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ÉTICA Y DEONTOLOGÍA

(MÓDULO 1)
EL CONCEPTO DE ETHOS
Como parte de la filosofía práctica, la ética es una reflexión o una indagación del ethos. Designa un esfuerzo
por comprender y esclarecer el hecho moral. La pretensión fundamental de la ética es dilucidar el entramado de
normas, valores, principios y creencias morales que rigen o regulan nuestra conducta y las relaciones que entablamos
con los demás. Su punto de partida es la experiencia del ser humano como sujeto reflexivo y capaz de crear un saber
de la praxis y para la praxis.
El vocablo ethos posee dos sentidos fundamentales:
1) Por una parte, su sentido más antiguo corresponde a “residencia”, “morada”, “lugar donde se habita”. Ética
se referiría así al suelo firme, al fundamento de la práctica, a la raíz de donde brotan todos los actos humanos. Es el
desde dónde de la acción.
2) Por otra parte, significa “modo de ser” o “carácter”. La ética se ocuparía de la configuración de la propia
forma o modo de vida. Ethos como contraposición al pathos, es decir, hábito o costumbre frente a lo inmodificable
por la voluntad del ser humano.
La expresión “ethos” indica el conjunto de convicciones, actitudes, valores, formas de conducta y creencias
morales que permea nuestro comportamiento y nuestro discurrir cotidiano, tanto individual como grupal . El ethos
remite a un fenómeno cultural que responde a diversas relaciones interpersonales con otros integrantes de una
comunidad, pueblo, Estado, etc. Se trata de algo que todos poseemos.
Como es una dimensión constructiva de la naturaleza humana, estamos inmersos en el ethos de manera
relevante y concreta, debido a que el hecho moral atraviesa nuestras acciones, preferencias y decisiones. Por lo tanto,
el ethos constituye una realidad irreductible a otras e ineludible para la comprensión de la realidad.
El esfuerzo por esclarecer el ethos procura dar cuenta de esa fuente clave de inspiración y elemento
indispensable de comprensión de la actuación humana, que es el fenómeno de la moralidad. Construir una
fundamentación argumentada es una tarea central del quehacer ético y la variedad de manifestaciones del ethos en el
tiempo y el espacio equivale a un complejo intento por ofrecer un saber que les permite a las personas crecer en el
conocimiento de sí mismas.
Un punto clave en el que se sustenta todo examen ético es el de la distinción entre moral y ética. El tránsito
de la moral a la ética implica un cambio de nivel reflexivo, el paso de una reflexión que dirige la acción de modo
inmediato a una reflexión filosófica, que sólo de forma mediata puede orientar el obrar; puede y debe hacerlo.
Cuando se afirma que la ética versa sobre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, y los valores y las
creencias morales, observamos el intento de la ética de suministrar reflexivamente razón del fenómeno de la
moralidad. A su vez, este interés no puede eludir que está implicado en el mismo objeto de su tematización.
El examen de las condiciones de la moralidad deviene imposible sin la actitud reflexiva que es pilar elemental
de la ética. Debemos ser capaces de reconocer el origen primario de este intento de esclarecimiento y
fundamentación de la moral, que se plasma en interrogantes como por qué debemos llevar a cabo tal acción o por
qué debemos obedecer tales normas. Aunque las normas no agotan el ámbito de la moralidad, dan lugar a un
problema fundamental de la llamada ética normativa. La cuestión nuclear que esta ética plantea es el de la
fundamentación de las normas. Mientras la norma dice qué se debe hacer, la filosofía práctica (la ética) pregunta por
qué se lo debe hacer.
A grandes rasgos, podemos diferenciar dos espacios de la moralidad: la moral como estructura y la moral
como contenido.
García Marzá y Gonzalez Esteban afirman que la moral como estructura lleva implícita la necesidad de
ajustar nuestra conducta a determinadas situaciones. Esto implica que la naturaleza humana se cimienta en tener que
proporcionar razones a la acción. Con la expresión moral como contenido, se hace referencia al hecho de que esta
necesidad se da en el marco de un sistema de preferencias o conjuntos de normas propias de cada sociedad.
A pesar de la complejidad y la amplitud del fenómeno de la moralidad, podemos distinguir las siguientes
asunciones que respaldan una forma de percepción común del mundo moral:
 Responsabilidad moral o auto – obligación: el sujeto sigue normas que acepta en su conciencia y que surgen
de su voluntad libre y autónoma.
 Universalidad: los juicios morales se presentan como extensibles a todos los seres humanos.
 Incondicionalidad: su carácter es categórico y, por tanto, su validez no depende de circunstancias concretas y
particulares, ni tampoco de situaciones históricas o sociales concretas.

Lo moral remite a pretensiones de universalidad y necesidad que están inscriptas en la naturaleza humana
como fines racionales de la existencia y el obrar de las personas. Por eso, la expresión amoral refleja un concepto
vacío. Incluso la cuestión de lo llamado inmoral puede aparecer como un esfuerzo conceptual vano.

NIVELES DE REFLEXIÓN ÉTICA


Un aspecto esencial de la ética es la reflexión. En el recorrido que hacemos por las formas de reflexión más
importantes de la ética, nos topamos con cuatro grandes niveles:
 Reflexión Moral
Este nivel no hace referencia a la moral cuestionada, sino a la normatividad pura o facticidad normativa.
Tiene pleno sentido afirmar la existencia de este fenómeno moral básico frente al que nos interrogamos qué debemos
hacer.
La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador moral, el “moralista”. Aunque la prédica no
sea esencialmente reflexiva, el moralista necesita de la reflexión para reforzar su poder persuasivo. Todo ser humano
puede ser moralista cada vez que dice a otros lo que deben o lo que no deben hacer.
A partir de ello, una pregunta constitutiva de este nivel de reflexión es qué se debe hacer. Por eso, un rasgo
clave de su práctica es dirigir la acción.
Un aspecto central es que esta reflexión se caracteriza por ser espontánea y, por ello, es una reflexión
asistemática y acrítica, que está centrada exclusivamente en el imperio de la norma para determinar o prescribir el
modo de actuar.
En función de estos aspectos, la reflexión moral hace referencia a un saber prefilosófico.

 Ética Normativa
Es un saber filosófico. En este nivel se destaca un aspecto crucial que es la interrogación o la búsqueda de
respuestas: nos preguntamos por qué debemos hacer aquello que prescribe o recomienda la norma. Así, el ámbito de
la ética normativa es el de la indagación sobre los fundamentos de las creencias morales, las costumbres y los valores,
y, por lo tanto, el de la reflexión filosófica.
Se reconoce en este nivel un esfuerzo sistemático y metódico por brindar razones de la moral, un ejercicio de
determinado distanciamiento respecto del fenómeno moral básico (la normatividad pura) para acometer la tarea de
brindar argumentos que pueden ser universalmente válidos. Desde este plano de deliberación, la ética normativa
intenta esclarecer la validez de la norma o los principios morales, y así lo normativo es cuestionado.
Las respuestas que se buscan están inmersas en una pretensión de universalidad o esclarecimiento del
sentido último de las normas morales. El análisis crítico de las normas o los juicios morales está íntimamente
vinculado con la búsqueda de fundamento o justificación.
Hay determinadas cuestiones centrales que pueden identificarse en este nivel:
 Definir y justificar lo que significa “bueno” en general, el punto de vista moral.
 Abordar el problema clave de la libertad y, con él, la estructura de los actos morales.
 Elaborar una teoría de la obligatoriedad moral, es decir, determinar la naturaleza y los fundamentos
de la conducta moral debida.
 Establecer las bases para una posible aplicación de los principios morales tanto al terreno individual
como al colectivo, al derecho, la política y la economía.

 Metaética
Este nivel se caracteriza por el acento en la dimensión semiótica o lingüística del ethos, es decir, por el análisis
del significado y el uso de las expresiones morales. Así, la ética es el objeto de estudio de la metaética o, para ser más
precisos, la naturaleza lingüística del ethos define este nivel de reflexión.
Cuando se examina el significado de las expresiones éticas o los términos morales (bueno, malo, permitido,
prohibido, etc.) se incursiona en un metalenguaje respecto del lenguaje normativo. Todas y cada una de estas
expresiones reflejan un aspecto central del ethos que es analizado por la metaética. Al analizarlas, la metaética exhibe
determinada pretensión de neutralidad, de análisis objetivo y distante del dictum moral. En esta dimensión la
reflexión no se caracteriza por ser normativa, lo que sí corresponde a la metaética es examinar la validez de los
argumentos que se utilizan para aquella fundamentación que lleva a cabo la ética normativa.

