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LA FAVORITA DE FRANCISCO

Andrés Nani

LA FAVORITA DE FRANCISCO

milena caserola
Andrés Nani
LA FAVORITA DE FRANCISCO

1º Edición Milena Caserola 2020

13,5 x 20 cm. 68 p.

Contacto con el autor:


facebook.com/AndresNani1986

Narrativa
Arte/diseño de tapa: Mica Fernández/ fdz.mi-
caela@gmail.com

Edición: Santiago Sposito /


santiagospo93@gmail.com

Director Editorial: Matías Reck /


matireck@gmail.com

Todos los izquierdos están reservados,


sino remítanse a la lista de libros censurados en
las distintas dictaduras y democracias.
Por lo que privar a alguien de quemar un libro a la
luz de una fotocopiadora,
es promover la desaparición de lectores.
Para el Pipa, el Pichón y toda la clase obrera
Estuve en el lugar indicado, en el momento indicado,
con la gente indicada y, además, tuve suerte

Enrique Symns
1. SOMOS NOSOTROS, PERRO

H abía un tipo joven, sentado sobre un ca-


jón de plástico. Tenía el pelo castaño
claro, mezclado en bucles desparejos,
brillantes por la grasa acumulada. Su piel era
blanca pálida, incolora. Desde el centro de su cara,
nacía una enorme nariz puntiaguda y prominente,
que obnubilaba cualquier otro rasgo, y ante la vista
era eminente. Por esa nariz había recibido su
apodo: el Pipa.

El Pipa se encontraba sentado en un cajón de plás-


tico, en medio de un subsuelo (que los operarios
llamaban la fosa). La fosa se encontraba dentro de
una fábrica inmensa, donde trabajaban miles de
personas, pero el único destinado al pequeño sector
era el Pipa. En la fosa no se realizaba tarea alguna,
y el tiempo se adaptaba, vago él también, cayendo
lento como el aceite, que goteaba sobre el piso y
tardaba en desaparecer. El Pipa sufría la soledad y
sobre todo el aburrimiento. Lo mataba como podía,
con alcohol clandestino y drogas racionadas. Otras
veces durmiendo, solitario, entre los ruidos cons-
tantes y el aire estanco.

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¿Y que acontecía más allá de la fosa, en la superficie
vasta de la fábrica, entre las máquinas que golpea-
ban y sacudían el piso, y lanzaban chispas volado-
ras como pequeños kamikazes? La gente trabajaba.
Los músculos se movían. Las líneas de producción
despedazaban los segundos con sus golpes de me-
tal. Y el Pipa, desocupado de tareas, marginado
dentro de esa pequeña sociedad, recordaba cuando
él también era admitido entre los capaces y los la-
boriosos. Hasta que la paciencia de la empresa se
agotó: se acabó lo que se daba. Porque el Pipa, con
un cuadro avanzado de adicción, vivía entre fuga-
ces rehabilitaciones y recaídas, ausencia de lunes y
euforia de viernes, numerosas faltas, llegadas tar-
des y constantes desapariciones. Pero, por esas co-
sas de la política, la empresa aún no podía despe-
dirlo, así que fue enviado a la fosa. Que era como
una celda donde un condenado a muerte espera el
castigo, y el Pipa esperaba. También sabía prede-
cir su obvio futuro laboral, pero no le importaba.
Su mente se centraba en un problema inmediato de
su propia subsistencia: la falta de dinero, la escasez
de droga. Ya sea por el precio volátil de la misma,
o por su necesidad creciente de consumo, el pro-
blema era el mismo. Y el Pipa se paraba y recorría
en círculos su reclusión, para luego volver a sen-
tarse en su cajón de plástico. Frente a él, en una
mesa que él mismo había fabricado, estaba apoyando
un espejo, sobre el cual dos hileras de cocaína se for-
maban paralelamente. Era todo lo que quedaba para
el resto del día.

Era de mañana todavía.

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Después de inhalar el polvo con su gigantesca na-
riz, el Pipa sintió regresar los fantasmas de la cor-
dura. Y en la calma frágil de los primeros segundos
se imaginó millonario, gracias a la venta de droga
al interior de la fábrica. Esa idea, era a veces un
proyecto, a veces una fantasía, y otras veces era un
salvavidas en su desesperación. Cuando el Pipa ha-
bía sido joven había hecho alguna experiencia en la
venta de droga; fueron otros tiempos, era un esco-
lar, desocupado, necesitado de sostener sus propios
vicios. Ser dealer en una fábrica no era tan sencillo.
Pero el mercado humano que deambulaba más allá
de la fosa prometía una fortuna. Al alcance de un
simple acto de valor y, sobretodo, inteligencia para
poder vender, sobrevivir y seguir vendiendo.
Todos esos obreros de corazón ansioso y vidas
aburridas, tenían un sobrante en sus cuentas ban-
carias para permitirse un lujo...
Pero el éxtasis empezaba su declive y los nervios
volvían al Pipa. Su pie galopaba inconscientemente
llevando un ritmo veloz. Y sus pensamientos baja-
ban a una realidad hostil donde todo fracasaba y lo
único que lograba era acelerar los tiempos de su
propio final. Se imaginaba sin trabajo, sin droga...
el pan no le importaba.

Sin dejar de ver el posible emprendimiento como


un gran negocio, el Pipa reconocía las limitaciones
de tener que hacer todo él solo. El número era un
elemento crucial y solo se contaba a sí mismo. Más
allá de su voluntad, que sentía de acero mientras
pensaba, su presencia en la superficie de la fábrica

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estaba prácticamente prohibida, y solo se le permi-
tía transitarla en su camino hacia la fosa, o mar-
chándose de ella.

El Pipa reflexionaba buscando una solución, que


no encontraría jamás por obra de su propio racio-
cinio. Sería el azar, disfrazado de destino, quien ju-
garía en favor del Pipa. Pero restaban algunos días,
cosa que, por supuesto, el Pipa ignoraba, y sufría
en la espera, preguntándose por momentos si no
sería eterna.
Seguía siendo de mañana cuando el Pipa creyó
oportuno inhalar la última línea que había guar-
dado. Pero al mirar nuevamente el espejo lo encon-
tró vacío. No recordaba en qué momento exacto
había aspirado la última línea. Solamente unos pe-
queños lunares blancos manchaban su propio re-
flejo en el espejo, mirando triste y sorprendido. Su
lengua y el reflejo de su lengua se tocaron, sobre la
superficie vidriada, en busca de los restos.

Un día común y corriente, mientras el Pipa se


encontraba dormitando contra una pared de la
fosa, la escotilla se abrió produciendo un rechi-
nante ruido metálico. Un tipo negro y grandote
descendió por la escalera. Antes de sentir la asfixia
del lugar reducido, y de agitar su corazón por la
claustrofobia, antes de atravesar lo mismo que el
Pipa venía sintiendo desde mucho tiempo atrás, el
tipo no pudo más que mirar, intrigado, al extraño
sujeto que se había puesto de pié, que sonreía con
dientes manchados y lo miraba con ojos divididos
por un pronunciado tabique: “Hola, yo soy el Pipa”.

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El extraño permaneció en silencio mientras recibía
un caluroso abrazo. Las manos del Pipa recorrie-
ron la ancha espalda por unos instantes, mientras
el recién llegado, incómodo, intentaba escurrirse
cortésmente.
Las anécdotas se repetían cada día, el Pipa parecía
no recordar lo que ya le había contado al nuevo
huésped, y reiniciaba las historias con ligeras va-
riaciones. Pero el punto más importante, al que el
Pipa siempre terminaba conduciendo, era el pro-
metedor emprendimiento de distribuir cocaína en
la fábrica y ganar suficiente dinero para nunca más
tener que trabajar. “Nunca más” repetía el Pipa,
como un cuervo de Alan Poe, repitiendo su senten-
cia. “No voy a laburar nunca más. Disculpa ¿Cómo
era que te decían?”. “Ya te lo dije: Brea” Y el Brea
seguía escuchando, resignado, en silencio.

Un día el Pipa partió en dos mitades una línea de


cocaína. El Brea tomó, además de merca, coraje. Y
empezó la explicación, que creía interesante, sobre
cómo y por qué había sido enviado a la fosa: Al pa-
recer había discutido con alguien importante. El
Pipa escuchaba con ambos pies zapateando sobre
el piso. Esperando un intervalo para introducir
nuevamente sus palabras.
Pero otra vez los interrumpió el ruido metálico de
la escotilla de la fosa al abrirse… y un tipo flaco,
de pelo colorado y calva incipiente, descendió por
la escalera. Traía la cara fastidiada, y los ojos le
brillaban por las lágrimas pendientes en el interior
de sus ojos. Una víctima de la injusticia, quizás, ya
que el hombre de cabello rojo había sido un servi-
cial trabajador y jamás en su vida se había negado

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a prestar tarea alguna. Le habían pedido todo,
hasta que barra, y siempre su respuesta fue un “si”
sin titubeos. Pero el tema era cuando trabajaba…
su predisposición tenía su contrapartida en la te-
rrible lentitud de aquel sujeto. Le bastaban unos
minutos en cualquier línea de producción para
atrasar el trabajo de todo un grupo. Le llamaron la
atención, lo cambiaron de sector, lo pasearon por
toda la fábrica...pero el resultado no cambiaba. Los
jefes se debatían entre los que lo consideraban un
hábil simulador y los que opinaban que se trataba
de un inútil sin remedio. En defensa de la inutilidad
de este sujeto, hay que destacar que su lenta labo-
riosidad requería de su cuerpo un gran esfuerzo,
que hacía brotar una gran cantidad de sudor de sus
poros, marcando dos oscuras areolas en su camisa
de trabajo, una por cada sobaco. Ese sudor se pul-
verizaba en el aire, difundiendo un olor repulsivo
que se imponía sobre la nauseabunda atmósfera in-
dustrial. Esta peste, tan particular, originó el
apodo que le dio la fama: Unas carreras de autos
viejos se habían vuelto muy populares. Una de las
principales escuderías era Chevrolet, llamados lun-
fardamente “Chivos”. Pero, a su vez, la palabra
“chivos” hace referencia al olor agrio que emana
una persona de sus axilas. Entonces los obreros,
sintiendo la chivada sobrevolar como un insecto
cargoso, asociaron mentalmente los términos, bau-
tizando al oloroso con el nombre de un famoso
campeón de Chevrolet: Satriano. Bastaba escuchar
una vez el apodo para recordarlo de por vida.
Gente, que en su yuta vida lo había cruzado, cono-
cía la existencia de un tal Satriano. Por eso, cuando
el colorado estuvo parado por primera vez sobre el
piso gris de la fosa, se encontró con un flaco que

