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Andrés Nani
LA FAVORITA DE FRANCISCO
milena caserola
Andrés Nani
LA FAVORITA DE FRANCISCO
13,5 x 20 cm. 68 p.
Narrativa
Arte/diseño de tapa: Mica Fernández/ fdz.mi-
caela@gmail.com
Enrique Symns
1. SOMOS NOSOTROS, PERRO
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¿Y que acontecía más allá de la fosa, en la superficie
vasta de la fábrica, entre las máquinas que golpea-
ban y sacudían el piso, y lanzaban chispas volado-
ras como pequeños kamikazes? La gente trabajaba.
Los músculos se movían. Las líneas de producción
despedazaban los segundos con sus golpes de me-
tal. Y el Pipa, desocupado de tareas, marginado
dentro de esa pequeña sociedad, recordaba cuando
él también era admitido entre los capaces y los la-
boriosos. Hasta que la paciencia de la empresa se
agotó: se acabó lo que se daba. Porque el Pipa, con
un cuadro avanzado de adicción, vivía entre fuga-
ces rehabilitaciones y recaídas, ausencia de lunes y
euforia de viernes, numerosas faltas, llegadas tar-
des y constantes desapariciones. Pero, por esas co-
sas de la política, la empresa aún no podía despe-
dirlo, así que fue enviado a la fosa. Que era como
una celda donde un condenado a muerte espera el
castigo, y el Pipa esperaba. También sabía prede-
cir su obvio futuro laboral, pero no le importaba.
Su mente se centraba en un problema inmediato de
su propia subsistencia: la falta de dinero, la escasez
de droga. Ya sea por el precio volátil de la misma,
o por su necesidad creciente de consumo, el pro-
blema era el mismo. Y el Pipa se paraba y recorría
en círculos su reclusión, para luego volver a sen-
tarse en su cajón de plástico. Frente a él, en una
mesa que él mismo había fabricado, estaba apoyando
un espejo, sobre el cual dos hileras de cocaína se for-
maban paralelamente. Era todo lo que quedaba para
el resto del día.
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Después de inhalar el polvo con su gigantesca na-
riz, el Pipa sintió regresar los fantasmas de la cor-
dura. Y en la calma frágil de los primeros segundos
se imaginó millonario, gracias a la venta de droga
al interior de la fábrica. Esa idea, era a veces un
proyecto, a veces una fantasía, y otras veces era un
salvavidas en su desesperación. Cuando el Pipa ha-
bía sido joven había hecho alguna experiencia en la
venta de droga; fueron otros tiempos, era un esco-
lar, desocupado, necesitado de sostener sus propios
vicios. Ser dealer en una fábrica no era tan sencillo.
Pero el mercado humano que deambulaba más allá
de la fosa prometía una fortuna. Al alcance de un
simple acto de valor y, sobretodo, inteligencia para
poder vender, sobrevivir y seguir vendiendo.
Todos esos obreros de corazón ansioso y vidas
aburridas, tenían un sobrante en sus cuentas ban-
carias para permitirse un lujo...
Pero el éxtasis empezaba su declive y los nervios
volvían al Pipa. Su pie galopaba inconscientemente
llevando un ritmo veloz. Y sus pensamientos baja-
ban a una realidad hostil donde todo fracasaba y lo
único que lograba era acelerar los tiempos de su
propio final. Se imaginaba sin trabajo, sin droga...
el pan no le importaba.
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estaba prácticamente prohibida, y solo se le permi-
tía transitarla en su camino hacia la fosa, o mar-
chándose de ella.
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El extraño permaneció en silencio mientras recibía
un caluroso abrazo. Las manos del Pipa recorrie-
ron la ancha espalda por unos instantes, mientras
el recién llegado, incómodo, intentaba escurrirse
cortésmente.
Las anécdotas se repetían cada día, el Pipa parecía
no recordar lo que ya le había contado al nuevo
huésped, y reiniciaba las historias con ligeras va-
riaciones. Pero el punto más importante, al que el
Pipa siempre terminaba conduciendo, era el pro-
metedor emprendimiento de distribuir cocaína en
la fábrica y ganar suficiente dinero para nunca más
tener que trabajar. “Nunca más” repetía el Pipa,
como un cuervo de Alan Poe, repitiendo su senten-
cia. “No voy a laburar nunca más. Disculpa ¿Cómo
era que te decían?”. “Ya te lo dije: Brea” Y el Brea
seguía escuchando, resignado, en silencio.
