáñez se enteró de la causa de las


putas se entusiasmó. Ordenó que se alistaran en hilera
como si fuera un reconocimiento de delincuentes o un des-
file militar. Trató de evitar el placer que le provocaba la
sensualidad de esas mujeres que no dejaban de mirarlo.
Tuvo el recuerdo de Patricia, a quien conoció antes que a
Pilar. Lo había vuelto loco, se enamoró y lo excitaba como
ninguna, pero después se desconcertó cuando ella empezó
a estudiar Psicología. Le dijo que “el amor era la expresión
del instinto sexual”, y que en los sentimientos entre el
hombre y la mujer cada uno volvía a nacer. Ibáñez no
entendía nada, por qué reducir el amor a lo sexual, a lo que
también hacía con otras y no estaba enamorado.
Tardó en ordenarle al custodio que les sacaran los
grilletes a las prostitutas. Se regocijó al verlas tan seducto-
ras, con los escotes de los vestidos de jersey y algodón y
minifaldas de cuero, porque no se trata de putas baratas,
se dijo, son finas, qué buena ropa, podrían pasar por abo-
gadas o médicas.
Las chicas se quejaron, las ataduras les apretaban las
muñecas. El custodio no quería correr riesgos, giraba la
llave con fuerza y se jactaba de las marcas cuando destra-
baba la cerradura.
Todas están muy buenas, pero me quedo con Karina,
pensó Ibáñez, tengo que indagarlas de a una, sobre todo a
la que según informó la policía puede ser la madama, que
explota al resto en combinación con algún cafisho.

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—Usted se queda —ordenó señalando a Karina—. El
resto espere con el policía en los otros despachos. No sé
para qué las subieron todas juntas.
—A los golpes nos esposaron en el departamento, nos
bajaron por las escaleras y nos metieron en el camión poli-
cial, como si fuéramos vacas —declaró a los gritos Karina
Benítez. Tenía treinta años, el pelo teñido de rubio, ensor-
tijado en las mechas que le caían hasta los hombros
descubiertos y ojos pardos que miraban al juez, y en otros
momentos se perdían por el juzgado. Saltaban del crucifijo
a la ventana, de la biblioteca al portarretratos donde
Ibáñez posaba con su mujer y sus hijas entre palmeras y el
mar caribeño.
Karina había pasado la noche, junto a otras chicas, en la
alcaidía de los tribunales donde no quiso probar el postre
vigilante. Los clientes la invitaban a cenar en restaurantes
caros.
Delante del juez y del secretario Murúa, Karina se frotó
las muñecas con las palmas de las manos y se acomodó en
la silla. Con solo mirar a un hombre ya sabía sus intencio-
nes, eran años de práctica en bares, en locales nocturnos, y
ahora en los Apart Hoteles de cuatro y cinco estrellas.
Mientras Ibáñez estudiaba el expediente, el secretario no le
sacaba a Karina los ojos de encima, acababa de cumplir
cuarenta, seguía soltero y adicto a la bebida. De un tiempo
a esta parte frecuentaba clubes de Solos y Solas, en
boliches del Barrio Norte, donde cada tanto se infiltraba
alguna puta de categoría. Se había acostumbrado a pagar.
Ibáñez levantó la vista del expediente. Miró la opulencia
de los pechos, las piernas bronceadas y se excitó. Se alisó
el pelo, mientras Karina apretaba el labio superior con el
inferior y entornaba los párpados. Comenzó a mirarlo, con
disimulo, como una profesional. Por segundos se cruzaron
las miradas.
|
82
Al juez le gustaba indagar punzante, “hasta el hueso”,
solía decirles a los empleados cuando los instruía. Pero
esta declaración indagatoria era distinta, no le habían toca-
do muchos casos de rufianismo y menos con putas tan
elegantes. Está en juego mi reputación, se dijo, no quiero
que se diga que me dejé llevar por mis instintos y las dejé
libres. Hay muchos camaristas que se dicen católicos y me
van a culpar aunque después se encamen con ellas. Y los
milicos son peores, los veo en las fotos comulgando, pero
nunca me invitan a las fiestas que hacen con las modelos
de la tele y las vedettes que están con los cómicos.
Desvió la vista y volvió a leer la denuncia presentada en
una seccional de la Recoleta: Acusaban a Karina de mada-
ma, de regentear chicas y ofrecerlas en books. Los clientes
podían elegirlas, luego de ver fotos en vestidos de fiesta,
bikinis y ropa interior. Ibáñez tenía delante los catálogos,
los ojeaba en detalle, mientras Murúa le preguntaba los
datos a Karina, que contestaba deslizando la mano derecha
por el escote con discreción, como si estuviera ante dos
clientes. El secretario fantaseaba con el tamaño de los
pechos. Imaginó desvestirla en un hotel alojamiento.
Se hizo un silencio prolongado. Ibáñez levantó la vista
del libro y volvió a bajar la cabeza, su mente se retrotrajo
a su única pasión. La que había vivido de joven con
Patricia. Los celos lo perturbaban, era demasiado atractiva,
la miraban todos, y ella lo sabía y se lo refregaba. Con Pilar
era distinto, no era atractiva, cada tanto alguien la miraba,
pero no creía que fuera por su cuerpo, tal vez por sus ves-
tidos y elegancia. Patricia era toda sensualidad. Un día le
dijo que el verdadero amante era el que desistía de poseer
a su pareja y que amar era lograr la libertad del otro.
Ibáñez estalló, pasó del amor al odio. ¿De qué estaba
hablando Patricia?, se preguntó, qué lindo pretexto para
ser infiel.
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LA INDAGATORIA

Tenía que concentrarse en la causa de las putas, no podía


estar pensando en amores pasados. Karina cada tanto lo
miraba con astucia, sin exagerar. Ibáñez leyó las últimas
páginas de la causa y encontró una prueba rotunda. Las
leyes estaban sujetas a interpretación y no se apegaría a la
letra escrita. Karina negó las imputaciones. Dijo ser emple-
ada, al igual que las otras chicas, de un tal Enrique
Álvarez, un empresario que conseguía los clientes y les
alquilaba los departamentos del Apart Hotel. Aclaró que
el empresario las contrataba y que la denuncia la había
presentado un testaferro de Álvarez.
—Empezó a reducirnos los porcentajes, pregúntele a
Bruna, a Carola o a la que quiera. Ahora pretende echarnos
y contratar a otras.
En medio de la declaración indagatoria apareció el abo-
gado de Karina y se presentó luego de pedir disculpas por
haber llegado tarde. Llevaba un anillo grueso de oro, un
traje marrón claro y una corbata y camisa que no combina-
ban. Defendía traficantes, bandas de las pesadas y ahora
estas putas, pensó Ibáñez. Y le preguntó a Karina el domi-
cilio de Álvarez.
Después de un rato, Karina dio el domicilio de Álvarez y
el juez concluyó la declaración indagatoria. El abogado
defensor afirmó que presentaría el pedido de excarcelación.
Estrechó con rudeza la mano del secretario y del juez y se
retiró.
Ibáñez asemejó a Karina con Patricia. Tenía una foto de
ella guardada entre los cajones del altillo, donde también

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había revistas de cuando era soltero, escondidas para que
sus hijas no las vieran.
—Hay un llamado de la seccional de turno —le avisó el
auxiliar Gustavo, no me puedo comunicar con su interno,
no sé que pasa.
—Voy a atender a ese despacho —dijo el juez.
Nicolás Murúa se quedó solo y aprovechó para clavar los
ojos en el escote de la detenida. Karina mantuvo la mirada,
no la desvió hacia el crucifijo ni hacia la ventana que per-
manecía abierta.
El juez seguía comunicándose con la policía en la oficina
contigua y pensó que debía apurarse, aún le quedaban
varios expedientes por despachar.
Karina se bajó discretamente el escote. Fueron dos segun-
dos, suficientes para que el secretario se inquietara. Ella se
acodó sobre el escritorio y se inclinó hacia adelante.
—Hablale al juez —dijo en un suspiro—. Murúa se rubo-
rizó y desvió los ojos.
Ibáñez volvió a sentarse en su despacho. Pensaba en una
causa sobre drogas que le habían anticipado por teléfono.
Por hoy, el tema de las gatitas es suficiente, se dijo. El calor
llamaba a tomar algo fresco y almorzar. Leyó el acta con la
declaración de Karina y llamó al custodio para que le com-
prara una Coca Cola y una ensalada completa. Cuando el
policía intentó ponerle con fuerza las esposas, Karina recu-
rrió a Murúa.
—Sin vuelta de llave —ordenó el secretario.
A las dos de la tarde, el juez le dijo a Murúa que citara a
Álvarez.
—Si las minas lo acusan de cafiolo le hacés “La Pepa”,
flor de prisión preventiva se va a comer ese Álvarez. A
Karina dictale el sobreseimiento, sabés que ser puta no es
delito.

