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Marianela, fragmento

– ¿Brilla el sol, Nela? Aunque me digas que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es brillar.

– Brilla mucho, sí, señorito mío. ¿Y a ti qué te importa eso? El sol es muy feo. No se le puede
mirar a la cara.

– ¿Porque?

– Porque duele.

– ¿Que duele?

– La vista. ¿Que sientes cuando estás alegre?

– ¿Cuándo estoy libre, contigo, solos los dos en el campo?

– Sí.

– Pues siento que nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce…

– ¡Madre de Dios! Pues ya sabes cómo brilla el sol.

– Con frescura.

– No, tonto.

– ¿Pues con qué?

– Con eso.

– Con eso; ¿y qué es eso?

-Eso – afirmo nuevamente la Nela con acento de la más firme convicción.

– Ya veo que esas cosas no se pueden explicar. Antes tenía la idea que era de día cuando la
gente hablaba, y de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. Ahora creo que es
de día cuando estamos juntos tu y yo; y es de noche cuando nos separamos.

-Benito Pérez Galdós, fragmento “Marianela”.


“Fortunata y Jacinta”
“Porque Jacinta era una chica de prendas excelentes,
modestita, delicada, cariñosa y además muy bonita. Sus
lindos ojos estaban ya declarando la sazón de su alma o el
punto en que tocan a enamorarse y enamorar. Barbarita
quería mucho a todas sus sobrinas; pero a Jacinta la adoraba;
tenía la casi siempre consigo y derramaba sobre ella mil
atenciones y miramientos, (…)
Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que se
llama en lenguaje corriente una mujer mona. Su tez finísima y sus ojos
que despedían alegría y sentimiento componían un rostro sumamente
agradable. Y hablando, sus atractivos eran mayores que cuando estaba
callada, a causa de la movilidad de su rostro y de la expresión
variadísima que sabía poner en él. La estrechez relativa en que vivía la
numerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabía
triunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciaba en
ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima. Luego
veremos. Por su talle delicado y su figura y cara porcelanescas, revelaba
ser una de esas hermosuras a quienes la Naturaleza concede poco tiempo
de esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primera pena de
la vida o la maternidad”
Doña Perfecta 
Cuando el tren mixto descendente, núm. 65 (no es preciso nombrar la línea), se detuvo en la
pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de segunda y
tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque el frío
penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El único viajero de
primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles si
aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como otros muchos que después se verán,
es propiedad del autor.)
?En Villahorrenda estamos ?repuso el conductor, cuya voz se confundía con el cacarear de las
gallinas que en aquel momento eran subidas al furgón?. Se me había olvidado llamarle a usted,
señor de Rey. Creo que ahí le esperan a usted con las caballerías.?¡Pero hace aquí un frío de tres
mil demonios! ?dijo el viajero envolviéndose en su manta?. ¿No hay en el apeadero algún sitio
dónde descansar y reponerse antes de emprender un viaje a caballo por este país de hielo?No
había concluido de hablar, cuando el conductor, llamado por las apremiantes obligaciones de su
oficio, marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la palabra en la boca. Vio éste que
se acercaba otro empleado con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase al compás
de la marcha, proyectando geométrica serie de ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso
del andén, formando un zig-zag semejante al que describe la lluvia de una regadera.?¿Hay fonda o
dormitorio en la estación de Villahorrenda? ?preguntó el viajero al del farol.
?Aquí no hay nada ?respondió éste secamente, corriendo hacia los que cargaban y echándoles tal
rociada de votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones que hasta las gallinas
escandalizadas de tan grosera brutalidad, murmuraron dentro de sus cestas.
?Lo mejor será salir de aquí a toda prisa ?dijo el caballero para su capote?. El conductor me
anunció que ahí estaban las caballerías.
Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa mano le tiraba suavemente del abrigo.
Volvióse y vio una oscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por cuyo principal pliegue
asomaba el avellanado rostro astuto de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura
que recordaba al chopo entre los vegetales; vio los sagaces ojos que bajo el ala de ancho sombrero
de terciopelo viejo resplandecían; vio la mano morena y acerada que empuñaba una vara verde, y
el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear el hierro de la espuela.
?¿Es usted el señor don José de Rey? ?preguntó echando mano al sombrero.
?Sí; y usted ?repuso el caballero con alegría? será el criado de doña Perfecta que viene a buscarme
a este apeadero para conducirme a Orbajosa.