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a prestar tarea alguna. Le habían pedido todo,
hasta que barra, y siempre su respuesta fue un “si”
sin titubeos. Pero el tema era cuando trabajaba…
su predisposición tenía su contrapartida en la te-
rrible lentitud de aquel sujeto. Le bastaban unos
minutos en cualquier línea de producción para
atrasar el trabajo de todo un grupo. Le llamaron la
atención, lo cambiaron de sector, lo pasearon por
toda la fábrica...pero el resultado no cambiaba. Los
jefes se debatían entre los que lo consideraban un
hábil simulador y los que opinaban que se trataba
de un inútil sin remedio. En defensa de la inutilidad
de este sujeto, hay que destacar que su lenta labo-
riosidad requería de su cuerpo un gran esfuerzo,
que hacía brotar una gran cantidad de sudor de sus
poros, marcando dos oscuras areolas en su camisa
de trabajo, una por cada sobaco. Ese sudor se pul-
verizaba en el aire, difundiendo un olor repulsivo
que se imponía sobre la nauseabunda atmósfera in-
dustrial. Esta peste, tan particular, originó el
apodo que le dio la fama: Unas carreras de autos
viejos se habían vuelto muy populares. Una de las
principales escuderías era Chevrolet, llamados lun-
fardamente “Chivos”. Pero, a su vez, la palabra
“chivos” hace referencia al olor agrio que emana
una persona de sus axilas. Entonces los obreros,
sintiendo la chivada sobrevolar como un insecto
cargoso, asociaron mentalmente los términos, bau-
tizando al oloroso con el nombre de un famoso
campeón de Chevrolet: Satriano. Bastaba escuchar
una vez el apodo para recordarlo de por vida.
Gente, que en su yuta vida lo había cruzado, cono-
cía la existencia de un tal Satriano. Por eso, cuando
el colorado estuvo parado por primera vez sobre el
piso gris de la fosa, se encontró con un flaco que
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extendía los brazos como un arquero y lo saludaba
familiarmente: “Bienvenido a la fosa señor Sa-
triano”
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rala barba crecida, apodado Shagy, fue señalado
como el instigador, el responsable de ser la man-
zana podrida que pudre el cajón. Lo premiaron con
un boleto sin retorno a la fosa.
El Shagy bajó en silencio por la escalera y se en-
contró con tres tipos sentados en una mesa impro-
visada. Uno hablaba moviendo mucho las manos.
Los otros dos callaban. El Shagy los etiquetó men-
talmente: “El trío los panchos”.
"Nos van a echar. Por más que duela hay que
aceptarlo. Ya estamos despedidos –oraba el Pipa
repartiendo su mirada entre los tres restantes-
Depende de nosotros si nos quedamos de brazos
cruzados, esperando lo inevitable. O – el Pipa abrió
una pequeña bolsa, con sus largas uñas sujetó una
pizca de cocaína de su interior, y la inhalo con un
esfuerzo que le arrugó toda la cara- la hacemos
bien y nos salvamos. Hay que usar lo único que to-
davía tenemos: Tiempo. Eso tenemos. En este
tiempo que nos queda podemos hacer la diferencia.
Y es grande la diferencia. Créanme… Justifica cada
segundo en este lugar de mierda.
Ahora miren:
El Pipa puso sobre la mesa tambaleante una pila de
papeles. Eran hojas garabateadas en varios colores.
El Pipa acomodó las hojas de manera que sus ga-
rabatos se interconectaron, y un mapa cenital de la
fábrica, pésimamente dibujado, se figuró en el cen-
tro.
¿Ahora ven?
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Nuevas hojas aparecieron en la mesa. Esta vez no
integraban un conjunto. Sino que cada papel tenía
una lista de nombres, titulados bajo el nombre de
algún sector. La lista se ordenaba en tres colum-
nas. El Pipa había clasificado a los operarios en
potenciales clientes, dudosos e incorruptibles
El Pipa cambió de tema abruptamente y les contó
sobre los peruanos de Once, que vendían una sus-
tancia “rica” y “espectacular” y “mejor que la que
toma Maradona”.
“La que toma… - el Pipa se trabó pensando en
quien podría tomar una cocaína de mejor calidad
que Maradona…- ¡el Papa!”
Que los peruanos eran piolas, que a él le gustaba el
ceviche, y que si les compraba mucho le mejoraban
el precio. Que él –golpeándose el pecho con la
palma- no tenía ningún problema en viajar a Once
y traer todo lo que hiciera falta. El Pipa manejaba
un Renault 9 celeste, que había perdido el aire
acondicionado en un pernocte, luego de ser secues-
trado en un control de tránsito. El verano en Once
era un asunto insoportable, pero él estaba dis-
puesto a “hacer el sacrificio”. El Pipa volvió a le-
vantar una hoja, titulada “Línea de producción
central”. La sacudió en el aire. “¡Acá! ¡Acá empeza-
mos!” El Pipa miró hacia los pares de ojos, que ob-
servaban encendidos, disipando sus temores.
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su turno de saltar. Subieron los peldaños sintiendo
el frío del metal como un presagio indescifrable.
El Pipa miraba emocionado, lamentando no poder
ir, él también, en la incursión. El último en subir
fue el Shagy; frente a la abertura de la escotilla, por
donde ahora sentía el clamor de la fábrica, atravesó
su grito de guerra: “Somos nosotros perro”.
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2. Duquesa
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torpes tratando de seguirles el ritmo. Podía verifi-
car la marcha de su plan como un espectador ob-
sesivo y detallista, lo suficientemente cerca para
ver con sus propios ojos, pero suficientemente ais-
lado para evitar sentirlo.
