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De paseo a la muerte. Imágenes del matadero en los viajeros al Plata,


y sus reescrituras en la literatura argentina
Patricio Fontana y Claudia Roman

I hope never to see anything so horrible again as this. I was just thinking how it
will disgust any lady, when I looked round and saw a lady on horseback, just
behind me, riding along the beach to the town; her handkerchief was up to her
nose, but her eyes were fixed on the matadero, which she seemed to think very
interesting, as her horse was walking very slowly. (Mansfield 147, itálicas del
original)

Este fragmento pertenece a Charles Blanchford Mansfield, un viajero y científico inglés


que visitó el Río de la Plata a comienzos de la década de 1850. En ella un hombre, un
inglés, un extranjero en el que perdura el horror ante la vista del matadero, descubre a
una delicada mujer que, aunque no soporta el hedor, no puede no seguir mirando. El
viajero mira a una mujer que mira. Él tampoco puede dejar de mirar. De esta escena
surge, nítida, la figura que define la representación del matadero rioplatense: una suma
de miradas extranjeras y locales (en este caso el inglés y la dama) que constituyen un
espacio enigmático, interesante y horrible a la vez.

Cosas raras

En agosto de 1845, desde Valparaíso, Juan María Gutiérrez le escribe a Juan Bautista
Alberdi, exiliado en Santiago de Chile:

Lo que dije sobre el Facundo en El Mercurio no lo siento. Escribí antes de leer el


libro: estoy convencido de que hará mal efecto en la República Argentina, y que
todo hombre sensato verá en él una caricatura. Es este libro como las pinturas que
de nuestra sociedad hacen a veces los viajeros por decir cosas raras: el matadero,
la mulata en intimidad con la niña, el cigarro en boca de la señora mayor, etc., etc.
La República Argentina no es una charca de sangre: la civilización nuestra no es el
progreso de las escuelas primarias de San Juan. Buenos Aires ha admirado al
mundo. (Morales, 56-57)

En su intento por explicar la publicación tardía de “El matadero” de Esteban Echeverría


en 1871, la crítica ha sacado ya conclusiones fundamentales sobre esta carta. Hecha esa
advertencia, interesa de todos modos volver a ella (y, sobre el final de este trabajo,
volver a esas conclusiones). Para Gutiérrez, Facundo sería un libro escrito por un
viajero inexperto o extraviado: aquel que, creyendo llegar al centro de la república, no
conoce sino sus “patios exteriores” [sic]. Como propuso Adolfo Prieto, esa confidencia
de Gutiérrez es señal de un “malestar” que radicaría menos en la lectura de Facundo
que en la de los viajeros que habían escrito sobre la Argentina antes que Sarmiento. Un
“malestar” surgido, además, no de la totalidad de esos textos de viajeros sino de una
zona acotada de ellos. Para descalificar al Facundo, Gutiérrez se refiere dos veces a una
misma “cosa rara”, a la que primero menciona por su nombre (matadero) y enseguida
refiere mediante una metonimia inequívoca: “charca de sangre”. Si hay un lugar que, en
los textos de los viajeros, se distingue por sus “charcas de sangre”, ese lugar es “el
matadero. En pocas líneas, Gutiérrez insiste dos veces en que el matadero no era (no
2

debía ser) una imagen representativa de la Argentina; ni siquiera de la Argentina bajo el