?El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca corre como el viento. Me parece que el señor
don José ha de ser buen jinete. Verdad es que a quien de casta le viene...
?¿Por dónde se sale? ?dijo el viajero con impaciencia?. Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo
se llama usted?
?Me llamo Pedro Lucas ?respondió el del paño pardo, repitiendo la intención de quitarse el
sombrero? pero me llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del señorito?
?Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas y un mundo de libros para el señor don
Cayetano. Tome usted el talón.
Un momento después señor y escudero hallábanse a espaldas de la barraca llamada estación,
frente a un caminejo que partiendo de allí se perdía en las vecinas lomas desnudas, donde
confusamente se distinguía el miserable caserío de Villahorrenda.
Misericordia
.
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos
y de buena
educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que,
manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas
perceptible.
Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros,
apenas tenían el ribete
rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su
nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus
dedos,
rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de
cernícalo.
Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de
aseo.
Usaba una venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella,
pañuelo
negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de
las
otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su
rostro, todavía bien compuesta d
e líneas, parecía una Santa Rita de Casia
que andaba por el mundo en penitencia. Le faltaban sólo el crucifijo
y la
llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta
el
lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como
a
media pulgada más arriba del entrecejo.
TRISTANA
En el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de Aguas que de Cuatro
Caminos, vivía no ha muchos años un hidalgo de buena estampa y nombre peregrino, no
aposentado en casa solariega, pues por allí no las hubo nunca, sino en plebeyo cuarto de
alquiler de los baratitos, con ruidoso vecindario de taberna, merendero, cabrería y
estrecho patio interior de habitaciones numeradas. La primera vez que tuve
conocimiento de tal personaje y pude observar su catadura militar de antiguo cuño, algo
así como una reminiscencia pictórica de los tercios viejos de Flandes, dijéronme que se
llamaba «don Lope de Sosa», nombre que trasciende al polvo de los teatros o a romance
de los que traen los librillos de retórica; y, en efecto, nombrábanle así algunos amigos
maleantes; pero él respondía por don Lope Garrido. Andando el tiempo, supe que la
partida de bautismo rezaba «don Juan López Garrido», resultando que aquel sonoro
«don Lope» era composición del caballero, como un precioso afeite aplicado a
embellecer la personalidad; y tan bien caía en su cara enjuta, de líneas firmes y nobles,
tan buen acomodo hacía el nombre con la espigada tiesura del cuerpo, con la nariz de
caballete, con su despejada frente y sus ojos vivísimos, con el mostacho entrecano y la
perilla corta, tiesa y provocativa, que el sujeto no se podía llamar de otra manera. O
había que matarle o decirle don Lope.
La edad del buen hidalgo, según la cuenta que hacía cuando de esto se trataba, era una
cifra tan imposible de averiguar como la hora de un reloj descompuesto, cuyas
manecillas se obstinaran en no moverse. Se había plantado en los cuarenta y nueve,
como si el terror instintivo de los cincuenta le detuviese en aquel temido lindero del
medio siglo; pero ni Dios mismo, con todo su poder, le podía quitar los cincuenta y
siete, que no por bien conservados eran menos efectivos. Vestía con toda la pulcritud y
esmero que su corta hacienda le permitía, siempre de chistera bien planchada, buena
capa en invierno, en todo tiempo guantes oscuros, elegante bastón en verano y trajes
más propios de la edad verde que de la madura. Fue don Lope Garrido, dicho sea para
hacer boca, gran estratégico en lides de amor, y se preciaba de haber asaltado más
torres de virtud, y rendido más plazas de honestidad que pelos tenía en la cabeza. Ya
gastado y para poco, no podía desmentir la pícara afición, y siempre que tropezaba con
mujeres bonitas, o aunque no fueran bonitas, se ponía en facha, y sin mala intención les
dirigía miradas expresivas, que más tenían en verdad de paternales que de maliciosas,
como si con ellas dijera: «¡De buena habéis escapado, pobrecitas! Agradeced a Dios el
no haber nacido veinte años antes. Precaveos contra los que hoy sean lo que yo fui,
aunque, si me apuran, me atreveré a decir que no hay en estos tiempos quien me iguale.
Ya no salen jóvenes, ni menos galanes, ni hombres que sepan su obligación al lado de
una buena moza».
Trafalgar
“Pues bien: en nuestra lancha iban españoles e ingleses,aunque era
mayor el numero de los primeros y era curiosó observar como
fraternizaban,amparandose unos a otros en el común peligro,sin
recordar que en el anterior se habian matado en horrendas lucha,más