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extendía los brazos como un arquero y lo saludaba
familiarmente: “Bienvenido a la fosa señor Sa-
triano”

El último en llegar fue un jovenzuelo moreno y de


barbilla puntiaguda. Proveniente de los barrios hu-
mildes que rodeaban la zona industrial. Hijo de un
padre golpeador, empecinado en el alcohol y en
que su único hijo termine el colegio. Lo logró, y
para completar la racha consiguió trabajo en la fá-
brica. No había terminado de gastar su primera
quincena que ya le habían depositado la otra, le
mandaron las tarjetas de crédito por correo y se
maravilló viendo su nombre hecho un relieve en el
plástico. El nene se dio sus gustos, los que nunca
había podido tener. La alegría inmensa de un pla-
cer desconocido lo tenía maravillado. Pero una vez
que la costumbre aligeró el éxtasis, el joven em-
pezó a sentir el terrible cansancio que produce el
trabajo. Empezó a dormir ni bien llegaba a su casa,
ante la mirada aprobatoria de su padre. Los fines
de semana eran de los amigos, y los domingos se
levantaba tan tarde, que la noche no tardaba en
caer, como una guillotina sobre la cabeza del fin
de semana. Y otra vez a trabajar. Su mente empe-
zaba a aceptar que la situación actual, lejos de ser
pasajera, era lo que le esperaba para su porvenir.
Más asumía esta tragedia más se volvió difícil su
carácter: contestador, haragán, bocón y desobe-
diente. Rodeado de otros como él, sus constantes
quejas infectaron las orejas de sus compañeros de
trabajo. Su sector empezó a contaminarse con su
oratoria abrasiva y se reputó como un lugar com-
plicado. Varios supervisores fueron designados al
área, y relevados una vez que demostraron su
inutilidad para domar al personal. El jovenzuelo de

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rala barba crecida, apodado Shagy, fue señalado
como el instigador, el responsable de ser la man-
zana podrida que pudre el cajón. Lo premiaron con
un boleto sin retorno a la fosa.
El Shagy bajó en silencio por la escalera y se en-
contró con tres tipos sentados en una mesa impro-
visada. Uno hablaba moviendo mucho las manos.
Los otros dos callaban. El Shagy los etiquetó men-
talmente: “El trío los panchos”.
"Nos van a echar. Por más que duela hay que
aceptarlo. Ya estamos despedidos –oraba el Pipa
repartiendo su mirada entre los tres restantes-
Depende de nosotros si nos quedamos de brazos
cruzados, esperando lo inevitable. O – el Pipa abrió
una pequeña bolsa, con sus largas uñas sujetó una
pizca de cocaína de su interior, y la inhalo con un
esfuerzo que le arrugó toda la cara- la hacemos
bien y nos salvamos. Hay que usar lo único que to-
davía tenemos: Tiempo. Eso tenemos. En este
tiempo que nos queda podemos hacer la diferencia.
Y es grande la diferencia. Créanme… Justifica cada
segundo en este lugar de mierda.

Ahora miren:
El Pipa puso sobre la mesa tambaleante una pila de
papeles. Eran hojas garabateadas en varios colores.
El Pipa acomodó las hojas de manera que sus ga-
rabatos se interconectaron, y un mapa cenital de la
fábrica, pésimamente dibujado, se figuró en el cen-
tro.

¿Ahora ven?

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Nuevas hojas aparecieron en la mesa. Esta vez no
integraban un conjunto. Sino que cada papel tenía
una lista de nombres, titulados bajo el nombre de
algún sector. La lista se ordenaba en tres colum-
nas. El Pipa había clasificado a los operarios en
potenciales clientes, dudosos e incorruptibles
El Pipa cambió de tema abruptamente y les contó
sobre los peruanos de Once, que vendían una sus-
tancia “rica” y “espectacular” y “mejor que la que
toma Maradona”.
“La que toma… - el Pipa se trabó pensando en
quien podría tomar una cocaína de mejor calidad
que Maradona…- ¡el Papa!”
Que los peruanos eran piolas, que a él le gustaba el
ceviche, y que si les compraba mucho le mejoraban
el precio. Que él –golpeándose el pecho con la
palma- no tenía ningún problema en viajar a Once
y traer todo lo que hiciera falta. El Pipa manejaba
un Renault 9 celeste, que había perdido el aire
acondicionado en un pernocte, luego de ser secues-
trado en un control de tránsito. El verano en Once
era un asunto insoportable, pero él estaba dis-
puesto a “hacer el sacrificio”. El Pipa volvió a le-
vantar una hoja, titulada “Línea de producción
central”. La sacudió en el aire. “¡Acá! ¡Acá empeza-
mos!” El Pipa miró hacia los pares de ojos, que ob-
servaban encendidos, disipando sus temores.

Llegó el día designado para empezar la operación.


Los conspiradores de la fosa se formaron frente a
la escalera de salida, como paracaidistas, esperando

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su turno de saltar. Subieron los peldaños sintiendo
el frío del metal como un presagio indescifrable.
El Pipa miraba emocionado, lamentando no poder
ir, él también, en la incursión. El último en subir
fue el Shagy; frente a la abertura de la escotilla, por
donde ahora sentía el clamor de la fábrica, atravesó
su grito de guerra: “Somos nosotros perro”.

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2. Duquesa

C lavada en el medio de la fábrica se hallaba


la oficina del gerente general Omar Fe-
rrari. Las paredes estaban construidas
con cuatro paneles simples, que sostenían un aus-
tero techo de chapa. Desde el interior el techo tenía
una mayor elegancia, cubierto por un cielorraso de
plástico blanco y pulcro, que imitaba a un yeso
nuevo e inmaculado. La iluminación brillaba desde
el techo en todas las direcciones sin dejar lugar
para que se escondan las sombras. Lo mejor de
aquel cubil- en la opinión de Ferrari- eran los am-
plios ventanales: una franja vidriada que cubría
todo el perímetro, incluyendo la puerta, y cuyos
cristales eran gruesos, y colocados en pares, para
dejar una cámara donde era capturado un extraño
gas que daba a la aislación una capacidad única. El
frío del invierno o el calor sofocante del verano
quedaban excluidos de la oficina del gerente. Pero
lo mejor –siempre en criterios de aquel jefe de la
industria- era la aislación acústica, que ensordecía
al habitáculo del insoportable ruido de la maquina-
ria. Ferrari estaba de pié junto a los ventanales
contemplando el espectáculo laboral, frenético, que
se desarrollaba en la fábrica. Las líneas de produc-
ción andaban más rápido, y los obreros parecían

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torpes tratando de seguirles el ritmo. Podía verifi-
car la marcha de su plan como un espectador ob-
sesivo y detallista, lo suficientemente cerca para
ver con sus propios ojos, pero suficientemente ais-
lado para evitar sentirlo.
Pero no todo era una flor escarlata en el jardín
de Ferrari. En la mente del gerente se configuraba
un nuevo enemigo a vencer: el ausentismo. Las fal-
tas reiteradas que cometía el personal, la merma de
la fuerza de trabajo. No era un problema nuevo en
la empresa. Si él mismo había firmado una nota de
autoría ajena en la revista interna de la compañía:
“El ausentismo, estar o no, no da lo mismo” era el
título. En el margen derecho estaba impresa tam-
bién su foto. La diagramación había tonalizado su
cara en un beige homogéneo. Una especie de pali-
dez rosada. En cambio, a la hora de retocar su ca-
bellera, los diagramadores habían abusado de un
negro, profundo y grave, con el cual repintaron
cada uno de sus pelos. Ferrari se miraba impreso,
decepcionado, parecía un viejo maquillado.
Esperaba que su agenda le permitiera enviar un
mail interno al correo de la revista. Su tono sería
cordial pero exigente.
En cuanto al ausentismo la nota abordaba el tema
de manera que el gerente creía indicada. El tenor
era serio, seco, amenazante. El único objetivo del
discurso sembrado era preparar el terreno para la
acción. La jugada había sido ideada en parte por je-
rárquicos del sindicato, puntualmente el altiso-
nante Morán. Según dijo el secretario general “el
que avisa no traiciona”. Hay que sobre avisar,

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agregó Ferrari, empleando una palabra cuya exis-
tencia daba por sentada. Pero las amenazas se vuel-
ven simbólicas cuando se las reitera demasiado, pa-
san desapercibidas como los carteles de seguridad
que nadie respeta.
Sobre el escritorio, el gerente tenía una pila de
telegramas de despido. Antes de enviarlos al co-
rreo era necesario el último “ok” del gerente. Cu-
riosamente el delegado Centeno había visitado la
oficina previamente.
Luego de recuperar el aliento perdido en la cami-
nata, y de elogiar el fresco y agradable clima de la
oficina, y de formularle al gerente algunas pregun-
tas que Ferrari olvidó ni bien respondió, luego de
todo ese preámbulo de formalidad y cortesía, el de-
legado le confesó el motivo real de su nueva visita:
quería incluir a ciertas personas en la lista de des-
pidos. -Quiero que eches (a la mierda) a los negros
esos que trabajan en la fosa. Le dijo. No era una
propuesta difícil de cumplir. Pero Ferrari le ex-
plicó que hay prioridades: “hay prioridades en la
vida, y también las hay en la fábrica”. Centeno per-
maneció en silencio. Por tanto, continuó el gerente,
con mucha pedagogía: -Si yo quiero bajar el ausen-
tismo, tengo que empezar por el que más falta. Y,
créeme Centeno, que tengo ausentistas realmente
graves, si es por mí, mañana no entra ninguno, si
es que vienen… Además, Morán me sugirió, y me
pareció bien, que vaya de a uno. Un día uno. Un día
otro. ¿Entendes Centeno?. Centeno asentía cual-
quier indicación proveniente, o en consulta, con
Morán. Pero a su vez, le transmitió al gerente su
propia visión: -“La Gente” está enojada. Esto es ló-
gico, es natural, es cuestión de acostumbrarse.