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LA SENTENCIA

El secretario Murúa tomó las declaraciones testimoniales


a las otras chicas. Miró a Bruna, pero no le gustó, aunque
era vistosa, morocha, de ojos verdes y una cara no del todo
armónica. Con Carola ni se inmutó: delgadísima, imaginó
que usaba apliques anatómicos en los pechos para atraer a
los clientes. La ansiedad le atravesó el cuerpo y recordó a
Karina. Lo acosaba su boca, los dientes blancos y parejos,
el contacto con la piel cuando le dio la mano, que parecía
pedirle, estaba seguro, que la dejara en libertad.
Ibáñez quería resolver rápido la causa de Karina y abo-
carse al delito de un productor televisivo. En su casa había
recibido un llamado del Ministerio del Interior: Debía
esmerarse para investigar y reunir las pruebas contra el
que distribuía drogas en el Canal 7.
El secretario Murúa le dijo que las declaraciones testimo-
niales de las chicas culpaban a Enrique Álvarez, quien ya
estaba en la Alcaidía. Estaba listo el sobreseimiento para
Karina. Minutos antes, le había dado un cigarrillo que ella
agradeció subiéndose la pollera. Murúa se complació
cuando ella le dio una tarjeta con sus datos.
El juez le dijo al secretario que él iba a resolver lo de
Karina Benítez. Murúa se inquietó, pensó que su resolución
era la sentencia que firmaría el juez. ¿No le había ordenado
que redactara el sobreseimiento?
Ibáñez pidió el expediente, leyó las declaraciones, valoró
las pruebas y volvió a ver las fotos de Karina que estaban
en la causa, pero no en los catálogos. Patricia también era
rubia teñida, pero no se le notaba tanto. No recordaba si

|87
fue ella la que lo dejó, si fue él o si fueron los dos al mismo
tiempo. No soportó esa clínica donde trabajaba Patricia,
repleta de psicólogos. Ella le dijo que era un paranoico,
que la religión le había podrido la cabeza y que al
principio se deslumbró por su inteligencia.
Finalmente escribió en un borrador la sentencia que le
dictó un rato después al secretario. Al finalizar la redacción,
le ordenó:
—Decile al custodio que la traiga, vamos a notificarla.
Al llegar, Karina se sentó y al escuchar la voz del juez se
puso rígida.
—Hay una prueba que podría condenarla por practicar
el rufianismo, señorita Benítez —le comunicó Ibáñez, aco-
modándose en su sillón.
Karina miró hacia los costados tratando de buscar al
secretario, pero unos segundos después comprendió, cerró
los ojos y se inclinó hacia atrás. Ibáñez pudo ver el ruedo
de la minifalda de cuero negro plegado al máximo. Habían
vuelto a cruzar las miradas, solo que ahora le dijo:
—No la encontré en el álbum de las fotos para los
clientes. Es una prueba de que usted es la madama y que
las chicas trabajan para usted.
—Yo le voy a demostrar, señor juez —afirmó Karina, con
ansiedad —que estoy en otros, en ese álbum no figuro por-
que es viejo. Además, con todo respeto ―aclaró― yo estoy
para otra clientela. Mis books no los ve cualquiera.
Ibáñez se alisó el pelo y sentenció:
—Si es como dice, mañana su abogado me presentará los
álbumes donde hay fotos suyas. Mientras tanto, la duda
siempre debe estar en favor del acusado, señorita Benítez.
Además leí los testimonios de sus compañeras que lo acu-
san a Álvarez de contratarlas y la eximen a usted de toda
responsabilidad.

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A Karina se le iluminó el rostro cuando el juez le comu-
nicó que le notificaba el sobreseimiento. Ella firmó y le
pidió permiso para fumar. El secretario la convidó con un
cigarrillo. Karina le agradeció al juez, lo miró a los ojos y
trató de rozarle la mano. Él desvió la vista, un juez debe
guardar discreción, se dijo, máxime cuando está con un
subordinado. Al despedirse, Karina quiso besarlo pero él
le extendió la mano. El secretario, obnubilado, la acompañó
hasta la salida del tribunal. El juez se rio en silencio y
pensó hasta dónde podía llegar la necesidad de un hombre
solo y sin familia.
Después de un mes, Ibáñez se decidió. Fue al Apart
Hotel de la Recoleta y no le fue difícil encontrar a Karina.
La vio en el bar junto a las otras chicas. No le interesó saber
si era o no la madama. Se sentaron en una mesa lo más
apartada de la barra, la música estaba a todo volumen
mientras las otras chicas bailaban mostrando sus cuerpos
a medio vestir. Karina lucía un top brilloso, por donde
sobresalían los pechos, y el vientre tostado que lo subyugó.
Ahora sí jugó con sus dedos y le tocó los muslos debajo de
la mesa. Ella le apretó la mano y le devolvió la sonrisa.
Pidió champagne importado.
—Su secretario anduvo por acá con poca suerte, no tiene
jerarquía —contó ella sonriendo―. Usted y yo hemos lle-
gado a lo más alto de nuestras actividades.
Levantaron las copas y brindaron.
—Yo conocí su despacho, cuando terminemos la botella,
usted conocerá el mío.

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LA RUPTURA

Ignacio no supo cuidar la relación con María Cecilia, dis-


tanciaba las salidas, el viernes y el sábado tengo que
estudiar o preparar unas demandas. Estoy cansado, los
cines y los restaurantes se llenan de gente, la pareja
necesita sus espacios.
Caminaba por Buenos Aires pensando que detrás de los
barrios apacibles había otra ciudad. Las sirenas eran de los
policías que perseguían ladrones y militantes, mientras
otras personas transitaban Corrientes después de ir al cine.
Se sentaban en las pizzerías, comían resguardándose del
frío, hablando de fútbol, de automovilismo, de los hijos,
del costo de vida, pero solo algunos caminaban por las
avenidas y los parques del país escondido.
Volvía de noche a su departamento repitiéndose que
necesitaba estar solo o aturdirse durante la semana con
varias mujeres y dejar que se reavivara el deseo por María
Cecilia. Ella intentó en vano modificar sus conductas hasta
que superada tomó la decisión de dejarlo.
—Sabés, no quiero convertirme en la mamá de un inma-
duro, con la mía ya tengo bastante. Tenía ilusiones y
proyectos con vos.
—Mirá, vos te la buscaste, de qué te quejás, no saliste con
aquel viejo —recordó despechado.
Se hizo un silencio. Pensó que era difícil cruzarse con
una mujer en el momento exacto de cada uno. Desde la
ruptura, vivió en una depresión que se extendió al estudio,
rindió mal las dos últimas materias. Perdió la constancia
de seguir los expedientes, repletos de páginas, de pedidos

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a ministerios y otros organismos estatales. Se sentía frus-
trado por los rechazos judiciales a los pedidos de informes
sobre la desaparición de personas. Durante meses no supo
de María Cecilia pero después se enteró que ella lo seguía
a la distancia, hablando cada tanto con amigos comunes.
Frecuentó mujeres más jóvenes que él, con las que en prin-
cipio se entusiasmaba y luego comenzaba a aburrirse y
añorar a María Cecilia. Alquiló un departamento de dos
ambientes, en San Telmo y llenó los estantes con libros y
fotos.
Fantaseó con la idea de que María Cecilia se hubiera ido
a España, la imaginó en Madrid, dando clases de inglés o
trabajando como asistente social. También pensó que
podría estar en pareja con un exiliado, un montonero o tal
vez un tupamaro, aunque en otras ocasiones imaginaba un
español ajeno a la política.

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EL REENCUENTRO

Al cabo de un año se encontraron en la casa de unos ami-


gos, cita premeditada por los dueños. Una cena donde
hizo los postres, los amigos pusieron música y bailaron;
los dejaron solos en la mesa, vino y coñac de por medio.
Ignacio se acababa de recibir de abogado. Estaba contento,
más seguro, le contó a María Cecilia que se había indepen-
dizado del estudio jurídico. De pronto, le confesó que la
extrañaba, que tuvo que cumplir con la necesidad de cono-
cer a otras y que ninguna, le aseguró que ninguna, se
asemejaba a ella.
El ambiente, en semipenumbra por la luz de las velas,
propició el acercamiento. Ambos estaban ansiosos. Ella
miraba unos cuadros y una antigua radio de los años ‘50
junto a una pila de discos de pasta. Ignacio supo que ella
se haría rogar y que debía pagar un precio por tanta
ausencia.
―No aguanté estar bien, ¿entendés? ―Extendió su mano
derecha por el rostro de ella.
―Quedé muy lastimada, acepté la invitación porque
quería verte, no lo niego, pero de ahí a volver, porque vos
querés volver ¿no? ―susurró.
—Te dije que la vida tiene sus vueltas. Hay muchas cur-
vas —su broma no tuvo éxito, terminó riéndose solo.
Se hizo un silencio.
―Sí, quiero volver ―dijo Ignacio con pudor.
―Si volvemos no es para seguir dudando.
―¿Me vas a proponer casamiento?
―Te voy a proponer vivir juntos o nada, fui clara ¿no?

