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EDWARD SCHWEIZER

¿QUÉ ES EL CANON BÍBLICO?


El problema de la Sagrada Escritura, de su constitución como canon, del sentido en
que puede decirse de ella que es palabra de Dios, es un problema siempre vivo, y hoy
enriquecido con las aportaciones del método histórico-crítico. Desde una vigorosa
ortodoxia protestante, y en polémica tácita con algunas visiones cientistas actuales,
Edward Schweizer nos ofrece una visión jugosa que puede ayudarnos a comprender
mejor el problema, a la vez que situarnos en la perspectiva del diálogo ecuménico
sobre este secular tema de controversia.El autor dedica este articulo --junto con todo el
número de la revista-- al profesor Ernst Käsemann. SELECCIONES DE TEOLOGIA
quisiera unirse modestamente a esta dedicatoria.

Kanon?, Evangelische Theologie, 31 (1971) 339-357

EL CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Para Jesús y sus contemporáneos el AT era simple y evidentemente la Escritura. Como


lo fue también para su comunidad hasta entrado el siglo II. Lo que se asegura con el AT
es que los hombres encontramos a Dios en esta tierra, en personas y experiencias
históricas y terrenas y no arriba en el cielo. Con el AT se asegura, pues, que el Padre de
Jesús es el mismo Creador del mundo y Señor de Israel, que por tanto, la palabra de la
predicación no puede separarse de ese Dios que actúa en el mundo ni puede degenerar
nunca en un mero remedio psicoterapéutico intrapsíquico. Con el AT se asegura que ese
Dios Creador y redentor impone en el mundo una y otra vez su extraña justicia, por la
que elige no a las naciones poderosas ni a las grandes culturas religiosas, sino al pobre
Israel, esclavizado y duro de cerviz. Finalmente, con el AT se sostiene que el pueblo de
Dios está constantemente en camino, con la mirada puesta siempre en el futuro
prometido. La primitiva Iglesia sabía todo esto, y por eso, no puso ningún nuevo
testamento en lugar del Antiguo.

Pero lo que separaba a Jesús de sus rivales era la convicción de que tampoco en el
canon podemos sencillamente disponer de Dios. La voluntad de Dios no podía
encontrarse en la Ley de tal manera que pudiera definirse, a base de erudición y de
agudeza mental y jurídica, qué es un ídolo y qué no lo es, dónde empieza y dónde
termina el matar, cómo hay que formular un libelo de repudio... La voluntad de Dios
sólo se podía encontrar intentando escuchar detrás de los preceptos la voz del Señor
soberano que sale al encuentro del hombre, viviendo con el único Dios de Israel, si es
necesario hasta subir a la cruz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc
23,46).

Es este doble punto de vista el que determina la actitud de la comunidad. Jesús no ha


entrado a ocupar el lugar de la Escritura, y tampoco exactamente el lugar de Dios. Pero
es él solo el que abre el sentido de la Escritura y hace que la palabra de Dios vuelva a
ser acontecimiento. El AT se podía leer de muchas maneras; por eso tenía que recibir
nueva vida en la palabra nueva de Jesús. Así es como su "pero yo os digo. .. " está en
duro contraste con el mandamiento del Sinaí. Esto es lo que opina Mateo con sus citas
de reflexión (1,23 etc), o Lucas cuando hace decir a Jesús que la Escritura ha
encontrado en él su cumplimiento, o Pablo cuando habla del Ahora del tiempo de salud
(2 Co 6,2 ), o también el autor del Apocalipsis cuando usa un lenguaje totalmente
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tomado del AT, pero sin citarlo, y sobre todo cuando escribe en nombre propio porque
el espíritu de los últimos tiempos se ha hecho presente. Con toda la diversidad de sus
explicaciones, en una cosa están todos ellos de acuerdo: en que sólo con Jesús se ha
hecho comprensible la auténtica y última voluntad de Dios contenida en el AT.

