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DÍA 21 DE JUNIO PELÍCULA

Eduardo Botero
Como hormigas arrieras llevando su carga, pero en desorden
absoluto y con humana torpeza, se veía salir de los supermercados
a muchas personas portando televisores empacados sobre sus
hombros. Esto sucedió el pasado 19 de junio en Colombia y se
debió a la determinación gubernamental de autorizar, por un día,
las ventas, sobre todo de electrodomésticos, sin el cobro del IVA,
que para tales productos es del 19%.

Con todo y que se asistía en Colombia a las dos semanas de mayor


velocidad de crecimiento de contagios y de muerte por COVID19, el
gobierno no cedió en el propósito que había expresado, el de
contribuir a la recuperación de la actividad comercial. Ninguna
advertencia calificada lo convenció de la imprudencia, por llamarla
de algún modo, de semejante autorización. Prefirió mantener una
medida con las características propias de una ruleta rusa con dos
balas en el tambor.

“Lo que ha de ser que sea”, podría interpretarse esta especie de


terquedad gubernamental que se llevó a cabo como repitiendo la
leyenda de Ricaurte en San Mateo, quien prefirió morir a permitir
que el enemigo español tomara posesión del polvorín que servía a
la causa de la independencia, según contó Bolívar a los
desmoralizados llaneros que sucumbían al frío del Páramo de Pisba.
Pero dos medidas taxativas se incluían en la autorización: la
exigencia de que cada comprador no podía llevar más de tres
artículos del mismo almacén y la restricción al pago con efectivo,
obligando al uso de tarjetas de crédito y débito.

¿Quiénes supieron aprovechar esa autorización que incluyó tal


limitación precisa?

¿Los pobres? Pero si ahora lo que manda es el estómago y con


hambre, sin plata y sin tarjetas quedaban excluidos.

¿Revendedores? Probablemente si y solo sí los precios ofertados


estuvieran rebajados, cosa que no sucedió en todos los casos y que,
llamativamente, concentró más compradores desesperados justo
en uno de los almacenes al que días antes se había sorprendido
sumando el 19% al valor del producto.

¿La pequeña burguesía? ¡Pero si cada vez es más pequeña! Y de


manera imparable se desliza hacia el campo del proletariado bien
sea por la pérdida de sus empleos o bien por la proletarización de
sus oficios. Es probable que algunos miembros de un sector, tan
proclive a “comer mierda y eructar pavo”, hayan contribuido a la
creación de ese desordenado tumulto que ignoró todas las medidas
preventivas con respecto del contagio por Coronavirus. Algo debe
haber dejado la alfabetización como para saber elegir entre
arribismo y cuidado de sí.
¿Quiénes quedan? ¿Los burgueses? El uso del internet, por una
módica cifra, les ahorra mezclarse con la plebe y desde la
comodidad de sus palacetes realizar las compras, con domicilio
incluido.

¿Entonces? ¿A quiénes dejaba de importar que los artículos no


estuvieran, realmente, rebajados? ¿A quién, por el contrario, le
beneficia que el producto sea caro? ¿Han oído hablar de quienes
“manejan billete, hermano, puro biyuyo” y de la relajada desviación
de la mirada de los bancos acerca del origen de ese billete?

Es que la economía en Colombia lleva por lo menos cuatro décadas


coexistiendo con el lavado de dinero y beneficiándose del mismo.
No solo la de Colombia, basta repasar lo que hizo el gobierno de
Estados Unidos y la Reserva Federal en la crisis de 1985. La
autorización del gobierno creó la oportunidad para que se
movilizara una suma cercana a los 5 billones de pesos en un solo
día. Una buena disposición operaria facilitaría la compra no de tres
sino de nueve o de doce o de quince televisores que agilizarían la
legalización de los dineros habidos por medios ilícitos.

Y todo, hay que insistir, desoyendo las advertencias calificadas


acerca de las consecuencias que esta medida acarreará sobre el
comportamiento de los contagios en un momento en el que
ciudades tan importantes como Barranquilla sufren el colapso de la
oferta de salud.
Una ruleta rusa con dos balas en el tambor. Algunos psicoanalistas
apresurados entre los que me incluyo, corrimos a la cita en la cual
Sigmund Freud describe el masoquismo moral, es decir, a esa
inundación que la pulsión de muerte hace sobre el psiquismo que la
busca desesperadamente porque la ha convertido en pulsión
erótica. Merecemos el calificativo de torpes: olvidamos que en la
convulsión de lo que se requiere es de disponer todo nuestro
esfuerzo en no desconocerla por el afán de imponer una teoría a la
realidad.

Y sí, puede relacionarse con el problema económico del


masoquismo, pero vamos despacio que en materia de análisis
tampoco es bueno poner los huevos en una sola canasta.

Si por desgracia nos ha tocado en suerte la lumpenización


progresiva de las relaciones sociales de producción y de circulación
de la mercancía, quiere decir algo más que lo previsto por
Discépolo en su Cambalache (“los inmorales nos han igualao”) y en
los reclamos a Dios en su Tormenta (“¿por qué la gente mala vive,
¡Dios!, mejor que yo?”), admitamos que la pasión por buscar la
muerte engrana perfectamente con el desinterés que se
acostumbra tener frente al asesinato de muchos que luchan por
transformar a este país.

¿Hechizados? El embrujo autoritario aun expele cierto nivel de


magnetismo con todo y que al brujo se le observe cada vez más
cansado en la medida en que sus guardianes cercanos están
dejando ver las andanzas non sanctas con las que han fabricado sus
propios poderes y contribuido a los del brujo.

¿En trance? Sí, y eso incluye a los lavadores, hoy tolerados,


mañana, seguramente, cuando se profundice la agonía del brujo y
de su séquito, puestos en la picota pública siendo declarados únicos
enemigos del sistema. Como viene sucediendo cada vez más arriba
en la línea jerárquica que administra el embrujo autoritario.

¿Masoquismo moral? ¿No estaremos regresando a la moralización


del comportamiento humano? Y, con ello, contribuyendo a
reabastecer el acervo utilitarista de los verdaderos dueños del
poder, que desde hace rato trabajan por reconstruir la patria
retornando a los valores tradicionales y sacrificando el alfil que
inflaron durante estos últimos treinta años para contento y solaz de
una tribuna dispuesta a reemplazar siempre el pensamiento por la
chiflada.

Si hay muerte en el placer (“petite mort” = orgasmo) habrá placer


en la muerte, siempre presente, más allá del principio del placer.
Muchos se asombran de que haya quien considere el beneficio que
representa para los poderosos la disminución súbitamente
incrementada de la población, sobre todo si se trata de viejos y de
pobres. Quien se asombra por ello desconoce que desde siempre
la humanidad ha hecho la guerra sin importarle los medios, a pesar
de los grandes esfuerzos que mentes humanitarias realizan para
dizque humanizar las confrontaciones armadas. Los verdaderos
militares saben que esta acción humanitaria también los beneficia.
Los desesperados no: y por eso juegan a la ruleta rusa con dos balas
en el tambor.

Finalmente, me queda una duda: la restricción al uso de efectivo


¿no es acaso un impedimento al lavado del dinero que todavía
circula por fuera del sistema bancario? Economistas: ¡please!
¡Auxilio!

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