 Ética Descriptiva
Su rasgo característico es la descripción del fenómeno moral o la facticidad normativa. La descripción hace
referencia a una operación epistémica diferente a la explicación o la fundamentación. Prima la observación de la
realidad empírica de las costumbres, las creencias morales, las actitudes, etc., para expresar cómo es o cómo se
manifiesta esa realidad. Esta tarea no es filosófica, sino científica, ya que quien describe el fenómeno moral no
emplea un lenguaje valorativo, sino que se limita a la descripción.
En virtud de estos rasgos, se afirma que este nivel es exógeno por excelencia, es decir, su ejercicio proviene
de afuera del ethos.
Se trata, fundamentalmente, de un tipo de investigación desde el cual los fenómenos morales se ponen a
distancia del observador y se registran como hechos empíricos. Por lo tanto, también tiene pretensión de neutralidad.
EL JUSTO MEDIO
La Ética nicomáquea es considerada la exposición fundamental del pensamiento ético de Aristóteles. Otras
obras como la Ética eudemia y la Gran ética también condensan la actividad intelectual de este filósofo dentro del
campo de la ética.
En la filosofía aristotélica, una pieza clave para comprender la naturaleza humana es el examen de las
acciones de los hombres. Esto implica introducirnos plenamente en el campo de la ética, es decir, en la posibilidad de
una ciencia práctica. Para Aristóteles la ciencia teórica se ocupa de la verdad o el saber mismo (en el que se incluye a
la filosofía), mientras que la ciencia práctica se ocupa de la acción. Esta última recibe el nombre de ciencia porque
alude a un saber hacer, es decir, a un ámbito de la vida en el que rige una determinada racionalidad o inteligencia,
aunque sea distinta a la que caracteriza al estudio teórico o meditativo.
El saber práctico está estrechamente ligado al agente moral. Como el objeto, la praxis, es la forma de obrar
de tal agente, una parte fundamental de la teoría ética aristotélica es el concepto de elección deliberada. Una
deliberación, para ser considerada buena, debe proceder de una capacidad de elegir eminentemente recta y
orientada, de acuerdo con lo conveniente y la realización del bien.
Explorar los motivos de la acción implica conocer aquello que la hace inteligible. Para comprender qué es el
bien en el pensamiento aristotélico, debemos dilucidar el sustento teológico de su ética, es decir, el significado
fundamental del fin (télos). Aristóteles emplea el término “bien” y lo identifica con la finalidad que persigue toda
acción: “el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden”.
Aristóteles considera que todas las cosas que valoramos como bienes (la salud, la inteligencia, el dinero, etc.)
pueden existir como medios para alcanzar objetivos y, por lo tanto, no como fines en sí mismos. Esto lleva al
interrogante sobre cuál es el fin último, que nos conduce, a la vez, a la reflexión sobre la existencia de un bien último
o supremo capaz de orientar nuestra conducta.
El fin supremo se realiza a través de la acción particular, pero para su investigación, Aristóteles busca
respuestas a interrogantes tanto de carácter universal (¿qué significa vivir de la mejor manera?), porque procura
establecer principios prácticos universales, como de carácter particular (¿qué decidir en esta situación?), que se
instalan frente a hechos o acontecimientos puntuales o singulares de la vida y son parte esencial de aquella reflexión
universalista.
Lo universal y lo particular ofrecen una orientación para el problema moral de la elección o decisión moral. En
efecto, la decisión es el resultado de una relación o mediación entre la universalidad de los principios prácticos que
orientan en general las acciones, y la particularidad y la diversidad irreductible de las situaciones en las que se debe
actuar y responder correctamente.
Aristóteles considera que el fin último, es decir, aquel en el que convergen todas las acciones de los hombres,
es el bien supremo. Ese fin último es identificado con la felicidad: el concepto de eudaimonia.
El eudemonismo hace referencia a un sentido de plenitud o excelencia que reside indisociablemente en la
vinculación entre felicidad y moralidad.
Otro concepto nuclear de la concepción ética aristotélica es el de la virtud. Hay que recordar al hablar de este
tema que para Aristóteles las facultades del alma son vegetativa, sensitiva y racional.
Las virtudes que hacen referencia a bienes o fines de las acciones humanas se clasifican en éticas
(responsables de encauzar o dominar los impulsos característicos de nuestra naturaleza sensitiva – animal) y
dianoéticas o intelectivas (relacionadas con el intelecto o la parte racional del alma).
Para definir la virtud, Aristóteles recurre a la idea de hábito, disposición o modos del carácter. Las virtudes
requieren ejercicio mediante la práctica: debemos aprender a comportarnos virtuosamente y esto exige experiencia y
tiempo. Un elemento central es la repetición de ese obrar recto hasta transformarlo en hábito, en una “disposición
habitual de nuestra voluntad”, que llega a integrarse prácticamente como una segunda naturaleza en nuestra manera
de ser.
La continuidad de esa actuación en el tiempo constituye una disposición o una forma corriente de actuar
frente a determinadas situaciones. Los buenos hábitos reciben el nombre de virtudes, y los malos hábitos el de vicios.
La virtud consiste en escoger el JUSTO MEDIO entre el exceso y el defecto, que se consideran vicios . Este justo medio
nos revela que los buenos hábitos están ordenados o regulados por la recta razón que encauza los deseos o los
impulsos bajo su dominio y procura encontrar el equilibrio o la mesura.
El proceso de decidir el punto medio es un auténtico compromiso con nuestro bienestar moral, que consiste
en guiar nuestras acciones para acercarnos a la felicidad. Esto pone de manifiesto el núcleo más íntimo de su
concepción ética: alcanzar la felicidad es igual que hacer el bien.

VIRTUD COMO TÉRMINO MEDIO

LA FORMACIÓN DEL CARÁCTER


El pensamiento ético de la antigüedad, en especial el de Aristóteles, se caracteriza por la creencia de que la
ética consiste en la formación del carácter. Esta visión le otorga un lugar central a la educación moral de las personas
como instancia esencial para el desarrollo de hábitos virtuosos fundamentales para convertirnos en buenos
ciudadanos. La importancia de tener en cuenta conjuntamente la capacidad de cada persona de superarse a sí misma
y que, a través de esta superación, se potencie el bienestar de los demás y la comunidad que integramos reside en el
significado amplio asociado con la formación del carácter y los procesos de aprendizaje que transitamos a lo largo de
la vida.
Los griegos parten de una definición de carácter que implica una serie de principios prácticos (educativos)
que deben fomentar la adquisición de virtudes, cuya misión principal es aspirar a la excelencia del carácter.
Desde esta perspectiva, la ética es fundamentalmente un saber práctico, cuyo método es esencialmente
dialéctico. Inferimos la verdad o educamos el carácter a partir del reconocimiento y la confrontación con otros puntos
de vista.
El pensamiento antiguo percibe a la educación moral como una actividad clave para generar disposiciones o
actitudes destinadas a convertirnos en personas justas, magnánimas y valientes. La formación del carácter y el
conocimiento de aquello que es bueno para la persona y la sociedad constituyen dimensiones interdependientes que
deben cultivarse a lo largo de toda la vida.
La educación moral orienta la conducta individual y social, empodera nuestras capacidades, interviene en
la manera en la que decidimos y la opinión que tenemos de nosotros mismos y los demás . Para la filosofía antigua, a
medida que la persona desarrolla su carácter también adquiere los recursos éticos necesarios para apropiarse de sí
misma, para cultivar su autovaloración y sostenerla en medio de contratiempos o situaciones adversas de la vida.
Una derivación importante de la formación del carácter tiene que ver con la centralidad de los motivos éticos
que sirven de sustento a la conciencia de uno mismo. Esos motivos éticos exigen una tarea clave de introspección para
responder a la cuestión “¿qué es aquello que quiero verdaderamente para mí?”, de la que emerge una visión de
nosotros mismos que constituye un proceso de autoconocimiento esencial para alcanzar el bienestar moral.
La ética es también una inteligencia emocional; no es sólo un conocimiento de lo que se debe hacer, de lo
que está permitido o prohibido, sino también un conocimiento de lo que es bueno sentir. Si el sentimiento falta, la
norma o el deber se muestran como algo externo a la persona, vinculado a una obligación, pero no como algo
interiorizado e íntimamente aceptado como bueno y justo.
Este sentido de propiedad sobre las propias acciones (que va de la mano con la máxima Socrática “Conócete
a ti mismo”) requiere un esfuerzo deliberado de autoconocimiento emocional sin el cual no es posible interiorizar qué
es lo correcto o qué es lo apropiado en cada momento de la vida. Las personas precisan forjar el carácter como una
manera de ser o un modo de construir su identidad a partir de esa compleja interacción entre rasgos emocionales,
cognitivos y procedimentales.
Forjar un carácter justo y generoso adquiere en la filosofía aristotélica un papel central en la conformación, la
guía y la evaluación de la conducta moral. Emociones, conductas y creencias hacen referencia a los componentes de
esa naturaleza moral que, con entrenamiento y esmero, las personas conforman a lo largo de su vida. Así, el carácter
es algo educable.
La felicidad y la vida buena aparecen estrechamente unidas en la comprensión de la conducta moral,
conforman los cimientos de la ética griega.
La condición social del ser humano hace que la felicidad individual no pueda obtenerse al margen de la
felicidad colectiva, por lo que hará falta adecuar los deseos y las preferencias privadas a ciertas necesidades y
aspiraciones públicas.
Para evaluar la relación entre las virtudes y el carácter como modo de ser, hay que tener en cuenta que la
filosofía aristotélica reconoce tres componentes centrales del alma:
 Las pasiones: varían y nos afectan de forma positiva o negativa y no deliberadamente. Tienen un efecto
inmediato sobre la persona que las experimenta.
 Las facultades: hacen referencia a aquellos aspectos de nuestra personalidad que activan en nosotros la
capacidad de amar, de entristecernos, de sentir ira o enojo, etc.
 Los modos de ser: intervienen activamente en la forma en la que modulamos las pasiones y se reflejan en
nuestros comportamientos. Resultan claves en la determinación de nuestros actos.

Para Aristóteles, las virtudes aluden a modos de ser que son fundamentales para la vida buena. Por ello, es
preciso educar las pasiones para responder o actuar correctamente. Se trata de algo consciente y deliberado.