parecido a fieras que a hombres.Yo miraba a los ingleses remando con
tanta decisión como los nuestros;yo observaba en sus semblantes la
mismca cara de terrro o de esperanza y,sobre todo, la expresión propia
de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros.Con estos
pensamientos decia para mí:
-¿Para que son las guerras Dios mio?¿Por qué estos hombres no han de
ser amigos en todas las ocasiones de la vida,como son en las de
peligro?Esto que veo¿No prueba que todos los hombres son hermanos?.
Pero venía de improvisto la idea de nacionalidad,aquel sistema de isla
que yo habia forjado, y antes decía:
-Pero ya;esto de que las islas han de querer quitarse unos a otros algún
pedazo de tierra,lo hecha todo a perder y sin duda, en todas ellas debe
haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su
provecho particular,bien porque son ambiciosos y quieren mandar,bien
porque son avaros y anhelan ser ricos.Estos hombres hombres malos
son los que engañan a los demás,a todos estos infelices que van a
pelear;y para que el engaño sea completo,les impulsan a odiar a otros
naciones;siembran la discordia,fomentan la envidia y aquí tienen
ustedes el resultado.Yo estoy seguro-anadí-de que esto no puede
durar;apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres
de unas y otras islas de que hacen un gran disparate armando tan
terribles guerras, y llegara un dia en el que se abrazarán,convieniendo
todos en formar una gran familia.
Así pensaba yo.Después de esto he vivido setenta años, y no he visto
llegar ese dia“
Miau
A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del
Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a
la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan
hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el
grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana
con que se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que
suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a
veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos
revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron,
como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que
los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada
para emprender solo y calladito   -6-   el camino de su casa. Y apenas notado por sus
compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron
con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno le cogía del brazo, otro le refregaba la
cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay
en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos o tres de
los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con
infernal zipizape: Miau, Miau.
El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era bastante
mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años, quizá de diez, tan
tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso de las bromas de
algunos, y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fue el menos arrojado en las
travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el más formalito en clase, aunque uno de
los menos aventajados, quizás porque su propio encogimiento le impidiera decir bien lo
que sabía o disimular lo que ignoraba. Al doblar la esquina de las Comendadoras de
Santiago para ir a su casa, que estaba en la calle de Quiñones, frente a la Cárcel de
Mujeres, uniósele uno de sus condiscípulos, muy cargado de libros, la pizarra a la
espalda, el pantalón hecho una pura rodillera, el calzado   -7-   con tragaluces, boina
azul en la pelona, y el hocico muy parecido al de un ratón. Llamaban al tal Silvestre
Murillo, y era el chico más aplicado de la escuela y el amigo mejor que Cadalso tenía
en ella. Su padre, sacristán de la iglesia de Montserrat, le destinaba a seguir la carrera
de Derecho, porque se le había metido en la cabeza que el mocoso aquel llegaría a ser
personaje, quizás orador célebre, ¿por qué no ministro? La futura celebridad habló así a
su compañero
Tormento
 (Tomando aliento.)  No creas; se necesita cabeza, porque es una liornia de mil
demonios la que armamos. El editor dice: «Ido, imaginación volcánica: tres cabezas en
una». Y es verdad. Al acostarme, hijo, siento en mi cerebro ruidos como los de una olla
puesta al fuego... Y por la calle cuando salgo a distraerme, voy pensando en mis escenas
y en mis personajes. Todas las iglesias se me antojan Escoriales, y los serenos corchetes,
y las capas esclavinas. Cuando me enfado, suelto de la boca los pardiezes sin saber   —
10→   lo que digo, y en vez de un carape, se me escapa aquello de ¡Con cien mil de a
caballo! A lo mejor, a mi Nicanora la llamo Doña Sol o Doña Mencía. Me duermo tarde;
despierto riéndome y digo: «Ya, ya sé por dónde va a salir el que se hundió en la
trampa».  (Con exaltación que pone en cuidado a Felipe.)  Porque has de saber,
amiguito, que hay una mina muy larga, hecha por los moros, la cual pone en
comunicación la casa del Platero, vivienda de Antonio Pérez, con el convento de
religiosas carmelitas calzadas de la Santísima Pasión de Pinto.
 