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Pero el problema es que ciertos individuos están
agitando a “la Gente”. Aprovechando como caran-
chos este momento difícil. Varios compañeros in-
formaron que los operarios de la fosa deambulan
los sectores sospechosamente, y que reciben mues-
tras de cariño, léase apoyo, que crecen con el correr
de los días.
El gerente pensó los días siguientes en las adver-
tencias de Centeno, y mirando la pila de telegra-
mas revolvía nueva y mentalmente el asunto. El
gerente no había reparado en los individuos de la
fosa. A fin de cuentas el requisito para ser despla-
zado a ese sector era la incapacidad para realizar
tarea alguna. Resultaba inverosímil que estén ha-
ciendo algo, aunque solo sea molestar. Por otro
lado la petición de despedirlos no cuadraba dentro
del plan de acción contra el ausentismo: por algún
motivo los operarios de la fosa habían depuesto su
actitud irresponsable y eran perfectos presentitas.
Si no fuesen tan ineptos, el propio gerente los in-
cluiría en el próximo boletín de la empresa. Una
breve nota, acompañada de una fotografía tomada
en el puesto de trabajo, con un título optimista.
Pero Ferrari consideró que podría acceder a la pe-
tición de Centeno, era un favor, y ya se lo cobraría
con creces al sindicato, de alguna manera. Sin que
esto implique renunciar al orden de prioridades
que él se había trazado. Había casos urgentes. Los
de la fosa tendrían su turno pero no entre los pri-
meros.

Pero la posibilidad de que la fábrica se trans-


forme en un infierno de rebeldía, hizo mella en la
inteligencia del gerente. Pese a su inexperiencia
práctica conocía casos de lugares pacíficos que en

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un pestañear se habían caotizado. Una hoguera que
devora a cualquier gerente. Ya que el respaldo po-
lítico termina ni bien se pacifican las cosas. Si no te
despiden se terminan las expectativas de escalar en
la jerarquía laboral, cosa que a Ferrari le intere-
saba, y mucho. Entonces el gerente revisó su plan
original: Si la idea de despedir es dar un mensaje
¿Cómo puede trascender el mensaje si alguien que
nunca viene deja de venir? ¡Cuánta ingenuidad! Fe-
rrari rompió los telegramas hasta hacerlos añicos.
-El despido no debe comunicarse previamente.
Hay que tomar al ausentista por sorpresa cuando
intente ingresar normalmente al trabajo. Su humi-
llación debe ser un espectáculo para todo el perso-
nal, en pleno horario de ingreso. Eso sí que es un
ejemplo. Pensó Ferrari, mientras apretaba con sus
manos el sillón de cuero en el que estaba sentado.

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3. La cara de la foto

C uando Luciano ingresó como operario en


la fábrica su vida cambió para siempre.
Atrás quedaron los días de trabajos even-
tuales y magros salarios. Cuando cobró su primera
quincena festejó dándose los gustos que antes no
podía: Merca. Mucha. Y así siguió trabajando, feliz
de la vida. Cada día de cobro era un festival. Un
festival de merca y de alcohol, que culminaba en un
domingo de culpa y pastillas. Después el Lunes, y
la espera de una nueva fecha de cobro, de conce-
derse a sí mismo el permiso.
El tiempo pasa. El peso baja. Las ganas suben. La
cuenta del banco tiene un número que rara vez
llega al cero. Los amigos vienen de visita, especial-
mente los interesados. Pero él nunca fue codicioso,
siempre fue solidario. Aprecia la amistad, la retri-
buye. El tiempo sigue pasando y la rutina se vuelve
difícil de sobrellevar. Los días entre semana son
muy aburridos y la ansiedad golpea las puertas de
la mente con sus puños insistentes. Luciano sabe
que se está metiendo en un problema. Su pareja
amenaza con dejarlo. Ella está cansada, él la en-
tiende. Jura que va a cambiar y pone en ello todo
su empeño. Durante todo un fin de semana se man-
tiene limpio, una eternidad donde solamente bebe.

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Bebe lo suficiente como para desmayarse sobre la
cama, abrazándola a ella, como los restos de un
naufragio que sostienen al Luciano sobreviviente.
Pero nada es fácil en la vida. Un día en el baño del
trabajo un compañero le ofrece cocaína. El vende-
dor es un pibe de barba pequeña y puntiaguda. Le
dice “esta no es la de dios, pero es la que toma el
Papa”. El precio tampoco está mal. La conciencia
de Luciano despierta en sirenas de advertencia
pero ya es demasiado tarde: La merca ya voló por
su nariz hasta el cerebro y vuelve a sentir el gusto
amargo, que le blinda la garganta, incluso al sabor
del tabaco negro y su aspereza. Una gran parte de
la fábrica está en la misma sintonía. Pero igual-
mente trabajan. Ignorando la fatiga que volverá
duplicada. Las líneas de producción avanzan, como
víboras que se han tragado la cola y giran sobre sí
mismas. El turno termina y Luciano esta tan duro
que le cuesta manejar hasta su casa.

Ella se fue. Cuesta recordar el momento exacto.


Luciano lleva días tirado, entre sueños farmacoló-
gicos y desayunos de cocaína. Avisó por mensaje
que no iba al trabajo. El celular yace roto en el piso,
destrozadas yacen las probables respuestas.
Suena el timbre. Luciano mareado no logra encon-
trar las llaves. El timbre sigue insistiendo. La
puerta no estaba con llave y Luciano la abre. Una
mujer de guardapolvo blanco se encuentra en la
reja. Es la visitadora médica. Trae una carpeta en-
tre las manos. Luciano se halla reclinado contra el
marco de la puerta. Con la barba crecida y los ojos
destrozados. La piel deshidrata y la lengua enmu-
decida.

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Con un ademán tembloroso intenta invitar a la vi-
sitadora a ingresar a su hogar. La inercia de los
modales sobrevive en el arruinado. Pero la visita-
dora rechaza la propuesta. Dice algunas palabras,
incomprensibles para Luciano y termina la comu-
nicación gesticulando una negativa con la cabeza.
Se marcha sin despedirse.
La madrugada seguía oscura en la previa del ho-
rario de ingreso. El estacionamiento de la fábrica
se encontraba enteramente disponible, y las puer-
tas esperaban sin filas. Los molinetes quietos, con
su hierro frío; sobre ellos, las cámaras encendidas
filmaban el vacío. El viento soplaba con esa brisa
cálida que reconfortaba las cavilaciones del perso-
nal de seguridad en su dormitar de pie, sintiendo
el uniforme como sábanas ásperas.
Desde la calle se aventuraron las primeras siluetas.
Sombras envueltas en camperas naranjas, con cin-
tas verdes fosforescentes adornando las mangas de
los pantalones. Los zapatos negros y opacos, lle-
vando el paso, acompasadamente.

Rumbo a la fábrica.
A su enorme presencia, y sus torres de rayos blan-
cos, apagadas. Sus paredes y alambres de púas. Su
higiene exterior y las banderas de dos países, fla-
meando apenas. La junta humana continuó engro-
sándose. Nutriéndose de colectivos y autos perso-
nales, de motos calientes y atadas. La masa crecía
y parecía que entre ella y la fábrica abría una coli-
sión, un combate a muerte entre dos criaturas mi-
tológicas. Pero los cuerpos y su voluntad resig-
nada, la calma y el orden, hallaban su consagración

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en la adaptación ante la abertura de la entrada:
Cuando el gentío se hacinaba dentro de sí mismo,
y se compactaba para atravesar el umbral, que era
un embudo, y volvía ese día a ser un filtro.
Entreverado en la multitud se encontraba Luciano.
Afeitado y recién vestido. Con un cigarrillo encen-
dido que ardía brillante en la noche tardía. El per-
sonal de seguridad tenía una foto de él y la orden
de evitar su ingreso. Luciano no lo sabía. Pensaba
que, como siempre, habría una luz verde cuando su
tarjeta de identificación se pose sobre el molinete.
Tantas veces ese detalle fue ignorado por la cos-
tumbre, reducido como cualquier acto en la repe-
tición. (Se reduce a “cosas”: “Cosas” que uno
hace…) Se encendió una luz roja y el cuerpo de Lu-
ciano rebotó contra el molinete trabado. El perso-
nal de seguridad despertó de su automatización de
palpar mochilas y mirar con cara inquisidora. Se
formó delante del molinete con la misión de impe-
dir el ingreso del indeseable Luciano, quien aguar-
daba, inmóvil, el despertar de un sueño que no era
otra cosa que su propia realidad. Y, sin siquiera no-
tarlo, estaba impidiendo el ingreso de las demás
personas; la enorme mayoría se fastidió y se aba-
lanzó sobre la entrada. Luciano fue lanzado hacia
adelante, por encima del molinete. Tres guardianes
de la seguridad lo atajaron en el aire, lo arrastraron
hasta una abertura lateral, sin gente, desde donde
fue devuelto a la calle. Algunos curiosos filmaron,
otros se acercaron. Cuando lo levantaron del piso,
Luciano tenía la cara cubierta de lágrimas, y algu-
nas flemas incoloras. Ni bien se sintió seguro sobre
sus piernas, el despedido corrió alocadamente
hasta una de las torres de iluminación, subiendo
por una de sus empinadas escaleras.