VIRTUD COMO MODO DE SER

(MÓDULO 2)
ÉTICA Y MODERNIDAD
Un rasgo esencial dentro del campo de la ética durante la Edad Moderna es la centralidad del sujeto. El
hombre intenta desde sí, en todas partes y en toda ocasión, ponerse a sí mismo en posición dominante como centro y
como medida.
La idea del sujeto como núcleo central del conocimiento inicia, con René Descartes (1596-1650), un trayecto
fundamental para la comprensión del mundo moderno. Su obra, el Discurso del método, suele ser referenciada como
el acontecimiento fundamental en el surgimiento del pensamiento filosófico de la modernidad.
En su pretensión de fundar una filosofía que se apartara de la herencia escolástica acumulada, Descartes
consideraba que la filosofía debía proceder en su análisis de manera semejante a como procede el pensamiento en el
ámbito de las matemáticas, ir de las ideas a las cosas y no de las cosas a las ideas. Plantea un método que debemos
seguir para edificar el verdadero conocimiento y, en este sentido, el procedimiento matemático parece suministrar un
criterio inspirador para la formación de ciertos preceptos.
Descartes considera que son suficientes las siguientes cuatro reglas:
 No admitir como verdadera cosa alguna; no comprender en mis juicios nada más que lo que se
presentase tan clara y distantemente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.
 Dividir cada una de las dificultades que examinare en cuantas fuere posible y en cuantas requiriese
su mejor solución.
 Conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles
de conocer, para ir ascendiendo gradualmente hasta el conocimiento de los más compuestos; e incluso
suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.
 Hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar
seguro de no omitir nada.

Para Descartes, el suministro del conocimiento son las ideas mismas y, entre ellas, la evidencia principal que
él estableció como base fundamental de su filosofía se concentra en la expresión “cogito ergo sum” (pienso, luego
existo).
La conciencia individual como nuevo modo de pensar o el individualismo metodológico como punto nuclear
de la reflexión filosófica constituyen la piedra fundacional de pensamiento moderno.
El punto de partida de Descartes consiste en afirmar que ni la autoridad (el conocimiento heredado de la
escolástica), ni la experiencia pueden ofrecernos un criterio válido, firme y estable de verdad. La duda metódica nos
confirma que la única posibilidad de asegurar un conocimiento intersubjetivamente válido es, en primer lugar, afirmar
la razón como criterio fundamental de verdad y fuente principal de todo conocimiento ; y, en segundo lugar, afirmar
la conciencia como realidad primera y punto de partida obligado de todo filosofar.
El poder de la razón también se verifica en el campo de la moral, puesto que debe oficiar de guía en el
proceder práctico o las acciones que llevamos a cabo en la vida. Así, las reglas del método deben también ser
aplicables a la moral.
Descartes no elaboró una teoría propiamente dicha acerca de la moralidad, pero en la tercera parte del
Discurso del método profundiza en este ámbito al desarrollar la idea de moral provisional. En este apartado, hay una
serie de máximas o normas de comportamiento que aparecen como una forma de delinear la conducción de nuestros
actos y garantizar una convivencia pacífica en medio de situaciones que no admiten pautas endebles de ningún tipo.
Las pasiones aparecen como aquello que debemos someter para no alterar el curso racional de las acciones.
Las máximas de la MORAL PROVISIONAL de Descartes pueden resumirse en los siguientes términos:
1) Obedecer las leyes y las costumbres de mi propio país, conservar con constancia la religión en la que
la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, regirme en todo lo demás con arreglo a las opiniones más
moderadas y más alejadas del exceso que fuesen aprobadas comúnmente en la práctica por los más sensatos de
aquellos con quienes tendría que vivir.
2) Ser en mis acciones lo más firme y lo más resuelto que pudiese.
3) Procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna y modificar mis deseos antes que el
orden del mundo y, generalmente, acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro
poder, sino nuestros propios pensamientos.

Otra gran línea de pensamiento dentro de la filosofía moderna es la del padre del empirismo, David Hume
(1711-1776). En la filosofía moral de Hume las pasiones desempeñan un papel central. La idea de un sentimiento
moral se erige como principio rector en el análisis del comportamiento moral. La moral no dependerá de la razón
como su eje principal de determinación. En el Libro II del Tratado sobre la naturaleza humana, Hume hace más claro
el quiebre con la tradición racionalista.
Hume pretende definir con precisión los límites de la razón y trasladar al campo de la moral sus
consideraciones sobre el método experimental como la principal fuente de conocimiento.
Hay un sentido interno o un sentido moral que conecta los comportamientos con nuestra aprobación o
desaprobación de estos. Así, la posibilidad de trazar la distinción entre vicio y virtud no radica únicamente en el
ejercicio de la razón o en un esfuerzo de abstracción. Los juicios morales, por el contrario, están estrechamente
relacionados con las pasiones que impulsan nuestras formas de actuar. “La moralidad procede del sentimiento, es
más “sentida que juzgada”.

EL SUJETO MORAL KANTIANO


El planteamiento ético de Kant (1724-1804), en cuyo pensamiento tuvieron gran influencia Newton,
Rousseau y Hume, se yergue como una de las visiones más influyentes en la historia del pensamiento. Su concepción
ética será decisiva en la construcción de una filosofía moral racionalista y formal inspirada en la preocupación central
por el fundamento moral de nuestras acciones y juicios.
En la Crítica de la razón pura y en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant hace su
aporte clave al campo de la ética. Introduce la célebre imagen del giro copernicano para ilustrar una gran
transformación en el terreno del conocimiento en el prólogo de la segunda edición de la Crítica de la razón pura. En
esta obra, Kant propone una inspección del pensamiento humano. El giro copernicano hace referencia a una inversión
del papel que juega el sujeto y el objeto de conocimiento, inversión que es producto del intento de Kant por superar el
racionalismo y el empirismo.
Kant observa que ni el entendimiento ni la percepción sensible por sí solos pueden constituirse en fuentes
legítimas del conocimiento. Así, como Copérnico mostró que la Tierra orbitaba alrededor del sol y no al revés, Kant
afirma que, en el conocimiento de la realidad empírica, el sujeto no es un receptor pasivo que se limita a la recepción
de los datos provenientes de los sentidos, sino que posee facultades o estructuras cognoscitivas que son condición de
posibilidad de cualquier conocimiento. El acto de conocer requiere la intervención de las experiencias o impresiones
sensibles y los conceptos a priori del entendimiento. Estos conceptos reciben el nombre de categorías. Ambas fuentes
de conocimiento son imprescindibles.
Así, la Crítica de la razón pura procura averiguar qué podemos conocer, cuáles son sus componentes y los
límites de nuestro conocimiento y enfatizar que hay esquemas organizativos del entendimiento, son previos e
independientes a la experiencia y sin ellos la realidad no puede ser conocida.
Para demostrar el gran valor depositado en la fuerza de la razón, en el Siglo de las Luces (siglo XIII) la
consideración del ser humano como un ser digno y con libertad para hacer uso íntegro de su razón constituye el
principio organizador más fundamental del autogobierno, es decir, la posibilidad de constituirnos como seres
autónomos y responsables de nuestros pensamientos y acciones. En el ideal del pensamiento ilustrado de la época,
servirse de la propia inteligencia se convierte en una exigencia moral en la que todo ser racional que asuma su
propia libertad debe implicarse sin excepción.
Kant, en “¿Qué es la Ilustración?”, dice que el uso de la razón exige esfuerzo y riesgo, y pertenece por
completo al que es capaz de manifestar la determinación de su voluntad como origen y guía firme de su accionar en la
La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad
de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. ¡Sapere aude!¡ten el valor de servirte de tu propia razón!: he
aquí el lema de la Ilustración
vida.
Ese uso de la razón afirma la primacía de la voluntad y se muestra en el hecho de poder darse a sí mismo, en
su carácter de autolegislador, máximas y principios morales universales. La estructura de la dimensión moral consiste
en la consolidación de preceptos internos de la acción que sólo provienen de una razón autónoma, lo cual implica que
su mayor grandeza estribe, no en juzgar sus acciones a la luz de la felicidad que producen, sino en realizarlas según la
ley que se impone a sí mismo y que, por tanto, constituye su deber.
Esa es la actividad de la razón en su uso práctico. La ética kantiana es racionalista y formalista. La dimensión
ética del ser humano alude al uso de la razón práctica, que es la que conforma el ámbito de la moral. De este modo, la
razón práctica es fuente de moralidad. Las máximas y los principios morales que el ser humano se impone a sí mismo
y edifican la estructura interna de la moralidad son producto de la razón en su uso práctico. Afirmar con Kant que el
obrar moral está regulado por la razón práctica implica sostener que los juicios y el accionar humanos no tienen más
determinación que la propia voluntad y que, por lo tanto, no pueden considerarse como un medio puesto al servicio
de algo externo (felicidad, éxito, etc.). No hay un fin situado fuera de la razón práctica porque la dimensión ética se
centra en la interioridad de la acción y la capacidad que posee el ser humano de imponerse la ley moral a sí mismo:
depende de la razón y no de alguna circunstancia externa.
Esta perspectiva combina dos grandes problemáticas en el campo de la ética: la de la fundamentación de la
actuación moral y la del origen de las normas morales. Ambas se entrelazan en el concepto de razón práctica.
La fundamentación instala la indagación por el carácter a priori de ese mandato que el sujeto se impone a sí
mismo como ser autónomo y libre. A ese mandato, Kant lo llama imperativo categórico y su enunciación más clara es
la siguiente: “obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”.
Sobre este imperativo descansa la filosofía ética kantiana. Las cualidades propias de esta máxima son su universalidad
y su necesidad, el imperativo categórico que el sujeto se dicta a sí mismo no obedece a mandatos externos ni
condicionantes particulares; pretende construir una ética legítima y obligatoria para todos los seres racionales, que
pueda aplicarse en todo tiempo y lugar.

En síntesis
Para Kant la dimensión moral no puede situarse en otra esfera que no sea la de la razón. La ley moral
proviene del propio agente y los motivos interiores que conducen su obra, es una posición ética autonomista.

En la Crítica de la razón práctica y en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant denomina


como heterónomas a aquellas perspectivas según las cuales la fuente de la moralidad se sitúa en algo externo que
desea.
La filosofía kantiana introduce una clara diferenciación entre dos grandes líneas de construcción ética:
 La deontológica: Kant la estructura mediante el planteo de una facultad del querer racional,
autónomo y libre, que se rige por una voluntad buena y es capaz de imponerse a sí misma máximas morales
universales. Como afirma Maliandi, “de Kant deriva una larga línea de éticas deontológicas, distintas entre sí, pero
que comparten la idea de que las normas son válidas si son justas, con independencia de las consecuencias que pueda
acarrear su observancia”.
 La teleológica o la consecuencialista: en la que la felicidad u otra finalidad exterior puede
constituirse en principio o criterio de la ética.

