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LEISSER R.

REBOLLEDO

MEMORIAS DE LA DECADENCIA
Contenido

Devastación

Liberación

Sobrevivencia
DEVASTACION
1
La tragedia

Tal vez todo había ocurrido por puñetera mala suerte, quizás por un oscuro y
escabroso giro del destino, como mínimo por una serie de casualidades poco
afortunadas, o simplemente por una maldición enviada desde el más allá como
castigo a un país cuyos gobernantes se entregaban con ardiente fervor a la
santería y otras confesiones paganas totalmente alejadas de Dios. Lo cierto del
caso es que la situación no podía llegar a ser más deprimente; Venezuela, el país
con las mayores reservas mundiales de petróleo se encontraba totalmente en la
ruina, mas de un lustro completo con una caída vertical de su economía, y con un
éxodo masivo de población que amenazaba con desgarrar las pocas esperanzas
que los más optimistas se aferraban por mantener a pesar de que los síntomas
inequívocos de la miseria ya podían observarse hacia cualquier lado adonde se
girase la vista.

Eliezer Romero no se contaba precisamente entre el cada día más reducido grupo
de optimistas, tampoco tenía motivos para estarlo: su situación personal era
precaria, más bien ruinosa si se observaba dentro del estricto sentido de la lógica.
Ya llevaba dos años sin un empleo formal, desde que había sido despedido del
Ministerio de Educación por enfrentarse públicamente con las autoridades
regionales del chavismo. Un atrevimiento imperdonable que debía ser castigado
sin contemplaciones. El despido y posterior veto para obtener cualquier otro
beneficio del estado había resultado una cuota mínima a pagar si se comparaba
con lo que padecieron aquellos que terminaron confinados en los campos de
concentración nazis, los gulags soviéticos o las tenebrosas prisiones de las
dictaduras del cono sur, por pecados muy similares a los cometidos por él: ser o
pensar diferente en países donde gobiernan regímenes opresivos y dictatoriales.

No había sido el único que había corrido esa suerte, la segregación política se
aplicaba a todos los niveles con milimétrica precisión. El dictador Nicolás Maduro,
un gigante de más de metro noventa de estatura cuyo estilo bonachón rayaba en
el más absoluto y miserable cinismo, se encontraba aferrado al poder utilizando
todo mecanismo de control que le sirviera para tal fin, sin importarle en lo mas
mínimo las criticas continuas que le llovían desde el exterior. Quienes se oponían
a su régimen vivían permanentemente con el alma pendiendo de un hilo, con la
angustiosa incertidumbre de cuando les tocaría sentir en carne propia la
inclemente brutalidad del madurismo. Los arrestos se sucedían con alarmante
frecuencia y casi siempre cuando menos lo esperaba el agraviado de turno: igual
podía ser encarcelado un diputado con fuero parlamentario, o un soldado que se
quejaba de que, en su batallón las raciones alimenticias que estaban recibiendo
no satisfacían sus necesidades corporales. En una ocasión, un par de bomberos
de la ciudad de Mérida llegaron a ser detenidos por la dirección de inteligencia
militar tras la publicación de un video donde se burlaban del presidente,
negándoseles toda posibilidad de legítima defensa (un término abstracto que en
Venezuela no significaba nada), como ocurría en la totalidad de los casos
relacionados con asuntos políticos. Los detenidos sencillamente desaparecían
durante semanas, incluso meses, hasta que, sorpresivamente eran presentados
ante los tribunales en condiciones físicas lamentables y con sentencia previa ya
establecida. Situación similar se presentaba con los dirigentes sindicales; cada vez
que algún sector salía a protestar exigiendo mejoras salariales o la restitución de
las libertades públicas, los cabecillas iban siendo aprehendidos uno tras otro, lo
que a la postre traía como consecuencia la desmoralización general de la
población, asustada por las represalias a las que se enfrentaba si se atrevía a
luchar por sus más elementales derechos.