29
4. El frío interior del cemento

A La Divina Comedia de Dante le falto


un infierno. Un infierno donde todo lo
que exista sea una fábrica. Sin prade-
ras, sin desiertos, sin montañas; sin ríos de agua,
lava o de sangre. Solamente una fábrica inmensa,
donde los condenados trabajen sin descanso y sien-
tan la furia de un sol invisible, calentándolo todo.
Volviendo el aire vacío. Un vacío que viaja por los
pulmones sin causar ningún efecto. Dejando los or-
ganismos flotantes en un limbo mientras la tortura
de trabajar los obliga a moverse.
Pero el calor no llegaba a la fosa. Adentro del cu-
bículo hacía frío. Un frío antártico que moraba los
labios, y que volvía neblina la exhalación de sus
cuatro habitantes. Todo gracias al equipo de aire
acondicionado, conseguido por Centeno. Un día,
el delegado, decidió abrir, sin dar aviso, la escotilla
de la fosa, esperando encontrar in fraganti a un
grupo de conspiradores. Pero lo único que contem-
pló el delegado fue el patético espectáculo del Pipa
tirado en el piso, temblando pálido mientras sus
compañeros lo apantallaban con cartones mugro-
sos. Aquella escena le bastó para entender que allí
se precisaba algo, algo que él podía conseguir, en-
cendiendo el llamado a la oportunidad en la mente
del viejo delegado. Sumado al hecho de que el in-
tento de suicidio en las puertas de la fábrica, había

31
complicado el despido de los individuos de la fosa.
Resultado: un aire acondicionado nuevo para la
fosa, primer gesto de una táctica de seducción.

Sus cuatro huéspedes se sentían a gusto. Un poco


complicados por el hecho de usar guantes mientras
contaban dinero. Dilema que se resolvía en una al-
ternancia entre las manos desnudas y los guantes
puestos. También conversaban:
- La verdad… una cagada, pobre Luciano, tan jo-
ven, yo entré a laburar con él ¿sabían? El mismo
día. Éramos dos pendejos. –Recordaba el Pipa- me
da mucha pena.

- Si. Pobre Luciano -respondió Satriano

- No era mal pibe Luciano, un poco gil nomás,


pero bueno, nadie es perfecto.
- Yo le pasé la gilada. –Asumió el Shagy- Si sabía
que iba a encerrar a la visitadora médica no le pa-
saba una mierda.

- ¿Encerró a la visitadora?
- Que se yo… -continuó el Shagy- es lo que se co-
menta. Podríamos haber mandando una corona de
flores al entierro...
- No está muerto boludo, tiene conmoción cere-
bral, por eso está internado –aclaró el Brea- por un
lado mejor para él, por ahí se levanta rescatado...
- ¡Y mejor para nosotros! – Interrumpió el Pipa-
para mí no echan a más nadie. Con todo este qui-
lombo ¿Vieron la nota en el diario? ¿Los videos?

32
Terrible bondi. No nos van a joder más ¡Somos in-
mortales!

- Si, si, hay que aprovecharlo, todo bien con la lí-


nea de producción. Pero vayamos a buscar más lu-
gares, hay mucha gente por todos lados.

- Para mí la papa – respondió Satriano- está en


los evangelistas. Son un montón. Y re viciosos.
-Si – asintió Brea- hay que corromper algún cachi-
vache resucitado, y después que labure para noso-
tros.
-Yo conozco a uno que puede andar – opinó el
Shagy – un tal Isaías ¿lo ubican?

33
5. A todo Cristo le llega su Magdalena

I saías se encontraba dentro de un colectivo,


volviendo a su hogar luego de un día difícil
en la fábrica. Hacía un calor infernal en el in-
terior del vehículo, que ardía bajo el sol del verano.
A través del camino sinuoso, la humanidad de
Isaías se sacudía al son del ondulante camino, su-
jetado de un caño colgante del techo, un caño que
misteriosamente se mantenía frío, contradiciendo
las leyes de la termodinámica.
Pese a lo tortuoso del viaje, Isaías se encontraba
enajenado de aquel sarcófago en el que viajaba.
Durante su jornada laboral había recibido la visita
de un muchacho joven, de barba puntiaguda, quien
lo interceptó en el baño de la fábrica, y sin mediar
palabra le abrió frente a sus ojos una bolsa de co-
caína y sopló el polvo en dirección al rostro de
Isaías. Pese a que la cara se frunció, cerrándose,
con fuerza y por reflejo, algún aroma familiar había
logrado penetrar hasta el cerebro.
Isaías viajaba sumergido en los recuerdos, revi-
viendo mentalmente sus años pasados: los gritos
de su esposa, la policía, los vecinos rumoreando, los
hijos sin ojos para su padre. Después: encierro e
iglesia. (Dios no me desampares). Las reuniones en
la capilla. Después: la obligación de trabajar. La
prohibición de manejar su propio dinero. El Isaías

34
custodiado. El arrepentido. El temeroso. Pero
¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿No sería capaz
de soportar sin hundirse un breve momento de res-
piración? Sería solo una despedida. El obsesivo
Isaías recordaba a Shagy, y envidiaba esa felicidad
amarga que alguna vez fue la suya. Sabor que vol-
vía a sentir en su boca, mientras su corazón se agi-
taba contra las cuatro paredes de su cuerpo y sus
tripas se rebelaban en una furia indecisa entre las
arcadas y el clamor por purgarse.
Tuvo que bajar unas paradas antes. Caminó y,
por segunda vez, revisó sus bolsillos, pero seguían
sin aparecer billetes milagrosos. Solo tenía las lla-
ves y su documento. ¿A quién podría pedirle? A
nadie. Pero igual miraba los rostros que se cruzaba
en busca de algún amigo. Esa comparsa de extra-
ños, a contramano y con el juicio en la mirada, que
cruzaban a Isaías perseguido mientras volvía a su
hogar.

Ya estaba cerca. La mente insistía en lo bello


que es llegar a casa: Sacarse la ropa. Ducharse. El
saludo de los nenes y su esposa. Tirarse en el sillón,
mirar en el televisor alguna pavada. La promesa
del hogar recobraba su encanto mientras la com-
postura empezaba a sanar. Isaías se avergonzó de
su momento de debilidad, pero se consoló que su
pecado habitó, únicamente, el reino del pensa-
miento.
Pero, al dar la vuelta en una esquina, Isaías fue in-
terceptado por un policía. Le preguntó, educada-
mente, si portaba su documento de identidad; antes
de requerírselo, Isaías ya lo había sacado de su bol-
sillo despoblado y lo ofrecía amablemente al oficial.

35
Acompáñeme por favor, indicó el policía señalando
la abertura de una casa, cuya puerta yacía destro-
zada a un costado.

En el interior, sobre una mesa que ocupaba la


mitad de la sala, se hallaban hileras de paquetes fo-
rrados en papel madera. Algunos envoltorios esta-
ban abiertos. Necesitamos un testigo, dijo el oficial.
Aquellas aberturas vertían su contenido sobre la
mesa y el piso: cascadas de diamantes microscópi-
cos, brillaban blanquecinos, entre el desorden de
la casa allanada. -Aguarde aquí un minuto, tengo
que hacer una llamada, van a venir los canales. Dijo
el oficial sonriente pero no hubo respuesta. Isaías
estaba obnubilado, mirando en soledad el bello pai-
saje. Podía sentir ese perfume tan especial flotando
en el aire, cautivante, irresistible.

36
6. El que abandona no tiene premio

E l escándalo que originó el despedido Lu-


ciano, al saltar de la torre de iluminación
en las puertas de la fábrica, además de
prolongar la existencia de los carcamanes de la
fosa, había atraído la atención del mundo de la po-
lítica sobre la situación de la fábrica.

Un asistente del gobernador de la provincia se


comunicó con el CEO de la empresa, quién a su vez
se comunicó con el gerente Ferrari. El mensaje fi-
nal fue: "preocupación", aunque su forma original,
era fácil de deducir en términos menos formales.
Pero "preocupación" igualmente alcanzaba. La
provincia era la más poblada del país, y el país no
andaba nada bien. Pero lo más sustancial de aque-
lla "preocupación" era que pronto se celebrarían
elecciones, y que el propio gobernador se candida-
teaba a presidente, siendo favorito en las encuestas.
No había que cagarla.
"Hay que sacar gente sin echarla, convencerla que
se vaya, y para esto, hay que ofrecer plata, es la
única manera" Aconsejó Morán a Ferrari. "¿Pagar
para que se vaya la vagancia?" Preguntó indignado
el gerente. "Si. No queda otra… "Así nació el pro-
grama de “retiro voluntario”. La carnada era una
suma importante de dinero, para seducir a los con-
sumistas y fatigados obreros.

37
Al finalizar la primera semana del programa de re-
tiro voluntario, el resultado era estrepitosamente
malo. Solamente un puñado de hombres, que se de-
batían entre la bancarrota o el suicidio, había adhe-
rido al programa. Fuera de este grupete, numéri-
camente marginal, no se sumaban nuevos volunta-
rios. Ni siquiera se habían acercado a preguntar
cuánto dinero les correspondería. El tiempo pasaba
y el gerente impaciente tuvo que aumentar la
suma, muy a pesar de su mal herido orgullo, pero
el resultado seguía siendo paupérrimo. Para colmo
los "ausentistas" eran los que menos interés mos-
traban, sintiéndose a salvo del despido y dispuestos
a disfrutar de nuevas ausencias.

