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LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

LOS CAMINOS DE LA GUERRA

Una serie de incidentes, que se jalonan a lo largo de la década de los treinta, van  a preparar el
ambiente bélico, y provocar el endurecimiento de actitudes, campañas de rearme o de entrenamiento
bélico. Estos jalones, de los que nos corresponde ocuparnos son los siguientes:
l.          La crisis de Manchuria, 1931, provocada por el intervencionismo japonés en el continente
asiático, y que, a la vuelta de sucesivas agresiones o conatos de agresiones, desembocará en una guerra
abierta entre Japón y China, en 1937.
2.         Los inicios del «revisionismo» alemán en 1934, con el primer intento de Anschluss austríaco,
la reocupación del Sarre en 1935 la inmediata remilitarización de Renania.
3.         La guerra de Etiopía, en noviembre de 1935, primer acto importante del expansionismo
mussoliniano, y que rompe con el cuadro habitual de las alianzas, iniciando la ruptura de la «seguridad»
garantizada hasta entonces por los signantes de Versalles.
4.         La guerra civil española, comenzada en julio de 1936, que por su carácter ideológico y por
sus importantes implicaciones políticas, obligó a definirse a unos y otros, contribuyendo no sólo a deslindar
los campos, sino al enfrentamiento de hecho de los eventuales beligerantes en los campos de batalla.
5.         La anexión definitiva de Austria; en marzo de 1938.
6.         La crisis de los sudetes, en septiembre del mismo año.
7.         La crisis de Danzig y el corredor polaco, desde abril de 1939 hasta septiembre de 1939, en
que se inicia la guerra mundial.

Cuatro de estas acciones corresponden a Alemania y son, desde luego, las más «típicas» en una
línea de escalonamiento que habría de terminar, de hecho, en la guerra misma.  Las reivindicaciones de
Hitler siguen una sistemática regular, como si obedecieran a un plan preconcebido.  Alemania pone sobre el
tapete, inesperadamente, una reclamación territorial, que justifica por la necesidad de unificar a todos los
pueblos alemanes y por el propio deseo de los habitantes del territorio en cuestión, que ansían formar parte
de la Gross Deutschland.  El país perjudicado, apoyado por las potencias que luego constituirán el bando de
los aliados, se opone a las reclamaciones germanas, y se suscita una cuestión internacional que enrarece el
ambiente por espacio de unas semanas.  Crece la tensión, se habla de un peligro de guerra, se toman por
una y otra parte medidas militares y, al fin, los presuntos «aliados» ceden por considerar el
«apaciguamiento» preferible a un conflicto; al fin y al cabo, lo que reclaman los alemanes no es tanto ni tan
desprovisto de motivos.  Hitler parece darse por satisfecho, se congratula porque al fin se haya hecho
justicia al Reich, y reafirma su propósito de mantener la paz del mundo y las buenas relaciones
internacionales.  Hay un respiro, que en los últimos ciclos no dura más allá de unos meses.   Al cabo de ese
tiempo, Alemania formula una nueva reclamación, y vuelve a comenzar la historia.
Es la táctica de las anexiones por partes, que pretende evitar la guerra, o por lo menos
aplazarla.  Cada reclamación por separado no merece el sacrificio de un conflicto general, y parece, además,
que va a ser la última.  En estas condiciones, el juego se repetiría tantas veces como lo hubiera de permitir la
paciencia de los «aliados» o su sentido del riesgo.  La táctica de ataques por separado, en realidad, no hacía
más que prefigurar el sistema a emplear por Alemania durante el conflicto.  La segunda guerra mundial, en
realidad, había comenzado ya bastante antes de que nadie se diese cuenta.

EL EXPANSIONISMO NIPÓN EN EXTREMO ORIENTE

Japón podía considerarse, como Italia, entre los «pequeños vencedores» de la primera guerra
mundial.  Había adquirido, por la Paz de Versalles, el «mandato» sobre ciertas posesiones oceánicas
arrancadas al Imperio alemán de alta importancia estratégica, pero nulas en lo que podían representar de
engrandecimiento territorial o posibilidades económicas. En cambio, quedaban incumplidos los sueños
japoneses de expansión continental. Todo nuevo intento expansionista quedaba previsoramente coartado
por el Pacto de las nueve potencias (1922), que garantizaba la integridad de China y el mantenimiento
del statu quo en Extremo Oriente.
Aun así, Japón prosperó visiblemente durante la década de 1920 a 1930, en común disfrute con los
países occidentales de los «felices años».  Pero también fue común el bache de la depresión de 1930.  En las
islas japonesas, el problema vino acompañado de un matiz demográfico que en el resto de los países
civilizados no se daba, por lo menos en la misma manera. De los 50 millones de habitantes en 1914, Japón
pasa a los 70 millones en 1939.  Si en vísperas de la primera guerra era ya un país poblado, en vísperas de la
segunda era superpoblado, y sus caminos de expansión estaban cerrados por lo que los japoneses
consideraban boicot de las potencias privilegiadas de Occidente.  La crisis económica de 1930, que Japón
sufrió en el mismo grado que los otros grandes países industriales, dejó sin trabajo a cientos de miles de
obreros y dificultó el comercio exterior.  Japón no podía permitirse, como Estados Unidos o como Francia, el
lujo de la autarquía, porque no contaba con materias primas suficientes para sostenerse por sí solo, ni
siquiera en condiciones de precariedad. Aquellos setenta millones de pobladores no podían sostenerse sino
mediante el intercambio de productos alimenticios por productos manufacturados: y de no ser esto posible,
no quedaba otra eventualidad que el hambre y la muerte.
Se soñaba de nuevo con Manchuria, sus ricas minas y sus amplias llanuras escasas en población,
con las riquezas de la China, de Málaca, de Insulindia, en suma, con el estaño, el arroz, el petróleo, el mijo o
la soja: materias primas que llevarse a la boca o a las fábricas.
El emperador Hiro Hito, que reinaba desde 1926, era un  hombre pacífico. Pero con el
advenimiento de la depresión se hizo necesario el nombramiento en el gobierno de un hombre fuerte,
decidido, que promueva una firme política exterior, en la que el Japón reclame «su lugar en el mundo» y
rompa el relegamiento en que le están dejando las potencias occidentales.  Y, sobre todo, las
anglosajonas.  Gran Bretaña y Estados Unidos son enemigos natos. Así apareció el General Araki.
Ya en 1931 se hizo patente e inevitable la política expansionista.  En el verano de aquel año,
terroristas chinos desencadenaron un atentado contra el ferrocarril de Manchuria, dependiente de una
compañía japonesa.  Los nacionalistas de Tokio exigieron una acción inmediata, y tropas niponas se
alinearon a lo largo de la vía férrea, en plan de protección.  Luego se apoderaron de Mukden (capital). La
ocupación de Manchuria entera era ya un hecho, y a Tokio no le cabía sino confirmarlo y respaldarlo
diplomáticamente.  Ante todas las reclamaciones, contestaron los japoneses alegando que se trataba de una
medida defensiva encaminada a proteger sus intereses en Manchuria contra la anarquía y el
bandolerismo.  China decidió entonces llevar el asunto a la Sociedad de Naciones, donde, en general,
encontró el apoyo de las potencias occidentales quienes exigieron tímidamente la retirada nipona y el
establecimiento en Manchuria de un Gobierno autónomo bajo soberanía china.
Entre tanto, los japoneses habían colocado ya en Mukden un régimen títere y se retiraron de la
Sociedad de Naciones.
El mundo occidental, embebido en sus preocupaciones económicas, no tenía tiempo ni humor para
ocuparse en arreglar los asuntos en Extremo Oriente. Era preferible dejar que japoneses, chinos y manchúes
ajustasen las cuentas a su gusto.  La coyuntura, por tanto, era extraordinariamente favorable a Japón, y
Tokio no la desaprovechó.  La disputa con China siguió, desde entonces, abocada a una serie de choques que
habrían de desembocar en la  ocupación militar de Pekín que negoció su libertad a cambio de su soberanía
sobre Manchuria.  Quedaba consagrado el expansionismo japonés en Extremo Oriente.
El armisticio de 1933 no fue suficiente para contentar a los japoneses quienes invadieron otras
provincias chinas con lo que comenzó la guerra chinojaponesa que puede considerarse, en puridad, el
primer capítulo de la segunda guerra mundial, con la que habría de enlazar, sin solución de continuidad, dos
años más tarde.

EL REVISIONISMO ALEMÁN

Todo el mundo sabía que la subida de Hitler al poder venía asociada a la idea de desquite y la
“revisión” de Versalles. En la Conferencia del desarme (1933)  de la Sociedad de Naciones se negó una y otra
vez a Alemania todo trato de paridad, dando razón a los alegatos de Hitler según los cuales lo que se
pretendía no era el desarme del mundo sino el de Alemania. En octubre de ese año Alemania se retiró de la
Sociedad de Naciones. Meses antes se habían retirado los japoneses.
Francia, temerosa por el fracaso de las conferencias de paz se decidió por un acercamiento con
Rusia con quien firmó un pacto en 1935 de modo tal que, si Alemania se decidía a la guerra, tendría que
resignarse, como en 1914, a luchar en dos frentes.
En Austria había llegado al poder un amigo personal de Mussolini, Engelbert Dollfuss, decidido
partidario de los regímenes de autoridad y antiparlamentarista. Hitler veía en él el peligro de un
nacionalismo puramente austríaco que podía hacer fracasar el proyecto de Anchsluss. De aquí que los
nacionalsocialistas que ya contaban con simpatizantes en Austria, promoviesen continuas agitaciones contra
el nuevo canciller de Viena (Dollfuss), que culminaron con su asesinato en el verano de 1934. Hitler negó
siempre toda participación de sus agentes en el hecho, pero sus presuntos enemigos no pudieron menos
que ver aquel suceso con natural alarma, y temer que de un momento a otro las fuerzas del Reich alemán
penetrasen en territorio austríaco. En 1935 Mussolini firma un tratado con Francia cuyo objetivo era la
defensa de la independencia de Austria y la solución de disputas territoriales en colonias africanas. De este
modo, Francia lograba completar el cerco antigermano.
Hitler no se amilanó y profundizó su propaganda para lo cual le ayudó la incorporación del Sarre.
Éste era un territorio alemán adquirido por Francia en Versalles en el que, según lo estipulado, después de
quince años debía hacerse un plebiscito para definir su reincorporación a Alemania o su dependencia de
Francia. El 90% de la población se manifestó por Alemania. Sin embargo, estaba sola y cercada
internacionalmente. En el verano de 1935, las posibilidades de que mantuviese sus reivindicaciones
territoriales o pudiese provocar con esperanzas de éxito cualquier conflicto internacional, diplomático o
bélico, parecían ser francamente nulas.