Solo en esos casos Eliezer podía considerar que la diosa fortuna jugaba de su
lado, por haberlo protegido de un destino similar al de esos desafortunados
compatriotas, de resto, su vida era un interminable carrusel de fracasos; a los
cuarenta y cuatro años se encontraba materialmente peor que cuando tenía
veinte, o treinta; por lo menos, a esas edades tenía sueños y metas por realizar;
ahora, de eso no quedaba nada, o casi nada, tal vez una diminuta llama de
esperanza reacia a apagarse a pesar de todo, ese reducto de fe que los seres
humanos atesoran para aferrarse a la vida sin importar lo miserable y triste que
esta sea. ¡Un despido!, algo totalmente ridículo, una nimiedad en un país donde
miles fallecían a diario por desnutrición o falta de medicamentos, y otros miles se
encontraban encarcelados por el delito de ser opositores. ¡Despedido! Gracias a
Dios por ello — pensó— Eliezer, mientras una mueca forzada se dibujaba en la
comisura de sus labios.

La noticia le había llegado tarde, demasiado para tratarse de alguien que se


jactaba de siempre estar enterado de todo, o casi todo. En esta oportunidad la
información se había resbalado por su lado para evitarlo, como una anguila que se
escurre para huir de un eventual depredador. Solo le llegó por casualidad, ya
entrada la madrugada cuando el brillo de su computador Canaima comenzaba a
pegarle en la vista, indicándole la conveniencia de dar un descanso a sus
atropellados ojos después de una larga y casi continua jornada de más de quince
horas conectado. No recordaba exactamente la página web; la verdad es que no
había muchas que hablaran acerca de Guyana, una antigua colonia británica al
noreste de América del Sur, de la casi nadie en Venezuela había escuchado
hablar hasta que, a Nicolás Maduro se le ocurrió la idea de utilizar el litigio
histórico entre ambas naciones como consigna en todos los cuarteles de las
fuerzas armadas venezolanas: “el sol de Venezuela nace en el Esequibo” rezaba
el slogan, lo cual a Eliezer solo podía proporcionarle un agudo sentimiento de
repulsión, sobre todo después de leer el artículo que señalaba a todas luces que
ya Guyana se encontraba exportando petróleo de un rico yacimiento en el lecho
marino de la zona en reclamación, que según los cálculos de Exxon Mobil
contenía más de ocho mil millones de barriles de reservas probadas, y que, en un
plazo de cinco o diez años convertirían a este pequeño, desconocido y hasta
entonces insignificante país en una especie de Dubai tropical.

No envidiaba la suerte de los vecinos guyaneses, que pronto dejarían de ser un


rincón olvidado del mundo a costa del petróleo venezolano; tampoco le molestaba
que miles de personas en esa nación salieran de la pobreza, lo que seguramente
ocurriría cuando ese mana negro comenzara a venderse en grandes cantidades al
mercado internacional; lo que si le causaba profunda indignación era la manera
irresponsable como habían manejado el asunto del litigio por el Esequibo los
gobiernos tanto de Hugo Chávez como de Nicolás Maduro: el primero,
prácticamente hizo entrega de esa región selvática rica en minerales, y que ahora
nadaba en petróleo por simple populismo. Ocurrió en el año 2004, en medio de la
visita de estado realizada por Hugo Chávez a Guyana, donde declaró entre otras
cosas lo siguiente: “el gobierno venezolano no será un obstáculo para cualquier
proyecto conducido en el Esequibo, y cuyo propósito sea beneficiar a los
habitantes del área”; sin duda alguna el gobierno guyanés le había tomado la
palabra al pie de la letra, y ahora el vociferante histrionismo de Maduro ya no
podría hacer nada para evitar la pérdida definitiva de esa porción del territorio
venezolano, que ellos canjearon en su momento por un voto en los organismos
internacionales, y con el cual irónicamente ahora no contaban.

Eliezer decidió que ya había tenido suficiente, y que lo mejor era apagar el
computador y resguardarse entre las sabanas por unas cuantas horas. El asunto
de Guyana logró sacarlo de sus casillas, sus bruscos cambios de humor se
producían cada vez con mayor frecuencia, y lo peor es que siempre estaban
ligados a la situación del país en general, pero también a la suya personal;
entonces no podía dejar de maldecir a los responsables de su tragedia, haciendo
énfasis especial en Nicolás Maduro; en muchas ocasiones su esposa Nélida, doña
Victoria, su madre, o algunos de sus cuatro hijos lo habían escuchado susurrar
improperios pasados de tono, con el rostro desfigurado por la cólera, y tomándose
la cabeza entre las manos como un poseso. Cuando los alarmados pequeños lo
veían en ese estado salían corriendo a avisar a las mujeres de la casa, que
preferían abstenerse de intervenir, con el pretexto de que solo era un arrebato
pasajero, a lo cual los niños se retiraban con cara de perplejidad, y murmurando
por lo bajo: “a mi papa lo volvió loco Maduro”.

