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Sexo y traición

en Roberto Arlt
Oscar Masotta

Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982


Colección Capítulo 155
Serie complementaria: Sociedad y cultura 7

La presente edición reproduce el texto de la primera:


Buenos Aires, Jorge Alvarez Editor, 1965. Los ensayos
habían sido publicados anteriormente en revistas. El
presente volumen incluye también “Roberto Arlt, yo
mismo”, comunicación leída en el salón de “Artes y
Ciencias” como presentación, precisamente, de este
libro.

Los números entre corchetes corresponden


a la paginación de la edición impresa.
A Renée Cuellar

La subjetividad aparece entonces, en toda su abs-


tracción, como la condenación que nos obliga a realizar
libremente y por nosotros mismos la sentencia que una
sociedad “en curso” ha dictado sobre nosotros y que nos
define a priori en nuestro ser. Es a este nivel que encon-
traremos lo práctico–inerte.

Jean–Paul Sartre, Crítica de la razón dialéctica

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Algunos se muestran demasiado tímidos cuando se trata de le-


vantar reproches contra Arlt. Como quieren hacer de él una bandera,
un arma contra el filisteísmo literario, encuentran que la idea de
bandera no cuaja con la de manchas. Arlt será impecable o no será Arlt;
es un modo de ignorarlo. Otros, más preocupados por el compromiso
político del escritor y que saben que el juicio contra el filisteísmo
literario hace mucho que ha sido fallado, están seguros de que se puede
amarlo a pesar de lo que Arlt tenía en la cabeza. Pero para ciertos
bondadosos espíritus de izquierda es duro aceptar las perspectivas
contradictorias que aparecen en la obra. Resulta evidente que el
contenido social de sus libros es valedero; pero no su contenido
político. Es obvio que el hombre de Arlt es el hombre de la masa y que
en un sentido carece de conciencia de clase, ya que si la tiene no
intenta alcanzar con ella el plano de las verdaderas tareas políticas. Ese
menesteroso de su alteridad, ese afanoso buscador de originalidades,
quiere alejarse del ámbito del que surge, la masa, el anonimato, del que

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huye y al que no supera más que por soluciones que se resuelven en lo
imaginario. Un crítico de izquierda tendría razón de definirlo así: el
hombre de Arlt, que viene de la masa, no apunta a la clase social. Esto a
pesar de que su búsqueda es una empresa de desmasificación, en tanto
quiere dejar de ser el oscuro individuo anónimo, para convertirse, en
un relámpago, en sí mismo. Pero este tipo de búsqueda, o mejor, los
medios con los que se lanza a ella, implican una moral. Es exactamente
esa moral la que debería abandonar para apuntar a la clase; cambiar
esa moral del individuo por una moral colectiva. Este tipo de crítica
olvidaría, sin embargo, que sin esa tensión vuelta hacia un destino que
es el suyo propio, y a través del cual se diferencia de los demás hom-
bres, o cree hacerlo, brevemente, sin el hombre de Arlt no habría
novelas de Arlt.

Arlt coincide con el hombre de izquierda en que uno y otro tien-


den hacia algo que se proponen como tarea y que impulsa a la acción:
desmasificar, es decir, llevar al hombre hacia el horizonte de sus plenos
poderes individuales. Se diferencian en que uno quiere pasar a la clase,
puesto que concibe al hombre consciente de su lugar en el circuito de
la producción y entregado a la acción que [10] esa conciencia le revela;
el otro no se muestra preocupado más que por la absoluta afirmación
del individuo. No es que el hombre de Arlt ignore qué es una clase
social, sino que intenta liberarse inmediatamente de lo que sabe. Pero
detengámonos, esté lenguaje puede tal vez inducir al equívoco: hombre
masa, desmasificar, anonimato, afirmación de los plenos poderes del
individuo. Es cierto, no es un lenguaje marxista. Pero cuando Marx en-
contraba que el hombre se aliena en su trabajo, que en el trabajo se
vuelve extraño a sí mismo, que la división del trabajo parcela al