Pero no todo era una flor escarlata en el jardín
de Ferrari. En la mente del gerente se configuraba
un nuevo enemigo a vencer: el ausentismo. Las fal-
tas reiteradas que cometía el personal, la merma de
la fuerza de trabajo. No era un problema nuevo en
la empresa. Si él mismo había firmado una nota de
autoría ajena en la revista interna de la compañía:
“El ausentismo, estar o no, no da lo mismo” era el
título. En el margen derecho estaba impresa tam-
bién su foto. La diagramación había tonalizado su
cara en un beige homogéneo. Una especie de pali-
dez rosada. En cambio, a la hora de retocar su ca-
bellera, los diagramadores habían abusado de un
negro, profundo y grave, con el cual repintaron
cada uno de sus pelos. Ferrari se miraba impreso,
decepcionado, parecía un viejo maquillado.
Esperaba que su agenda le permitiera enviar un
mail interno al correo de la revista. Su tono sería
cordial pero exigente.
En cuanto al ausentismo la nota abordaba el tema
de manera que el gerente creía indicada. El tenor
era serio, seco, amenazante. El único objetivo del
discurso sembrado era preparar el terreno para la
acción. La jugada había sido ideada en parte por je-
rárquicos del sindicato, puntualmente el altiso-
nante Morán. Según dijo el secretario general “el
que avisa no traiciona”. Hay que sobre avisar,
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agregó Ferrari, empleando una palabra cuya exis-
tencia daba por sentada. Pero las amenazas se vuel-
ven simbólicas cuando se las reitera demasiado, pa-
san desapercibidas como los carteles de seguridad
que nadie respeta.
Sobre el escritorio, el gerente tenía una pila de
telegramas de despido. Antes de enviarlos al co-
rreo era necesario el último “ok” del gerente. Cu-
riosamente el delegado Centeno había visitado la
oficina previamente.
Luego de recuperar el aliento perdido en la cami-
nata, y de elogiar el fresco y agradable clima de la
oficina, y de formularle al gerente algunas pregun-
tas que Ferrari olvidó ni bien respondió, luego de
todo ese preámbulo de formalidad y cortesía, el de-
legado le confesó el motivo real de su nueva visita:
quería incluir a ciertas personas en la lista de des-
pidos. -Quiero que eches (a la mierda) a los negros
esos que trabajan en la fosa. Le dijo. No era una
propuesta difícil de cumplir. Pero Ferrari le ex-
plicó que hay prioridades: “hay prioridades en la
vida, y también las hay en la fábrica”. Centeno per-
maneció en silencio. Por tanto, continuó el gerente,
con mucha pedagogía: -Si yo quiero bajar el ausen-
tismo, tengo que empezar por el que más falta. Y,
créeme Centeno, que tengo ausentistas realmente
graves, si es por mí, mañana no entra ninguno, si
es que vienen… Además, Morán me sugirió, y me
pareció bien, que vaya de a uno. Un día uno. Un día
otro. ¿Entendes Centeno?. Centeno asentía cual-
quier indicación proveniente, o en consulta, con
Morán. Pero a su vez, le transmitió al gerente su
propia visión: -“La Gente” está enojada. Esto es ló-
gico, es natural, es cuestión de acostumbrarse.
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Pero el problema es que ciertos individuos están
agitando a “la Gente”. Aprovechando como caran-
chos este momento difícil. Varios compañeros in-
formaron que los operarios de la fosa deambulan
los sectores sospechosamente, y que reciben mues-
tras de cariño, léase apoyo, que crecen con el correr
de los días.
El gerente pensó los días siguientes en las adver-
tencias de Centeno, y mirando la pila de telegra-
mas revolvía nueva y mentalmente el asunto. El
gerente no había reparado en los individuos de la
fosa. A fin de cuentas el requisito para ser despla-
zado a ese sector era la incapacidad para realizar
tarea alguna. Resultaba inverosímil que estén ha-
ciendo algo, aunque solo sea molestar. Por otro
lado la petición de despedirlos no cuadraba dentro
del plan de acción contra el ausentismo: por algún
motivo los operarios de la fosa habían depuesto su
actitud irresponsable y eran perfectos presentitas.
Si no fuesen tan ineptos, el propio gerente los in-
cluiría en el próximo boletín de la empresa. Una
breve nota, acompañada de una fotografía tomada
en el puesto de trabajo, con un título optimista.
Pero Ferrari consideró que podría acceder a la pe-
tición de Centeno, era un favor, y ya se lo cobraría
con creces al sindicato, de alguna manera. Sin que
esto implique renunciar al orden de prioridades
que él se había trazado. Había casos urgentes. Los
de la fosa tendrían su turno pero no entre los pri-
meros.
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un pestañear se habían caotizado. Una hoguera que
devora a cualquier gerente. Ya que el respaldo po-
lítico termina ni bien se pacifican las cosas. Si no te
despiden se terminan las expectativas de escalar en
la jerarquía laboral, cosa que a Ferrari le intere-
saba, y mucho. Entonces el gerente revisó su plan
original: Si la idea de despedir es dar un mensaje
¿Cómo puede trascender el mensaje si alguien que
nunca viene deja de venir? ¡Cuánta ingenuidad! Fe-
rrari rompió los telegramas hasta hacerlos añicos.
-El despido no debe comunicarse previamente.
Hay que tomar al ausentista por sorpresa cuando
intente ingresar normalmente al trabajo. Su humi-
llación debe ser un espectáculo para todo el perso-
nal, en pleno horario de ingreso. Eso sí que es un
ejemplo. Pensó Ferrari, mientras apretaba con sus
manos el sillón de cuero en el que estaba sentado.