Con Kant, el fenómeno moral queda estrechamente unido al concepto de deber: la razón práctica impone
deberes a la voluntad. El mandato de la razón práctica, que es el imperativo categórico, es incondicional en su
obligatoriedad, ya que incluye la universalidad y, en consecuencia, se muestra ajeno al contenido material de las
acciones morales. Es precisamente ese aspecto el que define la formulación de la ética kantiana como formalista, en
el sentido de que no se atiene a contenidos particulares de las normas o las leyes para la determinación del carácter
moral, sino a un criterio abstracto de universalización.
En la ética kantiana, el deber deriva de la aprehensión primordial del querer racional, autónomo y libre del
agente moral. El cumplimiento del deber se pone en marcha en la realización de la voluntad buena y el obrar moral se
desenvuelve porque reconoce al sujeto como un fin en sí mismo y nunca como un mero medio. El valor del hombre
como fin en sí mismo fundamenta la moral incondicionalmente y, por lo tanto, la dignidad y el respeto humano
constituyen valores morales incuestionables.
Las tres principales formulaciones que Kant ofrece del imperativo categórico son:
 Primera definición (de universalidad): “obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu
acción se convierta en una ley universal”;
 Segunda definición (de humanidad): “obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu
propia persona como en la de los demás, siempre y al mismo tiempo como un fin, y nunca solo como
un medio”.
 Tercera definición: “obra de tal modo que tu voluntad pueda considerar al mismo tiempo que está
creando una ley universal mediante su máxima”.  a primera vista parece muy semejante a la
primera definición, pero resalta la autonomía del ser racional en la creación de las leyes que él
mismo estará obligado a acatar. Pone el énfasis en el aspecto activo, creador, del ser racional
autónomo cuando actúa y cuando crea máximas y principios universales.

UTILITARISMO
Un problema ético central es el de la fundamentación de la acción moral, frente al cual nos encontramos con
dos grandes posiciones éticas que son el deontologismo y el consecuencialismo o utilitarismo.
Los principales referentes del consecuencialismo o utilitarismo son Jeremy Bentham (1748-1832) y John
Stuart Mill (1806-1873). Esta doctrina instituye, desde su núcleo central, una ética fundada en la idea de que el
carácter moral de nuestras decisiones y acciones morales deriva de las consecuencias, efectivas o previsibles, que se
siguen de ellas. Así, al indagar el porqué de los fenómenos morales plantea como objeto de reflexión los fines de la
acción.
La expresión teleológica está compuesta del griego télos, que significa “fin”. Las éticas teleológicas o
consecuencialistas inspeccionan el valor moral de las acciones y le otorgan primacía a los fines logrados por esas
acciones o en función del bien que procuran. Tanto para Bentham como para Mill, ese bien es identificado con la
felicidad, que es entendida como placer y ausencia de dolor.
Una pieza clave que suele aparecer en las reconstrucciones históricas del utilitarismo es el llamado
hedonismo, defendido en la antigüedad por Aristipo y Epicuro. De acuerdo con esta doctrina, los seres humanos
deben afanarse por la búsqueda del placer como bien supremo y evitar las causas o los motivos de pesar o dolor. Para
Aristipo, la realización concreta del verdadero placer reside en el gozo que se experimenta al vivir el presente y las
gratificaciones del cuerpo por encima de las de la mente, ¡Carpe Diem!, que es una invitación a prescindir de las
nostalgias o los recuerdos del pasado y las preocupaciones o los temores respecto del futuro. Con Epicuro, residen en
el gozo que se obtiene con una vida dichosa que lleva aparejada la moderación y el distanciamiento de los excesos que
perturban la sociedad; se asocia a la búsqueda de un estado de tranquilidad o sosiego del alma, llamado ataraxia, que
es alcanzado mediante la supresión del dolor.
La visión de Bentham se identifica comúnmente como la piedra fundacional de la ética teleológica que
mayor impacto tuvo históricamente: el utilitarismo, cuyo principio maximizador es “la mayor felicidad para el mayor
número de individuos”. Debido a que el utilitarismo de Bentham surgió en estrecha conexión con una evolución del
orden democrático que buscaba guiar una reforma profunda de las instituciones para promover el bienestar social,
además de su importante signo ético, se irguió también como una perspectiva jurídica y política. De acuerdo con esta
posición, el valor de una acción reside en su utilidad y lo relevante del concepto de utilidad es la conducción a la
felicidad entendida como placer y ausencia de dolor.
El utilitarismo combina dos intuiciones que están presentes comúnmente en nuestros juicios y acciones
morales. Las dos grandes vertientes de esta ética son: la importancia de la felicidad en nuestras vidas y la
importancia de los resultados de las acciones. Ambas, antes de sumergirse en la perplejidad del fundamente último
inasible, se mueve en un terreno conocido de nuestra percepción de la realidad. A diferencia del pensamiento
kantiano, el utilitarismo no acepta valorar las acciones independientemente de sus resultados o consecuencias.
Otra gran corriente que confluye en el entramado conceptual del utilitarismo es el empirismo británico
(Hume, Adam Smith, etc.) que aporta a los contenidos utilitaristas al subrayar la importancia de los efectos, directos o
indirectos, de las acciones morales. La corrección de los actos se funda en un principio ético empírico.

Bentham formula el llamado principio de utilidad, que fundamenta la moralidad de un acto en la


cantidad de felicidad que produce (en el que la felicidad es entendida como maximización del placer y
minimización del dolor) y la cantidad de seres humanos que la alcanzan. Por ello, la determinación del carácter
moral de las acciones pertenece a un cálculo de utilidad o cálculo de felicidad.

En la FIGURA 1 a continuación se representa el dilema del tranvía: en él, el tranvía corre fuera de control y
está a punto de atropellar a cinco trabajadores. Es posible accionar un botón para que éste cambie de vía, pero, al
hacerlo, atropellaría a un trabajador.
La mayoría elige accionar el interruptor y optar así por el bien mayor. Esto implica actuar por un principio
maximizador, en el que se asume un cálculo utilitarista como guía del obrar moral.
Una variante del dilema del tranvía ideada por Judith Jarvis Thomson, también en la FIGURA 1, plantea la
posibilidad de empujar a una persona de un puente a la vía para detener el tranvía y salvar a las cinco personas. En
esta variante, la mayoría de las personas decide NO arrojar a la persona del puente, lo que pone de relieve la
complejidad de nuestras intuiciones utilitarias, ya que aquello que determina las consecuencias de la acción (mayor
felicidad del mayor número) no es siempre una guía decisiva, una máxima o un precepto firme para el curso de las
decisiones que tomamos.
Para el principio de utilidad, Bentham hace hincapié en la idea de cálculo, se centra en una mirada
cuantitativa y enuncia siete criterios de preferencia para efectuar una medición referida al placer: intensidad,
duración, certeza, proximidad, fecundidad, pureza y extensión.
Mill sofisticó (y criticó) el análisis de Bentham, considerando que es preciso introducir una distinción de
carácter cualitativo entre placeres superiores e inferiores. El análisis de esta dimensión cualitativa, para Mill es más
apropiada no sólo al momento de evaluar el carácter moral de los actos, sino también al examinar el vínculo entre
utilidad y justicia. Mill conceptualizó un utilitarismo de la regla: la moralidad no alude expresamente a las
consecuencias de un acto en particular, sino a las que se derivan del respeto u observancia de una regla general.
En virtud de la repercusión y las discusiones promovidas por el principio de utilidad, pueden reconocerse
diferentes tipos de posiciones teóricas que pueden enmarcarse como utilitaristas:

En cuanto a lo correcto o incorrecto


 Utilitarismo del acto: la concepción de la corrección de una acción ha de ser juzgada por las
consecuencias, buenas o malas, de la acción misma.
 Utilitarismo de la regla: la concepción de la corrección o incorrección de una acción ha de ser
juzgada por la bondad o maldad de las consecuencias de una regla.

En cuanto a lo bueno o lo malo


 Utilitarismo hedonista: el placer es lo único que cuenta y reivindica el valor de todos los placeres
por igual (Smart y Williams).
 Utilitarismo semiidealista: el placer es condición necesaria pero no suficiente para el logro del
máximo bienestar (Mill).
 Utilitarismo idealista: hay varias cosas buenas en sí y que tenemos el deber de fomentar (Moore).
 Utilitarismo negativo: ven en la eliminación del sufrimiento innecesario un criterio negativo de
obligación moral (Popper y H. Albert).

Otros
 Utilitarismo de la preferencia: tiene que ver con el problema de definir la felicidad que se supone
debe ser maximizada (Hare).
 Utilitarismo ampliado: incorpora la noción de derechos individuales prima facie (que no son
absolutos, sino desplazables), siguiendo criterios de utilidad, por el cálculo de sus consecuencias.

EL PROBLEMA DE LA UNIVERSALIDAD
Cuando se reflexiona acerca del porqué de la acción moral se suelen brindar dos grandes respuestas: una
fundamentación trascendental y apriorística, y otra empírica o basada en la experiencia.
Muchas visiones sobre la ética emparentadas con el relativismo y el escepticismo moral surgieron de críticas
a la existencia de criterios incondicionales o universales para la determinación del carácter moral de las acciones. Los
filósofos de la sospecha, como los llaman Camps, Guariglia y Salmerón, crean una derivación escéptica o relativista
respecto del problema de la fundamentación y formulan algún tipo de tematización empírica de la moral en la que se
cuestiona el predominio de un sistema moral necesario y apriorístico.
Los grandes referentes en este tema son Nietzsche, Marx y Freud, cuyas críticas pueden caracterizarse, a
grandes rasgos, del siguiente modo:
1) Como protesta existencial del hombre completo y la experiencia propia y única frente a la humanidad y al
espíritu absoluto (Nietzsche y Kierkegaard).
2) Como análisis científico de las condiciones reales de la vida de los seres humanos con respecto a la
naturaleza y a la sociedad (Marx y Darwin).
3) Como psicología profunda que pone en cuestión los presupuestos más importantes de la razón: la idea de
totalidad, la idea de verdad y la idea del sujeto trascendental (Freud).