LA GUERRA DE ETIOPÍA

La preocupación italiana ante la posibilidad de un Anschluss  que permitiera a los alemanes


asomarse a los pasos del Tirol había aconsejado a Mussolini hacer causa común con franceses y británicos -e
indirectamente con los soviéticos- para anular todo intento de expansión germano.  Pero Italia también
tenía sus ansias expansionistas.
Mussolini creyó que la ocasión era buena para que Italia comenzase a hacer valer reivindicaciones
imperiales.  El pacto con Francia bien merecía que las Potencias coloniales le consintieran algún escarceo
conquistador en África.  La vista de los italianos estaba fija en Abisinia (Etiopía) que serviría para
proporcionar a Italia una amplia posesión colonial.  Se trataba menos de conseguir un interesante mercado
o una zona de expansión demográfica que de poder exhibir la realidad geográfica de un imperio y adquirir
prestigio de gran potencia.
Aprovechó hábilmente unos incidentes fronterizos con sus posesiones en Somalía, y el 3 de octubre
de 1935 declaró la guerra al imperio de Etiopía. Contra lo que Mussolini esperaba,   Francia mostró su
disgusto y Gran Bretaña adoptó una actitud airada.
Apenas una semana después de comenzada la guerra, el 11 de octubre, el Consejo de la Sociedad de
Naciones declaraba a Italia «país agresor», y recomendaba la adopción de sanciones por parte de todos los
países miembros. Fueron los alemanes quienes más interesadamente desoyeron las recomendaciones de la
Asamblea.  Hitler vio de pronto una brecha abierta en el «frente de Stressa» (alianza antigermana) y, con
sentido oportunista, se coló por ella como una flecha; proporcionó armas y productos de todas clases a los
italianos hasta convencer a Mussolini de que era su mejor amigo.  La afinidad ideológica entre los dos
regímenes hizo todo lo demás, y no tardó en estrecharse la vinculación entre Roma y Berlín.
Por su parte, la condena de Italia y las sanciones operaron efectos contrapuestos a los que
perseguían.  Mussolini robusteció su posición moral ante la conciencia de sus compatriotas, y la propaganda
fascista no dejaba de destacar el farisaico escándalo de dos potencias coloniales, poseedoras de casi un
tercio del planeta, ante las reivindicaciones colonialistas de otra nación con la que hasta el momento no se
habían cometido más que injusticias.  Probablemente, nunca la población estuvo tan unida en torno al Duce
como durante la guerra de Abisinia.
El 5 de mayo de 1936 las tropas italianas del general Badoglio entraban en Addis Abeba, en tanto
el Negus (emperador etíope) corría a buscar refugio entre sus amigos los británicos. «Anuncio al pueblo y al
mundo -gritaba horas más tarde Mussolini- que ha llegado la paz: una paz romana.» Días más tarde, Víctor
Manuel III era proclamado emperador de Etiopía.
La guerra de Abisinia significó bastante más que la conquista de aquel legendario imperio africano
por Italia, o el prestigio de Mussolini en el mundo.  Fue, sobre todo, la ruptura del régimen fascista con
Francia e Inglaterra y su acercamiento a Alemania. La idea del Eje hizo fortuna y las autoridades de uno y
otro país se complacían en repetir el término.  El Eje, aunque no se basaba en ningún pacto expreso, venía a
ser la solidaridad entre Alemania e Italia, el Führer y el Duce.  Nuevo sistema que, aparte de romper el
aislamiento alemán, venía a dar al juego de las alianzas un sentido ideológico muy distinto.

LAS ULTIMAS EXIGENCIAS ALEMANAS

En noviembre de 1937, Hitler comunicó a sus colaboradores cuál era su plan: la unificación de 85
millones de alemanes mediante la incorporación de territorios pertenecientes a Austria, Checoslovaquia y
Polonia.  Sólo el día en que las fronteras estuviesen definidas por 1a raza y no por los poderes estatales sería
realidad la Gross Deutschland, la Gran Alemania capaz de asumir una misión primordial en el mundo.   Había
que romper con la artificiosidad de las fronteras que se oponían a la unidad alemana. Había que ir primero al
objetivo más obvio, el Anschluss, la incorporación de Austria.  Luego vendría la de los sudetes del oeste de
Checoslovaquia, y más tarde la de los prusianos del «pasillo polaco», de Danzig o de la lituana Memel.
Para lograr el Anschluss se intensificó la propaganda nazi en Austria. Los nacionalistas de este país
se dividieron entre los partidarios de la unión y los que no lo eran. Hubo enfrentamientos entre ambos
grupos. El Canciller Schuschnigg se apoyó en el grupo que no aceptaba la unión pero la presión nazi fue
demasiada y consiguió Hitler que el jefe del nazismo austríaco, Seyss-Inquart, fuera nombrado primero
ministro del Interior y luego Canciller.
Lo primero que hizo Seyss-lnquart hizo fue proclamar el Anschluss -12 de marzo- y llamar a un
plebiscito, que, organizado ahora bajo la presión nazi, dio un resultado categórico. Los votos favorables a   la
integración superaban 99 % del total. Hitler habla ganado la primera batalla del integracionismo.  Las
potencias se recriminaron mutua y discretamente su inhibición ante el engrandecimiento de la Alemania
hitleriana, pero aceptaron sin protestas formales el hecho consumado. 
Ahora correspondía iniciar el segundo acto, es decir, la reclamación ante Checoslovaquia.
Eran estos sudetes los habitantes de lengua y raza alemana que, en número de unos tres millones y
medio, vivían en la zona oeste de Bohemia.  Ricos, cultos, trabajadores, constituían un grupo selecto en el
país, aunque eran víctimas del nacionalismo checo, que no sólo les vedaba el acceso a determinados
puestos, sino que extremaba con frecuencia las vejaciones.  Puede decirse que, de todos los alemanes
irredentos, fueron los sudetes quienes, por razones obvias, con más afán deseaban la integración en su
patria.
En octubre de 1937, con motivo de ciertos malos tratos infligidos por la policía checa a paisanos
sudetes se inició el movimiento de resistencia pasiva y anunció que la minoría alemana no descansaría hasta
haber alcanzado la autonomía.  El ejemplo del Anschluss, acaecido meses después, robusteció la confianza
de los sudetes, que celebraron en abril de 1938 un congreso en Carisbad, en el que se solicitaba la
autonomía política del país y  el derecho de los alemanes a administrarse y educarse por sí mismos. Por
supuesto que Hitler y los nacionalsocialistas no iban a desperdiciar la ocasión de un movimiento que surgía
más espontáneamente que en Austria y que constituía otro jalón importante en el proceso de unificación del
mundo germano. Sin embargo, no había que descartar la peligrosidad del intento sobre todo teniendo en
cuenta el nacionalismo antigermánico de los checoslovacos y con la reacción de Francia y Gran Bretaña.
Hitler anunció que se disponía a salvar a sus compatriotas sudetes de la tiranía y barbarie checa;
movilizó tropas y las concentró ante la frontera.  Francia, que había mantenido hasta entonces una actitud
expectante, ordenó también movilización y colocó a sus fuerzas en estado de guerra.  En Gran Bretaña se
decretó estado de alerta. ¿Iba a comenzar la segunda guerra mundial?  Los acontecimientos se precipitaban
de manera tan trágica, que ya nadie, ni los mismos responsables de la situación, eran capaces de predecir el
futuro.
El 15 de septiembre de 1938, el primer ministro británico, Chamberlain, hizo, a los setenta años, el
primer viaje de su vida para apaciguar a Hitler.  De la entrevista celebrada  salió el acuerdo entre ambos
estadistas de que la tensión sólo podía resolverse mediante la aplicación estricta del principio de las
nacionalidades; aquellas zonas donde la población fuese alemana en más de 50 por 100, pasarían a
Alemania, en tanto el resto quedaría para los checos; una comisión internacional se encargaría de fijar la
frontera definitiva.  La cesión de Chamberlain fue considerada como una debilidad en diversos círculos
franceses y británicos. Pero al fin no pudo menos de ser aceptada como fórmula para conservar la paz.
Pero la razón moral cambió de campo en la segunda entrevista celebrada entre Hitler y
Chamberlain ( 22 de septiembre).  El Führer, vista la condescendencia de sus presuntos rivales,  apareció de
pronto mucho más intransigente. La anexión de los sudetes no resolvía todo el problema: era preciso que los
polacos recuperasen Teschen y los húngaros Eslovaquia.  Hitler se presentaba así como el campeón del
principio de las nacionalidades, sin otro prurito que la destrucción de aquel «organismo falso y artificial» que
era Checoslovaquia. Ya no reclamaba territorios moralmente alemanes, sino que pretendía aparecía como
árbitro del reparto de Checoslovaquia.  Por supuesto, polacos y húngaros aplaudieron muy pronto la
iniciativa, y no tardarían en mostrarse tan exigentes como los propios alemanes; tal vez -parece la única
explicación- el propósito de Hitler era ganárselos: adquirir amigos a costa del debilitamiento de un
enemigo.  Y concretamente, respecto de los polacos, pagarles por anticipado la entrega del «corredor» de
Danzig, taparles la boca para cuando llegara la hora de exigirles.
Los checos ordenaron una movilización general de fuerzas a lo que Hitler contestó con un
ultimátum a Checoslovaquia. Fue entonces cuando intervino Mussolini quien propuso, en la mañana del 28
de septiembre, la idea de una reunión de urgencia entre los jefes de Gobierno de las cuatro potencias de
Occidente: Alemania, Italia, Francia e Inglaterra. El día siguiente, 29 de septiembre, Hitler, Mussolini,
Chamberlain y Daladier se reunían en Munich, la ciudad cuna del nacionalsocialismo.  De aquella entrevista
no pudo salir más que el triunfo de quien se mostró más seguro de sí mismo.  Los alemanes adquirían pleno
derecho a ocupar el territorio de los sudetes y los checos habrían de evacuarlo en el plazo de diez días.   Las
disputas sobre Teschen y Eslovaquia se resolverían por negociaciones entre los Gobiernos respectivos, en un
plazo de tres meses.  De no mediar acuerdo, los «cuatro grandes» volverían a reunirse al cabo del citado
plazo, para decidir sobre la cuestión.
Hitler había vencido. Era el exigente, el agresor, y no conseguía disimular sus intenciones por
razonables que fuesen sus argumentos sobre la aplicación del principio de las nacionalidades.  Las otras
potencias habían claudicado no ante aquellas razones, sino ante la amenaza dramática de la guerra. ¿Por
pacifismo o por temor al poderío alemán?  Era evidente que la capacidad bélica del Reich no era superior en
aquel momento a la de sus eventuales adversarios.  Tenía, eso si, una clara superioridad aérea y en tanques,
y parece que este factor, más que otros motivos dialécticos, le proporcionó la victoria en la «batalla de
Munich».
Lo lógico era que Hitler, después de su forzada victoria, hubiese proporcionado un buen descanso a
su programa; pero lo cierto fue que, embriagado por el olor del triunfo, y deseando mantener su papel de
árbitro de Europa quiso dirigir el «reparto de Checoslovaquia».  Los polacos reclamaron en seguida el
territorio de Teschen, y Praga, intimada por un ultimátum, hubo de ceder. Pronto, con apoyo alemán e
italiano, los húngaros reclamaron y consiguieron un territorio de 12.000 kilómetros cuadrados, con cerca de
un millón de habitantes.  Y el partido independiente eslovaco, que desde años antes se había retirado del
Parlamento de Praga, aprovechó la ocasión para proclamar a Eslovaquia independiente.  En total,
Checoslovaquia perdía un tercio de su extensión y de su población.
Los disturbios entre los checos y los eslovacos continuaron y Hitler, con la excusa de garantizar el
orden decidió ocupar Checoslovaquia y convertirla en «protectorado de Bohemia y Moravia».
Fue el golpe que acabó con la paciencia británica.  Chamberlain, el imperturbable gentleman  del
paraguas, se había fiado hasta entonces, en la caballerosidad de Hitler.  El espolio de Checoslovaquia vino a
desengañarle totalmente, máxime que el hecho ya no podía justificarse por razón reivindicatoria alguna.
Aquello iba mucho más lejos que el programa de la «sagrada unidad del pueblo alemán». Era, sencillamente,
el inicio de un imperialismo continental.

