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¿GUERRAS EN DEFENSA DE

LOS DERECHOS HUMANOS?


PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LAS
INTERVENCIONES HUMANITARIAS
Federico Arcos Ramírez

¿GUERRAS EN DEFENSA DE
LOS DERECHOS HUMANOS?
PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LAS
INTERVENCIONES HUMANITARIAS

INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOS


BARTOLOMÉ DE LAS CASAS
UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID

DYKINSON, 2002
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Federico Arcos Ramírez
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Impreso por:
A Eva
ÍNDICE

Pág.

NOTA PRELIMINAR ...................................................................................... 11

I. INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS


Y LAS DEBILIDADES DEL ORDEN INTERNACIONAL.............. 13

II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN BASADAS


EN EL VALOR DEL ESTADO .............................................................. 21

2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional .......................... 21

2.2. La soberanía......................................................................................... 24

2.3. La analogía con el individuo............................................................. 27

2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no


injerencia: el consentimiento de los ciudadanos y el derecho de
autodeterminación .............................................................................. 32

2.5. Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de
soberanía e independencia política como protecciones de las
comunidades políticas ........................................................................ 36

2.6. La soberanía cultural .......................................................................... 42

III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES


HUMANITARIAS EN LOS DERECHOS HUMANOS
MÍNIMOS................................................................................................... 53

3.1. Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural. 53


10 ÍNDICE

Pág.

3.2. La respuesta minimalista al relativismo ético-cultural ................. 56

IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS


DERECHOS HUMANOS ...................................................................... 67

4.1. Consecuencialismo vs. Deontologismo .......................................... 67

4.2. Consecuencias humanitarias. Proporcionalidad, justa causa,


último recurso y resultado humanitario .......................................... 73

4.3. Las repercusiones de las intervenciones humanitarias sobre el


orden internacional ............................................................................. 87

V. CONSIDERACIONES FINALES ....................................................... 105

BIBLIOGRAFÍA CITADA ............................................................................. 111


NOTA PRELIMINAR

Este trabajo tiene su origen en un curso de verano dedicado a las interven-


ciones humanitarias que, bajo la dirección de Virgilio Zapatero y Manuel
Marín, organizó la Universidad de Alcalá de Henares en julio de 2000. Fue pre-
cisamente el primero de ellos el que llamó mi atención no sólo sobre el interés
de una problemática que, sobre todo a raíz de la intervención en Kosovo, no
había dejado de interesarnos a muchos, sino especialmente, y en contraste con
la modesta pero al menos apreciable presencia de publicaciones que abordaban
el tema de la legalidad internacional de estas operaciones (como las de Remiro
Brotons, Ramón Chornet, etc.,) sobre la sorprendente ausencia de estudios que
abordaran la cuestión relativa a su legitimidad ética y política. Mis lecturas
posteriores me han permitido comprobar que, aunque poco abundantes en la
bibliografía española, los artículos y monografías que como las de los profeso-
res Eusebio Fernández, Garzón Valdés, Ruiz Miguel, etc., abordan esta temá-
tica son, en general, excelentes, pero que es en la literatura angloamericana
donde este tema viene recibiendo un tratamiento más amplio y completo.
Desde el verdadero clásico en este tema como es Just and Injust Wars de
Michael Walzer, hasta los más recientes trabajos como Saving Stangers de
N.Wheeler o Virtual War de M.Ignatieff, pasando por el muy citado libro de
F.Tesón sobre los aspectos jurídicos y éticos de las intervenciones humanita-
rias, ha sido en los EE.UU, Gran Bretaña y, más recientemente, los países
escandinavos donde viene dedicándose más atención a los problemas relativos
a la legitimidad de estas pretendidas “guerras en defensa de los derechos huma-
nos”. Este trabajo pretende ser una modesta y seguramente precipitada aporta-
ción al análisis y debate sobre estos temas realizada desde una perspectiva ius-
filosófica.
Debo mostrar mi agradecimiento, además de Virgilio Zapatero, por haber
despertado mi interés profesional por este tema y su constante apoyo y con-
fianza para llevar ésta y otras muchas tareas adelante, en primer lugar a Grego-
12 NOTA PRELIMINAR
rio Peces-Barba que tanto interés y afecto ha puesto para hacer posible su
publicación; a Rafael de Asís Roig, quien tan amistosamente me ha brindado la
posibilidad publicarlo en la colección de cuadernos “Bartolomé de las Casas”;
a Javier Roldán Barbero, que ha leído pacientemente el manuscrito y ha formu-
lado un buen número de observaciones críticas que espero haber aprovechado;
finalmente a Eva Díez Peralta y Carmen García Ruiz por haber tenido la suerte
de discutir con ellas estos temas en las inolvidables sobremesas que comparti-
mos durante una estancia de investigación en el Instituto Universitario Euro-
peo de Florencia.

Almería, septiembre de 2001


I. INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES
HUMANITARIAS Y LAS DEBILIDADES DEL ORDEN
INTERNACIONAL

Pese a los indudables logros alcanzados gracias a la Carta de San Francisco,


la Declaración Universal de 1948 y los Pactos de 19661, el proceso de universa-
lización de los derechos humanos está aún lejos de haberse completado y, por
momentos, da la impresión de estar condenado a no pasar de ser más que una
aspiración ética y jurídica2. En gran medida, ello obedece a las dificultades que
conlleva lograr que los Estados trasciendan la retórica de las declaraciones
políticas y asuman coherentemente las obligaciones derivadas de la prestación
de su consentimiento en los tratados internacionales sobre esta materia. Como
es sabido, aquéllos pueden desconocer sus compromisos internacionales supe-
ditando el efectivo funcionamiento de los mecanismos de protección del Dere-
cho internacional de los derechos humanos a la voluntad de los gobiernos. Lo
cierto es que la comunidad internacional carece todavía de un poder político
que garantice la eficacia de este ordenamiento lo que, como ha puesto de mani-
fiesto Gregorio Peces-Barba, la colocaría en una situación similar a la poliar-
quía medieval previa a la formación del Estado moderno3. Valga el siguiente

1
Vid. CASSESE, A., Los Derechos Humanos en el mundo contemporáneo, trad. de A.
Pentimalli y B. Ribera de Madariaga, Ariel, Barcelona, 1993, pp. 17-30; SOMMERMANN,
K.P., «El desarrollo de los derechos humanos desde la declaración universal de 1948» en PÉ-
REZ LUÑO, A.E., Derechos humanos y Constitucionalismo ante el tercer milenio, Marcial
Pons, Madrid, 1996, pp. 97-112.
2
Sobre el papel de la Declaración Universal de Derechos Humanos en el proceso de in-
ternacionalización de los mismos vid. ANSUÁTEGUI ROIG, F.J., “La Declaración Universal
de Derechos Humanos y la Ética Pública”, Anuario de Filosofía del Derecho, XVI, 1999, pp.
199-223.
3
PECES-BARBA, G., Curso de derechos Fundamentales. Teoría General, Universi-
dad Carlos III de Madrid-BOE, Madrid, 1995, p. 173.
14 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
dato: sólo un tercio de los Estados miembros de la ONU se han sometido hasta
ahora a la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia. En consecuencia,
la posibilidad de instaurar una Corte internacional basada en un sistema de
jurisdicción similar al existente en los tribunales nacionales no parece, de
momento, un objetivo alcanzable.
La frustración que esta asimetría entre los medios de protección y el poten-
cial violador del Derecho internacional ha venido suscitando entre todos aque-
llos que creen y luchan por los derechos humanos ha comenzado a vivirse con
una especial ansiedad una vez que, superada la época del mundo bipolar escin-
dido en alineamientos ideológicos irreconciliables, parecían despejarse algu-
nos de los principales obstáculos políticos que, durante años, habían impedido
dicho avance. Ese retraso, forzado al mismo tiempo que justificado por la gra-
vedad de las desgracias que su ignorancia hubiera ocasionado, parecería tener
que ceder ahora su lugar a una cierta urgencia por acometer el compromiso con
la efectiva universalización de los derechos humanos. Un sentimiento que ha
adquirido unas proporciones inusitadas en los últimos años por, no ya sólo el
conocimiento sino, por primera vez en la historia, la contemplación en directo
a través de la televisión de nuevos ultrajes contra la humanidad, como las gue-
rras civiles y étnicas en Ruanda, los Balcanes y Timor Oriental4.
Se ha producido así, tal y como afirma Ignatieff, un profundo cambio en la
atmósfera moral de la política internacional5, que ha dado paso a la apertura de
nuevos frentes en la defensa de los derechos humanos. El primero de ellos es
relativamente reciente y lo constituyen los pasos dados para acabar con la
impunidad de los responsables de violaciones de los derechos humanos que
alcanzan el nivel de crímenes contra la humanidad: el Convenio de Roma sobre
la creación del Tribunal Penal Internacional y la decisión del Comité de Apela-
ción de la Cámara de los Lores, en relación con la solicitud de extradición por
los delitos de genocidio y tortura, declarando la no inmunidad del general Pino-
chet.
El otro gran frente de defensa de los derechos humanos abierto en los últi-
mos años por la comunidad internacional es el del nuevo humanitarismo.
Desde principios de los noventa, organizaciones como el Comité Internacional
4
La literatura anglomericana habla de un efecto CNN para referirse a la influencia que
los medios de comunicación y, en especial, la televisión, han ejercido en la respuesta a las si-
tuaciones humanitarias. Vid. ROBINSON, P., “The CNN effect: can the news media drive fo-
reign policy?, Review of International Studies, 25, 1999, pp. 301-309; FIXDAL, M. and
SMITH, D., "Humanitarian Intervention and Just War," Mershon International Studies Review,
42, 1998, p. 284.
5
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, trad.
de P.Linares, Taurus, Madrid, 1999, p. 89.
I. INTRODUCCIÓN 15
de la Cruz Roja, la UNICEF y el ACNUR han venido realizando operaciones
de billones de dólares y sirviéndose de los medios de comunicación mundial
para lograr una auténtica demanda popular de intervenciones humanitarias
internacionales. La comunidad internacional ha ordenado desde entonces
actuaciones de gran alcance: entre otras, el rescate humanitario de los kurdos y
la posterior creación de una zona de seguridad para ellos bajo la protección del
paraguas aéreo norteamericano; la intervención en Somalia para acabar con la
lucha entre facciones rivales y llevar alimentos a la víctimas del hambre; el
envío de tropas de la ONU a Bosnia para proteger los convoyes de ayuda
humanitaria, etc6.
Aunque algunas de estas actuaciones se han culminado con un razonable
éxito, desde hace algún tiempo son bastantes las voces que han comenzado a
cuestionar seriamente hasta qué punto las intervenciones humanitarias son una
dirección acertada en la defensa de los derechos humanos. El modo tan insatis-
factorio en que terminó la intervención en Somalia, la incapacidad de la comu-
nidad internacional para hacer algo en orden a detener el genocidio de más un
millón de personas en Ruanda, la lentitud con la que se intervino finalmente en
Bosnia, habrían sembrado sombras y dudas acerca de si la comunidad interna-
cional está realmente preparada para intervenir, si sabe siempre cuándo y
dónde debe actuar, e, incluso, si debe realmente hacerlo. A todo ello han venido
a añadirse los problemas generados por la intervención militar llevada acabo
en 1999 por la OTAN sobre el territorio de Kosovo que, como es sabido, ha
provocado una división entre intelectuales y juristas a la hora de valorar su
oportunidad y legitimidad. Para algunos, estaríamos ante un auténtico acto de
defensa de los derechos humanos y han llegado incluso a ver como algo más
que una casualidad que el día del comienzo de los bombardeos de la Alianza
Atlántica, el 24 de marzo, fuese el mismo en que los cinco lores británicos
resolvieron la no inmunidad del exdictador de Chile7. Para otros, con esta ope-
ración se habría puesto de manifiesto que las intervenciones humanitarias
corren el riesgo de convertirse en una nueva forma de imperialismo y en una
seria amenaza para el orden internacional que –aunque imperfecto– se ha
logrado conservar desde 1945.
Por tanto, ¿se pueden considerar las intervenciones bélicas humanitarias
uno paso necesario y acertado para superar las debilidades del sistema de
garantía internacional de los derechos humanos? ¿Resulta aceptable violar la
soberanía de un Estado para detener actos como el genocidio, la limpieza

6
Ibídem, p. 90.
7
CAPLAN, R., “Humanitarian Intervention? Which way fodward?”, Ethics and inter-
national affairs, 14, 2000, pp. 23-28.
16 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
étnica, etc.? ¿Puede ser el uso de la fuerza armada un instrumento adecuado
para proteger los derechos internacionalmente reconocidos?
En apoyo de una respuesta afirmativa se declara que las intervenciones
humanitarias no hacen más que tomarse en serio los derecho humanos. Si éstos
son fuente de deberes correlativos absolutos que han de ser respetados y –si
fuera necesario– hechos observar por encima de cualquier otra consideración
social, política o jurídica, las intervenciones serían expresión de una convic-
ción tan profunda sobre la moralidad, universalidad y perentoriedad de tales
derechos como para justificar su defensa frente a otros Estados, incluso
mediante el empleo de las armas y el sacrificio de los propios nacionales8. Las
intervenciones humanitarias serían así el fruto de un progreso en los sentimien-
tos morales de algunos individuos y pueblos capaces de comprometerse con el
sufrimiento de otros y superar la tendencia resignada o indiferente hasta ahora
dominante de tolerar todo lo que ocurre más allá de sus fronteras9. Si, como
dijera Raymond Aron, el miedo a la guerra suele ser la oportunidad del tirano,
tomarse en serio la defensa de los derechos humanos justificaría que llegados a
un extremo, pongamos fin a nuestra complicidad y política de apaciguamiento
y venzamos por la fuerza10. La intensidad de estas convicciones ha llegado a
alcanzar por momentos tal apogeo que la emotividad del término intervención
parecería haber cambiado su signo y, con ello, invertido también la carga la
prueba. Parecería ahora que son los críticos y no los defensores quienes han de
argumentar en contra para demostrar su ilegitimidad11.

8
No en vano, en relación con la primera de tales circunstancias, se ha señalado la exis-
tencia de una cierta inclinación a percibir la predisposición para recurrir al uso de la fuerza como
un indicativo acerca de cuáles son las exigencias o pretensiones que podrían ser cualificadas
como “derechos humanos”. Vid. LAPORTA, F., “Sobre el concepto de derechos humanos”,
Doxa, 4, 1987, p. 38; LÓPEZ CALERA, N.M., Filosofía del Derecho (I), Comares, Granada,
1997, p. 210.
9
WALZER, M., “La política de la diferencia: estatalidad y tolerancia en un mundo mul-
ticultural”, Isegoría, 14, 1996, p. 48.
10
LUKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», en SHUTE, S. y HURLEY,
S. (eds), De los derechos humanos, trad. de H. Valencia Villa, Trotta, Madrid, 1998, p. 46.
11
Hasta ahora, la opinión mas extendida era la expresada en los siguientes términos por
Garzón Valdés: “calificar a una acción como intervención es colocarle una especie de rótulo pe-
yorativo que exige una justificación de la misma. La intervención es, en este sentido, imputada
a un agente que debe correr con la carga de la prueba y demostrar que su acción o bien no era
una intervención o, en caso afirmativo, que tenía buenas razones morales para actuar como lo
hizo”. GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», en Derecho, Ética y Polí-
tica, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 396. De ahí que, para Remiro Bro-
tóns, “el carácter progresista de la no intervención ha de presumirse; el de la injerencia
humanitaria ha de probarse caso por caso”. REMIRO BROTÓNS, A., Civilizados, bárbaros y
salvajes en el nuevo orden internacional, McGraw-Hill, Madrid, 1996, p. 42.
I. INTRODUCCIÓN 17
Los detractores de las intervenciones inician siempre su crítica señalando que
estamos ante actos contrarios al Derecho internacional. Más que la protección de
los derechos humanos, el orden consagrado por la Carta de San Francisco ha
venido descansando en los principios de no intervención en los asuntos pertene-
cientes a la soberanía de los Estados y de prohibición del uso de la fuerza,
excepto en los supuestos de legítima defensa y restauración de la paz internacio-
nal. Parece difícil poner en duda que las intervenciones humanitarias atentarían
contra ambos principios ya que, por un lado, violan la integridad territorial y la
independencia política de un Estado y, por otro, conllevan un uso de la fuerza no
autorizado por ninguna de las excepciones de la Carta. Los más feroces críticos
de las intervenciones señalan que aunque, ciertamente, algunas de estas opera-
ciones dirigidas a detener una violación masiva y sistemática de los derechos
humanos han logrado llevarse a cabo con la autorización del Consejo de Seguri-
dad, ello no se ha debido a que el sistema de seguridad de la ONU admita la exis-
tencia de un derecho o deber de intervención en tales casos, o a que sea una obli-
gación impuesta para proteger los derechos humanos, sino a que dicha violación
ha terminado representando una amenaza para la paz internacional.
Más reparos merecen aún las intervenciones llevadas a cabo al margen de
Naciones Unidas, como es el caso de la campaña de la OTAN en Kosovo.
Como es sabido, ésta fue perpetrada sin la autorización previa del Consejo de
Seguridad, violando así las disposiciones de la Carta relativas al uso de la
fuerza. Al igual de lo que ocurriera unas décadas antes con las intervenciones
de Tanzania en Uganda, o la India en Bangladesh12, es muy revelador que nin-
guno de los Estados participantes en dicha campaña apelara a los derechos
humanos, ni, mucho menos, invocara un derecho de injerencia humanitaria
para amparar su validez jurídica13. Lejos de ello, se acudió a argumentos
mucho más tradicionales y, por tanto, ajustados a derecho, como la legítima
defensa, la existencia de una autorización implícita de las Naciones Unidas, y,
a lo sumo, a consideraciones humanitarias, pero incluso éstas ofrecen dificulta-
des para ser equiparadas a los derechos humanos14.

12
Según Walzer, las intervenciones no son casi nunca completamente humanitarias, sino
que, en la mayoría de los casos, combinan elementos altruistas con el interés del Estado. Son
muy raros los ejemplos claros de lo que se denominan intervenciones humanitarias. De hecho,
sólo ha encontrado casos mixtos, en los que el motivo humanitario es sólo uno entre muchos.
WALZER, M., Just and injust wars. A moral argument with historical illustrations, Basic Bo-
oks, New York, 2ª edición, 1977, p. 101.
13
Sobre este aspecto Vid. KRISCH, N., “Unilateral enforcement of the collective Will:
Kosovo, Iraq and the Security Council”, Max Planch International Yearbook of United Nations
Law 3, Kluwer Law International, La Haya, 1999.
14
RAMSBOTHAM, O. y WOODHOUSE, T., Humanitarian Intervention in Contempo-
rary Conflict. A reconceptualazing, Polity Press, 1996, p. 19.
18 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
¿A qué obedece esta dificultad para justificar jurídica y políticamente las
intervenciones humanitarias? Para sus más idealistas y convencidos defenso-
res, el origen del problema se encontraría en el inmovilismo de la comunidad
internacional y la inseguridad de la ciencia jurídica internacionalista para tras-
cender el escenario coyuntural de la posguerra. Lo característico de éste ha sido
la instauración de una regulación excesivamente rígida del uso de la fuerza y,
sobre todo, la estructura aristocrática del Consejo de Seguridad de la ONU y el
anacrónico poder paralizante del derecho de veto de sus cinco miembros per-
manentes. Una reforma del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas que
autorizara como excepción las intervenciones armadas humanitarias y que ter-
minara con el privilegio de las potencias clásicas, allanaría casi por completo el
terreno para que la comunidad internacional pueda responder a las violaciones
masivas de los derechos humanos en el interior de cualquier Estado.
Para sus más pesimistas detractores, interpretar del modo anterior el rechazo
o insuficiente apoyo político y jurídico de las intervenciones supone cerrar los
ojos a una realidad enormemente compleja y desgraciadamente menos ideal. En
primer lugar, la ausencia de una concepción compartida de justicia internacio-
nal encarnada en los derechos humanos15 y la presencia, por el contrario, de un
consenso sobre los derechos de los Estados a la autonomía política y territo-
rial16. Ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo sobre los principios que
deben presidir la interpretación y protección internacional de los derechos
humanos, la proclamación de un derecho de injerencia humanitaria pondría en
peligro la prohibición de intervenir vigente en la sociedad internacional17. En
segundo lugar, estamos ante operaciones que pueden terminar degenerando en
auténticas guerras, y aceptar que la guerra puede ser un instrumento legítimo
para defender los derechos humanos supone incurrir en la gran incongruencia:
la de, para defender los derechos humanos de unos individuos, admitir el uso de
un medio que provoca destrucción y muerte de víctimas inocentes, violando así
los derechos humanos de otras personas. En consecuencia, la única guerra jurí-
dica, política y moralmente admisible es la que se lleva a cabo en legítima
defensa.

15
Como declara Henry Bull, el reconocimiento o tolerancia de las intervenciones huma-
nitarias se convierte en un reconocimiento o admisión implícita de una concepción compartida
de los derechos humanos; y, viceversa, la negativa de la comunidad internacional al respecto, la
inexistencia de dicha doctrina. BULL, H., Intervention in world politics, Clarendon Press,
Oxford, 1984, p. 193.
16
Vid. THOMAS, C., «The Pragmatic Case against Intervention» en FORBER, I. and
HOFFMAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, cit,,
pp. 91-103.
17
WHEELER, N.J, “Pluralist or Solidarist Conceptions of International Society: Bull
and Vincent on Humanitarian Intervention”, Millenium, vol.21, nº3, 1992, p. 468.
I. INTRODUCCIÓN 19
El objetivo de este trabajo es examinar los principales argumentos esgrimi-
dos en defensa o rechazo de la legitimidad de las intervenciones humanitarias.
Para ello seguiremos los siguientes pasos. En primer lugar, analizaremos de
qué forma y hasta qué punto los Estados y sus derechos pueden representar o
no una barrera infranqueable a las intervenciones. Intentaremos al respecto
demostrar que ninguno de los argumentos basados en la existencia o los dere-
chos de los Estados posee un status moral superior a los derechos de los indivi-
duos por cuya salvaguarda se interviene. En segundo lugar, nos centraremos en
la justificación que los derechos humanos pueden proporcionar a las interven-
ciones. Ello exige, por un lado, acreditar la plena universalidad de los derechos
que proporcionan una justificación de éstas y, por otro lado, analizar si los
derechos humanos –además de representar una razón moral en su favor– son
también suficientes para justificar las intervenciones humanitarias. A tal efecto
señalaremos los límites de una justificación de las intervenciones basada úni-
camente en los derechos humanos, completando el estudio de las mismas con
un examen de sus consecuencias y sobre el modo en que deontologismo y con-
secuencialismo pueden ser reconciliados.
Al iniciar este análisis somos conscientes de que el debate acerca de la con-
veniencia y legitimidad de las intervenciones puede llegar a adquirir por
momentos unos perfiles muy densos. Se tiene a veces la impresión de que el
mismo no gira sólo en torno a la salvación de las vidas de unos cientos o miles de
personas sino que, al menos desde la perspectiva occidental, se convierte tam-
bién en una polémica acerca de la estructura y jerarquía de principios que deben
presidir el orden internacional. Como podremos comprobar, en el trasfondo de
cualquier intento de justificación de un derecho o deber de injerencia o de la pro-
hibición de intervenir hay casi siempre un modelo de sociedad mundial: idealista
o realista, comunitarista o cosmopolita, basado en la subjetividad internacional
únicamente de los Estados o también en la de los individuos y/o las ONG, etc. La
discusión acerca de algo tan concreto como quién debe hacerlo, de qué modo,
cuándo, por qué razones y a qué precio ha de intervenirse termina muchas veces
por convertirse en un debate sobre cuestiones tan trascendentales como la ima-
gen que tenemos nosotros mismos y el modo en que construimos nuestras iden-
tidades y edificamos el mundo en el que vivimos18.
Conviene, finalmente, realizar una breve aclaración en relación con el sig-
nificado que a lo largo de este trabajo va a atribuirse al termino “intervención
humanitaria”. Como es sabido, en el lenguaje iusinternacionalista, por “inter-

18
HOFFMAN, M., «Agency, identity and Intervention, en FORBES, I., and HOFF-
MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, Sant Martin
Press, Nueva York, 1993, p. 194.
20 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
vención” se entiende toda forma de interferencia coactiva en los asuntos inter-
nos de un Estado. Como proclamara en 1986 el Tribunal Internacional de Justi-
cia en el caso Nicaragua, comprende la amenaza de la fuerza, la intervención
armada, bien en forma de una intervención militar directa o mediante el apoyo
a las actividades de grupos terroristas o paramilitares en otro Estado, e incluso
las sanciones económicas o las medidas políticas si resulta probado que tienen
efectos coactivos. Sin pretender con ello inmiscuirnos en una discusión termi-
nológica o pretensión estipulativa que escaparía aún más a mi competencia y,
al menos por lo que afecta a aquellos supuestos en que quepa calificarla tam-
bién de humanitaria, he optado por reservar la expresión “intervención” para
aquellos actos de interferencia en el territorio o asuntos de otro Estado que con-
lleven el empleo de la fuerza armada. Parece que, fuera del lenguaje jurídico y
político, se habla casi siempre de intervención para hacer referencia a un acto
de interferencia armada, hablándose en los otros supuestos de –simplemente–
la imposición de sanciones o la práctica de recomendaciones.
Al optar por esta acepción del término intervención, quedarían también
fuera del significado de las intervenciones humanitarias otras formas de actua-
ción humanitaria que no consisten en el uso de la fuerza. En el lenguaje huma-
nitario de las ONG y de algunas organizaciones internacionales es frecuente
hacer uso de dicho término para designar todo tipo de actuación –no necesaria-
mente de carácter bélico– que tenga un fin humanitario como el suministro de
alimentos, la asistencia médica, el amparo de refugiados, etc.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN
BASADAS EN EL VALOR DEL ESTADO

