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Una serie de incidentes, que se jalonan a lo largo de la década de los treinta, van a preparar el
ambiente bélico, y provocar el endurecimiento de actitudes, campañas de rearme o de entrenamiento
bélico. Estos jalones, de los que nos corresponde ocuparnos son los siguientes:
l. La crisis de Manchuria, 1931, provocada por el intervencionismo japonés en el continente
asiático, y que, a la vuelta de sucesivas agresiones o conatos de agresiones, desembocará en una guerra
abierta entre Japón y China, en 1937.
2. Los inicios del «revisionismo» alemán en 1934, con el primer intento de Anschluss austríaco,
la reocupación del Sarre en 1935 la inmediata remilitarización de Renania.
3. La guerra de Etiopía, en noviembre de 1935, primer acto importante del expansionismo
mussoliniano, y que rompe con el cuadro habitual de las alianzas, iniciando la ruptura de la «seguridad»
garantizada hasta entonces por los signantes de Versalles.
4. La guerra civil española, comenzada en julio de 1936, que por su carácter ideológico y por
sus importantes implicaciones políticas, obligó a definirse a unos y otros, contribuyendo no sólo a deslindar
los campos, sino al enfrentamiento de hecho de los eventuales beligerantes en los campos de batalla.
5. La anexión definitiva de Austria; en marzo de 1938.
6. La crisis de los sudetes, en septiembre del mismo año.
7. La crisis de Danzig y el corredor polaco, desde abril de 1939 hasta septiembre de 1939, en
que se inicia la guerra mundial.
Cuatro de estas acciones corresponden a Alemania y son, desde luego, las más «típicas» en una
línea de escalonamiento que habría de terminar, de hecho, en la guerra misma. Las reivindicaciones de
Hitler siguen una sistemática regular, como si obedecieran a un plan preconcebido. Alemania pone sobre el
tapete, inesperadamente, una reclamación territorial, que justifica por la necesidad de unificar a todos los
pueblos alemanes y por el propio deseo de los habitantes del territorio en cuestión, que ansían formar parte
de la Gross Deutschland. El país perjudicado, apoyado por las potencias que luego constituirán el bando de
los aliados, se opone a las reclamaciones germanas, y se suscita una cuestión internacional que enrarece el
ambiente por espacio de unas semanas. Crece la tensión, se habla de un peligro de guerra, se toman por
una y otra parte medidas militares y, al fin, los presuntos «aliados» ceden por considerar el
«apaciguamiento» preferible a un conflicto; al fin y al cabo, lo que reclaman los alemanes no es tanto ni tan
desprovisto de motivos. Hitler parece darse por satisfecho, se congratula porque al fin se haya hecho
justicia al Reich, y reafirma su propósito de mantener la paz del mundo y las buenas relaciones
internacionales. Hay un respiro, que en los últimos ciclos no dura más allá de unos meses. Al cabo de ese
tiempo, Alemania formula una nueva reclamación, y vuelve a comenzar la historia.
Es la táctica de las anexiones por partes, que pretende evitar la guerra, o por lo menos
aplazarla. Cada reclamación por separado no merece el sacrificio de un conflicto general, y parece, además,
que va a ser la última. En estas condiciones, el juego se repetiría tantas veces como lo hubiera de permitir la
paciencia de los «aliados» o su sentido del riesgo. La táctica de ataques por separado, en realidad, no hacía
más que prefigurar el sistema a emplear por Alemania durante el conflicto. La segunda guerra mundial, en
realidad, había comenzado ya bastante antes de que nadie se diese cuenta.
Japón podía considerarse, como Italia, entre los «pequeños vencedores» de la primera guerra
mundial. Había adquirido, por la Paz de Versalles, el «mandato» sobre ciertas posesiones oceánicas
arrancadas al Imperio alemán de alta importancia estratégica, pero nulas en lo que podían representar de
engrandecimiento territorial o posibilidades económicas. En cambio, quedaban incumplidos los sueños
japoneses de expansión continental. Todo nuevo intento expansionista quedaba previsoramente coartado
por el Pacto de las nueve potencias (1922), que garantizaba la integridad de China y el mantenimiento
del statu quo en Extremo Oriente.
Aun así, Japón prosperó visiblemente durante la década de 1920 a 1930, en común disfrute con los
países occidentales de los «felices años». Pero también fue común el bache de la depresión de 1930. En las
islas japonesas, el problema vino acompañado de un matiz demográfico que en el resto de los países
civilizados no se daba, por lo menos en la misma manera. De los 50 millones de habitantes en 1914, Japón
pasa a los 70 millones en 1939. Si en vísperas de la primera guerra era ya un país poblado, en vísperas de la
segunda era superpoblado, y sus caminos de expansión estaban cerrados por lo que los japoneses
consideraban boicot de las potencias privilegiadas de Occidente. La crisis económica de 1930, que Japón
sufrió en el mismo grado que los otros grandes países industriales, dejó sin trabajo a cientos de miles de
obreros y dificultó el comercio exterior. Japón no podía permitirse, como Estados Unidos o como Francia, el
lujo de la autarquía, porque no contaba con materias primas suficientes para sostenerse por sí solo, ni
siquiera en condiciones de precariedad. Aquellos setenta millones de pobladores no podían sostenerse sino
mediante el intercambio de productos alimenticios por productos manufacturados: y de no ser esto posible,
no quedaba otra eventualidad que el hambre y la muerte.
Se soñaba de nuevo con Manchuria, sus ricas minas y sus amplias llanuras escasas en población,
con las riquezas de la China, de Málaca, de Insulindia, en suma, con el estaño, el arroz, el petróleo, el mijo o
la soja: materias primas que llevarse a la boca o a las fábricas.
El emperador Hiro Hito, que reinaba desde 1926, era un hombre pacífico. Pero con el
advenimiento de la depresión se hizo necesario el nombramiento en el gobierno de un hombre fuerte,
decidido, que promueva una firme política exterior, en la que el Japón reclame «su lugar en el mundo» y
rompa el relegamiento en que le están dejando las potencias occidentales. Y, sobre todo, las
anglosajonas. Gran Bretaña y Estados Unidos son enemigos natos. Así apareció el General Araki.
Ya en 1931 se hizo patente e inevitable la política expansionista. En el verano de aquel año,
terroristas chinos desencadenaron un atentado contra el ferrocarril de Manchuria, dependiente de una
compañía japonesa. Los nacionalistas de Tokio exigieron una acción inmediata, y tropas niponas se
alinearon a lo largo de la vía férrea, en plan de protección. Luego se apoderaron de Mukden (capital). La
ocupación de Manchuria entera era ya un hecho, y a Tokio no le cabía sino confirmarlo y respaldarlo
diplomáticamente. Ante todas las reclamaciones, contestaron los japoneses alegando que se trataba de una
medida defensiva encaminada a proteger sus intereses en Manchuria contra la anarquía y el
bandolerismo. China decidió entonces llevar el asunto a la Sociedad de Naciones, donde, en general,
encontró el apoyo de las potencias occidentales quienes exigieron tímidamente la retirada nipona y el
establecimiento en Manchuria de un Gobierno autónomo bajo soberanía china.
Entre tanto, los japoneses habían colocado ya en Mukden un régimen títere y se retiraron de la
Sociedad de Naciones.
El mundo occidental, embebido en sus preocupaciones económicas, no tenía tiempo ni humor para
ocuparse en arreglar los asuntos en Extremo Oriente. Era preferible dejar que japoneses, chinos y manchúes
ajustasen las cuentas a su gusto. La coyuntura, por tanto, era extraordinariamente favorable a Japón, y
Tokio no la desaprovechó. La disputa con China siguió, desde entonces, abocada a una serie de choques que
habrían de desembocar en la ocupación militar de Pekín que negoció su libertad a cambio de su soberanía
sobre Manchuria. Quedaba consagrado el expansionismo japonés en Extremo Oriente.