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3. La cara de la foto
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Bebe lo suficiente como para desmayarse sobre la
cama, abrazándola a ella, como los restos de un
naufragio que sostienen al Luciano sobreviviente.
Pero nada es fácil en la vida. Un día en el baño del
trabajo un compañero le ofrece cocaína. El vende-
dor es un pibe de barba pequeña y puntiaguda. Le
dice “esta no es la de dios, pero es la que toma el
Papa”. El precio tampoco está mal. La conciencia
de Luciano despierta en sirenas de advertencia
pero ya es demasiado tarde: La merca ya voló por
su nariz hasta el cerebro y vuelve a sentir el gusto
amargo, que le blinda la garganta, incluso al sabor
del tabaco negro y su aspereza. Una gran parte de
la fábrica está en la misma sintonía. Pero igual-
mente trabajan. Ignorando la fatiga que volverá
duplicada. Las líneas de producción avanzan, como
víboras que se han tragado la cola y giran sobre sí
mismas. El turno termina y Luciano esta tan duro
que le cuesta manejar hasta su casa.
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Con un ademán tembloroso intenta invitar a la vi-
sitadora a ingresar a su hogar. La inercia de los
modales sobrevive en el arruinado. Pero la visita-
dora rechaza la propuesta. Dice algunas palabras,
incomprensibles para Luciano y termina la comu-
nicación gesticulando una negativa con la cabeza.
Se marcha sin despedirse.
La madrugada seguía oscura en la previa del ho-
rario de ingreso. El estacionamiento de la fábrica
se encontraba enteramente disponible, y las puer-
tas esperaban sin filas. Los molinetes quietos, con
su hierro frío; sobre ellos, las cámaras encendidas
filmaban el vacío. El viento soplaba con esa brisa
cálida que reconfortaba las cavilaciones del perso-
nal de seguridad en su dormitar de pie, sintiendo
el uniforme como sábanas ásperas.
Desde la calle se aventuraron las primeras siluetas.
Sombras envueltas en camperas naranjas, con cin-
tas verdes fosforescentes adornando las mangas de
los pantalones. Los zapatos negros y opacos, lle-
vando el paso, acompasadamente.
Rumbo a la fábrica.
A su enorme presencia, y sus torres de rayos blan-
cos, apagadas. Sus paredes y alambres de púas. Su
higiene exterior y las banderas de dos países, fla-
meando apenas. La junta humana continuó engro-
sándose. Nutriéndose de colectivos y autos perso-
nales, de motos calientes y atadas. La masa crecía
y parecía que entre ella y la fábrica abría una coli-
sión, un combate a muerte entre dos criaturas mi-
tológicas. Pero los cuerpos y su voluntad resig-
nada, la calma y el orden, hallaban su consagración
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en la adaptación ante la abertura de la entrada:
Cuando el gentío se hacinaba dentro de sí mismo,
y se compactaba para atravesar el umbral, que era
un embudo, y volvía ese día a ser un filtro.
Entreverado en la multitud se encontraba Luciano.
Afeitado y recién vestido. Con un cigarrillo encen-
dido que ardía brillante en la noche tardía. El per-
sonal de seguridad tenía una foto de él y la orden
de evitar su ingreso. Luciano no lo sabía. Pensaba
que, como siempre, habría una luz verde cuando su
tarjeta de identificación se pose sobre el molinete.
Tantas veces ese detalle fue ignorado por la cos-
tumbre, reducido como cualquier acto en la repe-
tición. (Se reduce a “cosas”: “Cosas” que uno
hace…) Se encendió una luz roja y el cuerpo de Lu-
ciano rebotó contra el molinete trabado. El perso-
nal de seguridad despertó de su automatización de
palpar mochilas y mirar con cara inquisidora. Se
formó delante del molinete con la misión de impe-
dir el ingreso del indeseable Luciano, quien aguar-
daba, inmóvil, el despertar de un sueño que no era
otra cosa que su propia realidad. Y, sin siquiera no-
tarlo, estaba impidiendo el ingreso de las demás
personas; la enorme mayoría se fastidió y se aba-
lanzó sobre la entrada. Luciano fue lanzado hacia
adelante, por encima del molinete. Tres guardianes
de la seguridad lo atajaron en el aire, lo arrastraron
hasta una abertura lateral, sin gente, desde donde
fue devuelto a la calle. Algunos curiosos filmaron,
otros se acercaron. Cuando lo levantaron del piso,
Luciano tenía la cara cubierta de lágrimas, y algu-
nas flemas incoloras. Ni bien se sintió seguro sobre
sus piernas, el despedido corrió alocadamente
hasta una de las torres de iluminación, subiendo
por una de sus empinadas escaleras.
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4. El frío interior del cemento
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complicado el despido de los individuos de la fosa.
Resultado: un aire acondicionado nuevo para la
fosa, primer gesto de una táctica de seducción.
- ¿Encerró a la visitadora?
- Que se yo… -continuó el Shagy- es lo que se co-
menta. Podríamos haber mandando una corona de
flores al entierro...
- No está muerto boludo, tiene conmoción cere-
bral, por eso está internado –aclaró el Brea- por un
lado mejor para él, por ahí se levanta rescatado...