2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional

La pervivencia de una concepción estatista de la sociedad internacional


representa un freno muy poderoso no sólo para las intervenciones agresivas,
sino también para las humanitarias. Es más, hablar de intervenciones en gene-
ral, y de intervenciones humanitarias en particular, adquiere sentido única-
mente en el marco de una comunidad internacional integrada por Estados sepa-
rados por unas fronteras que, pese a ser producto muchas veces de la
arbitrariedad19, no se cuestionan sino solamente traspasan temporalmente para
terminar con situaciones moralmente intolerables.
El hecho de que los Estados y no los individuos u otros sujetos conformen la
única sociedad mundial conocida hasta ahora, vendría a constituir, al menos de
momento, un elemento inamovible del paisaje, un dato que debe ser asumido
por toda concepción, no digamos ya realista, sino mínimamente sensata de la
justicia internacional. Si bien es cierto que en las últimas décadas el poder de
los Estados se ha visto erosionado y relativizado por los derechos humanos,
vislumbrar hoy una desaparición de los primeros en favor de un orden mundial
fundado en el reconocimiento y protección universal de los segundos no parece

19
Para Rawls, del hecho que las fronteras sean históricamente arbitrarias no se sigue que
su función en el derecho de gentes no pueda ser justificada. Lo importante no es preguntarse por
esta arbitrariedad, sino por los valores promovidos por los Estados. RAWLS, J., «Derecho de
Gentes» en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, cit., p. 60. Como reco-
noce Walzer, es probable que las fronteras existentes en un determinado momento sean arbitra-
rias, se encuentren defectuosamente dibujadas y sean el producto de antiguas contiendas. En
cualquier caso, estas líneas establecen un mundo habitable. WALZER, M., Just and injust wars,
cit., p. 56.
22 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
ni factible ni razonable. Por el contrario, la gran mayoría de esos Estados
(sobre todo el amplio número que viera la luz tras la descolonización) defiende
a ultranza el principio de no intervención, gracias al cual se consideran a salvo
de viejos y nuevos colonialismos. De ahí que, en el seno de una comunidad de
este tipo, resulte extremadamente complicado y despierte alarma la posibilidad
de limitar los derechos de soberanía por medio de intervenciones armadas, cua-
lesquiera que sean los fines y razones a los que se apele para su defensa.
Desde la anterior perspectiva, la constitucionalización de los derechos
humanos debería ser interpretada y valorada como un signo evidente de la
moralización del orden jurídico y político internacional, pero no como el reco-
nocimiento de la subjetividad internacional del individuo junto o, incluso, por
encima de la de los Estados20. Por tanto, lo máximo que la comunidad interna-
cional puede hacer para asegurar el disfrute de los derechos humanos es conse-
guir que aquéllos se comprometan por medio de tratados internacionales que
los reconozcan y garanticen. Más que vigilancia y sanción de las violaciones de
los derechos humanos, la labor más decisiva de los textos jurídicos internacio-
nales ha sido la inducción de cambios, con frecuencia esenciales, en las consti-
tuciones de muchos Estados, casi siempre acompañados de cambios paralelos
en la organización democrática de los mismos21.
En ausencia o espera de un nuevo orden internacional cosmopolita, la única
alternativa realista y razonable pasa, necesariamente, tanto por moralizar como
por fortalecer al Estado. A juicio de Ignatieff, no existe mayor amenaza para la
paz del mundo posterior a la Guerra Fría que la destrucción de los Estados y, en
consecuencia, de la capacidad de sus poblaciones civiles para alimentarse y
protegerse tanto del hambre como de los conflictos interétnicos22. Por esta
razón M.Fixdal y D.Smith consideran un error, tanto desde una perspectiva
empírica como analítica, considerar que la época de los Estados esté tocando a
su fin. Es cierto que, como señalara D.Bell, la capacidad de éstos para afrontar
los mayores problemas actuales es limitada, que lo mismo que el Estado es
demasiado grande para responder a ciertas cuestiones, se muestra demasiado

20
Hay que distinguir, pues, entre la humanización experimentada por el Derecho Inter-
nacional y la subjetividad del individuo. Pese a los significativos pasos dados en los últimos
años a favor de esta última, lo cierto es que la subjetividad paulatina adjudicada a la persona
humana se hace mediante el reconocimiento y garantía prestados por el Estado. ROLDÁN
BARBERO, J., Ensayo sobre el Derecho Internacional Público, Servicio de Publicaciones de
la Universidad de Almería, 1995, p. 39.
21
RUBIO CARRACEDO, J., «¿Derechos liberales o Derechos Humanos?» en RUBIO
CARRACEDO, J., ROSALES, J.M. y TOSCANO, M., Ciudadanía, Nacionalismo y Derechos
Humanos, Trotta, Madrid, 1998, p. 164.
22
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, cit., p.
102.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 23
pequeño para afrontar ciertos retos. Sin embargo, no existe ninguna otra agen-
cia capaz de movilizar los recursos necesarios y organizar soluciones para los
problemas que afectan a los ciudadanos. Por otra parte, si bien hay quienes han
interpretado el incremento del número de intervenciones como una señal del
colapso del sistema de Estados, ese dato también podría indicar una necesidad
de fortalecer la soberanía estatal23.
Conviene igualmente señalar que, además de poco realista, parece incohe-
rente postular una alternativa entre derechos humanos universales y Estados
soberanos como sí entre ambos mediara un antagonismo absoluto e irreconcilia-
ble. Si bien es cierto que –sobre todo en las últimas décadas– algunas de las
mayores amenazas contra los derechos humanos han provenido de los Estados,
también lo es que éstos continúan siendo su principal instrumento de protección,
evidenciándose así la paradoja de que los primeros actúan como límites del
poder pero, al mismo tiempo, precisan de éste para su efectiva protección24. Una
situación que cabe explicar poniendo de manifiesto, tal y como hace Habermas,
que los derechos humanos tienen un rostro jánico, que están dirigidos a la vez a
la moral y al derecho (o, lo que es lo mismo, al Estado), ya que, si como normas
morales se refieren a todo aquello que tenga “rostro humano”, como normas
jurídicas sólo protegen a las personas en la medida en que pertenecen a una
determinada comunidad jurídica25. La tónica dominante es, pues, la de conside-
rar que, mientras la universalidad activa de los derechos humanos es tanto moral
como jurídica, su universalidad pasiva es –al menos de momento– predominan-
temente moral.
Consciente de estas circunstancias, y en la línea de lo que el profesor Peces-
Barba viene defendiendo como una concepción dualista de los derechos huma-
nos26, Walzer justifica la hegemonía política de los Estados en la sociedad
internacional apelando a una distinción entre el fundamento de los derechos
humanos y el de su protección. Mientras el primero ético (los derechos indivi-
duales derivan de las ideas acerca de la personalidad moral), el proceso por

23
FIXDAL, M. y SMITH, D., “Humanitarian Intervention and Just War”, cit., p. 289.
24
Vid. DE ASÍS ROIG, R., Las paradojas de los derechos fundamentales como límites
del poder, Debate, Madrid, 1992, en especial, pp. 80-82. Vid., igualmente, DONNELLY, J.,
«Social construction and International human rights» en DUNNE T. and WHEELER, N., Hu-
man rights in global politics, Cambridge University Press, 1999, p. 86.
25
HABERMAS, J., «Acerca de la legitimación basada en los derechos humanos» en La
constelación post-nacional, Paidós, Barcelona, 1999, p. 153.
26
Vid. PECES-BARBA, G., «Sobre el fundamento de los derechos humanos. Un proble-
ma de moral y derecho» en MUGUERZA, J., El fundamento de los derechos humanos, Debate,
Madrid, 1989, pp. 265-277. Vid. igualmente DE ASIS ROIG, R., Sobre el concepto y funda-
mento de los derechos humanos. Una aproximación dualista, Cuadernos Bartolomé de las Ca-
sas, Dykinson, Madrid, 2001.
24 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
medio del cual son garantizados es de carácter político. Walzer dirá que “no
parece que pueda proclamarse simplemente una lista de derechos y buscar
hombres armados a su alrededor que los hagan observar. Los derechos sólo son
garantizables dentro de las comunidades políticas en los que han sido reconoci-
dos colectivamente, y el proceso por el que llegan serlo, es un proceso que
requiere una arena política27. Por tanto, el resultado de esta tensión entre la
moralidad ideal del fundamento de los derechos individuales y la facticidad del
carácter político de su protección es una comunidad mundial integrada por los
Estados y no por la humanidad, una sociedad que reconoce derechos “mínimos
y ampliamente negativos, diseñados para proteger la integridad de las naciones
y regular sus transacciones comerciales y militares”28.
No obstante, el representar un factum incuestionable y aún no superable no
es ahora ni ha sido nunca suficiente para que el Estado pueda autoafirmarse en
la sociedad internacional. Como cualquier forma de poder, el que representa el
Estado rara vez se ha impuesto como un puro hecho sino que siempre ha mani-
festado una marcada tendencia a transfigurarse, haciendo de la obediencia al
mismo no en una apelación al miedo sino a la autoridad. En realidad, como
creación de la cultura política y jurídica moderna, la organización política que
conocemos como el Estado supone en sí misma una superación y racionaliza-
ción del poder y la fuerza, una realidad que pretende ser algo más o algo dis-
tinto: orden, seguridad, protección de los derechos, garantía de la integridad
cultural, etc. Como resultado de ello, han ido surgiendo distintas categorías
jurídicas y morales para dulcificar y no cerrar al ideal la realidad de facto polí-
tico, para justificar que los Estados merecen ser respetados. En muchas de ellas
se ha fundamentado la prohibición de intervenir en el territorio y asuntos pro-
pios de otro Estado, de respetar su autonomía con independencia de cuál su sis-
tema político y de lo que pueda ocurrir a quienes viven dentro de sus fronteras.

2.2. La soberanía

Una de esas categorías, no sé si la primera, pero sí la que más fuerza ha poseído


hasta ahora, es la noción de soberanía. Pese a algún intento de conciliar ambos prin-
cipios29, el vigor que ha poseído y, todavía hoy, conserva este principio, explica
27
WALZER, “The moral standing of the States: A response to Four Critics”, Philosophy
& Public Affairs, Winter, 9, nº 2, 1980”, pp. 229-230.
28
Ibídem, pp. 226-227.
29
Vid. CHOPRA, J. y WEISS, T.G., “Sovereignity is no longer Sacrosant: Codifying
Humanitarian Intervention”, cit., pp. 107-108; REISMAN, W.M, “Sovereignity and Human
Rights in Contemporary International Law”, The American Journal of International Law, 84,
1990, pp. 866-876.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 25
gran parte de las dificultades tanto teóricas como prácticas presentes para la puesta
en marcha y justificación de las intervenciones humanitarias. No en vano, es fre-
cuente presentar el principio de no intervención como el corolario indispensable
del reconocimiento de la igual soberanía e independencia de los Estados30. Nos
hallamos, sin embargo, ante un concepto muy elástico, portador en la actualidad de
diferentes significados, de lo cual resulta muy revelador que se aluda a ella como
un principio jurídico, un concepto político, un derecho colectivo o una categoría
filosófica. Esta diversidad de sentidos termina generando un cierta confusión sobre
la lógica y el tipo de fundamento que la soberanía proporciona al deber de no inje-
rencia: si de carácter solamente jurídico y político, o también de naturaleza moral.
Además, no siempre se distinguen con rigor y claridad las dimensiones interna y
externa de la soberanía, produciéndose así una cierta confusión sobre con cuál está
relacionada la prohibición de la intervención, si con ambas o sólo con alguna de
ellas.
Para analizar el origen y la lógica que anima la noción de soberanía es preciso
retrotraerse hasta el singular proceso por el que, mediante una apelación al
mismo tiempo que secularización de categorías y conceptos teológicos31, el pen-
samiento jurídico moderno definirá y legitimará al Estado como un poder abso-
luto, único e ilimitado. Por medio de una justificación que arranca en el estado de
naturaleza , la categoría filosófico-jurídica de la soberanía convertirá al Estado
en la única fuente de normas jurídicas y, por lo tanto, en un poder jurídicamente
ilimitable. Estaríamos, por tanto, ante un principio cuya lógica interna termina
por enclaustrar jurídica y políticamente a los Estados en un recinto en donde, al
menos para Bodino y Hobbes, su poder se describe equiparándolo a la divini-
dad32. Si, por definición, el poder soberano es único, una consecuencia lógica de
la idea de soberanía es precisamente la prohibición de las intervenciones ya que
éstas supondrían la presencia de un segundo poder dentro del territorio de un
mismo Estado. La ausencia de límites jurídicos para el soberano, unida al fuerte
escepticismo moral imperante en la época y al recurso a la razón de Estado,
supondrá en la práctica el reconocimiento al soberano de un poder ejercitable sin
necesidad de apelar a consideraciones éticas, con total autonomía, del mismo
modo que el propietario tiene facultad para usar y disfrutar de su dominium33.

30
Vid. RAMÓN CHORNET, C., ¿Violencia necesaria? La intervención humanitaria en
Derecho Internacional, Trotta, Madrid, 1995, pp. 24 ss.
31
Vid. SCHMITT, C., «Teología política» en Estudios Políticos, trad. de F.J. Conde,
Doncel, Madrid, 1975.
32
PÉREZ TRIVIÑO, J.A., Los límites jurídicos del soberano, Tecnos, Barcelona, 1998,
p. 57.
33
KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian inter-
vention?», en LYONS, G. & MASTANDUNO, M. (eds.), Beyond Westphalia? National Sove-
reignty and International Intervention, John Hopkins University Press, Balttimore, 1995, p. 26.
26 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
No obstante, la tradición realista iniciada por Hobbes lleva implícita una para-
doja: si la superación del estado de naturaleza en el ámbito de las distintas comuni-
dades nacionales conduce a justificar moralmente el carácter absoluto e ilimitado a
la soberanía interna de los Estados, la situación está lejos de ser la misma en la socie-
dad internacional integrada por las distintas unidades estatales. Los Estados se
encuentran aquí en una condición de bellum omnium prepolítica que, a diferencia
del estado de naturaleza entre los individuos, es una condición efectiva y no pura-
mente hipotética34, existiendo, en consecuencia, un derecho natural ilimitado de los
Estados de invadir las fronteras de otros Estados35. De acuerdo con este último dato,
parece más razonable rechazar que los Estados disfruten de una verdadera persona-
lidad moral36. Que éstos terminen con la batalla de opiniones y que su razón y volun-
tad sean el origen de la justicia que hace posible la existencia de una sociedad polí-
tica, no es razón suficiente para reconocerles derechos de semejante naturaleza en
las relaciones internacionales. En Hobbes y, sobre todo, en toda la teoría realista pos-
terior aferrada a esta imagen anárquica del orden internacional37, la independencia
de los Estados sólo puede cimentarse en medios como la diplomacia, la disuasión
mutua, los equilibrios de poder, etc., pero nunca en principios morales. El carácter
jurídico-político de la soberanía, unido al escepticismo ético que había permitido en
un primer momento justificar el carácter ilimitado de ésta, hace inviable fundamen-
tar un derecho moral de no injerencia.
De ahí que acierte Luban al señalar que la noción de soberanía es, entendida
de esta forma, un concepto insensible a la legitimidad que no permite, por
tanto, reconocer ningún derecho moral al Estado.38. Como destaca Garzón Val-
dés, la soberanía es simplemente la capacidad de un Estado para imponer libre-
mente sus normas jurídicas a una población que se halla en un territorio deter-
minado y ello no implica necesariamente ningún status moral que, en tanto tal,
merezca un respeto incondicional39. Es más, entre la noción de soberanía y el

34
Para Hobbes, “es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que po-
seen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne
desconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mi-
rándose fijamente, es decir, en sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados, en las fronteras
de sus reinos, espiando a sus vecinos contantemente, en una actitud belicosa…”. HOBBES, T.,
Leviatán, trad. de C.Mellizo, Alianza, Madrid, 1989, Cap. XIII, p. 108.
35
Vid. FERRAJOLI, L., «La soberanía en el mundo moderno», cit., pp. 135-136.
36
McCARTHY, L., «International Anarchy, Realism and Non-Intervention», en FOR-
BES, I. and HOFF-MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Inter-
vention, St.Martin Press, New York, 1993, p. 80.
37
Vid. BULL, H., The Anarquical Society: A study of order in world politics, MacMillan,
London, 1977.
38
LUBAN, D., “Just Wars and Human Rights”, Philosophy and Public Affairs, winter
1980, vol.9 (2), p. 166.
39
GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., p. 388.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 27
derecho (entendido como límite y no mero vehículo de la voluntad política,
como ratio y no como voluntas) existe una tensión insuperable. Ésto es algo
que, como veremos, comprenderán rápidamente los teóricos de los derechos
naturales y sólo un par de siglos más tarde la ciencia jurídica internacionalista.
Como sabemos, hacia ya tiempo que ésta no se cansa de repetir que los dere-
chos humanos, con independencia de cuál sea el fundamento jurídico del deber
de los Estados de respetarlos, han dejado de pertenecer a la categoría de los
asuntos que son esencialmente de su jurisdicción. Ningún Estado puede sus-
traerse a su responsabilidad internacional so pretexto de que esta materia es
esencialmente de su domine reservé40.

2.3. La analogía con el individuo

Con anterioridad a esta evolución, habrá, no obstante quienes sí atribuyan a


esa autonomía o libertad ilimitada del Estado un valor moral sirviéndose, curio-
samente (y como veremos, de una manera que no podía sino terminar resultando
contradictoria), de algunos conceptos propios de una filosofía inspirada en pre-
supuestos epistemológicos, morales y políticos individualistas como es el Dere-
cho Natural racionalista.
Ciertamente, con la idea de los derechos individuales, el iusnaturalismo
moderno pondrá las bases para una progresiva limitación moral y jurídica del
Estado. Por lo que se refiere a su soberanía interna, no hay duda que Locke y
Pufendorf van a convertirlo en uno de los principales impulsores y en el verda-
dero nervio filosófico de las primeras declaraciones de derechos humanos de
nuestro tiempo y, en general, de todo el constitucionalismo posterior. Transfor-
mado en un instrumento erigido en defensa de los derechos individuales, el
poder del Estado no puede disfrutar ahora de una legitimidad intrínseca sino
derivada y gozar de una soberanía sólo limitada, hasta el punto de que, al
menos en ese plano, la soberanía es hoy una categoría superada41.
En el ámbito de la soberanía externa resulta sin duda esperanzadora la línea
apuntada primero por Grocio y posteriormente por Vattel, para quienes, aun-
que de un modo rudimentario, la ley natural vendría a especificar en parte los
derechos de los individuos frente al Estado. Si bien encontramos ideas simila-
res en pensadores anteriores como Bartolomé de las Casas, se ha sostenido que
es en el primero donde hallamos la primera formulación autorizada del princi-
40
CARRILLO SALCEDO, J.A., Soberanía de los Estados y Derechos Humanos.., cit.,
p. 32.
41
Vid. HART, H.L.A, El Concepto de Derecho, trad. de G. Carrió, Abeledo-Perrot,
1992, pp. 89-97.
28 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
pio de intervención humanitaria42. En De iure beli ac pacis, Grocio declarará
que si un tirano convierte a sus súbditos en víctimas de atrocidades, del hecho
de que los súbditos no puedan tomar las armas no se desprende que otros en una
situación de responsabilidad hacia la humanidad en su conjunto no puedan
tomar las armas en defensa de aquéllos: “Cuando la injusticia es tan clara como
la de Busiris, Falaris o la que el tracio Diomedes ejerciera contra sus súbditos,
que ningún hombre justo la aprobaría, entonces no queda inhibido el derecho
de la sociedad humana”43. Es objeto de discusión, no obstante, si este derecho
de intervención por razones humanitarias defendido por Grocio puede ser visto
como el ejercicio por parte de un Estado del derecho de rebelión de un pueblo
contra la tiranía44 o si, tal y como defiende Chesterman, se trata más bien de un
acto llevado a cabo en virtud de un derecho de sanción contra los Estados que
cometen actos como los señalados45.
El otro gran defensor de la intervención humanitaria será E.Vattel. Cierta-
mente éste parte de la analogía entre el Estado y el individuo a la que haremos
inmediatamente referencia para defender que los deberes de una nación hacia
sí misma son de su exclusivo dominio. Vatell dirá que ningún soberano puede
sentar en el banquillo a otro soberano, de modo que ningún poder extranjero
puede interferir en otro Estado soberano como no sea mediante buenos oficios.
Sin embargo el jurista y filósofo francés admite la legitimidad de un derecho de
intervención o interferencia humanitaria en ciertos supuestos. En concreto,
éste observa que cuando la tiranía de un soberano rompe el vínculo político que
le une a sus súbditos, éstos se convierten en titulares de un derecho de resisten-
cia y rebelión que, para hacerse efectivo, puede derivar en la solicitud de
entrada en su territorio de un poder extranjero que les asista46.
Sin embargo, en el plano internacional, la teoría de los derechos naturales o,
al menos su impronta individualista, va a terminar operando durante un cierto
momento más como un obstáculo que como un medio para establecer límites

42
Vid. LAUTERPATCH, H., “The Grotian Tradition in International Law”, British Year
Book of International Law, 1946, p. 46. H. Vincent considera esta tesis un tanto exagerada. Vid.
VINCENT, R.J., «Human Rights and Intervention», en BULL, H., KINSBURY, B. and RO-
BERTS, A. (eds), Hugo Grotius and International Realtions. Clarendon Press, Oxford, 1992,
pp. 242 y 247.
43
GROCIO, H., De iure beli ac pacis, Libro II, cap. XXV, pf. 8.2.
44
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, Dobbs Ferry, International Publishers, 1988,
p. 56.
45
CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace? Humanitarian Intervention and Inter-
national Law, Oxford University Press, 2001, p. 15.
46
VATTEL. E., The Law of Nations: Principles of the Law of Nature Apliedd to the con-
duct and Affairs of the Nations and Sovereign [1758], Carnegie Institution, Washington, 1916,
p. 37. Citado por CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace?, cit., p. 18.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 29
jurídicos y morales a la soberanía externa de los Estados. Dicho fenómeno obe-
dece al modo en que filósofos y juristas van a asimilar el Estado al individuo y
a atribuirle derechos morales comparables a los que el iusnaturalismo raciona-
lista reconocía a éstos. Esta va a ser una de las vías a través de las cuales el posi-
tivismo jurídico va a desplazar al iusnaturalismo escolástico como concepción
dominante del Derecho internacional47. Si Hobbes y Bodino se habían servido
de la analogía con Dios para describir e, indirectamente, legitimar el poder
mayestático del Estado, los racionalistas ilustrados emplean ahora otro tipo de
personificación –la humana– para explicar y justificar su autonomía e indepen-
dencia. La analogía entre el Estado y el individuo se encuentra en práctica-
mente todos los pensadores de la época, incluso en un partidario de someter la
soberanía a un poder exterior como es Kant cuando describe a los pueblos
como “individuos que en estado de naturaleza se perjudican unos a otros48,
pero, salvo en el caso de Vattel, esta semejanza funciona casi siempre como
una barrera para las intervenciones. Las naciones pueden ser equiparadas
moralmente a las personas que viven libremente en el estado de naturaleza,
situación que, a diferencia del modelo hobbesiano, no les atribuye un derecho
natural a hacer todo lo que les plazca sino –al partir de una antropología más opti-
mista y, por tanto, del dibujo de una sociedad prepolítica menos belicosa– a la exi-
gencia de respeto de los derechos de autonomía e independencia de los otros Esta-
dos. El rechazo de las intervenciones deja así de descansar únicamente en los
equilibrios de fuerza o en la diplomacia para apoyarse ahora en un fundamento
moral.
En esta línea, Wolff intentó desarrollar el principio de la autonomía moral de
los Estados respecto de la moralidad política doméstica. El filósofo alemán sos-
tenía que “las naciones deben equipararse a las personas en un estado de natura-
leza”49 y deducía de esta premisa que, entre aquéllas, al igual que entre las perso-
nas, existe una igualdad moral: “puesto que por naturaleza todas las naciones son
iguales y que, sobre todo, los individuos son iguales en el sentido moral de que
sus derechos y obligaciones son los mismos; los derechos y obligaciones de
todas las naciones son también por naturaleza los mismos”50. Tras señalar que
estos derechos vienen definidos por su soberanía, Wolff terminaba concluyendo

