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044 Schweizer PDF
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Pero lo que separaba a Jesús de sus rivales era la convicción de que tampoco en el
canon podemos sencillamente disponer de Dios. La voluntad de Dios no podía
encontrarse en la Ley de tal manera que pudiera definirse, a base de erudición y de
agudeza mental y jurídica, qué es un ídolo y qué no lo es, dónde empieza y dónde
termina el matar, cómo hay que formular un libelo de repudio... La voluntad de Dios
sólo se podía encontrar intentando escuchar detrás de los preceptos la voz del Señor
soberano que sale al encuentro del hombre, viviendo con el único Dios de Israel, si es
necesario hasta subir a la cruz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc
23,46).
tomado del AT, pero sin citarlo, y sobre todo cuando escribe en nombre propio porque
el espíritu de los últimos tiempos se ha hecho presente. Con toda la diversidad de sus
explicaciones, en una cosa están todos ellos de acuerdo: en que sólo con Jesús se ha
hecho comprensible la auténtica y última voluntad de Dios contenida en el AT.
Se podría decir, pues, que el AT sigue siendo el canon. Pero desde luego, añadiendo
enseguida que por una parte sus límites todavía no están fijados, ni mucho menos, y
sobre todo que la norma (en griego, por tanto, el "canon") para leer ese AT es Jesús.
Pero fue precisamente él quien puso en claro que no hay una clave de interpretación de
la que se pueda disponer, que no se puede fijar inequívocamente cómo ha de leerse ese
AT para que la palabra de Dios cobre vida en él. Por eso Jesús mostró tan poco interés
por una reproducción literal de su interpretación de la Escritura o por una consignación
lo más exacta posible de su actitud exegética con respecto a ella. No dictó, por ejemplo,
sus antít esis al decálogo -son distintas las de Mt 5,21-48 y las de Lc 6,2736- ni quiso
que su actitud ante el sábado se convirtiera en una regla práctica de piedad.
Pero aún es más importante el hecho de que hablara en parábolas. Y es que de una
parábola no se puede disponer. Se puede aprender de memoria, sí, pero no se puede
aprender lo que quiere decir. Incluso cuando se ha escuchado en ella la voz de Dios, no
se sabe lo que tendrá que decir un año más tarde. Cuando Jesús contó la parábola del
sembrador, los discípulos se sintieron llamados a la confianza en Dios, que edificaba su
Reino a través de todos los fracasos y sufrimientos. Pero veinte años más tarde, cuando
la comunidad ya estaba constituida, podía sugerir que esa comunidad era la tierra buena
en la que la semilla había fructificado al treinta, sesenta y ciento por uno, mientras las
espinas, el camino y el pedregal estaban fuera, entre los judíos incrédulos y los gentiles.
De esta manera, la narración se había vuelto estéril y no servía más que para confirmar a
los oyentes en su autosuficiencia. Así, pues, tuvo que empezar a hablar de nuevo,
inesperadamente, y recordar que también dentro de la misma comunidad pueden
encontrarse espinos, pedregales y caminos trillados. Y así creció la nueva interpretación
que leemos en Mc 4,13-20.
Lo mismo ocurre con el ejemplo de Jesús. Se podrían haber grabado y filmado todos los
detalles de la muerte de Jesús sin que luego su reproducción diera a entender
absolutamente nada de lo que en realidad había acontecido. Incluso se habría podido
imitar la muerte de Jesús y, sin embargo, con un sentido completamente distinto: "Si
entrego mi cuerpo para que me quemen, pero no tengo amor, de nada me sirve" (1 Co
13,3). Y lo mismo vale del celibato de Jesús o de su vida peregrinante.
Queda claro, pues, que nunca se puede disponer de la palabra de Dios. Tan imposible
resulta la pretensión protestante de encontrar una garantía de la verdad en la apelación a
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Pero además aquí se trata de la absoluta soberanía de Dios, que se da libremente a aquél
a quien ha elegido. Dios pudo elegir otros pueblos que tenían experiencias religiosas de
mayor calibre y profundidad, pero eligió a Israel, el pueblo de dura cerviz. De ahí el
carácter singular del AT -en contraste con cualquier otro libro sagrado- que narra la
constante resistencia del pueblo elegido. La problemática del canon no es simplemente
la problemática de la transmisión de experiencias irreductibles al lenguaje. Se trata de
una problemática mucho más profunda: el hecho de que la palabra de Dios choca
siempre con la resistencia del hombre, y el que por tanto sólo podamos encontrar la
palabra de Dios en la palabra humana que se rebela contra ella. En la misma confesión
de Pedro se ve claramente que la palabra de Dios llega a ser acontecimiento no sólo en
la medida en que pone al hombre en movimiento, sino sobre todo en la medida en que
se le opone.