DANZIG Y EL CORREDOR POLACO


Por aquellos mismos días comenzaba a plantearse la cuestión de Danzig frente a los intereses
polacos. Danzig era una ciudad de 300.000 habitantes, todos ellos alemanes, que había sido declarada
internacional por los tratados de 1919, para que por su puerto pudieran negociar libremente los
polacos.  Limitaba con Polonia por el Sur y el Oeste; por el Este, con Prusia oriental.
            En abril de 1939, ya concluido por completo el asunto checo, Hitler dio un nuevo paso en sus
reclamaciones a Polonia.  No se trataba ya solamente de pedir la incorporación de Danzig, sino de unir a las
dos Prusias.  Cierto que los alemanes presentaban una oferta sensiblemente modesta y razonable: no
reclamaban la anexión del «corredor» polaco, habitada por millón y medio de alemanes, sino únicamente
«un corredor dentro del corredor», una franja de treinta metros de ancho  sobre la cual los alemanes
pudieran construir una autopista y una línea férrea, que pusiera en comunicación los dos trozos separados
de su patria.  Pero Polonia, sostenida por las potencias occidentales, y, según se decía entonces, también por
Rusia, se mantuvo inflexible. Fue así como la propuesta quizá más lógica que había hecho Hitler a lo largo de
toda su campaña de reclamaciones, tropezó con una rotunda negativa. El 27 de abril se decretaba en Gran
Bretaña el servicio militar obligatorio, medida que no se había tomado ni en vísperas de la primera guerra
mundial, en tanto que los franceses daban nuevo impulso a su rearme, y los alemanes trataban de imponer
respeto a sus presuntos enemigos organizando gigantescas maniobras militares.
            Unos y otros trataban de ganar posibles aliados.  Se robusteció el Eje Roma-Berlín, con la firma del
llamado Pacto de Acero entre el Führer y el Duce, en tanto que los alemanes trataban de robustecer sus
relaciones amistosas con Japón.  Por su parte, Chamberlain declaró el 31 de marzo que Gran Bretaña, de
acuerdo con Francia, prestaría «toda la ayuda posible» a los polacos, caso de que fueran atacados.  El 13 de
abril, las potencias occidentales dieron las mismas seguridades a Grecia y Rumania, para contener el
expansionismo italiano, que ya había dado señales de vida, nuevamente, con la súbita incorporación al
«imperio» de Víctor Manuel del pequeño territorio de Albania.  Y el 12 de mayo se hizo público un pacto de
ayuda mutua entre Gran Bretaña y Turquía.  Con todo, a los presuntos aliados les faltaban los dos apoyos
más decisivos, aquellos cuya presencia se juzgaba indispensable para ganar una guerra: Estados Unidos y la
Unión Soviética. Estados Unidos, una vez más, reiteró su abstencionismo respecto de las querellas
domésticas de Europa.  En cuanto a Rusia, los aliados occidentales enviaron a Moscú una representación que
dilataba cualquier acuerdo concreto. En cambio, el 23 de agosto, el mundo entero se sorprendió con la
noticia de la firma del pacto germanosoviético.  De pronto, tanto Hitler como Stalin habían llegado a la
conclusión de que lo mejor para sus respectivos intereses era entenderse.  El acuerdo suscrito por Von
Ribbentrop en Moscú era, concretamente, un pacto de no agresión, cuyas dos cláusulas fundamentales
estipulaban: a) Alemania y la Unión Soviética se comprometen, durante un plazo de diez años, a renunciar a
todo acto mutuo de agresión armada ya individualmente, ya en forma de alianza con otras potencias, y b) en
caso de que una de las partes contratantes sea objeto de actos hostiles por parte de una tercera potencia, la
otra no apoyará de ningún modo a esa tercera potencia.  Era la garantía de que Alemania podía atacar a
Polonia, y de que si, por culpa de esta agresión, comenzaba una guerra general, la Unión Soviética se
abstendría de intervenir. Se estipularon cláusulas secretas por las que Alemania y Rusia se repartían sus
respectivas «zonas de influencia».  En el caso de transformaciones político-territoriales, Rusia tenía derecho
a considerar comprendida en sus «intereses» la zona oriental de Polonia, y Alemania la occidental.   Los rusos
no serían molestados por los alemanes en Finlandia, Estonia y Letonia, y no detendrían una eventual
intervención alemana en Lituania.
            La noticia de la firma del pacto germanosoviético cayó como una bomba. Hitler tenía motivos para
considerar que había logrado el éxito más espectacular que podía imaginarse por entonces.  Asociado a
Rusia por comunes intereses, más podía esperar el apoyo que la obstrucción soviética a una intervención en
Polonia, y era menos probable que las dos potencias atlánticas, imposibilitadas de proporcionar a plazo
inmediato una ayuda decisiva a los polacos, se decidieran a intervenir.  En realidad, los dos grandes colosos
germano y soviético no habían hecho otra cosa, por interés mutuo y razones de conveniencia inmediata, que
aplazar por un tiempo el momento de ajustarse las cuentas.  Lo explicó Stalin, más tarde, para justificarse
ante los aliados occidentales: «Si nuestros amigos nos preguntan por qué firmamos un pacto de no agresión
con la Alemania fascista en 1939, les diremos: para ganar año y medio.  Aquel año y medio fue el que hizo
posible nuestra victoria».  Los alemanes, por su parte, disfrutarían de ese año y medio de respiro para sus
campañas más urgentes.  En junio de 1941, dueños ya del continente europeo, atacarían a la Unión
Soviética, y darían otra explicación a las intenciones de Stalin: lo que el dictador rojo pretendía con el pacto
de 1939 era agazaparse en una astuta neutralidad para, en el momento preciso en que la guerra europea
llegase a su crisis, lanzarse a la conquista del continente. La versión que circuló entre las células comunistas
francesas o italianas no era muy distinta: Rusia permitió el desencadenamiento de la guerra entre dos
regímenes perversos, los fascismos y las democracias capitalistas, como medio de lograr la gran revolución
comunista.  Lo ocurrido en 1919 hacía prever lo fácil que sería, a la salida de una segunda guerra, y contando
con la presión soviética, la comunistización de Europa.
                  Al día siguiente de la firma del tratado, el 24 de agosto, dispuso la intervención armada en Polonia
si no surtía efecto un ultimátum que se disponía a enviar a Varsovia. Surgieron algunos inconvenientes como
el tratado militar franco polaco, el pedido de Mussolini a Hitler para que renunciase al uso de la fuerza
reiterando la negativa de Italia a entrar en una guerra contra las potencias occidentales por culpa del
problema polaco, pero Hitler era hombre que  crecía ante las dificultades, y embestía contra ellas como un
toro. Antes de atacar presentó a Gran Bretaña «una oferta grande y amplia» de alianza entre los dos
poderes supremos del globo, el militar germano y el naval británico, como llaves de la paz y el orden
mundiales.
            El alto mando alemán había informado a Hitler que el ataque a Polonia, de llevarse a cabo, habría de
iniciarse lo más tarde el 1º de septiembre.  A las 4,45 de la madrugada de aquel día se ordenó el
ataque.  Comenzaba la guerra entre Alemania y Polonia. ¿Simple incidente fronterizo o cataclismo
mundial?  Nadie podía precisar aún las consecuencias de aquella jugada llevada hasta el final, de aquella
carta decisiva puesta al fin sobre la mesa. «Hitler siguió creyendo que la política de firmeza anunciada en
Londres y en París se agotaría también en palabras.» Se equivocó, y su equivocación fue de las más
importantes que recuerda la Historia.

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. LAS VICTORIAS DEL EJE

El éxito de la táctica de Hitler en los problemas de Austria, los sudetes y Checoeslovaquia daban
esperanzas al Führer sobre un desenlace similar en la resolución del asunto polaco. Por eso, cuando inició la
invasión a Polonia, no tenía la conciencia de haber iniciado la segunda guerra mundial. Por supuesto, no se
descartaba la posibilidad, pero no se la creía demasiado probable. Por su parte, la firmeza de los aliados era
también, en gran parte, cuestión de táctica. Se quería hacer vacilar a Alemania y frenar su optimismo
anexionista. No era tanto por Polonia por lo que los aliados se mostraban celosos y firmes como por razones
de alta política universal: evitar que Hitler hiciera nuevas reclamaciones.
Los británicos, con Chamberlain y Churchill a la cabeza, iniciaron un cambio de impresiones con
Francia convencidos del triunfo en la guerra. Los franceses (Daladier) temían a los alemanes y estaban
menos preparados militar y políticamente (la guerra era francamente impopular). Pero había que respetar
los compromisos y se dio seguridad a Gran Bretaña en tal sentido.
El 3 de setiembre G. Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania y desde entonces quedó
planteada la guerra europea: Alemania de un lado; Polonia, Gran Bretaña y Francia del otro. Italia proclamó
su “no intervención”. Pero este cuadro tan simple no podría mantenerse durante mucho tiempo. Pronto
entrarán varios países más.

LA INVASIÓN DE POLONIA

La segunda guerra comenzaba, como la primera, con el planteamiento de un doble frente en las
fronteras oriental y occidental de Alemania. En el oriental, sin embargo no estaba Rusia, como en la primera
sino la relativamente modesta Polonia.
Los efectivos que movilizó rápidamente Polonia igualaban en número a las fuerzas alemanas
concentradas en la frontera, pero no podían compararse con ellas en cuanto a técnica y calidad del
material.  Por el contrario, el frente Oeste aparecía mucho menos asequible a un ataque súbito alemán que
en agosto de 1914. Los franceses habían construido a lo largo de la frontera una formidable línea defensiva
-la línea Maginot-, que se consideraba capaz de resistir cualquier ataque frontal.  Los alemanes, por su parte,
habían edificado otra barrera defensiva -la línea Sigfrido- frontera y paralela a la Maginot. En cuanto a
efectivos movilizados, los francobritánicos tuvieron pronto sobre la línea de frente una superioridad
numérica de 3 a 2 aproximadamente, sobre los alemanes, si bien su material era de inferior calidad,
especialmente en lo relativo a unidades móviles. 
Por consiguiente, el signo de la guerra, en las primeras semanas, no podía ser más que éste: ataque
alemán a Polonia, lo más rápido posible para liquidar de un zarpazo el frente oriental, y ataque aliado en el
Oeste -si bien en este caso no podía aspirarse más que a una ofensiva limitada- para tratar de distraer a los
alemanes e imposibilitarles de lanzarse a fondo sobre Polonia.
El mando alemán desató su ofensiva en Polonia procurando explotar su superioridad en elementos
móviles, y sin dejar un instante de reposo a sus adversarios. «No fue la superioridad numérica lo que tuvo
valor decisivo en esta campaña. sino la actuación fulminante de la aviación y de los tanques, que operaron
como un todo coordinado» (Fuller). La diferencia estribaba en que se trataba de tanques de nuevo tipo, que
unían a un blindaje difícilmente vulnerable una gran capacidad ofensiva. La misión del tanque prevista por el
mando era ya muy distinta a la de la primera guerra: ahora ya no iba a apoyar el asalto   sino a constituir la
fuerza de asalto por excelencia, a romper el frente: por la brecha abierta pasaría luego la infantería.  La
rotura fulminante de la línea de frente, con la consiguiente aparición del enemigo, de pronto, en plena
retaguardia, la ocupación de ciudades desprevenidas, el corte de líneas vitales de comunicación a espaldas
de los combatientes, desconcertaban a las unidades enemigas que todavía mantenían sus posiciones
intactas, provocando su aislamiento, el pánico, la rendición.  Esta escena, que comenzó a presenciarse en los
campos de Polonia en las primeras horas de la batalla, marcaría la modalidad típica de la segunda guerra
mundial, especialmente en su fase de ofensivas alemanas.
Los alemanes atacaron exclusivamente por los dos extremos del frente, al Norte -Pomerania- y al
Sur -Silesia-, donde habían concentrado todos sus efectivos móviles.  Fue cuestión de horas enlazar con las
tropas procedentes de Prusia oriental, y del mismo Danzig -que por su parte había declarado la guerra a
Polonia-, dejando así cortado el acceso de los polacos al mar.  El puerto de Gdynia fue conquistado y
hundido el único submarino de la flota polaca.  Mientras tanto, por el sur, fue cuestión de una semana llegar
a Cracovia y desarticular por completo el dispositivo polaco.
Mientras tanto, la aviación alemana, dueña absoluta del aire, acabó en pocos días con los
anticuados aparatos polacos, y bombardeaba las posiciones enemigas, los nudos de comunicaciones o las
grandes ciudades, en misión de guerra psicológica, que no dejó de producir sus efectos. El 14 de septiembre
se plantaban los alemanes ante Varsovia.  En dos semanas, la guerra del Este prácticamente había
terminado.
Y fue entonces -17 de septiembre- cuando, inesperadamente, intervinieron los soviéticos.  Desde
varios días antes, la prensa soviética había iniciado una campaña de protesta contra supuestos malos tratos
que las minorías rusas y ucranianas estaban recibiendo en Polonia; pero a la ruptura no precedió ninguna
presión diplomática.  En realidad, la intervención de Stalin no era más que la consecuencia del pacto
germanosoviético, en el que ambas partes se habían concedido sendas zonas de influencia en Polonia. Los
alemanes, después de unos días de respiro, se lanzaron al asalto de Varsovia el 22 de septiembre: el 27, el
Gobierno polaco huía a Rumania, y los últimos reductos de resistencia se rendían sin condiciones.
Polonia fue dividida en tres grandes zonas: una para los soviéticos, otra para los alemanes y el
resto, toda la zona central, eminentemente polaca, quedó como Estado semiautónomo, con el nombre de
Gobierno General de Polonia, sujeto a protectorado alemán.  Allí actuaba como alto comisario el doctor
Franck, que se hizo célebre por los abusos cometidos contra la población civil, y especialmente contra la
minoría judaica.  Ya habían comenzado las persecuciones de judíos en el propio territorio alemán, y se
habían incrementado en los territorios ocupados de Austria y Checoslovaquia.
Entre tanto, Rusia aprovechó la situación para apoderarse de regiones en Finlandia, Estonia, Letonia
y Lituania, quienes no pudieron oponer resistencia, salvo Finlandia. Ésta última llegó a poner en peligro, por
unos días al ejército soviético que pareció poner en evidencia una tremenda falta de preparación bélica y
una mala calidad del material. En el ataque soviético hubo desorden, falta de coordinación en los
movimientos, fallo de transmisiones y de logística, y en general, fracaso técnico frente al bien preparado
ejército finlandés. Un segundo ataque fue definitivo a favor de los soviéticos. Pero dos años más tarde,
cuando los alemanes se estrellaron contra los poderosos efectivos de Stalin, comenzó a sospecharse que la
acción de Finlandia había sido una «jugada del zorro», un engaño, destinado a producir una falsa impresión
de debilidad.  El episodio de Finlandia fue lo que hizo creer a Hitler que la invasión de la Unión Soviética era
empresa fácil, y precipitó los acontecimientos en 1941.