- ¡Y mejor para nosotros! – Interrumpió el Pipa-
para mí no echan a más nadie. Con todo este qui-
lombo ¿Vieron la nota en el diario? ¿Los videos?
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Terrible bondi. No nos van a joder más ¡Somos in-
mortales!
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5. A todo Cristo le llega su Magdalena
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custodiado. El arrepentido. El temeroso. Pero
¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿No sería capaz
de soportar sin hundirse un breve momento de res-
piración? Sería solo una despedida. El obsesivo
Isaías recordaba a Shagy, y envidiaba esa felicidad
amarga que alguna vez fue la suya. Sabor que vol-
vía a sentir en su boca, mientras su corazón se agi-
taba contra las cuatro paredes de su cuerpo y sus
tripas se rebelaban en una furia indecisa entre las
arcadas y el clamor por purgarse.
Tuvo que bajar unas paradas antes. Caminó y,
por segunda vez, revisó sus bolsillos, pero seguían
sin aparecer billetes milagrosos. Solo tenía las lla-
ves y su documento. ¿A quién podría pedirle? A
nadie. Pero igual miraba los rostros que se cruzaba
en busca de algún amigo. Esa comparsa de extra-
ños, a contramano y con el juicio en la mirada, que
cruzaban a Isaías perseguido mientras volvía a su
hogar.
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Acompáñeme por favor, indicó el policía señalando
la abertura de una casa, cuya puerta yacía destro-
zada a un costado.
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6. El que abandona no tiene premio
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Al finalizar la primera semana del programa de re-
tiro voluntario, el resultado era estrepitosamente
malo. Solamente un puñado de hombres, que se de-
batían entre la bancarrota o el suicidio, había adhe-
rido al programa. Fuera de este grupete, numéri-
camente marginal, no se sumaban nuevos volunta-
rios. Ni siquiera se habían acercado a preguntar
cuánto dinero les correspondería. El tiempo pasaba
y el gerente impaciente tuvo que aumentar la
suma, muy a pesar de su mal herido orgullo, pero
el resultado seguía siendo paupérrimo. Para colmo
los "ausentistas" eran los que menos interés mos-
traban, sintiéndose a salvo del despido y dispuestos
a disfrutar de nuevas ausencias.
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cross izquierdo. Fue preparado con tanto respaldo
muscular, pero con tan poco disimulo, que Brea
lentamente lo evadió, y el Pipa terminó cayendo al
piso, perdiendo el control luego del enérgico giro
de su cuerpo. Con la cara colorada y respirando
como un maratonista, el Pipa escuchó que el Brea
le dijo: “Quiero crecer Pipita” y luego subió por la
escalera más allá de los confines de la fosa.
Pero el Brea volvió. No había cambiado de parecer
en cuanto al retiro voluntario, pero le era inacep-
table partir sin despedirse. Fue readmitido con ho-
nores. Los cuatro delirantes de la fosa ocuparon
sus lugares en su mesa improvisada. Pusieron su
brazos por encima, el uno del otro, formando un
cuadrado de hermanadas espaldas. La fábrica des-
apareció por un momento, también el dinero y la
cocaína. Sobre el piso el Brea miró un cartel arru-
gado que tenía un lema pintado: “El que abandona
no tiene premio”. No me hagas caso -aclaró el Pipa
- estaba caliente. Ya se me pasó. Voy a hacer uno
nuevo, ya vas a ver…
El Brea partía y la gente de los sectores también
lo despedía. En los segundos sobrantes de una ope-
ración laboral, algunos obreros corrían a abrazarlo
y, a las apuradas, le deseaban buenos destinos. En
la línea de tapicería, donde el sistema había logrado
la total ocupación del tiempo del obrero, era impo-
sible abandonar la línea por más de un segundo.
Entre aprietes de tuercas sonaron aplausos fugaces
como disparos de práctica. Pero fue en el último
portón lo mejor de aquel día. Entre los balancines
grasientos y los caños de agua, colgando desde el
techo, los camaradas de la fosa dejaron su último
mensaje, pintado en un nuevo cartel:
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“Nos vamos a seguir viendo, negro hijo de puta”
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un nuevo engendro. Pero la publicidad extraoficial
jugó también un papel importante: según el boca
en boca el bar vendería cocaína y se podía tomar a
gusto en sus amplios baños, siempre que no se joda
a nadie.
La inauguración de Liberbirra explotó de gente,
que terminó en la calle o sentada en la vereda, in-
gresando al local, de cuando en cuando, ya sea por
cerveza o para usar el baño. El exitoso emprende-
dor Brea se volvió un emblema en el cumplimiento
de los sueños. Lógicamente, su figura se apoderó
de los rumores circulantes entre sus antiguos com-
pañeros de la fábrica. Muchos se ilusionaron, y se
preguntaron a sí mismos si no era el momento de
pegar aquel salto, que siempre habían añorado.
El gerente Ferrari saltaba de felicidad cada vez
que su secretaria venezolana le informaba que "un
nuevo idiota" había firmado el retiro voluntario.
Imaginó a su optimismo como potentes ondas
magnéticas capaces de atraer la fortuna que deam-
bula neutral por el cosmos.