47
De acuerdo con Chesterman, el principio de no intervención debe ser vinculado al des-
plazamiento de la Escolástica por el positivismo en el Derecho Internacional del siglo XVIII.
De esta forma el término “intervención humanitaria” solo emergió en el siglo XIX como una
posible excepción a este regla de la no intervención. Ibídem, pp. 3 y 8.
48
KANT, I., La paz perpetua, trad. de J. Abellán, Tecnos, Madrid, 1985, p. 21.
49
WOLFF, C., Jus gentium methodo scientifica pertractatum, [1764], Clarendon Press,
Oxford, 1934, sec. 2, p. 9., cit. por BEITZ, C., Political Theory and International Relations, Pri-
centon University Press, New Jersey, 1979, p. 75.
50
Ibídem, p. sec.17, p. 16.
30 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
directamente el principio de no intervención: “puesto que ninguna nación tiene
un derecho natural a ningún acto que pertenezca al ejercicio de la soberanía de
otro país…; ningún gobernante de un Estado tiene derecho a interferir en el
gobierno de otro, ni puede en consecuencia establecer ni hacer nada en ese
Estado, y el gobierno del soberano de un Estado no está sujeto a la decisión del
soberano de otro Estado”51. De ello se desprende que carecerá de legitimidad una
guerra contra una nación a causa de que ésta “sea muy malvada, viole de un
modo espantoso la ley natural o cometa ofensas contra Dios”52.
En conclusión, los derechos naturales individuales son sólo un criterio deon-
tológico supremo en las sociedades domésticas, no en la sociedad internacional
de la que sólo forman parte los Estados. Por lo tanto, el Estado está sometido a
dos tipos diferentes de moralidad: por un lado, la vigente en el ámbito interno,
que genera obligaciones respecto a sus ciudadanos pero no frente a los demás
Estados; por otro lado, la que rige en la sociedad internacional, cuyo principio
fundamental es la prohibición de injerencia en todos los asuntos que queden
dentro de la soberanía interna de los Estados incluido –si es el caso– el respeto o
no de los derechos naturales positivizados en sus respectivos ordenamientos
jurídicos. Los derechos individuales permiten explicar y justificar la existencia
del Estado, pero la posición de la que éste disfruta en la sociedad internacional le
viene atribuida por el resto de Estados que forman parte de ésta. No se articula,
pues, ninguna línea de unión o continuidad apreciable entre unos y otros dere-
chos, que quedan ubicados en dimensiones espaciales y de legitimidad clara-
mente diferenciadas. Es cierto que el pensamiento contractualista concebía al
Estado como un instrumento para la defensa de los derechos humanos indivi-
duales, pero, una vez que aquél se insertaba en la sociedad de Estados, su código
ético cambiaba, siendo aquí su obligación la de respetar la soberanía de los
demás Estados, no los derechos humanos individuales.
Hegel ofrece una respuesta a esta paradoja al hablar del Estado no ya como
titular de derechos morales equiparables a los reconocidos a los individuos,
sino como una realidad ética superior, como el último estadio en el desarrollo
de la vida moral53. Debe resaltarse la influencia del “mito hegeliano” en el pen-
samiento jurídico internacionalista de los siglos XIX y XX, durante los cuales
la doctrina ignoró los límites humanitarios a la soberanía señalados por Grocio
y Vattel para adherirse a la línea iniciada por Wolff54. A todo ello contribuirá
igualmente la influencia de la ciencia jurídica iusprivatista que, recogiendo

51
Ibídem, sec.257, p. 131.
52
Ibídem, p. 256.
53
HEGEL, W.F., Filosofía del Derecho, trad. de E. Vásquez, Biblioteca Nueva, Madrid,
2000, sec. 257., p. 302.
54
TESON, F.R., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 57.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 31
argumentos del iusnaturalismo y del organicismo, llegará a afirmar que los
sujetos colectivos como el Estado tienen un cuerpo moral, un espíritu, un ver-
dadero ente natural, al que cabe considerar una verdadera persona moral y no
una mera analogía de las personas físicas55.
Más vigencia ha conservado el pensamiento de Stuart Mill, cuya defensa del
valor moral de Estado y del principio de no intervención girará en torno a una
auténtica identificación del mismo con la comunidad política o pueblo. En el opús-
culo A few words about non intervention (1859), Mill argumentará a favor de los
Estados como comunidades que gozan autodeterminación, con independencia de
que los ciudadanos participen o no en la formación de la voluntad política. La razón
que sustenta esta afirmación es que la autodeterminación y la libertad política no
son términos equivalentes. La primera es una idea más amplia ya que describe no
sólo un régimen político concreto, sino también el proceso por medio del cual una
comunidad llega o no a establecerlo. Un Estado disfruta de autodeterminación
incluso si sus ciudadanos luchan y fracasan en su intento de establecer instituciones
libres, pero queda privado de ella si tales instituciones son establecidas por un
vecino intruso. Los miembros de una comunidad deben buscar su propia libertad,
del mismo modo que los individuos deben cultivar su propia virtud. Pero no pue-
den ser hechos libres (del mismo modo en que no pueden ser hechos virtuosos) por
una fuerza externa. De hecho, la libertad política depende de la existencia de una
virtud individual, y esto es algo que parece improbable que los ejércitos de otro país
produzcan, salvo que inspiren una resistencia activa. La autodeterminación es la
escuela en la que la que se aprende o no la virtud y se gana o no la libertad; es, por
tanto, el derecho de un pueblo “de llegar a ser libre por sus propios esfuerzos”. Y la
prohibición de intervenir es el principio que garantiza que su éxito no será impe-
dido o su fracaso evitado por la intromisión de un poder externo56.

55
LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos? Individualidad y socialidad en la
teoría de los derechos, Ariel, Barcelona, 2000, p. 126.
56
MILL, J.S., «A few words about non intervention» en Collected Works, vol. XXI, Es-
says on Equality, Law and Education, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul,
Toronto/Londres, 1984, pp. 109-124. Sobre el anitintervencionismo de Mill Vid. VAROUXA-
KIS, G., “John Stuart Mill on Intervention and non intervention”, Millenium, vol. 26, num.1,
1997, pp. 57-76. Curiosamente, hay quienes se han valido de argumentos paternalistas para re-
chazar las intervenciones humanitarias. Es el caso de Elfstrom, que sostiene que entre el gobier-
no y los ciudadanos media una relación similar a la que tienen padre e hijo. Sólo los gobiernos
pueden interpretar cuáles son los intereses de los ciudadanos y, cuando ésto no sucede, sólo a
ellos corresponde la responsabilidad de actuar. Por ello, la tensión entre la soberanía de los Es-
tados y las reclamaciones de la comunidad internacional para proteger los derechos individuales
son bastante similares a las existentes entre los derechos de los padres a criar a sus hijos y las
exigencias de la sociedad de proteger los derechos básicos de los niños contra los abusos de los
padres. ELFSTROM, G., “On dilemmas on intervention”, Ethics, 93, 1982-1983, pp. 709 ss.
Para una crítica de esta teoría Vid. TESON, F., Humanitarian Intervention, cit., pp. 84-85.
32 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
Sin embargo, la analogía entre el Estado y el individuo no parece constituir
una base mínimamente sólida sobre la que afirmar la moralidad de los derechos
estatales. Como ha señalado Beitz, los Estados carecen de la unidad de cons-
ciencia y de voluntad racional que constituye la identidad de las personas. No
son ni asociaciones voluntarias, ni totalidades orgánicas con la integridad y
unidad que se atribuye a las personas en tanto que personas57. Por otra parte, al
hablar de derechos de los Estados no se especifica quién es el verdadero titular
de los mismos, si el gobierno o el pueblo. La consecuencia invariable del mito
hegeliano es precisamente la confusión entre ambos58. En esta confusión o
identificación incurre Mill y, como veremos, parece hacerlo también Walzer.

2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no injerencia: el


consentimiento de los ciudadanos y el derecho de autodeterminación

De ahí que, en lugar de recurrir a la «analogía doméstica»59, creamos más


razonable valernos de una de las dos siguientes explicaciones. De acuerdo con
la primera, los derechos de soberanía de los Estados tendrían un fundamento
político, descansarían en su carácter institucional, ésto es, pertenecerían al
Estado en tanto participante en la sociedad internacional antes que a los ciuda-
danos que han delegado su poder a los gobernantes60; y los deberes correlativos
a los mismos serían obligaciones debidas a la sociedad internacional en su con-
junto61. Una expresión de esta filosofía de los derechos del Estado es la que nos
ofrece Rousseau cuando, frente a la opinión de Hobbes, asevera que “la guerra
no es una relación del hombre con el hombre sino del Estado con el Estado, en
la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres,
ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados, no como miembros de la
patria, sino como sus defensores”62. Esta parece ser, igualmente, la interpreta-
ción de Walzer cuando señala que los derechos internacionales de los Estados
derivan sólo indirectamente de autoridad respecto a sus propios ciudadanos63.
La otra posibilidad pasa por fundamentar los derechos internacionales del
Estado en los de los individuos. Para Fernando Tesón resulta éticamente inad-
57
BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., p. 47.
58
TESÓN, F., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 75.
59
Sobre la analogía doméstica vid. SUGANAMY, H., The domestic analogy and world
order proposals, Cambridge University Press, 1989.
60
KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian in-
tervention? », cit., p. 34.
61
LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 164.
62
ROUSSEAU, J.J, Contrato Social, trad. de Fernando de los Ríos, Espasa-Calpe, Ma-
drid, 1990, Libro I, Cap. IV, p. 44.
63
WALZER, M., “The moral standing of the States”, pp. 212-213.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 33
misible la idea de que los Estados gozan de un significado moral autónomo y
poseen derechos internacionales independientes de los derechos de los indivi-
duos que lo pueblan64. Tesón no aclara el modo en que se produce esa conexión
o derivación de los derechos del Estado a partir de los de los ciudadanos, si bien
parece razonable pensar que está moviéndose en las coordenadas de la tradi-
ción liberal que considera que el Estado nace y tiene derechos para proteger las
libertades civiles y políticas de los individuos.
Cabría, no obstante, otro modo de conectar los derechos de los individuos y
los del Estado que permitiría seguir reconociendo a éste autonomía para no ser
invadido, incluso cuando viola los derechos individuales. Se trata de la teoría
de que los derechos de los Estados derivan o son un aspecto de la autonomía de
los individuos, en concreto de su libertad para asociarse con vistas a lograr
fines comunes. De acuerdo con ello, los Estados pueden ser considerados una
asociación de individuos con aspiraciones e intereses comunes, no debiendo,
por tanto, intervenirse en ellos dado que representan de hecho a las personas
que ejercen su derecho de asociación.
Sin embargo, una cosa es afirmar que el Estado protege el derecho de aso-
ciación de los ciudadanos y otra muy distinta que el Estado mismo sea una aso-
ciación libre, esto es, un grupo de personas voluntariamente asociadas para la
persecución de ciertos fines. Para Beitz, los gobiernos no son similares a las
asociaciones libres de individuos, en las que éstos tienen plena autonomía para
formarlas, afiliarse y desafiliarse, y disolverlas de acuerdo con sus propios
deseos e intereses. Los gobiernos se asemejan, más bien, a un elemento fijo del
paisaje social, en el que la gente nace y en cuyo interior –si no todos– los más
afortunados se encuentran confinados con independencia de que manifiesten
expresamente su conformidad con los términos de la asociación. Pese a ello,
podría sostenerse que los Estados poseen legitimidad gracias a su reafirmación
permanente por parte de los ciudadanos a través de las votaciones o, incluso a
través del abstencionismo político si es interpretado como una forma de con-
sentimiento tácito. Empero, ninguno de estos actos permite sostener la legiti-
midad de las instituciones políticas. Éstas ejercen un efecto profundo y persua-
sivo en las perspectivas y preferencias de los individuos que viven bajo su
control ya que definen el proceso por medio del cual el consentimiento puede
ser o no expresado e influyen en el acceso a los medios necesarios para partici-
par en él. De ahí que las instituciones mismas necesiten ser justificadas y esa
justificación no puede derivar del consentimiento sino que ha de ser buscada en
algún otro sitio distinto al actual acuerdo previo entre los ciudadanos65.

64
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 16.
65
BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., pp. 78-79.
34 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
La parte final del razonamiento de Beitz pone de manifiesto la imposibili-
dad de justificar moralmente al Estado invocando un criterio de legitimidad
formal como el consentimiento fáctico de los ciudadanos manifestado en el
ejercicio de su autonomía política. Este último permitiría –en la terminología
de Garzón Valdés– hablar de legitimación pero no de legitimidad, es decir, de
la conformidad de las normas y actos con la moral positiva pero no con princi-
pios de la moral crítica. Un elemento clave para explicarlo radica en la gran
diferencia que, desde un punto de vista ético, existe entre la autonomía del indi-
viduo y la del Estado. Lo que tomamos en cuenta para predicar la calidad moral
de los individuos es la aceptación voluntaria de las normas morales y su cum-
plimiento por razones no prudenciales. De ahí que sea también relevante el res-
peto de esta autonomía aun el caso de que se trate de personas no virtuosas. Por
el contrario, y a diferencia de las personas, la legitimidad de un Estado puede
ser impuesta heterónomamente (Garzón pensaba en la imposición a Sudáfrica
del fin de del apartheid por la presión extranjera), no siendo relevante para el
juicio de legitimidad el origen de las normas66.
Pero es que, incluso en el caso de que otorgáramos a la autonomía de los
Estados, a su derecho de autodeterminación, un status moral más o menos
equivalente al de la autonomía individual, resultaría extremadamente difícil
amparar bajo aquél las violaciones de los derechos individuales y, en conse-
cuencia, privar legitimidad a las intervenciones humanitarias llevadas a cabo
en defensa de estos últimos. Al igual que cuando su titular es el individuo el
derecho de autonomía no confiere un poder ilimitado sino constreñido por los
derechos e intereses de otros individuos, parece razonable asumir que el dere-
cho a la autodeterminación colectiva también está limitado por otras conside-
raciones morales, incluidos los derechos individuales67.
Por tanto, el único argumento que permitiría rechazar las intervenciones por
representar una violación de la autonomía de un Estado pasa por atribuir al
derecho de autodeterminación no sólo el carácter de un verdadero derecho
humano68, sino, además, un mayor valor que a los derechos individuales. Para
sostener esta pretensión –señala Tesón– los no intervencionistas deben demos-
trar que hay algo en la autodeterminación que sobrepasa la obligación de respe-

66
GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., pp. 388-389.
67
McCMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, Ethics and Inter-
national Affairs, vol.10, 1996, p. 17.
68
Vid. al respecto CASSESE, A., Self-determinationf of peoples: a legal reppraisal,
Cambridge University Press, 1996; LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos?, cit.,
pp. 37-45; íd, Nacionalismo: culpable o inocente, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 54 ss; RUIZ RO-
DRÍGUEZ, S., La teoría del derecho de autodeterminación de los pueblos, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 35
69
tar los derechos individuales o, cuando menos, que hace preferible la lesión de
éstos a la pérdida del control político y territorial. Mientras que desde los postula-
dos filosóficos y políticos individualistas de la cultura occidental resulta muy
complicado sostener una tesis similar, en los últimos tiempos ésta parece haber
cobrado una cierta fuerza fuera de occidente, en los países nacidos de la descolo-
nización. En éstos no sólo se ha hecho predominar una interpretación de los
derechos humanos favorable al derecho de autodeterminación de los pueblos o,
en todo caso, más colectivista o de grupo frente a la más individualista de los paí-
ses occidentales70, sino que también, a veces, se ha considerado preferible un con-
trol interno despótico a las más benignas y liberales formas de control externo71. De
estos últimos podría decirse que, como Trostsky, considerarían preferible el fas-
cismo de un país dominado a la democracia de un país dominante.
Como explica muy bien Tesón, en dicho ámbito cultural habría tenido mu-
cho predicamento una interpretación relativista del artículo 2 de la Declara-
ción de Independencia Colonial aprobada por la Asamblea General de las Na-
ciones Unidades en 1960. Este precepto proclama que “todos los pueblos
tienen derecho a la autodeterminación; en virtud de este derecho determinan li-
bremente su status político y persiguen libremente su desarrollo económico,
social y cultural”. Frente a la interpretación europea que estima que la autode-
terminación interna exige la instauración de la democracia y el respeto de los
derechos humanos de todas las personas72, la interpretación relativista contem-
pla el derecho de autodeterminación como el aspecto menos obvio del princi-
pio de no-intervención, prohibiendo a todo Estado intervenir en las elecciones
políticas y culturales de los pueblos libres. De acuerdo con esta exégesis, los
Estados tendrían derecho a crear cualquier forma de gobierno que quieran, no
importa lo represiva que sea, y las reclamaciones sobre los derechos humanos
invocadas por otros Estados no podrían interferir en el disfrute de este dere-
cho73. Ello no supondría solamente, tal y como defendía J.S. Mill, separar la au-

69
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 31.
70
VALLESPÍN, F., “Intervención humanitaria: ¿moral o política?”, Revista de Occiden-
te, nº 236-237, enero, 2001, p. 54.
71
MAcMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, cit., p. 7. Según
Morris, este punto de vista sería un fenómeno relativamente reciente. Hasta el siglo pasado, la
regla dominante entre la mayoría de los pueblos –incluidos los europeos– era la de considerar
preferible un gobierno justo y eficiente a cargo de un poder extranjero a otro injusto e ineficiente
a cargo de un gobierno propio. Vid. MORRIS, C., An Essay on the Modern State, Cambridge
University Press, Cambridge, 1998, cap. 8.
72
Vid. REISMAN, M., “Coercion and self-determination: Contructing Charter Article
2(4)”, American Journal of International Law, 78, 1984, pp. 642-644.
73
Vid, CASSESE, A., «The Helsinki Declaration and Self-Determination » en BUER-
GENTHAL, T. (ed), Human Rights, International Law and The Helsinki record, Montclair,
Allanheld, 1977, pp. 83-84.
36 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
todeterminación de la libertad política, sino, en primer lugar, interpretarla en
un sentido bastante diferente, como la afirmación y protección integridad co-
munitaria, y, en segundo lugar, sustentar su legitimidad en una interpretación
relativista del pluralismo ético internacional. La combinación de estas dos no-
vedades convierte la obra de Walzer en una visita obligada.

2.5. Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de
soberanía e independencia política como protecciones de las comu-
nidades políticas

Las tesis defendidas por este autor, tanto en Just and Injust wars como en
otros trabajos posteriores, se han convertido en uno de los principales referen-
tes en el debate actual en torno a legitimidad de las intervenciones humanita-
rias. Walzer intenta convencernos de que los Estados poseen derechos simila-
res a los individuos y de salvar el núcleo del argumento antipaternalista de
Mill, tratando de no incurrir en el error de identificar al pueblo con el Estado o
su gobierno. La primera de tales intenciones resulta palpable desde el
comienzo del análisis del orden jurídico internacional y las guerras de agresión
o intervención que acomete en Just and Injust Wars, al dejar claro que si bien el
titular de los derechos a la integridad territorial y la soberanía política es el
Estado, aquéllos derivan y adquieren su fuerza de los derechos de los hombres
y mujeres que los componen74. No obstante, pese a esta declaración inicial, el
discurso de Walzer avanza en medio de una cierta oscuridad que hace poner
seriamente en duda el logro de los objetivos señalados.
Así, uno de los más destacados elementos de confusión gira en torno a los
derechos de los individuos en los que vendrían a fundamentarse los derechos
de integridad territorial e independencia de los Estados. En ciertos momentos,
Walzer invoca la vida y la libertad, añadiendo que los derechos de los Estados
son, simplemente, su forma colectiva75. Sin embargo, tal afirmación parece
quedar un tanto oscurecida por la descripción de la agresión a un Estado como
un desafío, no sólo de las vidas y libertades de los ciudadanos, sino también “de
la vida común que han forjado”, incluida su asociación política. Es más, Wal-
zer llega a afirmar que “la autoridad moral de cualquier Estado particular
depende de la realidad de la vida común que protege”, hasta el punto de que “si
no existe una vida común, o el Estado no defiende la ya existente, su propia
defensa no puede tener justificación moral”. En definitiva, “si los ciudadanos

74
WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 53.
75
Ibídem, p. 54.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 37
no tuvieran el derecho moral de elegir su forma de gobierno y configurar las
políticas que conforman sus vidas, la agresión externa no sería un crimen”76.
¿En qué derechos humanos se fundamentan, pues, los derechos de los Esta-
dos? ¿En los derechos civiles individuales? ¿En el de los ciudadanos a formar una
comunidad política? ¿En el derecho de éstos a formar una comunidad no sólo
política si no también moral, ésto es, una comunidad definida por un modo de vida
propio? ¿En ambos? Walzer parece aclarar estas dudas en The Moral Standing of
the States, donde va a sostener que los derechos soberanos del Estado no derivan
de los derechos individuales a la vida y la libertad, sino “de los derechos de los
actuales hombres y mujeres de vivir como miembros de una comunidad histórica
y expresar su cultura heredada por medio de formas políticas que funcionan satis-
factoriamente entre ellos mismos”77. En realidad, no invoca estos derechos para
referirse a los del Estado directamente, sino para señalar el fundamento moral de
la comunidad política que está en su base78. Pero si, tal y como veíamos, Walzer
supedita el valor moral del Estado a la protección de esa comunidad o vida común,
esos derechos son también, en última instancia, el fundamento moral de los dere-
chos de integridad territorial e independencia política del Estado.
Walzer parece estar queriéndonos decir que, si bien es cierto que, tal y como
han venido defendiendo el contractualismo y el liberalismo clásico, el Estado,
como categoría política y jurídica, es un instrumento creado para la protección
de los derechos civiles de los individuos, los diferentes Estados existentes en la
actualidad no desempeñan sólo esa función, sino también la de preservar una
cierta forma de vida a la que los ciudadanos no ya como miembros del género
humano sino como integrantes de una comunidad histórica y cultural concreta
tienen la necesidad y por tanto el derecho de pertenecer. De ahí que no cual-
quier Estado sirva para esta función, sino sólo uno que los ciudadanos puedan
considerar el resultado de sus derechos a elegir la forma de gobierno y confor-
mar las políticas que afectan a sus vidas y que preserve su integridad comunita-
ria, incluso si se trata de uno que protege peor los derechos a la vida y la liber-
tad. Ello supone reconocer, tal y como apunta Kymlicka, que los Estados
liberales no existen sólo para salvaguardar los derechos normales y las oportu-
nidades de los individuos, sino también para proteger la pertenencia cultural de
las personas. De ahí que una de las funciones de las fronteras, de la separación
entre los Estados, sea reconocer que las personas pertenecen a culturas separa-
das79, ya que si no reconociéramos distinción alguna entre los miembros y los

76
Ibídem.
77
WALZER, M., “The moral standing of the States”, cit., p. 211.
78
Ibídem, p. 210.
79
Vid. KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos
de las minorías, trad. de C.Castells, Paidós, Barcelona, 1995, p. 175.
38 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
extraños no tendríamos razón alguna para formar y mantener comunidades
políticas80.
La experiencia de armenios, kurdos, palestinos o tibetanos confirmaría, a
juicio de Walzer, que los pueblos precisan del Estado para asegurar su pervi-
vencia y apoyar y reproducir su vida cultural. De ahí que resulte difícil separar
a un Estado de este tipo de la nación por cuyo bien fue creado. Separar la etnia
o la nacionalidad de la ciudadanía sólo parece posible en sociedades de inmi-
grantes como la norteamericana, pero resulta política y moralmente mucho
más difícil en países donde los grupos étnicos están territorialmente delimita-
dos y establecidos desde antiguo. En definitiva, a juicio de Walzer el Estado-
nación posee lo que podría llamarse una “utilidad moral”81. Ello supone que si
no se mantiene de alguna forma la vinculación del Estado a una determinada
comunidad nacional o cultural, la misma idea de los Estados y de una sociedad
internacional dejaría de tener sentido y no podría sino dar paso al Estado glo-
bal, a un mundo sin significados particulares ni comunidades políticas. Y esta
es una suerte de maximalismo moral que, como veremos, se encuentra muy
lejos de defender y que resulta además poco factible en un futuro previsible82.
De ahí que debamos aceptar como un rasgo estable de la vida humana que los
individuos pertenecen a comunidades históricas y culturales diferentes, que la
comunidad y la diversidad cultural son un valor y que los Estados, en tanto que
protectores de la pertenencia comunitaria y la diversidad cultural mediante la
instauración de ámbitos cerrados, también son un bien83. A diferencia pues de
Taylor o Sandel, Walzer parece apostar por la presencia en la nación y no sólo
en los distintos subgrupos nacionales (iglesias, vecindarios, familia, sindica-
tos, etc.) de vínculos culturales e históricos lo suficiente profundos como para
crear una identidad única que merece la pena defender por medio de las fronte-
ras. Walzer está convencido de que el Estado, la comunidad política “es lo que
más se acerca a un mundo de significados comunes. El lenguaje, la historia y la
cultura se unen (aquí más que en ningún otro lado) para producir una concien-
cia colectiva”84.
Por otra parte, tal y como puede resultar comprensible en una obra sobre la
justicia de las guerras, Walzer contempla al Estado en su dimensión externa, en
el marco de la sociedad internacional, perspectiva ésta que parece descubrir

