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Rueda 1

Manuela del Alma Rueda


201315480
Seminario de literatura colombiana

Una cartografía de lo abyecto a través de los sentidos de Jeremías Andrade en En el lejero


Escribir sobre En el lejero es escribir sobre la neblina. Sobre la imposibilidad de ver cuando
estamos parados frente a un abismo. Es un errar vertiginoso en medio de una espesura albina.
Blanco. Damos dos, tres pasos y de nuevo: blanco. Sin embargo, a pesar de la ceguera, vamos
reconociendo fragmentos de cuerpos, rostros parciales, voces y cánticos, pedacitos de objetos. El
narrador nos va mostrando migajitas de un pasado, los desechos de un pueblo, restos, basura.
Poco a poco va apareciendo un mapa, una cartografía de lo abyecto.
En “La mirada sin perspectiva de la niebla: fantología y desaparición en En el lejero”
Martínez explica que Deleuze y Guattari establecen dos espacios en Mil mesetas: los espacios
lisos y los espacios estriados. Martínez sugiere que En el lejero se construye un espacio liso pues
“Jeremías, inmerso en la niebla del pueblo, no tiene una visión privilegiada del espacio –físico y
simbólico– que habita. La ubicuidad de la niebla confunde las direcciones: el suelo está hecho del
mismo material que el cielo, y el espacio se achata porque la niebla impide la profundidad de
campo” (Martínez 47). Aunque en efecto podría ser así, considero que hay detalles que no
terminan de encajar en un espacio liso, por eso hay que matizarlo. Incluso con toda la neblina
encima de nosotros, podemos hacer un mapeo de aquel lugar a través de los objetos y, sobre todo,
a través de la percepción sensorial de esos objetos. Hay un mapa metafísico que nos instala en un
lugar fácilmente identificable: lo abyecto. La materialidad de este espacio es, al final, producto
del mundo “invisible”. Es la manifestación concreta de ese algo que no se nombra, “que jura el
profeta, canta el poeta, y están gritando en la maqueta […] que me despierta por la noche, y me
hace temblar, me hace llorar […] son fantasmas, somos fantasmas, siento la puerta tocar tres
veces […] no tiene tamaño y es naturaleza, anda en las bocas y en las cabezas, ¡Oh, qué será!”.
Entonces, es importante aclarar lo que entiendo por abyecto. Según Kristeva, no está
relacionado únicamente con “la ausencia de limpieza o de salud, […] sino [con] aquello que
perturba una identidad, un sistema, un orden […] la complicidad, lo ambiguo, lo mixto […] un
terror que disimula, un odio que sonríe, […] un deudor que estafa, un amigo que nos clava un
puñal por la espalda” (11). Así, la abyección consiste en una maraña de cinismo y actos
despreciables con los que estamos conviviendo todo el tiempo, con los que debemos vivir. Es
más, en muchos de esos actos “despreciables” se afirma la vida. Kristeva nombra los fluidos
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corporales y la basura, por ejemplo (10). Lo abyecto termina por ser un tejido de contradicciones,
es donde habita algo de lo que somos, pero que rechazamos. En En el lejero estamos frente a
frente con lo abyecto. Ese pueblo es la representación macabra y hedionda del país, lo que no
queremos ver: el cadáver. Lo que no podemos ver: el fantasma o el desaparecido. Con esto en
mente, repasaremos algunos momentos de la búsqueda de Jeremías Andrade y veremos cómo a
través de los sentidos se dibuja un territorio de violencia y terror.
Desde el primer párrafo nos encontramos con lo abyecto: “Y había en la pared un único
lienzo, ladeado: el rostro de Cristo, pálido y sangriento, con un ojo desvanecido por la humedad.
Era exactamente un Cristo guiñándote el ojo” (Rosero 9). Esta es la primera imagen incómoda,
hay unas condiciones en la atmósfera que dan cuenta de otras cosas: la humedad de la habitación
es una marca de abandono, de desidia. La humedad, además, nos propone un olor. Las
consecuencia de esas humedad dan una señal perturbadora y mística: el ojo corroído de Cristo.
Nos encontramos con lo macabro, con lo divino profanado. Además, el narrador salta de la
primera persona a la segunda persona. Nos está hablando a nosotros, somos nosotros quienes
estamos allí, somos bienvenidos por una suerte de demonio crístico. Y nos guiña el ojo.
Más abajo, nos enteramos de que la dueña del hotel tiene un expendio de pollos crudos (9)
Todos los sentidos de Jeremías están alterados: olemos el pollo y la humedad, oímos cómo la
dueña mastica un cartílago y luego unas risotadas (10), vemos al cristo demoníaco, la cama es
una piedra y no hay almohada (10). Este primer pasaje da una idea de cómo recorrer el resto del
libro: a tientas, a través de olores, de voces ahogadas, de texturas perturbadoras.
Luego empezamos a caminar por el tapete de ratas muertas, las rematamos, las
espichamos y a eso suenan nuestros pasos (12) y, en medio del camino, llegamos a la cancha de
fútbol, donde una muchacho juega con una cabeza (14). No sabemos si de verdad, si de mentiras,
la vista nos engaña y justo en ese momento Jeremías quiere “oír la voz del habitante, y oír la
propia voz, para acabar de reafirmarse en el viaje, acabar de llegar, hacerse vivo” (14). Su propia
voz crea un lugar distanciado de ese mapa, él mismo es su lugar de calma y reafirmación. El
sonido de su propia voz no pertenece a esta cartografía abyecta, es allí donde recuerda su
propósito. Pero justo cuando va a hablar, el muchacho desaparece. Su silencio nos vuelve a
ubicar dentro del mapa, parece que no es posible salirse. Empezamos a ver que es el mapeo de un
laberinto dificilísimo.
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Sin embargo, podemos identificar algunos de los caminos de ese laberinto de niebla, así se
empiezan a establecer lugares que se repiten: las risas de los niños y otros habitantes del pueblo
(37) (38) (52), los gritos en el guardadero (61) y los cánticos de las monjas (70). Esta es la
cartografía sonora. El sonido es el espacio del miedo.
El café frío (18), la sopa de remolacha (70) el pan que nunca se comió (42) y el helado de
paila (64) nos sitúan en el aliento de Jeremías. Un aliento frío, seco, amargo. Su cuerpo, en ese
sentido, empieza a ser el pueblo mismo: lo abyecto atraviesa todo, crea una tela que todo lo cubre
y contamina. Es lo cotidiano trastornado, endemoniado. El aliento de Jeremías es el espacio del
clima, de la atmósfera, la sensación térmica de la novela. El vaho friolento que exhala Jeremías
son los límites del mapa, el marco de este lugar.
Así, respectivamente, se puede transitar por cada uno de los sentidos. Es a través de ellos
y de su experiencia con lo abyecto que caminamos por ese pueblo de En el lejero. En los objetos
–lo material– nos encontramos con lo que no tiene nombre, intentamos mapear el laberinto y
finalmente nos encontramos con Rosaura. Jeremías, de algún modo, sabía para donde iba: hacia
Rosaura. Esa firme intención hace que no se pueda perder del todo en medio de la niebla y de lo
abyecto. De hecho, es a través de la observación de lo abyecto que logra encontrar a Rosaura.
Ahora bien, vale la pena preguntarse ¿por qué insistir en el lado abyecto de la violencia?,
¿no es acaso un acto redundante? Considero que no. Pienso que es una narración necesaria para la
recepción que está ubicada en el “centro”, donde la violencia de la periferia llega, sobre todo, por
medio de noticieros; información veloz, efímera, que nos distancia del relato corporal, orgánico,
de la mierda, de la putrefacción, del olor de la violencia.
En ese sentido, Benjamin sostiene en El narrador que el arte de narrar ha llegado a su fin
(74) y que una de las muchas causas es la limitación al comunicar la experiencia de la muerte.
Así, “se puede observar cómo la conciencia colectiva del pensamiento de la muerte sufre una
pérdida en omnipresencia y fuerza plástica. […] Y en el transcurso del siglo diecinueve, la
sociedad burguesa ha producido, mediante instituciones higiénicas y sociales, privadas y
públicas, un efecto secundario, que ha sido quizá su verdadero fin capital subconsciente:
procurarle a la gente la posibilidad de sustraerse a la visión de los moribundos” (74). Desde
luego, Benjamin no pensó en la masacre del Salado, en la que los campesinos tuvieron que
presenciar los asesinatos y mover los cadáveres. Pero, esa experiencia de la violencia –esa
narrativa– sí parece estar ausente en el “centro”, donde la noticia de la muerte sí llega, pero se va
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rápidamente, no tiene cuerpo, no es material. Es en este caso donde la novela de Rosero es