Para Nietzsche, defender la universalidad de los valores morales implica pasar por alto la diversidad de
intereses en pugna, que son inconfesables y apasionados, y en condiciones sociales dispares gestan diferentes
condiciones de moralidad. Desenmascarar el fundamento de la moral trae implícito poner al descubierto que, en el
trasfondo de las expresiones morales (bueno, malo, prohibido, permitido, etc.), se reconocen vestigios de una
arrogancia tal que la llamada conciencia moral y la afirmación de un deber incondicional se transforman en una
dependencia veneradora, débil, provista de sentimientos paralizantes de culpa y estancada en la autocomplacencia de
aquello que no es más que un motivo de aniquilación. Esa conciencia moral resquebraja la afirmación de la vida, ya
que subordina, jerarquiza y repliega sobre sí misma el devenir, el instante vivido con todas sus contradicciones y la
provisionalidad de la existencia. No es una moral autónoma la que dicta la norma, sino que, en el surgimiento o
imposición de ésta, se devela una corrupción de la razón.
Según Nietzsche, el hombre libre es el que asume una actitud vital que consiste en un querer absoluto a todo
aquello que forja su existencia. Hay un ethos como afirmación suprema de la vida que celebra cada acción por
completo. Este ethos se revela en su doctrina del eterno retorno, que puede expresarse así: cualquier cosa que
quieras, quiérela de tal modo que seas capaz de querer también su eterno retorno.
En este punto, aparece la noción nietzscheana de amor fati o amor al destino, que puede resumirse diciendo
que consiste en un NO QUERER que nada sea distinto ni en relación al pasado ni en relación al futuro.

La universalidad de los valores humanos también es puesta en tela de juicio por Marx. Su crítica a la moral
está en el corazón de su ataque a la sociedad capitalista, al identificar el origen de los valores morales con los
intereses de la clase dominante (los capitalistas) y el sentimiento de alienación de la clase oprimida (los proletarios).
La desconfianza que se instala en torno a las construcciones morales reside en su poder para fortalecer y promover un
escenario de desigualdad social que está basado en el ejercicio descarado de una forma eficiente de protección del
orden capitalista y el estado de servidumbre y sumisión de los trabajadores.
Así, la moral aparece como una barrera para el cambio social, y la ética, como una vía de emancipación
imaginaria y fraudulenta que sustenta los mecanismos de reproducción de la enajenación.
Las reflexiones de Marx en cuanto al papel del Estado y su relación con la esfera pública y privada revelan la
configuración de una superestructura legitimadora de la división y la injusticia: la nueva sociedad civil capitalista
instaurada por la burguesía instaura el estado apropiado para la defensa de esa sociedad que, en su filosofía, que para
Marx está expresada en las diversas “Declaraciones de Derechos del Hombre y del Ciudadano”, se ve el
reconocimiento explícito de una doble característica del hombre: 1) su existencia como ciudadano, ficción de
universalidad, esencia sin existencia, sin realidad; 2) su realidad como individuo, como hombre privado, existencia sin
esencia. Marx concluye que los cuatro tipos de derechos presentes en las Declaraciones (libertad, igualdad, propiedad
y seguridad) son derechos que definen un tipo de hombre para un tipo de vida: aislado, protegido, separado de los
otros y de la sociedad, privado de su ser genérico; viendo en los demás una amenaza, un enemigo; que no se reconoce
en los otros sino exteriormente, en las condiciones de lucha de todos contra todos.

Freud publicó en 1930 “El malestar en la cultura”, que constituye uno de los textos críticos más influyentes
del siglo XX en relación con la comprensión de la naturaleza humana y su vínculo con la felicidad. En esta obra, Freud
destaca que todo nuestro obrar está impregnado de una pretensión de felicidad que tiene su raíz en un principio del
placer que reside en nuestro yo más profundo.
Sin embargo, la personalidad integrada a la cultura impide realizar ese ideal del bienestar, ese impulso
original hacia la felicidad porque se desdobla continuamente a la inclinación, por un lado, y el deber, por el otro. Esto
nutre sentimientos de frustración e insatisfacción.
La cultura – y la moral, como parte de ella-, en tanto fuente de oposición, impone la supresión de ese anhelo
irreductible de felicidad que cada persona cobija con firmeza en su interior . La presión que ejerce la cultura se revela
como causa de malestar y represión; razón por la que nuestro deseo más genuino aprende a lidiar con esa fuerza
limitante y constrictiva. Se trata de una civilización represiva que demanda renuncias constantes al goce de las
pulsiones más auténticas a cambio de seguridad.
(MÓDULO 3)
EL LEGADO DE KANT
La influencia de Kant es tan decisiva en el campo de la ética que no parece posible adentrarse en la reflexión
moral sin incursionar en sus imperativos o sus máximas a priori.
La filosofía práctica kantiana no lo abarca todo, aunque sí posee la capacidad de mantenerse viva como
centro operante de toda moral. Cortina afirma que filósofos decisivos en nuestro momento se dicen kantianos,
mientras que otros, que no se dicen, asumen buena parte de la herencia de Kant.
La vigencia de este legado kantiano en las últimas décadas favoreció el despliegue potente de la ética como
objeto de interés en una constelación cada vez más creciente de disciplinas científicas. También es conveniente
reparar en que las problemáticas que hoy atravesamos a nivel mundial nos invitan a que recuperemos la reflexión por
la autocomprensión del sujeto moral, el valor de la dignidad en la consideración de todo ser humano y la importancia
de principios exigibles a todos para la construcción de una sociedad más justa.
La segunda mitad del siglo XX ha asistido a la evidente recuperación de la teoría ética, la “filosofía primera”
ya no es metafísica o teoría del conocimiento, sino filosofía moral.
Esa inclinación de la filosofía hacia el discurso ético revela una actitud cada vez más frontal de la filosofía
moral respecto de la búsqueda de soluciones de una gran diversidad de problemas que, por su carácter global,
demandan la superación de ciertos límites divisorios artificiales y posturas marcadamente subjetivistas.
Es necesario un compromiso con realidades superiores a las de la subjetividad, y el imperativo categórico
permite acceder a este nivel ético.
(Kant Hoy) Desde esta perspectiva, algunas de las principales ideas de la filosofía de Kant que continúan vigentes son:
 Una filosofía moral: la convicción kantiana sobre el carácter y contenido fundamentalmente moral
de la reflexión filosófica debe subrayarse como primera lección de su obra. Esta concepción de la filosofía tendría que
resultar aleccionadora, ya que buena parte de la filosofía dejó de lado preocupaciones fundamentales y subestimó su
carácter normativo; pareciera haber olvidado que el hombre y sus necesidades vitales como ser humano debiera ser el
único objetivo real de sus esfuerzos en favor de formas racionales de vida.

 La idea de la dignidad de la persona, de la humanidad como fin en sí : esta idea se recoge en la


segunda formulación del imperativo categórico y constituye el contenido y justificación del criterio de universalidad
que exige el imperativo categórico en tanto mandato moral de la razón. La idea de la dignidad de la persona, de la
humanidad como fin en sí, representa la base normativa tanto de la ética como de la filosofía práctica kantiana en su
conjunto.
La idea de la humanidad como fin en sí dio lugar a una ética humanista fundada racionalmente y, por otro
lado, a una fundamentación objetiva de los derechos que corresponden a todos los hombres en virtud de su condición
de personas. Para Kant los derechos tienen un carácter “sagrado” y sólo es posible su respeto y realización en un
orden público de justicia, en un Estado de derecho.
En términos del orden jurídico-político actual se trata de una idea de que es capaz de sostenerse
racionalmente y ser objeto de consenso.

 Libertad como autonomía: Kant estableció el principio de autonomía como único principio de la
moral. Consiste en independizar a la ley de toda materia (cualquier objeto deseado) y en determinar el albedrío
mediante la simple forma legisladora universal que una máxima ha de adoptar. Esta propia legislación de la razón pura
práctica supone un sentido positivo de la libertad.
Los hombres son así definidos como sujetos autolegisladores y en esta capacidad radica su dignidad.
Con Kant, el problema de la libertad se vuelve el problema central de la filosofía práctica porque reconoce la
condición de libertad que define al hombre moderno.
Con la ley moral somos libres para ser conforme a un reino de los fines, para construir una comunidad de
voluntades libres autolegisladoras. Para Kant, el “contrato originario” es una idea de la razón que obliga al legislador a
promulgar sólo aquellas leyes que pudieran obtener el consenso ciudadano. Con ese “contrato originario” busca
pensar el requisito de universalidad en el contexto de la sociedad, como se sugiere en los principios metafísicos de la
doctrina del derecho: el poder legislativo sólo puede corresponder a la voluntad unida del pueblo. Es el criterio de
legitimidad de todo derecho.

 Un derecho cosmopolita: el criterio de universalidad coloca el problema de la justicia en primer


plano y la filosofía práctica de Kant sólo concluye con la idea de un derecho cosmopolita, es decir, con la garantía
jurídica de la libertad de todos los hombres. El establecimiento de un Estado de ciudadanía mundial constituía para
Kant el último eslabón necesario para garantizar jurídicamente la libertad de personas consideradas como fines en sí
mismas, para alcanzar un derecho público de la humanidad. Sin este elemento la libertad sería siempre precaria,
sujeta a las relaciones entre los Estados.
El mundo sólo tendrá futuro como obra común de la humanidad entera, no como sistema de regiones
organizado en torno al frágil equilibrio de la competencia. Esto sólo puede tener como punto de partida un régimen
global de derechos.