Se podría decir, pues, que el AT sigue siendo el canon. Pero desde luego, añadiendo
enseguida que por una parte sus límites todavía no están fijados, ni mucho menos, y
sobre todo que la norma (en griego, por tanto, el "canon") para leer ese AT es Jesús.
Pero fue precisamente él quien puso en claro que no hay una clave de interpretación de
la que se pueda disponer, que no se puede fijar inequívocamente cómo ha de leerse ese
AT para que la palabra de Dios cobre vida en él. Por eso Jesús mostró tan poco interés
por una reproducción literal de su interpretación de la Escritura o por una consignación
lo más exacta posible de su actitud exegética con respecto a ella. No dictó, por ejemplo,
sus antít esis al decálogo -son distintas las de Mt 5,21-48 y las de Lc 6,2736- ni quiso
que su actitud ante el sábado se convirtiera en una regla práctica de piedad.

Pero aún es más importante el hecho de que hablara en parábolas. Y es que de una
parábola no se puede disponer. Se puede aprender de memoria, sí, pero no se puede
aprender lo que quiere decir. Incluso cuando se ha escuchado en ella la voz de Dios, no
se sabe lo que tendrá que decir un año más tarde. Cuando Jesús contó la parábola del
sembrador, los discípulos se sintieron llamados a la confianza en Dios, que edificaba su
Reino a través de todos los fracasos y sufrimientos. Pero veinte años más tarde, cuando
la comunidad ya estaba constituida, podía sugerir que esa comunidad era la tierra buena
en la que la semilla había fructificado al treinta, sesenta y ciento por uno, mientras las
espinas, el camino y el pedregal estaban fuera, entre los judíos incrédulos y los gentiles.
De esta manera, la narración se había vuelto estéril y no servía más que para confirmar a
los oyentes en su autosuficiencia. Así, pues, tuvo que empezar a hablar de nuevo,
inesperadamente, y recordar que también dentro de la misma comunidad pueden
encontrarse espinos, pedregales y caminos trillados. Y así creció la nueva interpretación
que leemos en Mc 4,13-20.

Lo mismo ocurre con el ejemplo de Jesús. Se podrían haber grabado y filmado todos los
detalles de la muerte de Jesús sin que luego su reproducción diera a entender
absolutamente nada de lo que en realidad había acontecido. Incluso se habría podido
imitar la muerte de Jesús y, sin embargo, con un sentido completamente distinto: "Si
entrego mi cuerpo para que me quemen, pero no tengo amor, de nada me sirve" (1 Co
13,3). Y lo mismo vale del celibato de Jesús o de su vida peregrinante.

Aquí se evidencia de manera radical que la historia en sí misma es muda. La historia no


da respuesta, lo más que puede es plantear preguntas. Es necesario el acontecimiento de
la palabra de Dios para que la historia de Dios se haga perceptible. Igual que en el AT
era sólo la palabra del profeta la que hacía ver a Israel que unas veces la victoria y otras
la derrota eran para él actuación graciosa de Dios.

EL CANON COMO PALABRA DE DIOS EN LUCHA CON LA PALABRA


HUMANA

Queda claro, pues, que nunca se puede disponer de la palabra de Dios. Tan imposible
resulta la pretensión protestante de encontrar una garantía de la verdad en la apelación a
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frases de la Escritura, como la pretensión católica de encontrarla en la apelación a


decisiones eclesiales de la tradición. Pedro confiesa "tú eres el Cristo" (Mc 8,29s.33),
frase perfectamente correcta, y sin embargo no ha entendido nada de lo que esa frase
significa. Sólo cuando el Hijo del Hombre haya recorrido su camino de dolor, y el
discípulo lo haya seguido, sólo entonces comprenderá lo que ha dicho (v 31s.34). Sólo
se puede entender caminando.