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hombre y lo condena a no poder realizarse como una totalidad, cuando
decía que el hombre, convertido en mercancía no sobrepasa el nivel de
la “especie” animal y no alcanza el de su “ser genérico”,a cuando
hablaba de “ejército industrial de reserva”, no estaba refiriéndose a
otras realidades. El hombre de izquierda puede entonces ponerse de
acuerdo con Arlt en la afirmación del carácter subhumano del hombre
masa; aceptar con él un mismo punto de partida y diferenciarse con
respecto a los objetivos y los medios. Más justamente: puede coincidir
con Arlt en el objetivo, pero eso que para el hombre de izquierda debe
ser el objetivo lejano, el más lejano, la total posesión del hombre por sí
mismo, el “hombre total”, para Arlt es lo inmediato, lo que se debe
cumplir instantáneamente, en el instante siguiente a la toma de con-
ciencia. Ambos coinciden entonces en los objetivos lejanos; pero al
hombre de izquierda le interesa mucho más la coincidencia sobre los
objetivos cercanos: lo demasiado lejano puede diluirse y todo objetivo
no puede no ser preciso. ¿El individuo o la clase? En esta alternativa la
perspectiva política que puede leerse en la obra de Arlt no es aceptable.
Pero no sé, con Arlt pienso que ocurre algo semejante a lo que pasa con
las películas de Chaplin, que con una visión del mundo estrictamente
anarquista logra ejercer una influencia política positiva en el especta-
dor. Y no es porque estética y política sigan caminos diferentes, sino
más bien porque en el seno de la obra literaria lo político se transfor-
ma, cambia sus leyes propias por las leyes internas de la obra y porque
para hablar de política cuando se habla de literatura es necesario, para
decirlo así, poner entre paréntesis todo lo que se sabe de política para
dejar que la obra hable por sí misma. Toda obra debe ser comprendida

a Prefacio a la primera edición de El Capital.

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a través de la descripción de ese punto límite en que su estructura
interna se toca con el lector, en que del otro [11] lado de la obra
impresa, la obra existe para el lector; a través de una descripción de eso
que, situándonos del lado de quien lee, podríamos llamar experiencia
de una estructura estética. Veríamos entonces cómo el contenido
político de las novelas de Arlt puede ser totalmente recuperado por la
izquierda.

Hace veinte o treinta años, en tiempos de Arlt, la política ya no


podía ser pensada como ocupación o especialidad, como un territorio
claramente determinable, como algo que estaba en la vida pero que
dejara intocada la totalidad de la vida. Sin embargo, para la sociedad
real de la que surgía Arlt, influenciada por la ideología de las clases
dirigentes, pensar la vida suponía el hacerlo con categorías ajenas a lo
político, y mucho menos con categorías económicas. El pensamiento
político era sentido como demasiado técnico y como vuelto hacia la
mentira, el chantaje o la estrategia, y el pensamiento económico como
demasiado sumido en la frialdad de lo racional, como para dar cuenta
de los matices infinitos, de la espontaneidad y de la opacidad de la
vida. Pero los propósitos sociales de Arlt que, al menos en sus novelas,
carecían de nociones políticas valederas, testimonian del nacimiento de
varios equívocos: la fusión de lo social y lo económico, el equívoco de
lo político y lo económico, el equívoco entre partido de masa y partido
de clase, esto es, el surgimiento del radicalismo, la confusión entre
masa y partido. Esta obra será entonces política menos por lo que dice
expresamente que por lo que revela. Lo económico no es aquí un tema
sino que es vivido como destino. “La economía convierte en destino la
vida de los hombres”, ha escrito Marx. En tiempos en que se terminaba

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de librar la guerra imperialista más pura de la historia, esta alucinante
verdad comenzaba a ser vivida si no totalmente comprendida.

Se puede reprochar a Arlt que no haya sabido embarcar a sus per-


sonajes en el optimismo de la lucha de clases, que cuando se refería al
futuro, éste fuese para él el futuro del escritor y no el de la clase, se lo
puede entonces tomar al pie de la letra y juzgarlo por lo que no decía
más que por lo que decía. Pero entonces habría que olvidar que en
tiempos de Arlt, el conocimiento del engranaje económico que rige la
vida de los hombres no había sido suficiente para detener ese engrana-
je, que el conocimiento de los problemas no suprimió los problemas.
Pero si el conocimiento de las leyes económicas no pudo ser utilizado
para mejorar la vida ni para resguardarla, no era porque vida y econo-
mía marcharan, fieles a una presunta naturaleza que les fuera propia,
separadas; sino porque se las había pensado como separadas. La obra
de [12] Arlt entonces es el estertor de una época donde lo que se sabe
de la vida se mezcla a la vida, donde el conocimiento no se separa de la
existencia, donde la confusión y el equívoco comienzan a tener un
valor de verdad.

