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Una historia de la lectura, Alberto Manguel

Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué
será...(Italo Calvino)

Alberto Manguel con un lenguaje muy ameno y el aval de su dilatada


experiencia, nos ilumina sobre el nacimiento de la escritura, la aparición de las
primeras bibliotecas, los códices, la imprenta y la evolución del mundo editorial, en
su ensayo Una historia de la lectura.

"El acto de leer establece una relación íntima, física, en la que participan todos los
sentidos: los ojos que extraen las palabras de la página, los oídos que se hacen eco
de los sonidos leídos, la nariz que aspira el aroma familiar de papel, goma, tinta,
cartón o cuero, el tacto que advierte la aspereza o suavidad de la página, la
flexibilidad o dureza de la encuadernación, incluso el gusto, en ocasiones, cuando el
lector se lleva los dedos a la lengua (que es como el asesino envenena a sus víctima
en El nombre de la rosa)”. Nada más apropiado que este párrafo, colocado casi al
final de esta “Una historia de la lectura”, (Una, porque historias de la lectura hay
tantas como lectores) para comenzar el resumen de este ensayo que se divide en 22
capítulos distribuidos en 3 partes, con una extensa y muy completa bibliografía
junto a innumerables notas. Estas 450 páginas están arropadas por estupendas
ilustraciones, caricaturas, retratos, fotografías de esculturas, dibujos y grabados
que conforman esta historia. Una mezcla de anécdotas, memoria, fantasía,
psicología, historia...servida con una prosa limpia, completada con el detalle sabio
que demuestra una enorme documentación, y por supuesto plagada de historias
personales, al que solo le achacaría un cierto desorden en la exposición de los
temas de los capítulos.

Comienza Manguel con una confesión, con la que yo tengo el mismo sentir, “quizá
pudiese vivir sin escribir. No creo que pudiera vivir sin leer”. Manguel gozó de
una adolescencia suertuda, al verse bien pronto rodeado de libros en su trabajo de
ayudante en una librería en Buenos Aires, en la que conoce a Borges, quién le
propone leer para él. Por supuesto que Manguel aceptó semejante propuesta, un
poco sin ser consciente de para quién iba a leer. Es con Borges que descubrió a
Kipling, Stevenson, Joyce, Wilkins, Keats, Webster...
“No leías los libros de un tirón, sino que te detenías; los habitabas, te quedabas
prendido entre sus líneas”, nos dice Manguel.

Pero empecemos por los principios. En Babilonia, a sesenta Km. al sur de Bagdad,
según sostienen los arqueólogos empezó la prehistoria de los libros. Con toda
probabilidad la escritura nació por razones comerciales, para recordar que cierta
cantidad de ganado pertenecía a una familia determinada o debía ser trasladada a
cierto sitio.
En el segundo milenio a.C., la escritura mesopotámica había pasado de pictográfica
(en las primeras tablillas de arcilla) a lo que se conoce como escritura “cuneiforme”,
signos con forma de cuña que representaban sonidos en lugar de objetos.
Tradicionalmente los egipcios habían recogido por escrito gran parte de su
actividad administrativa, pero fue probablemente la influencia de los griegos, la
que dio gran auge a otra ciudad, Alejandría, conocida por su gran biblioteca y
multiculturalismo. Alejandría estaba destinada, desde su fundación por Alejandro
Magno, a ser una ciudad aficionada a la lectura.