El armisticio de 1933 no fue suficiente para contentar a los japoneses quienes invadieron otras
provincias chinas con lo que comenzó la guerra chinojaponesa que puede considerarse, en puridad, el
primer capítulo de la segunda guerra mundial, con la que habría de enlazar, sin solución de continuidad, dos
años más tarde.
EL REVISIONISMO ALEMÁN
Todo el mundo sabía que la subida de Hitler al poder venía asociada a la idea de desquite y la
“revisión” de Versalles. En la Conferencia del desarme (1933) de la Sociedad de Naciones se negó una y otra
vez a Alemania todo trato de paridad, dando razón a los alegatos de Hitler según los cuales lo que se
pretendía no era el desarme del mundo sino el de Alemania. En octubre de ese año Alemania se retiró de la
Sociedad de Naciones. Meses antes se habían retirado los japoneses.
Francia, temerosa por el fracaso de las conferencias de paz se decidió por un acercamiento con
Rusia con quien firmó un pacto en 1935 de modo tal que, si Alemania se decidía a la guerra, tendría que
resignarse, como en 1914, a luchar en dos frentes.
En Austria había llegado al poder un amigo personal de Mussolini, Engelbert Dollfuss, decidido
partidario de los regímenes de autoridad y antiparlamentarista. Hitler veía en él el peligro de un
nacionalismo puramente austríaco que podía hacer fracasar el proyecto de Anchsluss. De aquí que los
nacionalsocialistas que ya contaban con simpatizantes en Austria, promoviesen continuas agitaciones contra
el nuevo canciller de Viena (Dollfuss), que culminaron con su asesinato en el verano de 1934. Hitler negó
siempre toda participación de sus agentes en el hecho, pero sus presuntos enemigos no pudieron menos
que ver aquel suceso con natural alarma, y temer que de un momento a otro las fuerzas del Reich alemán
penetrasen en territorio austríaco. En 1935 Mussolini firma un tratado con Francia cuyo objetivo era la
defensa de la independencia de Austria y la solución de disputas territoriales en colonias africanas. De este
modo, Francia lograba completar el cerco antigermano.
Hitler no se amilanó y profundizó su propaganda para lo cual le ayudó la incorporación del Sarre.
Éste era un territorio alemán adquirido por Francia en Versalles en el que, según lo estipulado, después de
quince años debía hacerse un plebiscito para definir su reincorporación a Alemania o su dependencia de
Francia. El 90% de la población se manifestó por Alemania. Sin embargo, estaba sola y cercada
internacionalmente. En el verano de 1935, las posibilidades de que mantuviese sus reivindicaciones
territoriales o pudiese provocar con esperanzas de éxito cualquier conflicto internacional, diplomático o
bélico, parecían ser francamente nulas.
LA GUERRA DE ETIOPÍA
En noviembre de 1937, Hitler comunicó a sus colaboradores cuál era su plan: la unificación de 85
millones de alemanes mediante la incorporación de territorios pertenecientes a Austria, Checoslovaquia y
Polonia. Sólo el día en que las fronteras estuviesen definidas por 1a raza y no por los poderes estatales sería
realidad la Gross Deutschland, la Gran Alemania capaz de asumir una misión primordial en el mundo. Había
que romper con la artificiosidad de las fronteras que se oponían a la unidad alemana. Había que ir primero al
objetivo más obvio, el Anschluss, la incorporación de Austria. Luego vendría la de los sudetes del oeste de
Checoslovaquia, y más tarde la de los prusianos del «pasillo polaco», de Danzig o de la lituana Memel.
Para lograr el Anschluss se intensificó la propaganda nazi en Austria. Los nacionalistas de este país
se dividieron entre los partidarios de la unión y los que no lo eran. Hubo enfrentamientos entre ambos
grupos. El Canciller Schuschnigg se apoyó en el grupo que no aceptaba la unión pero la presión nazi fue
demasiada y consiguió Hitler que el jefe del nazismo austríaco, Seyss-Inquart, fuera nombrado primero
ministro del Interior y luego Canciller.
Lo primero que hizo Seyss-lnquart hizo fue proclamar el Anschluss -12 de marzo- y llamar a un
plebiscito, que, organizado ahora bajo la presión nazi, dio un resultado categórico. Los votos favorables a la
integración superaban 99 % del total. Hitler habla ganado la primera batalla del integracionismo. Las
potencias se recriminaron mutua y discretamente su inhibición ante el engrandecimiento de la Alemania
hitleriana, pero aceptaron sin protestas formales el hecho consumado.
Ahora correspondía iniciar el segundo acto, es decir, la reclamación ante Checoslovaquia.
Eran estos sudetes los habitantes de lengua y raza alemana que, en número de unos tres millones y
medio, vivían en la zona oeste de Bohemia. Ricos, cultos, trabajadores, constituían un grupo selecto en el
país, aunque eran víctimas del nacionalismo checo, que no sólo les vedaba el acceso a determinados
puestos, sino que extremaba con frecuencia las vejaciones. Puede decirse que, de todos los alemanes
irredentos, fueron los sudetes quienes, por razones obvias, con más afán deseaban la integración en su
patria.
En octubre de 1937, con motivo de ciertos malos tratos infligidos por la policía checa a paisanos
sudetes se inició el movimiento de resistencia pasiva y anunció que la minoría alemana no descansaría hasta
haber alcanzado la autonomía. El ejemplo del Anschluss, acaecido meses después, robusteció la confianza
de los sudetes, que celebraron en abril de 1938 un congreso en Carisbad, en el que se solicitaba la
autonomía política del país y el derecho de los alemanes a administrarse y educarse por sí mismos. Por
supuesto que Hitler y los nacionalsocialistas no iban a desperdiciar la ocasión de un movimiento que surgía
más espontáneamente que en Austria y que constituía otro jalón importante en el proceso de unificación del
mundo germano. Sin embargo, no había que descartar la peligrosidad del intento sobre todo teniendo en
cuenta el nacionalismo antigermánico de los checoslovacos y con la reacción de Francia y Gran Bretaña.
Hitler anunció que se disponía a salvar a sus compatriotas sudetes de la tiranía y barbarie checa;
movilizó tropas y las concentró ante la frontera. Francia, que había mantenido hasta entonces una actitud
expectante, ordenó también movilización y colocó a sus fuerzas en estado de guerra. En Gran Bretaña se
decretó estado de alerta. ¿Iba a comenzar la segunda guerra mundial? Los acontecimientos se precipitaban
de manera tan trágica, que ya nadie, ni los mismos responsables de la situación, eran capaces de predecir el
futuro.
El 15 de septiembre de 1938, el primer ministro británico, Chamberlain, hizo, a los setenta años, el
primer viaje de su vida para apaciguar a Hitler. De la entrevista celebrada salió el acuerdo entre ambos
estadistas de que la tensión sólo podía resolverse mediante la aplicación estricta del principio de las
nacionalidades; aquellas zonas donde la población fuese alemana en más de 50 por 100, pasarían a
Alemania, en tanto el resto quedaría para los checos; una comisión internacional se encargaría de fijar la
frontera definitiva. La cesión de Chamberlain fue considerada como una debilidad en diversos círculos
franceses y británicos. Pero al fin no pudo menos de ser aceptada como fórmula para conservar la paz.