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que siempre serían: obreros. Con la salvedad de
que ya no tenían trabajo.
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7 .El Bote Roto
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Los corredores de la fosa pelearon una batalla, pu-
ramente comercial, contra los dealers cuentapro-
pistas que operaban descentralizadamente. “La
“favorita de Francisco” se impuso gracias su rela-
ción precio-calidad (excelente, rendidora, relativa-
mente económica, reportaba el feedback). Transas
exógenos fueron llevados a la ruina; posterior-
mente, solicitaron unirse a la banda de la fosa, al-
gunos pasaron los filtros de selección y se incorpo-
raron al negocio.
La demanda continuaba creciendo exponencial-
mente. Los sectores vírgenes cayeron rendidos,
incluyendo lugares que en primera instancia fue-
ron considerados “no aptos”, como la oficina de Re-
cursos Humanos, la Asociación Obrera de Benefi-
cencia y el pequeño destacamento de bomberos que
operaba en la fábrica. Un día Satriano preparó su -
ya regular- “informe de organización” y el dato
más relevante fue el incremento en la proporción
entre militantes activos de la fosa y la masa obrera:
Estimados en uno cada trescientos:
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cuartel central, un anillo defensivo extra, que en
caso de que algún corredor, apresado, se vea en la
tentación de señalar a su superior a cargo: Técni-
camente, no podría demostrar vínculo fehaciente
con el alto mando.
Pero el nuevo mando medio, reclutado entre los
mejores corredores, tampoco se desarrolló armó-
nicamente. Fue preciso re-educar. Enseñando lo
importante de respetar ciertos horarios, de man-
tener ciertos recaudos y cuidar las palabras utiliza-
das. A veces se daban charlas de grueso tenor en el
espacio reducido de la fosa. Se llamaba la atención
sobre alguna actitud irresponsable, sobre algún
faltante, sobre mercadería que nunca llegaba a des-
tino, etc. Lo peor – y en esto los tres profetas ori-
ginales coincidían- eran los “carteludos”, término
que hacía alusión a aquellos individuos que les
gusta exteriorizar su actividad criminal, señalados
en la jerga como gustosos de “pegarse carteles”.
Lógicamente representaban un peligro impor-
tante. El Pipa, quien muchas veces ofrecía algunos
regalos como pequeñas recompensas e incentivos,
ideó lo que fue la primera purga. Que consistió en
desplazar algunos corredores en funciones. Con
quienes, igualmente, se seguía estableciendo un
trato individualizado. Para amortiguar los deseos
vengativos, se los mantenía leales suministrando
cocaína prácticamente al costo. Así y todo, aún la
tropa de elite de la fosa se vio diezmada por la adic-
ción y la locura. Llevando a que algunos fuesen in-
ternados en la clínica de la obra social (donde, di-
cho sea de paso, también llegaba la “Favorita de
Francisco”).
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Pero ningún traspié lograba circuncidar la buena
suerte. Y todo el asunto crecía al punto de tornarse
vertiginoso. Presos del pánico nuevamente, la con-
ducción de la fosa decidió cerrar las puertas de la
organización. Prohibiendo el ingreso de nuevos
corredores, colaboradores, ayudantes, informantes
y cadetes. Pero la presión expansiva era tal, que a
falta de permiso para incorporar una mayor mano
de obra, comenzó un proceso de sub contratación
y tercerización, incluyendo personas que recibían
como único pago el sostén parcial de su propio vi-
cio.
El dinero se amontonaba en la fosa. Se apilaba caó-
tico contra las paredes, desparramándose sobre el
suelo. Tres mochilas eran llenadas con dinero cada
semana. Cada vez más pesadas. Un día Satriano re-
portó que cada uno de ellos se había transformado
en millonario. El Pipa fue felicitado. Lagrimeó de
felicidad ante el reconocimiento, y sentado sobre
una parva de billetes arrugados, con un cigarrillo
de tabaco negro ardiendo en la sonrisa, se sintió,
brevemente satisfecho de sí mismo y se vanaglorió
de sus dotes como líder de la exitosa conspiración.
Pero el Pipa ignoraba que la conspiración se había
revelado hacía tiempo y que su actividad era pú-
blica. Y que en esa selva de pasamos, reventas, gi-
ras, en esa fábrica de cubículos de inodoro, cerra-
dos con perillas y humeantes desde su techo hueco,
la droga se había vuelto tan masiva, que su enfer-
medad avanzaba devorándolo todo, enfermedad
que al agigantarse se transformó en una nueva
normalidad, cuyo momento todos querían eterni-
zar, protegiendo su centro vital, radicado en la
fosa.
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Pero el triunfo tenía su precio. Los tres amigos se
encontraban agotados física y mentalmente, luego
de trabajar bajo una exigencia sobre humana por
un tiempo mayor al deseado. Satriano, habitual-
mente bañado en sudor, sembraba esperanzas en
que destinen a algún disidente a la fosa, y así su-
perar la ausencia del Brea. Shagy no consideraba
eso posible, en cambio opinaba sobre sobornar a al-
gún supervisor para que envíe un cuarto inte-
grante. Así no tendría que embolsar tanto todos
los días. Sentía duros los dedos, difíciles de estirar
del todo. Y le preguntaba al grupo:
¿Cuanto falta para que nos jubilemos? Y nadie
respondía. Interpretando el silencio como una ne-
gativa, el Shagy rebajaba sus pretensiones:
Si seguimos vendiendo, traigamos a alguien
para que embolse. Por favor se los pido.