LA JUSTICIA
En el campo del pensamiento ético contemporáneo, uno de los más grandes exponentes es el filósofo
norteamericano JOHN RAWLS (1921 – 2002). La teoría que este autor propone representa una renovación de la ética
deontológica kantiana y, por lo tanto, un distanciamiento del empirismo utilitarista. La Teoría de la Justicia, publicada
en 1971, se propone brindar, en el contexto de la filosofía moral, una visión en la que la identificación de lo bueno y lo
justo se presenta como un aspecto central y polémico. Elaborar una concepción de la justicia desde un fundamento
deontológico implica esgrimir una idea de justicia sostenible en principios aceptados y compartidos por todos, no
derivables de preferencias o apreciaciones particulares ni tampoco de consideraciones relacionadas con la corrección
de las acciones a la luz de sus consecuencias.
La centralidad de las teorías del contrato social (Rousseau, Locke, Hume) se recupera en la visión de Rawls
como un referente clave a nivel argumental para desarrollar su formulación moral de los principios de la justicia: el
propósito de la doctrina del contrato es dar cuenta del carácter estricto de la justicia mediante la suposición de que
sus principios provienen de un acuerdo entre personas libres e independientes en una posición originaria de igualdad
y, en consecuencia, refleja la integridad y soberanía equitativa de las personas racionales que son los contratantes.
Su empleo de la propuesta contractualista no implica hacer algún tipo de concesión a una determinada forma
de gobierno o de estructura social, sino destacar el hecho de que, en tal situación de acuerdo hipotético, las
diferencias particulares no gravitan en la elección de los principios fundamentales de la justicia. De ello se deriva la
idea central de justicia como equidad: todos y cada uno de sus miembros elegirán unánimemente esos principios de
justicia.
La tesis rawlsiana sobre la justicia enfatiza la presencia de exigencias que intentan superar las insuficiencias
de una mirada utilitarista, que está regida por el principio del mayor beneficio al mayor número. Estas exigencias son:
 Generalidad: aparece el llamado velo de ignorancia acerca de las características o las circunstancias
particulares de los que participan en tal situación. El carácter general de los principios es asegurado por la presencia
de este velo, que impide que las partes dispongan de información específica acerca de sí mismos y los otros y esta
ausencia de información evita que los principios se muestren influenciados por preferencias particulares. Se garantiza
la imparcialidad. Se trata de una elección justa que no procede en detrimento de nadie y que, por lo tanto, alude a la
equidad de los principios de la justicia.
 Universalidad: la concepción de la justicia deber ser universalizable, aceptable por todos.
 Carácter público: los principios de la justicia deben ser compartidos por todas las personas que
integran el mundo social.

Rawls propone dos principios sobre los cuales debe basarse la noción de justicia:
 Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas,
compatible con un sistema similar de libertad para todos.
 Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean: a) mayor
beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y; b) unido a que
los cargos y las funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de
oportunidades.

Rawls hace referencia a una especie de ordenamiento jerárquico entre estos principios: el primero tiene
prioridad sobre el segundo, y la segunda parte del segundo principio tiene prioridad sobre la primera y es conocida
como principio de la diferencia.
El primer principio hace referencia a la igualdad en la distribución de la libertad, que es concebida como un
bien social primario. El derecho por igual a libertades básicas (derecho al voto, libertad de expresión, conciencia,
pensamiento e integridad personal) queda asegurado en la formulación de este primer principio, como condición
necesaria no solo para la realización de cualquier plan de vida, sino también para la emergencia y el fortalecimiento
del respeto o la valoración personal.
El segundo principio, una vez establecidas las libertades básicas, afirma que las desigualdades económicas y
sociales están justificadas si se generan para mejorar la situación de los miembros menos favorecidos de la sociedad y
si están asociadas a cargos y posiciones accesibles en todos en condiciones de igualdad de oportunidades.
Estos principios de la justicia representan la centralidad de un sentido moral que incluye la capacidad de
establecer lazos de cooperación para conformar una estructura social justa en la cual vivir y desarrollar nuestras
expectativas y oportunidades.
Rawls concibe al ser humano como un ser con capacidad de cooperar. La personalidad moral, además de
racional, es razonable. La concepción de Rawls es liberal: la unidad social se basa únicamente en el acuerdo sobre lo
que es justo, el acuerdo mínimo imprescindible para que podamos hablar de sociedad moral.

LA FORMACIÓN DE ACUERDOS
Cuando hablamos de las raíces de la llamada ética dialógica o ética comunicativa, los trabajos del filósofo y
sociólogo alemán Jürgen Habermas (1929) aparecen con todo su vigor. La obra de este autor es de una extensión
asombrosa en su riqueza temática. Sus principales contribuciones son la teoría de la acción comunicativa y el concepto
de democracia deliberativa.
La disposición al diálogo como una pieza central de la ética de Habermas no puede reconocerse sin
comprender cuál es el alcance que le otorga a la dimensión pragmática del lenguaje. Empezaremos por remarcar la
idea misma de acción comunicativa como elemento crucial del consenso. Habermas afirma que hay algo en el uso del
lenguaje, inscripto en esta dimensión pragmática, que es universal. Ese elemento universal se expresa en el supuesto
de un entendimiento mutuo, en la competencia que todos poseemos de acordar con otro. Esta propuesta clave de
Habermas le confiere al uso del lenguaje una importancia decisiva para el acuerdo.
Hablar es querer estar de acuerdo. No en un sentido intencional, sino en un sentido sustantivo: cualquier uso
del lenguaje presupone la vocación de acordar con otro acerca de hechos o estados de cosas del mundo.
Hay un a priori del acuerdo moral, es decir, un elemento universal y común en el acto del habla que hace
posible que el entendimiento y el consenso primer sobre dogmatismos e imposiciones. Se trata de una situación ideal
del habla en la que se presupone la posibilidad de un entendimiento racionalmente motivado: hablar es querer estar
de acuerdo. Si en el uso del lenguaje reside esa posibilidad, el tipo de racionalidad que emerge es esencialmente una
racionalidad comunicativa.
Desde esta concepción, la reflexión ética es necesariamente intersubjetiva o dialógica: la ética comunicativa
nos proporciona el fundamente antropológico de la ética como búsqueda de consenso y, al mismo tiempo, nos brinda
el criterio trascendental que permite identificar la acción comunicativa racional de la que saldrán acuerdos legítimos.
Para comprender este elemento universal, ese criterio trascendental, hay que tener en cuenta que en el uso
del lenguaje se pone en juego aquello que Habermas denomina pretensiones de validez y debemos distinguir varios
niveles, según el tipo de enunciado que se emplea en la comunicación. Estos enunciados dependerán de cuál sea el
mundo al que hacemos referencia. Habermas distingue tres grandes estructuras del mundo:
 Mundo objetivo: compuesto de hecho o entidades;
 Mundo social: compuesto de normas, valores, significados culturales, instituciones sociales, etc.;
 Mundo subjetivo: compuesto de sensaciones, emociones, ideas, etc.

Cada vez que hacemos referencia a estas estructuras del mundo, aquello que decimos implica la existencia de
un oyente. Los actos de habla se vinculan con diferentes pretensiones de validez: *al hacer referencia al mundo
objetivo y emplear enunciados constatativos, pretendemos que aquello que decimos es verdadero; *al aludir al mundo
social y emplear enunciados regulativos, pretendemos que aquello que decimos es recto o normativamente aceptable;
* y al hacer referencia al mundo subjetivo y emplear enunciados expresivos, pretendemos que aquello que decimos es
sincero o veraz. En todos los casos, independientemente de que se cumplan estos requisitos de validez o no, al hablar
sobre el mundo ponemos en marcha estas pretensiones, es decir, la construcción de un vínculo entre comunicación y
entendimiento mutuo.
La capacidad para crear este vínculo a través del lenguaje se presenta como un aspecto constitutivo de la
naturaleza humana y una competencia del acto de habla que es base y punto de referencia de la posibilidad de
acordar con otro y, por lo tanto, de una racionalidad comunicativa: hacer uso del lenguaje es poner en juego la
potencialidad de un acuerdo racional, es decir, la posibilidad de una comunicación libre de dominaciones, de
asimetrías y de injusticias, es una comunicación ideal.
Así, cobra sentido la posibilidad de la ética como búsqueda de consenso.
La ética comunicativa aparece ligada a la existencia de una comunidad de diálogo en la que las pretensiones
de validez se desenvuelven en el plano de la formación de acuerdos y estos dan cuenta de la coordinación de
acciones. Quien entabla un diálogo considera al interlocutor como una persona con la que merece la pena entenderse
para satisfacer intereses universalizables.