Por su misma esencia la palabra de Dios sólo puede llegar a serlo en lucha contra los
elementos humanos y demasiado humanos. Pero no es posible distinguir limpiamente lo
que es palabra originaria de Dios y lo que son resistencias humanas de su transmisor.
Los testigos del Antiguo y del Nuevo Testamento son buenos testigos de Dios
precisamente porque en ellos combaten lo divino y lo humano, Yahvé y Baal, el Dios
único de Jesús y los muchos dioses del mundo. Y precisamente porque lo saben les es
dada -a ellos y a nosotros por ellos- la indicación o seña que nos protege contra nosotros
mismos y contra los malentendidos que nos acechan. Y esto es tan serio que la Escritura
tiene que empezar por defenderse de las expresiones insuficientes y confusas, e incluso
malas y falsas, que hay dentro de ella misma.
A partir de aquí se pueden decir muchas cosas en favor de la delimitación del tiempo de
Jesús y de los discípulos que lo predicaron durante los primeros decenios después de
Pascua. Incluso cabe constatar que fueron Jesús y la predicación de esa primera
comunidad los que al menos ayudaron a establecer la canonización del AT. La
pretensión de Jesús de entender la Escritura en el sentido que Dios verdaderamente le
había dado, obligó a sus rivales (hacia el año 90 p. C.) a fijar su AT, eliminando, por
ejemplo, los libros a cuya luz la comunidad de Jesús había aprendido a leer la Biblia,
como era el caso de la literatura sapiencia) y sobre todo de la apocalíptica.
Con tanta más decisión la comunidad de Jesús tuvo que leer y proclamar su AT
precisamente a la luz de Jesús y de toda su historia, es decir entenderlo como "canon" -
en el sentido de norma de su vida-. Así es como adquirieron un lugar especial, tanto el
AT como la historia de Jesús, que de hecho cerró definitivamente el AT. Ese lugar y ese
tiempo pueden considerarse pues como "canónicos". Y no sólo la historia y predicación
de Jesús, sino también las escrituras que lo anunciaban. El AT empezó a leerse con
nuevo gozo "escatológico", y la Escritura, sin estar ya fijada legalmente, volvió a ocupar
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Por eso también Pablo esperaba que sus cartas comunitarias se leyeran en la asamblea
litúrgica, y por eso Marcos, ya en el título de su evangelio, dejó claro que quería
proclamar la buena noticia de Jesucristo. Por tanto es seguro que pretendieron decir una
palabra decisiva, portadora del designio salvífico de Dios.
Pero todo esto no basta. No todo lo que procede de la época privilegiada de la primera
comunidad se consideró como canon. Y el mismo evangelio de Marcos no fue
entendido como la palabra última e insuperable, sino que, al menos en algunas zonas,
pronto fue sustituido por el evangelio de Mateo o por el de Lucas. Ni siquiera la
pretensión de Pablo de transmitir la palabra de Dios, junto con la recepción de esa
palabra por parte de la comunidad (1 Ts 2, 13) y su uso en el culto, son suficientes para
hacer de una carta de Pablo un escrito canónico en sentido estricto.
Así pues, no basta la mera vecindad cronológica con el acontecimiento de Cristo para
fundamentar el canon. La prueba de ello es que ya entonces había una tradición
falsificada. Más aún, la unidad de la Escritura es en cierto sentido más fuerte al final que
al principio. Las tradiciones yahvistas y elohistas son anteriores en siglos a su puesta
por escrito en el pentateuco; el legalismo judeo-cristiano es anterior a la doctrina
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Todavía es más difícil explicar por qué la predicación o la doctrina de los primeros
decenios es fundamentalmente distinta de la de siglos ulteriores. Cierto que hay una
potestad y una vocación apostólicas específicas e irrepetibles -como pasaba también en
el AT con los profetas-. Pero tales criterios son insuficientes. Para empezar hay escritos,
tanto en el AT como en el NT, que ni siquiera pretenden tener su origen en los profetas
o en los apóstoles (por ejemplo, el libro de Ruth, o los evangelios de Marcos y Lucas).
Más aún, sólo una pequeña parte del canon contiene escritos dictados directamente por
profetas o apóstoles. Pero aún hay algo más importante: Ga 2, 11 ss demuestra que
incluso el apóstol puede equivocarse en cuestiones centrales de la fe. Y en Ga 1, 8 el
mismo Pablo se coloca debajo de la palabra predicada. La palabra puede levantarse
contra el mismo apóstol que la ha proclamado y llamarlo a juicio.