El gerente se recluyó en meditaciones filo-hinduis-


tas, con el objeto de encontrar una solución salva-
dora. Pero la ayuda que precisaba vendría sorpre-
sivamente de las entrañas de la fosa. Porque mien-
tras el gerente escuchaba grabaciones de cuencos
tibetanos y se acostaba descalzo sobre el piso de la
oficina, Brea estaba a punto de comunicarle a sus
amigos, su decisión de abandonar: la fábrica, la
fosa, y también la creciente empresa.
El Pipa explotó. ¡Traición! ¡Traición! gritaba,
¡¿Cómo nos podes hacer esto?! ¡Sos un traidor
Brea!- El Brea permanecía inmóvil ante las hirien-
tes palabras. -¿Qué haces ahí parado? ¡Salí de acá
negro hijo de puta! – el Pipa se abalanzó sobre él
Brea con la guardia en alto. Luego de algunos ama-
gues de puño fallidos, el Pipa logró conectar un jab
derecho sobre el grueso hombro del Brea. El puño
del Pipa sintió el músculo firme como una pared
y el dolor en su mano encendiéndose. Luego de so-
plarse la derecha lastimada, el Pipa probó con un

38
cross izquierdo. Fue preparado con tanto respaldo
muscular, pero con tan poco disimulo, que Brea
lentamente lo evadió, y el Pipa terminó cayendo al
piso, perdiendo el control luego del enérgico giro
de su cuerpo. Con la cara colorada y respirando
como un maratonista, el Pipa escuchó que el Brea
le dijo: “Quiero crecer Pipita” y luego subió por la
escalera más allá de los confines de la fosa.
Pero el Brea volvió. No había cambiado de parecer
en cuanto al retiro voluntario, pero le era inacep-
table partir sin despedirse. Fue readmitido con ho-
nores. Los cuatro delirantes de la fosa ocuparon
sus lugares en su mesa improvisada. Pusieron su
brazos por encima, el uno del otro, formando un
cuadrado de hermanadas espaldas. La fábrica des-
apareció por un momento, también el dinero y la
cocaína. Sobre el piso el Brea miró un cartel arru-
gado que tenía un lema pintado: “El que abandona
no tiene premio”. No me hagas caso -aclaró el Pipa
- estaba caliente. Ya se me pasó. Voy a hacer uno
nuevo, ya vas a ver…
El Brea partía y la gente de los sectores también
lo despedía. En los segundos sobrantes de una ope-
ración laboral, algunos obreros corrían a abrazarlo
y, a las apuradas, le deseaban buenos destinos. En
la línea de tapicería, donde el sistema había logrado
la total ocupación del tiempo del obrero, era impo-
sible abandonar la línea por más de un segundo.
Entre aprietes de tuercas sonaron aplausos fugaces
como disparos de práctica. Pero fue en el último
portón lo mejor de aquel día. Entre los balancines
grasientos y los caños de agua, colgando desde el
techo, los camaradas de la fosa dejaron su último
mensaje, pintado en un nuevo cartel:

39
“Nos vamos a seguir viendo, negro hijo de puta”

Esas eran las palabras elegidas del Pipa. Él consi-


deraba que el trabajo puede situar dos extraños en
el mismo lugar, y que, naturalmente, surge un
vínculo. Pero, cuando el trabajo, por cualquier mo-
tivo se interrumpe, el vínculo se pone a prueba: Si
logra persistir pese al tiempo, es amistad verda-
dera, y si no, todo ha sido un mercadeo de compa-
ñías, circunstancial e interesado. El cartel perma-
neció en su sitio por varios días. Cualquier trabaja-
dor que pasaba por el lugar, se marchaba un tanto
intrigado, recordando las palabras: “Nos vamos a
seguir viendo, negro hijo de puta”
En una esquina céntrica de la localidad de General
Pacheco las persianas bajas de un local abandonado
se levantaron nuevamente. Una obra veloz trans-
formó lo que antiguamente había sido una carnice-
ría en un flamante bar. El mobiliario estaba cons-
truido en maderas que habían servido en la cons-
trucción, hasta que de tan arqueadas fueron des-
cartadas. La gente del Brea las pulió y las pintó con
las pinturas más baratas y en los colores que nadie
compraba. Ocre, lila infantil, bermellón… La de-
coración la facilitó un chatarrero, rico en engrana-
jes inservibles y cadenas torcidas, en carretillas
desfondadas y grifos manuales que habían vivido
décadas a la intemperie. Bidones de sustancias in-
flamables fueron usados de mesas, y bañeras de lata
se usaron para construir sillones. Con el capó oxi-
dado de un camión abandonado se fabricó el le-
trero: “LIBERBIRRA”. Cerveza artesanal (con le-
tras color terracota). Cosa que era cierta, ya que
artesanalmente se agregaba colorante y sabori-
zante a varias cervezas regulares, para dar a luz a

40
un nuevo engendro. Pero la publicidad extraoficial
jugó también un papel importante: según el boca
en boca el bar vendería cocaína y se podía tomar a
gusto en sus amplios baños, siempre que no se joda
a nadie.
La inauguración de Liberbirra explotó de gente,
que terminó en la calle o sentada en la vereda, in-
gresando al local, de cuando en cuando, ya sea por
cerveza o para usar el baño. El exitoso emprende-
dor Brea se volvió un emblema en el cumplimiento
de los sueños. Lógicamente, su figura se apoderó
de los rumores circulantes entre sus antiguos com-
pañeros de la fábrica. Muchos se ilusionaron, y se
preguntaron a sí mismos si no era el momento de
pegar aquel salto, que siempre habían añorado.
El gerente Ferrari saltaba de felicidad cada vez
que su secretaria venezolana le informaba que "un
nuevo idiota" había firmado el retiro voluntario.
Imaginó a su optimismo como potentes ondas
magnéticas capaces de atraer la fortuna que deam-
bula neutral por el cosmos.

Entre tanto los obreros celebraron nuevas des-


pedidas. Hubo abrazos, canciones y asados. En el
sector de herrería un albino grandulón, apodado
con justicia “Lechita”, fue homenajeado con las pa-
labras que seguían presentes en el imaginario de la
fábrica: “Nos vamos a seguir viendo, negro hijo de
puta” La escena se repitió, también la frase. Los ad-
herentes al retiro voluntario fueron fugazmente
millonarios. Fugazmente emprendedores. Fugaz-
mente comerciantes. Fugazmente felices. Pero su
único final fue la ruina. Y luego volvieron a ser lo

41
que siempre serían: obreros. Con la salvedad de
que ya no tenían trabajo.

42
7 .El Bote Roto

L a regresión de Isaías hacia la lumpeniza-


ción -lo que el Pipa llamó su “reconver-
sión”- marcó una tendencia que la organi-
zación buscó profundizar, sin lamentar que el buen
Isaías haya retornado al cautiverio de una granja
cristiana.
La necesidad que imponía el crecimiento del mer-
cado obligaba a buscar y reclutar nuevos acólitos
en diferentes sectores a fin de extender las fronte-
ras de influencia y satisfacer la creciente demanda.
Nuevos vendedores, suerte de corredores exter-
nos, empezaron a dividirse el ancho territorio fa-
bril, garantizando el flujo de la mercadería.

Satriano era el único de los tres restantes de la fosa


que poseía algún conocimiento en administración,
y era él el encargado de anotar los nombres de
cada colaborador, sector al que pertenecía y volu-
men de cada entrega. Al primer recuento, Satriano
informó a sus pares la existencia de veinte colabo-
radores en total, y una suma similar de posibles in-
corporaciones.

43
Los corredores de la fosa pelearon una batalla, pu-
ramente comercial, contra los dealers cuentapro-
pistas que operaban descentralizadamente. “La
“favorita de Francisco” se impuso gracias su rela-
ción precio-calidad (excelente, rendidora, relativa-
mente económica, reportaba el feedback). Transas
exógenos fueron llevados a la ruina; posterior-
mente, solicitaron unirse a la banda de la fosa, al-
gunos pasaron los filtros de selección y se incorpo-
raron al negocio.
La demanda continuaba creciendo exponencial-
mente. Los sectores vírgenes cayeron rendidos,
incluyendo lugares que en primera instancia fue-
ron considerados “no aptos”, como la oficina de Re-
cursos Humanos, la Asociación Obrera de Benefi-
cencia y el pequeño destacamento de bomberos que
operaba en la fábrica. Un día Satriano preparó su -
ya regular- “informe de organización” y el dato
más relevante fue el incremento en la proporción
entre militantes activos de la fosa y la masa obrera:
Estimados en uno cada trescientos:

- ¿Eso es mucho no? Preguntó el Shagy

Pero el desarrollo de la corporación no se realizó


armónicamente: por momentos el temor a ser des-
cubiertos y despedidos invadía la fosa. Se hablaba
sobre llenar las valijas y abandonar para siempre el
negocio. Pero las amenazas nunca pasaron de ser
imaginarias, produciendo únicamente preocupa-
ción. Preocupación que originó, además de algún
que otro ataque de pánico, modificaciones en el or-
ganigrama: se situaron entre la fosa y los respon-
sables de cada sector, un mando medio, el cual ser-
vía se engranaje y aligeraba la presión sobre el

44
cuartel central, un anillo defensivo extra, que en
caso de que algún corredor, apresado, se vea en la
tentación de señalar a su superior a cargo: Técni-
camente, no podría demostrar vínculo fehaciente
con el alto mando.
Pero el nuevo mando medio, reclutado entre los
mejores corredores, tampoco se desarrolló armó-
nicamente. Fue preciso re-educar. Enseñando lo
importante de respetar ciertos horarios, de man-
tener ciertos recaudos y cuidar las palabras utiliza-
das. A veces se daban charlas de grueso tenor en el
espacio reducido de la fosa. Se llamaba la atención
sobre alguna actitud irresponsable, sobre algún
faltante, sobre mercadería que nunca llegaba a des-
tino, etc. Lo peor – y en esto los tres profetas ori-
ginales coincidían- eran los “carteludos”, término
que hacía alusión a aquellos individuos que les
gusta exteriorizar su actividad criminal, señalados
en la jerga como gustosos de “pegarse carteles”.
Lógicamente representaban un peligro impor-
tante. El Pipa, quien muchas veces ofrecía algunos
regalos como pequeñas recompensas e incentivos,
ideó lo que fue la primera purga. Que consistió en
desplazar algunos corredores en funciones. Con
quienes, igualmente, se seguía estableciendo un
trato individualizado. Para amortiguar los deseos
vengativos, se los mantenía leales suministrando
cocaína prácticamente al costo. Así y todo, aún la
tropa de elite de la fosa se vio diezmada por la adic-
ción y la locura. Llevando a que algunos fuesen in-
ternados en la clínica de la obra social (donde, di-
cho sea de paso, también llegaba la “Favorita de
Francisco”).