Los hombres de hoy han aprendido; en veinte, en diez años, ocu-


rren muchas cosas y lo que ayer era confusión y presentimiento se
convierte en certidumbre. Y así como el buen poeta y el buen pintor
supieron siempre que no hay sensaciones aisladas, así como los
psicólogos han terminado por burlarse de los fisiologistas que habla-
ban de estímulos puntuales y de respuestas del organismo es-
trictamente adecuadas a ellos, hoy se sabe que el corazón de la vida es
totalitario, que toda verdad es síntesis, recuperación global de la

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totalidad de los niveles de la existencia histórica. Si el conocimiento de
los engranajes económicos no ha logrado expulsar las desgracias del
mundo, si entre el conocimiento de lo real y su transformación ha
existido un débito que no pudo ser cubierto sino con vidas humanas, si
entre la vida y la economía ha existido una deuda que ha sido pagada
con la vida y que todavía no hemos cancelado, si el movimiento de la
historia nos ha mostrado que no hay niveles aislados ni con-
finamientos felices, que no hay vida individual por fuera de la vida
colectiva, que la economía es el sello de las aventuras de la colectividad
en el espíritu del individuo, la exterioridad que se ha interiorizado, es
porque no hay política y economía por un lado y arte, vida y sociedad
por el otro. Sólo hay un todo indiscernible: vida, política y arte a la vez;
economía y vida a la vez.

Los descontentos de ayer, como Arlt, podían creer con candor en


el desafío que declara que la literatura debe ser como un “cross a la
mandíbula”. Para los de hoy, en cambio, se trata menos de la violencia
del golpe que de calcularlo. Escribir un libro, un ensayo o un simple
artículo significa tener que hacerlo en los términos de un acto de
trascendencia política. La verdad no debe morir en la explosión de la
palabra, la que de este modo se convertiría en su mera expresión
abstracta, sino que la palabra, que es vehículo de la verdad, debe
acompañar el movimiento que surge de ella y que busca un piso con-
creto para realizarse. No sabríamos entender una verdad que muriera
en el estallido de la palabra. Nuestra época que ha rechazado el utilita-
rismo debe permanecer utilitaria. Escribir es cuidarse de lo que se
escribe porque lo que se escribe puede ser utilizado. Se teme hacer el
juego a las derechas y es necesario conocer el verdadero sentido de las

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ideas antes de pesarlas al papel. Arlt, demasiado cercano en el tiempo a
los surrealistas, aunque lo suficientemente alejado de ellos, creía en el
poder vio-[13]lento de la palabra, y aunque en un sentido profundo no
dejaba de tener razón, hoy se nos hace difícil seguirlo y creemos mas
en la fuerza de las ideas. Sentimos como si la fe en el poder de la
palabra equivaliera a la voluntad de quemar el ser en el instante, y que
la verdad no es instantánea, que necesita ser realizada, que es meneste-
rosa de un despliegue temporal, que si un libro contiene una verdad
esa verdad no termina en el libro. Cada uno de nuestros mejores libros
será menos la continuación cruda de un movimiento espontáneo, que
la síntesis de ese movimiento con la reflexión. Los reproches que no
podemos hacerle a Arlt son los que un tiempo que cree menos en la
intención de los sentimientos que en la consecuencia de los actos, tiene
que hacerle a un tiempo en que los mitos de la sinceridad y de la
espontaneidad no habían sido enterrados y dominaban a sus mejores
espíritus.