Pero la razón moral cambió de campo en la segunda entrevista celebrada entre Hitler y
Chamberlain ( 22 de septiembre). El Führer, vista la condescendencia de sus presuntos rivales, apareció de
pronto mucho más intransigente. La anexión de los sudetes no resolvía todo el problema: era preciso que los
polacos recuperasen Teschen y los húngaros Eslovaquia. Hitler se presentaba así como el campeón del
principio de las nacionalidades, sin otro prurito que la destrucción de aquel «organismo falso y artificial» que
era Checoslovaquia. Ya no reclamaba territorios moralmente alemanes, sino que pretendía aparecía como
árbitro del reparto de Checoslovaquia. Por supuesto, polacos y húngaros aplaudieron muy pronto la
iniciativa, y no tardarían en mostrarse tan exigentes como los propios alemanes; tal vez -parece la única
explicación- el propósito de Hitler era ganárselos: adquirir amigos a costa del debilitamiento de un
enemigo. Y concretamente, respecto de los polacos, pagarles por anticipado la entrega del «corredor» de
Danzig, taparles la boca para cuando llegara la hora de exigirles.
Los checos ordenaron una movilización general de fuerzas a lo que Hitler contestó con un
ultimátum a Checoslovaquia. Fue entonces cuando intervino Mussolini quien propuso, en la mañana del 28
de septiembre, la idea de una reunión de urgencia entre los jefes de Gobierno de las cuatro potencias de
Occidente: Alemania, Italia, Francia e Inglaterra. El día siguiente, 29 de septiembre, Hitler, Mussolini,
Chamberlain y Daladier se reunían en Munich, la ciudad cuna del nacionalsocialismo. De aquella entrevista
no pudo salir más que el triunfo de quien se mostró más seguro de sí mismo. Los alemanes adquirían pleno
derecho a ocupar el territorio de los sudetes y los checos habrían de evacuarlo en el plazo de diez días. Las
disputas sobre Teschen y Eslovaquia se resolverían por negociaciones entre los Gobiernos respectivos, en un
plazo de tres meses. De no mediar acuerdo, los «cuatro grandes» volverían a reunirse al cabo del citado
plazo, para decidir sobre la cuestión.
Hitler había vencido. Era el exigente, el agresor, y no conseguía disimular sus intenciones por
razonables que fuesen sus argumentos sobre la aplicación del principio de las nacionalidades. Las otras
potencias habían claudicado no ante aquellas razones, sino ante la amenaza dramática de la guerra. ¿Por
pacifismo o por temor al poderío alemán? Era evidente que la capacidad bélica del Reich no era superior en
aquel momento a la de sus eventuales adversarios. Tenía, eso si, una clara superioridad aérea y en tanques,
y parece que este factor, más que otros motivos dialécticos, le proporcionó la victoria en la «batalla de
Munich».
Lo lógico era que Hitler, después de su forzada victoria, hubiese proporcionado un buen descanso a
su programa; pero lo cierto fue que, embriagado por el olor del triunfo, y deseando mantener su papel de
árbitro de Europa quiso dirigir el «reparto de Checoslovaquia». Los polacos reclamaron en seguida el
territorio de Teschen, y Praga, intimada por un ultimátum, hubo de ceder. Pronto, con apoyo alemán e
italiano, los húngaros reclamaron y consiguieron un territorio de 12.000 kilómetros cuadrados, con cerca de
un millón de habitantes. Y el partido independiente eslovaco, que desde años antes se había retirado del
Parlamento de Praga, aprovechó la ocasión para proclamar a Eslovaquia independiente. En total,
Checoslovaquia perdía un tercio de su extensión y de su población.
Los disturbios entre los checos y los eslovacos continuaron y Hitler, con la excusa de garantizar el
orden decidió ocupar Checoslovaquia y convertirla en «protectorado de Bohemia y Moravia».
Fue el golpe que acabó con la paciencia británica. Chamberlain, el imperturbable gentleman del
paraguas, se había fiado hasta entonces, en la caballerosidad de Hitler. El espolio de Checoslovaquia vino a
desengañarle totalmente, máxime que el hecho ya no podía justificarse por razón reivindicatoria alguna.
Aquello iba mucho más lejos que el programa de la «sagrada unidad del pueblo alemán». Era, sencillamente,
el inicio de un imperialismo continental.
El éxito de la táctica de Hitler en los problemas de Austria, los sudetes y Checoeslovaquia daban
esperanzas al Führer sobre un desenlace similar en la resolución del asunto polaco. Por eso, cuando inició la
invasión a Polonia, no tenía la conciencia de haber iniciado la segunda guerra mundial. Por supuesto, no se
descartaba la posibilidad, pero no se la creía demasiado probable. Por su parte, la firmeza de los aliados era
también, en gran parte, cuestión de táctica. Se quería hacer vacilar a Alemania y frenar su optimismo
anexionista. No era tanto por Polonia por lo que los aliados se mostraban celosos y firmes como por razones
de alta política universal: evitar que Hitler hiciera nuevas reclamaciones.
Los británicos, con Chamberlain y Churchill a la cabeza, iniciaron un cambio de impresiones con
Francia convencidos del triunfo en la guerra. Los franceses (Daladier) temían a los alemanes y estaban
menos preparados militar y políticamente (la guerra era francamente impopular). Pero había que respetar
los compromisos y se dio seguridad a Gran Bretaña en tal sentido.
El 3 de setiembre G. Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania y desde entonces quedó
planteada la guerra europea: Alemania de un lado; Polonia, Gran Bretaña y Francia del otro. Italia proclamó
su “no intervención”. Pero este cuadro tan simple no podría mantenerse durante mucho tiempo. Pronto
entrarán varios países más.
LA INVASIÓN DE POLONIA
La segunda guerra comenzaba, como la primera, con el planteamiento de un doble frente en las
fronteras oriental y occidental de Alemania. En el oriental, sin embargo no estaba Rusia, como en la primera
sino la relativamente modesta Polonia.
Los efectivos que movilizó rápidamente Polonia igualaban en número a las fuerzas alemanas
concentradas en la frontera, pero no podían compararse con ellas en cuanto a técnica y calidad del
material. Por el contrario, el frente Oeste aparecía mucho menos asequible a un ataque súbito alemán que
en agosto de 1914. Los franceses habían construido a lo largo de la frontera una formidable línea defensiva
-la línea Maginot-, que se consideraba capaz de resistir cualquier ataque frontal. Los alemanes, por su parte,
habían edificado otra barrera defensiva -la línea Sigfrido- frontera y paralela a la Maginot. En cuanto a
efectivos movilizados, los francobritánicos tuvieron pronto sobre la línea de frente una superioridad
numérica de 3 a 2 aproximadamente, sobre los alemanes, si bien su material era de inferior calidad,
especialmente en lo relativo a unidades móviles.
Por consiguiente, el signo de la guerra, en las primeras semanas, no podía ser más que éste: ataque
alemán a Polonia, lo más rápido posible para liquidar de un zarpazo el frente oriental, y ataque aliado en el
Oeste -si bien en este caso no podía aspirarse más que a una ofensiva limitada- para tratar de distraer a los
alemanes e imposibilitarles de lanzarse a fondo sobre Polonia.
El mando alemán desató su ofensiva en Polonia procurando explotar su superioridad en elementos
móviles, y sin dejar un instante de reposo a sus adversarios. «No fue la superioridad numérica lo que tuvo
valor decisivo en esta campaña. sino la actuación fulminante de la aviación y de los tanques, que operaron
como un todo coordinado» (Fuller). La diferencia estribaba en que se trataba de tanques de nuevo tipo, que
unían a un blindaje difícilmente vulnerable una gran capacidad ofensiva. La misión del tanque prevista por el
mando era ya muy distinta a la de la primera guerra: ahora ya no iba a apoyar el asalto sino a constituir la
fuerza de asalto por excelencia, a romper el frente: por la brecha abierta pasaría luego la infantería. La
rotura fulminante de la línea de frente, con la consiguiente aparición del enemigo, de pronto, en plena
retaguardia, la ocupación de ciudades desprevenidas, el corte de líneas vitales de comunicación a espaldas
de los combatientes, desconcertaban a las unidades enemigas que todavía mantenían sus posiciones
intactas, provocando su aislamiento, el pánico, la rendición. Esta escena, que comenzó a presenciarse en los
campos de Polonia en las primeras horas de la batalla, marcaría la modalidad típica de la segunda guerra
mundial, especialmente en su fase de ofensivas alemanas.
