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Mario Lerena
En 1841, poco más de un lustro después del estreno de la ópera Maria Stuarda
de Gaetano Donizetti, la escritora George Sand publicó en la parisina Revue
des deux mondes su relato “El convento de la Inquisición”. En él, un monje
exclaustrado entablaba un palpitante debate estético con un artista en ciernes:
“Si los florentinos dieron trazos divinos a la Virgen es porque aún creían, y si
los holandeses le dieron trazos vulgares es porque ya no creían. Y vosotros
perdéis el tiempo pintando hoy temas sagrados; vosotros, que no creéis más
que en el arte, es decir, ¡en vosotros mismos! Si yo hubiera sido pintor, habría
hecho un bello cuadro consagrado a retratar el día de mi liberación; habría
representado hombres audaces y robustos, con un martillo en la mano y una
antorcha en la otra, y eso hubiera sido un motivo tan bello, tan apropiado a mi
tiempo como el Juicio Final de Miguel Ángel lo fue al suyo”1.
Con estas frases, la que fuera compañera de Chopin (un compositor, por cierto,
fuertemente influenciado por el melodismo belcantista) ponía en tela de juicio el
afán de muchos colegas románticos por recrear la espiritualidad y la estética
religiosas de tiempos pasados, dando la espalda a un presente mucho más
prosaico y secularizado. La evocación de ambientes y temáticas “góticas” o
medievalizantes, en efecto, era la moda artística y literaria del momento: una
actitud escapista que, con toda probabilidad, la rebelde intelectual francesa
consideraba poco comprometida o incluso reaccionaria, en contraste con los
ímpetus progresistas y revolucionarios del primer Romanticismo.
Por otro lado, la cita anterior deja entrever el nuevo papel que el artista y las
bellas artes, con la música a la cabeza, empezaban a atribuirse y a
desempeñar en la sociedad contemporánea. Más allá de su anterior condición
de ornato, divertimento o expresión de pompa aristocrática, el arte asume
ahora como tarea propia elevar el espíritu y las conciencias de la población
hasta cotas de trascendencia y sublimidad. Así, de un modo cada vez más
evidente, el artista pasa a considerarse una suerte de héroe mesiánico -en
ocasiones, mártir- en lucha contra el farisaico materialismo terrenal. Con ello,
ocuparía una función de referente y guía espiritual comparable a la que la
Iglesia venía ejerciendo casi en exclusiva y que, con el resquebrajamiento del
Antiguo Régimen, parecía quedar vacante.
No extraña, por tanto, que en esta época se cultivara como nunca el mito de los
grandes “genios” creadores – Miguel Ángel, Shakespeare, Beethoven –,
venerados por su inspiración sobrehumana y universal. Junto a ello, surge la
figura del “ídolo” musical, que en esencia ha pervivido hasta nuestros días,
pese a la evolución de modas y modos. A partir de la segunda o tercera década
del siglo XIX, una excepcional ola de intérpretes “virtuosos” – Paganini, Liszt, el
1
Sand, George: Un hiver à Majorque, Paris, 1842.
1
propio Chopin –, capaces de suscitar el éxtasis y la adoración más exaltada
entre grandes públicos, inundó los escenarios europeos y, más tarde,
americanos.
2
ciudades y villas del País Vasco, con implacable y demoledora oposición del
clero.
3
Edgecombe, Rodney Stenning: “Conventions of Prayer in Some 19th-Century Operas”, The
Musical Times, 1893 (2005), pp. 45-60.
4
Smith, Patrick J.: The Tenth Muse: A Historical Study on the Opera Libretto, New York:
Schirmer Books, 1970, p. 195.
3
existía otro modo plausible de retratar en ópera algo que pudiera parecerse a
esa fogosa multitud insurgente fabulada por George Sand.
4
Por supuesto, esta asociación, un tanto gazmoña, entre religión y feminidad
burguesa pronto sería caricaturizada en obras líricas de carácter más burlesco.
Así ocurre en la desenfadada “Invocación a Venus” que entona la protagonista
de La Belle Hélène (1864), ópera bufa del siempre irreverente Jacques
Offebach (con letra de Meilhac y Halévy, ¡los mismos libretistas de Carmen!).
La dudosa reputación moral que, a menudo, se atribuía a la mujer que
trabajaba sobre las tablas – especialmente, pero no sólo, a coristas y bailarinas
que no tenían la suerte de triunfar en solitario –, contribuía a dar pábulo a estas
parodias, cargándolas de guiños meta-teatrales. Así, en la zarzuela El dúo de
la africana (1893), las vicetiples de una compañía de ópera “barata” aparecen
desconcertadas e inseguras a la hora de interpretar un “coro de vírgenes” en la
escena de la consagración de L’Africaine de Meyerbeer, por más que su
empresario trata de tranquilizarlas explicándoles aquello de que en el teatro
“tutto é convenzionale”.
En realidad, los autores que de este modo ridiculizaban los tópicos operísticos
establecidos un siglo atrás no hacían más que dejar al descubierto la ironía
implícita en las obras de algunos de sus antecesores. Pues, en efecto, resulta
muy llamativo que la casta sacerdotisa que rezaba a la Luna en Norma hubiese
alumbrado, en realidad, dos hijos “sacrílegos”, fruto de sus amores furtivos con
un -para colmo- infiel extranjero. Y María Estuardo, en definitiva, puede
conmovernos en la ficción con “el son de una humilde plegaria”, pero no por
ello dejará de ser recordada por la Historia como la soberbia y controvertida
reina de Escocia, consorte de Francia y aspirante al trono de Inglaterra,
sospechosa de conspirar en el asesinato de su esposo. A fin de cuentas, es
esta ambigüedad irónica, siempre abierta a reinterpretaciones, con su
característico equilibrio inestable entre convención y transgresión, lo que aleja
irremisiblemente a la ópera (más seducida por el exceso que por la contención,
en casi todos los casos) de cualquier “dogma de fe” u ortodoxia religiosa,
unívocos e inamovibles, por definición.
5
Fig. 1: Portada victoriana de La oración de una virgen, de Tekla Badarzewska-Baranowska (c. 1880).
http://commons.wikimedia.org/wiki/File:A_Maiden%27s_Prayer.JPEG