LA OCUPACIÓN DE NORUEGA

La victoria de los alemanes sobre Polonia había sido fulminante.  Si los aliados occidentales habían
esperado conseguir algo con su «ofensiva de socorro» en el sector del Sarre, su fracaso no pudo ser más
completo.  En un mes de duros combates, la máxima penetración lograda por el generalísimo francés
Gamelin no alcanzaba un par de kilómetros, y en la mayoría de los sectores resultaba prácticamente nula:
era inútil lanzarse al asalto de la línea Sigfrido.  El mando aliado comprendió que no había otra forma viable
de emprender la invasión de Alemania que utilizar el territorio neutral de Bélgica y Holanda para caerle por
la espalda, pero tácticamente prefirieron esperar el ataque alemán emprendiendo la prolongación de la
línea Maginot a lo largo de la frontera belga. Los alemanes, por su parte prolongaron la línea Sigfrido hasta
el mar pero mantuvieron su actitud defensiva.
Hitler, el 8 de octubre, en un discurso ante el Reichstag, formuló una clara propuesta de paz sobre
la base del statu quo, ahora que ya estaba resuelto el problema de Polonia. Pero esta propuesta cayó en el
vacío. Los franco-británicos preferían la prolongación del conflicto, porque sabían que el tiempo jugaba a su
favor, antes de dejar impune el espíritu agresor de Alemania.
Hasta mayo de 1940 prácticamente no se produjeron choques de importancia. Se vivía una paz
tensa que podía hacer explosión de un momento a otro; pero una actitud estudiada, que no dejaba de ser,
especialmente por el lado alemán, un acto de propaganda. Si la paz no se hacía definitiva, era por el empeño
de los británicos, «esos traficantes de guerra», que decía Hitler. Mientras tanto, y con mucha mayor rapidez
que sus adversarios, Alemania aumentó sus recursos bélicos. En mayo de 1940 doblaban ya el número de
aviones de los francobritánicos y sus tanques estaban en proporción de 3 a 2. En esta época hubo un
incidente marítimo cerca de Malvinas: el pequeño acorazado alemán Graff Spee averió gravemente a tres
cruceros británicos pero fue también dañado y hubo de internarse tres días en el puerto de Montevideo. En
el interín los francobritánicos apostaron gran cantidad de buques a la salida del Río de la Plata. Hitler, para
evitar que el buque fuera hundido por el enemigo, dio orden de hacerlo a su propia tripulación. El extraño
suceso, muy típico del “honor alemán” de aquellos días, se repitió innumerables veces con buques
mercantes. Pero la guerra marítima se reducía casi exclusivamente a la acción submarina en la que los
alemanes tenían una superioridad avasalladora. En un año hundieron cerca de cinco millones de toneladas
de buques enemigos e imponer un bloqueo a Gran Bretaña.
El 20 de febrero, un destructor británico atacó a un petrolero alemán refugiado en un fiordo
noruego. El Gobierno alemán protestó contra aquella violación del derecho internacional, y exigió de Oslo
garantías de que no volverían a repetirse hechos de aquella índole, sin que el Gobierno del rey Haakon,
mucho más inclinado en favor de los aliados que de los germanos, diese suficientes explicaciones.   Los
británicos, por su parte, estaban dispuestos a exigir de Noruega una absoluta negativa al aprovisionamiento
de Alemania y, se dispusieron a minar las aguas noruegas.
Alemanes y británicos actuaron casi al mismo tiempo -9 y 10 de abril- desembarcando en las costas
de Noruega. Pero el ejército alemán penetraba simultáneamente y por sorpresa en Dinamarca, sin que los
daneses -que no tenían medios de impedirlo- opusieran resistencia.  En cambio, el animoso rey Haakon Vll
de Noruega declaró, con apoyo aliado, la guerra a Alemania. Ésta entró en Oslo y, a comienzos de mayo de
1940 se adueñó de todo el sur de Noruega. Pronto, el grueso de las tropas teutonas, avanzando de sur a
norte, barrió la resistencia enemiga, y en la primera semana de julio tomó el resto del territorio. El rey
Haakon huyó a Gran Bretaña y en Noruega se implantó un régimen provisional presidido por Quisling.
La acción de Noruega, constituyó el primer encuentro serio entre las fuerzas germanas y
francobritánicas, resuelto claramente a favor de las primeras.  Con ella se consiguió la seguridad de
la  adquisión del hierro para todo el transcurso de la guerra y el aislamiento de la URSS de los aliados.

LA CAMPAÑA DEL OESTE


De pronto, el 10 de mayo, se puso en marcha el ejército alemán del Oeste.   Sus efectivos -cien
divisiones, de ellas doce blindadas, unos 2000 tanques y 5000 aviones- no eran monstruosamente
exagerados, y superaban tan sólo modestamente a los efectivos aliados: pero su material era
incontestablemente más moderno y de mejor calidad, aparte de la superioridad de su instrucción,
planificación y coordinación de mandos.  La batalla del Oeste era así una aventura en que los alemanes
confiaron en su técnica y su rapidez mucho más que en su superioridad numérica; y acertaron plenamente.
Lo que lucharon en el frente occidental fueron dos épocas, y, como no podía menos de suceder, la guerra
moderna derrotó en toda la línea a la antigua.
Los alemanes, como en Polonia, utilizaron la técnica de la concentración máxima en un sector
determinado, atacando con todas sus fuerzas blindadas por un solo punto, para romper el frente en
cuestión de instantes y lanzarse luego en profundidad, a toda la velocidad de los tanques, sobre la
retaguardia, para sorprender los puntos vitales y los nudos de comunicaciones, aislando así al resto del
frente enemigo.  El lugar escogido para atacar fue, como en la primera guerra, el sector de Bélgica. La
justificación alemana era que los servicios de información habían descubierto un plan anglofrancés de
invasión de la zona belga-holandesa. El plan existía en realidad, aunque los aliados no habían pensado
seriamente, hasta el momento, ponerlo en práctica. En su virtud, las tropas alemanas, «obrando en legítima
defensa», procedían a ocupar aquellos territorios, tomándolos bajo su protección, y prometiendo respetar
su soberanía y evacuarlos cuando el peligro hubiese desaparecido. La respuesta fue la declaración de guerra
por parte de ambos países y la inmediata entrada de los aliados en los mismos. Sólo cuatro días duraría la
campaña de Holanda (15/5/40).
Entre tanto, se había producido la invasión del sur de Bélgica, y ya los alemanes pisaban terreno de
Francia. Sólo treinta y seis horas tardaron los tanques en atravesar Bélgica.  El 13 de mayo se supo que la
línea Maginot había sido rota. Y la línea Maginot era, por su naturaleza, de las que, rotas por un punto,
perdían toda su virtualidad defensiva.
En una semana los alemanes llegaron al Canal de la Mancha, dejando de este modo al ejército
aliado partido en dos: al norte, ocupando el Artois y parte de Bélgica, quedaban las tropas belgas -unos 400
000 hombres-, el cuerpo expedicionario británico -otros tantos, aproximadamente-, y unos cien mil
franceses.  El resto del ejército francés quedaba al sur, aislado del cuerpo anterior por la barrera de acero de
los tanques alemanes.
Comenzó entonces la tercera operación de la ofensiva: la liquidación de la bolsa formada.  El rey
Leopoldo de Bélgica capituló el 28 de mayo, con todo su ejército, dejando en difícil situación a las tropas
aliadas que aún ocupaban parte de aquel país.  Su decisión, encaminada a ahorrar vidas y sufrimientos
inútiles, tuvo ante la conciencia de los aliados el sabor de una traición, y le costaría la corona tras de la
victoria final.  El ejército británico, tras la batalla de Dunkerque, pudo embarcar por el puerto del mismo
nombre, aunque abandonando la casi totalidad de su material en manos de los alemanes (4 de junio de
1940), pero Inglaterra mantenía lo mejor de sus tropas.
Los fracasos militares desataron una crisis política. Daladier (presidente del Consejo francés fue
sustituído por Reunaud y el mariscal Pétain se hizo cargo de la cartera de Guerra y de la vicepresidencia. En
Londres cayó el Gobierno Chamberlain, y subió el belicoso Winston Churchill, decidido a seguir adelante por
encima de todo. «En estos momentos -dijo en los Comunes el 13 de mayo- no tengo que ofrecer al pueblo
británico más que sangre, sudor y lágrimas... Pero si se me pregunta cuál es nuestro fin, no puedo responder
más que con una sola palabra: la victoria.»
El 6 de junio, dos días después de la conquista de Dunkerque, reanudaron los alemanes la
ofensiva  y una semana después Francia estaba fuera de combate.
Fue entonces cuando Italia decidió entrar en la guerra.  Mussolini había dudado mucho antes de
tomar aquella determinación.  No compartía las audacias hitlerianas y sus esfuerzos, hasta el último
momento, se habían encaminado hacia la preservación de la paz. Opinaba que la actitud de Italia en una
guerra más podía perjudicar al régimen fascista que favorecerle; el país había cuidado más de su
organización interna y de la lucha contra la depresión económica que de su preparación militar. Pero las
victorias alemanas, que hacían presentir el inmediato el final de la guerra y la posibilidad de quedar
victoriosa movieron a Mussolini a declarar la guerra a Francia e Inglaterra el 10 de junio.
París fue declarada ciudad abierta y cayó sin resistencia el 16. «Se nos ha dicho que luchemos hasta
el final -dijo en Burdeos el ministro Pomaret-: pues bien, hemos llegado al final.». Aquel mismo día   el
mariscal Pétain, el anciano héroe de Verdún, subía a la jefatura del Gobierno sin otra posibilidad que la de
pedir la paz.
El 12 de mayo se solicitó el armisticio, y el 21 se celebró en el bosque de Compiégne, en el mismo
lugar y en el interior del mismo vagón de ferrocarril en que se había firmado el armisticio de 1918, la
ratificación definitiva de la victoria de Alemania sobre Francia.  Las condiciones eran duras,  Alemania
recuperaba Alsacia-Lorena y unía aquellas regiones a su administración civil.  Además, ocuparía
militarmente, y mientras durase la guerra con los británicos, toda la costa atlántica de Francia, desde la
frontera belga a la española. Todo el centro y sur del país quedaría bajo soberanía francesa. París quedaría
en la zona ocupada por los germanos.  Los franceses correrían con los gastos que ocasionase la ocupación.
Pétain estableció la capital de su pobre Francia derrotadas en Vichy, pequeña ciudad balnearia en el
macizo central, y desde allí gobernó el territorio que le dejaron los nazis. Los soldados alemanes se hacían
retratar utilizando como fondo el Arco de Triunfo o la torre Eiffel.  La guerra parecía haber terminado.