Eliezer Romero se consideraba un bicho raro, así lo pensaba y cada día se


convencía un poco más de que dicha sentencia estaba más que ajustada a la
realidad. Poco importaba que algunos familiares y conocidos le dispensaran
cortésmente palabras de elogio acerca de sus conocimientos teóricos sobre temas
diversos que, a juzgar por las miradas de hastío que colocaban al escuchar sus
interminables disertaciones se podía adivinar fácilmente que no les interesaba en
lo absoluto. Hablaba con fluidez y un toque de presunción acerca del desarrollo de
la segunda guerra mundial, el renacimiento, la revolución francesa, las fabulosas
riquezas del Potosí colonial, las pinturas de Picasso, los poemas de Neruda, los
mercados financieros, la longevidad de los habitantes de Okinawa, Nicoya o Loma
Linda, y otra serie de asuntos dignos de una tertulia literaria escenificada en el
café de Flore a mediados del siglo pasado. Sabía perfectamente que los gestos de
cortesía que le prodigaban solo representaban una forma de artilugio para
congraciarse con él, como un tributo a los tiempos en que Eliezer podía influir en
la vida de las personas de su entorno con simplemente realizar una llamada, eso
estaba más que claro, y tal situación no hacía más que incrementar su terrible
sensación de soledad, de perdida, esa especie de abatimiento que se había
instalado en su ánimo como la maleza invade lugares abandonados y desprovistos
de presencia humana. En cualquier otro país podría haber sido catalogado como
un intelectual, un erudito, pero en Venezuela simplemente era uno más del
montón, un hombre de mediana edad arruinado, fracasado y con evidentes
síntomas de depresión; una víctima no tan inocente de esa plaga llamado
chavismo, un paria en una sociedad de adulantes y sumisos condenados a la
miseria y en apariencia conformes con su poco promisorio destino.

La vida de Eliezer estaba supeditada a la única afición que había logrado


mantener en esos días de sombras y nubarrones amenazantes: la lectura; en esta
etapa de su vida pocas cosas podían igualarse a la pasión por descubrir esas
historias que brotaban de las páginas de los libros como una gloriosa aparición;
solía leer unas doscientas o trescientas páginas por día, las devoraba con
ansiedad, con la misma desesperación de quien tiene los días contados y se
encuentra cumpliendo su última lista de deseos. La lectura se había constituido en
una alternativa vía de escape, un bálsamo para soportar los embates de la
tragedia que asolaba su país. Cuando se enfrascaba en una buena historia
lograba abstraerse de los problemas cotidianos, caía en una especie de estado
hipnótico, incapaz de percibir el movimiento que pudiera generarse a su alrededor.
Solo salía de su trance cuando alguien recurría a su buen entendimiento para
aclarar alguna duda sobre cualquier cosa perfectamente al alcance de la infinita
sabiduría del profe como también se le solía distinguir; en ese caso mostraba esa
otra faceta de su personalidad que quienes los habían conocido en otra época
pensaban ya no existía; en tanto, los más jóvenes lo miraban incrédulos, ya que
nunca se hubiesen imaginado que aquel hombre silencioso y un tanto rollizo, que
pasaba horas enteras leyendo en su pequeño portátil sin perturbarse por nada,
tuviese la capacidad de hilvanar discursos tan largos y cargados de detalles que
ellos jamás habían escuchado. Luego de satisfacer el requerimiento que le habían
hecho volvía a concentrarse en su lectura, la cual apenas interrumpía para realizar
sus necesidades básicas o mudarse de sitio para continuar con su interminable
sesión literaria.

De un tiempo para acá se había despojado de otras pasiones que le producían


deleite y le ayudaban a sostener en perfecto balance su equilibrio emocional: la
bebida, las mujeres, viajar, las charlas políticas con sus camaradas, todo
almacenado en el baúl de los recuerdos de su alma, soñando con poder disfrutar
nuevamente de esos simples y elementales placeres de la vida una vez que
volviese a girar la ruleta de la fortuna a su favor, para así poder reencontrarse con
su antiguo yo. Esperaba ansioso que las fuerzas misteriosas del universo lo
liberaran de la prisión de limitaciones que habían edificado Hugo Chávez y su
aventajado discípulo Nicolás Maduro. Odiaba a Nicolás Maduro con todas las
fuerzas de su corazón, esa era la más segura de sus certidumbres; tan solo
escucharlo hacia que las tripas se le revolvieran, con cada músculo de su cuerpo y
cada célula de su ADN lo repelía, para Eliezer no había ningún otro responsable
de su desdicha, de haberlo reducido a ser solo una sombra que ocupaba un lugar
en el espacio, una masa inerte sin espíritu y con los reflejos limitados a su máxima
expresión.