RAZÓN CORDIAL
Dos pilares fundamentales de esta ética son el sujeto autónomo kantiano y la teoría de la pragmática
universal de Habermas. Cuando se habla de razón cordial se alude a un pensamiento ético que afirma con vigor la
centralidad de la autonomía de las personas y el reconocimiento recíproco. Estas dos grandes cuestiones se
concentran para expresar un punto de vista singular sobre la ética como formación y cultivo de valores de
empoderamiento para construir planes de vida dignos y valiosos (en consonancia con lo que para la ética aristotélica
es la educación moral). La cordialidad es fruto de una moral entrenada, en virtud de la importancia de asumir
responsablemente la tarea de modelar nuestras facultades y educar nuestras emociones para ser personas y
ciudadanos capaces de apreciar la vida desde un profundo sentido de la justicia, la solidaridad y la compasión.
El espectro reflexivo de esta mirada ética está guiado por corrientes de pensamiento que parecen aunar tres
grandes procesos: el de la conciencia personal y autónoma, el de la conciencia intersubjetiva y dialógica, y el de la
conciencia educada en valores morales compartidos como ciudadanos activos. Estos componentes estructurales de la
razón cordial se integran para conformar una visión sobre las normas morales en la que la autonomía, la racionalidad
comunicativa y la cordialidad se constituyen en los principios rectores de una vida moral plena.
Es clave la filósofa española Adela Cortina, cuya obra, “Ética de la razón cordial: educar en la ciudadanía en
el siglo XXI” (2007), opera como una guía capaz de abrir senderos de reflexión sobre la moralidad, profundamente
sostenidos por la afirmación de un sí participante de las interacciones sociales en tanto ciudadanos y ciudadanas
comprometidos con la construcción de un mundo más humano. El análisis del quehacer cívico constituye el punto de
referencia de un horizonte de condiciones concretas para el desarrollo social y personal para asumir la responsabilidad
de cada uno con el otro y proyectar planes de vida en máximas de vida buena con una ética mínima de base y
compartida.
El valor de la ciudadanía penetra la vida cotidiana de manera decisiva para la construcción de compromiso e
integridad social. La ciudadanía se forja en el entendimiento de forma recíproca y en el ejercicio moral de virtudes que
nos disponen para obrar y pensar bien; en tales virtudes se reconocen intereses universalizables sin los cuales la
convivencia social sería inviable.
En Cortina esta tesis se expresa en términos de una transformación pedagógica y social atenta a la transición
hacia una ciudadanía global que ya no puede (ni debe) indicarse opciones normativas que sean preponderantemente
concebidas desde la autonomía ejercida por individuos aislados y absortos en la satisfacción de sus propias
necesidades.
Esta mirada de la ciudadanía está sustentada por la razón cordial e impregnada de un ethos comunicante,
dialogante e intersubjetivo que constituye un marco de referencia básico para la consideración del ser humano como
ciudadano. “Enseñar civismo es enseñar ética”.

La conexión entre esta propuesta y la racionalidad comunicativa es que ésta última involucra el
reconocimiento recíproco basado en el diálogo y la intersubjetividad, que es una cuestión central para la ética cordial.
El hallazgo kantiano del sujeto moral autónomo constituye otra motivación fundamental para la ética cordial.
Es ese uso de la razón el que afirma la primacía de la voluntad: el poder de cada uno de darse a sí mismo, en su
carácter de autolegislador, máximas y principios morales universales. Sin embargo, para Cortina el juicio moral
autónomo se desenvuelve en la experiencia del reconocimiento mutuo y una relación en la que las capacidades pueden
ser empoderadas y enriquecidas por una moral auténtica y comprometida.
El valor de la educación moral es clave para la ética cordial. Hay un sentido de formación que implica un
esfuerzo continuo por aprender cómo apreciar los valores morales.
(MÓDULO 4)
EL CONTEXTO GLOBAL DE LA ÉTICA

El vínculo entre ética y globalización es una de las cuestiones más debatidas en las últimas décadas. La
interdependencia económica, la expansión global de la tecnología y la información, la interconectividad creciente de
las sociedades, etc., promueven un abordaje ético cada vez más instalado en la realidad cotidiana como un ejercicio
crítico indispensable para la convivencia social.
Las polémicas sobre migración, terrorismo, refugiados, guerras nucleares y problemas ecológicos revelan la
importancia de una relación cada vez más significativa con la teoría ética. La falta de acuerdo y el desconcierto
respecto de cuáles son los principios morales a los que debemos apelar es una actitud dominante en muchos casos.
Conformar una ética para estas problemáticas implica ensanchar su alcance para afirmarla en un sentido cada vez más
global y más próximo a la cooperación, la participación ciudadana y la responsabilidad que nos compete a todos.
La ética experimenta profundos cambios. Peter Singer los sintetiza en los siguientes términos:
Los trabajos recientes en filosofía moral se caracterizan por su aplicación a otras tres cuestiones:
1- Se está realizando un gran número de trabajos sobre temas sociales y políticos de actualidad…las
cuestiones relativas al aborto, la ética ambiental, la guerra justa, el tratamiento médico, las prácticas de
los negocios, los derechos de los animales y la posición de las mujeres y los niños ocupan una
considerable parte de la literatura y la actividad académica identificada con la filosofía moral o la ética.
2- Se ha registrado una vuelta a la concepción aristotélica de la moralidad como algo esencialmente
vinculado a la virtud, en vez de a principios abstractos. Alasdair MacIntyre y Bernard Williams, entre
otros, intentan desarrollar una concepción comunitaria de la personalidad moral y de la dinámica de la
moralidad…
3- Se ha registrado un rápido auge del interés por los problemas que plantea la necesidad de coordinar la
conducta de muchas personas para emprender acciones eficaces. Muchas cuestiones, como la
conservación de los recursos y el entorno, el control de población y la prevención de la guerra nuclear
parecen tener una estructura en la que es difícil decidir qué hacer, y los filósofos morales, así como
muchos economistas, matemáticos y otros especialistas están dedicando su atención a ellas.

La categoría desastres recorre un espectro de acontecimientos cada vez más amplio. En su Análisis sobre la
sociedad de riesgo, Ulrich Beck (1998) destaca cómo las amenazas producidas por el uso de la tecnología se
expandieron enormemente y produjeron una transformación en la conciencia global sobre el alcance de las prácticas
que degradan el medio ambiente y ponen en peligro nuestra subsistencia. Estas prácticas contribuyeron a la transición
de una época caracterizada por la industrialización capitalista a una en la que predomina el riesgo, se produce la
emergencia de un nuevo tipo de sociedad. Hablar de cambios sustanciales en los dispositivos de prevención o
minimización de riesgos cuando se discute sobre los problemas que enfrenta actualmente el planeta se instaló como
una cuestión de primerísima importancia a nivel mundial.
Esta sociedad emergente presenta las siguientes características:
 Una segunda modernidad que reemplaza a la de la industrialización capitalista;
 Una sociedad global del riesgo que conlleva una incertidumbre creciente. El riesgo ahora proviene
en menor medida de los peligros naturales, y en mayor medida de las nuevas tecnologías que creamos. La vida se
volvió insegura, incierta y llena de riesgos.
 Una sociedad reflexiva en la que las personas son cada vez más conscientes de los problemas
inherentes a la primera modernidad. La vida se dio cuenta de la dificultad de vivir.
 Una sociedad individualista. Ahora el mundo es mucho menos estable, sumamente individualista y
se vuelve más individualizado en lugar de colectivo. Vida del tipo hágalo usted mismo, el trabajo está troceado y
envasado, y el consumo es omnipresente.
 Una sociedad cosmopolita. Cada uno mira más allá de las fronteras, los países y las identidades;
mira hacia un futuro en el que “en un mundo radicalmente inseguro, todos son iguales y cada uno es diferente”.

Existe una inmensa variedad de éticas aplicadas (ambientales, políticas, educativas, etc.) que manifiestan una
inquietud creciente por la solución de problemas morales concretos. Para muchos autores, lo característico de estos
enfoques éticos sobre problemas prácticos morales no solo es el método empleado, sino también el tipo de conexión
que mantienen con exigencias y demandas diversas del mundo social. Siguiendo a Cortina, se puede decir que las
éticas aplicadas son poliárquicas porque están siendo reclamadas, además de por los filósofos morales, por los
gobiernos nacionales e internacionales, por los expertos o profesionales de distintas actividades y por la opinión
pública.
Esta poliarquía, junto con los métodos que proponen para su desarrollo, configuran los rasgos más
novedosos del pensamiento de las éticas aplicadas.

ÉTICA APLICADA
No hay una definición consensuada acerca de qué es la ética aplicada. Sin embargo, el interés por esta área
nos enseña que la forma en que resuelve sus aplicaciones a cuestiones prácticas delimita un nivel común de
elaboración entre sus distintas ramas y, en virtud de esto, un estatus propio.
La separación entre la ética pura o normativa (teoría) y la ética aplicada (práctica) complejizó la
conceptualización de esta última pero, a la vez, promovió la necesidad de demarcar, con elementos más precisos, en
qué consiste su contribución singular y a qué cuestiones dirige su explicación y análisis: “la “ética aplicada” se ocupa
de sintetizar los intentos de dar solución, o al menos de minimizar, los múltiples conflictos actuales, y en particular los
abundantes conflictos que no se dejan evitar ni resolver mediante la aplicación de criterios tradicionales, y que genera
una peculiar perplejidad en el hombre contemporáneo. Su relevancia ha crecido con la crisis contemporánea. Todavía
se discrepa acerca de cómo se la debe entender; pero en general se está de acuerdo en que con ella se trata de
enfrentar diversos problemas actuales y urgentes de la praxis pública de un modo más contundente que como se lo
había hecho en el pasado”.
Una característica importante de las múltiples situaciones que reclaman una reflexión moral es que las
reacciones que pueden desencadenar están acompañadas de tal grado de variabilidad que la aplicación de criterios
morales debe ser mirada como la resultante de muchos y variados factores.
En este punto, se presenta una de las principales tensiones relacionadas con la aplicabilidad. Las dos grandes
opciones que pueden distinguirse son las siguientes:
 Casuismo: afirma que, si las normas son válidas, tienen que poder aplicarse a todo acto particular. El código
moral debe prever todos los casos posibles: dada una situación, esta debe poder ser submisible bajo una
norma moral.
 Situacionismo: afirma que, siendo las situaciones radicalmente distintas, no puede haber normas válidas para
todos. Existe una contingencia inherente a las situaciones que establece un límite a la vigencia de las normas
universales.