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―Como el agua ―le dijo―. Estando solo me di cuenta de
que podemos compartir demasiadas cosas. Me asusté, no
todos los días uno se encuentra con una mujer como vos.
―Somos grandes, dejá el miedo para los chicos. No se
trata de volver cuando te dé la gana ―afirmó con dureza―.
El amor no es solamente compartir ideales o una buena
película.
Ignacio la tomó de la mano y ella se rehusó cuando la
quiso besar.
―Te extrañé, te quiero como siempre. ¿Y vos?
―Yo también te quiero, pero necesito otro tipo de
relación.
―Tengo ganas de estar con vos.
―Yo también ―la voz de ella sonó dulce ―. Si aclaramos
algunas cosas, como tus cambios de ánimo, tus depres, mis
enganches con mi vieja, las discusiones sin sentido, pode-
mos intentarlo. Llegamos a un punto en que avanzamos o
no nos vemos más ―sentenció.
Avanzamos, dijo Ignacio y se besaron por largo rato.
Después hicieron el amor en la casa de él. Le confesó que
no sintió el vacío que había sentido con otras mujeres y
ella le confesó que no sintió la soledad que percibió con
otros hombres.
Empezaron la convivencia que resultó mejor que el
noviazgo. Las fantasías de estar con otras mujeres dismi-
nuyeron. María Cecilia organizaba las cuestiones cotidianas
que a él le molestaban. Se encargaba de llamar al plomero
o al electricista, ahora trabajaba y podía contribuir con los
gastos, mientras él se dedicaba al Derecho. Leían juntos y
cada tanto disfrutaban de una buena película.
Ignacio se deprimía por la situación del país, ella hacía
un esfuerzo por levantarle el ánimo, le aseguraba que la

|
94
dictadura acabaría en algún momento y si se prolongaba
podrían irse al exterior. María Cecilia había pensado en
España, sus abuelos paternos eran españoles. Ignacio se
oponía al exilio, seguiría dando batalla. Se dijo que la nos-
talgia hacía estragos por el deseo incumplido de regresar.
La nostalgia era una palabra en apariencia leve, que sin
embargo escondía un sentimiento trágico. Supo por las
cartas de algunos amigos que el regreso se podía convertir
en obsesión y el pasado se agigantaba en los recuerdos. No
saber con precisión lo que ocurría en la tierra natal aunque
se escucharan testimonios de los recién llegados. Sentía
que estando en la Argentina el dolor no se agigantaría
demasiado y que cada tanto podía volver a su barrio de
Villa Urquiza. Recordar a sus amigos de la infancia
jugando a las escondidas, la mancha y el desconfío. El por-
tón de madera lustrosa, la puerta cancel, el corredor, los
dormitorios y la hora de la leche en el patio. La cacería de
hormigas y moscas con la palmeta. La tierra que removía
con la cucharita que le daba la abuela, las lombrices muti-
ladas y al fondo el abuelo usando el rastrillo, enseñándole
a usar las herramientas como había hecho su padre con él,
en el Piamonte. Evocó lo que de tanto en tanto le decía el
abuelo: “Nunca dejes de ser un idealista, que no te pase
como a tu padre, vos sos mi esperanza”. Por un lado, la
frase sonaba gratificante pero por el otro se tornaba grave,
como una música compleja que podía llegar a inmovilizar-
lo.
El dolor de la ausencia, le dijo a María Cecilia, cuando le
propuso emigrar, y lo miró y lo besó, como si Ignacio
hubiera estado ausente durante varios años y regresara a
la patria. El encantamiento del regreso en un exilio que no
siempre es externo.

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EL SÍ

Tuvo un sueño donde el Río de la Plata se llenaba de


basura y anegaba poco a poco la ciudad con un olor nau-
seabundo. Encendió el velador y despertó a María Cecilia.
Se sucedieron las caricias y los besos. Sintió que hacía el
amor sin la urgencia biológica, casi animal, que antes per-
cibía en sus encuentros con otras mujeres. Se levantó y fue
a la ducha. Después se vistió y ordenó los escritos que lle-
varía a los juzgados. La invitó a María Cecilia a desayunar
en un bar, enfrente de los tribunales.
Se sentaron en una mesa rodeada de gestores, abogados
y clientes. Al principio hablaron de las tareas jurídicas
hasta que él le recordó que hacía tiempo que vivían juntos
y que podrían pensar en casarse. Ella se resistía, no por
falta de amor, sino por retener aunque sea por un minús-
culo tiempo más su libertad y unirse más adelante cuando
se afianzara en su profesión.
No quería imaginarse cambiando pañales como algunas
de sus amigas que luego se lamentaron por no terminar la
carrera universitaria o progresar en su trabajo. Nunca
quiso ser la novia que exigía de una buena vez la fecha de
casamiento, tampoco que solo la quisieran para la cama.
Ignacio supo que finalmente le dirá que sí. La tomó de la
mano y la besó, para qué esperar, la vida pasa rápido, ya
no somos pibes, te quiero, te quise siempre, le dijo. Ella le
respondió que sí y se abrazaron largo rato.

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EL SECRETO

Gonzalo Ibáñez le repitió a su mujer que no se ocuparía de


averiguar por el hijo de Agustina y Julián. No era la primera
vez que acudían a él por estos temas, ya le había pasado con
un conocido del Belgrano Athletic y le había respondido que
usara los caminos legales, y si no daban resultado, que recu-
rriera a la Iglesia o algún pariente militar. Más no podía
hacer, no correspondía a su condición de magistrado. Pilar
había sido compañera de colegio de Agustina, eran íntimas
amigas, y Gonzalo guardaba con Julián una relación cordial,
no lo consideraba un amigo, pensaban diferente y en ocasiones
discutían sobre lo que Julián llamaba “represión ilegal”, argu-
mentando que, contra quienes se habían levantado en armas,
el Estado debía aplicar las normas como había hecho Italia
con las Brigadas Rojas. Gonzalo le replicaba, sin enojarse,
diciéndole que ante el terrorismo había que actuar con pre-
mura y eficacia, reprimiéndolo con toda la fuerza, a veces
legal, y en otras, como se podía.
Enseguida, las mujeres cambiaban de conversación pregun-
tándoles qué les había parecido la comida china, se habían
pasado la tarde friendo la carne de pollo y el cerdo, preparan-
do las verduras, el arroz y la salsa agridulce, hasta que se
miraban y se reían, jamás habían pasado de unas milanesas y
el huevo frito no les salía nada bien, por suerte contaban con
cocineras.
Gonzalo había invitado a Julián a jugar al tenis mientras las
esposas tomaban sol en la pileta del club. Le interesaba que
Julián le hablara de negocios, había pensado aumentar sus
entradas comprando unas cabañas en Bariloche o en Pinamar,