80
WALZER, M., Las esferas de la justicia, Una defensa del pluralismo y la igualdad,
trad. de Heriberto Rubio, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 75.
81
WALZER, M., “Responte to Bader”, Political Theory, vol.23, nº2, Mayo, 1995, p.
248.
82
WALZER, M., Just and injut wars, cit., p. 47.
83
Ibídem, p. 51.
84
WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 41.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 39
más las diferencias que las semejanzas entre los Estados e interpretar en un
sentido muy determinado tanto sus derechos como la función de sus institucio-
nes políticas. Más concretamente, para Walzer el Estado es “la arena en la que
se trabaja por la autodeterminación”, un espacio que proporciona a los pueblos
autonomía y seguridad para desarrollarse y avanzar por sí mismos, y los dere-
chos de soberanía son el medio para hacer valer las fronteras, esto es, las barre-
ras que permiten a las personas sentirse seguras no sólo de su vida y su libertad
sino, fundamentalmente, de su modo de vida. Esta interpretación comunitarista
de la soberanía popular alzaprima, tal y como pone de manifiesto Habermas, el
aspecto de la soberanía exterior, pasando a un segundo término, tal y como
veremos en el siguiente epígrafe, la cuestión de la legitimidad del orden
interno. Por autodeterminación democrática no se entiende aquí la participa-
ción simétrica de los ciudadanos libres e iguales en el proceso de decisión y
legislación, sino la autoafirmación y autorrealización colectivas de miembros
homogéneos o simpatizantes de una comunidad85. Entendida como la autoafir-
mación de la forma de vida propia frente a los extranjeros que puedan ponerla
en peligro, la autodeterminación se convertiría tanto en una barrera casi infran-
queable contra las intervenciones como en el fundamento del derecho de los
Estados a elegir su política de admisión de inmigrantes. Este ultimo derecho se
hallaría en el núcleo de la independencia de una comunidad pues “representa el
significado más profundo de la autodeterminación”86.
De ahí que, siguiendo la conocida expresión de Kymlicka, podamos consi-
derar los derechos de independencia y soberanía política como las proteccio-
nes externas de los pueblos. De un modo parecido a como, para preservar su
identidad, ciertas minorías precisan de protecciones frente al Estado, las comu-
nidades políticas, los Estados, necesitan derechos de soberanía para proteger la
identidad cultural de sus miembros. Es más, Kymlicka está convencido de que
la aceptación por parte de la teoría liberal de que el mundo está compuesto de
Estados separados, con derecho para determinar quién puede cruzar sus fronte-
ras (para obtener la ciudadanía, para intervenir en un conflicto interno, etc.)
únicamente puede justificarse apelando a la misma clase de valores que funda-
mentan los derechos diferenciados en función del grupo dentro de cada
Estado87.
La visión no ya sólo comunitarista sino también liberal del Estado como,
casi exclusivamente, el círculo protector de un pueblo frente sus “enemigos
externos”, se proyecta sobre el modo de concebir el contrato en el que descan-
85
HABERMAS, J., La inclusión del otro, trad. de C.Velasco y G.Vilar, Paidós, Barcelo-
na, 1999, pp. 127-129.
86
WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 73.
87
KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural, cit., p. 174.
40 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
san sus derechos. El mismo se basa en un modo especial de consentimiento que
da vida a un Estado comunitarista: “a lo largo de un extenso periodo de tiempo,
las experiencias compartidas y las diferentes clases de actividades cooperati-
vas forman una vida común (common life). El contrato es una metáfora para un
proceso de asociación y reciprocidad cuyo carácter subyacente pretende defen-
der el Estado contra las agresiones externas. Esta protección no se extiende
sólo a la vida y las libertades individuales sino también a la vida y libertad
comunes, a la comunidad independiente que han formado por la que los indivi-
duos son a veces sacrificados”88. Como dirá también posteriormente, “la comu-
nidad se sustenta del modo más profundo en un contrato, un contrato de carác-
ter burkiano entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido”89. No
existe, pues, lo que –suscribiendo una terminología acuñada por H.Arendt–
Luban llama un contrato vertical entre el pueblo y el Estado90. Al contrario, en
el que descansan los derechos de los Estados es el mismo que da vida a una
comunidad: un contrato tácito, que es simplemente una metáfora para referirse
al modo en el que, durante años y siglos, un grupo humano, un pueblo, una
nación, adquiere su propia identidad, su vida común91.
Una explicación de esta imagen del Estado, del contrato en el que se funda-
mentan sus derechos y del mismo contenido y función de los mismos, puede
encontrarse en la fuerza del realismo que –no sólo en su teoría de las guerras
justas sino, en general, toda su filosofía posterior– suscribe este autor. Un rea-
lismo que, en sus reflexiones sobre la justicia distributiva, le ha conducido al
particularismo radical92 y, en los problemas relacionados con la moralidad de
las relaciones internacionales, a una justificación de los Estados un tanto ape-
gada al statu quo y a una defensa considerable del relativismo ético-cultural.
No en vano, Walzer suscribe una visión de la justicia internacional cifrada en
una versión corregida de lo que denomina “el paradigma legalista”. El mismo
defiende la visión clásica de la sociedad internacional como una comunidad
integrada por los Estados y no por los individuos, y sustentada en el principio
de no intervención. En una asociación de este tipo, la fuerza moral de los dere-
chos de soberanía no descansa en el individuo y sus derechos, sino en el propio
valor del Estado como espacio que posibilita y garantiza la autodeterminación
política y cultural de un pueblo o nación. Desde esta perspectiva, parecería que
las comunidades culturales o nacionales sólo pueden afirmar sus respectivas

88
WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 54.
89
WALZER , M., “The moral standing of the States”, cit., p. 211.
90
LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 169.
91
Sobre el contrato como metáfora Vid. J. I. MARTÍNEZ GARCÍA, La imaginación ju-
rídica, Debate, Madrid, 1990, pp. 175-76.
92
WALZER, M., Las esferas de la justicia., cit., p. 12.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 41
existencias y singularidad en el papel antagonista de sujetos soberanos de
Derecho internacional93.
El discurso de Walzer se apoya en unas premisas muy fuertes que no pueden
dejar de propiciar dudas y críticas. Las primeras giran en torno a la ambigüedad
de las relaciones que establece entre el Estado y la sociedad. Como apunta
Bader, pese a representar una de las versiones más liberales y pluralistas del
comunitarismo, en Walzer podemos encontrar no obstante la asidua mezco-
lanza entre las comunidades lingüística, cultural, religiosa, étnica, nacional y
política presente en todas las justificaciones comunitaristas de la exclusión94.
Se acusa pues a Walzer de solapar interesadamente –de modo conservador– el
demos y el ethnos, de desdibujar la importancia de las identidades culturales,
étnicas o lingüísticas para defender una política de fronteras cerradas95. A dife-
rencia de otros comunitaristas, Walzer identifica al Estado con la comunidad
política y ésta con la comunidad histórica y cultural, llegando incluso a estable-
cer una analogía entre los países y las vecindades, los clubes o las familias96,
algo sólo imaginable sobre la base de una homogeneidad étnica o cultural muy
difícil de hallar en el pasado y más aún en los actuales Estados multiculturales.
Por tanto, si se reconoce que los Estados no son culturalmente homogéneos o
comunidades políticas democráticas, entonces la legitimidad ética de su exclu-
yente derecho a la autodeterminación comunitaria resulta seriamente mer-
mada97.
En segundo lugar, también se cuestiona el valor que Walzer atribuye a la
diversidad cultural y a la protección de la misma que, a través de las fronteras
cerradas, proporcionan los diferentes Estados-nación. Cabría responder a Wal-
zer que no todas las distinciones culturales pueden ser defendidas desde una
perspectiva liberal-democrática (por ejemplo, el racismo, el sexismo, el eli-
tismo, etc.) y que resulta paradójico presentar al Estado como el defensor del
pluralismo cultural ya que, adoptando una perspectiva histórica, se comprueba
que, tanto en su ámbito interno como externo, el Estado ha sido una forma de
asociación política represora de la diversidad cultural98.

93
HABERMAS, J., La inclusión del otro, cit., p. 128.
94
BADER, V., “Citizenship and exclusion”, Political Theory, 23, nº2, mayo, 1995, p.
217.
95
BÉJAR, H., «Los pliegues de la apertura: pluralismo, relativismo y modernidad» en
GINER, S., y SCARTEZZINI, S (eds), Universalidad y diferencia, Alianza, Madrid, 1996, p.
177.
96
WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 48.
97
BADER, V., “Citizenship and exclusion”, cit., p. 218.
98
Ibidem, p. 219-220.
42 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
La tercera crítica se centra en el rechazo de que, junto a la tutela de los dere-
chos fundamentales, el valor moral del Estado también descanse en la protec-
ción de la integridad de una determinada comunidad cultural. Mientras el sta-
tus moral de los derechos parece suficientemente aceptado, no resulta tan
obvio que ocurra otro tanto con la integridad cultural. Porque ¿qué valor hay en
la pertenencia cultural como para que su defensa se erija en razón de ser y parte
de la legitimidad del Estado? Cabría responder que la misma constituye una
necesidad o, al menos, una expectativa legítima de los individuos. La necesi-
dad de la identidad cultural –afirma Kymlicka– reside en que proporciona un
anclaje para la autoidentificación de las personas y para la seguridad de una
pertenencia estable sin necesidad de realizar algún esfuerzo99. La pertenencia
cultural sería pues una pertenencia sin logro y, por tanto, también sin riesgo100.
De ahí que incluso un liberal como Rawls reconozca que los vínculos cultura-
les son a menudo demasiado fuertes como para abandonarlos y que éste no es
un hecho moralmente irrelevante. De ahí que la elaboración de una teoría de la
justicia deba tener en cuenta que las personas nacen en una determinada socie-
dad y cultura y se espera que lleven una vida plena dentro de ella101.

2.6. La soberanía cultural

Veíamos anteriormente cómo Mill negaba la legitimidad de las intervencio-


nes apelando a la a la prioridad más política que moral del derecho de autode-
terminación de los pueblos respecto al disfrute efectivo de las libertades indivi-
duales. Este último debe ser siempre el resultado de la lucha y virtud de un
pueblo, no el producto de una imposición externa. A su juicio, sólo ciertas co-
munidades pueden ser libres de un modo duradero: las preparadas para la liber-
tad, es decir, las que han evolucionado culturalmente para valorarla y reclamar-
la y luchado políticamente para conseguirla102. Parece, pues, que las razones
para respetar dicha autonomía política descansan más en consideraciones prag-
máticas y en una cierta filosofía de la evolución cultural y moral de los pueblos

99
KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural, cit., p. 128-130. Vid. Igualmente
KYMLICKA, W., «The value of cultural merbeship» en Liberalism, Comunity and culture, Cla-
rendon, Oxford, 1991, pp. 162-181.
100
Vid. RIVERA, J.A., «Multiculturalismo frente a cosmopolitismo liberal» en CRUZ,
M., (comp.), Tolerancia o barbarie, Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 155-186, en especial, pp. 176-
178.
101
RAWLS, J., Political Liberalism, Columbia University Press, 1993, p. 93.
102
Mill escribía que “si un pueblo no ama suficientemente la libertad como para ser capaz
de arrancársela a sus simples opresores domésticos, la libertad que se le concede por manos di-
ferentes a las suyas no tendrá nada de real, nada de permanente”. MILL, J.S, «A few words
about non intervention», cit., p. 122.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 43
que en un posible rechazo del valor universal o transcultural de la democracia y
las libertades civiles.
Pero el argumento de Mill apuntaría una tesis más fuerte que, quizás sólo su
credo utilitarista y, sobre todo, su eurocentrismo103, le impidió vislumbrar: que
el reconocimiento de los pueblos como sujetos con autonomía para decidir su
forma de gobierno presupone diferentes concepciones no sólo del bien sino
también de la justicia política; que la presencia de razones en una comunidad
para no reclamar libertades civiles y políticas no debe ser interpretada negati-
vamente como un síntoma de inmadurez o subdesarrollo cultural, sino positi-
vamente como la presencia de un pluralismo moral que una sociedad interna-
cional –no por resignado realismo sino de manera tolerante– debe respetar. De
ahí que pueda parecer que las intervenciones humanitarias imponen coactiva-
mente a otras culturas y civilizaciones la visión occidental de los derechos
humanos o, al menos, de lo que constituyen violaciones intolerables de los mis-
mos. Como es sabido, algunas intervenciones –sobre todo aquellas que se han
desarrollado fuera del amparo del Derecho internacional– se han presentado
como defensoras de los valores de la civilización, creciendo así la sensación de
que los países occidentales se han embarcado en un imperialismo cultural
rebosante de soberbia moral, en el que lo occidental se confunde con lo univer-
sal104. Llama en este sentido la atención la dureza con la que Ferrajoli condena
la intervención en Kosovo al percibir en ella el síntoma de un nuevo fundamen-
talismo con el que Occidente amenaza con imponer sus valores al resto del
mundo105.
La lucha por el reconocimiento de la igualdad de todos los pueblos y civili-
zaciones, la defensa de su derecho a tener una identidad cultural propia y por
tanto distinta, han encontrado en el realtivismo ético-cultural uno de sus mejo-
res aliados. Como apunta Sebreli, éste tiene la apariencia de ser la posición más
igualitaria, justa, democrática, pluralista y tolerante ya que niega la jerarquía
de valores y la inferioridad y superioridad de los pueblos como prejuicios étni-
cos y racistas106. Esto explicaría que la defensa más o menos implícita del rela-
tivismo etico-cultural haya terminado también convirtiéndose en un nuevo y
atractivo argumento con el que algunos Estados intentan aferrarse al principio

103
Mill sólo reconoce la vigencia del principio de no intervención en las relaciones entre
las naciones civilizadas como la de la cristiandad europea, admitiendo por el contrario la con-
quista de naciones bárbaras como Argelia o la India. Ibídem, pp. 118-119.
104
Vid. CHOMSKY, N., « “In the name of principles and values”» en The new military
humanism, Common Rough Press, Monroe, 1999, pp. 1-23.
105
FERRAJOLI, L. “Guerra “etica” e diritto”, Ragion Practica, 13, 19L99, p. 124.
106
SEBRELI, J.J, El asedio a la modernidad. Crítica del relativismo cultural, Ariel, Bar-
celona, 1992, p. 66.
44 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
de que la protección de los derechos humanos pertenece a su jurisdicción
interna107, y para rechazar, por tanto, la posibilidad de un derecho de injerencia
humanitaria. De ahí que en favor de la regla de la no intervención se aduzca un
cierto reconocimiento del derecho a la diferencia, mientras que, por el contra-
rio, en la tendencia actual de generalizar el derecho de injerencia se observe un
rebrote del eurocentrismo que confunde lo occidental con lo universal108.
No obstante, un significativo número de teóricos y gobiernos de algunos
países apelan al relativismo ético-cultural para algo más que rechazar el con-
trol de la comunidad internacional sobre el reconocimiento, interpretación y
aplicación de los derechos humanos existente dentro de sus fronteras o para
lograr a través del mecanismo de las reservas a los Tratados y textos internacio-
nales un “régimen internacional de los derechos humanos a la carta”109. Aqué-
llos vienen impulsando en los últimos años un proceso encaminado a matizar e
incluso atacar la universalidad de los derechos humanos y de las normas jurídi-
cas internacionales que los reconocen. El punto de partida de ese proceso sería
la Conferencia Mundial sobre los derechos humanos que, bajo los auspicios de
la ONU, se celebró en Viena en 1993. Si bien la referencia a las peculiaridades
culturales, históricas o religiosas habría quedado finalmente muy circunscrita,
durante la misma, algunos Estados asiáticos y africanos así como Cuba habrían
logrado introducir, por primera vez en la corta historia del Derecho internacio-
nal de los derechos humanos, una referencia al relativismo cultural. Dos años
más tarde, la Conferencia Mundial de Copenhague para el Desarrollo Social
adoptó una declaración y un programa de acción que unían de un modo reite-
rado las referencias a los derechos humanos con “el pleno respeto a los diferen-
tes valores éticos y religiosos y a los antecedentes culturales de los individuos”.
Estos y otros datos advertirían pues de las dificultades que en la actualidad con-
llevaría adoptar por consenso la Declaración Universal de Derechos Huma-
nos. Lejos de disminuir, las reivindicaciones para que los derechos humanos
universales se acomoden a las peculiaridades históricas, culturales, religiosas,

107
BAYEFSKY, A.F., “Cultural Sovereignity, Relativism, and International Human Rig-
hts: New Excuses for Old Strategies”, Ratio Juris, vol.9, nº1, March, 1996, p. 43.
108
VELASCO ARROYO, J.C., “Ayer y hoy del cosmopolitismo kantiano”, Isegoría, 16,
1997, p. 106. En esta línea se ha manifestado que, en ausencia de un acuerdo sobre los principios
que presidirían el derecho de intervención humanitaria, permitir la intervención humanitaria en
tales circunstancias es aceptar que “las intervenciones estarían siempre basadas en las preferen-
cias culturales de aquellos que tienen poder para llevarlas a cabo”. BROWN, C., International
reations theory: New Normative Approaches, Harvester Wheat sheaf, Hemel Hempstead, 1992,
p. 113.
109
FELIÚ MARTÍNEZ, L., «Islam y Derechos Humanos: De la Umma al Individuo» en
BLANC ALTEMIR, A. (ed), El Mediterráneo: Un espacio común para la cooperación, el de-
sarrollo y el diálogo intercultural, Tecnos, Madrid, 1999, p. 163.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 45
110
éticas y filosóficas, habrían seguido creciendo día a día . Por tal razón Hun-
tington considera que la Declaración Universal de Derechos Humanos y los
Pactos internacionales son menos relevantes para gran parte del planeta que
durante la era inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial111
Esta puesta en entredicho de la universalidad de los derechos humanos cen-
trada en el respeto de las peculiaridades culturales no es, empero, nada nueva.
Simultáneamente a la redacción y aprobación de la Declaración Universal,
empezará a denunciarse el signo predominantemente occidental y liberal impe-
rante tras el lenguaje universal del texto aprobado en 1948 e, incluso, tras la
propia noción de derechos humanos112. Si en un primer momento estas críticas
tuvieron por objeto la postergación de los derechos económicos, sociales y cul-
turales en favor de los civiles y políticos, en las últimas década se han centrado
en la ignorancia de las peculiaridades religiosas, históricas y culturales que lle-
varía implícito el universalismo abstracto, antropocéntrico y laico de la Decla-
ración y los Pactos. Este espíritu negador o cuando menos corrector del euro-
centrismo dominante en el régimen internacional de los derechos humanos se
ha hecho patente tanto en la confección de algunos textos de derechos humanos
de carácter regional (como la Carta Arabe de derechos humanos de 1994 y la
Carta de Banjul de 1981) como en la inexistencia hasta el momento de un docu-
mento de este tipo en los países asiáticos. Todo ello explicaría que la oscilación
entre el universalismo y relativismo está hoy presente en las instituciones
supranacionales como la ONU, la UNESCO, la FAO, la UNICEF, la OMS, la
Cruz Roja, etc., con mayor dramatismo que nunca113.
La creciente receptividad en foros internacionales del lenguaje relativista
vendría a poner así de manifiesto la irrelevancia ética y política de la uniformi-
zación introducida por el proceso de globalización tan característico de nuestro
tiempo114. El hecho de que en aspectos tales como la economía, las pautas de
consumo, la indumentaria, etc., el mundo esté cada vez unificado y homoge-
neizado, no parece haberse traducido en un proceso de convergencia hacia algo

110
BAYEFSKY, A.F., “Cultural Sovereignity, Relativism, and International Human Rig-
hts”, cit., p. 45.
111
HUNTINGTON, S.P., El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden
mundial, trad. de J.P. Tosaus Abadía, Paidós, Barcelona, 1997, p. 233.
112
Vid. PANIKAR, R., “Is the notion of human rights a western concept?”, Diogenes,
120, 1982, pp. 75-102.
113
SCARTEZINI, R., «Las razones de la universalidad y la diferencia», en GINER, S Y
SCARTEZINI, R. (eds), Universalidad y diferencia, cit., p. 26.
114
Sobre las relaciones entre globalización y universalización vid. DE LUCAS, J., «Mul-
ticulturalismo y Derechos Humanos» en LÓPEZ GARCÍA, J.A. y DEL REAL, A (eds), Los de-
rechos: entre la ética, el poder y el derecho, Dykinson-Universidad de Jaén-Ministerio de
Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 2000, p. 73.
46 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
así como una civilización universal, esto es, a la confluencia hacia valores,
creencias, orientaciones, prácticas e instituciones comunes a todos los pueblos
y personas de todo el mundo115. Por el contrario, asistimos paradójicamente a
una carrera hacia la diferencia, a “un rabioso deseo de distinguirse y sepa-
rarse”116, a una exaltación de las peculiaridades culturales e identidades nacio-
nales que –si bien se ha traducido con frecuencia en conflictos étnicos disgre-
gadores de las fronteras– en otros parece conducir a una exaltación del valor
moral de la comunidad o civilización propia, y, como consecuencia de ello, del
Estado como su barrera protectora. Y, lo que es más importante, este neotriba-
lismo comporta un desplazamiento hacia el relativismo en el terreno de los
valores ya que cada tribu asegura poseer su propia concepción del bien, su pro-
pio código moral y su propia versión de los derechos humanos117.
Pero, ¿de qué manera y hasta qué punto cuestiona el relativismo cultural la
legitimidad de la injerencia humanitaria? La respuesta dependerá tanto de lo
que entendamos por aquél como de la clase o alcance de la violación de los
derechos humanos que exigiría o justificaría la injerencia humanitaria. Con
independencia de la respuesta que demos a ambos interrogantes, parece posi-
ble acordar que el relativismo puede convertirse en un obstáculo para las inter-
venciones humanitarias en la medida en que ofrezca una negación coherente y
razonable de lo que –siguiendo a Garzón Valdés– podríamos considerar el pre-
supuesto material de éstas: la vigencia universal de un umbral ético compar-
tido, no obstante las diferencias culturales y los estilos de vida de cada pue-
blo118.
Pues bien, la negación de esta premisa no sería una tesis defendida por todas
las formas de relativismo ético-cultural sino, exclusivamente, por la versión
más fuerte del mismo: la que no se limita a constatar la coexistencia de una plu-
ralidad de sistemas de valores y concepciones del bien en virtud de las diferen-
tes tradiciones culturales, políticas, religiosas o sociales (relativismo descrip-
tivo), ni a mostrar su escepticismo respecto a la posibilidad de encontrar
normas para enjuiciarlos (relativismo metaético) sino la que explica esta diver-
sidad afirmando que los valores y juicios son endógenos e inconmensurables
pues no tienen significado y vigencia más allá del contexto social o cultural en
el que se han originado, por lo que no existen criterios objetivos y universales
para juzgarlos y, aunque éstos existieran, estaríamos demasiado condicionados

115
HUNTINGTON, S.P., El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden
mundial, cit., p. 65.
116
SCARTEZINI, R., «Las razones de la universalidad y la diferencia», cit., p. 32.
117
CONTRERAS PELÁEZ, F., “Tres versiones del relativismo ético-cultural”, Persona
y Derecho, 38, 1998, p. 71.
118
GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., p. 397.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 47
por nuestra propia cultura y sociedad para poder descubrirlos (relativismo nor-
mativo)119.
La defensa de este tipo de relativismo estuvo muy extendida en las primeras
décadas del siglo XX, entre antropólogos como Malinoski o Levi-Strauss y
filosófos como Wittgenstein. Sobre todo en los primeros, dicha teoría es alum-
brada con un fuerte espíritu de tolerancia, como una enérgica reacción contra el
evolucionismo eurocéntrico de los etnólogos de finales del XIX. Imbuida de un
fuerte positivismo comtiano, la teoría evolucionista había defendido que las
sociedades humanas progresaban de un estado primitivo o salvaje a otro
moderno. Se trataba, pues, de una teoría defensora de la superioridad de los
valores y parámetros culturales occidentales y, por tanto, con ciertos tintes
racistas120. La reacción en su contra se operará por medio de un giro relativista
y contextualista que percibe de cada cultura como un marco irrebasable de
investigación y comprensión, que excluye las valoraciones y comparaciones
transculturales, y abandona de la idea de progreso, de una humanidad que
camina unida en una única dirección hacia una única meta común de desarrollo
cultural, político y ético121. Este relativismo informa también la posición de los
antropólogos en relación con el problema de la universalidad de los derechos
humanos no solo ya en el plano teórico sino incluso en su colaboración con
organismos internacionales, como en el famoso informe elaborado por Asocia-
ción Americana de Antropología para Comisión de Derechos Humanos de la
ONU122. La respetabilidad filosófica de este punto de vista que los antropólo-
gos venían elaborando y aplicando desde principios de siglo se verá reforzada
por el pensamiento del segundo Wittgenstein, el de las Investigaciones Filosó-
ficas y Obseraciones a la Rama Dorada de Frazer123.
Una defensa realista y moderada del relativismo normativo se centraría en
la utilidad del mismo para explicar algunos de los rasgos más característicos de
la legalidad y moralidad internacionales: la ausencia de mecanismos centrali-
zados que permitan dirimir las demandas relativas a los derechos humanos, la

119
Vid, entre otros, FRANKENA, W.F., Ethics, Englewood Cliffs, New Jersey, 1973, p.
109.
120
RENTELN, A.D., “Relativism and the search for Human Rights”, American Anthro-
plogist, 90, 1988, p. 57.
121
CONTRERAS PELÁEZ, F., “Tres versiones del relativismo ético-cultural”, cit, pp.
76-77.
122
En una línea muy parecida a la del pensamiento antirevolucionario decimonónico
(Burke, De Maistre, etc.) Levi-Staruss señala que “las grandes declaraciones de derechos tienen
esta fuerza y esta debilidad de enunciar el ideal, demasiado olvidado a menudo el hecho de que
el hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta sino en culturas tradicionales”.
LEVI-STRAUSS, C., Raza y cultura, trad. de A.Dupart, Cátedra, Madrid, 1996, p. 50.
123
CONTRERAS PELÁEZ, F., “Tres versiones del relativismo ético-cultural”, ci., p. 94.
48 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
supeditación de la observancia del Derecho internacional de los derechos huma-
nos a la voluntad de los Estados, o la existencia de diferentes interpretaciones del
derecho de autodeterminación de los pueblos124. Una defensa más fuerte e ideo-
lógica del relativismo normativo –pero curiosamente muy extendida entre un
buen número de antropólogos, juristas y filósofos– es la que lo considera la doc-
trina que mejor promueve el valor de la tolerancia. Con su exaltación de la diver-
sidad y la ausencia de unos valores universales con la que juzgarla, el relativismo
llevaría implícita su propia moralidad: la del respeto de los diferentes sistemas de
valores dominantes en las diversas culturas y sociedades.
En estas coordenadas parecería situarse el rechazo de Walzer de un con-
cepto amplio de intervención humanitaria. El mismo tomaría como base una
sofisticada versión del relativismo ético-cultural como es la teoría de la doble
legitimidad de los Estados. Según esta teoría, un Estado puede disfrutar de una
presunción de legitimidad en la sociedad internacional y ser ilegítimo en su
ámbito interno. Por medio de este dualismo, Walzer intenta sustentar una inter-
pretación relativista del derecho de rebelión que –en la línea iniciada por Gro-
cio– considera el fundamento ético y político de las intervenciones humanita-
rias y conciliar su apuesta por los valores democráticos y liberales, en el seno
de su propia comunidad política, con la existencia de un orden internacional
basado en el respeto de la integridad y autonomía de todos los Estados (inclui-
dos aquellos que, si bien no respetan dichos principios de justicia, pueden ser
considerados legítimos por sus respectivos pueblos).
De acuerdo con el primer tipo de legitimidad, que podríamos llamar domés-
tica, la moralidad de un Estado depende de la adecuación entre el gobierno y la
comunidad, esto es, del grado en el que el gobierno representa la vida política de
su pueblo. Cuando ello no se produce, éste tiene el derecho pero no la obligación
de rebelarse. Ello puede obedecer a que, en mayor o menor medida, sus miem-
bros estimen que, o bien la rebelión es imprudente, o incierto su resultado o, más
aún, que el gobierno debe ser tolerado. De ahí que la legitimidad doméstica sea
de carácter singular125. Así, en los países occidentales, los juicios que realizamos
sugieren que no existe más que un tipo muy restringido de legitimidad: la basada
en los derechos humanos más o menos liberales y la democracia. De un gobierno
que no respete dichos valores (con independencia de que los ciudadanos se rebe-
len, de que tengan derecho o no a rebelarse y de sus creencias acerca de si tienen
o derecho o no a ello) podemos sostener convencidamente que es ilegítimo por-
que no representa, ni puede representar, a la comunidad política126.

