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El alma de los árboles

En África existen acacias que avisan a sus compañeras mediante gas etileno para
que actúen sus mecanismos activos y protegerse ante la llegada de herbívoros.

Los cocos son como botellas de náufrago con las que las palmeras colonizan
las islas del Pacífico.

Al abedul le gusta crecer en lugares abiertos, y bajo su protección pueden


desarrollarse castaños, robles y hayas que consolidarán el bosque, mientras la
siguiente generación de abedules sigue buscando nuevas y más alejadas zonas
para cubrirlas de árboles.

El escritor de cuentos Hans Christian Andersen cuando iba a entrar a


España vio muchos cipreses y le pareció que le decían, con sus formas
de paraguas cerrados, que entraba en el país del Sol.

El ginkgo, el fósil viviente más antiguo, tiene una fuerza vital de


supervivencia tan fuerte que después de la destrucción nuclear de Hiroshima, en
la siguiente primavera, rebrotó un ejemplar. Los hijos de este árbol están hoy en
Nueva York, Londres y París como embajadores de la Paz.

Los antiguos celtas veían en la nuez un paradigma del huevo cósmico, origen
de todo el Universo. El científico y divulgador Stephen Hawking sigue utilizando
la metáfora de la nuez para explicar la teoría del Big bang.

El nombre del hígado, similar en todas las lenguas romances, procede del
fruto de la higuera, por la costumbre romana de comer hígado de oca cebado con
higos.

Al poeta Antonio Machado le gustaba contemplar los árboles y veía en ellos


un reflejo de su propia alma

He vuelto a ver los álamos dorados,


álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!

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