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que se había puesto de moda para un segmento social de
altos ingresos. La idea de invertir se la había dado Julián,
quién tenía dos inversores más, un abogado y un escribano
que también pensaban en una jubilación extra. Más allá
del interés material, Gonzalo lo consideraba un hombre de
bien. Julián había tenido con Agustina dos hijos, uno de
once años y Gustavo, el mayor, de diecinueve, estudiante
de Sociología.
“Qué se le habrá dado por seguir esa carrera”, pensaba
Gonzalo y confirmó sus predicciones acerca de los izquier-
distas que estudiaban Sociología, cuando Pilar le pidió que
se ocupara en averiguar por Gustavo.
Julián tenía adoración por sus hijos, y no dudó en
recurrir a Ibáñez. No lo llamó por teléfono, fue hasta el
juzgado y se presentó en la secretaría privada. Ni bien el
juez se desocupó, lo hicieron pasar.
A Gonzalo Ibáñez le impresionó el temblor en las manos
y los ojos llorosos. Al comienzo lo escuchó como si se tra-
tara de un expediente más, un desaparecido que militaba
en la Juventud Peronista.
―Pero cómo nunca me lo dijiste ―le reprochó Ibáñez gol-
peándose los nudillos de la mano―. Te hubiera obligado a
que lo mandaras al exterior, a patadas si era necesario. A
pibes como el tuyo son los que convencen de entrada.
―No me animé, tuve miedo de que rompieras la relación,
las chicas se quieren tanto. Pensé que iba a aparecer en
alguna comisaría. Se enganchó con la Juventud Peronista,
viste como son los pibes, el idealismo los lleva a esas cosas,
para qué si tenía todo —Julián lagrimeó y bajó la cabeza
unos segundos ―. Te pido por lo que más quieras, pasaron
dos semanas, ayudanos, sé que podés hablar con quien
sea.
―Decime la verdad, eso puede ayudar, lo viste alguna
vez con un arma, mirá que los de la Jotapé son violentos.
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100
―No, vos lo conocés, te parece que Gustavo podría matar
a alguien.
Julián se exasperó y enseguida trató de recomponerse,
debía lograr la mayor colaboración de ese hombre al que
consideraba un amigo.
―Bueno, yo creo lo mismo, pero tengo que saber la ver-
dad.
Ibáñez pensó en sus hijas, menos mal que eran chicas. La
posibilidad de que más adelante por equivocación las
detuvieran, las torturaran y pudieran matarlas, le produjo
terror. Se pasó la mano derecha por la frente, lo miró y le
dijo lo que no le había dicho a nadie:
―Voy a hacer todo lo que pueda ―se levantó del sillón,
lo palmeó en el hombro y sintió el abrazo extenso de
Julián.
―Teneme al tanto, hace días que no dormimos.
―A quién más recurrieron, ¿vieron a algún militar?
―Fuimos a la policía, recorrimos iglesias, militares no
conocemos, sé que Agustina habló con las Madres.
Lo interrumpió abruptamente:
―Decile que no las vea más, yo me ocupo, no quiero que
los asocien con esa gente, aunque en algunos casos tengan
razón, sabés, pero bueno, las cosas son así. Tendrán más
posibilidades si no se vinculan con ellas y con agrupaciones
de Derechos Humanos.
―Si te parece ―balbuceó Julián, sintiendo que se aferraba
a lo único posible.
Ibáñez siguió pensando en sus hijas y también en
Gustavo, memoró su primera comunión, los cumpleaños,
le parecía un chico normal, lo recordaba frágil, de niño le
tenía miedo a los perros, y cuando le preguntó por la
carrera de Sociología, le contestó con evasivas.
Julián estaba dispuesto a ir preso o a dar la vida con tal
de que le devolvieran a su hijo. La gente de los derechos
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humanos le contó que había campos de detención en todo
el país y otras cosas horribles que lo aplastaron anímica-
mente.
―Hablá con algún ministro, el del Interior, sé que podés,
me contaron que hay muchos centros de detención, ¿sabés?
―No creas en esos inventos. Tu pibe debe estar en alguna
comisaría ―Ibáñez trataba de calmarlo. Voy a hablar con
quién sea, pero no llego tan fácil. No le digas a nadie que
te voy a ayudar, vos entendés, me estoy jugando mucho.
―Tengo que tranquilizar a Agustina diciéndole que te
ocuparás.
―No, lo lamento, sé que eso podría calmarla, pero nadie
debe saber de mis gestiones. Ni mi mujer se va a enterar.
Lo hago porque les tengo cariño y quiero creer que
Gustavo, a quien vi nacer, no está en nada raro. Estas cosas
pasan, en esta guerra como en todas, hay inocentes que se
ven perjudicados.
Lo acompañó hasta la puerta, Julián volvió a abrazarlo y
le imploró:
―Por lo que más quieras, avisame de cualquier novedad.
―Te tengo al tanto, entiendo el momento por el que están
pasando, recen, pedile a Dios por tu hijo ―se conmovió y
deseó que Gustavo apareciera con vida. Ni bien cerró la
puerta comenzó con los llamados telefónicos.

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102
LA AUTOAMNISTÍA

Me adapto a los tiempos o renuncio, se dijo Ibáñez. No


era su intención, la justicia formaba parte de su vida, tenía
el apoyo de su mujer, los amigos, algunos militares y
pocos políticos. Debía encontrar la resolución del habeas
corpus que le serviría de modelo para los restantes. Si me
echan los que vienen, me quedo sin jubilación, repetía.
Pensó que un próximo gobierno democrático no cambia-
ría toda la justicia y menos a los jueces de carrera que
entraron como él antes de 1976. Había actuado de acuerdo
a las leyes del momento y de haber renunciado otros
hubieran sentenciado peor que él.
Siempre pensó que los tiempos podían cambiar. Se había
tomado el trabajo de fijarse si en los habeas corpus constata-
ban las salidas de los oficios y si estaban las falsas
contestaciones negativas del Ministerio del Interior, de la
Policía Federal y del Comando en Jefe. No dejé ninguna
ilegalidad, se dijo. Pensó que los que hoy se entusiasmaban
con la democracia la negaban y pedían el golpe cuando el
ERP y los montoneros asesinaban empresarios y militares.
Resolvería de acuerdo a la nueva Ley de Pacificación. Ya
no puedo dictaminar como lo hacía antes. Cuando los civi-
les tomen el poder, van a revisar el pasado de acuerdo a
sus intereses, se dijo.
—Gustavo, vení, no quiero que me molesten, salvo que
llamen del Ministerio del Interior. Voy a escribir una sen-
tencia.
La sociedad pedía el golpe, pensó, ni que hablar de la
clase media que votará por Alfonsín y ahora odia a los

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militares. Leyó la ley que los políticos llamaban de
Autoamnistía, qué caraduras, pensar que entraban y salían
de la Casa Rosada para entrevistarse con Videla. Juzgó
que el documento final de la Junta Militar se equivocó al
considerar muertos a los desaparecidos. Daría lugar a
muchos reclamos.
—Vení rápido a mi despacho, Murúa, será posible que
no puedas hacer nada sin mí. A ver, contame de ese robo,
quiero más detalles, un testigo lo culpa pero no hay otras
pruebas. Te firmo la excarcelación, ahora hay que ser más
blandos, ¿entendés?
Comprobó que el recurso de habeas corpus que estaba
leyendo lo firmaba el doctor Ignacio Guidi. Cómo aprendió,
pensar que era un pichi. Pide la inconstitucionalidad de la
Ley de Pacificación. No me equivoqué al echarlo. No voy
a poner en este fallo que esta ley pone fin a los delitos que
cometieron los subversivos. Sí que exime a los militares
que pudieron cometer algún ilícito. Para finalizar escribió
que el habeas corpus no era para investigar delitos y sancio-
narlos, sino que servía para proteger la libertad de las
personas. Por esos motivos rechazó el recurso.
Era tarde, debía llamar por teléfono a su mujer. Cómo
extraño a la puta que excarcelé. Me volvió loco, me hizo
gozar como en otros tiempos. Sí querida, me voy a jugar al
tenis, deciles a las chicas que el domingo vamos a almorzar
afuera.
No le gustaba comentarle a su mujer que a veces se
deprimía por la situación del país y que seguro lo echarían
después de las elecciones.

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LA ESPERANZA

Después de votar y de saludar a los fiscales y al jefe de


mesa, Ignacio salió de la escuela y se fue a su casa. Escuchó
las primeras bocinas y los cantitos. “¡Y siga siga el baile, al
compás del tamboril, que vamos a ser gobierno de la mano
de Alfonsín!”
Se acordó de su primo Ezequiel y le brillaron los ojos.
Pensó que vería bien la democracia, aunque su primo creía
en una democracia socialista. Ignacio, con el pasar de los
años, también. Escuchó a unos muchachos que iban al
comité de la calle Mario Bravo. Se subieron a un Peugeot
donde flameaba una bandera roja y blanca y otra blanca y
celeste. La avenida del Libertador era un hervidero. La
gente caminaba, cantaba y bailaba por las calles y veredas.
Recordó cuando, con su primo, fueron a la manifestación
en contra del golpe de Pinochet. Habían pasado diez años.
Pestañó, los cantos y los ideales eran distintos y el tipo de
gente también. Había corrido mucha sangre.
Llegó hasta su casa, besó a María Cecilia y a sus hijos.
Después encendió el televisor. Alfonsín estaba arriba en el
recuento de votos. Su padre lo llamó por teléfono. Luder
había quedado lejos, pero todavía faltaba, había que llegar
al cincuenta por ciento, le decía el padre. A Herminio le
salió caro quemar el ataúd. Seguro que ganarán los radica-
les, viejo, estarás contento. ¿Qué falta, el recuento de La
Matanza? Escuché que están ganando en la Provincia de
Buenos Aires. En la mesa donde estuve ganó Alfonsín con
los cortes de boleta más insólitos.
¿Y si no lo dejan? No seas derrotista, papá, me conformo
con que juzguen a los milicos y mejoren en algo lo social,

|105
pero sé que los Radicales son apenas reformistas. Su padre
le pronosticó que los militares y los sindicalistas le harían
la vida imposible. Pensó que a su padre le costaba creer en
algo.
El día de la asunción fue a Plaza de Mayo con María
Cecilia, Matías sobre sus hombros y Sofía de la mano de su
mamá.
“No empujen, muchachos, no ven que el portero es pero-
nista”, gritó un militante que llevaba una bandera: “¡Ahora
la Coordinadora!”. “Guarda que están afanando, son infil-
trados”.
Caminaron con dificultad y llegaron a uno de los mástiles.
La gente empezaba a saltar y a gritar: “¡Alfonsín, Alfonsín,
Argentina, Argentina!”. “Ahí está, ¡Raúl querido, el pueblo
está contigo!”, “¡Argentina, Argentina!”, gritaban cada vez
más fuerte.
Alfonsín, desde el balcón, saludaba. De a poco, los gritos
se fueron acallando y el grito de “Argentina, Argentina”,
no se escuchó más.