gobierno de Rosas.
Fernando Aliata ha propuesto que aquel “malestar” estaba motivado por el hecho
de que los viajeros no advertían ni valoraban lo que la “generación romántica”
rioplatense percibía como conquistas de la Revolución de Mayo y del interregno
rivadaviano. Contrariamente, los viajeros sí reparaban en esas zonas en las que
percibían la barbarie y el desorden americanos. “Aquello que parece tan evidente a la
generación romántica como núcleo central de su cultura, y que es producto del cambio
revolucionario que la nueva generación toma como base sustancial de su accionar, es en
general indescifrable para muchos viajeros, aun cuando pretendan ser deliberadamente
indulgentes con la realidad bonaerense” (Aliata 210). Este investigador se refiere
concretamente a las transformaciones urbanas que hacen de Buenos Aires una “ciudad
regular”, y al sustrato ideológico que presuponen –vale decir, el triunfo del orden y la
“cultura” sobre la naturaleza “caótica” y lábil. Los viajeros, en cambio, miran
insistentemente el matadero.
Pero si en vez de quedarnos con el malestar de Gutiérrez nos preguntamos por el
modo en que se constituyó ese punto de vista extranjero, surgen otras preguntas. ¿En
qué sentido los mataderos habían sido “cosas raras” para los viajeros? ¿Cuál era la
índole de esa rareza? Y, sobre todo, ¿qué imágenes sobre la matanza de ganado traían
los viajeros de sus lugares de origen? Estas preguntas remiten a un elemento clave de la
literatura de viajes, el problema del punto de partida y de sus transformaciones a lo
largo del viaje; es decir, lo que Georges Van den Abbeele ha denominado el “oikós” del
viajero. Sopesar “rarezas” y “normalidades” invita a atender a los traslados e
intercambios antes que ceñirse a imágenes, identidades y tradiciones culturales muy
rígidamente localizadas.

Abattoirs y slaughterhouses

Los libros de viajeros y, poco después, las guías de viaje y turísticas ofrecían un orden y
un sistema de jerarquías orientadores de la mirada. Una de esas guías es la exitosa
Travels on the continent written for the use and particular information of travellers,
escrita por la dramaturga, poeta y viajera inglesa Mariana Starke, que en 1820 dio a
conocer la casa editorial de John Murray de Londres. El largo capítulo dedicado a París
enumera “the most prominent improvements made during the last reign” y, entre ellos,
destaca “the five Slaughter-houses, called Abattoirs, magnificent in themselves, and
particularly beneficial” (5). Entusiasmada, Starke no duda en afirmar que uno de ellos
no es menos “magnificent” que los edificios construidos por los romanos para beneficio
de la salud en la antigua capital del mundo civilizado. Años más tarde, en una nueva
edición corregida y aumentada, vuelve a ponderar las dimensiones de los modernos
abattoirs parisinos y agrega una nota al pie donde señala:

Previously to the foundation of these establishments into the Suburbs of Paris,


Butchers were allowed to drive oxen through the streets, to the great annoyance of
foot-passengers; while filthy slaughter-houses, in the centre of the town,
impregnated the atmosphere whit noxious effluvia; but, since the erection of
Public Abattoirs, private Slaughter-houses have been suppressed, and Butchers
prohibited from driving cattle through the streets” (Starke 1833: 32).
3