Los alemanes atacaron exclusivamente por los dos extremos del frente, al Norte -Pomerania- y al
Sur -Silesia-, donde habían concentrado todos sus efectivos móviles. Fue cuestión de horas enlazar con las
tropas procedentes de Prusia oriental, y del mismo Danzig -que por su parte había declarado la guerra a
Polonia-, dejando así cortado el acceso de los polacos al mar. El puerto de Gdynia fue conquistado y
hundido el único submarino de la flota polaca. Mientras tanto, por el sur, fue cuestión de una semana llegar
a Cracovia y desarticular por completo el dispositivo polaco.
Mientras tanto, la aviación alemana, dueña absoluta del aire, acabó en pocos días con los
anticuados aparatos polacos, y bombardeaba las posiciones enemigas, los nudos de comunicaciones o las
grandes ciudades, en misión de guerra psicológica, que no dejó de producir sus efectos. El 14 de septiembre
se plantaban los alemanes ante Varsovia. En dos semanas, la guerra del Este prácticamente había
terminado.
Y fue entonces -17 de septiembre- cuando, inesperadamente, intervinieron los soviéticos. Desde
varios días antes, la prensa soviética había iniciado una campaña de protesta contra supuestos malos tratos
que las minorías rusas y ucranianas estaban recibiendo en Polonia; pero a la ruptura no precedió ninguna
presión diplomática. En realidad, la intervención de Stalin no era más que la consecuencia del pacto
germanosoviético, en el que ambas partes se habían concedido sendas zonas de influencia en Polonia. Los
alemanes, después de unos días de respiro, se lanzaron al asalto de Varsovia el 22 de septiembre: el 27, el
Gobierno polaco huía a Rumania, y los últimos reductos de resistencia se rendían sin condiciones.
Polonia fue dividida en tres grandes zonas: una para los soviéticos, otra para los alemanes y el
resto, toda la zona central, eminentemente polaca, quedó como Estado semiautónomo, con el nombre de
Gobierno General de Polonia, sujeto a protectorado alemán. Allí actuaba como alto comisario el doctor
Franck, que se hizo célebre por los abusos cometidos contra la población civil, y especialmente contra la
minoría judaica. Ya habían comenzado las persecuciones de judíos en el propio territorio alemán, y se
habían incrementado en los territorios ocupados de Austria y Checoslovaquia.
Entre tanto, Rusia aprovechó la situación para apoderarse de regiones en Finlandia, Estonia, Letonia
y Lituania, quienes no pudieron oponer resistencia, salvo Finlandia. Ésta última llegó a poner en peligro, por
unos días al ejército soviético que pareció poner en evidencia una tremenda falta de preparación bélica y
una mala calidad del material. En el ataque soviético hubo desorden, falta de coordinación en los
movimientos, fallo de transmisiones y de logística, y en general, fracaso técnico frente al bien preparado
ejército finlandés. Un segundo ataque fue definitivo a favor de los soviéticos. Pero dos años más tarde,
cuando los alemanes se estrellaron contra los poderosos efectivos de Stalin, comenzó a sospecharse que la
acción de Finlandia había sido una «jugada del zorro», un engaño, destinado a producir una falsa impresión
de debilidad. El episodio de Finlandia fue lo que hizo creer a Hitler que la invasión de la Unión Soviética era
empresa fácil, y precipitó los acontecimientos en 1941.
LA OCUPACIÓN DE NORUEGA
La victoria de los alemanes sobre Polonia había sido fulminante. Si los aliados occidentales habían
esperado conseguir algo con su «ofensiva de socorro» en el sector del Sarre, su fracaso no pudo ser más
completo. En un mes de duros combates, la máxima penetración lograda por el generalísimo francés
Gamelin no alcanzaba un par de kilómetros, y en la mayoría de los sectores resultaba prácticamente nula:
era inútil lanzarse al asalto de la línea Sigfrido. El mando aliado comprendió que no había otra forma viable
de emprender la invasión de Alemania que utilizar el territorio neutral de Bélgica y Holanda para caerle por
la espalda, pero tácticamente prefirieron esperar el ataque alemán emprendiendo la prolongación de la
línea Maginot a lo largo de la frontera belga. Los alemanes, por su parte prolongaron la línea Sigfrido hasta
el mar pero mantuvieron su actitud defensiva.
Hitler, el 8 de octubre, en un discurso ante el Reichstag, formuló una clara propuesta de paz sobre
la base del statu quo, ahora que ya estaba resuelto el problema de Polonia. Pero esta propuesta cayó en el
vacío. Los franco-británicos preferían la prolongación del conflicto, porque sabían que el tiempo jugaba a su
favor, antes de dejar impune el espíritu agresor de Alemania.
Hasta mayo de 1940 prácticamente no se produjeron choques de importancia. Se vivía una paz
tensa que podía hacer explosión de un momento a otro; pero una actitud estudiada, que no dejaba de ser,
especialmente por el lado alemán, un acto de propaganda. Si la paz no se hacía definitiva, era por el empeño
de los británicos, «esos traficantes de guerra», que decía Hitler. Mientras tanto, y con mucha mayor rapidez
que sus adversarios, Alemania aumentó sus recursos bélicos. En mayo de 1940 doblaban ya el número de
aviones de los francobritánicos y sus tanques estaban en proporción de 3 a 2. En esta época hubo un
incidente marítimo cerca de Malvinas: el pequeño acorazado alemán Graff Spee averió gravemente a tres
cruceros británicos pero fue también dañado y hubo de internarse tres días en el puerto de Montevideo. En
el interín los francobritánicos apostaron gran cantidad de buques a la salida del Río de la Plata. Hitler, para
evitar que el buque fuera hundido por el enemigo, dio orden de hacerlo a su propia tripulación. El extraño
suceso, muy típico del “honor alemán” de aquellos días, se repitió innumerables veces con buques
mercantes. Pero la guerra marítima se reducía casi exclusivamente a la acción submarina en la que los
alemanes tenían una superioridad avasalladora. En un año hundieron cerca de cinco millones de toneladas
de buques enemigos e imponer un bloqueo a Gran Bretaña.
El 20 de febrero, un destructor británico atacó a un petrolero alemán refugiado en un fiordo
noruego. El Gobierno alemán protestó contra aquella violación del derecho internacional, y exigió de Oslo
garantías de que no volverían a repetirse hechos de aquella índole, sin que el Gobierno del rey Haakon,
mucho más inclinado en favor de los aliados que de los germanos, diese suficientes explicaciones. Los
británicos, por su parte, estaban dispuestos a exigir de Noruega una absoluta negativa al aprovisionamiento
de Alemania y, se dispusieron a minar las aguas noruegas.
Alemanes y británicos actuaron casi al mismo tiempo -9 y 10 de abril- desembarcando en las costas
de Noruega. Pero el ejército alemán penetraba simultáneamente y por sorpresa en Dinamarca, sin que los
daneses -que no tenían medios de impedirlo- opusieran resistencia. En cambio, el animoso rey Haakon Vll
de Noruega declaró, con apoyo aliado, la guerra a Alemania. Ésta entró en Oslo y, a comienzos de mayo de
1940 se adueñó de todo el sur de Noruega. Pronto, el grueso de las tropas teutonas, avanzando de sur a
norte, barrió la resistencia enemiga, y en la primera semana de julio tomó el resto del territorio. El rey
Haakon huyó a Gran Bretaña y en Noruega se implantó un régimen provisional presidido por Quisling.
La acción de Noruega, constituyó el primer encuentro serio entre las fuerzas germanas y
francobritánicas, resuelto claramente a favor de las primeras. Con ella se consiguió la seguridad de
la adquisión del hierro para todo el transcurso de la guerra y el aislamiento de la URSS de los aliados.