124
TESÓN, F., “ International human rights and Cultural relativism”, cit., pp. 875-881.
125
WALZER, M., “The moral standing of the States”, cit, p. 214.
126
Ibídem, p. 215.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 49
Por el contrario, a la luz de la moral internacional, los Estados disfrutan de
una presunción de legitimidad, o lo que es lo mismo, de que existe una cierta
adecuación entre la comunidad y su gobierno. Esta presunción conduce a una
segunda: si un Estado particular fuera atacado, sus ciudadanos se considerarían
obligados a resistir y resistirían de hecho porque valoran su comunidad propia
del mismo modo que valoramos las comunidades en general. En consecuencia,
los demás Estados no pueden intervenir salvo que el desencuentro entre el
gobierno y el pueblo sea manifiestamente evidente. Cuando se produce una
invasión extranjera, incluso cuando la misma tiene intenciones revoluciona-
rias, e, incluso cuando está justificada (por supuesto, a la luz de la legitimidad
doméstica del Estado invasor), cabe afirmar que los derechos de los ciudada-
nos y súbditos han sido violados. Más concretamente, “la intervención habría
acelerado artificialmente el desarrollo político y moral de una comunidad, o
despreciado sus consideraciones prudenciales o posibles lealtades, en favor de
la concepción de la justicia y la prudencia política de algunos otros”127.
A diferencia de la doméstica, esta segunda clase de legitimidad es de carác-
ter pluralista. Los juicios que en ella realizamos reflejan nuestro reconoci-
miento de la diversidad e integridad comunitaria y el respeto de diferentes
patrones de desarrollo político y cultural. De acuerdo con estos últimos (y a
diferencia de lo prescrito por nuestra moral doméstica) la ausencia de derechos
políticos y de ciertos derechos civiles individuales no sería considerada por los
miembros de una comunidad razón suficiente ni determinante para volverse en
contra de sus gobernantes. Esto supone admitir que el tipo de correspondencia
entre el gobierno y el pueblo no ha de ser, necesariamente, de carácter demo-
crático, sino que basta con que el pueblo tenga derecho a formar un gobierno
que pueda considerar” el suyo propio”128.
Pero ¿por qué ha de respetar la moralidad internacional esa diversidad de
legitimidades domésticas? Como parece desprenderse con claridad del trabajo
que comentamos, su intención no es otra que restringir al máximo las circuns-
tancias que justifican una intervención militar en el territorio de otro Estado y
rebatir así la defensa de un derecho de intervención humanitaria para supuestos
menos graves de violación de los derechos humanos como el que defienden
Luban, Beitz o Tesón129. Pero, si éste es realmente su único propósito, Walzer

127
Ibídem, p. 214-215.
128
Ibídem, p. 226.
129
Luban considerar que es legítimo intervenir cada que se produce una violación masiva
de lo que Shue considera derechos humanos socialmente básicos. LUBAN, D., “Just Wars and
Human Rights”, cit., p. 175. Por su parte Tesón defiende un derecho de injerencia como remedio
no sólo para casos egregios de violación de los derechos humanos, como el genocidio, la escla-
vitud o los asesinatos en masa, sino también para poner fin a situaciones de seria opresión aun-
que no llegue a ser un genocidio. TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 15.
50 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
podría haber acudido otro tipo de razones: bien a argumentos utilitaristas,
como la necesidad de preservar el orden y la seguridad internacionales que –de
admitir las intervenciones simplemente por un deterioro o falta de libertades
democráticas– podrían verse seriamente amenazados, o la gravedad que siem-
pre conlleva el empleo de la fuerza130; bien a la proporcionalidad que debe
mediar entre el grado de gravedad de las violaciones de los derechos humanos
y el tipo de intervención para sostener –como hace Eusebio Fernández– que las
intervenciones bélicas deben reservarse exclusivamente para evitar “el triunfo
de lo que es radicalmente intolerable”131. Sin embargo, su acertada convicción
de Walzer de que no cualquier clase de injusticia o violación de los derechos
humanos es razón suficiente para intervenir termina siendo envuelta por el len-
guaje y las categorías del relativismo normativo, o más en concreto, de una
variación del mismo que podríamos calificar de prima facie. De acuerdo con
éste, la tolerancia de las distintas formas de legitimidad política se justificaría
en nuestra incapacidad para conocer suficientemente la historia de otras comu-
nidades. Ello nos inhabilitaría para hacer juicios concretos de sus conflictos y
armonías, de sus elecciones históricas y afinidades culturales, de sus lealtades
y resentimientos. De ahí que –al menos prima facie– la conducta de una comu-
nidad no pueda ser ni conocida ni juzgada132.
Pero, una vez abierta la puerta al relativismo ¿es posible cerrarla? Y si es así
¿de qué modo? Bayefeski ponía anteriormente de manifiesto la fuerza cada vez
más intensa con la que se viene abriendo paso la idea de soberanía cultural en
los foros internacionales y, tras ella, la aceptación de que el relativismo ético-
cultural puede convertirse en un límite o freno –de hecho ya lo es– para una
universalización plena de los derechos humanos internacionalmente reconoci-
dos. Hemos visto también cómo Walzer termina sucumbiendo a sus encantos al
defender que, excepto en los dos supuestos que comentaremos más adelante, la
sociedad internacional debe tolerar moralmente y no sólo prudencialmente
todo tipo de gobierno que los ciudadanos puedan considerar el suyo propio.
Pero ¿puede llegar el relativismo a cuestionar la legitimidad de las intervencio-
nes para detener violaciones mucho más graves de los humanos, ésto es, situa-
ciones como el genocidio, la esclavitud, etc.?
Durante algún tiempo, las razones prudenciales que aconsejaron no hacer
nada para detener algunos de los mayores ultrajes contra la humanidad aparecie-

130
Vid. BEITZ, C., “Non-intervention and comunal integrity”, cit., pp. 389-391.
131
FERNÁNDEZ, E., “Lealtad cosmopolita e intervenciones bélicas humanitarias”, Re-
vista de Occidente, 236, enero, 2001, p. 63
132
WALZER, M., “The moral standing of the states”, cit., p. 212. Para una crítica a este
argumento vid. LUBAN, D., “The romance of the Nation State”, Philosophy & Public Affairs,
9, nº4, 1980, pp. 392-397.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 51
ron combinadas con una invocación tranquilizadora del relativismo cultural. La
paz internacional estaba, desde esta perspectiva, mejor garantizada adoptando
antes una óptica relativista que universalista. La impresión es que esta combina-
ción de cautela y relativismo resultaría hoy inaceptable. Como afirma Feyera-
bend, ya no es necesario que los esfuerzos por alcanzar la paz respeten una su-
puesta integridad cultural que con frecuencia no es más que el gobierno de un
tirano133. Da la impresión de que, en la actualidad, más que representar una ame-
naza o negación de legitimidad de las intervenciones humanitarias, el relativismo
ético-cultural ha terminado desencadenando un discurso más favorable que per-
judicial para las mismas. Ello tiene que ver, sin duda, con las transformaciones
del orden mundial acaecidas en la última década, e incluso con el apaciguamien-
to del furor relativista tanto en la antropología como en la filosofía moral. Pero,
en parte, también es el producto de su propio éxito, de la aceptación tanto en el
plano jurídico-político como filosófico, de que la versión predominantemente
occidental de los derechos humanos consagrada por los textos internacionales
exigía una corrección más o menos profunda que hiciera compatible su obser-
vancia con el respeto de la diversidad cultural. La cierto es que, como esa revi-
sión no alcanzaría a todos los derechos sino primordialmente a los que cabría
considerar como más “occidentales” e ignorantes, pues, de los diferentes contex-
tos y particularidades (prohibición absoluta de las diferencias por razón de sexo o
confesión, las libertades políticas, las libertades de expresión, asociación, etc.), el
resto habría salido reforzado y, en apariencia, definitivamente inmunizado de la
amenaza del relativismo. Y, entre estos últimos derechos, estarían aquellos que
constituyen el fundamento más directo de las intervenciones humanitarias: el de-
recho a la vida y la libertad personal.

133
FEYERABEND, P., «Contra la inefabilidad cultural. Objetivismo, relativismo y otras
quimeras» en GINER, S. y SCARTEZINI, R. (eds), Universalidad y diferencia, cit., p. 41.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS
INTERVENCIONES HUMANITARIAS EN LOS
DERECHOS HUMANOS MÍNIMOS

3.1. Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural


Señalábamos anteriormente que la universalidad de los derechos humanos
cuya violación justifica prima facie una intervención humanitaria se encontrarían
a salvo del relativismo ético-cultural. En la actualidad parece extremadamente
difícil cuestionar que la prohibición moral del genocidio, la esclavitud o la lim-
pieza étnica está más allá de cualquier forma de escepticismo, y que ello puede ser
expresado en el lenguaje de los derechos humanos universales. Pero, tal y como
indicábamos antes, ésto no debe ser interpretado como una negación total del rela-
tivismo sino más bien como su superación o corrección parcial. Esto es, hoy prác-
ticamente nadie rechazaría la existencia de valores no puramente endógenos, pero
tampoco se admitiría la transculturalidad y universalidad de la totalidad de dere-
chos que han venido siendo proclamados como tales desde el siglo XVIII hasta
hoy. Se rechazaría así la tesis del relativismo normativo según la cual no existen
valores con significado en más de un determinado contexto cultural, pero no se
habría logrado defender que todos los derechos humanos internacionalmente
positivizados no son, en su sustancia o en algunas de sus concepciones, exclusivos
de una o varias de las racionalidades o civilizaciones del planeta.
La defensa de la universalidad de este catálogo mayor o menor de derechos
humanos debía centrase, al menos en un primer estadio, en mostrar las incon-
sistencias y falacias sobre las que descansa el relativismo ético-cultural, así
como en desacreditar su pretensión de ser una filosofía favorecedora de la tole-
rancia. Estas críticas podrían resumirse en los siguientes puntos:
1) El convencimiento de los relativistas de que los individuos están confor-
mados profundamente por su cultura y sociedad hipostasia el papel de los
determinantes sociales y culturales, a la vez que exagera la homogeneidad y
54 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
autonomía de la cultura y la sociedad. Sebreli advierte la existencia de una ten-
dencia un tanto patológica entre los antropólogos de interpretar la compleja
realidad humana en términos exclusivos de cultura, haciendo de ella un abso-
luto134. Sin embargo, ni la cultura ni la sociedad poseen un carácter autosufi-
ciente e independiente (ambas están condicionadas por la economía, el desa-
rrollo tecnológico, el sistema político, etc.), ni tampoco son el único factor que
conforma la personalidad del individuo135. Al menos en cierta medida, no le
falta razón a Rawls cuando declara que el yo puede modificar sus fines sin
poner por ello en peligro su identidad moral136.
Frente al determinismo de los factores culturales en la configuración de la
personalidad, Parekh reclama que los individuos no son objetos pasivos caren-
tes de recursos morales e intelectuales diferentes de los que les proporciona su
propia cultura o sociedad, e incapaces, en consecuencia, de adoptar un punto de
vista crítico e independiente respecto a las creencias dominantes. Por defini-
ción, toda cultura posee una historia y unas ideas, mitos, historias de lucha y
sueños de perfección heredados del pasado que proporcionan una distancia crí-
tica y algunos recursos para resistir las creencias dominantes. Además, dado
que, como parte de su mecanismo autoreproductivo, toda sociedad anima a sus
miembros a pensar críticamente acerca de las creencias y costumbres de los
extranjeros, parece muy difícil evitar que esta facultad crítica no termine tam-
bién dirigiéndose contra sus propias prácticas y creencias137.
2) Se ha puesto igualmente de manifiesto que el relativismo normativo
padece una grave incoherencia lógica interna. Ésta nace de que, por un lado,
aquél rechaza que existan valores objetivos e independientes de las distintas
culturas y tradiciones que permitan enjuiciarlas, pero, por otro, se presenta
como una filosofía impulsora de un único principio que sí sería objetivo y
transcultural: el de la tolerancia de todas las culturas y códigos morales. Ade-
más de incoherente, este principio incurre en la «falacia naturalista» (Moore)
consistente en deducir el deber del ser, de inferir la validez moral de toda cos-
tumbre o norma del mero hecho de ser aprobada por una determinada cul-
tura138.

134
SEBRELI, J.J, El asedio a la modernidad, cit., p. 47.
135
Sobre las relaciones entre el relativismo y la identidad personal, vid. GUTMANN, A.,
“The challenge of Multiculturalism in Political Ethics”, Philosophy and Public Affairs, vol.22,
n.3, summer, 1993, pp. 182 ss.
136
RAWLS, J., Political Liberalism, Columbia University Press, 1993, pp. 30-32.
137
PAREKH, B., «Non-etnocentric universalism» en DUNNE, T. and WHEELER,
N.(eds), Human rights in global politics, Cambridge Universiy Press, 1999, pp. 133-135.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS... 55
3) Por otra parte, es totalmente injustificado que la lógica del discurso rela-
tivista implique necesariamente la defensa de actitudes tolerantes respecto a
sistemas morales ajenos. El valor de la tolerancia no deriva del relativismo sino
que es un imperativo moral universal. El relativista, en cuanto tal, no puede
decir nada a favor o en contra de la tolerancia desde un punto de vista moral ya
que, desde el momento en que lo hiciera, dejaría de ser un observador de la
moralidad y se convertiría en defensor de ella. Y, además de fundarse en un
razonamiento contradictorio, la tesis de la vinculación del relativismo norma-
tivo con la tolerancia queda desacreditada por la experiencia histórica, siendo
posible hablar de una conexión psicosociológica entre aquél y la ideología
totalitaria139. En última instancia el relativismo cultural es una actitud conser-
vadora, defensora del statu quo e compatible con la crítica y la disidencia140.
Las razones racionales contra del relativismo parecen, pues, muy contun-
dentes. Si la fuerza de sus argumentos a la hora de entender, interpretar y hacer
observar los derechos humanos internacionalmente proclamados dependiera
de la fuerza y predicamento que actualmente pueden tener en la comunidad
filosófica, sería bastante débil y, en cualquier caso, mucho menos intensa que
en décadas pasadas. Frente al radicalismo de antropólogos, lingüistas y de la
ética analítica de la primera mitad del siglo XX, resulta mucho más difícil
encontrar una defensa tan desaforada del relativismo ético en la filosofía moral
actual. Sin embargo, un talante más realista conduciría a comprobar que la
corrección o moderación del impulso relativista en el plano teórico no se ha
traslado al mundo de las organizaciones y relaciones internacionales en el que,
como hemos podido observar, el apego a las peculiaridades culturales estaría
impulsando desde hace años una revisión tácita de la Declaración Universal de
derechos humanos. Ello está, sin duda, profundamente vinculado al tipo de
auditorio que representa la sociedad internacional. Es obvio que no lo integra
una comunidad de filósofos, ni se parece en nada a la comunidad ideal de diá-
logo, ni a un auditorio universal, sino que es una asociación de Estados sobera-
nos formados, como dice Walzer, por la unión entre un gobierno y “una” comu-
nidad política.

138
RENTELN, A., “Relativism and the search of human rights”, cit., pp. 61-62; TESÓN,
F., “International human rights and cultural relativism”, cit., pp. 888-889; SEBRELI, J.J., El
asedio a la modernidad, cit., pp. 70-71; SCARTEZZINI, R., «Las razones de la universalidad
y la diferencia», cit., pp 24-25.
139
Vid. LÓPEZ CASTELLÓN, E., “Supuestos teóricos de los relativismos éticos”, Siste-
ma, 58, 1984, p. 19.
140
PÉREZ LUÑO, A.E., «La universalidad de los derechos humanos» en LÓPEZ GAR-
CÍA, J.A. y DEL REAL, A (eds), Los derechos: entre la ética, el poder y el derecho, cit., pp.
59-63.
56 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
Lo cierto es que, como pone de manifiesto Nagel, en el mundo considerado
globalmente hay comunidades culturales y nacionales que representan valores
tan radicalmente diferentes que no parece posible construir una única concep-
ción de un orden político legítimo en el que pudieran vivir todos, un sistema
legal respaldado por la fuerza cuya estructura básica fuera aceptable para
todos141. Este dato haría dudar entonces de hasta qué punto la superación del rela-
tivismo cultural necesaria para lograr una plena universalización espacial de los
derechos humanos no debe, dentro de lo razonable, aceptar como una realidad
teóricamente irreductible ese pluralismo cultural e ideológico y ser –utilizando la
conocida expresión de Rawls– una superación política en lugar de metafísica. Y
es que, con independencia de que se sea o no relativista, o de que el relativismo
ético-cultural constituya o no una teoría coherente, creo razonable admitir que su
mejor o peor intencionado empleo ha contribuido a hacer mucho más visibles las
diferencias y particularidades propias de las diversas civilizaciones y culturas del
planeta y a reconocer que la universalidad de los derechos humanos debería ser el
fruto del diálogo entre ellas142. Ello ha permitido, igualmente, poner de mani-
fiesto la ingenuidad tanto del racionalismo ético, para el que la demostración de
la racionalidad de un valor era condición necesaria y suficiente de su realiza-
ción143, como del liberalismo, que consideraba que lo decisivo para la universali-
zación de los derechos humanos eran los instrumentos jurídicos y políticos y no
la exigencia social y moral que ha de impulsarlos144.

3.2. La respuesta minimalista al relativismo ético-cultural

Consciente de estas realidades, R.J. Vincent ha señalado diferentes pro-


puestas para reconciliar la universalidad y la diferencia, para hacer viables los
derechos humanos universales en medio de la diversidad cultural. Serían las
tres siguientes:

141
NAGEL, T., Igualdad y parcialidad, trad. de J. F. Alvarez, Paidós, Barcelona, 1996,
p. 172.
142
Cabría hablar así, siguiendo una distinción que Peces-Barba aplica al proceso de espe-
cificación de los derechos pero que podríamos igualmente trasladar al de su internacionaliza-
ción, de la universalidad de los derechos humanos como un punto de llegada en lugar de como
un punto de partida. PECES-BARBA, G., “La Universalidad de los derechos humanos”, Doxa,
15-16, 1994, p. 626.
143
BOBBIO, N, El tiempo de los derechos, trad. de R. De Asís, Sistema, Madrid, 1991,
p. 60.
144
Vid. RUBIO CARRACEDO, J., «¿Derechos Liberales o Derechos Humanos?», en
RUBIO CARRA-CEDO, J., TOSCANO, M. y ROSALES, J.M., Ciudadanía, Nacionalismo y
Derechos Humanos, cit., pp. 167-168.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS... 57
a) Considerar la expresión “derechos humanos” un concepto reconocido en
todas las sociedades y culturas, pero que éstas definen en los términos de sus
propios valores particulares145. Se defendería, desde esta perspectiva, la posibi-
lidad y necesidad de que los derechos humanos (cuyo alcance y significación
es universal) sean traducidos e interpretados en las categorías y valores de cada
cultura.
b) Buscar un núcleo de derechos humanos básicos compartido por todas las
culturas basado en un común denominador a todas ellas: la razón humana, las
bases biológicas de la personalidad moral, la tendencia universal de enfren-
tarse al sufrimiento humano, etc146.
c) Superar la tensión entre universalidad y diferencia gracias a la existencia
en el mundo actual de una cultura cosmopolita única extendida en todas las cul-
turas indígenas: la de los derechos humanos, que no es otra que la cultura de la
modernidad147.
La primera de estas alternativas apuntaría una tendencia muy marcada en la
actual filosofía de los derechos humanos de acuerdo con la cual la especulación
sobre el fundamento de éstos es una labor estéril con vistas a impulsar su res-
peto. Frente al dogma del racionalismo ético antes señalado, la experiencia his-
tórica ha demostrado que el pretendido hallazgo de un fundamento absoluto no
ha contribuido a un más rápido reconocimiento y realización de aquéllos.
Recordemos al respecto la conocida máxima de Bobbio de que, después de la
Declaración Universal aceptada por prácticamente todos los países del mundo,
el verdadero problema de fondo de los derechos humanos no es tanto justificar-
los como protegerlos148. Puesto que la pregunta por el fundamento de los dere-
chos humanos se sitúa en el plano de la teoría de la justicia, su respuesta depen-
derá de la calidad de nuestra sabiduría ética. Pero, como señala Rorty, la
emergencia de la cultura de los derechos humanos no parece deber nada al
incremento del conocimiento moral sino que responde mucho más a un “pro-
greso de los sentimientos”, a la educación de nuestra capacidad para ver mucho
más las pequeñas y superficiales semejanzas entre nosotros y gentes muy dis-
tintas de nosotros149. Por otra parte, de existir un consenso internacional sobre

145
VINCENT, R.J., Human rights and international Relations, Cambridge University
Press, 1986, p. 48.
146
Ibídem, p. 49. Sobre un humanitarismo basado en el principio de “no causar daño” vid.
CAMPBELL, D., “Why Fight: Humanitarianism, Principles and Post Structuralism”, Mille-
nium, 3, 27, 1998, pp. 497-521
147
VINCENT, R.J., Human rights and international Relations, cit., p. 50.
148
BOBBIO, N., El tiempo de los derechos, cit., p. 61.
149
RORTY, R., «Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad», en SHUTE, S. y
HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, cit., p. 132.
58 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
los derechos humanos, éste no podría nacer de la aceptación de una única expli-
cación del fundamento de los derechos sino que, en la línea defendida por
Taylor, debería ser algo parecido al consenso por solapamiento rawlsiano, en
el que diferentes grupos, países, comunidades religiosas, civilizaciones, aun
defendiendo visiones fundamentales incompatibles sobre la teología, la meta-
física, la naturaleza humana, etc., alcanzarían un acuerdo sobre ciertas normas
que deberían gobernar la conducta humana. Cada uno de estos colectivos ten-
dría su propia forma de justificar tales normas, lo que significa que estaríamos
de acuerdo en su contenido aunque difiramos en las razones por las que cree-
mos que son correctas150.
Frente a esta mezcla de escepticismo y pragmatismo, parece que la princi-
pal alternativa que se plantea a la hora de conciliar el relativismo ético-cultural
y los derechos humanos pasa por afirmar un catálogo universal de derechos
similares a los impulsados hasta ahora pero expresados en términos más abs-
tractos, y/o establecer un núcleo más reducido del que pueda concluirse que
sería aceptado por todas las comunidades y culturas. Así, para S.Lukes, la lista
de los derechos humanos debería mantenerse “razonablemente corta y razona-
blemente abstracta” porque sólo así cabe la posibilidad de asegurarse un con-
senso en el amplio espectro político contemporáneo. Dicha lista incluiría los
derechos civiles y políticos básicos, el imperio de la ley, la libertad de expre-
sión y asociación, el derecho a la igualdad de oportunidades y el derecho a un
nivel de bienestar material básico, pero probablemente nada más151.
La vía minimalista propuesta por Lukes viene siendo defendida desde hace
tiempo por liberales como Vincent y Rawls y –de un modo quizás más ambi-
guo pero finalmente más radical– por comunitaristas como Walzer. El primero
de ellos apuesta por superar la ineficacia de los derechos universalmente reco-
nocidos centrándose en la noción de “derechos básicos” defendida por Henry
Shue. La nómina de los mismos estaría integrada por aquéllos derechos cuyo
disfrute resulta esencial para el resto de derechos152; más en concreto, por el
derecho a la vida, en el doble sentido de seguridad contra la violencia y derecho
a la subsistencia. Puesto que escapa a lo razonable autorizar el menoscabo de la
vida humana bajo el amparo de cualquier tipo de soberanía o modus vivendi,