Hasta la primera década del siglo XIX, en Francia, la matanza de ganado se


realizaba en los mismos puestos particulares de venta, donde los carniceros se
encargaban de sacrificar y faenar las reses. A menudo, se mataba al ganado en la calle,
frente a las tiendas: los parisinos podían toparse con el espectáculo del degüello de un
animal en cualquier zona de la ciudad. Desde fines del siglo XVIII habían comenzado a
oírse quejas acerca de los inconvenientes que esos hábitos representaban para la moral y
la higiene públicas. Se condenaba, entre otras cosas, la posibilidad del deslizamiento del
sacrificio del animal hacia una crueldad gratuita, fuera del dominio de lo “útil”, y se
alertaba sobre su transformación en un espectáculo desmoralizador y corruptor (Rémy
225). En 1808, dando un paso decisivo para el avance del estado sobre la vida cotidiana,
la salud pública y la economía, la administración napoleónica erradicó esos mataderos
particulares, y concentró la matanza en cinco grandes establecimientos públicos,
denominados abattoirs, que se construyeron entre 1810 y 1818. La higiene comienza
por el lenguaje: el término “abattoir” (registrado por primera vez en 1806 con esta
nueva acepción) es un “moderno eufemismo” que “evacua la directa referencia a la
muerte que hacían hasta ese entonces términos tales como tuerie (y que hace aún el
español), asimilando la faena de los vacunos a la acción de derribar (abattre) una planta
o un árbol, y haciendo de la carne una materia vegetal, casi inanimada” (Barnabé 11).
Era lógico que esos modernos abattoirs, que desplazaban la matanza de
animales a los suburbios y la alejaban de la vista de la mayor parte de la población
llamaran la atención de la turista inglesa Mariana Starke. Hacia los años en que escribe
su libro –fines de la década de 1810–, en Gran Bretaña se sacrificaba a los animales
para consumo de modo más o menos similar al que usaron los franceses hasta la
creación de los abattoirs. Y así seguirá siendo hasta bien avanzado el siglo XIX. Para
cuando publique la reedición de 1828, el debate en torno a la matanza de ganado en el
espacio público será intenso, pero faltarán algunas décadas para que se tomen medidas
significativas al respecto.
En Londres, donde el mercado centralizador de Smithfield funcionaba en plena
ciudad, los carniceros conducían al ganado vivo hasta sus tiendas, y lo mataban allí.
Slaughterhouse –un término del que no es posible sospechar eufemismo- era la palabra
que designaba el lugar de la matanza. Pero en realidad, los slaughterhouses no eran
establecimientos diferenciados de los comercios o incluso de las casas particulares. Era
común, incluso, que el sacrificio se realizara en dependencias que daban a la calle. Una
crónica sobre el barrio londinense de Aldgate, publicada en 1876 (nótese lo tardío de la
fecha), informa con enfática alarma la existencia en ese vecindario de veinticuatro
slaughterhouses, de los cuales se detalla que “all of them have a direct communication
with a shop facing the High Street and six of them have no other means for the entrance
of cattle than by passing across the public footways and through the shops” (citado por
Otter 91). Entre otros escritores, Charles Dickens y William Thackeray se regodearon
en la descripción de estas costumbres urbanas, a las que apuntaban –una vez más- como
testimonio de la corrupción de la higiene y la moral.1 Otras veces se aludía a estos
espacios como un locus siniestro de la ciudad: en la novela de Mary Shelley, el doctor
Víctor Frankenstein crea a su monstruo a partir de restos hurtados de las mesas de
disección, irónicamente unidos a los que encuentra en los slaugthterhouses.2

1
Véase, por ejemplo, la descripción del mercado de Smithfield en Oliver Twist (1837-1839) y de las
calles en tiempos previos a la instauración de los slaughterhouses ingleses en Great Expectations (1860-
1861), o Men´s Wives (1852) de William P. Thackeray.
2
“The dissecting room and the slaughterhouse furnished many of my materials”, afirma el Dr. Victor
Frankenstein en la novela.
4

El consumo de carnes rojas jugó un rol importante en la construcción de la


identidad nacional inglesa (Landau 168). Durante el siglo XIX, ese consumo creció en
Gran Bretaña más que en ninguna otra nación europea. Pero al mismo tiempo, Londres
era considerada la ciudad europea más atrasada en cuanto a la estatización de la matanza
y distribución de la carne (Thornbury 491).3 Si bien desde muy temprano se presentaron
argumentos sobre la necesidad de sacar estas actividades del ejido urbano –argumentos
a menudo ilustrados con referencias a malos olores, a la sangre que corría por las calles,
a la crueldad hacia los animales y aun a niños que se divertían con el espectáculo de la
matanza– recién durante el último cuarto del siglo pudo empezar a controlarse una
actividad que se ejecutaba de manera difusa y múltiple. Todavía en 1873 –una fecha
muy tardía, si se compara con Francia, pero también, por ejemplo, con Alemania-, el
número de slaughterhouses ascendía a 1500 (MacLachlan 2007: 247).4 El asombro de la
viajera inglesa Mariana Starke ante los flamantes abattoirs parisinos era, pues,
justificado; nada en su país le servía como término de comparación ante esa novedad,
ante esa “cosa rara”. De hecho, su libro de 1820 es el primer texto escrito en inglés
donde se registra el uso del término francés abattoir.