LA BATALLA DE INGLATERRA

La aplastante victoria sobre Francia dejaba a Hitler convencido de ser el dueño virtual de
Europa.  Ahora bien, quedaba otro enemigo por batir, y este enemigo -Gran Bretaña- se encontraba en
condiciones muy distintas de Francia. Alemania poseía un poder militar incontestable ante el cual, en batalla
campal, no podrían resistir los británicos, sin el menor asomo de duda.  Pero Albión poseía, en cambio, la
mayor flota del mundo.
El planteamiento de la lucha entre Alemania e Inglaterra, significaba, para la primera, derrotarla en
el Atlántico y en el mar del Norte, como en el Mediterráneo; en Gibraltar o en Suez, como en África o en las
rutas de la India.  Porque Inglaterra era mucho más que las islas británicas, y tuvo la virtud de inquietar a
Hitler -según comentó éste en sus discursos- aquella frase de Churchill, de que si Inglaterra era invadida, los
británicos seguirían luchando en el Canadá.  Churchill, en efecto, podía contar con el Canadá, Sudáfrica,
Australia, países netamente británicos, dotados de medios autónomos y poderosos, que también habían
declarado la guerra a Alemania; contaba con media África y con toda la India: en suma, con los recursos de
la quinta parte del globo.  Sin tener en cuenta la ayuda creciente que comenzaba a prestar a los ingleses el
«país de las ilimitadas posibilidades», situado al otro lado del Atlántico.  La lucha no era, pues, tan desigual
como podía aparentar a primera vista.
La solución más difícil para Hitler estaba en la rendición de Gran Bretaña, un arreglo entre dos
dignas potencias. «Espero llegar a la paz con Inglaterra antes de seis semanas», dijo el Führer a sus allegados
después del derrumbamiento de Francia. «El Imperio británico es una necesidad, una bendición para la
Humanidad ... » «Al fin y al cabo, también ellos son germanos ... »
El 19 de julio, Hitler lanzó su oferta de paz: «En esta hora considero como un deber frente a mi
propia conciencia apelar una vez más a la razón y al sentido común de Gran Bretaña.  No veo el motivo por
qué continuar esta guerra».  La respuesta de Gran Bretaña fue concluyente: «Nunca quisimos la guerra, y
nadie quiere aquí que siga un día más de lo necesario.  Pero no cesaremos de luchar hasta que se haya
asegurado la libertad para nosotros y para nuestros hijos»
Los británicos estaban dispuestos a seguir adelante.  No contaban con fuerzas para invadir
Alemania, pero sabían que podían, como en la primera guerra, derrotarla por agotamiento.  Para ello era
necesario seguir disfrutando del control de las rutas mundiales e impedir su utilización al enemigo:
granjearse nuevos aliados, tanteando la posibilidad de la ayuda norteamericana, e incluso soviética, pues
estaba claro, desde la batalla de Francia, el creciente recelo de Stalin. Lo único urgente era impedir de
momento la invasión de las islas británicas.
Para los alemanes, importaba sobre todo una decisión rápida y espectacular. El Alto Mando intuyó
la necesidad de destruir la escuadra británica, o cuando menos diezmarla, antes de lanzarse a una operación
a fondo; y aquella destrucción masiva sólo podía procurarla la aviación y el arma submarina. 
Alemania contaba entonces con unos 8.000 aviones. Los modernísimos cazas alemanes, los más
rápidos del mundo, llenaron en un instante el cielo británico, dejando caer sus bombas explosivas e
incendiarias sobre fábricas, puertos, nudos ferroviarios o bases militares y navales. Más tarde, se pusieron
de moda los bombardeos nocturnos, que aumentaban sus efectos desmoralizadores. Todas las
noches,  Londres ardía por sus cuatro costados, y manzanas enteras de sus calles se venían abajo.  En el mes
de septiembre, cuando los bombardeos alcanzaron su máxima virulencia, el Gobierno británico llegó a
pensar seriamente en la evacuación civil de la capital.  Días hubo, como el 18 de setiembre, en que Londres
tuvo que soportar a los aviones alemanes durante las veinticuatro horas del día.  Pero no fue sólo la ciudad
del Támesis; también los centros industriales, como Manchester,  Birmingham,  Leeds, o el gran puerto de
Liverpool y Coventry, hubieron de sufrir los más duros ataques.
También tenían los alemanes grandes esperanzas en su arma submarina. como medio de destruir la
escuadra británica e impedir el aprovisionamiento de las islas.  Los sumergibles, dotados de la más moderna
técnica, una gran autonomía -algunos llegaron a operar en el Indico- y una perfecta precisión en sus
lanzatorpedos, se lanzaron a la acción en masa: todos los meses cientos de miles de toneladas, buques y
provisiones- iban al fondo del mar.  En Gran Bretaña hubo que implantar el racionamiento y restringir
drásticamente el consumo. En general, los daños causados a Gran Bretaña en el verano-otoño de 1940
fueron muy grandes, pero no decisivos.  Poco a poco Inglaterra fue creando modos de defensa cada vez más
efectivos y el grueso de la flota pudo ser mantenido.
En estas condiciones, la pesadilla de la invasión de Inglaterra por los alemanes comenzó a disiparse
lentamente, aun sin desaparecer del todo, hasta 1942.  Hitler estuvo a punto de embarcar sus tropas en
lanchones para poner pie sobre Inglaterra en tres oportunidades al menos, pero desistió.

LA GUERRA EN EL MEDITERRÁNEO

Aunque Mussolini sabía que Italia no estaba en condiciones de entrar en una guerra larga tenía
unas reivindicaciones que hacer a los francobritánicos. Las ambiciones mussolinianas aspiraban a una
situación de igualdad en el reparto colonial con Francia e Inglaterra y, sobre todo, a convertir el
Mediterráneo en el Mare Nostrum.
La intervención de Italia significaba, pues, y preferentemente, una guerra  mediterránea.  Ahora
bien, el control de aquel mar no resultó tan sencillo como en principio hubiera sido imaginable. Decididos a
seguir la táctica prudente de no buscar nunca encuentros comprometidos, los italianos dejaron escapar la
mejor ocasión -verano y comienzos del otoño de 1940- cuando parecía inminente el asalto alemán a las
costas inglesas. Varias veces, durante los primeros meses, aparatos italianos bombardearon las instalaciones
del peñón de Gibraltar, pero estaba perfectamente claro que nada decisivo podría hacerse sin la
intervención de España.  Hitler estaba convencido de esta realidad tanto como el propio Mussolini, y así fue
como por el otoño de 1940, decidido ya a descentrar la guerra del mar del Norte, ordenó el planeamiento de
la «Operación Félix», encaminada a captarse a España -a ser posible con la aquiescencia de los propios
españoles- y conquistar Gibraltar mediante un ataque masivo por tierra y aire.   Pero España, decidida a
mantener su neutralidad, se negó a toda colaboración.  La entrevista de Hendaya -22 de octubre de 1940-,
en que la flema de Franco deparó a Hitler un ataque de nervios, acabó con todas las esperanzas, y una
intervención militar en España, con el único objeto de poder llegar a Gibraltar, era una locura que podía
resultar fatal.
Había, pues, que dominar el Mediterráneo manteniendo su puerta abierta, lo cual permitiría a los
británicos reponer sus pérdidas cuantas veces se lo propusieran. En la noche del 11 de noviembre, aviones
ingleses atacaron por sorpresa la base de Tarento. En poco más de una hora, y sin que los británicos
hubiesen perdido más que dos aparatos, la ligera superioridad italiana en el Mediterráneo se había
transformado en una aplastante superioridad británica.
Vista la imposibilidad de apoderarse de Gibraltar, las fuerzas del Eje proyectaron alcanzar la otra
puerta del Mediterráneo, Suez. A algunas rápidas victorias de las tropas italianas sobre las británicas
siguieron fuertes pérdidas debidas a la improvisación y a los refuerzos británicos sobre todo de material
bélico.  La angustia italiana llevó a Mussolini a solicitar ayuda de Hitler, ayuda que, hasta entonces, había
rechazado. El general Rommel fue destinado, por los mandos alemanes, para mandar el Africa Korps, creado
para combatir en el desierto que pronto obtuvo éxitos espectaculares en Trípoli, a principios de 1941.
Mussolini también se lanzó a la conquista de Grecia, pero pronto las tropas italianas fueron
desalojadas y nuevamente tuvo que intervenir Alemania en su ayuda.

LA CAMPAÑA DE LOS BALCANES


Hitler planeó, en los primeros meses de 1941, una gigantesca operación -la Operación Barbarroja-
contra la Unión Soviética.  Alemania había pensado, hasta el verano anterior, en la posibilidad de acabar la
guerra en el Oeste antes de que llegara la necesidad de ajustar las cuentas a Rusia.  La esperanza de Stalin se
basaba en la posibilidad opuesta: que la guerra se prolongase lo suficiente, hasta que Rusia pudiera
intervenir en ella de forma decisiva. Alemania había aplastado a Francia, pero su gran victoria no había
bastado para convencer a Inglaterra; continuaba la guerra con los británicos, y entre tanto, la Unión
Soviética progresaba rápidamente en su rearme, hasta convertirse en una amenaza en la retaguardia de
Europa.
Por esto Hitler decidió la invasión de Rusia. Era retrasar, tal vez por un año, la invasión de
Inglaterra. Con Rusia ocupada,  Alemania no tendría ya preocupación alguna; y dueña de todo el continente
europeo y de sus fabulosos recursos, nada habría que temer de Inglaterra.
La diplomacia alemana logró la firme adhesión de Hungría, Eslovaquia, Rumania y, poco después,
de Bulgaria. Quedaba únicamente Yugoslavia, que tras un golpe de estado, se alineó con la Unión Soviética.
Hitler dispuso un aplazamiento del plan de ataque a Rusia (Barbarroja) para el 22 de junio y comenzó, el 6 de
abril de 1941 el ataque a Yugoslavia junto a tropas italianas, húngaras, rumanas y búlgaras. Belgrado cayó
una semana después y el 17 de abril se rendían los últimos efectivos (sólo once días). Posteriormente los
alemanes entraron en Grecia. El 25 cayó Atenas, prácticamente sin resistencia. La conquista de Grecia había
durado doce días. La isla de Creta, donde se habían refugiado las tropas de desembarco británicas que iban a
ayudar a los griegos, fue tomada por los alemanes en diez días. Esta invasión se hizo desde el aire y sin
dominio del mar, por lo que muchos alemanes pensaron que había llegado el momento de hacerlo con Gran
Bretaña.
Pero los planes de Hitler iban de momento por otro camino.  Se esperaba un ataque a Egipto por
medio de paracaidistas procedentes de la cercana Creta, combinados con la ofensiva de Rommel. Sin
embargo, la guerra entró en un nuevo y sospechoso mutismo, del que no salió hasta el 22 de junio.   Lo único
que hicieron por entonces los vencedores fue repartirse los despojos de la guerra balcánica.  Al norte de
Yugoslavia se creó el nuevo reino de Croacia. Italia se apoderó de Eslovenia meridional y Montenegro y
Bulgaria se quedó con Macedonia septentrional.