Pero además aquí se trata de la absoluta soberanía de Dios, que se da libremente a aquél
a quien ha elegido. Dios pudo elegir otros pueblos que tenían experiencias religiosas de
mayor calibre y profundidad, pero eligió a Israel, el pueblo de dura cerviz. De ahí el
carácter singular del AT -en contraste con cualquier otro libro sagrado- que narra la
constante resistencia del pueblo elegido. La problemática del canon no es simplemente
la problemática de la transmisión de experiencias irreductibles al lenguaje. Se trata de
una problemática mucho más profunda: el hecho de que la palabra de Dios choca
siempre con la resistencia del hombre, y el que por tanto sólo podamos encontrar la
palabra de Dios en la palabra humana que se rebela contra ella. En la misma confesión
de Pedro se ve claramente que la palabra de Dios llega a ser acontecimiento no sólo en
la medida en que pone al hombre en movimiento, sino sobre todo en la medida en que
se le opone.

Por su misma esencia la palabra de Dios sólo puede llegar a serlo en lucha contra los
elementos humanos y demasiado humanos. Pero no es posible distinguir limpiamente lo
que es palabra originaria de Dios y lo que son resistencias humanas de su transmisor.
Los testigos del Antiguo y del Nuevo Testamento son buenos testigos de Dios
precisamente porque en ellos combaten lo divino y lo humano, Yahvé y Baal, el Dios
único de Jesús y los muchos dioses del mundo. Y precisamente porque lo saben les es
dada -a ellos y a nosotros por ellos- la indicación o seña que nos protege contra nosotros
mismos y contra los malentendidos que nos acechan. Y esto es tan serio que la Escritura
tiene que empezar por defenderse de las expresiones insuficientes y confusas, e incluso
malas y falsas, que hay dentro de ella misma.

EL CANON COMO EL TIEMPO DELIMITADO POR DIOS

A partir de aquí se pueden decir muchas cosas en favor de la delimitación del tiempo de
Jesús y de los discípulos que lo predicaron durante los primeros decenios después de
Pascua. Incluso cabe constatar que fueron Jesús y la predicación de esa primera
comunidad los que al menos ayudaron a establecer la canonización del AT. La
pretensión de Jesús de entender la Escritura en el sentido que Dios verdaderamente le
había dado, obligó a sus rivales (hacia el año 90 p. C.) a fijar su AT, eliminando, por
ejemplo, los libros a cuya luz la comunidad de Jesús había aprendido a leer la Biblia,
como era el caso de la literatura sapiencia) y sobre todo de la apocalíptica.

Con tanta más decisión la comunidad de Jesús tuvo que leer y proclamar su AT
precisamente a la luz de Jesús y de toda su historia, es decir entenderlo como "canon" -
en el sentido de norma de su vida-. Así es como adquirieron un lugar especial, tanto el
AT como la historia de Jesús, que de hecho cerró definitivamente el AT. Ese lugar y ese
tiempo pueden considerarse pues como "canónicos". Y no sólo la historia y predicación
de Jesús, sino también las escrituras que lo anunciaban. El AT empezó a leerse con
nuevo gozo "escatológico", y la Escritura, sin estar ya fijada legalmente, volvió a ocupar
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el centro de la vida de la comunidad, y esto porque Jesús la había renovado con su


palabra, su obra y su destino. En este sentido aquellos primeros decenios siguen
constituyendo un tiempo especial.

Pero, ¿se puede fundamentar así un canon de escrituras vetero y neotestamentarias?


Esto es bastante sencillo cuando se trata del carácter narrativo de toda tradición, cuando
se depende de testigos oculares, pues un auténtico testimonio ocular se pierde al cabo de
un siglo si tal testimonio no se ha fijado por escrito. En este sentido el canon sigue
siendo también un signo de que la fe permanece vinculada a la incomprensible
actuación de Dios en la historia tan enormemente huma na de Israel y en la de su hijo
Jesús de Nazaret, el crucificado.