LA BATALLA DE INGLATERRA
La aplastante victoria sobre Francia dejaba a Hitler convencido de ser el dueño virtual de
Europa. Ahora bien, quedaba otro enemigo por batir, y este enemigo -Gran Bretaña- se encontraba en
condiciones muy distintas de Francia. Alemania poseía un poder militar incontestable ante el cual, en batalla
campal, no podrían resistir los británicos, sin el menor asomo de duda. Pero Albión poseía, en cambio, la
mayor flota del mundo.
El planteamiento de la lucha entre Alemania e Inglaterra, significaba, para la primera, derrotarla en
el Atlántico y en el mar del Norte, como en el Mediterráneo; en Gibraltar o en Suez, como en África o en las
rutas de la India. Porque Inglaterra era mucho más que las islas británicas, y tuvo la virtud de inquietar a
Hitler -según comentó éste en sus discursos- aquella frase de Churchill, de que si Inglaterra era invadida, los
británicos seguirían luchando en el Canadá. Churchill, en efecto, podía contar con el Canadá, Sudáfrica,
Australia, países netamente británicos, dotados de medios autónomos y poderosos, que también habían
declarado la guerra a Alemania; contaba con media África y con toda la India: en suma, con los recursos de
la quinta parte del globo. Sin tener en cuenta la ayuda creciente que comenzaba a prestar a los ingleses el
«país de las ilimitadas posibilidades», situado al otro lado del Atlántico. La lucha no era, pues, tan desigual
como podía aparentar a primera vista.
La solución más difícil para Hitler estaba en la rendición de Gran Bretaña, un arreglo entre dos
dignas potencias. «Espero llegar a la paz con Inglaterra antes de seis semanas», dijo el Führer a sus allegados
después del derrumbamiento de Francia. «El Imperio británico es una necesidad, una bendición para la
Humanidad ... » «Al fin y al cabo, también ellos son germanos ... »
El 19 de julio, Hitler lanzó su oferta de paz: «En esta hora considero como un deber frente a mi
propia conciencia apelar una vez más a la razón y al sentido común de Gran Bretaña. No veo el motivo por
qué continuar esta guerra». La respuesta de Gran Bretaña fue concluyente: «Nunca quisimos la guerra, y
nadie quiere aquí que siga un día más de lo necesario. Pero no cesaremos de luchar hasta que se haya
asegurado la libertad para nosotros y para nuestros hijos»
Los británicos estaban dispuestos a seguir adelante. No contaban con fuerzas para invadir
Alemania, pero sabían que podían, como en la primera guerra, derrotarla por agotamiento. Para ello era
necesario seguir disfrutando del control de las rutas mundiales e impedir su utilización al enemigo:
granjearse nuevos aliados, tanteando la posibilidad de la ayuda norteamericana, e incluso soviética, pues
estaba claro, desde la batalla de Francia, el creciente recelo de Stalin. Lo único urgente era impedir de
momento la invasión de las islas británicas.
Para los alemanes, importaba sobre todo una decisión rápida y espectacular. El Alto Mando intuyó
la necesidad de destruir la escuadra británica, o cuando menos diezmarla, antes de lanzarse a una operación
a fondo; y aquella destrucción masiva sólo podía procurarla la aviación y el arma submarina.
Alemania contaba entonces con unos 8.000 aviones. Los modernísimos cazas alemanes, los más
rápidos del mundo, llenaron en un instante el cielo británico, dejando caer sus bombas explosivas e
incendiarias sobre fábricas, puertos, nudos ferroviarios o bases militares y navales. Más tarde, se pusieron
de moda los bombardeos nocturnos, que aumentaban sus efectos desmoralizadores. Todas las
noches, Londres ardía por sus cuatro costados, y manzanas enteras de sus calles se venían abajo. En el mes
de septiembre, cuando los bombardeos alcanzaron su máxima virulencia, el Gobierno británico llegó a
pensar seriamente en la evacuación civil de la capital. Días hubo, como el 18 de setiembre, en que Londres
tuvo que soportar a los aviones alemanes durante las veinticuatro horas del día. Pero no fue sólo la ciudad
del Támesis; también los centros industriales, como Manchester, Birmingham, Leeds, o el gran puerto de
Liverpool y Coventry, hubieron de sufrir los más duros ataques.
También tenían los alemanes grandes esperanzas en su arma submarina. como medio de destruir la
escuadra británica e impedir el aprovisionamiento de las islas. Los sumergibles, dotados de la más moderna
técnica, una gran autonomía -algunos llegaron a operar en el Indico- y una perfecta precisión en sus
lanzatorpedos, se lanzaron a la acción en masa: todos los meses cientos de miles de toneladas, buques y
provisiones- iban al fondo del mar. En Gran Bretaña hubo que implantar el racionamiento y restringir
drásticamente el consumo. En general, los daños causados a Gran Bretaña en el verano-otoño de 1940
fueron muy grandes, pero no decisivos. Poco a poco Inglaterra fue creando modos de defensa cada vez más
efectivos y el grueso de la flota pudo ser mantenido.
En estas condiciones, la pesadilla de la invasión de Inglaterra por los alemanes comenzó a disiparse
lentamente, aun sin desaparecer del todo, hasta 1942. Hitler estuvo a punto de embarcar sus tropas en
lanchones para poner pie sobre Inglaterra en tres oportunidades al menos, pero desistió.
LA GUERRA EN EL MEDITERRÁNEO
Aunque Mussolini sabía que Italia no estaba en condiciones de entrar en una guerra larga tenía
unas reivindicaciones que hacer a los francobritánicos. Las ambiciones mussolinianas aspiraban a una
situación de igualdad en el reparto colonial con Francia e Inglaterra y, sobre todo, a convertir el
Mediterráneo en el Mare Nostrum.
La intervención de Italia significaba, pues, y preferentemente, una guerra mediterránea. Ahora
bien, el control de aquel mar no resultó tan sencillo como en principio hubiera sido imaginable. Decididos a
seguir la táctica prudente de no buscar nunca encuentros comprometidos, los italianos dejaron escapar la
mejor ocasión -verano y comienzos del otoño de 1940- cuando parecía inminente el asalto alemán a las
costas inglesas. Varias veces, durante los primeros meses, aparatos italianos bombardearon las instalaciones
del peñón de Gibraltar, pero estaba perfectamente claro que nada decisivo podría hacerse sin la
intervención de España. Hitler estaba convencido de esta realidad tanto como el propio Mussolini, y así fue
como por el otoño de 1940, decidido ya a descentrar la guerra del mar del Norte, ordenó el planeamiento de
la «Operación Félix», encaminada a captarse a España -a ser posible con la aquiescencia de los propios
españoles- y conquistar Gibraltar mediante un ataque masivo por tierra y aire. Pero España, decidida a
mantener su neutralidad, se negó a toda colaboración. La entrevista de Hendaya -22 de octubre de 1940-,
en que la flema de Franco deparó a Hitler un ataque de nervios, acabó con todas las esperanzas, y una
intervención militar en España, con el único objeto de poder llegar a Gibraltar, era una locura que podía
resultar fatal.
Había, pues, que dominar el Mediterráneo manteniendo su puerta abierta, lo cual permitiría a los
británicos reponer sus pérdidas cuantas veces se lo propusieran. En la noche del 11 de noviembre, aviones
ingleses atacaron por sorpresa la base de Tarento. En poco más de una hora, y sin que los británicos
hubiesen perdido más que dos aparatos, la ligera superioridad italiana en el Mediterráneo se había
transformado en una aplastante superioridad británica.