LA INVASIÓN DE RUSIA

La ocupación del espacio balcánico constituía a los alemanes en herederos del imperio
austrohúngaro y de sus intereses, enfrentándolos, por ley natural de la geopolítica, a Rusia.  La alianza con
Bulgaria y la ocupación de Yugoslavia eran otras tantas afrentas a la Unión Soviética, que inútilmente
protestó ante su aliado de la víspera. El choque podía sobrevenir de un momento a otro, y ambas partes
concentraron fuertes efectivos -hasta dos millones y medio de hombres por bando- cerca de la frontera.   El
ataque alemán llegó el 22 de junio de 1941, un tanto por sorpresa.
Hitler tenía grandes esperanzas depositadas en aquella campaña. La acción contra Rusia podía ser
considerada como una «cruzada» general anticomunista, que suscitaría las simpatías de la mayor parte de
Europa.  La operación sería secundada por todas las naciones europeas fronterizas con Rusia que mandarían
cuerpos de voluntarios a la gran lucha común en defensa de la civilización.
La batalla comenzó en un frente de miles de kilómetros, que atravesaban el continente de norte a
sur, del mar Blanco al mar Negro. Alemania, Italia, Finlandia, Eslovaquia, y pocos días más tarde,  Croacia y
Rumania, entraban en la acción.
Stalin había comprendido que en caso de una guerra con Alemania, no sería posible resistir en las
fronteras al enorme empuje de la Wehrmacht; era preferible ceder terreno, abandonar grandes extensiones
de estepa, destruir ciudades, cosechas, vías de comunicación e ir desgastando al adversario.   La distancia
había sido siempre, junto con la masa inmensa de tropas, la gran clave de las victorias rusas en todos los
tiempos.  Era preciso salvar también una buena parte de estas reservas humanas retirándolas antes que
exponiéndolas a una resistencia inútil, y tarde o temprano llegaría el momento de contraatacar.
Todo el frente, en una línea de tres mil kilómetros, se puso simultáneamente en marcha, logrando,
desde los primeros días avances que en algunos sectores rebasaron los cuarenta kilómetros diarios. Pronto
se logró la liberación de los Estados bálticos. Allí, en vez de restituir la soberanía a las tres repúblicas
(Estonia, Lituania y Letonia) engullidas por los soviéticos, Alemania prefirió crear un país amorfo y
provisional -Ostland-, en espera de una ulterior decisión sobre el destino de aquellos territorios. En el sector
central, hacia Moscú, la aviación alemana, machacando las columnas en retirada o destruyendo los puentes,
causaba enormes daños a los ejércitos moscovitas, que perdieron millares de tanques y de aviones -estos
últimos muy inferiores en técnica a la Luftwaffe- en las tres primeras semanas de lucha. Stalin seguía
disponiendo de millones de hombres, pero su equipo aparecía trágicamente mermado al cabo de veinte días
de lucha.
A medida que las fuerzas alemanas se acercaban a Moscú los rusos oponían una barrera humana
más numerosa. Los paracaidistas alemanes, utilizados como infantería, lograron aproximarse hasta los
arrabales de la capital de los zares, pero pronto estimaron los mandos alemanes que no era factible seguir
adelante sin pérdidas desproporcionadas, y se limitaron a mantener el cerco de Leningrado.
Había llegado el otoño de 1941.  Rusia había sufrido reveses durísimos, había perdido millones de
hombres, más de la mitad de su material bélico y lo más rico y poblado de su territorio; pero,
increíblemente, seguía en pie. Hitler tenía esperanzas de terminar la campaña antes de que llegara el
invierno, circunstancia esta última que podía resultar fatal.  El Führer tenía muy presente el recuerdo de
Napoleón -se dice que adelantó dos días la fecha del ataque a Rusia sólo por no coincidir con el aniversario
de la acción del Corso-, y no quería repetir la historia.  Por ello se dispusieron los alemanes, en aquel otoño
de 1941, increíblemente templado y apacible, a decidir la campaña de una vez.
En octubre, el grueso del ejército alemán, con todos sus efectivos en carros y las tropas más
escogidas, se lanzaba al ataque en el sector central.  Comenzaba la batalla de Moscú. Cinco millones de
hombres, entre uno y otro bando, participaron sin duda en la batalla de máxima concentración de fuerzas de
la Historia. Los alemanes se encontraron con una resistencia muy superior a la que esperaban. La
superioridad técnica de los alemanes se estrellaba con la superioridad numérica de las masas rusas.
Llegó la segunda quincena de noviembre, y los alemanes seguían a 40-60 kilómetros de Moscú,
según los sectores.  Vino entonces el gran cambio de tiempo, y en un plazo de pocos días se paso del otoño
más benigno a uno de los más duros inviernos del siglo.  Un inmenso manto blanco cubrió toda Rusia.  Los
soldados alemanes, muchas veces desprovistos de elementos de abrigo, hubieron de sufrir temperaturas de
treinta grados bajo cero.  Habían logrado en aquella campaña -por ocupación de terreno, número de bajas
infligidas y material capturado las victorias más espectaculares que ejército alguno hubiera logrado
jamás.  Pero, a pesar de todo, la inmensa Rusia seguía en pie.  Comenzaba a perfilarse la imposibilidad de
que Alemania ganara la guerra.

LA GUERRA MUNDIAL:
JAPÓN CONTRA ESTADOS UNIDOS

Desde el 7 de diciembre de 1941, el conflicto ya no se limitó a ensangrentar los campos de Europa y


las arenas del norte de África, sino que alcanzó ámbitos universales, con la entrada de dos grandes potencias
extraeuropeas:  Japón y Estados Unidos. Para el Eje, realmente, era beneficiosa la neutralidad nipona, por
cuanto parecía garantizar la no intervención yanqui.  Parecía evidente que, neutralidad por neutralidad, más
salía ganando el Eje que los aliados. Los intereses americanos y británicos en Extremo Oriente limitaban
implacablemente las zonas de expansión para los japoneses que llegaron a tener sin duda más razón que
Mussolini -cuando hablaban de la necesidad de su actitud explosiva.  Si los alemanes reclamaban en Europa
un «espacio vital», Tokio pedía a gritos el «gran espacio oriental» que necesitaba para poder subsistir como
gran potencia.
La Guerra del Pacífico comenzó, pues, al «estilo japonés», con una agresión por sorpresa.  El hecho
no tiene justificación, pero si explicación: Japón no tenía la menor probabilidad de éxito, sino garantizando
una ventaja inicial.  En el momento de comenzar las hostilidades los norteamericanos poseían una clara
supremacía en barcos pesados y ligeros, pero estaban a la par en buques de tipo medio, y los japoneses eran
superiores en portaviones.
Un ataque sorpresivo a la base norteamericana en Pearl Harbour, en las islas oceánicas de Hawaii,
obtuvo pleno éxito. No se comprende la razón del descuido que hizo acumular a los americanos la casi
totalidad de su flota del Pacifico en aquella base, constituyendo la más apetitosa tentación para los
japoneses.  Las versiones que tratan de atribuir el hecho a una trampa preparada por Roosevelt y los
belicistas americanos, carecen por completo de fundamento.  Hay que pensar más bien en una ingenua
confianza.  La explicación oficial de que «no era razonable esperar un ataque de Japón a una base tan
distante de sus costas», adolece ya de por sí de ingenuidad.  El ataque no procedió de las costas japonesas,
sino de su flota de portaviones -la más poderosa del mundo-, que se había aproximado temerariamente a las
islas Hawaii. En hora y media, desapareció más de la mitad de la flota americana del Pacífico, y un tercio del
total de su escuadra.
Casi al mismo tiempo lanzaron los japoneses ataques fulminantes contra bases estratégicas: Guam,
Wake, Hong-Kong, Singapur. Pronto penetraron en Thailandia, que le abrió sus puertas, y desde allí, pasaron
a Indonesia y Filipinas. El próximo objetivo parecía ser Australia. Pero ya los japoneses se habían extendido
demasiado y se habían alejado de sus bases naturales por lo que se habían debilitado considerablemente.
Entre tanto,  Estados Unidos, poniendo su potencial industrial -calculado entonces en un 34% del
total del mundo- al servicio de la guerra, había aprovechado el tiempo, y tenía ya virtualmente
compensadas, en un plazo récord, las pérdidas de Pearl Harbour.
Los japoneses se lanzaron, de diciembre de 1941 a mayo de 1942, a la conquista del «Gran Espacio
Oriental», y lo consiguieron.  Fomentaron el anticolonialismo y establecieron gobiernos títeres, como el de
Laurel en Filipinas o el del doctor Sukarno en Indonesia.  Pero mientras, sus enemigos, dueños de espacios
más inmensos aún, de todas las materias primas apetecibles y de una capacidad industrial prácticamente
ilimitada, estaban tomando todas las medidas para asegurar la victoria final.

LA RECONQUISTA ALIADA

Cuando Francia fue derrotada, en la primavera de 1940, un reducido grupo del ejército galo pudo
refugiarse en Inglaterra. Pronto vino a ser jefe nato de aquel grupo el Coronel De Gaulle quien alentaba a los
franceses exiliados con la seguridad del triunfo final.
La entrada de Estados Unidos en la guerra, resultó ser un factor decisivo, y no puede decirse que
quedara contrapesada por la presencia de Japón en el bando opuesto.  El supuesto equilibrio entre ambas
potencias era sólo ficticio, y nadie podía dudar que la capacidad potencial de los norteamericanos era en
todos los órdenes infinitamente superior. La aplastante superioridad técnica de los alemanes en las primeras
campañas se había transformado en la aplastante superioridad técnica de los aliados en las últimas.
El año de 1942 fue de equilibrio pero también del lento cambio de signo.  En invierno y primavera
atacaron los rusos por el frente oriental consiguiendo algunos éxitos parciales: en verano lo hicieron los
alemanes, con espectaculares avances en el sector del Cáucaso, pero sin obtener victorias decisivas:
el  otoño, con la durísima batalla de Stalingrado, señaló el cambio definitivo de signo.  En África, los forcejeos
en uno y otro sentido dieron muestra del equilibrio de fuerzas, hasta que la batalla de El Alamein y el
consiguiente desembarco norteamericano en Marruecos -coincidentes con la batalla de Stalingrado «dieron
la vuelta a la guerra» (Churchill).