Pero también se puede decir algo en favor de la delimitación de ciertos escritos en


cuanto se trata del carácter predicacional de la tradición. Y es que en Jesús se dividían
la fe y la no-fe; ya en tiempos de su actuación terrena, pero mucho más en la
predicación post-pascual de su comunidad. Así se comprende que este período de la
predicación cristiana adquiera relieve de hecho. El mismo Pablo está convencido de que
la contemplación del resucitado y la vocación a la predicación apostólica (1 Co 9, 1) son
fundamentalmente distintas de todas las demás visiones, por maravillosas y fecundas
que sean (2 Co 12, 1-10). Aquéllas son el fundamento de la Iglesia (Ga 1, 1-17),
mientras que éstas ni siquiera pueden ser objeto de la predicación (2 Co 11, 17; 12, 11).
Por eso la predicación funcional de la Iglesia está ya cerrada; Pablo es el último al que
le ha sido dado semejante encuentro con el resucitado (1 Co 15, 8).

Finalmente, esta primera predicación tiene también indiscutiblemente cierto carácter


doctrinal. Los discípulos tenían que distinguirse de otros mediante sus breves fórmulas
de fe. Sin pretenderlo desde el punto de vista estilístico, la predicación adquiría carácter
doctrinal al tener que responder a la pregunta de cómo había que entender toda la
historia anterior de Israel: ¿cómo la entendían los escrituristas fariseos de Yamnia, o
cómo lo hacían los discípulos de Jesús? Así fue como, precisamente con la actitud
adoptada ante el AT, nació algo así como una predicación canónica (1 Co 10, 11).

Por eso también Pablo esperaba que sus cartas comunitarias se leyeran en la asamblea
litúrgica, y por eso Marcos, ya en el título de su evangelio, dejó claro que quería
proclamar la buena noticia de Jesucristo. Por tanto es seguro que pretendieron decir una
palabra decisiva, portadora del designio salvífico de Dios.

Pero todo esto no basta. No todo lo que procede de la época privilegiada de la primera
comunidad se consideró como canon. Y el mismo evangelio de Marcos no fue
entendido como la palabra última e insuperable, sino que, al menos en algunas zonas,
pronto fue sustituido por el evangelio de Mateo o por el de Lucas. Ni siquiera la
pretensión de Pablo de transmitir la palabra de Dios, junto con la recepción de esa
palabra por parte de la comunidad (1 Ts 2, 13) y su uso en el culto, son suficientes para
hacer de una carta de Pablo un escrito canónico en sentido estricto.

Así pues, no basta la mera vecindad cronológica con el acontecimiento de Cristo para
fundamentar el canon. La prueba de ello es que ya entonces había una tradición
falsificada. Más aún, la unidad de la Escritura es en cierto sentido más fuerte al final que
al principio. Las tradiciones yahvistas y elohistas son anteriores en siglos a su puesta
por escrito en el pentateuco; el legalismo judeo-cristiano es anterior a la doctrina
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paulina de la justificación; cierto entusiasmo apocalíptico precede a la sobria narración


del libro de los Hechos; etc.

Todavía es más difícil explicar por qué la predicación o la doctrina de los primeros
decenios es fundamentalmente distinta de la de siglos ulteriores. Cierto que hay una
potestad y una vocación apostólicas específicas e irrepetibles -como pasaba también en
el AT con los profetas-. Pero tales criterios son insuficientes. Para empezar hay escritos,
tanto en el AT como en el NT, que ni siquiera pretenden tener su origen en los profetas
o en los apóstoles (por ejemplo, el libro de Ruth, o los evangelios de Marcos y Lucas).
Más aún, sólo una pequeña parte del canon contiene escritos dictados directamente por
profetas o apóstoles. Pero aún hay algo más importante: Ga 2, 11 ss demuestra que
incluso el apóstol puede equivocarse en cuestiones centrales de la fe. Y en Ga 1, 8 el
mismo Pablo se coloca debajo de la palabra predicada. La palabra puede levantarse
contra el mismo apóstol que la ha proclamado y llamarlo a juicio.