Mataderos

Contra lo que podría anticiparse, en el Río de la Plata la situación no era ni más caótica
ni más degradada que la de Gran Bretaña. O quizás, habría que precisar, ofrecía pocos
puntos de comparación respecto de aquella. La palabra “mataderos”, castiza y de
antigua data (figura con el sentido actual en todas las ediciones del diccionario de la
Real Academia Española, desde 1734), ponía a los establecimientos porteños lejos del
eufemismo. En Buenos Aires, las medidas tendientes a la expropiación de la matanza
privada de animales habían comenzado tempranamente, durante el último cuarto del
siglo XVIII, con la creación de cuatro mataderos. Tres de ellos subsistirán durante el
siglo XIX: el del Norte o Recoleta, el del Sur o Santo Domingo y el del centro o
Caricaburu. Esta temprana regulación estatal supone medidas sanitarias, económicas e
impositivas, que marcan cómo esta actividad articulaba el lugar del Río de la Plata en el
intercambio económico con Europa. En este mismo sentido avanzan, hacia los primeros
años de la década de 1820, las iniciativas rivadavianas. Al igual que los saladeros, los
mataderos eran espacios que estaban nominalmente bajo jurisdicción estatal, pero que
hasta bien entrado el siglo XIX conservaron “una precaria formalización de lugares,
materializados a través de elementos que no han perdido su directa referencia natural y
que manifiestan ostensiblemente su pobreza” (Aliata y Silvestri 27).
Dada la diferente situación en Francia, Gran Bretaña y el Río de la Plata cabría
postular que, ante el matadero pampeano, los viajeros ingleses ni ejercían una
“deliberada indulgencia” (al decir de Aliata, 210) ni registraban una “anomalía” urbana,
en términos de “defectuosa forma de asimilación al paradigma de civilización
representado por la ciudad europea” (Prieto 39). En todo caso, debe leerse en estas
zonas de los textos de los viajeros algo más complejo: la dificultosa superposición entre
sus imaginarios de origen (que incluyen tanto sus ideas previas acerca de América como
sobre sus puntos de partida) y la percepción de algo que, sin duda, obedece a otro
paradigma.

3
Al menos, esta parece haber sido la percepción generalizada por parte de los británicos, desde mediados
del siglo XIX. Véase en el mismo sentido MacLachlan 2007 (228).
4
Este autor demuestra, además, que solo a partir de este momento se produce una rápida caída del número
de establecimientos privados. En 1897 eran 455 (MacLachlan 2007, 247).
5

Dentro del conjunto de relatos y de imágenes extranjeros sobre el matadero


rioplatense, dos hacen de esa trabajosa superposición un estímulo para la escritura. Son
los travel account de Emeric Essex Vidal y Francis Bond Head. Publicadas en Londres
en 1820, las Picturesque Illustrations of Buenos Ayres and Montevideo de Essex Vidal
tienen un lugar fundador. No sólo por la doble impronta que dejan esa primera
descripción y el grabado, sino porque instalan al matadero –en su caso, al Matadero del
Sur- como una de las veinticuatro vistas sudamericanas;5 vale decir, como punto de
interés y de deseo para próximos viajeros. En la estampa de Essex Vidal, Prieto ha leído
un estatismo que explica por la preeminencia de la imagen, que el texto glosaría
subrayando “la desagradable impresión que producen estos lugares” (40). El viajero, en
efecto, abre su cuadro anunciando que, para un extranjero, nada podría ser más
repulsivo que el modo en que se provee a Buenos Aires de carne. Apoyándose en la
acuarela que el lector tendrá ante sus ojos, describe la faena. La suciedad es intolerable;
el hedor insoportable, sobre todo en verano; las aves revolotean de continuo, y limpian
los restos de la matanza. Los cerdos que se mantienen junto a los mismos
desagradabilísimos corrales se alimentan exclusivamente de carroña. A partir de la
mención del lazo, la mirada del viajero pasa de la descripción del lugar a la de los
trabajadores. Con ellos llegan la habitualidad y el dominio experto de estos hombres
sobre el ganado. Ha desaparecido el pintoresquismo de los personajes, y quedan la
pericia y precisión de sus movimientos. Al final del ciclo, el viajero ha pasado del
disgusto al cálculo: “Though to a stranger this may appear a tedious process, it is
performed by experienced persons in four or five minutes” (37). Para cerrar la estampa,
la mirada vuelve a posarse sobre las aves de carroña y se extiende sobre el iribú, aves de
las que se afirma que “they sometimes follow travellers and vessels” (39). Aunque es
cierto, como señala Prieto, que la descripción se cierra “con los términos y objetivismo
usuales de los manuales de divulgación científica” (40), resulta difícil, habiendo pasado
del disgusto al tedio, eliminar de ella el sobresalto que anuncia esa persecución que “a
veces” ocurre.
El libro de Essex Vidal fue pionero y exitosísimo. Elegir como objeto el
matadero, sin duda, uno de sus aciertos. Entre las muchas reseñas europeas que cosechó,
la publicada en The Monthly Magazine (1820) pone en primer plano ese objeto: “This
country seems to swarm with cattle” (454, itálicas del original), es la frase con la que
abre el comentario. La idea de una tierra pletórica, pero ya no de especias, metales ni
naturalezas exuberantes, sino de carne, y por extensión, de despojos y de sangre, es una
de las que se reitera en las sucesivas reescrituras del espacio del matadero. Se trata, en
todo caso, de algo que no es fácil contener, física ni textualmente: de un desborde.
Francis Bond Head publicó su Rough Notes taken during some Rapid Journeys
across the Pampas and among the Andes en Londres, en 1826. Del breve capítulo que
dedica a la ciudad de Buenos Aires, casi un tercio está consagrado al matadero. Head
cuenta que, en el poco tiempo que pasó en Buenos Aires, vivió en una casa “out of the
town (…) very near the place were the cattle were killed” (33). En contraste con la de
Essex Vidal, esta descripción está tramada en función del desplazamiento del viajero
por el lugar. El matadero queda definido con unos pocos elementos: una planicie que
carece de pasto, en cuyo extremo hay un gran corral. Allí permanece el ganado
destinado al sacrificio. Head elige un modo extraño de referir las actividades que se
realizan: empieza por el final. Al mediodía o por la tarde, explica, no se ve a ningún ser
humano: solo queda el ganado encerrado en los rediles, junto con las gaviotas y los
cerdos que se solazan en los “slops of blood” (34, algo que bien podría traducirse como
5
Aunque el título del libro de Essex promete “Pictoresque Illustrations” de Buenos Aires y Montevideo,
se detiene también en algunas de Mendoza y Tucumán, por ejemplo.
6