ESTEPA Y DESIERTO

La entrada de Japón en la contienda hizo que, tres días más tarde del asalto a Pearl Harbour,
Alemania e Italia declarasen la guerra a Estados Unidos. Los países del Eje declararon la guerra formal a
Estados Unidos con la esperanza de que el Japón, a la recíproca, abriese las hostilidades contra Rusia.   Fue
un grave error, porque los nipones, que bastante tenían con dedicar todo su esfuerzo a habérselas con las
potencias anglosajonas, no tenían la menor intención de crearse complicaciones a su espalda, y hasta el
último momento mantuvieron relaciones normales con la Unión Soviética.
Alemania no quedaba así descongestionada en absoluto.  Si de momento el grueso de la acción
norteamericana iba a dirigirse hacia el Pacífico, pronto sus fabulosos recursos iban a permitirle ocuparse del
espacio occidental.  Los alemanes comenzaron a comprender por entonces -coincidiendo con el fracaso de
su empeño de acabar con Rusia en una campaña- las probabilidades que tenían de perder la guerra.
Desde el verano de 1941 a 1942 no hubo grandes variaciones territoriales en el frente ruso. Sí una
creciente ventaja para los soviéticos, especialmente por las dificultades de aprovisionamiento alemán.
Rusia había sufrido daños tremendos, había perdido en el otoño de 1942 de diez a doce millones de
hombres, y lo mejor y más rico de su territorio y, sin embargo, su espíritu de resistencia, su sentido de
obediencia ciega, su capacidad ilimitada de sufrimiento, habían permitido que la Unión Soviética siguiera
manteniéndose en pie. Cada día que pasaba aumentaba el agotamiento germano, y con ello, las esperanzas
soviéticas de ganar la guerra.
El giro definitivo de las operaciones se registró en el sector de Stalingrado.  Aquella ciudad, situada
en el estratégico codo del Volga, había sido escenario de la victoria definitiva de los rojos sobre los blancos,
en la guerra civil de 1919, y había recibido más tarde el nombre de Stalin. El empeño de Stalin en defender
«su» ciudad era por lo menos tan grande como el de Hitler en conquistarla, y no es de extrañar, por tanto,
que en torno a Stalingrado se haya librado la batalla tal vez más dura, y, desde luego, más decisiva de la
campaña de Rusia.
Los meses de agosto y septiembre fueron de durísimos combates en torno a Stalingrado, que,
lentamente, iba siendo ocupado por las tropas alemanas, a costa de su fatal reducción a un estado de ruinas
humeantes.  Ninguna otra ciudad habla sufrido tanto, hasta entonces, en la guerra.  A fines de mes los
alemanes pudieron entrar en la ciudad pero inmediatamente comenzó el asedio ruso hasta que los
alemanes fueron rodeados y tuvieron que abandonar la ciudad tras unja heroica resistencia. Los soviéticos
penetraron de nuevo en Ucrania.
El resto de la campaña de invierno de 1943 fue victoriosa para las armas soviéticas pero el fin de la
guerra estaba muy lejos todavía.

LOS ACUERDOS

La entrada de Estados Unidos en la guerra fue determinante.  El hecho en sí era perfectamente


previsible, pero lo que sorprendió a todo el mundo -y sobre todo a los mandos del Pacto Tripartito- fue la
rapidez de su puesta a punto. Roosevelt, decidido a reforzar el sentido ideológico de la contienda, se
entendió desde el primer momento con Churchill, y más tarde con Stalin -aunque en el trato con éste se
engañó de medio a medio-, asumiendo el papel de «protector de la democracia en su lucha contra los
totalitarismos».
En agosto de 1941,  Roosevelt y Churchill, reunidos en «un lugar del Atlántico», elaboraron su
primer programa para el mundo futuro, después de la victoria.  La Carta del Atlántico era una declaración, a
veces en términos un tanto vagos, en la que se hablaba de los derechos de los pueblos libres, la defensa de
la democracia y el principio de autodeterminación como norma suprema de conducta política.  El año 1942
fue de contactos entre los tres aliados -«los Tres Grandes», como ya se les empezaba a llamar- para llegar a
un acuerdo sobre las bases de actuación en la guerra y en la paz.  No era fácil, desde luego, hallar fórmulas
capaces de encuadrar a los aliados anglosajones y a los soviéticos, y la mayor parte de los acuerdos que se
lograron lo fueron de tipo hegemónico o militar, no político.  Cuando Stalin declaró que sus aspiraciones
iban hacia los países bálticos, el presidente americano las encontró muy razonables, y dio su visto bueno, a
pesar de las protestas del Gobierno polaco en el exilio, que ya empezaba a sospechar que Polonia, el país
por quien teóricamente habían entrado los aliados en la guerra, iba a ser sacrificado a los más poderosos de
los vencedores.
El plan de Churchill era irrumpir por el Mediterráneo, el camino más largo y complicado pero
también el punto más débil del enemigo debido a la desmoralización de los italianos. Al frente del ejército
de operaciones norteamericano se puso al general Montgomery quien desembarcó en las bocas del Nilo,
luego en el Marruecos francés, Argelia y Túnez.
La situación, de pronto, había cobrado un giro totalmente nuevo.  El centro de gravedad de la
guerra, situado entonces en Stalingrado, basculó al norte de África del modo más espectacular.   Alemania e
Italia comprendieron inmediatamente lo que aquella operación significaba: era el asalto a la «fortaleza de
Europa» por el sur. El Estado Mayor germanoitaliano improvisó una rápida operación para tomar Túnez
(protectorado francés) a fin de crear una valla de defensa a  Italia desde allí, pero los aliados retomaron la
zona en mayo de 1943.

LA INVASIÓN DE ITALIA

El plan Churchill estaba dando los mejores resultados. En la Conferencia de Casablanca, celebrada
en aquella ciudad marroquí entre el premier británico y el presidente norteamericano, se decidió continuar
la lucha «hasta la rendición del enemigo», y se proyectó como próximo jalón operativo la conquista de
Sicilia.  Aquella isla, estratégicamente situada en el centro del Mediterráneo, era la piedra en medio del
charco que facilitaría el salto a Europa. De este plan se derivaba, como consecuencia lógica, que la etapa
siguiente iba a ser la invasión de Italia.
La reconquista aliada de Sicilia duró los meses de julio y agosto de 1943. A fines de este mes toda la
isla había sido ocupada.
Mientras tanto, la crisis interior de Italia se había precipitado hacia un dramático desenlace.  El país,
que había ido a la guerra a regañadientes, se sintió defraudado ante los continuos fracasos militares,
consecuencia de una mala organización y de las defectuosas relaciones entre el Ejército y el Partido.  Las
defecciones habían sido numerosas a última hora, y para muchos políticos oportunistas la salvación de Italia
estaba en pasarse, con todo el equipo, al enemigo.  Se utilizaría a Mussolini como cabeza de turco, se le
depondría violentamente, y entonces «la verdadera Italia» manifestaría su voluntad: luchar contra el
totalitarismo, del que durante tantos años había sido víctima.  El papel que quería jugarse era el de un país
ocupado que se subleva contra el dominador, participa en su propia liberación y acaba teniendo asiento
entre los vencedores.  En la reunión del Gran Consejo Fascista, celebrada en la tormentosa noche del 24 al
25 de julio de 1943, varios de los más altos jerarcas del Partido provocaron la dimisión de Mussolini,
alegando, como pretexto oficial, «la necesidad de unir a todos los italianos en la defensa de la patria».   El
Duce, después de varias horas de encarnizada resistencia, acabó cediendo.  El rey, partícipe también de la
maniobra,  nombró  jefe del Gobierno al mariscal Badoglio.
La conmoción suscitada en toda Italia -y en el mundo entero- por la caída de Mussolini fue imensa,
y ya no resultaba aventurado vaticinar el próximo fin de la resistencia italiana.  En efecto, muy poco después
se iniciaban los contactos secretos del Gobierno de Badoglio con los angloamericanos; contactos laboriosos,
porque el plan de convertirse sin más en un país aliado pugnaba con la consigna salida de la Conferencia de
Casablanca, que exigía la rendición incondicional de los países del Eje.  El acuerdo final estipulaba que Italia
pondría todos sus recursos, especialmente la aviación y la flota, a disposición de los aliados.   Los alemanes
serían expulsados del país y Mussolini quedaría preso.  El Gobierno italiano declararía la guerra a Alemania.
El mismo día en que se llegaba a las bases del acuerdo -3 de septiembre- desembarcaban los
aliados en Calabria. Los alemanes decidieron introducir la mayor cantidad posible de fuerzas en la península
para mantener la guerra en el territorio italiano. Por su parte, los aliados estaban mucho más atentos a la
rendición de Italia que a sus propias operaciones. Tan pronto como se publicara la noticia del armisticio, un
grupo aerotransportado americano se haría cargo de Roma.
En septiembre, Mussolini fue llevado a un refugio “el Gran Sasso”, en los Apeninos, y las
autoridades fascistas fueron destituidas.  Horas más tarde el Gobierno italiano declaraba la guerra a
Alemania.  Los acontecimientos se precipitaron entonces con dramática rapidez.  Los alemanes, avanzando
desde el norte, ocuparon todas las ciudades importantes del país.  Roma cayó en su poder a las pocas horas.
El rey Víctor Manuel y el mariscal Badoglio huyeron hacia el sur, y establecieron una modesta corte en Bari.
Una contrarrevolución fascista depuso en buena parte del país a las autoridades nombradas por Badoglio, y
estableció un Gobierno provisional, bajo la protección de los alemanes.  El día 12 sobrevino una noticia
sensacional: un grupo de agentes de la SS germana, habían descendido sobre el Gran Sasso en un avión y
liberado a Mussolini.  Fue uno de los episodios más extraordinarios de la guerra, que suscitó comentarios de
admiración en la misma prensa aliada.  Mussolini estableció un nuevo régimen, la «República social
italiana», curioso experimento de un fascismo libre de las trabas históricas, que no tuvo tiempo de cuajar.
Los alemanes no sólo para asegurar su posición, sino para aprovechar el golpe moral, multiplicaron
su actividad por aquellos días y llevaron la línea de combate al norte de Nápoles, poniendo un freno al
avance aliado.
EL DESEMBARCO EN NORMANDÍA Y LA RECUPERACIÓN DE FRANCIA

Dos circunstancias favorecían a los aliados y hacían prever su victoria final.   Una era la superioridad
productiva de su industria, que doblaba ya la de los alemanes, a pesar de los esfuerzos de éstos; otra, la
presencia en el propio continente de la Unión Soviética, que, naturalmente, no necesitaba ningún
desembarco para atacar al reducto alemán, podía embestirle desde el Este con sus inagotables recursos
humanos.
Fueron los rusos los que, previendo el desembarco de los occidentales en las costas atlánticas de
Europa, quisieron adelantarse a los acontecimientos y realizar la conquista de la «fortaleza europea» desde
su flanco oriental. Con una preparación militar y técnica notablemente superior a la demostrada hasta
entonces iniciaron la ofensiva en enero de 1944. Los alemanes fueron literalmente arrollados y muy pronto
debieron abandonar Ucrania y Polonia.
En Italia las fuerzas alemanas debieron retirarse hacia el norte. Roma fue declarada ciudad abierta,
y en ella entraron los aliados el 5 de mayo.  La Ciudad Eterna apenas había sufrido algunos bombardeos
aéreos de mediana intensidad, y fue de las capitales europeas que menos sufrieron durante la guerra.
Pero las operaciones de Italia no podían tener más que un valor secundario al lado del gran asalto al
continente desde su costado atlántico.  Ya desde fines de 1943, Eisenhower y Montgomery se habían
trasladado a Gran Bretaña.  De aquellas islas procedería el ataque final a Alemania. Nutridos convoyes
atravesaban el Atlántico, transportando crecientes cantidades de refuerzos desde Estados Unidos.
El gran desembarco se produjo, al fin, el 6 de junio de 1944, en las costas de Normandía.  Dos
fueron las claves del éxito aliado: los medios y la sorpresa.  Cuatro mil barcos y once mil aviones tomaron
parte en la acción: la máxima concentración de fuerzas que registra la Historia.  La técnica colaboró con las
más insospechadas realizaciones: planeadores silenciosos, puertos flotantes, aeródromos de plástico,
vehículos anfibios.  A estos medios realmente fabulosos se unió el factor sorpresa.  El desembarco se
produjo cuando menos y donde menos lo esperaban los alemanes, durante una fase de tiempo
ternpestuoso y en las costas de Normandía, carentes de puertos y de accesos fáciles: tanto es así que era
aquella la única zona donde los alemanes no habían erigido fortificaciones permanentes. A los seis días, y
pese a las desfavorables condiciones atmosféricas, habían sido desembarcados 326 000 hombres, 54 000
vehículos y 104 000 toneladas de mercancías.
Hitler esperaba que el ataque principal se produjera en otra zona, en la región de Calais, que
parecía la más lógica, y donde había concentrado el grueso de la guarnición germana en Francia.   Fue aquel
error, según reconocieron  Eisenhower y Montgomery después de la victoria, la clave fundamental del éxito
de la operación de Normandía.
Hacia fines de toda Francia quedó en poder de los aliados.