Y da mucho que pensar el hecho de que no sólo el AT fue canonizado (el año 90)
precisamente por los que se separaban definitivamente de Jesucristo, sino que el primer
canon neotestamentario fue obra del hereje Marción. Como da que pensar el que fuera
el concilio de Trento el primero en definir exactamente el canon, y el hecho de que
todavía hoy las Iglesias estén separadas por sus diversas delimitaciones del canon.

EL CANON COMO EL SEÑOR QUE SE IMPONE POR SÍ MISMO

¿Hay que renunciar entonces a la delimitación de un canon? Ciertamente, si lo que se


pretendiera fuera fijar escritos que contuvieran sin mezcla ni confusión la pura palabra
de Dios, o si se intentara gracias a ellos poder disponer de la palabra de Dios. Pero,
¿cómo se entienden a sí mismos los escritos pertenecientes al canon?

Siempre que surge una cuestión discutida, Pablo intenta remitirse al mensaje
fundamental del Señor crucificado y resucitado, y sólo cuando puede mostrar que a
partir de esa fe se puede decidir así y no de otro modo, considera respondida la
pregunta. Y lo mismo vale para la comunidad, que puede errar entera, como lo muestra
el caso de los gálatas. Igual que contra su apóstol, el Señor mismo tiene que imponerse
a veces contra el malentendido unánime de su comunidad. Es lo que había hecho una y
otra vez con el pueblo de Israel; y esto quiere decir que nada ni nadie puede ponerse en
el lugar del Señor. Sólo puede escucharse la palabra de Dios allí donde el Señor mismo
puede imponerse. Y esto ocurre de manera que hay que escuchar con toda la atención
posible al Señor que ya ha sido predicado.

Y no olvidemos que, si bien Pablo recurre a la predicación unánime de todos los


apóstoles (1 Co 15, 11 ), puede darse el caso de que él solo tenga que oponerse a toda la
Iglesia apostólica, como en la polémica sobre la circuncisión (Ga 2, 11 ss), pues de lo
contrario la comunidad se alejaría de la salud.

El Señor no se deja pues conservar amarrado a proposiciones claras y distintas. La


palabra de Dios sólo acontece en el ejercicio de un constante remitirse al suceso en el
que la historia de Dios alcanzó su meta, a Jesús y a la predicación que arranca de él.
Teniendo en cuenta, además, que esto no puede darse sin el enfrentamiento de esta
palabra viva con los hombres que la atestiguan y con los que la interrogan. Y por eso no
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se puede encontrar la palabra viva de Dios sólo en el Jesús histórico o en algunas de sus
frases textualmente transmitidas, sino precisamente en la lucha de esa palabra viva
contra los hombres que la reciben, por tanto sólo en la predicación post-pascual. Sólo en
contraste con el legalismo de los gálatas o con el entusiasmo de los corintios se hace
visible lo que significa que Jesús sigue siendo el crucificado. Lo mismo cabría decir de
la formación de los evangelios y de los otros escritos neotestamentarios, que han ido
entendiendo el sentido de la vida, muerte y resurrección de Jesús a través de constantes
enfrentamientos con los interrogantes de la poca fe, de la incredulidad y de la
superstición.

De esta manera, el mismo canon es un testimonio de ese remitirse interrogante, que


nunca puede llevar a una proposición que sólo necesite ser conservada por estar
formulada definitivamente, sino que siempre ha de tener lugar en un nuevo
enfrentamiento con la época y la situación respectivas.