El Pipa estaba tirado contra la pared con un ciga-
rrillo apagado entre los dedos. Situado inmóvil
ante al panorama de trabajo de sus dos amigos.
Movía la cabeza hacia los costados, pero tenía los
ojos cerrados. No por eso no escuchaba, y entendía
el reclamo del Shagy porque él también se pregun-
taba:
-¿Cuánto falta?
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irritaba al Shagy y llegó incluso a molestar a Sa-
triano. Bajo las uñas crecidas del Pipa, la tierra del
piso se mezclaba con merca y sus dientes se entu-
mecían cuando los nervios buscaban algo para
masticar. Con los ojos parapetando la luz, la mente
del Pipa imaginaba un día soleado sin la obligación
de trabajar, se imaginaba fresco luego de dormir
tras una noche sin consumo. ¿Era tanto pedir?
- No. Es lo que nos merecemos – habló el Pipa al
aire que flotaba entre él y sus intrigados amigos.
¿No llegó el momento de retirarse? ¿De demostrar
que uno, es un profesional y no un jugador com-
pulsivo, que cuando gana quiere más y juega hasta
que lo pierde todo?
Yo soy un profesional, no te confundas -se de-
fendió el Pipa
Hasta ahora lo único que vimos es un tipo con
suerte. Que encima ahora tiene miedo – balbuceaba
el Pipa recitando argumentos contra sí mismo.
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un cálculo y un gráfico de líneas sobre ejes carte-
siano torcido:
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que metiste acá, tira todo a la mierda, porque pe-
gamos y nos fuimos, y nos vemos! Mientras tanto
descansemos, unas pequeñas vacaciones no nos
van a venir mal. Van a ser multimillonarios gua-
chos, vayan pensando qué carajo van a hacer de sus
vidas.
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8. Cuentos
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- Omar –ese era el nombre del señor gerente- jus-
tamente ese está tomando pastillas. Pastillas para
la cabeza. No tiene sentido tenerlo en su sector.
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a la presión, sorbente, de la boca. Era una imagen
difícil de soportar. Pero con el tiempo, los obreros
se acostumbraron a él. Un operario, al mirarlo,
creyó que ese horrible abuelo le recordaba a una
serie de terror llamada “Cuentos De La Cripta”,
cuyo presentador era un muerto viviente en estado
de putrefacción avanzada. “Cuentos de la cripta”,
ese fue el apodo inicial. Con el correr del tiempo, y
del uso, el apodo llegó a su forma definitiva: “Cuen-
tos”. Laboralmente hablando, el viejo Cuentos era
extremadamente puntual y un perfecto presentista.
Pero cuando la sirena anunciaba el comienzo del
trabajo, Cuentos se quedaba sentado sin hacer
nada. Absolutamente nada. Llevaba años así. Pi-
diendo con una huelga individual y salvaje que lo
despidan. La empresa se negaba porque despedir a
alguien tan antiguo era muy caro. Entonces Cuen-
tos seguía esperando la jubilación, leyendo el dia-
rio de ayer y fumando.
Cuentos sintió a Centeno deambular pero no le-
vantó la vista hasta que la charla se hizo inevitable.
El delegado le explicó que la empresa, y el gremio,
necesitaban de sus servicios, de la visita importan-
tísima, el acto que abría, etc.:
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toques finales al lugar. Periodistas, ejecutivos de la
compañía, dirigentes gremiales (incluyendo a Mo-
rán), todos ellos sentados a la espera. Parados en la
primera línea estaban los fotógrafos junto a sus cá-
maras. En el centro había un escenario, con el logo
de la compañía impreso en el telón de fondo. Y un
atril con un micrófono que ya habían probado los
sonidistas. Firme como un granadero se hallaba
Cuentos en un costado del escenario. Le habían
dado un overol nuevo color verde botella. Una ma-
quilladora intentó mejorar su aspecto, pero, al
verlo, lamentó el oficio que ejercía. Solamente es-
polvoreó aquel cuero baqueteado para quitarle la
terminación brillante.
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Un helicóptero aterrizo en la fábrica. El sonido de
las aspas inundó el salón, invistiendo en pomposi-
dad el ingreso del personaje. El gobernador ca-
minó hacia el escenario regalando sonrisas a las cá-
maras. Su discurso fue breve, incongruente e in-
sulso. Su mano izquierda se alzó en el aire, gesti-
culando eufóricamente al son de sus palabras. Pese
a que el hombre era diestro, su mano derecha se
mantenía oculta bajo el atril. Esto era una imposi-
ción de la mala fortuna: El gobernador había per-
dido, durante su juventud, la mano derecha. Utili-
zando desde entonces una prótesis de titanio, fo-
rrada en caucho similar a la piel humana. Pese a lo
fidedigno del implante, seguía siendo motivo de
vergüenza. El discurso terminó abruptamente. El
aplauso final, dubitante, tardó en decidirse a sonar.