“charcos de sangre”, to slop significa “derramar”), único indicio de las tareas realizadas.
Recién entonces narra los trabajos que conducen a esos efectos. Por la mañana, apenas
suena el reloj de la Recoleta, hombres que hasta ese momento estaban en la más
absoluta inmovilidad suscitan “in a very few seconds (…) a scene of apparent confusion
which it is quite imposible to describe” (34). A continuación Head, por supuesto,
describe esa escena, consignando la batalla en la que se traban hombres y bestias, y
destacando la velocidad y la fiereza con la que todos disputan. No se cuenta la
ulterioridad de esa lucha: su utilidad para la provisión de la ciudad. No hay siquiera,
curiosamente, alusión alguna al momento de la muerte de los animales: solo al entrevero
de la lucha. Acaso porque es eso lo particularmente exótico para un inglés, y no la
muerte del animal. Acaso porque dejar algo de la escena en sombras, para que sea el
lector quien lo intuya, es una de las lecciones de escritura que aprende Head en el
matadero porteño. En medio de esa escena, que confiesa haber presenciado más de una
vez, se instala el viajero: “I was more than once in the middle of this odd scene, and was
really sometimes obliged to gallop for my life, without exactly knowing where to go,
for it was often Scylla and Charybdis” (35). La escena, en definitiva, es la de una
coreografía violenta y peligrosa, pero también sistemática: pero ni esa violencia ni ese
sistema tienen, para el viajero, explicación.
En los relatos de Essex Vidal y de Head puede leerse, en suma, el entramado de
dos operaciones: la actualización del previsible pintoresquismo exotista vinculado a lo
americano e, interfiriendo con esto, la descripción de una tarea nítida, maquínica, eficaz,
sistemática, que obliga al escritor viajero a forzar el lenguaje, porque para describirla
cuenta con un menor caudal de recursos. Poner en serie los textos de los viajeros con las
representaciones, discusiones e intervenciones materiales que supone el problema de la
provisión de carne para las ciudades europeas permite advertir en sus textos otro tipo de
asombro. Allí donde van a buscar la quintaesencia de lo bárbaro, los viajeros, claro, la
encuentran. Pero antes de precipitarse a definir el objeto de esta mirada como
“precultural”, habría que notar que encuentran también algo más, algo que entra en
conflicto con esa adscripción del matadero al paradigma de lo atrasado. Eso que
también desborda el matadero, ese excedente, es la percepción de un sistema que, para
los ingleses, estaba lejos de la anarquía con que en las calles de Londres se practicaban
la matanza y el faenamiento.