necesaria y urgente. Es fundamental una estética de lo abyecto, de lo confuso, de lo que no
queremos ver, de lo que no alcanzamos a ver, de la repulsión, del espectro, de lo marginal, del
encuentro consumado que no termina en felicidad, sino en la mirada al abismo. Esa mirada de
Jeremías le permite al lector meditar y detenerse en la violencia, observarla, demorarse en sus
formas. Allí, justo en esa demora, el lector quizá puede hacerse nuevas preguntas y encontrar
nuevas respuestas para este “camino del dolor”.

Obras citadas
Benjamin, Walter. El narrador. Pablo Oyarzún (trad.) Santiago: Ediciones Metales Pesados,
2010. Impreso.
Figari, Carlos. “Las emociones de lo abyecto: repugnancia e indignación”, en Cuerpo(s),
Subjetividad(es) y Conflicto(s). Hacia una sociología de los cuerpos y las emociones
desde Latinoamérica. Figari, Carlos y Adrián Scribano (comp.). Buenos Aires: Ciccus-
CLACSO, 2009. Digital.
Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis Ferdinand Celine. Madrid: siglo
xxi editores, 2006. Impreso.
Martínez, Juliana. “La mirada sin perspectiva de la niebla: fantología y desaparición en En el
lejero” en Evelio Rosero y los ciclos de la creación literaria. Gómez Gutiérrez, Felipe, ed.
y María del Carmen Saldarriaga. Bogotá, D.C: Editorial Pontificia Universidad Javeriana,
2017, pp 37-56. Impreso.
Rosero, Evelio. En el lejero. México D.F: Tusquets Editores, 2013. Impreso.

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