150
TAYLOR, C., “A world consensus on human rights?”, Dissent, Summer, 1996, p. 15-
21.
151
LUKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», cit., p. 45. Y es que, como
pone de manifiesto Laporta, “cuanto más se multiplique la nómina de los derechos humanos me-
nos fuerza tendrán como exigencia, y cuanto más fuerza moral y jurídica se les suponga más
limitada ha de ser la lista de los derechos que la justifiquen adecuadamente”. LAPORTA, F.,
“Sobre el concepto de derechos humanos”, cit., p. 23.
152
VINCENT, R.J., Human rights and international Relations, cit., p. 125.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS... 59
Vincent considera una buena estrategia intentar sustentar en un valor tan incon-
trovertido la mayor cantidad de libertades, presentándolas como parte de las
exigencias e implicaciones contenidas en el derecho que lo protege. Por medio
de esta concepción maximalista del derecho a la vida se accede a una concep-
ción minimalista de las libertades civiles y políticas. Así, tal y como apunta
también Shue, tener derecho a la vida significa también disfrutar de libertad
para –al menos– protestar y movilizarse contra su privación, teniendo acceso
para ello a instituciones que lo garanticen153. Vincent cree que el atractivo de
este núcleo restringido de derechos humanos reside en el realismo de su neutra-
lidad respecto de las principales divisiones políticas, económicas y culturales
existentes en el mundo, así como en su pretensión de “poner únicamente un
suelo bajo las sociedades del mundo y no un cielo por encima de ellas”154.
La idea de unos derechos humanos básicos también ha sido acogida por
Rawls en su The Law of Peoples (1996 y 1999), trabajo en el que ha intentado
formular una concepción de «la justicia internacional resultante de la extensión
a dicho ámbito de los principios de «la justicia como equidad». Retomando ter-
minología clásica del ius gentium intra se, Rawls se refiere a ella como el
«derecho de gentes», al que define como “una concepción particular del dere-
cho y la justicia aplicable a los principios y normas del derecho y la práctica
internacionales”155. Plantear una teoría de la justicia internacional como la
extensión de la justicia como equidad obedece a la necesidad de elaborar una
teoría completa del principio liberal de tolerancia. Para lograr esa extensión y,
de acuerdo con una estrategia similar a la adoptada en El Liberalismo Político,
es preciso considerar al derecho de gentes una teoría no comprehensiva (de
carácter totalizante o globalizador), ni metafísica (basada en alguna concep-
ción moral, religiosa o filosófica), sino puramente política156.
Entre los elementos que definen una teoría política de la justicia merece
destacarse el desplazamiento de la noción de verdad moral por la idea de lo
razonable157. Además de expresar un ideal de tolerancia, la primacía de lo razo-

153
SHUE, H., Basic rights: Subsistence, Affluence and Us Foreign Policy, Pricenton Uni-
versity Press, 1980, pp. 74-78.
154
VINCENT, R.J., Human rights and international relations, cit., p. 126.
155
RAWLS, J., The Law of Peoples, Harvard University Press, Cambridge, 1999, p. 3.
156
Vid. RAWLS, J., «Derecho de Gentes» en SHUTE, S. y HURLEY, S.(eds), De los de-
rechos humanos, cit., nota 2, p. 47.
157
“Dentro de la concepción política de la justicia, no podemos definir la verdad como
dada por las creencias definidas incluso en un consenso idealizado, al margen de lo amplio que
sea (…) Una vez que aceptamos el hecho de que el pluralismo razonable es una condición per-
manente de la cultura pública bajo instituciones libres, la idea de lo razonable es más adecuada
como parte de la base de una justificación pública”. RAWLS, J., Political Liberalism, cit., p.
129.
60 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
nable conduce a que la obtención de una base pública de justificación deba
adoptar un punto de vista imparcial entre los puntos de vista de las doctrinas
generales razonables. La combinación del pluralismo, la idea de lo razonable y
la búsqueda de una base pública de justificación se traduce en la adopción de
una estrategia consistente en comenzar con ideas implícitamente compartidas
y convertirlas, mediante el equilibrio reflexivo, en una concepción política que
pueda servir como eje de un consenso solapado. Por lo tanto, al igual de lo que
ocurriera en Political Liberalism, The Law of Peoples “está marcado por una
preocupación dominante por la posibilidad y practicabilidad de los ideales
políticos cuando se enfrentan al pluralismo cultural e ideológico (…) Rawls
quiere asegurarse y asegurarnos que su concepción política de la justicia inter-
nacional puede ser el eje de un consenso solapado, porque tal cosa demostraría
que no es sólo un modus vivendi, sino que puede ganar apoyo razonado (de
diversas formas) de agentes libres e iguales en tanto racionales y razona-
bles”158. The Law of Peoples estaría presidido, pues, por la búsqueda de un ter-
mino medio entre el liberalismo y la aceptación del pluralismo cultural e ideo-
lógico, entre la facticidad y la validez, entre el realismo y la utopía.
Para elaborar su concepción de la justicia internacional, Rawls sigue los
siguientes pasos. En primer lugar, construye una explicación para justificar
cómo es posible extender «la justicia como equidad» hasta establecer un dere-
cho de gentes válido para las sociedades liberales. En segundo lugar, expone
las razones que justifican extender el derecho de gentes a las sociedades decen-
tes no liberales. Este segundo paso se realiza mediante una doble estrategia:
por un parte, adelgaza el contenido de la justicia liberal; por otra parte, amplia
el contenido de la idea de justicia de las sociedades jerárquicas hasta hacerla
casi enlazar sin solución de continuidad con la primera159. Como antes indicá-
bamos, esta segunda extensión está presidida por la idea de tolerancia, enten-
dida no en un sentido negativo (como el abstenerse de sancionar militar, diplo-
mática o económicamente a quienes entendemos que deben cambiar sus
modos de vida) sino como el reconocimiento de que esas sociedades no libera-
les son miembros en plano de igualdad de la comunidad de pueblos160. Una de
las claves de dicha tolerancia sería que las sociedades decentes no liberales
también respetan los derechos humanos, si bien no todos aquellos que deriva-
ban de los dos principios de la justicia como equidad, sino los que lo hacen de
la versión más abstracta y restringida de los mismos que expresa el derecho de
gentes integrada por los derechos mínimos y urgentes: el derecho a los medios

158
McCARTHY, T., “Unidad en la diferencia: Reflexiones sobre el derecho cosmopoli-
ta”, Isegoría, 16, 1997, p. 44.
159
RUBIO CARRACEDO, J., «Justicia Internacional y Derechos Humanos», cit., p. 198.
160
RAWLS, J., The Law of Peoples, cit., pp. 65 y 79.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS... 61
de subsistencia y seguridad (derechos a la vida), a la libertad frente a la esclavi-
tud, la servidumbre y la ocupación armada, a la propiedad personal y a la igual-
dad formal expresada en reglas de justicia natural161. Así, por ejemplo, no se
exige a las sociedades jerárquicas (Estados confesionales) que reconozcan una
libertad de conciencia completa sino que admitan una cierta cantidad, incluso
si tal libertad no es, tal y como ocurre en los regímenes liberales, igual para
todos los miembros de la sociedad162.
Los derechos humanos son, por tanto, una clase especial de derechos de
aplicación universal cuya principal función es señalar unos límites que ningún
Estado puede traspasar y cuya violación, por el contrario, justificaría la inter-
vención externa. En concreto, las funciones de los derechos humanos básicos
serían las tres siguientes: a) establecen las condiciones mínimas de legitimidad
y decencia de los ordenamientos jurídicos domésticos; b) fijan un límite al plu-
ralismo entre pueblos; c) su observancia es suficiente para excluir las inter-
venciones justificadas por parte de otros pueblos, mediante sanciones econó-
micas o diplomáticas o, en casos graves, la fuerza armada163.
La ventaja de estos derechos humanos mínimos es que no pueden ser recha-
zados como peculiares de la cultura occidental, ya que no han de ser necesaria-
mente derivados de la idea liberal que considera a las personas como indivi-
duos y ciudadanos libres e iguales y las trata con independencia de la cultura y
la sociedad. También pueden ser entendidos como el resultado de los requisitos
de una justicia basada en el bien común y la buena fe de los funcionarios a la
hora de explicar y justificar el ordenamiento jurídico que ha de satisfacer cual-
quier sociedad. En una sociedad que no se base en la tradición política indivi-
dualista occidental, que no contemple a los ciudadanos como titulares de dere-
chos en tanto que individuos sino más bien de deberes en tanto que miembros
de una comunidad, los derechos humanos podrían ser contemplados como
“derechos de habilitación”, derechos que capacitan a las personas para desem-
peñar sus deberes en los grupos a los cuales pertenecen (gremios, corporacio-
nes, etc.). En tal sentido son políticamente neutrales164.
El minimalismo moral de Rawls es, en consecuencia, el resultado de un adel-
gazamiento de la justicia liberal occidental. Como apunta McCarthy, desde Teo-
ría de la Justicia, pasando por El Liberalismo Político, hasta El Derecho de Gen-
tes, la idea de justicia sufre un debilitamiento progresivo con el fin de acomodar
un grado progresivamente mayor de diversidad cultural que Rawls considera

161
Ibídem, p. 79.
162
RAWLS, J., «Derecho de Gentes», cit., p. 67.
163
Ibídem, p. 75; íd, The Law of Peoples, cit., p. 80 (la cursiva es añadida).
164
RAWLS, J., «Derecho de Gentes», cit., p. 72.
62 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
teóricamente irreductible165. El producto más sobresaliente de este proceso es
una versión restringida de los derechos humanos internacionalmente reconoci-
dos pero de la que, a cambio, cabe predicar una validez no sólo formal sino tam-
bién práctica. Aunque, de acuerdo con el parecer de sus críticos, el precio pueda
ser una excesiva concesión al statu quo y la marginación del segundo principio
de «la justicia como equidad»166, no hay duda de que una de las ventajas reales de
su teoría de la justicia internacional radica en hacer mucho menos cuestionable la
universalidad de un núcleo duro de derechos y libertades en cuya defensa cabe
acudir, si fuera necesario, incluso mediante una intervención armada.
La defensa más radical y directa de las intervenciones humanitarias basada
en el minimalismo moral es, sin embargo, la que nos ofrece Walzer. Veíamos
previamente cómo este autor rechazaba un derecho amplio de intervención
humanitaria como el defendido por Luban o Tesón defendiendo la presunción
de legitimidad de los Estados en la sociedad internacional. Pues bien, el respeto
del pluralismo ético implícito en esa teoría tiene en dicho tipo de intervencio-
nes una de sus excepciones más fuertes. Junto a la secesión o liberación nacio-
nal en un Estado en el que coexisten comunidades diferentes y a los supuestos
de contraintervención, la legitimidad de las operaciones bélicas encaminadas a
poner fin a la esclavitud o a detener masacres, constituyen las principales
modificaciones que Walzer introduce en el «paradigma legalista» ¿Significa
ello que considere los derechos a la vida y la libertad una realidad moral uni-
versal cuya defensa puede justificar la violación de las fronteras nacionales?
Aunque Walzer parece terminar aceptando que sí, el tono general de su dis-
curso es un continuo ir y venir de lo particular a lo universal que oscurece por
momentos el auténtico contenido de sus conclusiones.
Es cierto que, para condenar las masacres o la esclavitud y justificar las
intervenciones, Walzer apela a “la conciencia moral de la humanidad”, que no
se descubre abstrayendo sino concentrándose en las convicciones morales de
los hombres y mujeres corrientes adquirida en el curso de sus actividades coti-
dianas167. Sin embargo, del resto de su razonamiento se desprende que dichos
actos justifican la injerencia no tanto por representar una violación de los dere-
chos humanos como por suponer la eliminación de la comunidad política en
cuya protección descansa el valor moral del Estado168. Cuando un gobierno se

165
MAcCARTHY, T., “Unidad en la diferencia…”, cit., p. 46.
166
Vid. POGGE, T., “An egalitarian Law of Peoples”, Philosophy & Public Affairs, 23,
1994, pp. 195-224.
167
WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 107.
168
Acerca el predominio de los elementos comunitaristas sobre los individualistas en la
justificación que suscribe Walzer de la intervención humanitaria, Vid. RUIZ MIGUEL, A., “Las
intervenciones bélicas humanitarias”, Claves de la Razón Práctica, 68, 1996, pp. 17-18.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS... 63
vuelve salvajemente contra sus miembros, debemos dudar de la existencia
misma de una comunidad política a la que podría aplicarse la idea de autodeter-
minación. Hablar en esos casos de comunidad o autodeterminación –concluye
Walzer– parece cínico e irreverente169.
Donde sí parece apreciarse una aceptación de la noción de derechos huma-
nos como la categoría ética legitimadora de las intervenciones es en la versión
del minimalismo moral, del mínimo moral común a todos los pueblos y cultu-
ras, que suscribe Walzer. A juicio del profesor de Princeton, algunos han visto
en un catálogo restringido de derechos humanos básicos una especie de len-
guaje ético para toda la humanidad, una suerte de esperanto moral capaz de
introducir unidad en medio de la diversidad y el particularismo. Sin embargo,
el minimalismo moral, cuando se expresa como moralidad mínima, “se inser-
tará en un idioma y una orientación de una de las moralidades máximas”170,
esto es, en alguna de las legitimidades domésticas a las que antes aludíamos,
especialmente en los valores occidentales. Por lo tanto, a diferencia de otros
minimalismos, que buscan identificar un punto de partida neutral desde el que
muchas culturas diferentes y posiblemente legítimas pudieran desarrollarse
(como ocurre con el procedimentalismo de Habermas y Appel), Walzer se
siente mucho más cercano al de las llamadas “condiciones de la mera decen-
cia” (esto es, con la aceptación de cualquier ideal o argumentación que se con-
sigue sin la coerción tiránica o la guerra civil) defendido por S.Hampshire171.
Pero, incluso en este último, se opera fijando un mínimo comunal o universal
de partida hasta el que se espera que converjan todas las éticas máximas parti-
culares. Frente a ello, Walzer apuesta por localizar la universalidad al final de
la diferencia, por “reconocer la gran diversidad de procesos históricos y buscar
resultados similares”172. El mínimo moral del minimalismo no puede ser, por
tanto, una moralidad neutral e inexpresiva, sino el producto de un esfuerzo por
designar “principios y reglas reiterados en diferentes tiempos y lugares que se
consideran similares aun cuando se expresan en diferentes idiomas y reflejan
historias diversas y visiones del mundo distintas”173. Una búsqueda del con-
senso moral que recuerda mucho la definición aristotélica y ciceroniana del
Derecho Natural como las leyes comunes a todos los pueblos civilizados y la
metodología histórica y no fundacionista que, según Bobbio, la inspira174.

169
WALZER, M., Just and Injust wars, cit., pp. 100-101.
170
WALZER, M Moralidad en el ámbito local e internacional, traducción y estudio pre-
liminar de R. del Aguila, Alianza, Madrid, 1996, p. 42.
171
Vid. HAMPSHIRE, S., Innoncence and Experience, Harvard University Press, Mas-
sachussets, 1989, esp. pp. 72-78.
172
WALZER, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, cit., p. 47.
173
Ibidem, p. 49.
64 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
Pero ¿cuál sería el contenido de esa moralidad mínima? Walzer tiene claro
que el consenso moral internacional será más evidente si es planteado de forma
negativa señalando que es muy probable que el resultado de dicho esfuerzo sea
un grupo de mandatos negativos contra el asesinato, la mentira, la tortura, la
opresión y la tiranía175. Como puede apreciarse, estos estándares coinciden en
gran medida con el contenido mínimo del Derecho Natural de Hart y con el tipo
de acuerdo moral que, según Raz, cabe apreciar en muchas sociedades indus-
triales avanzadas176. Pero Walzer está hablando de un mínimo moral no domés-
tico sino universal, y, llegados a este punto, reconoce que la presunción de no
intervención (y de legitimidad de los Estados en la sociedad internacional)
podría ser considerada un rasgo de ese mínimo moral. Sin embargo, también es
un contenido de la moral mínima que, en los casos de muertes y opresión
masiva, dicha presunción sea excepcionada y que la solidaridad con las vícti-
mas nos conduzca no sólo a manifestarnos, sino a enviar hombres y mujeres
más allá de nuestras fronteras177.
Justificar las intervenciones humanitarias en ese mínimo moral ¿significa
también hacerlo en los derechos humanos? El hecho de que Walzer declare que
el lenguaje de los derechos es un modo de expresión propio del maximalismo
moral de los europeos o americanos actuales no es razón para responder negati-
vamente. Walzer termina admitiendo que este lenguaje sería traducible a las
categorías de otros maximalismos, siendo pues admisible sostener que las
intervenciones humanitarias son actos de solidaridad exigidos por el respeto de
los derechos humanos a la vida y la libertad. Estos son los dos derechos más
importantes y ampliamente reconocidos, los únicos de los que cabe afirmar que
son el resultado de nuestra común humanidad y no sólo el producto de una con-
cepción local y particular de la justicia178.
Conviene llamar la atención sobre dos cuestiones relacionadas con el carác-
ter negativo del mínimo moral universal que defiende Walzer. Como hemos
visto, la estrategia minimalista negativa que adopta obedecería a la búsqueda
de una universalidad evidente y neutral respecto de las diferentes tradiciones
culturales, ideológicas y religiosas. Conviene añadir que el carácter negativo
del mínimo moral universal posee también una génesis histórica muy concreta:
el descenso a los infiernos que supuso el holocausto nazi y los genocidios pos-

174
Vid. BOBBIO, N., «El modelo iusnaturalista», en Estudios de Historia de la Filosofía.
De Hobbes a Gramsci, trad. de J.C.Bayón, Debate, Madrid, 1985, p. 86.
175
WALZER, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, cit., p. 49.
176
RAZ, J., «The politics of the Rule of Law», en Ethics in the public domain: essays on
morality of law and politics, Clarendon Press, Oxford, 1995, p. 372.
177
WALZER, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, cit., pp. 48-49.
178
M. WALZER, Las esferas de la justicia, cit., p. 13.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS... 65
teriores en la URSS, Camboya, Ruanda, etc. Tan dramáticos episodios de nues-
tra historia más reciente explicarían, a juicio de Ignatieff, que el universalismo
moral moderno “no se base tanto en la esperanza como en el temor, no tanto en
el optimismo que despierta la capacidad humana para el bien, como en el
pánico que produce su capacidad para el mal, no tanto en el hombre creador de
su propia historia como en el enemigo que puede resultar para su propia espe-
cie”179.
Por otra parte, aunque Walzer estime que el del minimalismo negativo sea
una vía más segura para evitar acabar incurriendo en alguna forma de maxima-
lismo, ello no evita finalmente que su propuesta esté dentro de las coordenadas
propias de una concepción occidental de lo intolerable. Aunque Walzer ter-
mine reconduciéndolos hasta la noción más abstracta de los derechos humanos
a la vida y la libertad, las prohibiciones contra la mentira, la tiranía, la opresión
y la tortura se centrarían en aquellas formas de injusticia y sufrimiento hacia las
que parecen mostrar una mayor sensibilidad los medios de comunicación, la
opinión pública y, en general, la cultura occidental. Como pone de manifiesto
Parekh, los occidentales sólo nos centramos en las formas más acuciantes y
espectaculares de sufrimiento humano como el hambre, la amenaza de muerte,
el terrorismo, etc., y no en la muerte lenta que provoca la pobreza, la malnutri-
ción y el subdesarrollo político y económico. No hay duda de que estas últimas
son consideradas formas de injusticia y desigualdad que exigen una reestructu-
ración urgente del orden interno, pero no se considera, por el contrario, que exi-
jan actuar a los que se encuentran fuera. Por tanto, nuestra concepción de la
intervención humanitaria se distingue por su naturaleza política y por concen-
trase en el Estado. Para nosotros, “la muerte y el sufrimiento se convierten en
objeto de intervención sólo cuando son causados por el hundimiento del
Estado o un abuso monstruoso de su poder”180.

179
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, cit., pp.
23-24.
180
PAREKH, B., “Rethinking Humanitarian Intervention”, International Political Scien-
ce Review, 18, 1, 1997, p. 55.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE
LOS DERECHOS HUMANOS

4.1. Consecuencialismo vs. Deontologismo

Los derechos humanos tal y como han sido considerados, la detención de


algunas de sus violaciones más flagrantes, ofrecen un fundamento o –cuando
menos– razón moral casi incontrovertible con la que justificar las intervencio-
nes bélicas humanitarias. Sin embargo, esta convicción se atenúa cuando nos
preguntamos en qué medida los derechos humanos son suficientes para pro-
porcionar una justificación completa de las intervenciones y si cualquier forma
de poner en marcha su defensa puede beneficiarse ipso facto de la calidad
moral de los mismos. La respuesta a este interrogante estará condicionada
tanto por la concepción ética que suscribamos (consecuencialista, deontolo-
gista, etc.) como por el modo en que nos inclinemos a definir las intervenciones
humanitarias: si como actos de defensa de los derechos humanos que exigen el
recurso a la fuerza o como, más bien, guerras que producen daños pero que, no
obstante, pretenden justificarse en tales normas.
En favor de una justificación absoluta de la injerencia basada en los dere-
chos humanos suele aducirse que éstos, o cuando menos los derechos humanos
básicos, imponen deberes erga omnes, que son universales, no sólo en el sen-
tido activo de que están adscritos a todos los seres humanos, sino también en el
pasivo de que vindican un respeto y protección universal181. Pero no es la uni-

181
Como sostienen Vincent y Wilson, el aspecto básico de los derechos humanos básicos
es que imponen deberes a todo el mundo y no sólo a los gobiernos. VINCENT, R.J. and WIL-
SON, P., «Beyond non-intervention» en FORBES, I. and HOFFMAN, M., Political Theory, In-
ternational Relations, and the Ethics of Intervention, cit., p. 123. Sobre la correlatividad entre
derechos y deberes en los derechos humanos básicos vid. PANICHAS, G.E., “La estructura de
los derechos humanos básicos”, Anuario de Derechos Humanos, 7, 1990, pp. 113-140.
68 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
versalidad per se de los derechos humanos y de sus deberes correlativos el
único rasgo de los mismos que se ofrece a su favor como razón suficiente para
la justificación de las intervenciones. También se señala que son derechos
absolutos, esto es, exigencias morales que, como afirma Dworkin, triunfan
sobre cualquier otra pretensión ética y, sobre todo, frente a cualquier otra exi-
gencia de carácter social, económico, político, etc. Ello supondría, en defini-
tiva, que los deberes correlativos a los derechos humanos también son absolu-
tos y no pueden ser postergados por consideraciones como las señaladas.
Partiendo de tal concepción de los derechos, resulta comprensible que se
subraye el idealismo y rigorismo presente en toda justificación de las interven-
ciones que se fundamente exclusivamente en aquéllos y que se llegue a tachar a
sus defensores de auténticos “imperialistas morales”182. A juicio de Ruiz
Miguel, dicho tipo de justificación ofrecería una derivación contraintuitiva que
no es fácil de encajar o de evitar: “si los derechos humanos constituyen un cri-
terio deontológico firme de obligatoriedad moral perentoria y universal y no
simples estados de cosas deseables entre los que se puedan hacer balances y
cálculos en términos de consecuencias, entonces imponen deberes correlativos
universales. En el caso que aquí nos ocupa, éso significa que cualquiera que
esté en condiciones de hacerlo –y no sólo los Estados, pero sobre todo y tam-
bién los Estados– estaría obligado a proteger los derechos humanos básicos, si
es preciso mediante la iniciación de intervenciones armadas o la participación
en las iniciadas”183.
Si al carácter universal y absoluto de los deberes correlativos que garanti-
zan su protección, añadimos la emotividad favorable de la que disfrutan los
derechos humanos, existe el riesgo de que toda acción que logre presentarse
como una defensa de los mismos goce ipso facto de una presunción de legitimi-
dad que impida su examen y valoración atendiendo a las causas que la desenca-
dena, los medios empleados y las consecuencias que produce. De ahí el riesgo
apuntado por Ignatieff de que el lenguaje de los derechos humanos termine por
convertirse en una poderosa nueva retórica de justificación abstracta, depen-
diente de “realidades virtuales”, de abstracciones que simplifican las causas y
las consecuencias de las guerras184.
El idealismo del modelo deontológico, su aparente incapacidad para tomar
en cuenta las circunstancias fácticas que rodean las intervenciones humanita-