Sin que callaran las palmas, el gobernador se alejó
del atril, con la mano y la prótesis a los lados, pre-
parándose para abrazar y besar las maquilladas
mejillas de Cuentos. Pero una vez cerca, el gober-
nador contemplo al anciano avanzar con la mano
derecha estirada. El gobernador, confundido, miró
en dirección a los organizadores del acto. Pero ese
segundo de ventaja fue un regalo costoso. Antes
que el gobernador reaccione Cuentos sujetó la
mano falsa del gobernador con firmeza, y la estiró
en un tenso saludo. Los fotógrafos gatillaron fre-
néticamente. Para completar el sabotaje, Cuentos
miró a las cámaras, abriendo la cueva honda y des-
dentada que tenía por garganta, con la lengua ne-
gra fuera, burlona como una gárgola, mientras su-
jetaba la prótesis del hombre que se esforzaba por
zafarse.
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Morán intento dar con Centeno. Recorriendo en
persona y apurado todas las covachas conocidas.
Pero le fue imposible. El delegado se había retirado
temprano, se sentía mal, le dijeron. Entonces lo
llamó. El secretario general le planteó que se sentía
agraviado por la negligencia en la organización del
acto (“sos un tremendo pelotudo”), abriéndose en
la intimidad de sus pensamientos (“Nunca había
conocido a alguien tan inútil, que no sirva para una
mierda”), reprochó a la casualidades el vínculo que
los unía (“sos la peor basura que me tocó dirigir”)
y sembró interrogantes sobre su continuidad en el
sindicato (“voy a poner a cualquiera de delegado, al
viejo pajero ese que cagó todo, al primer falopero
que me encuentre, a cualquiera antes que vos viejo
puto y mal parido”). Luego se despidió, dos veces
con las mismas palabras (“Ándate bien a la concha
de tu madre, ándate bien a la concha de tu madre”)
Y colgó.
Para el gobernador la cosa tampoco fue fácil. Me-
ses después del fracaso del acto se realizó la elec-
ción. El gobernador perdió por un escaso margen.
Un “empate técnico” dijeron para consolarlo. Se-
gún los politólogos, este tipo de resultados parejos,
revalorizan cualquier hecho en el terreno de la
campaña política. Pudiéndosele atribuir, un valor
significativo, incluso decisivo, a cualquier acierto
o desacierto.
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9. Volveré y seré
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– No doc., así está bien.
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Al ver el celular, el Pipa notó otros mensajes pen-
dientes: el grupo "Gremioyorgullo" tenía una ca-
tarata de mensajes sin leer, seguramente noveda-
des sindicales de primera mano. Al Pipa lo habían
agregado luego de que el gremio se transforme en
un cliente importante de la fosa, al punto de rozar
las formas cariñosas cuando se trataban mutua-
mente. Según decían, el propio Morán había pedido
a uno de sus lacayos que le envíe saludos a "Pipita".
En cambio, Centeno había sido expulsado del
grupo de Whatsapp y no parecería haber readmi-
sión posible. Algunos militantes incluso habían lle-
gado a iniciar el operativo clamor "Pipa delegado",
pero la idea, si bien tenía cosas buenas, no lograba
seducirlo del todo. Otro mensaje de un remitente
no agendado decía así: "Gracias por tanta magia".
El Pipa borró los mensajes restantes y salió del
baño sintiendo una leve sofocación.
Para llegar a la fosa el Pipa debía cruzar a través
de las líneas de producción centrales. El lugar
donde todo comenzó. El sitio donde la herida
inoculó su veneno expansivo. Y allí estaba él, su
sola presencia trajo los gritos y las exclamaciones
viscerales, el sonido del metal macizo, batido en sa-
ludo marcial ante el gran general. ¡Genio! Gritaron
los obreros lejanos con la esperanza de también ser
oídos.
El Pipa levantó los brazos, con los dos puños
cerrados, y giró circularmente. Se llevó una mano
sobre el pecho y revoleó un órgano imaginario, y
lanzó sonrisas y besos voladores que sacaron lá-
grimas de los ojos vidriados, que lo vieron sumer-
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girse en el suelo y desaparecer rumbo a la fosa, de-
jando su presencia invisible para la tranquilidad
del ambiente.
60
10. Gracias por tanta magia
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propios compañeros no estaban ocultando infor-
mación de vital importancia. Pero el trabajo rete-
nía al grueso de los operarios en su sitio; impoten-
tes ante el galopar desordenado de sus corazones.
Una fuerte sirena sonó haciéndose audible en
todos los sectores de la fábrica. Anunciaba el inicio
del período destinado al almuerzo. Pilas de milane-
sas fritas esperaron, vanamente, por los comensa-
les. Solo algunos caretas irremediables acudieron
aquel día. Ya que el grueso de los trabajadores, con
los puños apretados y la saliva espesa, se dirigieron
en masa hacia la escotilla de la fosa.
62
– El Pipa esta muerto...
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Entre tanto caos, descontrol y gente usando el
éter como paliativo para síndrome de abstinencia,
empezó el fuego.
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El vozarrón de Morán sopló su tono firme, cap-
turando las mentes con su ímpetu implacable, mar-
tillante y sereno.
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Este libro se terminó de imprimir en Buenos Aires,
invierno (pandemia) 2020