45
Pero ningún traspié lograba circuncidar la buena
suerte. Y todo el asunto crecía al punto de tornarse
vertiginoso. Presos del pánico nuevamente, la con-
ducción de la fosa decidió cerrar las puertas de la
organización. Prohibiendo el ingreso de nuevos
corredores, colaboradores, ayudantes, informantes
y cadetes. Pero la presión expansiva era tal, que a
falta de permiso para incorporar una mayor mano
de obra, comenzó un proceso de sub contratación
y tercerización, incluyendo personas que recibían
como único pago el sostén parcial de su propio vi-
cio.
El dinero se amontonaba en la fosa. Se apilaba caó-
tico contra las paredes, desparramándose sobre el
suelo. Tres mochilas eran llenadas con dinero cada
semana. Cada vez más pesadas. Un día Satriano re-
portó que cada uno de ellos se había transformado
en millonario. El Pipa fue felicitado. Lagrimeó de
felicidad ante el reconocimiento, y sentado sobre
una parva de billetes arrugados, con un cigarrillo
de tabaco negro ardiendo en la sonrisa, se sintió,
brevemente satisfecho de sí mismo y se vanaglorió
de sus dotes como líder de la exitosa conspiración.
Pero el Pipa ignoraba que la conspiración se había
revelado hacía tiempo y que su actividad era pú-
blica. Y que en esa selva de pasamos, reventas, gi-
ras, en esa fábrica de cubículos de inodoro, cerra-
dos con perillas y humeantes desde su techo hueco,
la droga se había vuelto tan masiva, que su enfer-
medad avanzaba devorándolo todo, enfermedad
que al agigantarse se transformó en una nueva
normalidad, cuyo momento todos querían eterni-
zar, protegiendo su centro vital, radicado en la
fosa.

46
Pero el triunfo tenía su precio. Los tres amigos se
encontraban agotados física y mentalmente, luego
de trabajar bajo una exigencia sobre humana por
un tiempo mayor al deseado. Satriano, habitual-
mente bañado en sudor, sembraba esperanzas en
que destinen a algún disidente a la fosa, y así su-
perar la ausencia del Brea. Shagy no consideraba
eso posible, en cambio opinaba sobre sobornar a al-
gún supervisor para que envíe un cuarto inte-
grante. Así no tendría que embolsar tanto todos
los días. Sentía duros los dedos, difíciles de estirar
del todo. Y le preguntaba al grupo:
 ¿Cuanto falta para que nos jubilemos? Y nadie
respondía. Interpretando el silencio como una ne-
gativa, el Shagy rebajaba sus pretensiones:
 Si seguimos vendiendo, traigamos a alguien
para que embolse. Por favor se los pido.
El Pipa estaba tirado contra la pared con un ciga-
rrillo apagado entre los dedos. Situado inmóvil
ante al panorama de trabajo de sus dos amigos.
Movía la cabeza hacia los costados, pero tenía los
ojos cerrados. No por eso no escuchaba, y entendía
el reclamo del Shagy porque él también se pregun-
taba:

-¿Cuánto falta?

Hacía tiempo que el Pipa no descansaba. Pasaba las


semanas enteras en la fosa; en vez de abandonar el
lugar cuando terminaba el turno, se quedaba y or-
ganizaba el trabajo. Su ropa tenía un olor agrio que

47
irritaba al Shagy y llegó incluso a molestar a Sa-
triano. Bajo las uñas crecidas del Pipa, la tierra del
piso se mezclaba con merca y sus dientes se entu-
mecían cuando los nervios buscaban algo para
masticar. Con los ojos parapetando la luz, la mente
del Pipa imaginaba un día soleado sin la obligación
de trabajar, se imaginaba fresco luego de dormir
tras una noche sin consumo. ¿Era tanto pedir?
- No. Es lo que nos merecemos – habló el Pipa al
aire que flotaba entre él y sus intrigados amigos.
¿No llegó el momento de retirarse? ¿De demostrar
que uno, es un profesional y no un jugador com-
pulsivo, que cuando gana quiere más y juega hasta
que lo pierde todo?
 Yo soy un profesional, no te confundas -se de-
fendió el Pipa
 Hasta ahora lo único que vimos es un tipo con
suerte. Que encima ahora tiene miedo – balbuceaba
el Pipa recitando argumentos contra sí mismo.

 Tengo una que si me sale me consagro, y no me


quiero quedar con la intriga -Shagy y Satriano mi-
raban al Pipa perplejos, no podían entender sus pa-
labras, pero su manera de gesticular los asustaba-
¡Muchachos! - les gritó mirándolos, recuperando
cierta humanidad- Una más les pido. Último
round... No me puedo mover, acérquense los dos,
hay algo que tengo que mostrarles… -la mano
temblorosa y huesuda sustrajo del bolsillo de su ca-
misa de trabajo un papel arrugado, entre todas las
líneas y números desprolijos el Pipa había hecho

48
un cálculo y un gráfico de líneas sobre ejes carte-
siano torcido:

- Todo lo que ganamos hasta ahora es esto que


esta acá – el Pipa no se molestaba en señalar más
que con sus palabras – ahora… si hacemos lo que
dice, ganamos lo mismo pero en un solo día de la-
buro. Básicamente duplicamos ¿No les parece que
vale la pena aguantar un poco más para semejante
batacazo? –los números exhibidos ante Shagy y
Satriano resultaban ilegibles, y lo eran para cual-
quier humano a excepción de su autor, sin embargo
la autoridad del Pipa gozaba de mucho prestigio.
No omitieron sonido, ni a favor ni en contra
Esto es muy simple. Hoy dejamos de vender. Apa-
gamos todos los teléfonos. Mañana escribimos a
todos los corredores un mensaje claro: No hay
nada hasta “x” fecha porque va a venir algo de otro
planeta. Pero cuesta el doble. Fin del comunicado.
- Pero Pipa ¡nos van a matar! – habló exasperado
Satriano
- ¡No! ¡Mira si nos van a matar antes de que les
entreguemos! Se van a acomodar Satriano. Los co-
rredores la cortaran, o la darán fiada, la gente se va
a adaptar Bolu, aparte en unos días depositan el
aguinaldo. No es por azar la fecha ¿Entendes? -el
Pipa se clavo un dedo sobre la sien.
- Ok. Vamos con esa Pipa. Tengo un buen pre-
sentimiento – asintió inseguro Shagy.
- Y otra cosa: yo te ayudo a embolsar Shagy, y
vos también vas a ayudarlo Satriano. ¡Tira todos
los libros y las carpetas esas, y esa computadora

49
que metiste acá, tira todo a la mierda, porque pe-
gamos y nos fuimos, y nos vemos! Mientras tanto
descansemos, unas pequeñas vacaciones no nos
van a venir mal. Van a ser multimillonarios gua-
chos, vayan pensando qué carajo van a hacer de sus
vidas.

50
8. Cuentos

C enteno entró a la oficina de Ferrar, feliz


de sentir el frío que reinaba en aquel es-
pacio. Traía en sus manos una lista con el
nombre de varios operarios. Horas atrás Ferrari le
había pedido seleccionar un grupo de diez indivi-
duos, para ser parte del decorado de un acto polí-
tico que acontecería en la fábrica.
No se trataba de otra fanfarria habitual en la vida
de la empresa, el propio Gobernador en persona
visitaría la fábrica. Al parecer, el panorama polí-
tico había cambiado: El gobernador seguía siendo
el favorito en las encuestas, pero su tendencia era
a la baja. El equipo de campaña decidió que era
hora de romper el quietismo. Para ello se organizó
el acto. Un símbolo del apoyo a la industria, y tam-
bién, del vínculo inquebrantable entre el goberna-
dor y cualquier obrero ordinario. Esos diez nom-
bres eran posibles candidatos, para la puesta en es-
cena, que Centeno había seleccionado a las apura-
das entre el mate y el café.
- No, no, no, no… decía Ferrari mientras repa-
saba los nombres – Este no. Centeno, ¿este? no…
-y tachaba con un resaltador verde -¡¿Este?! ¿Estás
loco Centeno?

51
- Omar –ese era el nombre del señor gerente- jus-
tamente ese está tomando pastillas. Pastillas para
la cabeza. No tiene sentido tenerlo en su sector.

- Bueno Centeno, tampoco maneja una grúa. Lo


necesito trabajando.