EL CANON COMO COMIEN ZO DE LA TRADICIÓN

Después de todo lo dicho cobra urgencia la siguiente pregunta: ¿por qué la historia
ininterrumpida de ese remitirse al Señor ya no ha de pertenecer al canon? En primer
lugar hay que dejar sentado que nunca puede tratarse de un canon completamente
acabado. En lugar de la carta de judas, ¿no habría quedado mejor en el canon alguna de
las palabras de Jesús que se han transmitido fuera de él (por ejemplo, "quien se acerca a
mí se acerca al fuego")? Ni siquiera debería excluirse la posibilidad de que se añadiera
al canon un escrito moderno, si bien en la práctica sería imposible obtener el
asentimiento de toda la Iglesia de Cristo. Tampoco quiere decirse que la tradición de los
siglos posteriores sea innecesaria o insignificante. Sería iluso pretender prescindir del
tiempo y de la historia a la hora de intentar comprender el mismo canon.

Vistas las cosas así, el canon no es más que el comienzo de esa historia en la que el
Señor se ha ido imponiendo contra toda clase de malentendidos, de resistencias y de
entusiasmos demasiado fáciles. Pero tenemos que interpretar estas dos afirmaciones:

1) El canon no es más que el comienzo de la predicación que luego continúa. Esto lo


entenlió muy bien Lutero cuando declaró que en realidad sólo debiera ser escritura el
AT. Para él el problema era la existencia del NT, que como meta y explicación del AT
no debería tener carácter legal, de escritura fijada, sino que en realidad debería
mantenerse al nivel de tradición oral. Hoy sabemos que durante largo tiempo de hecho
fue así y que, por tanto, es imposible distinguir nítidamente el canon de la tradición
subsiguiente.

2) El hecho de que estos escritos han acabado por imponerse. Esto vale también para
libros como el Mormón y el Corán. Precisamente porque el Señor tiene que imponerse y
hacer oír su voz a menudo en contra de sus mismos apóstoles y de toda su Iglesia, no
podemos encontrar en los escritos canónicos ninguna garantía, ningún puerto seguro,
sino la lucha entre Dios y el hombre, entre el Señor y sus siervos rebeldes. Y
precisamente porque la fe escucha en el canon la palabra propia de Dios, sabe que la
lucha va en serio, que aquí se encuentran elementos divinos y humanos, pues Dios no
dirige su palabra a un espacio vacío, sino a corazones malos y rebeldes. Esto es lo que
distingue a la Escritura de todos los demás libros de la historia de las religiones.
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En mi opinión sólo a partir de estas dos afirmaciones se puede fundamentar el canon.


Pues lo que hemos dicho sobre el carácter problemático de lo contenido en el canon,
vale tanto más para la tradición. Junto a las experiencias de Dios, ha habido siempre
experiencias que más bien tenían que ver con el interés y amor propio de los hombres.
Y no está dicho, ni mucho menos, que aquéllas se encuentren siempre o con más
frecuencia en la Iglesia oficial y éstas fuera de ella. Y no hay ninguna instancia -ni
autoridad, ni concilio, ni consejo mundial de las Iglesias- que pueda garantizar dónde
están las unas y dónde las otras. Sólo queda un lugar donde buscar ayuda: el mismo
canon, entendido como el comienzo de la predicación subsiguiente.

Ahora bien, que en el canon, en medio de malentendidos y desviaciones, el Señor


mismo ha acabado sin embargo por imponerse, es algo que sólo puede afirmarse desde
la fe y para lo cual no hay garantía alguna fuera de ella. Pero quien quisiera negarlo
tendría que negar absolutamente el evangelio de Jesucristo y todo el AT iluminado por
él. O es verdad que el mismo Dios se ha manifestado en Jesús, incluyendo su Pascua y
la vocación de sus discípulos, o no hay ya ninguna predicación cristiana. Por tanto, o
habría que declarar que el Señor todavía no se ha impuesto en ninguna parte -si no es en
nuestros propios intentos modernos de interpretación-, o habría que poner otros escritos,
por ejemplo los gnósticos, en lugar del canon.