Vista la imposibilidad de apoderarse de Gibraltar, las fuerzas del Eje proyectaron alcanzar la otra
puerta del Mediterráneo, Suez. A algunas rápidas victorias de las tropas italianas sobre las británicas
siguieron fuertes pérdidas debidas a la improvisación y a los refuerzos británicos sobre todo de material
bélico. La angustia italiana llevó a Mussolini a solicitar ayuda de Hitler, ayuda que, hasta entonces, había
rechazado. El general Rommel fue destinado, por los mandos alemanes, para mandar el Africa Korps, creado
para combatir en el desierto que pronto obtuvo éxitos espectaculares en Trípoli, a principios de 1941.
Mussolini también se lanzó a la conquista de Grecia, pero pronto las tropas italianas fueron
desalojadas y nuevamente tuvo que intervenir Alemania en su ayuda.
LA INVASIÓN DE RUSIA
La ocupación del espacio balcánico constituía a los alemanes en herederos del imperio
austrohúngaro y de sus intereses, enfrentándolos, por ley natural de la geopolítica, a Rusia. La alianza con
Bulgaria y la ocupación de Yugoslavia eran otras tantas afrentas a la Unión Soviética, que inútilmente
protestó ante su aliado de la víspera. El choque podía sobrevenir de un momento a otro, y ambas partes
concentraron fuertes efectivos -hasta dos millones y medio de hombres por bando- cerca de la frontera. El
ataque alemán llegó el 22 de junio de 1941, un tanto por sorpresa.
Hitler tenía grandes esperanzas depositadas en aquella campaña. La acción contra Rusia podía ser
considerada como una «cruzada» general anticomunista, que suscitaría las simpatías de la mayor parte de
Europa. La operación sería secundada por todas las naciones europeas fronterizas con Rusia que mandarían
cuerpos de voluntarios a la gran lucha común en defensa de la civilización.
La batalla comenzó en un frente de miles de kilómetros, que atravesaban el continente de norte a
sur, del mar Blanco al mar Negro. Alemania, Italia, Finlandia, Eslovaquia, y pocos días más tarde, Croacia y
Rumania, entraban en la acción.
Stalin había comprendido que en caso de una guerra con Alemania, no sería posible resistir en las
fronteras al enorme empuje de la Wehrmacht; era preferible ceder terreno, abandonar grandes extensiones
de estepa, destruir ciudades, cosechas, vías de comunicación e ir desgastando al adversario. La distancia
había sido siempre, junto con la masa inmensa de tropas, la gran clave de las victorias rusas en todos los
tiempos. Era preciso salvar también una buena parte de estas reservas humanas retirándolas antes que
exponiéndolas a una resistencia inútil, y tarde o temprano llegaría el momento de contraatacar.
Todo el frente, en una línea de tres mil kilómetros, se puso simultáneamente en marcha, logrando,
desde los primeros días avances que en algunos sectores rebasaron los cuarenta kilómetros diarios. Pronto
se logró la liberación de los Estados bálticos. Allí, en vez de restituir la soberanía a las tres repúblicas
(Estonia, Lituania y Letonia) engullidas por los soviéticos, Alemania prefirió crear un país amorfo y
provisional -Ostland-, en espera de una ulterior decisión sobre el destino de aquellos territorios. En el sector
central, hacia Moscú, la aviación alemana, machacando las columnas en retirada o destruyendo los puentes,
causaba enormes daños a los ejércitos moscovitas, que perdieron millares de tanques y de aviones -estos
últimos muy inferiores en técnica a la Luftwaffe- en las tres primeras semanas de lucha. Stalin seguía
disponiendo de millones de hombres, pero su equipo aparecía trágicamente mermado al cabo de veinte días
de lucha.
A medida que las fuerzas alemanas se acercaban a Moscú los rusos oponían una barrera humana
más numerosa. Los paracaidistas alemanes, utilizados como infantería, lograron aproximarse hasta los
arrabales de la capital de los zares, pero pronto estimaron los mandos alemanes que no era factible seguir
adelante sin pérdidas desproporcionadas, y se limitaron a mantener el cerco de Leningrado.
Había llegado el otoño de 1941. Rusia había sufrido reveses durísimos, había perdido millones de
hombres, más de la mitad de su material bélico y lo más rico y poblado de su territorio; pero,
increíblemente, seguía en pie. Hitler tenía esperanzas de terminar la campaña antes de que llegara el
invierno, circunstancia esta última que podía resultar fatal. El Führer tenía muy presente el recuerdo de
Napoleón -se dice que adelantó dos días la fecha del ataque a Rusia sólo por no coincidir con el aniversario
de la acción del Corso-, y no quería repetir la historia. Por ello se dispusieron los alemanes, en aquel otoño
de 1941, increíblemente templado y apacible, a decidir la campaña de una vez.
En octubre, el grueso del ejército alemán, con todos sus efectivos en carros y las tropas más
escogidas, se lanzaba al ataque en el sector central. Comenzaba la batalla de Moscú. Cinco millones de
hombres, entre uno y otro bando, participaron sin duda en la batalla de máxima concentración de fuerzas de
la Historia. Los alemanes se encontraron con una resistencia muy superior a la que esperaban. La
superioridad técnica de los alemanes se estrellaba con la superioridad numérica de las masas rusas.
Llegó la segunda quincena de noviembre, y los alemanes seguían a 40-60 kilómetros de Moscú,
según los sectores. Vino entonces el gran cambio de tiempo, y en un plazo de pocos días se paso del otoño
más benigno a uno de los más duros inviernos del siglo. Un inmenso manto blanco cubrió toda Rusia. Los
soldados alemanes, muchas veces desprovistos de elementos de abrigo, hubieron de sufrir temperaturas de
treinta grados bajo cero. Habían logrado en aquella campaña -por ocupación de terreno, número de bajas
infligidas y material capturado las victorias más espectaculares que ejército alguno hubiera logrado
jamás. Pero, a pesar de todo, la inmensa Rusia seguía en pie. Comenzaba a perfilarse la imposibilidad de
que Alemania ganara la guerra.
LA GUERRA MUNDIAL:
JAPÓN CONTRA ESTADOS UNIDOS
LA RECONQUISTA ALIADA
Cuando Francia fue derrotada, en la primavera de 1940, un reducido grupo del ejército galo pudo
refugiarse en Inglaterra. Pronto vino a ser jefe nato de aquel grupo el Coronel De Gaulle quien alentaba a los
franceses exiliados con la seguridad del triunfo final.
La entrada de Estados Unidos en la guerra, resultó ser un factor decisivo, y no puede decirse que
quedara contrapesada por la presencia de Japón en el bando opuesto. El supuesto equilibrio entre ambas
potencias era sólo ficticio, y nadie podía dudar que la capacidad potencial de los norteamericanos era en
todos los órdenes infinitamente superior. La aplastante superioridad técnica de los alemanes en las primeras
campañas se había transformado en la aplastante superioridad técnica de los aliados en las últimas.
El año de 1942 fue de equilibrio pero también del lento cambio de signo. En invierno y primavera
atacaron los rusos por el frente oriental consiguiendo algunos éxitos parciales: en verano lo hicieron los
alemanes, con espectaculares avances en el sector del Cáucaso, pero sin obtener victorias decisivas:
el otoño, con la durísima batalla de Stalingrado, señaló el cambio definitivo de signo. En África, los forcejeos
en uno y otro sentido dieron muestra del equilibrio de fuerzas, hasta que la batalla de El Alamein y el
consiguiente desembarco norteamericano en Marruecos -coincidentes con la batalla de Stalingrado «dieron
la vuelta a la guerra» (Churchill).
ESTEPA Y DESIERTO
La entrada de Japón en la contienda hizo que, tres días más tarde del asalto a Pearl Harbour,
Alemania e Italia declarasen la guerra a Estados Unidos. Los países del Eje declararon la guerra formal a
Estados Unidos con la esperanza de que el Japón, a la recíproca, abriese las hostilidades contra Rusia. Fue
un grave error, porque los nipones, que bastante tenían con dedicar todo su esfuerzo a habérselas con las
potencias anglosajonas, no tenían la menor intención de crearse complicaciones a su espalda, y hasta el
último momento mantuvieron relaciones normales con la Unión Soviética.