A Hugo Chávez también le guardaba rencor, pero era un rencor más frio, más
dócil, menos punzante, como el que se suele tener a los enemigos que yacen
varios metros bajo la superficie, y por tanto no representan una amenaza directa.
Aunque el régimen de Maduro insistiera en mantener al Comandante presente en
cada acción y en cada discurso, lo cierto del caso es que el hombre de la verruga
se encontraba mas muerto que un fósil prehistórico. Los restos de Chávez se
encontraban depositados en su mausoleo personal del cuartel de la montaña
(antiguo museo histórico militar) y con el paso de los años la afluencia de
seguidores había ido disminuyendo drásticamente desde su pico inicial de 2013,
cuando miles desfilaban a diario por aquel lugar de culto, ahora solo unos pocos
curiosos se asomaban por aquel lugar, para luego concluir que el legado del
Comandante no era más que un oscuro pasaje de la historia tan igual que ese
lúgubre mausoleo mortuorio enclavado a lo alto de una colina, con la vista del valle
caraqueño bajo sus pies.

Eliezer dejó descansar las teclas de su pequeña computadora Canaima justo


cuando daban las tres de la madrugada, hora que había fijado con anterioridad
como el punto final de su jornada, no porque se encontrara especialmente
cansado, siempre disponía de arrestos para unir la madrugada con el día, sino
mas bien por una lógica necesidad de preservación física; además, no le veía
mucho sentido al hecho de prolongar su reticencia a meterse entre las sabanas; el
libro o novela que pensaba escribir no terminaba de salir de su cerebro confuso,
ciertamente las ideas bullían como un torrente, pero no tenían orden ni
coherencia, solo flashes inconexos, un rompecabezas con innumerable cantidad
de piezas faltantes que no llevaban a ninguna parte.

Abatido, aceptaba una nueva derrota; aunque por lo menos podía darse por
satisfecho de que, en la PC no tenía problemas para borrar líneas una y otra vez,
se imaginaba con algo de desgano lo que hubiese significado hacerlo al estilo
antiguo: con lápiz y papel, o incluso, en una vetusta y bulliciosa máquina de
escribir marca Olivetti, como la que uso su madre a lo largo de tres décadas que
fungió como secretaria de varias instituciones públicas; sin duda rápidamente se
hubiese quedado sin inventario de hojas, aunque por otro lado eso le brindaría la
excusa perfecta para dejar las cosas hasta allí, rendirse de una vez, después de
todo a quien podría interesarle la historia de un fracasado, un intento de escritor
que no era capaz ni siquiera de articular un primer párrafo por lo menos digerible.

A sus cuarenta y cuatro años empezaba a padecer los efectos de un estilo de vida
totalmente sedentario, prácticamente no salía a la calle, una especie de auto
reclusión impuesta mas por despecho que por vocación. Las articulaciones le
dolían, la cervical se convirtió en un huésped cotidiano e incomodo, y lo peor era
la parte emocional, el desamino general hacia todo tipo de actividad por mundana
que fuera. Se había abandonado a la desidia, resultaba común que se dejara
cubrir parte de la cara con una espesa barba invadida por las canas, no se
preocupaba por vestir elegante, entre otras cosas porque la mayor parte de su
vestuario había sido consumido por el tiempo y por un detergente liquido que un
año atrás se puso de moda por su bajo costo, pero que actuaba sobre la tela como
un acido que disolvía todo lo que tocaba. Los pantalones y camisas habían
sobrevivido a duras penas, pero tan ruyidos y maltrechos que daba pena
mostrarse en público en semejante condiciones.

Para evitar la humillación de las críticas veladas y las indiscretas miradas de


reproche había optado por apartarse de todo y de todos, limitando en lo posible la
participación en reuniones de cualquier índole y saliendo solo cuando no quedaba
otra opción, en cuyo caso lo hacía tan fugazmente como su físico bastante fuera
de forma se lo permitía.