182
TESÓN, F., “Collective Humanitarian Intervention”, Michigan Journal of Internatio-
nal Law, 17, winter, 1998, p. 323.
183
RUIZ MIGUEL, A., “Las intervenciones bélicas humanitarias”, cit., pp. 19-20.
184
IGNATIEFF, M., Virtual war. Kosovo and Beyond, Metropolitan Books, New York,
2000, p. 6.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 69
rias, ha sido especialmente criticado por los defensores de una versión reno-
vada de la tradición de la guerra justa. Como es sabido, el origen de esta doc-
trina se remonta a Agustín de Hipona (La Ciudad de Dios), pero sus conceptos
no serán elaborados hasta el siglo XIII por obra de Tomás de Aquino. El mayor
desarrollo y aplicación de la doctrina tendrá lugar en los siglos XVI y XVII por
Vitoria (Relectio de Indis) con su teoría del ius comunicationis185 y, posterior-
mente, por Grocio, que le dará una impronta más legalista. Aunque se trata de
una teoría alumbrada por la teología cristiana y, por tanto, de origen occidental,
hay quienes abogan por la Jihad como una versión islámica comparable186.
Una de las mayores ventajas que, a juicio de algunos de los más destacados
impulsores de su recuperación, tendría la doctrina de la guerra justa sería
reconocimiento de la importancia moral de las consecuencias y de la insufi-
ciencia de las intenciones virtuosas cuando de lo que se trata es de emplear la
fuerza. Aunque su uso es algo intrínsecamente indeseable, puede, no obstante,
resultar necesario y correcto en determinadas circunstancias, pero –incluso
entonces– ello puede acarrear efectos dañinos. A juicio de Fixdal y Smith, la
doctrina de la guerra justa permite superar esta paradoja integrando las tres
principales tradiciones éticas: el deontologismo (lo prioritario es que nuestras
acciones satisfagan los deberes que tenemos hacia otros), el consecuencia-
lismo (lo prioritario es que los efectos de nuestras acciones respeten los debe-
res que tenemos frente a otros) y la ética de las virtudes (lo prioritario es que
nuestras acciones satisfagan los deberes que tenemos para con nosotros mis-
mos). La necesidad de superar las discrepancias entre la rectitud de las inten-
ciones virtuosas y la incertidumbre de las consecuencias nos anima a ponderar
cada caso antes de hacer juicios firmes acerca de la legitimidad de una guerra
de intervención. La doctrina de la guerra justa encara este desafío a través de
su distintiva forma de argumentación casuística, en la que los principios
morales repartidos entre ius ad bello y el ius in bello establecen guías y admi-
ten excepciones, compromisos y desfases entre la realidad y el deseo. La ven-
taja de este casuísmo reside en que, en lugar de someter los dilemas morales a
la “tiranía de los principios” (Jonsen y Toülmin), intenta situar la moralidad y
la realidad en un mismo plano. De esta manera, las conclusiones no brotan de

185
Vid. al respecto PÉREZ LUÑO, A.E, “Intervenciones por razones de humanidad. Una
aproximación desde los clásicos españoles de la filosofía del derecho”, Revista de Occidente, nº
236-237, Enero, 2001, pp. 71-90; RAMÓN CHORNET, C., ¿Violencia necesaria?.., cit., pp. 29
ss.
186
Vid. RAMSBOTHAM, O., “Islam, Christianity, and Forcible Humanitarian Interven-
tion”, Ethics and International Affairs, 12, 1998, pp. 88-89; JOHNSON, J.M., «Historical Roots
and Sources of the Just War Tradition in Western Culture» en KELSELY, J. and JOHNSON,
J.T. (eds), Just War and Jihad: Historical and Theoretical Approaches on War and Peace in
Western and Islamic Traditions, Grenwood Press, New York, 1991.
70 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
fuertes nociones preconcebidas acerca de la justicia de la guerra o la interven-
ción, sino de la sensibilidad hacia la realidad de una guerra o intervención par-
ticular187.
Otra forma de intentar superar el rigorismo señalado por Ruiz Miguel,
Tesón o Ignatieff y tomar en consideración las consecuencias, pero sin renun-
ciar por ello a una justificación de las intervenciones en los derechos humanos,
es la que defienden, entre otros, Tesón, Beitz o Walzer188. Aunque partiendo de
premisas y argumentos diferentes, todos ellos consideran que la mejor forma
de superar la tensión entre los derechos humanos que justifican actuar militar-
mente y las consecuencias que de ello se derivan es considerar la intervención
no un deber sino simplemente un derecho. Para Walzer, la intervención huma-
nitaria es completamente voluntaria, incluso ante una brutalidad amplia y evi-
dente: “la intolerancia humanitaria generalmente no es suficiente para superar
los riesgos que supone la intervención, y solamente algunas veces se dan las
razones adicionales para la intervención, ya sean razones geopolíticas, econó-
micas o ideológicas”189.
Cabría, por último, intentar reconciliar los derechos humanos y las conse-
cuencias de su defensa a partir de una comprensión más flexible y amplia del
significado moral de los primeros. Ciertamente, el liberalismo o, al menos, una
cierta versión del mismo, ha defendido que la fuerza y el sentido de los dere-
chos radica precisamente en la exclusión de la deliberación en términos de con-
secuencias. Los derechos establecerían los límites de lo que puede hacerse a
unos individuos para beneficiar a otros, a los sacrificios que se les puede de-
mandar como contribución al bien general190. La concepción metaética que
está en la base de esta concepción “triunfalista” de los derechos sería, siguien-
do a Hare191, el intuicionismo que, en el caso de las intervenciones humanita-
rias, estimo sería todavía más fuerte ya que, junto al de los principios que res-
palda a los derechos humanos básicos, el deber de intervenir estaría también
apoyado en un intuicionismo del acto alimentado por el efecto CNN al que al
comienzo aludíamos192. Las imágenes televisivas de las masacres y atrocidades

187
FIXDAL, M. and SMITH, D., “Just War and Humanitarian Interventions”, cit., pp.
287-288.
188
TESON, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 117; BEITZ, C., Political Theory and
International Reations, cit., p. 91.
189
WALZER, M., Sobre la tolerancia, trad. de F.Alvarez, Paidós, Barcelona, 1998, p. 36.
190
DWORKIN, R., Los derechos en serio, trad. de M.Guastavino, Ariel, Barcelona, 1984,
pp. 279 ss.
191
HARE, R.M., Moral thinking: Its Levels, Methods and Points, Claredon Press, Oxford,
1981, pp. 26 ss.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 71
tendrían la fuerza suficiente para, sin necesidad de disponer una información
fáctica ni tener que deliberar, saber que intervenir es correcto.
Pero aceptar que los derechos representan un elemento tan inmensamente
importante de nuestro lenguaje moral como para justificar en muchos casos que
son “triunfos”, no elimina la posibilidad y necesidad de acudir a un razonamiento
que tenga en cuenta las consecuencias de los actos realizados en observancia de
tales derechos. Aunque necesarios, los principios relativamente simples que se
emplean a un nivel intuitivo no son, sin embargo, suficientes en el pensamiento
moral. Parece sobradamente admitido que el recurso a una argumentación conse-
cuencialista se hace espacialmente necesario cuando se producen conflictos
entre los derechos y ésta es, precisamente, la situación que se genera en las inter-
venciones humanitarias. Pretender resolver tales tensiones sin trascender el
plano de los principios (esto es, sin abandonar el intuicionismo), mediante la
introducción de excepciones, no parece una salida razonable: siempre habría un
grado de complejidad en tales principios, que por razones psicológicas y prácti-
cas, éstos no pueden ni deben traspasar193. Por muy bien equipados que estemos
de principios relativamente simples prima facie, siempre nos encontraremos con
situaciones en que éstos colisionan entre sí y en las que se hace preciso recurrir
algún tipo de pensamiento no intuitivo que resuelva tales conflictos, a un pensa-
miento critico. A diferencia del nivel intuitivo, en este nivel crítico del pensa-
miento moral ofrece las características propias del utilitarismo del acto ya que
permite acudir a un razonamiento de tipo consecuencialista194.

192
No conviene, empero, exagerar la entidad moral de este efecto. Como cometa Ignatie-
ff, algunos psicólogos han señalado que la exposición al sufrimiento a través de la televisión
contribuye a aumentar la distancia y terminar por generar una “fatiga de la compasión”: “La te-
levisión personaliza, humaniza, pero también despolitiza las relaciones morales, y, al hacerlo,
debilita la comprensión de la que depende la empatía y el compromiso moral. Los vicios virtua-
les de la televisión merecen, pues, algún espacio en nuestra explicación de la “fatiga de la com-
pasión” y de la “fatiga de la caridad”, de la creciente poca predisposición de los públicos ricos
y bien alimentados para dar ayudas humanitarias o apoyar la ayuda exterior de los gobiernos.
La distancia real ha sido drásticamente reducida por la tecnología visual, pero la distancia moral
permanece intacta. Si estamos fatigados, ello se debe a que nos sentimos asaltados por los hete-
rodoxas y promiscuas apelaciones y peticiones de ayuda procedentes de todos los rincones del
mundo. Las narrativas morales han sido banalizadas por una repetición como consecuencia de
la cual han perdido su impacto y fuerza“. IGNATIEFF, M., «The Stories we tell: Television and
Human Aid» en MOORE, J (ed), Hard Choices. Moral Dilemmas in Humanitarian Interven-
tion, Rowman and Littlefield Publishers, Lanham, 1999, p. 295.
193
Ibídem, pp. 35-39.
14
Ibídem, p. 43. Como sostiene Waldron, si los derechos mismos colisionan entonces el
espectro de los intercambios es reintroducido. Puede ocurrir que, al identificar aquellos intereses
que no han de ser sacrificados al cálculo de utilidad, estemos todavía seleccionado intereses que
72 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
En definitiva, los derechos humanos, su violación masiva y grave, pueden
no ser suficientes para justificar un acto de injerencia humanitaria. No hay
duda de que a) aquéllos conforman un conjunto de principios de justicia dota-
dos de validez universal y b) que el principio de no intervencion no tiene un
valor ni moral ni jurídico superior al de los derechos humanos. Como señala
Garzon Valdés, resulta obvio que el enunciado a) implica la prohibición de vio-
lar dichos principios y que del enunciado b) se puede inferir c) ésto es, que la
intervención armada no sólo no está prohibida en algunos casos, sino que
puede estar permitida e, incluso, ser obligatoria. Pero, como insiste acertada-
mente el filósofo argentino, entre a), b) y c) no hay una relación de implicación:
“aun cuando es cierto que la justificación de c) presupone la aceptación de la
corrección de a) y de b), de a) no se infiere b), ni de la unión de a) y b) se infiere
c)”195.
Esto último sólo puede realizarse aferrándose a los que Weber llama la ética
de la convicción que tiene sobre todo presente la corrección de las intenciones
y de las acciones emprendidas y la injusticia de la situación contra la que se
actúa, en lugar de una ética de la responsabilidad, que, junto a lo anterior,
tomaría también en consideración las consecuencias de aquellas acciones196.
Una intervención responsable debería, por tanto, respaldarse de buenos argu-
mentos inductivos que permitan establecer hipótesis razonables acerca de las
consecuencias que una operación armada de esta naturaleza conllevaría en un
contexto determinado y, tras sopesarlas, decidir si es más aceptable o razonable
intervenir que no intervenir. Todo lo cual no garantiza, en última instancia, que
la intervención logre un resultado humanitario satisfactorio. Esto último, tal y
como señala Wheeler, solo podrá determinarse retrospectivamente, dado que
no pueden conocerse por adelantado las consecuencias morales de la misma197.
Pero ¿cuáles son o pueden ser los efectos o consecuencias de una interven-
ción bélica humanitaria? Partiremos de un concepto amplio de las mismas en
cuádruple sentido. En primer lugar, porque tomaremos en consideración las
consecuencias de una intervención tanto para el Estado o Estados interventores
como para el intervenido/s y, en general, para la sociedad internacional en su
conjunto. En segundo lugar, porque también prestaremos atención a las conse-

194

son incompatible entre sí y, de esta forma, reproduciendo en el campo de los derechos las mis-
mas soluciones que intentamos evitar en el campo de la utilidad social. WALDRON, J., «Rights
in conflict» en Liberal Rights: Collected papers 1981-1991, Cambridge University Press, 1993,
p. 209.
195
GARZÓN VALDES, E: “Guerra e diritti humani”, Ragion Practica, 13, 1999, p. 25.
196
WEBER, M., “La política como vocación” en Escritos Políticos, trad. de J.Aricó, Fo-
lios, Mexico, 1984.
197
WHEELER, Saving strangers, Oxford University Press, 2000, p. 303.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 73
cuencias que llevaría consigo la no intervención. En tercer lugar, el estudio
consecuencialista de las intervenciones debe aplicar la conocida distinción
entre el utilitarismo del acto y el utilitarismo de la regla, delimitando pues lo
que serían los efectos derivados de las intervenciones en sí mismas de los que
se derivarían de la universalización de la regla o principio en el que se funda su
legalidad y/o legitimidad. Finalmente, porque incluiremos en este mundo de
las consecuencias tanto los beneficios y daños presentes de las intervenciones
como los riesgos y peligros futuros que pueden derivarse de las mismas.

4.2. Consecuencias humanitarias. Proporcionalidad, justa causa, último


recurso y resultado humanitario

El auténtico problema ético de las acciones bélicas humanitarias no es que


sean intervenciones (es decir, que constituyan actos que interfieren en asuntos
pertenecientes a la soberanía de los Estados) sino que sean operaciones arma-
das, acciones bélicas, que, como tales, pueden causar muertes y víctimas, tanto
en la población del país en el que se interviene como entre las tropas de los pro-
pios agentes de la intervención198. Como afirma Garzón Valdés, lo que esta en
discusión con las intervenciones no es, por un lado el principio de no interven-
ción y, por otro lado, la defensa de los derechos humanos, sino la lesión de los
derechos humanos de un grupo para asegurar la vigencia de esos mismos dere-
chos humanos en otro grupo199. Porque ¿puede justificarse la puesta peligro e
incluso el sacrificar la vida de unos seres humanos para evitar la muerte de
otros?
Llama la atención la respuesta tan convencidamente iusirenista que Ferra-
joli ofrece a este interrogante. A juicio de este autor, si la guerra conlleva un
enorme coste de muerte y sufrimiento, no puede ser nunca un medio con-
gruente sino más bien contrario a un fin humanitario como es la defensa de los
derechos humanos. Intentar buscar alguna justificación ética para el empleo de
esta violencia a gran escala en los criterios de tradición de la guerra justa revela
un desconocimiento del sentido ético con el que fue alumbrada esta teoría. El
pensamiento iusnatauralista no la concibió tanto para justificar las guerras jus-
tas como para –en ausencia de límites y prohibiciones iusinternacionales–
limitar y deslegitimar las guerras injustas. Además, los criterios de iusta causa,
auctoritas principis, intentio recta, etc. que integran esta doctrina han deve-

198
Como señala Beitz, lo grave de la intervención militar no es que sea intervención, sino
que sea militar, poniendo así en peligro la vida y el bienestar de los ciudadanos. BEITZ, C.,
“Justice and International Relations”, Philosophy and Public Affairs, 1975, p. 389.
199
GARZON VALDES, E., “Guerra e diritti humani”, cit., p. 47.
74 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
nido insostenibles, tanto en el plano ético como en el jurídico, debido a los cam-
bios acaecidos en el último siglo. El fenómeno de la guerra contemporánea, con
los potentísimos medios destructivos creados por la tecnología militar, posee una
naturaleza diferente de la guerra tradicional a partir de la que toma cuerpo la idea
de “guerra justa”. No sólo la atómica sino también la convencional consistente en
el lanzamiento de misiles y en bombardeos, ha convertido la guerra en un medio
de destrucción desmesurada e incontrolable. En consecuencia, tras las grandes
masacres de la centuria recién concluida, la guerra parece, por sus características
intrínsecas, un mal absoluto respecto del cual todos los viejos límites iusnatura-
listas han terminado por resultar insuficientes200.
Con independencia de que se compartan o no sus conclusiones, debe reco-
nocerse el acierto de Ferrajoli al llamar la atención sobre la necesidad de un
análisis que una de forma más profunda y responsable los fines y los medios de
las intervenciones humanitarias. La constatación de lo abominable de la guerra
debería servir –cuando menos– para introducir un importante y decisivo ele-
mento de realismo en el discurso de quienes están profundamente convencidos
de la necesidad y legitimidad de las intervenciones armadas en defensa de los
derechos humanos. Ignatieff ha llamado en este sentido la atención sobre el
modo en que el lenguaje de los derechos humanos puede conducir a la inven-
ción de un mundo moral virtual, habitado por enemigos demonizados y Esta-
dos sanguinarios enfrentados a virtuosos aliados y nobles ejércitos. El ensa-
yista canadiense recuerda las palabras de un excombatiente en la Segunda
Guerra Mundial que afirmaba que “es casi seguro que un civil remotamente
alejado del campo de batalla estará más sediento de sangre que un soldado en la
primera línea del frente”. Por tanto, los activistas en favor de las intervenciones
bélicas humanitarias deberían entender mucho mejor al poder militar de lo que
lo han hecho hasta ahora. De lo contrario corren el riesgo de terminar siendo
seducidos por guerras que acaban destruyendo los mismos derechos humanos
que parecen defender201.
Sin desconocer el poder destructor que pueden y suelen tener las guerras,
incluidas las que se afirma emprender para acabar con una violación masiva de
los derechos humanos, si no todos, al menos algunos de los criterios del ius ad
bellum y del ius in bello elaborados por la teoría de la guerra justa seguirían
teniendo vigencia en la medida en que el uso de la fuerza no llegue a alcanzar
las dimensiones tan destructivas que Ferrajoli atribuye a las guerras202. De ser

200
FERRAJOLI, L., “Guerra “etica” e diritto”, cit., pp. 121-123.
201
IGNATIEFF, M., Virtual war, cit., pp. 6-7 y 213-214.
202
Vid al respecto BROWN, C., “A qualified defence of the use of force for humanitarian
reasons”, en BOOTH, K. (ed), The Kosovo tragedy. The Human Rights Dimenssions, The In-
ternational Journal of Human Rights, vol.4, nums. ¾, Autum-Winter, 2000, p. 288.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 75
así, la respuesta de la doctrina del iustum bellum es que las muertes que pro-
voca la intervención pueden ser asumidas desde una perspectiva moral si cum-
plen ciertos requisitos.
El primero de ellos es de la proporcionalidad203. La interpretación más plau-
sible de este principio es, a juicio de Pontara, que debe existir proporcionalidad
entre, por un lado, los derechos violados como efecto colateral del empleo de
medios destinados para tutelar los derechos y, por otro lado, los derechos que
de facto resultan tutelados gracias al empleo de tales medios204. Pero ¿qué cri-
terio permite establecer esa paridad aproximada? ¿el numero de derechos vio-
lados y tutelados? ¿el grado de protección de los derechos? ¿el numero de per-
sonas cuyos derechos son violados o lesionados? ¿la probabilidad ante
eventum conectada a las distintas alternativas referentes a la tutela y violación
de derechos?205 La complejidad de estos interrogantes se acentúa a tenor de
como se definan y prioricen los objetivos de la intervención. Si ésta es conside-
rada como única o –cuando menos primordialmente– un acto de rescate de
seres humanos, el factor determinante de la proporcionalidad parecería el
número, resultando así legitima una operación en la que la cantidad de bajas es
inferior a la de vidas salvadas. Si, por el contrario, se considera que el anterior
no es el único objetivo de las intervenciones sino que también lo es la protec-
ción de los derechos humanos básicos, entonces podría aceptarse que es legí-
tima una operación que salva aproximadamente las mismas vidas que quita
pero que instaura en sistema político que garantiza para el futuro una adecuada
protección de esos mismos derechos. De esta forma, al igual que no estaría jus-
tificado dejar de asumir el riesgo de sacrificar un número razonable de solda-
dos y de civiles para detener un genocidio de cientos o miles de personas, tam-
poco sería legítimo provocar un número considerable de muertes para evitar
otro no mucho mayor.
El requisito de la proporcionalidad parece presuponer que las vidas e inte-
gridades físicas en juego en cualquier operación bélica humanitaria tienen un
mismo y único valor moral; que han de contarse por igual las muertes de los
soldados de los países que intervienen que la de los ciudadanos de los Estados
intervenidos (lo que no significa que las vidas de los soldados del país en el que
se interviene no deban ser tomadas en consideración a la hora de tomar o eva-
luar moralmente la decisión de intervenir, si bien parece razonable situarlas en
un nivel inferior por ser aquéllos los que están cometiendo materialmente los

203
Vid. GARDAM, J., “Proporcionality and Force in International Law”, The American
Journal of International Law, 87, 1993, pp. 391-395.
204
PONTARA, G., “Guerra etica, etica della guerra e tutela globale dei diritti”, Ragion
Practica, 13, 1999, p. 60.
205
Ibidem, p. 62.
76 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
actos de genocidio o limpieza étnica). Sin embargo, no todas las intervenciones
proclamadas humanitarias han asumido sincera y coherentemente este último
presupuesto moral206. Muy al contrario, la distinta valoración que se hace de
unas u otras vidas proporciona una de las mejores muestras de la distancia exis-
tente entre el idealismo de los valores que se proclama defender y las circuns-
tancias políticas y sociales en las que las intervenciones se llevan efectiva-
mente a cabo. No en vano, uno de los principios que hasta ahora ha venido
presidiendo su puesta en marcha ha sido la reducción al mínimo de la pérdida
de vidas entre los ejércitos interventores. Es más, una de las principales razo-
nes por la que se ha intervenido en ciertos países donde se estaba produciendo
una violación masiva y sistemática de los derechos humanos (por ejemplo,
Kosovo) y no en otros (por ejemplo, Ruanda) debe buscarse en que en los pri-
meros casos se consideró que los riesgos a asumir no eran muy elevados, mien-
tras que en el segundo se estimo todo lo contrario. Como señala Wheeler, el
caso de Ruanda pone de manifiesto de qué forma, incluso en un supuesto en el
que existían buenas razones para pensar que el uso de la fuerza habría tenido
éxito con sólo bajas limitadas, los líderes políticos decidieron resolver el con-
flicto entre sus deberes hacia sus ciudadanos y sus deberes hacia los extranje-
ros en favor de los primeros207.
Desde la óptica comunitarista, resolver así dicho conflicto está éticamente
justificado ya que, sin negar que tenemos deberes hacia los que viven mas allá
de nuestras fronteras, los comunitaristas e incluso algunos liberales estiman
que nuestro primer deber moral es hacia los que tenemos más cerca y forman
parte de nuestra comunidad208. En esta línea, Jackson y Hendrickson estiman
que el primer deber de los Estados en tales circunstancias es proteger a su pro-
pio pueblo, tanto a los soldados como a los civiles y que, sólo después, pueden
intentar proteger a cualquiera otros209. Por otra parte, se afirma que no antepo-
ner la vida de los soldados propios a las vidas de terceros supone convertir la
intervención humanitaria en una acción que exige comportamientos superero-

206
Como señala Walzer, los Estados no envían sus tropas a otros países sólo para salvar
vidas. Las vidas de los extranjeros no tienen tanto peso en las escalas de decisión doméstica.
WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 102.
207
Vid. WHEELER, N.J., Saving strangers, cit., pp. 300-301.
208
Vid. GOODIN, R.E., “What is so special about our fellow countrymen?, Ethics, 98,
1988, pp. 633-86; MILLER, D., “ The ethical significance of nationality”, Ethics, 98, 1988, pp.
647-62; WALZER, M., «Esferas de afecto» en NUSSBAUM, M., Los límites del patriotismo,
trad. de C. Castells, Paidós, 1997, p. 154.
209
HENDRICKSON, D., “In defence of realism: A comentary of Just and Injust Wars”,
Ethics and International Affairs, 11, 1997, p. 46. JACKSON, R., «International Comunity be-
yond the war», en LYONS, G. & MASTANDUNO, M. (eds.), Beyond Westphalia? National
Sovereignty and International Intervention, cit., p. 75.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 77
gatorios, lo que significa el sacrificio de un bien para salvar otro equivalente. Y,
a juicio de Garzón Valdés, ninguna ética racional puede imponer este tipo de
sacrificios que transforman el mundo en un infierno moral210. No en vano, este
tipo de situaciones haría surgir ciertas dudas sobre la categoría misma de los
derechos humanos, si se entiende que una de las características de los mismos
es la de imponer deberes universales correlativos que no toman en considera-
ción las relaciones personales y las lealtades hacia los que tenemos mas cerca.
Además de por las razones morales expuestas, las bajas propias han de ser
prudencialmente consideradas por los gobiernos que quieren contar con el
apoyo o —cuando menos— la no oposición de sus respectivas opiniones públi-
cas no cosmopolitas a la hora de emprender este tipo de operaciones211. Esta
prioridad suele justificarse pragmáticamente en la necesidad de asegurar la
puesta en marcha y efectividad de las intervenciones humanitarias. Si, como
declara Hassner, el punto de vista universalista hubiera de ser el único legítimo,
si cualquier intervención cuyos motivos fuesen en parte autointeresados fuera
por ello descalificada, los Pol Pots y los Idi Amin Dadas de este mundo hubie-
ran permanecido en el poder hasta que una “comunidad humanitaria global”
hubiese estado preparada para actuar, en lugar de los vietnamitas y tanzanos
cuyos motivos tenían poco que ver con la defensa de los derechos humanos,
pero que libraron a los camboyanos y ugandeses de sus dementes tiranos212.
Sin embargo, desde una perspectiva ética cosmopolita que, dada la igualdad
moral de todos los hombres, considere que las relaciones personales o comuni-
tarias no deben ser una fuente de deberes morales más fuertes y diferentes de
los que se deben al conjunto del género humano, no sería posible justificar
moralmente que uno de los factores que determina tanto la decisión de interve-
nir como los medios empleados una vez que se acuerda hacerlo sea únicamente
el evitar las bajas entre los propios intervinientes. Adoptando esta perspectiva,
P.Kahn afirma, puesto que es consustancial al concepto de derechos humanos
que toda vida humana posee el mismo valor, una guerra en favor de los dere-
chos humanos que se lleve a cabo sin asumir este tipo de riesgos es una contra-

210
GARZÓN VALDÉS, E: “Guerra e diritti humani”, Ragion Practica, 1999, 13, p. 46.
211
De ahí que Vincent sitúe el futuro de las intervenciones humanitarias en el desarrollo
de los sentimientos morales cosmopolitas entre los Estados y sus respectivas sociedades civiles.
VINCENT, R.J., Human rights and International Relations, cit., p. 127. Por su parte, Wheeler
estima que la aceptación por parte de la comunidad mundial de un derecho de intervención hu-
manitaria exigiría, entre otros factores, que quienes trabajan por los derechos humanos en ONG,
universidades y medios de comunicación movilicen a la opinión publica hacia un nuevo y prac-
tico consenso moral para la protección y promoción de los derechos humanos. WHEELER, N.J.,
Saving stangers, cit., p. 310.
212
HASSNER, P, «From War and Peace to Violence and Intervention» en J. MOORE
(ed), Moral Dilemmas in Humanitarian Intervention, cit., p. 24.
78 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
dicción moral. Por el contrario, las guerras sin riesgos presuponen que nuestras
vidas nos preocupan más que las de aquéllos por cuya salvación interveni-
mos213, y encierra además el peligro señalado por Ignatieff de que quienes están
a salvo de peligro dejan de estar constreñidos por las consecuencias de sus
acciones, hasta el punto de convertir la guerra en un deporte “que permite el
placer del espectáculo con la emoción añadida de que es real para algunos pero
no, felizmente, para el espectador214.
De ahí que haya razones para entender que la intervención de la Alianza
Atlántica en Kosovo estuvo animada por esta lógica aparentemente incohe-
rente, en la que los sentimientos cosmopolitas que exigían poner fin a todo
genocidio, con independencia de qué nación, pueblo o comunidad puedan ser
sus víctimas (el ex-presidente Clinton proclamará que acabar con la tragedia
de Kosovo representaba “un imperativo moral”) se combinaron con el
empleo de unos medios militares que anteponían casi por completo la seguri-
dad de los soldados propios a la posible muerte de aquéllos a quienes se pre-
tendía salvar (como lo demuestra la negativa de la coalición de Estados inter-
ventores de enviar tropas terrestres a la región). Como pone de manifiesto
A.Cavanagh, la tensión entre el imperativo moral de salvar a los albano-
kosovares y el riesgo político interno que hubiera supuesto para los gobier-
nos de la OTAN comprometerse a enviar tropas de tierra fue artificialmente
solventada con una operación exclusivamente aérea215. Nos encontramos así
ante uno de los principales dilemas éticos de las intervenciones humanitarias.
Si, como señala Garzón, exigir la puesta en peligro de la vida de los propios
para salvar la de los extraños constituye un comportamiento supererogatorio,
solo podrá intervenirse en aquellos casos donde la superioridad militar
garantice una operación sin riesgos para los soldados propios pero que, al
mismo tiempo, por un lado aumenta el riesgo de daños colaterales y, por otro,
consagra que los Estados en los que se violan los derechos humanos pero que
disfrutan de un importante potencia militar se consideren a salvo de la posibi-
lidad de una intervención216.

