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Introducción
Cabe pensar, por tanto, que la gente siente que forma parte de una comunidad no
sólo por razones orgánicas, ya que más allá de su inmersión biológica activa
mecanismos de comparación y sistemas de representación social en los que se
dilucida la racionalidad de ese hecho. La comparación social sirve de base para la
identificación con la «propia» comunidad a partir del contraste que establece con
«otras», tomando como referencia valores, símbolos, pautas culturales, etc., que
están reforzados psicológicamente por el aprendizaje y la experiencia del
intercambio social. Por su parte, las representaciones sociales (Farr y Moscovici,
1984) satisfacen un doble cometido: de un lado, determinan jerárquicamente y
mediante consenso social la articulación de los procesos comunitarios, de otro,
hacen más fluida la comunicación social entre las personas, por el hecho de
compartir códigos que la convivencia llega a convertir en análogos.
Como expone Ander-Egg (1982, p. 47), «la práctica y el ideal del desarrollo de la
propia comunidad mediante la ayuda mutua y la acción conjunta es, en algunos
aspectos, casi tan vieja como la misma humanidad.
La lucha por las libertades y la igualdad social, la determinación de las
protecciones sociales, la modificación del espacio y de los transportes, etc. En
síntesis, aspectos de los que no se puede prescindir para explicar y comprender la
reivindicación de la comunidad como ámbito privilegiado para la formación del
hombre como ser social.
Volviendo al discurso histórico, cabe apuntar que las iniciativas sociales que
conciben el progreso de la comunidad como un proceso orientado al desarrollo
económico y social en favor de todos sus integrantes no se manifiestan hasta
finales del siglo XIX, atrayendo la atención masiva del público a partir de los años
centrales del siglo xx.
Aunque sin romper de forma definitiva su relación con la metrópoli; lo que se hará
aplicando principios, métodos e instrumentos de auto ayuda puestos al servicio de
la política de desarrollo económico y social de los países rurales (Blanc et
al., 1986). De hecho, como analizan Coombs y Ahmed (1975), la expresión
desarrollo comunitario se hizo corriente en el África británica anterior a la
independencia, cuando los oficiales coloniales de bienestar social -llamados,
posteriormente, oficiales de desarrollo de la comunidad- se esforzaban por
estimular las actividades de auto ayuda en determinadas zonas rurales para
mejorar la salud, la nutrición, la enseñanza de adultos y el bienestar de la
comunidad. El objetivo principal, concluyen Coombs y Ahmed, era el desarrollo
social, no el económico, ya que el desarrollo comunitario tenía entonces un
carácter fundamentalmente educativo, político y sociológico; como se sabe, rasgos
que están presentes en la lógica con la que se trata de inspirar sus prácticas en la
actualidad.
Con los márgenes descritos, los programas de desarrollo comunitario serán útiles
para los gobiernos y, en alguna medida, para las comunidades que los
promueven, al menos en lo que suponen de mejora infraestructural y material de
sus condiciones de vida. Por ésta y otras razones de carácter estratégico, las
Naciones Unidas, en diversas reuniones que celebra su Consejo Económico y
Social, respaldarían pronto los principios del desarrollo de la comunidad;
concretamente, entre 1954 y 1956, recomendaría la implantación en todos los
países de «este medio instrumental destinado al logro de determinados objetivos,
tendentes a la elevación de los niveles de vida». Por entonces, la ONU ya
entendía que el término «desarrollo comunitario» se había difundido
internacionalmente como expresión de «los procedimientos en virtud de los cuales
los esfuerzos de una población se unen a los de las autoridades gubernamentales
para mejorar las condiciones económicas, sociales y culturales de las
comunidades, integrarlas en la vida de la nación y capacitarlas para contribuir
plenamente al progreso nacional».
Sin pasar por alto la problemática que surge cuando se realizan juicios de valor
que insisten en cuestionar cualquier tipo de mediación social (la planificación y la
intervención lo son, a veces con connotaciones de dirigismo, manipulación,
interposición, etc.), entendemos que no puede prescindirse de los aportes
teóricos, metodológicos y políticos que, de un modo u otro, están presentes en
este proceso, en particular si toman como referencia las comunidades y sus
legítimas aspiraciones al cambio social.
Para atender a metas relacionadas con estos objetivos y campos de acción será
imprescindible conceder un mayor protagonismo a la educación, en particular
desde criterios pedagógico-sociales que valoren en cada persona, y, por
extensión, en cada comunidad, el sentido dialéctico que corresponde a su doble
condición de sujeto y objeto de los procesos de cambio social, como expresión de
una sociedad que educa y se educa desde el presente, con criterios de una
formación integral que no puede inhibirse ante la prospectiva de un mundo que se
globaliza, y para el cual, más que nunca, el desafío consiste en acertar con los
límites imaginarios, no sólo geográficos, que las comunidades han de borrar o
trazar para educarse y aprender a ser.