Al final quedó un solo nombre sin tachar. Un


nombre que Ferrari no conocía y que por tanto re-
sultó seleccionado.
Entre toda la fauna extravagante que puebla el
mundo fabril existen ciertos individuos que logran
situarse en lo más alto del podio del excentricismo.
Son seres mágicos salidos de una buena novela.
Que visten como cualquier mortal; y laburan día
tras día, vulgarmente. Pero su naturaleza divina
tarde o temprano se rebela y ahí nos dejan estupe-
factos dudando de nuestro ateísmo. Ángeles caídos
que buscan diversión, demonios con moral, canti-
neros del purgatorio. Los hay en todos lados y esta
fábrica no era la excepción. El destino había si-
tuado a uno de sus instrumentos más locuaces, en
la apariencia de un viejo de sesenta y pico. Un viejo
agringado, que tenía una calvicie ancha de oreja a
oreja, llena de lunares y manchas; tras la cual so-
brevivían algunos pelos, que caían de la nuca, albo-
rotados, en canas rubias retorcidas. El rostro es-
taba completamente cubierto de arrugas, cuar-
teado como la tierra de una laguna seca. Así y todo,
la boca seguía siendo lo más grotesco y llamativo.
El anciano había perdido la mayor parte de sus
dientes, y solamente tres colmillos habían sobrevi-
vido. Ocres, desafilados y endebles como madera
podrida. Al cerrar la boca la mandíbula tenía que
cerrarse demasiado. Contorsionando todo el rostro

52
a la presión, sorbente, de la boca. Era una imagen
difícil de soportar. Pero con el tiempo, los obreros
se acostumbraron a él. Un operario, al mirarlo,
creyó que ese horrible abuelo le recordaba a una
serie de terror llamada “Cuentos De La Cripta”,
cuyo presentador era un muerto viviente en estado
de putrefacción avanzada. “Cuentos de la cripta”,
ese fue el apodo inicial. Con el correr del tiempo, y
del uso, el apodo llegó a su forma definitiva: “Cuen-
tos”. Laboralmente hablando, el viejo Cuentos era
extremadamente puntual y un perfecto presentista.
Pero cuando la sirena anunciaba el comienzo del
trabajo, Cuentos se quedaba sentado sin hacer
nada. Absolutamente nada. Llevaba años así. Pi-
diendo con una huelga individual y salvaje que lo
despidan. La empresa se negaba porque despedir a
alguien tan antiguo era muy caro. Entonces Cuen-
tos seguía esperando la jubilación, leyendo el dia-
rio de ayer y fumando.
Cuentos sintió a Centeno deambular pero no le-
vantó la vista hasta que la charla se hizo inevitable.
El delegado le explicó que la empresa, y el gremio,
necesitaban de sus servicios, de la visita importan-
tísima, el acto que abría, etc.:

- ¿Me haces la gauchada?


- Si, no hay drama pibe – respondió Cuentos mi-
rando el diario.

“En veinte minutos llega el gobernador” anunció


una voz desde el fondo de la sala, aumentando el
nerviosismo de todas las personas que daban los

53
toques finales al lugar. Periodistas, ejecutivos de la
compañía, dirigentes gremiales (incluyendo a Mo-
rán), todos ellos sentados a la espera. Parados en la
primera línea estaban los fotógrafos junto a sus cá-
maras. En el centro había un escenario, con el logo
de la compañía impreso en el telón de fondo. Y un
atril con un micrófono que ya habían probado los
sonidistas. Firme como un granadero se hallaba
Cuentos en un costado del escenario. Le habían
dado un overol nuevo color verde botella. Una ma-
quilladora intentó mejorar su aspecto, pero, al
verlo, lamentó el oficio que ejercía. Solamente es-
polvoreó aquel cuero baqueteado para quitarle la
terminación brillante.

“En diez minutos llega el gobernador” gritaron.


Todos se acomodaron el cuello de la camisa y las
corbatas. En el centro de la sala uno de los organi-
zadores miraba a Cuentos. Y se preguntaba quién
(había sido el hijo de mil putas…) de poner seme-
jante vejestorio en una tarea de exhibición pública.
“Cinco minutos” dijeron. El organizador, invadido
por un mal presentimiento, se lanzó a trote en di-
rección al sexagenario.
- Señor – le dijo desde abajo del escenario - ¡Se-
ñor! ¿Le explicaron no? Al gobernador. No lo sa-
lude con la mano. Dele un beso. ¿Está claro? No lo
salude con la mano.
- Si, si, ya me explicaron pibe – respondió Cuen-
tos, sonriendo sin abrir la boca.
- ¡No lo salude con la mano! Insistió el organiza-
dor y partió a su lugar preestablecido para el show.

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Un helicóptero aterrizo en la fábrica. El sonido de
las aspas inundó el salón, invistiendo en pomposi-
dad el ingreso del personaje. El gobernador ca-
minó hacia el escenario regalando sonrisas a las cá-
maras. Su discurso fue breve, incongruente e in-
sulso. Su mano izquierda se alzó en el aire, gesti-
culando eufóricamente al son de sus palabras. Pese
a que el hombre era diestro, su mano derecha se
mantenía oculta bajo el atril. Esto era una imposi-
ción de la mala fortuna: El gobernador había per-
dido, durante su juventud, la mano derecha. Utili-
zando desde entonces una prótesis de titanio, fo-
rrada en caucho similar a la piel humana. Pese a lo
fidedigno del implante, seguía siendo motivo de
vergüenza. El discurso terminó abruptamente. El
aplauso final, dubitante, tardó en decidirse a sonar.
Sin que callaran las palmas, el gobernador se alejó
del atril, con la mano y la prótesis a los lados, pre-
parándose para abrazar y besar las maquilladas
mejillas de Cuentos. Pero una vez cerca, el gober-
nador contemplo al anciano avanzar con la mano
derecha estirada. El gobernador, confundido, miró
en dirección a los organizadores del acto. Pero ese
segundo de ventaja fue un regalo costoso. Antes
que el gobernador reaccione Cuentos sujetó la
mano falsa del gobernador con firmeza, y la estiró
en un tenso saludo. Los fotógrafos gatillaron fre-
néticamente. Para completar el sabotaje, Cuentos
miró a las cámaras, abriendo la cueva honda y des-
dentada que tenía por garganta, con la lengua ne-
gra fuera, burlona como una gárgola, mientras su-
jetaba la prótesis del hombre que se esforzaba por
zafarse.

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Morán intento dar con Centeno. Recorriendo en
persona y apurado todas las covachas conocidas.
Pero le fue imposible. El delegado se había retirado
temprano, se sentía mal, le dijeron. Entonces lo
llamó. El secretario general le planteó que se sentía
agraviado por la negligencia en la organización del
acto (“sos un tremendo pelotudo”), abriéndose en
la intimidad de sus pensamientos (“Nunca había
conocido a alguien tan inútil, que no sirva para una
mierda”), reprochó a la casualidades el vínculo que
los unía (“sos la peor basura que me tocó dirigir”)
y sembró interrogantes sobre su continuidad en el
sindicato (“voy a poner a cualquiera de delegado, al
viejo pajero ese que cagó todo, al primer falopero
que me encuentre, a cualquiera antes que vos viejo
puto y mal parido”). Luego se despidió, dos veces
con las mismas palabras (“Ándate bien a la concha
de tu madre, ándate bien a la concha de tu madre”)
Y colgó.
Para el gobernador la cosa tampoco fue fácil. Me-
ses después del fracaso del acto se realizó la elec-
ción. El gobernador perdió por un escaso margen.
Un “empate técnico” dijeron para consolarlo. Se-
gún los politólogos, este tipo de resultados parejos,
revalorizan cualquier hecho en el terreno de la
campaña política. Pudiéndosele atribuir, un valor
significativo, incluso decisivo, a cualquier acierto
o desacierto.

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9. Volveré y seré

L a sala de espera del servicio médico de la


fábrica se hallaba colapsada, llena de dra-
máticos enfermos, que habían ocupado
todos los asientos de acero inoxidable, dejando pa-
rados a una buena parte de ellos. El Pipa abrió len-
tamente la puerta, y se anunció silenciosamente a
la recepcionista.

Pasaron unos pocos segundos...


-¡Veccio! - gritó la voz de un doctor desde el in-
terior del consultorio.
Los pacientes se irritaron. Cualquier apellido
que se oía excluía al grueso de ser atendidos, que-
dando el resto en la interminable espera. Pero
cuando el tal Veccio enfiló hacia el consultorio, y la
reconocida cara del Pipa brillo bajo las luces haló-
genas, las miradas abandonaron la envidia inicial
para transformarse en admiración y gratitud.
El doctor tenía preparado sobre la mesa la ficha
del Pipa, compuesta de cuatro hojas escritas en el
idioma de los médicos:
– Hola Pipa ¿cómo te va? ¿Necesitas una semana
más?

57
– No doc., así está bien.

– Bueno, ¡vaya nomás!


– Dale, muchas gracias, nos vemos – El Pipa se
puso de pie, firmó su alta médica y prosiguió su
camino al interior de la fábrica.
La fábrica seguía siendo la misma, pero el Pipa
la recordaba diferente, el ruido constante había
desaparecido de su memoria, y cualquier secuencia
vivida, era recordada con un telón de fondo mudo.
"Que quilombo que es esto", pensaba el Pipa. Ma-
quinas apuradas galopaban a sus costados, y los
operarios asomaban la cabeza descuidando sus ma-
nos bajo las prensas. Lo miraban al Pipa pasar, su
cuerpo flaco meciéndose acompasado, y se pregun-
taban si realmente era el hombre de la leyenda.

Entre todo el largo trecho hasta la fosa, una


pronunciada escalera conducía a un enorme baño.
El Pipa necesitaba de él, y sin pensar en el tiempo
por perder, se interno dentro de uno de los cubícu-
los de los inodoros, encendió un cigarrillo negro y
trabó la puerta. Tenía un bolsa en el bolsillo, una
bolsa cerrada que llevaba para comprobar si era ca-
paz de estar puro con la tentación al alcance de la
mano. Lo estaba logrando, más tiempo del pre-
visto, sin que la ansiedad lo moleste demasiado. Su
celular vibró en silencio, era un mensaje de un
grupo llamado "La Favorita" Shagy preguntaba
"Todo bn?". "Si" respondió el Pipa, mientras pren-
día un nuevo cigarrillo, con el cadáver ardiente de
su antecesor.