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106
EL MÁRTIR

Cuando el presidente Menem decretó los indultos, Ignacio


recordó los días lejanos de junio de 1970. Estaba cursando el
último año del colegio secundario en una escuela católica.
Los sermones de los religiosos, que no eran sacerdotes, pero
que se dedicaban a la enseñanza cristiana y realizaban votos
de castidad, obediencia y humildad, eran contundentes en su
visión del mundo. La Guerra Fría los había marcado. Sobre el
escenario del salón de actos solían pasar ex presos políticos
de Europa Oriental, como aquel húngaro que mostraba las
manos destrozadas por los campos de concentración soviéti-
cos.
Para los religiosos el mundo era occidental y cristiano o
marxista y ateo. El abuelo Ernesto tenía otra visión, donde las
cosas no eran tan negras o blancas, así le explicaba a Ignacio
y también a Pablo. Su padre, en cambio, pertenecía a ese
sector de clase media que unas veces convocó y en otras repu-
dió a los militares.
Los religiosos, explicaban en el colegio, que los gobiernos
militares protegían los valores de occidente. Por esos días
ocurrió la muerte de Aramburu. El colegio entró en duelo. Se
celebró una misa en su memoria y sobre las paredes de los
pasillos se colgaron afiches que entregaron las autoridades
del municipio. Ignacio tenía un recuerdo borroso de los
rostros que figuraban en los afiches y de los tres nombres.
Imaginó que dirían “buscados” o algo por el estilo.
Evoco aquellas lejanas imágenes del funeral de Aramburu,
el televisor en blanco y negro mostrando a la gente agolpada
en el cementerio, las coronas, los discursos de los militares,
las lágrimas de la viuda y los hijos.

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Los medios lo mostraron como un militar demócrata que
en forma provisional había estado en la presidencia de la
Nación. Un periodista tituló: “Ahí va el cadáver de la
democracia”.
Los profesores mencionaban a la democracia como un
sistema de gobierno al que se debía aspirar cuando el pue-
blo estuviera educado para asumir esa responsabilidad. El
profesor de instrucción cívica hablaba de república, de
igualdad, libertad y fraternidad. Los hermanos repetían
hasta el cansancio las tres virtudes teologales: fe, esperanza
y caridad. El texto de instrucción cívica titulaba de primera
y segunda tiranía a los gobiernos peronistas y fundamen-
taba su proscripción por considerarlo totalitario. Había un
capítulo que estaba dedicado a los partidos totalitarios:
peronismo, fascismo y comunismo. Ninguna mención a
los fusilados por la denominada Revolución Libertadora y
menos a los bombardeos en la Plaza de Mayo.
Décadas después, durante los días del indulto, Ignacio
vio al presidente Menem entrevistarse con el almirante
Isaac Rojas.

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INDULTO Y CHAMPAGNE

Gonzalo Ibáñez comprobó que ese hombre de gestos his-


triónicos, pelo largo y patillas, que meses antes citaba a
Facundo Quiroga y a Perón, ahora era otro.
No le gustaba el plan económico impulsado por los
Alsogaray, él era nacionalista, pero estaba feliz por las
leyes que indultaban a los militares.
Antes del indulto, las causas sobre la represión ilegal y la
desaparición de personas estaban demoradas en el juzgado
de Ibáñez por la lentitud que le imprimía a sus despachos.
También se declaraba incompetente o dictaba sobresei-
mientos.
―Rápido, Murúa, llamá a todos los empleados, hay que
despachar las causas de los militares ―ordenó Ibáñez con
satisfacción ―. Resolveré de acuerdo a los indultos.
Nicolás Murúa reunió a la tropa, así llamaba el juez a sus
empleados. Los hizo quedar después de hora para copiar
la sentencia modelo que serviría para todas las causas.
Algunas estaban demoradas en los legajos de los estantes
del juzgado, atadas con sogas. Los empleados se trepaban
por las escaleras con rapidez, había que apurarse, no era
cuestión de estar hasta las diez de la noche.
―A mí me hubiera gustado más una Ley de Amnistía ―
le aclaró Ibáñez a Murúa.
―¿No es lo mismo?
—Con ambas cerramos las causas, pero el indulto perdo-
na la pena, admite que hubo delito y por una cuestión
política o de Estado, se lo perdona al autor. En cambio, la

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amnistía borra la pena como si nunca hubiera existido.
¿Me entendés, no?
—Entiendo, pero lo importante es que se termina con
esto de revolver el pasado. Acá siempre se mira para atrás,
se echan culpas a los gobiernos anteriores y así estamos.
—Pero este gobierno es una excepción y hará historia,
bueno, pero atento, ya vimos que en la Argentina todo
puede cambiar —afirmó Ibáñez y se golpeó como en un tic
los nudillos de la mano.
Nicolás Murúa y Gustavo Rivero, a quien habían desig-
nado secretario, permitieron que los empleados pidieran
sándwiches y gaseosas. La tarea se iba a tornar ardua y tra-
bajarían más contentos con el estómago lleno, pensó
Rivero, mientras le decía a uno de los empleados auxiliares
con quien tenía disputas políticas:
―Viste como todo llega, ya no me vas a preguntar por
qué no despachamos estas causas. Yo te decía que el remo-
ver mierda trae más mierda. Esto va a reconciliar a todos,
no se puede reconstruir una nación con tanto rencor ―dijo
Rivero.
―La reconciliación vendrá cuando se haga justicia ―
replicó el auxiliar.
―Bueno, dale, subite a la escalera, bajá los legajos, desde
3240 al 3280 y dáselos a Murúa para que despache.
Después, ayudalo para ir aprendiendo.
El auxiliar bajó las causas y se las entregó al secretario.
Tenía clases en la facultad, pidió irse a la una y media de
la tarde y el juez le otorgó el permiso.
Nunca despachó las causas del indulto y se le respetó su
decisión. Así como ahora se habían decretado los indultos,
mañana con otro presidente todo podía retornar a fojas
cero y los juicios se iniciarían de nuevo. Ibáñez sabía que

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la historia tenía muchas vueltas y que los Organismos de
Derechos Humanos buscarían la oportunidad de volver
sobre estas causas para aplicar su justicia. Por eso actuaría
aplicando las leyes vigentes y no se enojaría con nadie,
menos con un auxiliar que con los años podría ser juez.
Quería seguir ascendiendo, la situación política le brindaba
una oportunidad inmejorable para llegar a la Cámara, ya
que durante el alfonsinismo lo habían relegado.
Se levantó de su sillón y caminó hasta la ventana. Caía la
tarde sobre la Plaza Lavalle y tras el ceibo distinguió hom-
bres y mujeres que manifestaban en contra del indulto.
Murúa y Rivero entraron a su despacho trayendo pilas
de expedientes para la firma. Comprobó con satisfacción
que la mayoría de los fiscales no apelaban las sentencias
fundadas en los indultos. Firmó y luego de un rato les dijo:
―Estoy cansado ―los invitó a que se sentaran en los sillo-
nes del despacho.
Mientras esperaban el café, Nicolás Murúa le dijo:
―Uno de los empleados se olvidó un diario, me gustaría
comentarle esta nota, doctor. Cuenta el casamiento del
montonero Galimberti con la hija de Borg. Ahora son
parientes y se la pasaron a los abrazos comiendo langostas,
caviar y tomando champagne.
―Qué hijos de puta, estoy seguro que esta nota es de
Página 12, mezclan todo y tiran para un solo lado. Allá
ellos, la sociedad decidió otra cosa ―aclaró Ibáñez mientras
bebía el café ―. El diario es del auxiliar, ¿no?
―Sí ―contestó Murúa. Usted le dio permiso para retirarse
antes.
―¿Qué más dice la nota?
―Habla de patotas que torturaban y otras barbaridades.
Qué se yo, alguno que otro se habrá excedido, ¿no? doctor.