Nombrar

El deseo de darle nombre a lo nuevo y, así, hacerlo visible para el lector, es una
constante en la escritura de viaje. La dificultad de estos viajeros para nombrar el espacio
del matadero evidencia las vacilaciones e incertidumbres a las que los enfrentaba ese
espacio (algo que no habría ocurrido si el matadero hubiese sido simplemente una
imagen degradada de una plenitud europea). Essex Vidal toma el nombre local –
“matadero del sud”– y aclara: “public butcheries” (y no, repárese en el detalle,
slaughterhouse). Head, que había estado en Francia hasta 1818, y posiblemente conocía
el término abbatoir, no lo usa. Por supuesto: no es ese monumento arquitectónico lo que
ve. Pero, significativamente, no usa tampoco el término slaughterhouse. Para Head el
matadero es “the place where the cattle were killed”, vale decir, una descripción
definida: un espacio denotado por su función, en el que parece no reconocer prácticas y
usos cotidianos ingleses. Su oído atento a los decires porteños produce una hipálage
elocuente de la relación entre la tarea y quien la ejecuta: llama “mataderos” a los
“matarifes”.
7

En otros viajeros se registra una perplejidad similar. Los hermanos John y


William Parish Robertson usan también el término local: “mataderos”. Charles Darwin
recurre a una perífrasis similar a la de Head –a quien, por otra parte, cita más de una
vez- y escribe: “the great corral where the animals are kept for slaughter to supply food
to this beef-eating population” (141). Lo mismo sucede con Robert Fitz Roy, quien
contempla la faena en un entorno rural, y se refiere a “the place of slaughter” (280). En
1836, el francés Alcide D´Orbigny utiliza el término local para expresar su deseo de no
dejar de visitar los “mataderos ou boucheries de la ville”, en un país “où beaucoup
d´usages sont si différens [sic] de ceux de l´Europe ” (261, c.1) La sonoridad que evoca,
la bastardilla que en la forma impresa porta el término local “mataderos”, aparecen
entonces fuertemente ligados a la distancia exotista con que el francés enmarca lo que
está a punto de describir. Peter Campbell Scarlett no designa un espacio, sino –en clave
Essex Vidal- el deseo de contemplar “the most disgusting of all sights – the slaughtering
of oxen for the market” (187). John A. Barber Beaumont reitera también a Essex Vidal,
pero en su caso copiando la forma de nombrar: “public butcheries (mataderos)” (83,
itálicas del original). El ya mencionado Mansfield es el único que equipara el término
inglés al local y escribe “slaughter houses (mataderos)” (146). Ni los viajeros ingleses
ni tampoco los franceses mencionan, hasta el último cuarto del siglo XIX, el término
abattoir, muy popularizado ya para entonces.
Los viajeros, en síntesis, construyen estampas en las que se percibe una barbarie
regulada –pero no contenida- por un sistema en el que trabajo, muerte y espectáculo
exótico van unidos. En ese sistema, además, acecha la inquietud de lo siniestro
agazapado en las trazas familiares que esa imagen presupone.6 Una “cosa rara”, pero no
en el sentido meramente negativo que, con cierta culpa, parece asignarle Gutiérrez en su
carta a Alberdi de 1845.

Autorías

Veinticinco años más tarde, Gutiérrez vuelve a pensar en el matadero como símbolo y
cifra de la historia argentina, aunque con una intencionalidad muy diferente de la que
manifestaba en aquella correspondencia. En 1871 Gutiérrez está trabajando (junto con el
editor Carlos Casavalle) en la preparación de las Obras completas de su amigo Esteban
Echeverría, que había muerto en Montevideo en 1851. Los cinco tomos de estas Obras
se publicarán entre 1871 y 1874. El primer adelanto de esta empresa editorial será la
publicación de “El matadero” –un texto hasta entonces inédito- en el primer número de
la Revista del Río de la Plata, dirigida por el mismo Gutiérrez, junto con Andrés Lamas
y Vicente Fidel López.7
Que Gutiérrez publique un texto como “El matadero”, en el que la República
Argentina es una charca de sangre, no implica sin embargo una reconciliación con la