58
Al ver el celular, el Pipa notó otros mensajes pen-
dientes: el grupo "Gremioyorgullo" tenía una ca-
tarata de mensajes sin leer, seguramente noveda-
des sindicales de primera mano. Al Pipa lo habían
agregado luego de que el gremio se transforme en
un cliente importante de la fosa, al punto de rozar
las formas cariñosas cuando se trataban mutua-
mente. Según decían, el propio Morán había pedido
a uno de sus lacayos que le envíe saludos a "Pipita".
En cambio, Centeno había sido expulsado del
grupo de Whatsapp y no parecería haber readmi-
sión posible. Algunos militantes incluso habían lle-
gado a iniciar el operativo clamor "Pipa delegado",
pero la idea, si bien tenía cosas buenas, no lograba
seducirlo del todo. Otro mensaje de un remitente
no agendado decía así: "Gracias por tanta magia".
El Pipa borró los mensajes restantes y salió del
baño sintiendo una leve sofocación.
Para llegar a la fosa el Pipa debía cruzar a través
de las líneas de producción centrales. El lugar
donde todo comenzó. El sitio donde la herida
inoculó su veneno expansivo. Y allí estaba él, su
sola presencia trajo los gritos y las exclamaciones
viscerales, el sonido del metal macizo, batido en sa-
ludo marcial ante el gran general. ¡Genio! Gritaron
los obreros lejanos con la esperanza de también ser
oídos.
El Pipa levantó los brazos, con los dos puños
cerrados, y giró circularmente. Se llevó una mano
sobre el pecho y revoleó un órgano imaginario, y
lanzó sonrisas y besos voladores que sacaron lá-
grimas de los ojos vidriados, que lo vieron sumer-

59
girse en el suelo y desaparecer rumbo a la fosa, de-
jando su presencia invisible para la tranquilidad
del ambiente.

-¿Que onda giles? ¿Me extrañaron? - pregunto


el Pipa al llegar.

-¿Que haces muerto de frío? -Satriano abrazó al


Pipa, el Shagy esperaba su turno - ¿Descansaste?
Estas más gordo y todo.

- Si, ja, ja, largue la dieta.

– Hiciste bien boludo, se te ve mejor.


– Si ¿No? ¿Y por acá que onda? ¿Todo listo? Ya
estoy podrido de esta historia.
– Cargada la catapulta maestro – respondió reve-
rencialmente Satriano- Que bueno que volviste.
Estábamos podridos de esperar ya, ¿o no Shagy?

– Si, me tuve que fumar al boludo este yo solo, ja,


ja.

– Cállate boludo si me extrañas hasta cuando me


voy al baño. Este pendejo es re sensible Pipa.

– ¡Mira! No lo tenía del blandengue al Shagy.


– Blandengue tienen la chota ustedes – dijo el
Shagy sonriente.

60
10. Gracias por tanta magia

L legó el viernes al fin. La gente estaba an-


siosa y expectante, con fajos de billetes re-
servados en los bolsillos, esperando la se-
ñal para realizar la transacción y pegarse la gira de
sus vidas.
El Shagy y Satriano estaban en la fosa. Los ce-
lulares vibraban sobre la mesa al son de los men-
sajes y llamadas. Pero el Pipa no llegaba y sus dos
compañeros empezaban a preocuparse, y rogaban
al cielo por su aparición, con toda la merca a cues-
tas. Pero la única respuesta era una voz española
avisando que "el celular al que intenta llamar se
encuentra apagado o fuera del área de cobertura".
No quedaba más que esperar.
Algunos privilegiados podían abandonar su
puesto de trabajo, y esperar junto a la escotilla de
la fosa por las novedades en primera mano. Los
mensajes caían como sapos en la biblia: Hay mer-
luza? Pero la negativa se repetía, siempre franca y
decepcionante.

La desconfianza roía los cerebros con su mas-


cullar constante y muchos se preguntaban si sus

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propios compañeros no estaban ocultando infor-
mación de vital importancia. Pero el trabajo rete-
nía al grueso de los operarios en su sitio; impoten-
tes ante el galopar desordenado de sus corazones.
Una fuerte sirena sonó haciéndose audible en
todos los sectores de la fábrica. Anunciaba el inicio
del período destinado al almuerzo. Pilas de milane-
sas fritas esperaron, vanamente, por los comensa-
les. Solo algunos caretas irremediables acudieron
aquel día. Ya que el grueso de los trabajadores, con
los puños apretados y la saliva espesa, se dirigieron
en masa hacia la escotilla de la fosa.

-¡Shagy! ¡¿Pusiste la traba?!

-No tiene traba boludo...

Una avanzada de rabiosos irrumpió en el inte-


rior de la fosa. Buscaban cocaína sin oír los llama-
dos a la calma del Shagy, quien fue lanzado contra
una de las paredes. En el piso sus bolsillos fueron
requisados sin éxito. Solo había efectivo y pañuelos
de papel usados. El Shagy se escabulló entre las
piernas y logró alcanzar la escalera, abandonando
a Satriano a su suerte. Rodeado y transpirando,
como un jabalí entre los dogos, tuvo que decir algo,
y ese algo fue la primera mentira que pudo redactar
su mente:

– El Pipa esta muerto... ¡El Pipa esta muerto!


Los rabiosos enmudecieron. Y, en silencio, aban-
donaron la fosa para reunirse con el resto, que en
la superficie aguardaba por ellos, irracionalmente
a la espera de buenas noticias:

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– El Pipa esta muerto...

Hubo shock, hubo llantos sofocados entre las


mangas de las grafas, hubo gritos de dolor por la
pena punzante. El duelo fue breve. Y luego empe-
zaron los actos de locura:

La hueste corrió en todas las direcciones, con la


ciega esperanza de encontrar algo, restos aunque
sea, difundiendo a su vez las malas nuevas, y revo-
lucionando los sectores a su paso.

La guardia de mantenimiento preventivo mi-


raba con preocupación los acontecimientos. Ya sea
por su especialidad laboral, por su alto salario o por
su apetito voraz por la cocaína; tenían la costum-
bre de stockear su propia reserva. Y tenían una ge-
nerosa porción, que la escases había revalorizado
al infinito. El único lugar que les pareció seguro
fue un puente grúa donde había sitio para todos, y
cuya escalera podía levantarse desde arriba. Serían
inalcanzables, y solo pensaban bajar cuando la
única bolsa que existía en toda la fábrica estuviese
finiquitada.
Pero con el puente grúa fuera de servicio la lo-
gística de la fábrica fue forzada a la quietud, y la
manufactura se privó de los insumos, indispensa-
bles, para continuar produciendo. Las líneas se de-
tuvieron y las herramientas colgaron como re-
puestos viejos de un local de compra-venta. Y la
obligación de trabajar desapareció de toda la
enorme fábrica, abriendo las compuertas de la li-
bertad humana.

63
Entre tanto caos, descontrol y gente usando el
éter como paliativo para síndrome de abstinencia,
empezó el fuego.

El sistema anti incendio se activó disparando un


suave rocío, que moría en vapores sin llegar nunca
al material combustible. Para cuando los bomberos
pudieron controlar al fuego, gran parte de la fá-
brica se había transformado en ruinas negras y re-
torcidas.
Los obreros se habían reunido en una playón de
camiones lindante a la fábrica, era el "punto de en-
cuentro" designado para las emergencias. Allí es-
taban todos ellos, sintiendo la tibieza del desastre.
Algunos todavía insistían por acercarse a revolver
entre los escombros:

- ¡Déjenme pasar! ¡El Pipa está ahí adentro!


- ¡No quieras ser un héroe! Advertían los bom-
beros forcejeando.

Incluso parecía razonable volver a encender el


incendio, con tal de iluminar nuevamente aquel
sueño derretido.

Pero un inesperado invitado se hizo presente,


quizás el único ser humano con la capacidad de
afrontar las extrañas circunstancias. Se trataba del
compañero Morán, quien avanzaba acompañado de
su escolta, con el mentón hacia arriba y la campera
de cuero tensa sobre su pecho inflado.

Improvisaron un atril sobre el acoplado de un


camión, y la multitud se reunió en torno al caudi-
llo:

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El vozarrón de Morán sopló su tono firme, cap-
turando las mentes con su ímpetu implacable, mar-
tillante y sereno.

Dijo que en la peor de las tragedias no sirve de


nada encontrar el nombre de un responsable, por-
que lo importante es aprender de los errores para
no volver a repetirlos. Dijo que esas ruinas serían
removidas, y que nuevamente levantarían la em-
presa con su esfuerzo, como harían los japoneses.
Pero que hay pérdidas que jamás podrán repararse.
Porque cuando un compañero, inmenso, deja este
mundo para siempre, no hay consuelo que poda-
mos encontrar, ni olvido que llene el vacío de aque-
lla ausencia. Porque este día tiene una sola... – la
voz de Morán empezó a flaquear, y sus ojos enro-
jecieron llenándose de humedad. El secretario ge-
neral ocultó su rostro, avergonzado. Los obreros
gritaron y golpearon lo que tenían a mano, para
socorrer a su secretario general y brindarle el
apoyo moral que necesitó para terminar la frase: -
... este día tiene una sola víctima: El Pipa...

- Pipa, repitió Morán, y mirando al cielo finalizó:

-¡Gracias por tanta magia!

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Este libro se terminó de imprimir en Buenos Aires,
invierno (pandemia) 2020

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