  -Vaya que es larga de veras...  (Disimulando la risa.)  ¡Qué cosas! ¡En qué enredos
se ha metido usted! Pero lo que importa es ganar dinero.
 
  -¡Moneda! Toda la que quiero. Ahora me sale a ocho duros por reparto. Despabilo
mi parte en dos días. Pronto trabajaré por mi cuenta, luego que despachemos la nueva
tarea que se nos ha encargado ahora. El editor es hombre que conoce el paño, y nos dice:
«Quiero una obra de mucho sentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien
cargada de moralidad». Oír esto yo y sentir que mi cerebro arde es todo uno. Mi
compañero me consulta... le contesto leyéndole el primer capítulo que compuse la noche
antes en casa... ¡Hombre entusiasmado! Francamente, la cosa es buena. Figuro que
rebuscando en unas ruinas me encuentro una arqueta. Ábrola con cuidado, y ¿qué creerás
que hallo?   —11→   Un manuscrito. Leo y ¿qué es?, una historia tiernísima, un libro de
memorias, un diario. Porque o se tiene chispa o no se tiene... Puestos los dos en el telar,
ya llevamos catorce repartos, y la cosa no acabará hasta que el editor nos diga: «¡ras, a
cortar!».  (Apurando la copa de coñac.)  Francamente, este licor da la vida.
 
  -  (Mirando el reloj del café.)  Es un poco tarde, y aunque mi amo es muy bueno,
no quiero que me riña por entretenerme cuando llevo un recado.
 
La fontana de oro

Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820,
la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de
ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se
alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían á
la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en
todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta
Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas
fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado mas,
añadido á la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes
y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas
funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del
programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le
prescribía.
Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en
que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la
ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin
previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad
de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento
á la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso
regocijo ó ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de
aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía
agruparse con sordo rumor junto á las puertas de Palacio, de la casa
de Villa ó de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes
estaban.
La desheredada

Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa,


más ágil y dispuesta que se pudiera imaginar. Por un
fenómeno común en las personas de buena sangre y
portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura, que no
cesaba de mostrarse entre su labios secos y delgados
durante aquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña,
redonda, arrugada y dura como una nuececita, no paraba un
instante: tanto la movían los músculos de su cara
pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fría que se
daba todas las mañanas. Sus ojos, que habían sido grandes
y hermosos, conservaban todavía un chispazo azul, como el
fuego fatuo bailando sobre el osario. Su frente, surcada de
finísimas rayas curvas que se estiraban o se contraían
conforme iban saliendo las frases de la boca, se guarnecía de
guedejas blancas. Con estos reducidos materiales se
entretejía el más gracioso peinado de esterilla que llevaron
momias en el mundo, recogido a tirones y rematado en una
especie de ovillo, a quien no se podría dar con propiedad el
nombre de moño. Dos palillos mal forrados en un pellejo
sobrante eran los brazos, que no cesaban de moverse,
amenazando tocar un redoble sobre la cara del oyente; y dos
manos de esqueleto, con las falanges tan ágiles que parecían
sueltas, no paraban en su fantástico girar alrededor de la
frase, cual comentario gráfico de sus desordenados
pensamientos. Vestía una falda de diversos pedazos bien
cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto, liso,
cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía actitudes de
gastador y paso de cartero.

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