6
Usamos el adjetivo “siniestro” en el preciso sentido con que lo define Sigmund Freud (1919).
En relación con este elemento siniestro, sirve poner en relación la representación del matadero por parte
de los viajeros ingleses con una cuestión vinculada: las descripciones que en esos mismos libros se hace
de la dieta rioplatense. Al respecto, Aaron Landau sugiere lo siguiente: “British travel writing about the
Rio de la Plata region in the decades following the 1806-1807 invasions of Buenos Aires and Montevideo
features regular descriptions of local foods that, unlike descriptions of food in other remote places in the
world, would have suggested to sedentary readers in England not so much the exotic and outlandish
“otherness” of the region as its being a sort of wild replica of home, a kind of a distorting mirror image, as
it were, of England’s own distinctive domesticity” (Landau, 167).
7
El texto de “El matadero” fue publicado, encabezado por una “advertencia” de Juan María Gutiérrez, en
el n. 4 del tomo I de la Revista del Río de la Plata, periódico mensual de historia y literatura de América
(Imprenta y Librería de Mayo de Carlos Casavalle 1871; pp. 556-585).
8

mirada extranjera que había impugnado en 1845. Tampoco una paradoja biográfica, ni
un gesto de cinismo. Y esto porque la decisión de dar a conocer “El Matadero” en la
Revista del Río de la Plata distancia al texto de Echeverría de cualquiera de sus posibles
fuentes, inspiraciones o intertextos ingleses, o de cualquier otro origen. La “Nota
crítica” de Gutiérrez que antecede a esa primera publicación del relato lo convierte en
un texto único, singular, programáticamente romántico. Gutiérrez evita –es absurdo
pensar que las desconocía– toda referencia intertextual, y prefiere urdir una mirada y
voz solitarias, heroicas: Echeverría es quien puede ver y se anima a denunciar el “foco”
de la política de Rosas. Esto se refuerza porque Gutiérrez deja entrever que “El
matadero” es testimonio de una experiencia personal (“La casualidad y la desgracia
pusieron ante los ojos de Echeverría aquel lugar sui generis de nuestros suburbios donde
se mataban las reses para el consumo del mercado”, sostiene (559)) y no de una
experiencia de lectura (“La escena del ´salvaje unitario´ en poder del ´Juez del
matadero´ y de sus satélites, no es una invención sino una realidad”, asegura (561)).
La operación de Gutiérrez fue lo suficientemente audaz como para que la crítica
se haya interrogado sobre ella. Prieto ha conjeturado que al momento de escribir su
confesión a Alberdi –“escribí sobre Facundo sin leerlo (…) la República Argentina no
es charca de sangre”– Gutiérrez tenía “en mente” el manuscrito de “El matadero”
(Prieto 144). Un artículo de 1993, firmado por Emilio Carilla, ofrece una versión
opuesta. En base a la consideración de otras ediciones al cuidado de Gutiérrez, en las
que éste retocó, corrigió, y editó sin muchos escrúpulos, Carilla desliza la posibilidad de
que “El matadero” sea una suerte de bricollage realizado por Gutiérrez a partir de
borradores dispersos de Echeverría. Carilla argumenta que no hay indicios seguros de
que “El Matadero” haya sido escrito antes de la muerte de Echeverría (obviamente, la
datación de que la historia ocurre hacia “183…” se vincula, obviamente, con la diégesis,
y no con la enunciación) ni tampoco menciones a este relato ni de Echeverría ni de sus
corresponsales en las cartas que se conservan (47-48, n. 19). Aunque no llega a
afirmarlo, Carilla sugiere que el manuscrito, simplemente, nunca existió.
Avancemos sobre esta hipótesis: Gutiérrez como autor de “El Matadero”,
armando un relato “terminado” con borradores dispersos, corregidos y completados por
él. Y también, por qué no, con las claves que le proveen su conocimiento de la literatura
y la cultura argentinas, y su memoria de una vasta biblioteca, en la cual los textos de
viajeros han ocupado un lugar significativo. “El matadero” devendría así un texto en
colaboración diferida, escrito entre dos amigos, un crítico y un fantasma. En la “Nota
crítica”, el énfasis en el trazo vacilante del manuscrito de Echeverría no sería entonces
“prueba” de su existencia sino, por el contrario, “detalle” significativo que
verosimilizaría ese quimérico objeto.
La hipótesis importa menos en términos de atribución o propiedad intelectual
que de ficción crítica que solicita volver a pensar ese texto fundamental, y a reformular
las preguntas que ha suscitado a lo largo del siglo XX: ¿por qué permaneció inédito?
¿Cómo evaluar su andadura precaria, informe, dubitativa? ¿Es un relato romántico, o un
profético precursor del realismo local, más verosímil hacia 1870? ¿Se trata de un cuadro
de costumbres fallido o de un cuento que halla su rumbo a mitad de camino? ¿Cómo
explicar el pasaje de la sátira inicial a la alegoría explícita que lo clausura? (Jitrik) ¿De
dónde surgen esas voces plebeyas e irreverentes que conviven con cuerpos desnudos e
“inmundicias”? (Piglia, Iglesia) ¿Quién es el autor de los puntos suspensivos que
censuran los términos procaces? (Amante) ¿Se puede pensar este texto como clave del
“libro liberal” y como “metáfora mayor” para leer la cultura argentina del 37 en
adelante, desentendiéndose de sus condiciones materiales de circulación? (Viñas) ¿Hay
que buscar en él uno de los orígenes, el más secreto, de la ficción argentina, o bien
9