Alemania no quedaba así descongestionada en absoluto. Si de momento el grueso de la acción
norteamericana iba a dirigirse hacia el Pacífico, pronto sus fabulosos recursos iban a permitirle ocuparse del
espacio occidental. Los alemanes comenzaron a comprender por entonces -coincidiendo con el fracaso de
su empeño de acabar con Rusia en una campaña- las probabilidades que tenían de perder la guerra.
Desde el verano de 1941 a 1942 no hubo grandes variaciones territoriales en el frente ruso. Sí una
creciente ventaja para los soviéticos, especialmente por las dificultades de aprovisionamiento alemán.
Rusia había sufrido daños tremendos, había perdido en el otoño de 1942 de diez a doce millones de
hombres, y lo mejor y más rico de su territorio y, sin embargo, su espíritu de resistencia, su sentido de
obediencia ciega, su capacidad ilimitada de sufrimiento, habían permitido que la Unión Soviética siguiera
manteniéndose en pie. Cada día que pasaba aumentaba el agotamiento germano, y con ello, las esperanzas
soviéticas de ganar la guerra.
El giro definitivo de las operaciones se registró en el sector de Stalingrado. Aquella ciudad, situada
en el estratégico codo del Volga, había sido escenario de la victoria definitiva de los rojos sobre los blancos,
en la guerra civil de 1919, y había recibido más tarde el nombre de Stalin. El empeño de Stalin en defender
«su» ciudad era por lo menos tan grande como el de Hitler en conquistarla, y no es de extrañar, por tanto,
que en torno a Stalingrado se haya librado la batalla tal vez más dura, y, desde luego, más decisiva de la
campaña de Rusia.
Los meses de agosto y septiembre fueron de durísimos combates en torno a Stalingrado, que,
lentamente, iba siendo ocupado por las tropas alemanas, a costa de su fatal reducción a un estado de ruinas
humeantes. Ninguna otra ciudad habla sufrido tanto, hasta entonces, en la guerra. A fines de mes los
alemanes pudieron entrar en la ciudad pero inmediatamente comenzó el asedio ruso hasta que los
alemanes fueron rodeados y tuvieron que abandonar la ciudad tras unja heroica resistencia. Los soviéticos
penetraron de nuevo en Ucrania.
El resto de la campaña de invierno de 1943 fue victoriosa para las armas soviéticas pero el fin de la
guerra estaba muy lejos todavía.
LOS ACUERDOS
LA INVASIÓN DE ITALIA
El plan Churchill estaba dando los mejores resultados. En la Conferencia de Casablanca, celebrada
en aquella ciudad marroquí entre el premier británico y el presidente norteamericano, se decidió continuar
la lucha «hasta la rendición del enemigo», y se proyectó como próximo jalón operativo la conquista de
Sicilia. Aquella isla, estratégicamente situada en el centro del Mediterráneo, era la piedra en medio del
charco que facilitaría el salto a Europa. De este plan se derivaba, como consecuencia lógica, que la etapa
siguiente iba a ser la invasión de Italia.
La reconquista aliada de Sicilia duró los meses de julio y agosto de 1943. A fines de este mes toda la
isla había sido ocupada.
Mientras tanto, la crisis interior de Italia se había precipitado hacia un dramático desenlace. El país,
que había ido a la guerra a regañadientes, se sintió defraudado ante los continuos fracasos militares,
consecuencia de una mala organización y de las defectuosas relaciones entre el Ejército y el Partido. Las
defecciones habían sido numerosas a última hora, y para muchos políticos oportunistas la salvación de Italia
estaba en pasarse, con todo el equipo, al enemigo. Se utilizaría a Mussolini como cabeza de turco, se le
depondría violentamente, y entonces «la verdadera Italia» manifestaría su voluntad: luchar contra el
totalitarismo, del que durante tantos años había sido víctima. El papel que quería jugarse era el de un país
ocupado que se subleva contra el dominador, participa en su propia liberación y acaba teniendo asiento
entre los vencedores. En la reunión del Gran Consejo Fascista, celebrada en la tormentosa noche del 24 al
25 de julio de 1943, varios de los más altos jerarcas del Partido provocaron la dimisión de Mussolini,
alegando, como pretexto oficial, «la necesidad de unir a todos los italianos en la defensa de la patria». El
Duce, después de varias horas de encarnizada resistencia, acabó cediendo. El rey, partícipe también de la
maniobra, nombró jefe del Gobierno al mariscal Badoglio.
La conmoción suscitada en toda Italia -y en el mundo entero- por la caída de Mussolini fue imensa,
y ya no resultaba aventurado vaticinar el próximo fin de la resistencia italiana. En efecto, muy poco después
se iniciaban los contactos secretos del Gobierno de Badoglio con los angloamericanos; contactos laboriosos,
porque el plan de convertirse sin más en un país aliado pugnaba con la consigna salida de la Conferencia de
Casablanca, que exigía la rendición incondicional de los países del Eje. El acuerdo final estipulaba que Italia
pondría todos sus recursos, especialmente la aviación y la flota, a disposición de los aliados. Los alemanes
serían expulsados del país y Mussolini quedaría preso. El Gobierno italiano declararía la guerra a Alemania.
El mismo día en que se llegaba a las bases del acuerdo -3 de septiembre- desembarcaban los
aliados en Calabria. Los alemanes decidieron introducir la mayor cantidad posible de fuerzas en la península
para mantener la guerra en el territorio italiano. Por su parte, los aliados estaban mucho más atentos a la
rendición de Italia que a sus propias operaciones. Tan pronto como se publicara la noticia del armisticio, un
grupo aerotransportado americano se haría cargo de Roma.
En septiembre, Mussolini fue llevado a un refugio “el Gran Sasso”, en los Apeninos, y las
autoridades fascistas fueron destituidas. Horas más tarde el Gobierno italiano declaraba la guerra a
Alemania. Los acontecimientos se precipitaron entonces con dramática rapidez. Los alemanes, avanzando
desde el norte, ocuparon todas las ciudades importantes del país. Roma cayó en su poder a las pocas horas.
El rey Víctor Manuel y el mariscal Badoglio huyeron hacia el sur, y establecieron una modesta corte en Bari.
Una contrarrevolución fascista depuso en buena parte del país a las autoridades nombradas por Badoglio, y
estableció un Gobierno provisional, bajo la protección de los alemanes. El día 12 sobrevino una noticia
sensacional: un grupo de agentes de la SS germana, habían descendido sobre el Gran Sasso en un avión y
liberado a Mussolini. Fue uno de los episodios más extraordinarios de la guerra, que suscitó comentarios de
admiración en la misma prensa aliada. Mussolini estableció un nuevo régimen, la «República social
italiana», curioso experimento de un fascismo libre de las trabas históricas, que no tuvo tiempo de cuajar.
Los alemanes no sólo para asegurar su posición, sino para aprovechar el golpe moral, multiplicaron
su actividad por aquellos días y llevaron la línea de combate al norte de Nápoles, poniendo un freno al
avance aliado.
EL DESEMBARCO EN NORMANDÍA Y LA RECUPERACIÓN DE FRANCIA
Dos circunstancias favorecían a los aliados y hacían prever su victoria final. Una era la superioridad
productiva de su industria, que doblaba ya la de los alemanes, a pesar de los esfuerzos de éstos; otra, la
presencia en el propio continente de la Unión Soviética, que, naturalmente, no necesitaba ningún
desembarco para atacar al reducto alemán, podía embestirle desde el Este con sus inagotables recursos
humanos.