El transporte tampoco ayudaba a alivianar su tormento. La mayoría de los buses


habían salido de circulación por falta de repuestos, o porque simplemente los
elevados precios hacían imposible la manutención de los vehículos. Las líneas de
buses habían sido sustituidas por las perreras, que no eran más que camiones y
camionetas casi siempre destartaladas que cubrían las rutas llevando pasajeros
hasta en los techos, y que no disponían de ningún tipo de seguridad para los
indefensos usuarios del inevitable servicio. Eliezer pugnaba internamente entre la
necesidad de trasladarse en esas desgracias ambulantes o caminar varios
kilómetros bajo el sol calcinante de los Llanos venezolanos. Lo primero le parecía
una nueva concesión al proyecto de aniquilación sistemática de la dignidad
humana llevada a cabo por el régimen, y lo segundo, un sacrificio que pocas
veces se mostraba ansioso por pagar. Por ello, y dependiendo su estado de ánimo
tomaba cualquiera de las opciones que le resultara más práctica en el momento.

Por lo demás, era un hombre bien parecido, aunque empezaba a entrar en carnes,
lo cual, en medio de la tragedia venezolana era visto como algo positivo, no
muchos podían darse el lujo de mostrar una simpática pancita y algunos kilos de
más alrededor de su cintura. Por regla general la tendencia que se imponía era la
pérdida de peso de la mayoría de las personas, al no poder alimentarse
adecuadamente y en las cantidades mínimas requeridas. Por las calles se podía
observar gente con la ropa colgando, la misma ropa que años atrás se habría
ajustado perfectamente a sus cuerpos. Eliezer había sido testigo de esos cambios
en la fisonomía de varios conocidos. En una de sus esporádicas salidas se había
topado con dos de sus antiguas amantes, un par de chicas hermosas, de cuerpos
majestuosos que en su momento le habían deslumbrado a primera vista. Ahora se
habían vuelto una versión demacrada y envejecida que le resultaron
prácticamente irreconocibles. Lo peor del caso es que ambas mujeres
escasamente superaban la treintena, edad en que el cuerpo femenino puede
mostrar todavía parte importante de su esplendor. Sin embargo, aquello resultaba
algo repugnante, no por las pobres mujeres en sí, sino por la situación que había
generado su anticipada decrepitud.
Cuando Eliezer conoció a Daniela seis años atrás esta era una divina mujer
blanca, con una larga y negra cabellera brillante, voluptuosa en todo sentido y con
un lindo rostro poblado de pecas que contribuían a hacerla ver más atractiva.
Además era poseedora de unos ojos rasgados y oscurísimos que le añadían un
exquisito toque oriental. Ese día que la encontró caminando por el paseo
Boulevard de San Fernando de Apure con un morral sobre la espalda y con una
niña pequeña aferrada a su mano, Eliezer no podía dar crédito a lo que sus ojos
estaban observando. Le llamó la atención su forma de caminar, ese suave y
rítmico contoneo que gracias a sus sinuosas curvas provocaba que los hombres
instintivamente voltearan la vista. La siguió con la mirada para cerciorarse que se
trataba de la misma mujer con la que había compartido tantas horas de sexo
desenfrenado, y cuya piel tersa no podía dejar de acariciar. Por un instante ella
volteó en su dirección aunque pareció no percatarse de su presencia, su cabello
ahora lucía opaco y descuidado, los jeans le quedaban flojos y sus ojos parecían
muertos, con un doloroso aire de resignación, con la certeza del ocaso anticipado
marcado en cada movimiento. Eliezer pensó en acercarse a saludar, por un
momento se convenció que era lo justo, no sabía exactamente con qué intención,
tal vez por pura lástima, o quizás para indagar que había pasado con aquella bella
y exótica mujer que en más de una ocasión le había robado el sueño. Sin
embargo, no tuvo oportunidad, un hombre viejo que Eliezer calculó tendría más de
sesenta se acercó a ella con decisión y tomó a la niña por la mano, para luego de
un breve intercambio de palabras reiniciar la marcha con rumbo desconocido. Ese
anciano indudablemente era su marido, Eliezer estaba seguro porque el padre de
ella había fallecido cuando apenas era una adolescente, le había hecho esa
confesión en uno de sus encuentros furtivos, un accidente le privó tempranamente
de una figura paterna, que posiblemente ahora suplía con ese vejestorio que en
sus años de esplendor jamás hubiese tenido una oportunidad de acostarse con el
monumento que era Daniela.