habría que pensar que hacia 1870 sí es posible no sólo publicar ficciones sino, ante todo,
escribirlas? (Piglia)
De algún modo, al publicar el relato de Echeverría, Gutiérrez replica el gesto de
la dama que, en la cita del viajero Charles Mansfield que abre este trabajo, no puede
dejar de mirar, aunque siga sosteniendo el pañuelo –que, púdico, ofrece también al
lector– contra su nariz. Quien en 1845 y en privado había renegado de las
representaciones de la República Argentina que habían acuñado los viajeros, en 1871
realiza una intervención pública que, deliberadamente o no, borra el anclaje en esas
representaciones que “El matadero” podía tener. Pero, al mismo tiempo, pone a circular
esas imágenes y las actualiza. Al hacerlo, Gutiérrez las nacionaliza y las incorpora a la
cultura argentina como propias. “El matadero” de Echeverría y Gutiérrez puede,
entonces, completar el viaje: se convierte en signo diferencial de la cultura argentina
ante otras literaturas nacionales. De ahí en más, esas imágenes volverán una y otra vez,
no sólo en la crítica sino, con distintas reescrituras, en la literatura, en la plástica y aun
en el cine argentinos. Basta pensar que, casi un siglo después, Rodolfo Walsh reescribe
“El matadero” en una nota para Panorama (1967) que lleva ese mismo título, y en la
que propone al “hombre del centro” dejar de lado sus temores y acercarse “al hombre de
cuchillo del suburbio”. Por esos mismos años, en una versión menos conciliadora,
Carlos Alonso ilustra la obra de Esteban Echeverría (1966) devolviéndole la carga
grotesca y desmesurada, y Fernando Solanas y Octavio Getino, en la primera parte de
La hora de los hornos (1968), yuxtaponen eisensteinianamente imágenes de un
matadero porteño extraídas del documental Faena (H. Ríos, 1960) con otras de origen
publicitario que refieren al consumo suntuario de productos importados, para señalar
con contundencia la dependencia y el neocolonialismo que el film denuncia.
Miradas sobre miradas: este pequeño muestreo de los relatos e imágenes que
suscitó el matadero rioplatense luego de –y gracias a– la versión de Echeverría-
Gutiérrez prueba su carácter de clásico, considerando como tal a aquellos textos
virtualmente “inagotables”. También, en cada una de esas reescrituras de “El matadero”,
y en las que sigue y seguirá suscitando, relumbra, aquí y allá, todo aquello que aun
inquieta en los textos de los viajeros al Plata: el asombro ante lo que resulta horrible y
fascinante a la vez, y el riesgo y el esfuerzo por contar lo que está al borde de no poder
ser dicho.
10

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