La “sinceridad” de Arlt, los problemas que “torturaban” a Arlt, tal


vez no convenzan mucho. El hombre atrapado por la gran ciudad y
víctima de su burocracia y de la estupidez de su moral, el nostálgico
vacío de su mundo, el hombre aplastado por sus jefes y condenado a
una vida gris, el solitario que extrae su orgullo de su desprecio de la
vida banal, el ensimismado, el hombre cofre, esto es, el hombre de Arlt,
hoy se nos ocurre falso, como queriendo hacer pasar por soportado su
destino individual, ese destino que se construye en gran parte y que
quiere absolutamente individual, ese destino que en todo caso lo haría
semejante a los demás y del cual quiere en cambio extraer su alteridad.
Hoy no damos fe a los hombres de una sola pieza, lo contrario de Arlt,

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quien construía personajes absolutamente fusionados con la desgracia,
demasiado altaneros y demasiado idénticos a la grandeza de la desgra-
cia como para ser verdaderamente desgraciados. Arlt trataba de
mostrar a los hombres no en el momento en que cada uno se forja su
destino individual, en el instante infinitesimal de la elección, sino coin-
cidiendo con el destino, apegados a él, viviendo en el caldo de un
destino desgraciado que les sería regalado en el nacimiento, altivos y
completamente auténticos no solamente en la vida sino hasta en sus
momentos postreros. Y esto que no es aceptable, yo lo acepto; respeto
ese destino que Arlt soñaba para sus personajes, a esos monstruos de
sinceridad. Si Arlt los soñaba era porque no creía totalmente en ellos.
Resulta fácil reconocer sus artificios: si hace luchar a sus personajes no
es para hacerlos buscar una salida hacia la victoria sino para que se lo-
gren en la frustración, para que sucumban en la rabia de la singulari-
dad. Si quien quiere vencer sabe de la importancia de las armas y elige
las mejores, los personajes de [14] Arlt ponen toda su atención en
elegir las peores. Quien quiere vencer comienza por aceptar sus límites
y se embarca en empresas posibles; Arlt, al revés, desde el acto gratuito
que cierra El juguete rabioso hasta sus posteriores inventores de
máquinas infernales, embarca a sus personajes en empresas imposi-
bles, instaura un desacomodo entre lo que quieren ser y lo que pueden
ser. Fascinando de absoluto a sus personajes, los hace tender hacia la
certidumbre de la derrota para rechazar de plano la incertidumbre de
la posibilidad de la victoria. Estos artificios nos recuerdan que esos
derrotados desde el nacimiento son en verdad los forjadores de la
propia derrota. El reproche de nuestras conciencias ortodoxas y
superpolitizadas a la necesidad de absoluto de los personajes de Arlt

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podría sintetizarse así: esteticismo, anarquismo, mala fe.

Pero ¿quién sabe? Marx decía que para él, los hombres no son más
que el “producto” de las condiciones económicas bajo las que viven,
pero agregaba que, bien entendido, el hombre sobrepasa “en mucho”
esas condicionesa. Frase difícil en la que el hombre es pensado como
absolutamente libre y como absolutamente determinado a la vez. ¿Y si
la obra de Arlt pudiera ser interpretada como un cierto y preciso
comentario de esas palabras de Marx? ¿Y si la aparente falta de una
perspectiva política coherente se revelara en Arlt como el instrumento
para dar cuenta de esa fusión de libertad y determinismo? ¿Qué hay en
lo que ha escrito este hombre trabajado por problemas que hoy pre-
tendemos dejar de lado que logra en cambio conmovernos? ¿Cuál es el
sentido de ese horroroso con el que Arlt ha plagado sus libros y que
nos sacude al contacto más leve con cualquiera de sus páginas? Borges
ha dicho que toda literatura no puede no ser simbólica y que ella se
limita a expresar, recurra a lo fantástico o a lo real, las experiencias
fundamentales del hombre, y que éstas no son muchas. ¿Cuáles son
esas pocas experiencias fundamentales que encrespan la obra de
Roberto Arlt? ¿Se trata de experiencias meramente metafísicas sin
contenido social, o en Arlt lo metafísico y lo social se sostienen y
compenetran? ¿Cuál es el origen y la estructura de lo que sería lícito
llamar el realismo metafísico de Roberto Arlt.?

a “El trabajo alienado”, en los Manuscritos económico–filosóficos.

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