Con el desarrollo del libro el autor descubrimos al primer personaje que leía en
silencio, San Ambrosio. Las palabras escritas, desde los tiempos de la primeras
tablillas sumerias, estaban destinadas a pronunciarse en voz alta. Es San Agustín
quién descubre con sorpresa esa costumbre de Ambrosio, esta lectura en
silencio: “La lectura en silencio permite la comunicación sin testigos entre libro y
lector, y es singular alimento del espíritu”.
El libro es memoria, ya que el acto de leer rescata muchas voces del pasado, las
conserva en ocasiones para un futuro muy lejano, cuando quizá podamos hacer uso
de ellas de maneras espléndidas e inesperadas. Memoria de las épocas vividas por
las civilizaciones. Ya en la Atenas del siglo V a. C. existía un considerable número
de libros y había empezado a desarrollarse su comercio, pero la práctica de la
lectura privada no llegó a establecerse hasta un siglo después, en tiempos de
Aristóteles.
Cabe afirmar, generalizando, que en la sociedad cristiana de la baja Edad Media y
principios del Renacimiento aprender a leer y a escribir era (fuera de la Iglesia)
privilegio casi exclusivo de la aristocracia y de la alta burguesía. A destacar que en
dicha época eran los estudiantes de los colegios universitarios quienes gozaron
de verdaderos privilegios, como hoy día los diplomáticos, entre los que se contaban
la prohibición de encarcelarlos bajo ningún concepto.
Remarca el autor la popularidad (debido a la falta de instrucción del pueblo) de los
libros de imágenes (conocidos como Bibliae Pauperum o Biblias de los pobres)
en el siglo XIV, y durante toda la edad Media: volúmenes con dibujos a toda
página, meticulosas miniaturas, grabados en bloques de madera entintados a
mano, y finalmente, en el siglo XV, tomos impresos.

Las escuelas humanistas del siglo XV rompieron la costumbre del aprendizaje


automático sin reflexión, que se realizaba hasta entonces y la lectura se convirtió
gradualmente en responsabilidad de cada lector. Se pedía a los estudiantes que
leyeran los textos por sí mismos y determinaran su valor y sentido por cuenta
propia.
“Uno lee para hacer preguntas”, le dijo Kafka a un amigo en cierta ocasión.
No cuestiona Manguel la naturaleza creativa del acto de leer, y pone como
ejemplo La metamorfosis de Kafka. Mi hija, dice, la leyó a los trece años y le
pareció un obra cómica; Gustav Janouch, el amigo de Kafka, la leyó como una
parábola religiosa y ética; Bertolt Brecht la leyó como la obra del “único escritor
verdaderamente bolchevique”; el crítico húngaro György Lukács, como un
producto típico de una burguesía decadente; Borges como una nueva versión de las
paradojas de Zenón; la estudiosa francesa Marthe Robert la leyó como un ejemplo
del idioma alemán llevado al grado más alto de claridad; y Vladimir Nabokov la
leyó (en parte) como una alegoría sobre el Angst adolescente.

Es de nuevo la falta de preparación y alfabetización de la población la que lleva al


auge de los libros leídos. Una idea surgida en Cuba en 1866, en la fábrica de
cigarros El Fígaro. Se elegía a uno de los trabajadores como lector oficial,
pagándole los demás de su propio bolsillo. El material para aquellas lecturas,
acordado de antemano por los trabajadores, abarcaba desde opúsculos políticos y
libros de historia a novelas y colecciones de poesía tanto modernas como clásicas.
El Conde de Montecristo, por ejemplo, llegó a ser tan popular que un grupo de
obreros escribió a Dumas, poco antes de su muerte en 1870, pidiéndole que les
permitiera dar el nombre de su personaje a uno de los tipos de cigarros.
Había diferentes maneras de oír un texto. A partir del siglo XI, y por todos los
reinos de Europa, juglares itinerantes recitaban o cantaban sus propios versos y los
compuestos por sus maestros trovadores. También en las cortes, y a veces en casas
más humildes, se leían libros en voz alta a la familia y a los amigos, tanto para
instrucción como para entretenimiento.
Está, asimismo, el propio autor como lector, que en opinión de Plinio, era la
mejor manera de que un autor llegara a tener lectores. De hecho leer en público era
una manera rudimentaria de publicar para el autor. El siglo XIX fue, por todo
Europa, el siglo de oro de las lectura por parte de los autores. En Inglaterra la
estrella fue Charles Dickens, quién gustaba leer en almacenes, iglesias, librerías,
oficinas, salas, hoteles y salones de balnearios, confiriendo a sus lecturas los gestos
y tonos adecuados a cada párrafo.