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―Esto es lo que se llama un golpe bajo ―calificó Ibáñez y
preguntó:
—¿Habrá un poco más de café?
Gustavo Rivero fue hasta la cocina y le pidió al ordenanza
más café y tres vasos con agua mineral.
―¿Tendrán para mucho?, mire que ya es tarde y mi
mujer está sola con mi nieta. Vivo en Lomas del Mirador ―
dijo el ordenanza.
―Estuvimos trabajando en lo de los indultos. Es impor-
tante, ¿sabe? ―replicó Rivero en un tono aleccionador.
―La Justicia no paga horas extras y por h o por b siempre
me quedo después de hora ―afirmó molesto el ordenanza
y sugirió: ―Lleve usted los cafés, hágame el favor.
―Bueno, yo los llevo.
—Dígale al juez que me disculpe, pero me tengo que ir
por la nieta. Hoy es por los indultos, mañana por otra cosa,
y yo tengo que estar como siempre a las siete y media de
la mañana.
En el momento en que Rivero llegó con los cafés al des-
pacho, Murúa le dijo al juez.
―¿Qué hago con el diario?
―Me lo llevó yo ―dispuso Ibáñez.

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REPUDIO EN PLAZA DE MAYO

Ignacio fue a la Plaza de Mayo, junto a su mujer y sus


dos hijos, en repudió a los indultos. En medio de banderas
y pancartas vio a un hombre que se bajaba los pantalones
y gritaba que había sido torturado.
Los insultos contra Menem y los políticos que habían
aprobado el indulto se oían cada vez más fuerte. Hubo
algunas escaramuzas con la policía pero la concentración
terminó en paz.
Al otro día, Ignacio apeló las resoluciones de los indultos.
Lo había contratado un estudio para que se ocupara de
unos temas comerciales, ya que no cobraba por los casos
de los desaparecidos. En horas de la tarde, recibió una lla-
mada telefónica del jefe de la sección legal.
—La orden viene de arriba. Tenés que dejar de defender
a esa gente. Dicen que hay muchos que fueron subversivos.
Renunciás a las defensas o te despiden.
—Pero cómo me decís eso, Mario, vos militaste de joven,
te acordás cuando estuvimos en la facultad.
—Te hice entrar en este estudio para que te ocuparas de
temas comerciales.
—Cómo te atrevés a decirme que renuncie.
—Mirá, hacé lo que quieras, vos sabrás, te dejo porque
me llaman.
Salió angustiado del estudio. Llegó a su casa y fue a la
cocina, donde estaba María Cecilia.
―Los chicos salieron —le dijo ella—. El agua del mate
está caliente, sentate.
—Me dieron una mala noticia en el laburo.

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—Qué te pasa, estás preocupado.
—Tenemos que tomar una decisión.
Cecilia cerró las manos y caminó dos pasos para apagar
la hornalla. Ignacio comenzó a hojear un diario. En un
momento se cruzaron las miradas.
―Contame de qué se trata —alentó mientras cebaba.
Ignacio se levantó de la silla y la abrazó.
—Mario me comunicó una orden que según él viene de
arriba —sorbió el mate.
—Te van a cambiar de sección y ganarás menos, seguro
que es eso —arriesgó Cecilia—. Sé que te reproché al
decirte que el mes pasado pagué los colegios.
—La cosa es más grave —alzó la vista.
—Te echan —murmuró ella.
—Algo así ―inclinó el cuerpo hacia atrás.
—Contame bien, no debe ser para tanto, peor hubiera
sido una enfermedad incurable.
—El turro de Mario me dijo que si no renuncio a las cau-
sas de las víctimas de los milicos, me echan, entendés.
―Decile que se vaya a la puta madre que lo parió —sen-
tenció ella.
―Tengo miedo por vos y los chicos —agregó—. Se nos
acaba el sueldo fijo.
—Tantos años y todavía no me conocés —le reprochó.

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EL HUEVO DE LA SERPIENTE

Ignacio tuvo necesidad de recordar. A veces eran voces


que surgían como esos relatos que su madre le contaba:
Cuando el barco llegó a las islas de Cabo Verde conocí
las bananas y los cocos. Hacía un tiempo largo que solo
comíamos fideos con salsa de tomate. En Varsovia y en
Auschwitz era muy difícil conseguir comida. Como tu
abuela era una de las guardianas del Campo, cada tanto
conseguía de los oficiales alemanes una pata de pollo o de
puerco. Los aliados nos bombardearon y no pensaron que
había muchos niños. Cuando terminó la guerra pensamos
que los soviéticos nos iban a fusilar, pero el coronel que
interrogó a tu abuela vio que tenía mucha experiencia en
manejar prisioneros por eso le propuso trabajar en el
campo de concentración soviético.
Otras veces era la voz de su abuelo paterno al que recor-
daba con afecto.
Nos embarcamos en Génova. Viajamos, como todos los
inmigrantes, en tercera clase. Al llegar a Buenos Aires, nos
fuimos a Santa Fe porque estaba un primo de mi papá que
nos había prometido trabajo. Vieras la alegría que me dio
cuando compré por un peso una canasta repleta de man-
darinas. Ha pasado tanto tiempo y todavía recuerdo cómo
me gustó esa fruta. Después nos vinimos a Buenos Aires
donde conocí a tu abuela. Me fue bien, lástima que hasta
aquí también llegó la bestialidad del hombre.
El abuelo fumaba cigarrillos sin filtro y escupía flemas en
un papel de diario. Si Palacios hubiera sido presidente, tal
vez Perón no habría hecho tanto ruido y, los que le siguie-
ron, tanta represión, repetía el abuelo.

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Pensar que veníamos escapando de la guerra y de la
miseria y en este país se dio vuelta el guante. Quién nos
iba a decir que en esta Argentina, que ya es mi patria, se
iban a producir asesinatos masivos. Nosotros, los Guidi,
somos de Asti, del Piamonte. Cuando nací, mi padre, o sea
tu bisabuelo, me llevó a oler el perfume de las uvas.
Éramos pobres y en Europa todos los años teníamos una
guerra distinta. Papá trabajaba en el campo, por eso nunca
me gustaron los curas que son incapaces de agarrar una
pala. Me casé en Buenos Aires con una italiana que había
llegado de Pavía. Tuvimos cuatro hijos, ya lo sabés, el
menor es tu papá. Por eso, para el día de la raza te hacía
dibujar la bandera argentina junto a la italiana. Yo me
nacionalicé para votar a Palacios. Mi papá empezó de
mozo y al poco tiempo puso un restaurante. Lo ayudába-
mos todos, no había sábados ni domingos. Con mucho
trabajo nos fue bien. Muy pocas veces nos fuimos de vaca-
ciones a Mar del Plata. Sabés que soy maestro, pero con
mis manos hice todo tipo de trabajos. Pude comprar dos
casas, esta de Urquiza y otra para alquilar. ¿Te diste cuenta
de que sos mi nieto predilecto? Me moriré agradecido por
lo que me dio este país.
Ignacio y su hermano jugaban con las manos rugosas del
abuelo, pero Nacho se sentaba en sus rodillas.

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EL CRISTO DERROTADO

Ignacio se despertó con las escenas de la película Últimas


imágenes del naufragio, que habían visto con María Cecilia.
El personaje del escritor decía que quería salvarse escri-
biendo una novela. ¿Y salvar a los otros?, se preguntaba
Ignacio.
María Cecilia preparaba el desayuno y lo llamó cuando
estuvo listo. Le dijo que atrás había quedado el miedo de
que no le alcanzara la plata. El le hablaba del Cristo derro-
tado de la película, convinieron en que quería seguir en la
cruz. Ignacio no le contó que soñó con un bebé, nacido en
cautiverio, que estaba envuelto en unas mantas sucias.
Por la tarde fueron con sus hijos a visitar al padre de
Ignacio. Jugaba solo a los dados desde que quedó viudo.
El sofá desde donde veía televisión era cada vez más pro-
fundo. Matías le contó a su abuelo que no podía juntar el
agua con el aceite. Tengo un líquido que los puede unir, le
explicó el abuelo y lo invitó a ver lo que quedó de su labo-
ratorio.
Se quedaron charlando con su padre y por la noche vol-
vieron a su casa. Al otro día, Ignacio salió de trabajar y
caminó hasta la parada del colectivo. Pensaba en los niños
cuyas identidades habían sido cambiadas. Imaginó a una
detenida pariendo, vamos, empujá, respirá fuerte, abrí
más las piernas. Sé que no te veré más, pero te quiero con
todo mi corazón. La madre pudo acariciarlo y besarlo.
Subió al colectivo y se sentó. Tras la ventana y de la
mano de un libro de Sam Shepard apareció el Llanero
Solitario. El caballo Silver se alzaba en dos patas y relin-

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chaba. Un chico le dejó una estampita. Ya no se acordaba
de la cara del Llanero pero cabalgaba como un indio
bueno. El general Roca era venerado en el cuartel de
Campo de Mayo. Su hijo Matías nunca se vistió de
cowboy. A Ignacio, cuando era chico, le gustaba disparar
y jugar al justiciero. FAL en mano posó para la foto junto
a otro soldado del servicio militar.
Se bajó en Pueyrredón, caminó y compró el diario. Al lle-
gar a su casa, leyó una nota sobre las abuelas que buscaban
a sus nietos. Después, se recostó en la cama y pensó en lo
que habrían sentido su abuela y su mamá en el campo de
Auschwitz. Nunca le preguntó a su abuela si había sentido
culpa por haber sido guardiana en un campo de concen-
tración nazi y después en uno soviético. Ahora la vida de
su abuela y la de su madre eran puro silencio.