La dignidad especial del canon no es otra que la del comienzo. Esto no sólo quiere decir
que nos recuerda perceptiblemente el hecho de que la fe queda vinculada para siempre a
la actuación contingente de Dios en Israel y en Jesús y en la vocación de los profetas y
apóstoles elegidos para su predicación. Quiere decir ante todo que por primera vez en
ese comienzo el mismo Señor ha dado testimonio de sí y que, ya que no puede
contradecirse, toda interpretación posterior debe medirse según ese comienzo. No
significa, por tanto, que más tarde no pueden surgir formulaciones mejores y más claras.
Lo que significa es que el comienzo sigue siendo el "canon", es decir la norma o clave
de cualquier nueva formulación.

Así, pues, no nos diferenciamos de nuestros hermanos católicos porque declaremos que
el canon es algo fundamentalmente distinto de la tradición. Nos diferenciamos en que
nosotros intentamos tomarnos tan en serio el pecado del hombre que no creemos en
ninguna iglesia que pudiera sentirse segura de la rectitud de su compresión, sin tener
que remitirse constantemente al Señor que se ha impuesto ya en ese comienzo
atestiguado por el canon.

A la luz de lo dicho queda claro que ese comienzo no se limita al Jesús histórico, ni aun
cuando se incluyera en su historia la resurrección, como si pudiéramos prescindir de la
predicación, que es la que nos dice lo que en realidad ha acontecido. Mucho menos cabe
reducir ese comienzo a una nueva antropología cuyo primer testigo fuera Jesús. Todo
esto sería un intento de saltarse la cristología de la comunidad y empezar de nuevo,
como si el Señor aún no se hubiera impuesto nunca con su verdad.

En segundo lugar está claro que se trata del Señor mismo, y de la resistencia del
hombre. No se trata solamente, por tanto, de una verdad más o menos escondida en un
trozo de Escritura, y de ulteriores interpretaciones más o menos adecuadas. Por eso
decimos que la Escritura es la única fuente de su propia interpretación. El Señor que una
vez se ha impuesto y se ha manifestado no necesita el recurso a otras fuentes para
seguirse imponiendo.
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CONCLUSIÓN

La larga discusión sobre si es la Iglesia la que le ha dado al canon le dignidad que tiene,
o si es el canon el que ha constituido a la Iglesia, no puede resolverse simplemente con
tal o cual fórmula. Ciertamente la Iglesia ha determinado, a lo largo de una compleja
historia, lo que pertenece o no al canon. Pero, ¿qué significa esto? Lo que en realidad ha
ocurrido es que la Iglesia ha constatado que estos escritos se han acreditado en su vida
como una fuerza, se han "impuesto". Sus criterios eran ciertamente cuestionables, y no
hay más garantía que la fe; la fe que puede percibir la voz de Dios en la historia de su
enfrentamiento con la resistencia del hombre. Por eso tanto para Mateo, Lucas y Juan,
como para Pablo, resurrección significa inmediatamente vocación de los testigos.

La afirmación de que en estos escritos encontramos la palabra de Dios es pues idéntica a


la afirmación de que la palabra de Dios ha acontecido en Jesús y en su proclamación por
parte de la comunidad. Si quisiéramos rechazar esto, tendríamos que declarar que la
palabra de Dios desde el principio no se ha impuesto en absoluto, y que por tanto no
puede encontrarse en ninguna parte, o acaso en sitios totalmente diversos, como pueden
ser los escritos gnósticos. Y no decimos que se encuentre garantizadamente en cualquier
parte del canon -también dentro del canon está en lucha contra el hombre-. Lo que
decimos es que a través de esa lucha se ha ido manifestando, tanto después como en
aquel comienzo. La historia de los dogmas da de ello un testimonio imprescindible, y
cuya ayuda hemos de agradecer. Cierto que el Espíritu de Dios se ha manifestado en esa
constante predicación. Pero cierto también que igualmente se ha manifestado el propio
espíritu torcido y malo del hombre. Precisamente porque la fe sabe esta amenaza que la
acecha, sabe también hasta qué punto cualquier nueva formulación, por clara, brillante y
fecunda que sea, tiene que ser confrontada de manera estricta y precisa con el
testimonio original.