LA CAÍDA DE ALEMANIA

En el verano de 1944, el fin de la guerra en Europa parecía inmediato.  Al fulgurante avance de los
anglosajones por el Oeste añadieron los rusos una ofensiva sin precedentes en el frente oriental. A finales de
julio penetraban por primera vez en territorio alemán: en aquel momento era absolutamente imposible
predecir dónde iban a detenerse, si en Berlín o en el Atlántico; tal era por aquellos días su
empuje.  Circunstancia que, ciertamente, no dejaba de preocupar a los aliados occidentales, nunca del todo
seguros sobre cuáles eran las intenciones reales de Stalin.
A Alemania, en realidad, no le quedaba otra salida que refugiarse en su reducto nacional, acortando
líneas y concentrando su resistencia.  Algunos fanáticos creían poder prolongar la guerra lo suficiente como
para permitir el uso de las nuevas y mortíferas armas que estaban elaborando los laboratorios. Un golpe de
Estado derribó en Rumania a Antonescu y el 28 de agosto el nuevo rey Miguel firmaba el armisticio con los
soviéticos. Los alemanes emprendieron la evacuación del país, así como de Grecia y Yugoslavia.  Un cuerpo
expedicionario británico colaboró en la liberación del territorio helénico -medida de Churchill para evitar
que Grecia cayera en poder de los soviets-, en tanto que de los dos cabecillas de la resistencia yugoslava,
Draga Mihailovich estaba apoyado por los occidentales, y José Groz,  Tito, por los rusos.  Tropezando en
todas partes con hostilidad, las tropas alemanas de los Balcanes consiguieron abrirse paso hasta Hungría,
país que de momento seguía fiel al Reich.
Alemania, vencida en todos los campos de batalla, a comienzos del otoño de 1944, se refugiaba en
sí misma, y concentrando todas sus fuerzas, se disponía a ofrecer una última y desesperada
resistencia.  Cabía suponer, eso si, que un buen número de alemanes consideraban una locura la
continuación de la guerra, y los primeros signos visibles de descontento se habían manifestado ya en julio,
con el frustrado atentado contra Hitler en su propio Cuartel General; pero aun así, el país   seguía a su jefe,
con una serenidad y un sentido de disciplina que superaba todas las previsiones.
Dos grandes ofensivas planearon los aliados; una por las grandes llanuras de Hungría y la otra desde
Holanda. Los rusos tomaron Budapest y la acción de Holanda, que se había iniciado en septiembre, fracasó
retrasando seis meses el fin de la guerra (general Montgomery).
Alemania, parapetada en su reducto, resistía bien. Pero adonde no llegaban los soldados aliados
llegaban, en cambio, sus aviones. Más del 70% de los edificios de Berlín fueron alcanzados por un total de 30
000 toneladas de bombas.  En tanto las explosivas «comemanzanas» de cuatro toneladas de peso
arrancaban de cuajo edificios enteros, las incendiarias convertían fábricas y barrios en enormes antorchas
nocturnas. A comienzos de 1945 el espectáculo que representaban sus ciudades era realmente espantoso.
En estas tremendas condiciones, Alemania no sólo se defendió sino que tomó la increíble decisión
de lanzarse a la ofensiva -la batalla de las Ardenas-. Cabe suponer que buscaba más que ganar espacio al
enemigo, ganar tiempo y permitir la ultimación de nuevas armas que no podrían ya, sin duda, ganar la
guerra, pero sí quizás obtener una paz en mejores condiciones.  Grandes contingentes en hombres y
material novísimo fueron concentrados frente a Bélgica y Luxemburgo.  El 16 de diciembre, todo el
dispositivo alemán se puso en marcha; «que tiemblen nuestros enemigos -declaró el jefe del ejército en una
arenga-: la gran hora de Alemania ha sonado». Pero la superioridad aplastante de los aliados, actuando
sobre el frente y sobre las líneas de aprovisionamiento, desarticuló el ataque alemán, que fue perdiendo
fuerza, hasta quedar detenido a comienzos de enero de 1945.  El tremendo esfuerzo final no había servido a
Alemania más que para precipitar su agotamiento.
Entonces fue cuando se lanzaron los rusos a su ataque definitivo.  Operando con cinco millones de
hombres concentrados en el sector de Polonia, embistieron frontalmente la barrera del Vístula a mediados
de enero.  Un montón de ruinas -todo lo que quedaba de Varsovia- les fue abandonado, y Stalin,
desconociendo al Gobierno polaco en el exilio, establecido en Londres desde 1939, se fabricó uno nuevo a
su gusto, de tipo comunista.
A mediados de abril, comenzó la ofensiva final rusa contra Berlín, la capital alemana. Los rusos
operaban con divisiones enteras dentro de cada barrio, pero los alemanes se defendían como podían.  La
ciudad, deshecha ya por los bombardeos, iba quedando reducida a un montón de ruinas. Cuando Hitler
comprendió que todo había terminado, se pegó un tiro en la boca (casi al mismo tiempo guerrilleros
comunistas sorprendían a Mussolini, cuando trataba de huir en un camión, junto al lago de Como; lo
fusilaron, y luego, en Milán le colgaron por los pies). El almirante Doenitz asumía el poder supremo en
Alemania y anunciaba la muerte de Hitler. El 7 de mayo se anunciaba la rendición incondicional de Alemania.

EL FIN DE LA GUERRA

La guerra se prolongó más de lo previsto y más de lo previsible. La destrucción completa de


Alemania no llevó consigo la capitulación del Japón, a pesar de que el Imperio del Sol Naciente, solo contra
los recursos del mundo entero, nada tenía ya que esperar. Mientras las existencias japonesas tendían a
disminuir, porque la producción no lograba compensar las pérdidas de la guerra, las norteamericanas se
acrecentaban en proporciones fabulosas.
En estas condiciones, el resultado final de la guerra era previsible y lo cínico incierto era la cantidad
de tiempo que lograrían resistir los japoneses, porque su moral combatiente no se doblegó nunca, y fue
precisa una lucha implacable, utilizando muchas veces técnicas de exterminio, para acabar con una defensa
aferrada al terreno, que ignoraba lo que era una retirada o una evacuación, hasta el punto de que en las
campañas del Pacifico, los prisioneros japoneses no fueron más que 3,5% de los muertos.   El soldado que no
perecía en el combate, prefería suicidarse haciéndose el hara-kiri o precipitándose al mar desde los altos
acantilados de Okinawa. Así, las campañas de recuperación del «Gran Espacio Oriental», aunque ganadas de
antemano por los aliados, produjeron un desgaste considerable.
Los meses finales de 1943, todo el año 1944 y los comienzos de 1945 fueron empleados en esta
lenta tarea de recuperación del espacio micronesio.
Hacia abril de 1945 la guerra había llegado a una extraña fase de estabilidad.  Uno de los bandos
gozaba de una inmensa superioridad en medios y en técnica sobre el adversario: dominaba los mares y los
aires, tenía acorralados a sus enemigos sin escape posible, y lo que es más, el Japón, privado de materias
primas y de abastecimientos, era víctima del hambre y de la tuberculosis. Ninguna esperanza podía abrigar
por entonces. Y, sin embargo, los norteamericanos habían decidido suspender el ataque directo, porque, a
pesar del valor y de la serenidad de sus «marines», carecían del estoicismo suicida de sus adversarios, para
los que la vida humana era un valor muy pequeño en comparación con los intereses sagrados de la defensa
de la patria y del emperador..
Ya desde meses antes habían comenzado los bombardeos masivos sobre las ciudades japonesas.
Todos los días millares de aviones bombardeaban las fábricas, los puertos y los barrios de Tokio,
Yokohama,  Kobe,  Nagasaki.  La espantosa destrucción de las ciudades alemanas, meses antes, fue superada
con creces en estos ataques en masa sobre poblaciones dotadas de un tipo de construcción más endeble,
donde una sola bomba incendiaria podía dar cuenta de barrios enteros.  La flota nipona dejó prácticamente
de existir, las comunicaciones quedaron interrumpidas, los servicios suspendidos, los horarios dependientes
de las sirenas de alarma.
El machaqueo se intensificó durante el verano, con evidentes resultados materiales, y bastante más
dudosos resultados morales.  Al menos, el mando americano no debía de estar muy seguro del efecto de sus
bombas convencionales, cuando en agosto se decidió a hacer uso de las atómicas.  Fue, sin duda, un trágico
error.  De la encuesta organizada meses más tarde por el general Mac Arthur, se dedujo la siguiente
conclusión: «Japón se habría rendido antes del 31 de diciembre de 1945, sin bomba atómica, sin intervenir
Rusia y sin amenaza de invasión directa».  Pero la fanática resistencia realizada hasta el momento había
exasperado los nervios de algunos mandos estadounidenses, y el nuevo presidente, Truman, que había
reemplazado a Roosevelt después del fallecimiento de éste en abril de 1945, era un hombre decidido, que
vio en el empleo de la nueva arma nuclear un medio de terminar pronto la guerra y mostrar al mundo, de
una forma categórica y espectacular, el poderío de Estados Unidos; y no vaciló en dar la orden de que el
mortífero artefacto fuera lanzado.
Los daños producidos superaron, en un segundo, cualquier otra destrucción provocada hasta
entonces por el hombre.  Según evaluaciones posteriores, la explosión de Hiroshima produjo 70.000
víctimas, y la de Nagasaki, 36 000.  La conmoción moral en el mundo entero fue inmensa.  Y los mismos
países beligerantes no se recataron en pregonar los efectos espantosos del bombardeo. «Hiroshima ha
desaparecido de la faz de la Tierra», afirmaba una noticia de Washington, «ni hombres, ni plantas, ni
insectos han sobrevivido en un radio de varios kilómetros» comunicaba un telegrama desde Tokio.
El mundo esperó ansioso la reacción japonesa. El día 10, Japón solicitaba la paz, y no ponía más que
una condición: que la soberanía del emperador fuese respetada.  El 15 de agosto se anunciaba oficialmente
por ambas partes el armisticio. La segunda guerra mundial había durado seis años menos quince días.
La segunda guerra mundial, por su extensión, por su duración y por su magnitud, fue la mayor
catástrofe de la Historia.  Se extendió a unos sesenta países de los cinco continentes, habitados por más de
mil quinientos millones de seres humanos; de ellos, hasta veinticuatro países fueron invadidos, y
ochocientos millones de personas sufrieron las consecuencias directas: ocupación enemiga, guerra en las
calles de la ciudad, bombardeos aéreos, etc.  Las pérdidas y gastos se han evaluado en dos billones y medio
de dólares, y las bajas, en conjunto, fueron, según cálculos oficiales, de setenta y un millones de ciudadanos;
por primera vez cuenta en esta trágica cifra una proporción relativamente alta de la población civil, debido a
los bombardeos aéreos o a los internamientos en campos de concentración.   El número de seres
desplazados de su hogar fue de unos cuarenta millones, como mínimo.
De quince a veinte millones de toneladas de barcos se fueron al fondo de los mares, tres millones
de edificios fueron destruidos, obras de arte de un valor incalculable se perdieron para siempre.  El desastre
moral -imposible de evaluar en cifras- corre parejas con el desastre físico.   La guerra ha sido -aunque tal vez
desaprovechada- la más formidable lección práctica recibida jamás por la Humanidad.

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