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EL DERRUMBE

Los cacerolazos sonaban desde los balcones y las calles.


La gente aplaudía y los conductores hacían sonar las boci-
nas.
A las dos de la mañana, Ignacio vio por televisión que la
gente estaba en la casa de Cavallo, en la Rosada, en el
Obelisco y el Congreso. Corridas, vidrieras rotas, gases y
más de treinta muertos.
Durante días no pudo conciliar el sueño, tampoco María
Cecilia. Imaginó que las paredes de su departamento se
derrumbaban. Se levantaba de la cama e iba a su escritorio
a redactar querellas contra los funcionarios responsables
de las muertes ocurridas en las calles. La represión había
sido similar a la de la dictadura. También escribía recursos
contra los bancos que no entregaban los ahorros. Se pre-
sentaba con los damnificados en el Banco Nación, con un
mandamiento de secuestro, donde el juez lo autorizaba a
volar con explosivos el tesoro del Banco si no entregaban
el dinero a los clientes.

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PILAR

Estaba segura de que Gonzalo había notado algo, pero


no mucho más. Le había pedido que dejara el curso de
cerámica donde le estaban poniendo pajaritos en la cabeza.
Le decía que no era la misma. Hacía años que no la miraba
y la desvestía con los ojos como al principio, cuando la
sacó a bailar en el club. Después la llamó por teléfono y
enseguida le presentó a los padres, un asado en la casa,
había un grupo de amigos, todo tan normal, tan de esos
años. Las misas como una continuidad de las que concurría
con sus padres, solo que él era más devoto que ellos y la
instaba a confesarse y a comulgar. Los novios de sus ami-
gas, María Laura, Patricia y Agustina ni por asomo las
llevaban a misa.
En el sexo son todos iguales, decía Pilar. Desde la
primera noche, Gonzalo trató de besarla en los jardines del
club. Lo vio tan buen mozo, seguro de sí, le dijo que
cursaba el segundo año de abogacía, que en la facultad
había izquierdistas y que los detestaba. Pero se dio cuenta
de que a ella la política no le interesaba y habló de su voca-
ción por la justicia, ya trabajaba en tribunales y aspiraba a
que con los años lo nombraran juez. También le comentó
que un hombre debe tener ambición y que sin ella no vale
la pena vivir.
La música lenta fue lo único que bailaron. El la conducía
con manos diestras marcando el paso, cantándole en
inglés a centímetros del oído mientras le acariciaba el pelo
rubio, no teñido como ahora.
Pilar no lo enfrentaba, al igual que con su padre. Con su
mamá, en cambio, mostró alguna rebelión, se subía la

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pollera del uniforme a pesar de los retos, las primeras
rabonas y el cigarrillo en la esquina del colegio donde la
esperaba algún chico. El primer novio fue el hermano de
su mejor amiga, pero lo dejó por inmaduro. Hubo pocos
muchachos importantes con los cuales tuvo acercamientos,
un beso prolongado en la Rambla de Mar del Plata, la
negativa de ir más allá, como ocurrió después ante la insis-
tencia de Gonzalo, que quería ir más lejos en cada
encuentro, incluso después de ir a misa y haber comulgado
juntos.
La convenció luego de meses y fueron a un hotel aloja-
miento. Con la hermana de Gonzalo se había hecho amiga,
tanto o más que con Agustina, su compañera de colegio a
la que seguía viendo. A ella y a su marido la desaparición
de su hijo los había destrozado.
Esa historia, como otras, habían pasado en los años terri-
bles para otros, no para ella que había vivido feliz, salvo la
muerte de sus padres y algún que otro fracaso amoroso de
las nenas, ahora ya bien casadas.
Se preguntaba, cuál era la causa del mal momento por el
que pasaba su matrimonio. ¿Sería porque Gonzalo venía
tan malhumorado por las leyes del presidente Kirchner?
Pilar anhelaba las caricias de otro tiempo, aunque ahora
se conformaría con dormir abrazados. La indiferencia de
su marido hacia su curso de cerámica y después la exigen-
cia de que no fuera más fue el límite que comenzó a
exasperarla. De a poco empezó por rechazar las conductas
de él que siempre soportó. Las llegadas a la madrugada
con la excusa del póker. Ella siguió yendo a las clases de
cerámica dadas por ese artista tan distinto a su marido.

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LAS SENTENCIAS DE IBÁÑEZ

Gonzalo Ibáñez se alisó el pelo, miró al cielorraso donde


las aureolas de humedad interrumpían el espacio en
blanco y, complacido, firmó la resolución al lado de los
dos votos restantes. Había sido un logro, pensó, convencer
a los otros camaristas, más en estos tiempos, y desvirtuar
los alegatos del doctor Ignacio Guidi.
No fue tarea sencilla fallar contra las leyes, sancionadas
por el Congreso, que declaraban nulos el Punto Final, la
Obediencia Debida y los Indultos. Ibáñez argumentaba
que los militares que se habían beneficiado con las leyes de
perdón tenían un derecho adquirido, una propiedad invio-
lable. No podían ser privados de ese beneficio por una ley
posterior. Los otros camaristas reconocieron, que si bien se
habían cometido hechos atroces por parte del Terrorismo
de Estado, había que respetar las leyes vigentes al momento
del hecho y no las posteriores.
Al otro día, el teléfono no dejó de sonar. Fueron varios
los amigos que le agradecieron ese fallo y admiraron su
coraje. Las circunstancias adversas en la política nacional
y también en el resto del continente, sumado a su divorcio,
le dieron una audacia que lo enorgullecía. Sentenciaba
contra las leyes aprobadas por el Congreso a riesgo de que
le hicieran un juicio político.

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EL EXTERMINIO

Ignacio volvió de su estudio muy cansado. La tarea se


tornaba complicada aunque había un cambio en la menta-
lidad de algunos jueces, sobre todo en los nuevos
integrantes de la Corte. Se recostó en la cama, mientras
María Cecilia leía un libro y sus dos hijos miraban
televisión en el living. Pensó que Ibáñez era un perverso
que había utilizado las leyes del momento para amparar
una maquinaria de exterminio. Disentía con Hannah
Arendt cuando afirmaba que los asesinos no eran sádicos
ni tampoco homicidas por naturaleza, sino que cometieron
sus actos aberrantes por creerse partícipes de un objetivo
histórico. Se dijo que los jueces como Ibáñez eran cómplices
de torturas y asesinatos a través de sus resoluciones.
Su esposa ya estaba dormida. Él seguía despierto, los
pensamientos le habían quitado el sueño.

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EL SUEÑO PERDIDO

Gonzalo Ibáñez nunca imaginó que su mujer lo abando-


naría, tampoco supuso ese desfile de militares en el
banquillo de los acusados. Los consideraba presos políticos.
Ya no era camarista, ya no mandaban sus amigos. La
Argentina de nuevo es un caos, pensó, al ver por televisión
las imágenes de los juicios. Los hijos y nietos de los de-
saparecidos levantaban en las audiencias el retrato del
Che.
Se preguntó en qué se había equivocado con su mujer.
Sus hijas lo culpaban a él, aunque lo llamaban por teléfono
y los domingos iban a su casa con los nietos. Estaba seguro
de que no le había hecho faltar nada a su familia y que
Pilar no se había enterado de sus infidelidades.
A lo mejor, si su mujer le hubiera dicho que se dejó enga-
ñar por ese hombre más joven, que lo seguía queriendo a
él, y que no estaba enamorada de su profesor, habría con-
siderado perdonarla. Pero cómo le dolía ese abandono que
lo había puesto en ridículo ante sus amigos.
Fue hasta la biblioteca y vio la computadora donde días
antes había redactado su renuncia para evitar el juicio
político. Resistió cuanto pudo, negó expedirse, se excusó,
simuló estar enfermo y pidió licencias para evitar pronun-
ciamientos contrarios a sus ideas. También se preguntaba
en qué se habían equivocado los que pensaban como él. Si
los nombres de los que desaparecieron estuvieran en listas
de fusilamientos sumarísimos los acusados tendrían mejo-
res argumentos de defensa. Se sentó frente a la
computadora, abrió sus mails y suscribió una adhesión a
los militares condenados.