Aquí es donde se plantea la pregunta de si hay algo así como un "canon dentro del
canon", que nos permita localizar la palabra de Dios dentro de la palabra humana.
Naturalmente estoy de acuerdo con Ernst Käsemann en que tenemos que dar cuenta de
dónde oímos en ese canon la voz del Señor y dónde no. A pesar del "tota Scriptura" no
podemos identificar sencillamente cada frase de la misma con la palabra de Dios. Para
mí "tota Scriptura" quiere decir que podemos esperar de toda la Escritura que la palabra
de Dios se haga en ella acontecimiento; que debemos escuchar toda la Escritura para
llegar a esa decisión, dispuestos por cierto a dejarnos corregir una y otra vez por nuestro
Señor, y contando con la posibilidad de que las limitaciones propias o de toda una época
a veces no nos dejen escuchar la voz de ese Señor.

Esto quiere decir, por ejemplo, que no podemos, como hizo Marción, excluir del canon
todo el AT, pues por mucho que queramos distinguir entre la voz del Señor y la voz del
hombre rebelde y supersticioso, sólo podremos hacerlo escuchando constantemente a
todos los testigos. Sólo desde el conjunto del AT y del NT puedo poner en tela de juicio
argumentaciones o concepciones aisladas de uno de sus autores. De lo contrario la
consigna del "canon dentro del canon" no se distinguiría en último término de la
"tradición" católica, que es la única que interpreta la Escritura.

Lo único que puedo asegurar es que nunca sé de antemano lo que me va a decir el


testimonio de la Escritura. Por tanto no puedo definir de antemano cuál es el centro de
su mensaje. Lo que me diga hoy no quita la posibilidad de que mañana me diga algo
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nuevo. El hecho de que haya una continuidad en esta historia del lenguaje vivo de la
Escritura, se debe solamente a la fidelidad del Señor que habla a cada época. Nosotros
podemos y debemos intentar expresar dónde vemos esa continuidad. Pero nunca
mediante una fórmula que quede a nuestra disposición.

Todo esto no nos dispensa de dirigir preguntas al texto. Tenemos que decidir si
entendemos a Santiago desde Pablo y le reconocemos su derecho en una determinada
situación de peligro, o si por el contrario concedemos a la doctrina paulina de la
justificación sólo el carácter de una formulación extrema para defensa de una situación
extraordinaria. Pero no puede tratarse de una fijación legal. Por eso la fórmula "canon
dentro del canon" no es muy feliz, porque puede sugerir un punto de vista fijo y poco
abierto a una escucha nueva. Pero no podemos dejar de lado lo que se quiere decir con
esa fórmula.

Podríamos aceptar la idea y formulación de Käsemann de que el anuncio de la


justificación del pecador, y no precisamente del varón piadoso, anuncio que se
manifiesta en la obediencia del discípulo, es el que decide dónde hay que escuchar en el
canon la voz del Señor. Pero, precisamente con Käsemann, tendríamos que formular
esto mucho más enérgicamente como el don y la fuerza de Dios. Tendríamos que hablar
por tanto de la extraña justicia y soberanía de Dios que se manifiesta en Jesús y que
siempre toma partido por el pecador, por el pobre y por el débil, y no por el piadoso, el
harto y el fuerte. Y creo que con esto estoy diciendo lo mismo que proclamó Jesús como
el "reino de Dios" y Pablo como "la justicia de Dios" o "la palabra de la cruz". Y
precisamente de esta manera intento mantener abierto el camino del futuro a ese Señor
que se impone por sí mismo.

Tradujo y condensó: RAFAEL PUENTE

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