Ese mismo día, y como una macabra jugarreta del destino cuando apenas se
reponía del impacto de ver a su adorada Daniela en ese estado tan deprimente se
encontró con otro de sus viejos amores. Francia había sido una chica esbelta que
no poseía las curvas sinuosas de Daniela, pero lo compensaba con su gracia y
porte, con sus más de metro setenta de estatura, abultado busto y la pasión a flor
de piel, tal vez la amante más ferviente y sumisa que había tenido en toda su vida
de pecado. Nunca se negaba a ninguna clase de experiencia, poseía el don de la
ciega obediencia en la cama, aunque también solía improvisar posiciones y juegos
capaces de desequilibrar al más sensato de los mortales. La consiguió a la
entrada de la oficina de teléfonos, y en esta oportunidad no pudo evadir el
encuentro; Francia parecía haber envejecido veinte años de golpe, se escondía
bajo un largo vestido, razón por la cual Eliezer pudo adivinar que se había
involucrado con algún grupo religioso, como luego comprobó después de la
conversación que sostuvieron, una conversación que se hizo exageradamente
larga para él, que desde un primer momento tuvo la intención de salir huyendo de
allí, de refugiarse en sus libros y alejarse de la fealdad de un mundo cruel que se
ensañaba contra estas pobres mujeres cuyo único pecado había sido nacer en un
país gobernado por una mafia que no tenia ningún reparo en matar a su pueblo
literalmente de mengua y de hambre.

Para Eliezer ese día tuvo más que suficiente, esas jóvenes mujeres hasta hacía
poco tiempo hermosas y radiantes constituían la prueba inequívoca del nivel de
degradación en que había caído su país; se prometió pensárselo dos veces antes
de volver a incursionar en esa realidad trágica, lo mejor que podía hacer era
aislarse en su universo ficticio, un universo moldeable donde evitaría pensar en la
tragedia terrible que le había pasado por encima como una tempestad que arrasó
con todo lo que había sido bueno, dejando solo escombros retorcidos que
tardarían muchos años en ponerse de pie nuevamente, aunque el panorama no
pintaba para hacerse muchas ilusiones.

Como muchos otros, Eliezer también se había dejado encandilar con eso que
alguien llamó la rebelión de los ángeles. Corrían los primeros años de la
tumultuosa década de los noventa, todavía podía sentirse la resaca de la violenta
convulsión social de febrero de 1989. Venezuela se encontraba sumida en un
círculo perverso, con una crisis económica y social galopante, y unos partidos
políticos totalmente desprestigiados luego de un escándalo de corrupción tras otro.
Los tiempos de la bonanza habían quedado definitivamente atrás y las
expectativas para el futuro eran tan oscuras como el petróleo que había
alimentado las arcas del estado a lo largo del siglo XX. El optimismo era un bien
casi inexistente, los pobres vivían entre la incertidumbre y la esperanza de que un
evento milagroso los sacara de la situación de precariedad en que se
encontraban. Se podría decir que el escenario estaba perfectamente preparado
para un acto de carácter mesiánico, un golpe de la historia, de esos que lo
cambien todo en un abrir y cerrar de ojos.

El golpe se produjo finalmente la madrugada del 4 de febrero de 1992. Eliezer


recordaba ese día de forma nítida, como una de esas imágenes preciadas que se
quedan grabadas en la memoria y que el paso del tiempo es incapaz de perturbar.
Era una típica mañana estival en San Fernando de Apure al sur de Venezuela. A
pesar de que apenas serían las seis de la mañana, ya el sol iluminaba el
firmamento y se empezaban a sentir los primeros indicios de lo que sin duda
resultaría otra jornada de elevadas temperaturas. Eliezer se alistaba para asistir a
clases, cursaba el último año de bachillerato en el vetusto Liceo Lazo Martí, el más
referencial de la ciudad. Se instaló en la mesa del comedor para un desayuno
exprés: arepa y una versión de café menos densa que los llaneros llaman
guarapo. Francisca, la madre de Eliezer encendió el televisor como de costumbre
para escuchar las primeras noticias del día. De pronto, su rostro de pómulos
pronunciados e invadido por las arrugas adquirió un matiz sombrío, como si
acabara de recibir la noticia de la muerte de un ser querido. Eliezer percibió el
brusco cambio, su característico buen humor se había esfumado, mantenía la
mirada fija en la pantalla donde se sucedían imágenes de movimiento de militares,

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