Y da mucho que pensar el hecho de que no sólo el AT fue canonizado (el año 90)
precisamente por los que se separaban definitivamente de Jesucristo, sino que el primer
canon neotestamentario fue obra del hereje Marción. Como da que pensar el que fuera
el concilio de Trento el primero en definir exactamente el canon, y el hecho de que
todavía hoy las Iglesias estén separadas por sus diversas delimitaciones del canon.
Siempre que surge una cuestión discutida, Pablo intenta remitirse al mensaje
fundamental del Señor crucificado y resucitado, y sólo cuando puede mostrar que a
partir de esa fe se puede decidir así y no de otro modo, considera respondida la
pregunta. Y lo mismo vale para la comunidad, que puede errar entera, como lo muestra
el caso de los gálatas. Igual que contra su apóstol, el Señor mismo tiene que imponerse
a veces contra el malentendido unánime de su comunidad. Es lo que había hecho una y
otra vez con el pueblo de Israel; y esto quiere decir que nada ni nadie puede ponerse en
el lugar del Señor. Sólo puede escucharse la palabra de Dios allí donde el Señor mismo
puede imponerse. Y esto ocurre de manera que hay que escuchar con toda la atención
posible al Señor que ya ha sido predicado.
se puede encontrar la palabra viva de Dios sólo en el Jesús histórico o en algunas de sus
frases textualmente transmitidas, sino precisamente en la lucha de esa palabra viva
contra los hombres que la reciben, por tanto sólo en la predicación post-pascual. Sólo en
contraste con el legalismo de los gálatas o con el entusiasmo de los corintios se hace
visible lo que significa que Jesús sigue siendo el crucificado. Lo mismo cabría decir de
la formación de los evangelios y de los otros escritos neotestamentarios, que han ido
entendiendo el sentido de la vida, muerte y resurrección de Jesús a través de constantes
enfrentamientos con los interrogantes de la poca fe, de la incredulidad y de la
superstición.
Después de todo lo dicho cobra urgencia la siguiente pregunta: ¿por qué la historia
ininterrumpida de ese remitirse al Señor ya no ha de pertenecer al canon? En primer
lugar hay que dejar sentado que nunca puede tratarse de un canon completamente
acabado. En lugar de la carta de judas, ¿no habría quedado mejor en el canon alguna de
las palabras de Jesús que se han transmitido fuera de él (por ejemplo, "quien se acerca a
mí se acerca al fuego")? Ni siquiera debería excluirse la posibilidad de que se añadiera
al canon un escrito moderno, si bien en la práctica sería imposible obtener el
asentimiento de toda la Iglesia de Cristo. Tampoco quiere decirse que la tradición de los
siglos posteriores sea innecesaria o insignificante. Sería iluso pretender prescindir del
tiempo y de la historia a la hora de intentar comprender el mismo canon.
Vistas las cosas así, el canon no es más que el comienzo de esa historia en la que el
Señor se ha ido imponiendo contra toda clase de malentendidos, de resistencias y de
entusiasmos demasiado fáciles. Pero tenemos que interpretar estas dos afirmaciones:
2) El hecho de que estos escritos han acabado por imponerse. Esto vale también para
libros como el Mormón y el Corán. Precisamente porque el Señor tiene que imponerse y
hacer oír su voz a menudo en contra de sus mismos apóstoles y de toda su Iglesia, no
podemos encontrar en los escritos canónicos ninguna garantía, ningún puerto seguro,
sino la lucha entre Dios y el hombre, entre el Señor y sus siervos rebeldes. Y
precisamente porque la fe escucha en el canon la palabra propia de Dios, sabe que la
lucha va en serio, que aquí se encuentran elementos divinos y humanos, pues Dios no
dirige su palabra a un espacio vacío, sino a corazones malos y rebeldes. Esto es lo que
distingue a la Escritura de todos los demás libros de la historia de las religiones.
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La dignidad especial del canon no es otra que la del comienzo. Esto no sólo quiere decir
que nos recuerda perceptiblemente el hecho de que la fe queda vinculada para siempre a
la actuación contingente de Dios en Israel y en Jesús y en la vocación de los profetas y
apóstoles elegidos para su predicación. Quiere decir ante todo que por primera vez en
ese comienzo el mismo Señor ha dado testimonio de sí y que, ya que no puede
contradecirse, toda interpretación posterior debe medirse según ese comienzo. No
significa, por tanto, que más tarde no pueden surgir formulaciones mejores y más claras.
Lo que significa es que el comienzo sigue siendo el "canon", es decir la norma o clave
de cualquier nueva formulación.