Hubo un acontecimiento, en concreto un invento que tuvo efectos inmediatos y de


extraordinario alcance para el libro y el lector: la invención de la imprenta por
Johannes Gutenberg en 1450, que aporto innumerables ventajas, velocidad,
uniformidad de los textos y precio. Por ello el siglo XV y especialmente el siglo XVI
llegaron a ser los siglos de la palabra impresa. Gutenberg transformó el formato de
los libros, y a partir de entonces los volúmenes se sucedieron en todas las formas y
tamaños imaginable. El tamaño de bolsillo fue especialmente buscado por su
facilidad para las lecturas preferidas a nuestro entorno privado. Como por ejemplo
la cama.
Leer en la cama es un acto egocéntrico, inmóvil, libre de las ordinarias
convenciones sociales, invisible para el mundo y que, por producirse entre las
sábanas, en el reino de la lascivia y de la pereza pecaminosa, participa de la
emoción de las cosas prohibidas.
La asociación de los libros con los lectores es distinta de cualquier otra entre
objetos y usuarios. La posesión o lectura de un libro impone en nosotros, lectores,
una clasificación, una curiosa metonimia en la que la identidad del lector queda
coloreada por el libro y el escenario en el que está leyendo. A veces ocurre que se
invierte el proceso y conocer al lector influye en nuestro juicio sobre un libro.
No hay que olvidar la segregación de le lectura en la que los lectores se
identifican entre sí: la literatura que necesitan es confesional, autobiográfica,
incluso didáctica, porque a los lectores a quienes se deniega su identidad literaria
solo encuentran sus historias en la literatura que ellos mismos producen. La
prohibición de que las mujeres leyeran literatura “seria” (tanto en la Grecia
antigua, como el medioevo o el Islam e India posvédica, así como el Japón de la
época Heian) dio lugar la nacimiento de una literatura de entretenimiento banal y
frívolo, estableciéndose una diferencia entre el lenguaje “masculino” (temas
heroicos y filosóficos) y los “femeninos” (triviales, domésticos e íntimos).
George Eliot, al opinar sobre la literatura de su época, describía lo que llamaba
“novelas tontas de señoras novelistas...género con muchas especies, determinadas
por la particular clase de tontería que predomine en ellas: la vaporosa, la prosaica,
la piadosa o la pedante”.

Desde finales del siglo XII, los libros pasaron a ser objetos comerciales y su
posesión era una garantía subsidiaria y constituían bienes de valor. Surgió por ello
un nuevo delito, el robo de libros, del que el conde Libri-Carucci della Sommaia,
nacido en Florencia en 1803, fue uno de los más consumados ladrones de libros de
todos los tiempos.
No voy a acabar sin mencionar la importancia del traductor como lector.
Capítulo en el que Alberto Manguel se centra en el traductor y poeta Rainer Maria
Rilke. Rilke leía en busca de significado. La traducción es el acto supremo de la
comprensión. En la alquimia particular de este tipo de lectura el significado se
transforma de inmediato en otro texto equivalente.
Y por supuesto las lecturas prohibidas y los censores, entre ellos la Iglesia y su
Índice de libros prohibidos que ha permanecido activo hasta 1966. Alberto
Manguel recuerda que en 1981, por ejemplo, la junta militar presidida por Pinochet
prohibió en Chile Don Quijote, porque el general creía (con toda razón) que
contenía un alegato en defensa de la libertad personal y un ataque contra la
autoridad convencional.
En fin entre anécdotas curiosas y el viaje en las profundidades de los libros, sus
aposentos las bibliotecas, sus autores, sus lectores ilustres, sus instrumentos (entre
los que alude a las gafas como objeto que da prestigio a los intelectuales), etc. Todo
un mundo el de los libros sin el que algunos verían empobrecida su vida.

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