Fueron los rusos los que, previendo el desembarco de los occidentales en las costas atlánticas de
Europa, quisieron adelantarse a los acontecimientos y realizar la conquista de la «fortaleza europea» desde
su flanco oriental. Con una preparación militar y técnica notablemente superior a la demostrada hasta
entonces iniciaron la ofensiva en enero de 1944. Los alemanes fueron literalmente arrollados y muy pronto
debieron abandonar Ucrania y Polonia.
En Italia las fuerzas alemanas debieron retirarse hacia el norte. Roma fue declarada ciudad abierta,
y en ella entraron los aliados el 5 de mayo. La Ciudad Eterna apenas había sufrido algunos bombardeos
aéreos de mediana intensidad, y fue de las capitales europeas que menos sufrieron durante la guerra.
Pero las operaciones de Italia no podían tener más que un valor secundario al lado del gran asalto al
continente desde su costado atlántico. Ya desde fines de 1943, Eisenhower y Montgomery se habían
trasladado a Gran Bretaña. De aquellas islas procedería el ataque final a Alemania. Nutridos convoyes
atravesaban el Atlántico, transportando crecientes cantidades de refuerzos desde Estados Unidos.
El gran desembarco se produjo, al fin, el 6 de junio de 1944, en las costas de Normandía. Dos
fueron las claves del éxito aliado: los medios y la sorpresa. Cuatro mil barcos y once mil aviones tomaron
parte en la acción: la máxima concentración de fuerzas que registra la Historia. La técnica colaboró con las
más insospechadas realizaciones: planeadores silenciosos, puertos flotantes, aeródromos de plástico,
vehículos anfibios. A estos medios realmente fabulosos se unió el factor sorpresa. El desembarco se
produjo cuando menos y donde menos lo esperaban los alemanes, durante una fase de tiempo
ternpestuoso y en las costas de Normandía, carentes de puertos y de accesos fáciles: tanto es así que era
aquella la única zona donde los alemanes no habían erigido fortificaciones permanentes. A los seis días, y
pese a las desfavorables condiciones atmosféricas, habían sido desembarcados 326 000 hombres, 54 000
vehículos y 104 000 toneladas de mercancías.
Hitler esperaba que el ataque principal se produjera en otra zona, en la región de Calais, que
parecía la más lógica, y donde había concentrado el grueso de la guarnición germana en Francia. Fue aquel
error, según reconocieron Eisenhower y Montgomery después de la victoria, la clave fundamental del éxito
de la operación de Normandía.
Hacia fines de toda Francia quedó en poder de los aliados.
LA CAÍDA DE ALEMANIA
En el verano de 1944, el fin de la guerra en Europa parecía inmediato. Al fulgurante avance de los
anglosajones por el Oeste añadieron los rusos una ofensiva sin precedentes en el frente oriental. A finales de
julio penetraban por primera vez en territorio alemán: en aquel momento era absolutamente imposible
predecir dónde iban a detenerse, si en Berlín o en el Atlántico; tal era por aquellos días su
empuje. Circunstancia que, ciertamente, no dejaba de preocupar a los aliados occidentales, nunca del todo
seguros sobre cuáles eran las intenciones reales de Stalin.
A Alemania, en realidad, no le quedaba otra salida que refugiarse en su reducto nacional, acortando
líneas y concentrando su resistencia. Algunos fanáticos creían poder prolongar la guerra lo suficiente como
para permitir el uso de las nuevas y mortíferas armas que estaban elaborando los laboratorios. Un golpe de
Estado derribó en Rumania a Antonescu y el 28 de agosto el nuevo rey Miguel firmaba el armisticio con los
soviéticos. Los alemanes emprendieron la evacuación del país, así como de Grecia y Yugoslavia. Un cuerpo
expedicionario británico colaboró en la liberación del territorio helénico -medida de Churchill para evitar
que Grecia cayera en poder de los soviets-, en tanto que de los dos cabecillas de la resistencia yugoslava,
Draga Mihailovich estaba apoyado por los occidentales, y José Groz, Tito, por los rusos. Tropezando en
todas partes con hostilidad, las tropas alemanas de los Balcanes consiguieron abrirse paso hasta Hungría,
país que de momento seguía fiel al Reich.
Alemania, vencida en todos los campos de batalla, a comienzos del otoño de 1944, se refugiaba en
sí misma, y concentrando todas sus fuerzas, se disponía a ofrecer una última y desesperada
resistencia. Cabía suponer, eso si, que un buen número de alemanes consideraban una locura la
continuación de la guerra, y los primeros signos visibles de descontento se habían manifestado ya en julio,
con el frustrado atentado contra Hitler en su propio Cuartel General; pero aun así, el país seguía a su jefe,
con una serenidad y un sentido de disciplina que superaba todas las previsiones.
Dos grandes ofensivas planearon los aliados; una por las grandes llanuras de Hungría y la otra desde
Holanda. Los rusos tomaron Budapest y la acción de Holanda, que se había iniciado en septiembre, fracasó
retrasando seis meses el fin de la guerra (general Montgomery).
Alemania, parapetada en su reducto, resistía bien. Pero adonde no llegaban los soldados aliados
llegaban, en cambio, sus aviones. Más del 70% de los edificios de Berlín fueron alcanzados por un total de 30
000 toneladas de bombas. En tanto las explosivas «comemanzanas» de cuatro toneladas de peso
arrancaban de cuajo edificios enteros, las incendiarias convertían fábricas y barrios en enormes antorchas
nocturnas. A comienzos de 1945 el espectáculo que representaban sus ciudades era realmente espantoso.
En estas tremendas condiciones, Alemania no sólo se defendió sino que tomó la increíble decisión
de lanzarse a la ofensiva -la batalla de las Ardenas-. Cabe suponer que buscaba más que ganar espacio al
enemigo, ganar tiempo y permitir la ultimación de nuevas armas que no podrían ya, sin duda, ganar la
guerra, pero sí quizás obtener una paz en mejores condiciones. Grandes contingentes en hombres y
material novísimo fueron concentrados frente a Bélgica y Luxemburgo. El 16 de diciembre, todo el
dispositivo alemán se puso en marcha; «que tiemblen nuestros enemigos -declaró el jefe del ejército en una
arenga-: la gran hora de Alemania ha sonado». Pero la superioridad aplastante de los aliados, actuando
sobre el frente y sobre las líneas de aprovisionamiento, desarticuló el ataque alemán, que fue perdiendo
fuerza, hasta quedar detenido a comienzos de enero de 1945. El tremendo esfuerzo final no había servido a
Alemania más que para precipitar su agotamiento.
Entonces fue cuando se lanzaron los rusos a su ataque definitivo. Operando con cinco millones de
hombres concentrados en el sector de Polonia, embistieron frontalmente la barrera del Vístula a mediados
de enero. Un montón de ruinas -todo lo que quedaba de Varsovia- les fue abandonado, y Stalin,
desconociendo al Gobierno polaco en el exilio, establecido en Londres desde 1939, se fabricó uno nuevo a
su gusto, de tipo comunista.
A mediados de abril, comenzó la ofensiva final rusa contra Berlín, la capital alemana. Los rusos
operaban con divisiones enteras dentro de cada barrio, pero los alemanes se defendían como podían. La
ciudad, deshecha ya por los bombardeos, iba quedando reducida a un montón de ruinas. Cuando Hitler
comprendió que todo había terminado, se pegó un tiro en la boca (casi al mismo tiempo guerrilleros
comunistas sorprendían a Mussolini, cuando trataba de huir en un camión, junto al lago de Como; lo
fusilaron, y luego, en Milán le colgaron por los pies). El almirante Doenitz asumía el poder supremo en
Alemania y anunciaba la muerte de Hitler. El 7 de mayo se anunciaba la rendición incondicional de Alemania.
EL FIN DE LA GUERRA