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Dejó la computadora y se reclinó en el sofá, no era tarde,
pensó en llamar a su hermano Manuel. Desde su divorcio,
comenzó a llamarlo más seguido, también a su hermana
Carmen. El teléfono de Manuel le dio ocupado y en el de
Carmen estaba el contestador. Encendió la televisión sin el
audio, solo las imágenes que se superponían. Pensó que
habían pasado los años y que no había sido feliz como
cuando jugaba con su caballito de madera por el patio o lo
corría a su hermano a punta de revólver.
De tanto en tanto, sus amigos del póker lo invitaban pero
no le debían favores como antes y él era incapaz de
pedirles que lo llamaran más seguido. Se puso contento
cuando Julián, el padre del joven desaparecido del que se
había ocupado años atrás, lo invitó a jugar al tenis y des-
pués en el almuerzo le dijo que lo consideraba un amigo.
Al comienzo de su separación se volcó a leer geopolítica
e historia. Pero una noche, a la salida de un teatro de revis-
tas, entró en una librería y vio la novela Memorias de mis
putas tristes. La compró, pasó dos o tres días leyendo y
recordando a Karina. Nunca pensó que un escritor izquier-
dista lo hiciera reír y excitarse.
La noche en que terminó de leerlo, soñó que en un
tiempo próximo se reconciliaba con su mujer y que otros
gobernantes lo volvían a nombrar juez. Se despertó sobre-
saltado a las dos de la mañana, fue al baño y deseó
recuperar el sueño perdido.

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128
LA JUSTICIA

A pesar de que habían pasado varios años, Ignacio sentía


la muerte de su madre. Su padre tenía ochenta y cinco
años, lo visitaba y lo quería. Estaba lejana la niñez de
Ignacio cuando se sentía inmortal. Solo morían los solda-
ditos, los indios y algún perro o gato que había sido
atropellado. El primer tío que murió fue al cielo desde
donde lo guiaba. Lo volvería a ver al momento de la resu-
rrección, contaba su mamá, tan devota, llena de fe, ella que
estuvo en la Segunda Guerra Mundial, que le contó poco
y nada de los campos de concentración.
Con el paso de los años, estaba conforme con su condición
de padre, esposo, hermano, incluso de sobrino, aún vivía
una tía muy anciana. La pérdida de un amigo íntimo la
sentiría como una amputación. La de un hijo no la imagi-
naba.
Su abuela le contó que uno de sus hermanos desapareció
durante la guerra. Lo mataron los soviéticos, era capitán
de caballería, no se supo más nada. La madre de su abuela
se volvió loca, no quiso embarcarse a América, prefirió
quedarse para recibir al hijo cuando volviese, porque
algún día iba a volver y ella lo abrazaría y le contaría
muchísimas cosas. Cuando llegaron a la Argentina su
abuela se esforzó muchísimo en aprender el idioma, pero
nunca perdió el acento polaco.
Su madre no estaba de acuerdo con su militancia por los
derechos humanos, aunque era más benévola que su papá.
Llegamos en busca de paz y trabajo, le decía, no nos inte-
resaba que fueran civiles o militares los que nos

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gobernaban. Nada es comparable a una guerra. Temía por
él, por Cecilia y los chicos. Ignacio le daba razones de su
militancia. Ella le decía que la familia ya había sufrido bas-
tante. Ignacio pensaba que el ver tanta muerte la había
hecho fuerte, pero no estoica.
A su madre, el sufrimiento de los hijos le cambiaba el
ánimo como a él el de los suyos. Su mamá recordaba su
infancia con dolor, añoraba su única muñeca de trapo y a
su amigo Ladislao, del que no supo más nada. Ignacio la
recordaba feliz cuando, con Cecilia, la acompañaban a los
santuarios de Lourdes, Pompeya y Luján.
Se enamoró locamente del padre de Ignacio. Se llevaron
bien salvo en los últimos años en los que el papá se puso
insoportable. Ella imaginaba que él le era infiel y repetía
historias pasadas con mujeres que pudieron haber sido sus
amantes. El padre lo desmentía con fastidio. No tenés que
contarnos nada, son cosas tuyas y de mamá, le decía
Ignacio. Al tiempo, el padre se aflojaba y le contaba
algunas aventuras como la de la azafata que lo emborra-
chaba con whisky importado de Escocia.
Se alarmaron el día en que su madre les dijo que el
sábado pasado había estado de visita, en su casa, allá en
Varsovia. Tenían hambre, se llenaban la boca con papas y
recordaba el sabor de las cáscaras calientes como si se tra-
tara de un faisán. Al tiempo le diagnosticaron Alzheimer.
Ignacio no quiso contradecir sus fantasías y volverla a la
realidad.
Su madre y su abuela nunca le contaron de las largas
hileras de hombres, mujeres y niños entrando a la cámara
de gas. Ignacio se preguntaba cómo habrían hecho para
que ese recuerdo no fuera recurrente. No era fácil para él,
saber que su abuela trabajaba en el campo de exterminio
de Auschwitz.

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Tal vez por eso su madre creía en un más allá donde el
ser humano sería toda bondad y misericordia. No habría
un Dios ausente y los hombres no sucumbirían a los impe-
rativos del mal.
Ignacio pensó que con la muerte de su abuela y su mamá
la historia no se cerraba, tenía que mantenerla abierta para
contribuir a aclarar lo que había pasado en la Argentina.
Se preguntaba cuál era su escudo frente al dolor del
pasado. Se respondía que era seguir trabajando para que
se hiciera justicia.

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ÍNDICE

Sucesivos presentes | 9
La manifestación | 11
Los héroes | 15
El entierro | 17
La desobediencia | 23
El águila guerrera | 27
El color verde oliva del Palacio de Justicia | 31
El Departamento de Policía | 33
El Juzgado | 37
Habeas corpus | 41
El rechazo de los habeas corpus | 45
Las buenas costumbres | 49
El daño irreparable | 51
La desinfección | 53
La delación | 59
El ocaso de los disfraces | 63
Las convicciones | 67
El Gráfico y Corsa | 71
El cuerpo y el alma rasurados | 73
Servir a Dios y a las insignias | 77
La madama | 81
La indagatoria | 85
La sentencia | 87
La ruptura | 91
El reencuentro | 93
El sí | 97
El secreto | 99
La autoamnistía | 103
La esperanza | 105
El mártir | 107
Indulto y champagne | 109
Repudio en Plaza de Mayo | 113
El huevo de la serpiente | 115
El Cristo derrotado | 117
El derrumbe | 119
Pilar | 121
Las sentencias de Ibáñez | 123
El exterminio | 125
El sueño perdido | 127
La Justicia | 129
AGRADECEMOS A LOS AMIGOS QUE CONTRIBU-
YERON A LA PUBLICACIÓN DE ESTA NOVELA:

Alejandro Chaneton, Adriana Lotufo, Gianna Cipollone,


Carlos Salum, Fernando Ferraro, Guillermo Goloboff,
Mario Capasso, Ofelia Jany, Hugo Biagini, Lidia Diamand,
Héctor Ramos, María Lidia Ramos, Lara Ramos, Marina
Ramos, Sara Szperling, Miguel Angel Buigo, Beatriz
Marinero, Beatriz Fernández y Ricardo Viale, Alicia Sapere
y Raúl Bustamante, Marcelo Ballestrasse, Sergio Barneche,
Marcelo Vallejos, Susana Bonnet Murray y Raúl Echegaray,
Horacio Zárate, Martín Pérez, Pablo Mourier, Elsa Richter,
Jorge Cornide, Cecilia Hertig, Beatriz Cypnik, Claudia de
Bianchetti, Esteban Villanueva, Analía Villagra, Silvia
Patricia Szymon, Rosa Marta Axelrud de Lendner, Cristina
Pereiro, “El Negro”, Nila, Jaime Kleidermacher.
Este libro se terminó de imprimir
en enero de 2019

Ejemplar N°:

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