Así, pues, no nos diferenciamos de nuestros hermanos católicos porque declaremos que
el canon es algo fundamentalmente distinto de la tradición. Nos diferenciamos en que
nosotros intentamos tomarnos tan en serio el pecado del hombre que no creemos en
ninguna iglesia que pudiera sentirse segura de la rectitud de su compresión, sin tener
que remitirse constantemente al Señor que se ha impuesto ya en ese comienzo
atestiguado por el canon.
A la luz de lo dicho queda claro que ese comienzo no se limita al Jesús histórico, ni aun
cuando se incluyera en su historia la resurrección, como si pudiéramos prescindir de la
predicación, que es la que nos dice lo que en realidad ha acontecido. Mucho menos cabe
reducir ese comienzo a una nueva antropología cuyo primer testigo fuera Jesús. Todo
esto sería un intento de saltarse la cristología de la comunidad y empezar de nuevo,
como si el Señor aún no se hubiera impuesto nunca con su verdad.
En segundo lugar está claro que se trata del Señor mismo, y de la resistencia del
hombre. No se trata solamente, por tanto, de una verdad más o menos escondida en un
trozo de Escritura, y de ulteriores interpretaciones más o menos adecuadas. Por eso
decimos que la Escritura es la única fuente de su propia interpretación. El Señor que una
vez se ha impuesto y se ha manifestado no necesita el recurso a otras fuentes para
seguirse imponiendo.
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CONCLUSIÓN
La larga discusión sobre si es la Iglesia la que le ha dado al canon le dignidad que tiene,
o si es el canon el que ha constituido a la Iglesia, no puede resolverse simplemente con
tal o cual fórmula. Ciertamente la Iglesia ha determinado, a lo largo de una compleja
historia, lo que pertenece o no al canon. Pero, ¿qué significa esto? Lo que en realidad ha
ocurrido es que la Iglesia ha constatado que estos escritos se han acreditado en su vida
como una fuerza, se han "impuesto". Sus criterios eran ciertamente cuestionables, y no
hay más garantía que la fe; la fe que puede percibir la voz de Dios en la historia de su
enfrentamiento con la resistencia del hombre. Por eso tanto para Mateo, Lucas y Juan,
como para Pablo, resurrección significa inmediatamente vocación de los testigos.
Aquí es donde se plantea la pregunta de si hay algo así como un "canon dentro del
canon", que nos permita localizar la palabra de Dios dentro de la palabra humana.
Naturalmente estoy de acuerdo con Ernst Käsemann en que tenemos que dar cuenta de
dónde oímos en ese canon la voz del Señor y dónde no. A pesar del "tota Scriptura" no
podemos identificar sencillamente cada frase de la misma con la palabra de Dios. Para
mí "tota Scriptura" quiere decir que podemos esperar de toda la Escritura que la palabra
de Dios se haga en ella acontecimiento; que debemos escuchar toda la Escritura para
llegar a esa decisión, dispuestos por cierto a dejarnos corregir una y otra vez por nuestro
Señor, y contando con la posibilidad de que las limitaciones propias o de toda una época
a veces no nos dejen escuchar la voz de ese Señor.
Esto quiere decir, por ejemplo, que no podemos, como hizo Marción, excluir del canon
todo el AT, pues por mucho que queramos distinguir entre la voz del Señor y la voz del
hombre rebelde y supersticioso, sólo podremos hacerlo escuchando constantemente a
todos los testigos. Sólo desde el conjunto del AT y del NT puedo poner en tela de juicio
argumentaciones o concepciones aisladas de uno de sus autores. De lo contrario la
consigna del "canon dentro del canon" no se distinguiría en último término de la
"tradición" católica, que es la única que interpreta la Escritura.
nuevo. El hecho de que haya una continuidad en esta historia del lenguaje vivo de la
Escritura, se debe solamente a la fidelidad del Señor que habla a cada época. Nosotros
podemos y debemos intentar expresar dónde vemos esa continuidad. Pero nunca
mediante una fórmula que quede a nuestra disposición.
Todo esto no nos dispensa de dirigir preguntas al texto. Tenemos que decidir si
entendemos a Santiago desde Pablo y le reconocemos su derecho en una determinada
situación de peligro, o si por el contrario concedemos a la doctrina paulina de la
justificación sólo el carácter de una formulación extrema para defensa de una situación
extraordinaria. Pero no puede tratarse de una fijación legal. Por eso la fórmula "canon
dentro del canon" no es muy feliz, porque puede sugerir un punto de vista fijo y poco
abierto a una escucha nueva. Pero no podemos dejar de lado lo que se quiere decir con
esa fórmula.