Una cuestión crucial de la articulación entre una esfera de la vida social, el mundo empresarial, y la
formación de agentes morales comprometidos con la construcción de la ciudadanía es el valor de una educación
moral de mínimos, es decir, una educación capaz de integrar la ética a nuestra vida cotidiana como algo que nos
pertenece a todos. Estos mínimos éticos compartidos entre ciudadanos de democracias pluralistas son los valores de
libertad, igualdad, solidaridad, tolerancia activa y ethos dialógico.
La mirada que propone Adela Cortina de la ética empresarial desde esta definición de ética “de mínimos”
reconoce los siguientes valores fundamentales para este campo de la ética aplicada: * la calidad en los productos y la
gestión; *la honradez en el servicio; * el respeto mutuo en las relaciones internas y externas de la empresa; * la
cooperación por la que conjuntamente aspiramos a la calidad; * la solidaridad al alza que consiste en explotar al
máximo las propias capacidades de modo que el conjunto de personas pueda beneficiarse de ellas; * la creatividad; *
la iniciativa; * el espíritu de riesgo.
En síntesis, abordar la ética empresarial desde una ética aplicada a las personas como ciudadanos
comprometidos con la convivencia social y la construcción de condiciones políticas, económicas y sociales en general,
que permiten la realización de proyectos democráticos que promueven la inserción y la participación, supone
reconocer la necesidad común de unos mínimos morales (“valores y normas a los que una sociedad no puede
renunciar sin hacer dejación de su humanidad”)

Las contribuciones del médico norteamericano Van Rensselaer Potter son inseparables del desarrollo de la
bioética. En 1971 publicó “Bioethics: Bridge to the Future” (La Bioética: un puente hacia el futuro) que hizo de la
bioética una problemática central y que requiere de una pesquisa científica constante y cultivadores seriamente
comprometidos con una supervivencia humana digna.
Esa fusión entre bios (vida) y ethos (comportamiento) se convirtió en una corriente de investigación
potentísima que, en la obra de Potter, expresaba la importancia de integrar a los avances médicos la consideración
por los valores humanos, ya que los conocimientos y las prácticas de la ciencia no están exentos de problemas éticos:
“La humanidad necesita urgentemente de una nueva sabiduría que le proporcione “el conocimiento de cómo usar el
conocimiento” para la supervivencia del hombre y la mejora de la calidad de vida”.
La dilucidación de los principios que deben guiar las prácticas médicas constituye uno de los problemas más
ampliamente debatidos en el campo de la bioética. En 1978, en Estados Unidos, la Comisión Nacional para la
Protección de los Sujetos Humanos bajo Experimentación Biomédica redactó el Informe Belmont, en el que se
definen “las directrices que se deben seguir en experimentación con humanos y establece las normas para la
protección de individuos que participan en experimentaciones biomédicas basados en tres principios: autonomía,
beneficencia y justicia”, que son tres principios generales de resolución de conflictos éticos en medicina. Después, se
agregó a estos tres el principio de no maleficencia.
 Principio de autonomía: hace referencia a la potestad de todo ser humano de decidir sobre su
propia vida en tanto ser racional y consciente de sí mismo. De este principio se deriva el consentimiento libre e
informado de la ética médica actual. Se distinguen tres tipos de consentimiento: expreso, tácito y presunto.
 Principio de beneficencia: prioriza “la obligación moral de actuar en beneficio de los otros”.
 Principio de justicia: hace referencia a la distribución equitativa de los recursos médicos y la
regulación del acceso a los servicios sanitarios, para evitar la discriminación por motivos de raza, religión,
económicos, etc., y las situaciones de desigualdad concomitantes.
 Principio de no maleficencia: implica no producir daño al paciente y se encuentra en el juramento
hipocrático.

DEONTOLOGÍA PROFESIONAL

Los deberes de los que se ocupa la deontología profesional están inmersos en el terreno de las profesiones.
Dentro del campo de la ética aplicada ubicamos la tematización sobre los profesionales y sus campos de aplicación en
función de los servicios que prestan a la sociedad.
Las asociaciones y los colegios profesionales, y la propuesta y la publicación de códigos deontológicos o de
conducta profesional constituyen dos grandes expresiones de la importancia concedida a la especificación de los
compromisos que conforman la identidad de las profesiones y la regulación de su ejercicio mediante la formulación de
normas relacionadas con el quehacer profesional.
El compromiso vocacional está implicado en un ethos que organiza la conducta y, por lo tanto, se constituye
en un móvil clave para la actuación profesional. Sin embargo, el ejercicio de la profesión no comprende únicamente

Para comprender a qué hacemos referencia con la expresión deontología profesional, es fundamental dirigir
nuestra atención a una reflexión ética que esté fundada en obligaciones o deberes. La palabra deontología
deriva de los vocablos griegos deón (deber) y logos (ciencia o conocimiento). Se trata de una disciplina que
estudia los deberes de comportamiento de las personas que se desempeñan en un campo o cuerpo
profesional. Fusiona dos grandes vertientes de reflexión: por un lado, los mismos criterios y principios aportados
por la ética básica o normativa, y, por el otro, los criterios o principios específicos de cada profesión, en la que se
toma en consideración tanto la teoría como la práctica sobre la que se asienta. La necesidad de los códigos
deontológicos descansa, entonces, en la importancia de aplicar principios éticos básicos y en la observancia de
normas que apuntan al resguardo de los derechos legítimos de los profesionales y de los clientes o usuarios de
éstos.
disposiciones, creencias, convicciones o puntos de vista particulares, sino que se espera del profesional una serie de
principios que corresponden al ámbito de la ética profesional, y que presentan gran actualidad en las sociedades de
nuestro tiempo por la particular sensibilidad y rechazo sociales que producen hoy las faltas de moralidad en la vida
pública y en el ejercicio de las profesiones.

Los códigos deontológicos suelen funcionar como un modo de integración de la profesión o como indicadores
de profesionalidad o reputación sustancial. Están elaborados con el propósito explícito de delimitar con claridad
principios responsables de acción dentro de un campo particular; son una pieza clave para el estatus profesional o el
tipo de percepción de calidad de los servicios prestados.
La deontología señala el camino obligado a seguir en la actividad profesional, en la conciencia de que, si se
sigue la senda del deber marcado, se está dentro del obrar correcto.
Los principios fundamentales de la ética profesional son:
 Respetar la dignidad de la persona humana, la igualdad y los derechos humanos de todas las
personas;
 Proceder siempre conforme a la justicia;
 Poner los conocimientos y las habilidades profesionales al servicio del bien de los clientes o usuarios;
 Proceder siempre con conciencia y responsabilidad profesional, es decir, con competencia
(cualificación, formación continua y evaluación) y dar un servicio de calidad.

El primer principio hace referencia al elemento básico y universal de la ética, sobre el que se asienta el
fundamento de los demás. Debe manifestarse en el quehacer profesional, como así también en los códigos
deontológicos como orientación fundamental y rectora de cualquier actuación.

EDUCACIÓN MORAL Y CIUDADANÍA


Para Adela Cortina, hablar de educación moral implica pensar una educación basada en la razón sentimental,
es decir, una enseñanza que recupera el legado del pensamiento ético de la Antigüedad, en el que la ética forja el
carácter y precisa entrenamiento, también reconoce la importancia de una ética cordial para modelar facultades y
emociones, y nos transforma en personas y ciudadanos capaces de apreciar la vida desde un profundo sentido de
justicia, dignidad y compasión.
La educación moral debe concebirse como un valor en sí misma. Es un instrumento indispensable para la
formación del carácter, formación que es esencial para alcanzar una moral alta, que debe cultivarse a lo largo de toda
la vida con firmeza y entrega.
El carácter se va forjando mediante la toma de decisiones justas y felicitantes para ir encarnando en la vida
un conjunto de valores positivos que sirven para condicionar el mundo y hacerlo habitable. Esos valores son los
valores de justicia, prudencia y solidaridad. Es impensable un mundo humano en el que nunca se hablara de justicia,
solidaridad e igualdad. Un mundo sin valores sería un mundo inhumano que no nos podemos representar.
Estamos altos de moral cuando nos sentimos capaces de convivir con un sentido de responsabilidad
constructivo, que nos permite crecer como personas, salvaguardar nuestra integridad y la de los demás, colaborar de
forma honesta y con entusiasmo y poseer una gran sensibilidad para sentar las bases de la confianza necesarias para
empoderar a las personas y sus capacidades. Así, una educación moral basada en la razón sentimental es aquella
que apunta al desarrollo de una sensibilidad que expande nuestro crecimiento personal y el de los demás.
Por todo ello, Cortina defiende la idea de que la ética debe enseñarse y que es fundamental cultivar la
determinación de forjarnos un carácter con un sentido irrevocable para orientar nuestra existencia a la realización de
un mundo más humano. Esto requiere de una ética cordial que esté fundada en la importancia del reconocimiento
mutuo.
La educación moral es una educación cívica: se aprende cómo ser ciudadano. Los valores constitutivos de la
ciudadanía requieren entrenamiento y perseverancia. Están inmersos en la afirmación de un sentido de compromiso
abierto al diálogo, la reducción de las desigualdades, el potenciamiento del respeto por los demás y la participación
responsable en decisiones que se orientan al logro de una convivencia más pacífica y solidaria.

Camps afirma que los tres valores básicos que deben guiar el desarrollo de las actitudes cívicas son la
responsabilidad, la tolerancia y la solidaridad.
Desde esta mirada clave de la ética cívica, el civismo hace referencia concretamente a un conjunto de
capacidades que las personas emplean para desarrollar su quehacer diario en comunidad como sujetos activos en la
instauración y el respeto de normas de convivencia pacífica.
La práctica ética no puede sustraerse de la tarea de educar la ciudadanía: en cuanto al civismo, es necesario
que las personas adecuen su manera de ser/su carácter/su ethos a las condiciones de la vida en común; que asuman
unos cuantos valores fundamentales, pero no sólo formalmente, sino de verdad.

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