213
KAHN, P, “War and Sacrifice in Kosovo”, Philosophy and Public Policy, 19, Spring-
Summer, 1999.
214
IGNATIEFF, M., Virtual War, cit., p. 161.
215
CAVANAGH HODGE, P, “Casual war: Nato´s Intervention in Kosovo”, Ethics and
International Affairs, 14, 2000, pp. 49 y 53. Una dura crítica de los medios empleados por la
OTAN en Kosovo y de las consecuencias humanitarias de esta intervención puede verse en RE-
MIRO BROTONS, A, “Un nuevo orden contra el Derecho internacional: el caso de Kosovo”,
Revista Electrónica de Estudios Internacionales, 1, 2000, pp. 8-9. Dirección web: http://
www.reei.org/.
216
GARZÓN VALDÉS, E: “Guerra e diritti humani”, cit., p. 46.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 79
El problema de los daños colaterales ha sido, no obstante, tradicionalmente
superado gracias a la concepción finalista de las intervenciones predominante
en la literatura internacionalista. De acuerdo con la misma, a lo que debe aten-
derse para considerar una intervención como humanitaria no es tanto a sus
resultados como a que se certifique su intención humanitaria. Es lo que la doc-
trina de la guerra justa conocía como recta intentio. De ahí que, entre otras
cosas, se justifiquen los daños colaterales acogiéndose a la teoría del tomista
“doble efecto”, consistente en justificar cualquier mal causado a los civiles no
combatientes sosteniendo que la intención del autor no era la de provocarlo
sino la de conseguir un bien. Es decir, para esta teoría la distinción entre daños
intencionados y daños sólo previstos pero no buscados tendría relevancia o sig-
nificado moral217.
Una versión sofisticada de esta teoría es la que nos ofrece inicialmente
Tesón con su intento de minimizar el significado moral de los daños colaterales
rechazando que estemos ante una verdadera violación de los derechos huma-
nos. Para justificar esta tesis Tesón rechaza, en primer lugar, la concepción de
los derechos como intereses protegidos, ya que, en su opinión, ésta sólo toma
en consideración a las víctimas y no la intención de quienes los menoscaban; y,
en segundo lugar, lleva a cabo una más que cuestionable distinción entre el
«menoscabo» (infrigment) y la «violación» de los derechos humanos. El pri-
mero se caracteriza por ser una frustración de los intereses de la víctima. Sólo
la clase de los derechos violados y el número de víctimas es relevante para
determinarlo. Pero no todo menoscabo de los derechos humanos constituiría
una violación de los mismos. Esta última es un menoscabo que conlleva una
falta de respeto (en sentido kantiano) de la víctima, realizada de un modo com-
pletamente voluntario y con plena conciencia de estar tratándolas sin respeto.
Por tanto, para evaluar la justicia de las guerras no hemos de tomar como refe-
rencia el daño provocado por los malhechores sino las razones para causarlo218.
La endeblez de la teoría del doble efecto es, no obstante, de sobra conocida.
Walzer ha llamado la atención sobre el peligro de que esta teoría proporcione
una justificación en blanco para las muertes inintencionadas de civiles que son,
sin embargo, altamente previsibles219. La precariedad moral de esta argumenta-
ción parece pues fuera de duda. Por ello, la expresión “daños colaterales” no

217
McINTYRE, A., “Doing Away with double effect”, Ethics, 2001, January, 2001, p.
220. Vid. igualmente LICHTENBERG, J., “War, Innocence and the Doctrine of Double
Effect”, Philosophical Studies, 1994, pp. 347-368.
218
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 95 ss. Tesón toma este argumento de
Montaldi. MONTALDI, D., “Toward a Human Rights based Account of Just War”, Social
Theory and Practice, 11, 1985, p. 123.
219
WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 153.
80 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
pasa de ser un mero eufemismo para referirse a la muerte de civiles inocentes y
la destrucción de objetivos no militares que no guardan relación alguna con los
fines militares. Cabría por ello sospechar que lo que persiguen realmente quie-
nes intentan defender todas o algunas intervenciones destacando la bondad de
sus intenciones por encima de lo insatisfactorio de sus resultados es evitar un
análisis político realista de dichas operaciones220.
La teoría del doble efecto quedaría también desacreditada si se pone en
duda que la humanitaria haya sido la verdadera intención de las intervenciones
en Somalia, los Balcanes, etc. Para algunos de los más encarecidos adversarios
de la intervención de la OTAN en Kosovo, para aquéllos que J.Merton califica
de “antiintervencionistas antiimperialistas”221(Chomsky o Tariq Ali, etc.) el
diseño de una estrategia militar presidida por el principio de evitar las bajas
propias aún al precio de aumentar los riesgos humanitarios entre la población
civil, sería un dato más con el que confirmar que los verdaderos motivos de la
intervención no habrían sido humanitarios. El auténtico detonante de la inter-
vención serían los intereses nacionales de carácter económico, político o estra-
tégico, siendo el humanitarismo sólo una nueva retórica con la que legitimar
dicha actuación. Así algunos comentaristas de la intervención en Kosovo con-
sideran que esta operación obedecería a la necesidad de seguir justificando la
existencia de la Alianza Atlántica y reforzar su credibilidad una vez desapare-
cida la Unión Soviética222. La ausencia de verdaderos motivos humanitarios
explicaría también el doble rasero empleado por Estados Unidos en situaciones
comprables a la de Kosovo, como las del Kurdistán, China, Chechenia, etc. En
el caso, sobre todo, de los kurdos en Turquía, la ayuda a esta población supon-
dría un menoscabo de los intereses económicos y militares norteamericanos
que Estados Unidos tiene en una zona tan estratégica como Asia menor. Actitu-
des tan diferentes frente a situaciones tan similares explican que Chomsky
estime que uno de los principales problemas de la intervención en Kosovo no
sea ya el de la incoherencia sino el de una gran inconsistencia o contradicción.

220
CALLINICOS, A., «The ideology of humanitarian Intervention» en TARIQ, A., Mas-
ters of the Universe? Nato’s Balkan Crussade, Verso, London, 2000, pp. 175-189.
221
Estos críticos de las intervenciones humanitarias no excluyen la posible legitimidad de
todas las intervenciones sino que sólo se oponen a las formas particulares de la diplomacia nor-
teamericana y europea que han emergido tras el fin de la Guerra Fría y la aparición del orden
mundial unipolar. Para éstos autores, las democracias hegemónicas utilizan selectivamente la
retórica del humanitarismo para validar la protección de su poder militar y hegemonía econó-
mica. MERTON, J., “Legitimizing the Use of Force in Kosovo”, Ethics and International
Affairs, 2001, p. 135.
222
HAMMOND, P. and HERMAN, E.S. (eds), Degraded Capability. The Media and the
Kosovo Crisis, Pluto Press, Sterling, 2000, pp. 7-8; ALI, T., Masters of the Universe? Nato´s
Balkan Crusade, cit., p. IV.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 81
La incongruencia manifestada entre las actitudes en el caso de China y el de
Kosovo conlleva además serias dudas acerca de las intenciones reales de los
intervinientes y –lo que es más grave– debilita la confianza en la eficacia de los
derechos humanos como guía de acción política de los Estados223.
Pero ¿hasta qué punto es la intención del rescate o protección de los dere-
chos humanos un factor determinante para calificar una intervención de huma-
nitaria? En su reciente y excelente trabajo sobre este tema Wheeler defiende
una tesis muy provocadora: que la intención humanitaria no es realmente clave
para calificar una intervención de humanitaria, debiéndose por el contrario
acudir para ello a los resultados o consecuencias de una determinada opera-
ción. La primacía de los motivos humanitarios a la hora de determinar las cre-
denciales humanitarias de una intervención ha sido, sin embargo, la sabiduría
común al pensamiento escolástico sobre el iustum bellum y gran parte de los
iusinternacionalistas que han tratado sobre las intervenciones humanitarias.
Frente a esta opinión Wheeler defiende que incluso si una intervención está
motivada por razones no humanitarias se la puede considerar todavía humani-
taria en la medida en que se compruebe que los motivos y los medios emplea-
dos no minan un resultado humanitario positivo. Esto no significa que la socie-
dad internacional deba alabar a aquellos gobiernos que tienen la suerte de
lograr esta feliz coincidencia entre motivos no humanitarios y medios y resul-
tados humanitarios. Lo que se defiende es, simplemente, que, en la medida en
que salvan vidas, debería legitimarse en lugar de condenarse y sancionarse a
estas intervenciones224. Por otra parte, Wheeler pone de manifiesto que lo ver-
daderamente importante a la hora de preguntarse por su legitimidad no son los
motivos de la intervención sino las razones que se ofrecen públicamente en su
favor; no el contexto de descubrimiento sino el contexto de justificación de las
intervenciones bélicas humanitarias. Porque, aunque no se origine en un
impulso humanitario sino en el interés nacional, cualquier intervención que
asuma la necesidad de apelar a principios y argumentos humanitarios para
generar adhesión estará limitada a acciones que puedan ser plausiblemente
defendidas de acuerdo con las razones justificativas que se proclaman como
motivo de la acción225.
En cualquier caso, se valoren o no por igual las vidas de los propios y
extranjeros, parece admitido que, si desea evitarse su fracaso, las intervencio-
nes humanitarias no pueden llevarse a cabo sin asumir riesgos humanos y
materiales por parte de quienes intervienen. Como señala Walzer, aunque hoy

223
GARZÓN VALDÉS, E., “Guerra e diritti humani”, cit., p. 41.
224
WHEELER, N.J, Saving stangers, cit, pp. 38-39.
225
Ibídem, p. 40.
82 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
en día no resulte fácil en las democracias occidentales poner en peligro a los
soldados, las intervenciones humanitarias son, ante todo, acciones militares
que se dirigen contra gente que hace uso de la fuerza y vulnera la paz, por lo
que “resultarán ineficaces si no existe voluntad de aceptar los riesgos que con-
llevan las acciones militares: derramamiento de sangre, bajas de soldados,
etc.”226.
El requisito de la proporcionalidad también exige que las violaciones de
los derechos humanos deban ser lo suficientemente serias y graves como para
que exista una reciprocidad aproximada entre el daño que se intenta evitar y el
probable y muchas veces inevitable legado de destrucción, muerte y sufri-
miento que, como hemos comentado, pueden dejar tras de sí las intervencio-
nes. La definición de las violaciones que pueden justificar la intervención
debería ser escueta para evitar el abuso y establecer claramente su legitimidad
moral y política227. Si anteriormente restringíamos cualitativamente el ámbito
material de las intervenciones a la prevención o detención de –exclusiva-
mente– los derechos humanos mínimos, ahora lo hacemos cuantitativamente,
poniendo de manifiesto la necesidad de que, para que exista justa causa, tales
violaciones deban ser sistemáticas y masivas. Tradicionalmente se ha enten-
dido que para que concurriera dicho criterio del jus ad bellum tales violacio-
nes debían alcanzar las dimensiones e intenciones propias del genocidio228. En
la actualidad se observa una interpretación más amplia de la noción de viola-
ciones graves de los derechos humanos que, en principio, serían distinguibles
del genocidio pero que poseen la gravedad propia de lo que en el lenguaje
internacionalista ha acordado en denominarse crímenes internacionales229. El
catálogo de éstos contenido en el artículo 5 del Estatuto del Tribunal Penal
Internacional (genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y
crímenes de agresión) junto al de esclavitud, podría convertirse así en la refe-
rencia normativa apropiada para determinar si existe justa causa para una
intervención humanitaria

226
WALZER, M, “Las razones para intervenir”, Letra Internacional, 40, Septiembre-Oc-
tubre, 1995, p. 18. Este artículo es la traducción española de “The Politics of Rescue”, Dissent,
Winter, 1995, pp. 35-41.
227
DUPI (Danish Institute of International Affairs), Humanitarian Intervention: Legal
and Political Aspects, Copenhagen, 1999, p. 106. Dirección Web: http://www.dupi.deca/webxt/
humint/.
228
Vid. DUNNE, T., and KROSLAK, D., “Genocide: Knowing what it is that we want to
remerber, or forget of forgive”, en BOOTH, K. (ed), The Kosovo tragedy. The Human Rights
Dimenssions, The International Journal of Human Rights, vol. 4, nums. ¾, Autum-Winter,
2000, pp. 27-46.
229
Vid. CARRILLO SALCEDO, J.A., Soberanía de los Estados y Derechos Humanos en
Derecho Internacional Contemporáneo, cit., p. 118.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 83
La reducción al máximo de consecuencias humanitarias como las reseñadas
parecería exigir también que la intervención bélica sea el último recurso dispo-
nible para poner fin a las violaciones masivas de los derechos humanos. De
acuerdo con este requisito, deben haberse agotado previamente todos los
medios políticos y diplomáticos antes de decidir intervenir. El uso de la fuerza
puede ser a veces necesario y estar, por tanto, legitimado, pero si una causa
justa puede ser alcanzada por medio de métodos no violentos, las partes tienen
una obligación moral y prudencial de preferir esos medios. Estamos segura-
mente ante una de las condiciones de las intervenciones que suscita mayores
dificultades y dilemas tanto para los Estados interventores como para la comu-
nidad internacional.
Por un lado, los defensores y críticos de una determinada intervención rara
vez logran ponerse de acuerdo en si las fuerzas intervinientes han apurado al
máximo sus esfuerzos para alcanzar una solución negociada del conflicto, o si
han utilizado la vía diplomática de un modo ideológico, sin una vocación sin-
cera de evitar el uso de la fuerza. En el caso de Kosovo, son muchos los que
dudan que, dada la forma en que transcurrió las negociaciones entre la OTAN y
el gobierno serbio, los acuerdos de Rambouillet constituyeran ese último
intento de evitar la solución armada230. Por otro lado, este requisito del último
recurso puede poner en peligro la efectividad de las intervenciones dado que
las privaría del factor sorpresa y, por otra parte, puede convertirse en una
excusa para paralizar eternamente la decisión muchas veces inevitable y nece-
saria de intervenir231. Las intervenciones armadas humanitarias se moverían,
por tanto, en medio de estos dilemas: por un lado, una intervención como
último recurso puede llegar demasiado tarde, pero también podría acontecer
que otra muy urgente y precipitada terminara provocando una escalada de las
violaciones de los derechos humanos. Este tipo de dilemas quizás sea un buen
exponente de las limitaciones de una justificación exclusivamente consecuen-
cialista de las intervenciones humanitarias232.
Una valoración de las posibles consecuencias de una determinada interven-
ción podría, igualmente, tomar en consideración lo que podría llamarse su

230
A juicio de P. Andrés, tras la apariencia de un simple acuerdo político, los Acuerdos
de Rambouillet encierran las condiciones más duras que se han impuesto a un Estado tras el fin
de la Segunda Guerra Mundial con el agravante de que no son resultado de una imposición
postbélica. La entidad de las implicaciones de Rambouillet hace más comprensible lo que fue
presentado como un inaceptable rechazo yugoslavo. ANDRÉS SAÉNZ DE SANTA MARÍA,
P., “Kosovo: todo por el Derecho Internacional pero sin el Derecho Internacional”, Meridiano
Ceri, agosto, 1999, pp. 2-4.
231
BRIAN HEHIR, J., «Military Intervention and National Sovereignity» en MOORE, J.
(ed), Moral Dilemmas in Humanitarian Intervention, cit., p. 45.
232
Sobre este punto Vid. WHEELER, N., Saving stangers, cit., p. 35.
84 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
coste de oportunidad humanitario, esto es, las vidas que se perderían y los
derechos humanos que dejarían de ser protegidos al optar por intervenir en un
determinado escenario humanitario en lugar de en otro. Por ejemplo, cabría
preguntarse por las vidas y derechos que habrían sido rescatados y tutelados si,
en lugar de intervenir en un país donde la población esta siendo víctima de
genocidio o limpieza étnica, se destinan los mismos medios humanos y econó-
micos a acabar con la pobreza o el subdesarrollo que está conduciendo a la
muerte y la miseria a tantas o aún más personas233. Si, aplicando un conocido
argumento de P.Singer, admitimos que intervenir es una exigencia impuesta
por el deber de auxilio hacia los que sufren masiva y sistemáticamente la viola-
ción de sus derechos y necesidades más básicas sin sacrificar con ello nada de
significación moral comparable234, parecería de una mínima coherencia que
situaciones como las indicadas hayan de tener una respuesta internacional tan
fuerte o más aún que la que toma vida en las operaciones bélicas humanita-
rias235. Una contradicción que, como vimos, Parekh achaca a la especificidad
cultural de nuestra concepción del humanitarismo, pero que también podría
atribuirse a la aparentemente mayor indefensión en la que se encuentran quie-
nes son víctimas de un genocidio respecto de quienes lo son de la pobreza o el
subdesarrollo.
A las exigencias señaladas de justa causa, proporcionalidad y último
recurso, cabría añadir una cuarta condición que, a juicio de Wheeler, debería
reunir una intervención humanitaria para ser legítima desde la óptica de las
consecuencias. Se trata de la exigencia de que quienes tomen la decisión de
intervenir han de tener la creencia de que el uso de la fuerza producirá un resul-
tado humanitario. Éste se alcanzará si la intervención ha rescatado a las vícti-
mas de la opresión y si los derechos humanos han sido consiguientemente res-
taurados o protegidos. Segun Wheeler las exigencias gemelas del rescate y la
protección reflejan la división de los resultados humanitarios en a corto y largo
plazo: la primera se refiere al éxito de la intervención en poner fin a las emer-

233
Vid. PONTARA, G., “Guerra etica, etica della guerra e tutela globale dei diritti”, cit.,
p. 63.
234
SINGER, P., Ética práctica, Ariel, Barcelona, 1993, p. 209. Vid. también GRIFFI-
THS, M., LEVINE I and WELLER, M., «Soverignity and suffering» en HARRIS, J (ed), The
Politics of humanitarian intervention, Pinter Publishers, New York, 1995, p. 37.
235
Como señala Javier de Lucas, el principio del que derivaría el deber de intervención
humanitaria (el de luchar por eliminar el daño a las necesidades más básicas) postula al mismo
tiempo exigencias de solidaridad que imponen deberes más allá de la mera asistencia humani-
taria, como las políticas de desarrollo y la renegociación/condonación de la deuda externa. DE
LUCAS, J. «Multiculturalismo y Derechos Humanos», cit., p. 71. Sobre este aspecto vid. igual-
mente PLATT, R., «The justification of intervention», en FORBES, I. and HOFFMAN, M.,
1993, pp. 110 y ss.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 85
gencias humanitarias supremas, y la segunda toma como referencia la medida
en que la intervención ha removido las principales causas políticas de los abu-
sos de los derechos humanos236.
No obstante, las relaciones entre ambos fines de no ya sólo las intervencio-
nes armadas sino del humanitarismo en general podrían terminar resultando en
mayor o menor medida conflictivas. Mario Bettatti ha puesto de manifiesto
como lo humanitario trata las consecuencias de los conflictos pero no sus cau-
sas y se encuentra sometido a una contradicción entre aliviar los sufrimientos
de la población y restablecer a los heridos pero para devolverlos al punto de
mira de las armas de un conflicto que lejos de terminar se perpetuaría gracias a
la intervención237. Por tanto, entre los objetivos del rescate y la protección exis-
tiría una tensión normativa que, a juicio de Pasic y Weiss da pie a un auténtico
dilema: el de optar entre un humanitarismo revolucionario u otro paliativo (res-
torative). El primero convierte a los rescatadores participantes conscientes en
una comunidad política “extranjera”, redefiniendo por tanto los límites del
espacio político ocupado por las víctimas. Se establecería así un vínculo moral
entre los seres humanos como tales que trascendería la soberanía. El segundo
implica actos discretos de asistencia o rescate que persiguen el restableci-
miento de una persona o grupo de personas a una posición de autonomía dentro
un Estado soberano. De lo ocurrido en la guerra en Yugoslavia, estos autores
extraen la conclusión de que un humanitarismo que persiga únicamente el res-
cate, es decir, el alivio inmediato e incondicional del sufrimiento, es una res-
puesta insuficiente y muchas veces equivocada. En lugar de ese humanitarismo
de emergencia, sería preferible una actuación humanitaria que no separase lo
moral de lo político, que combinara la defensa de la justicia a corto plazo,
representada por el rescate, con la justicia a largo plazo, representa por el
orden. No basta, y a veces resulta contraproducente, dejarnos llevar por la
fuerza con que las imágenes televisivas sacuden nuestra conciencia moral y
concluir visceralmente que el único objetivo de la intervención es el fin priori-
tario de auxiliar a los que sufren238.

236
WHEELER, N.J, Saving strangers, cit., p. 37.
237
BETTATI, M., “Injerencia, intervención o asistencia humanitaria”?, Tiempo de Paz,
nº 32-33, 1994, p. 12.
238
PASIC, A. and WEISS, T.G., “The politics of rescue: Yugoslavia´s War and the Hu-
manitarian Impulse”, Ethics and international affairs, 11, 1997, pp. 109-131. Sobre los dilemas
derivados de la complejidad de los objetivos de las intervenciones considerados a corto o largo
plazo. Vid. ANDERSSON, M., «You save my life today , but what for tomorrow. Some moral
dilemmas in humanitarian aid» en MOORE, J.(ed), Hard choices. Moral dilemmas in humani-
tarian intervention, cit., pp. 137-154.
86 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
Un factor muy importante con vistas a lograr un resultado humanitario
satisfactorio es que la intervención sea bienvenida por la población por cuyo
rescate y protección se actúa. Este factor se convierte, a juicio de Tesón, en una
condición esencial de las intervenciones: “con independencia de que sean o no
la mayoría o de la población, si las víctimas de la opresión rechazan la ayuda
extranjera y prefieren, por el contrario, tolerar la situación, los fuerzas extran-
jeras deberían reprimir su impulso humanitario. Si los ciudadanos cuyos dere-
chos son violados no desean ser rescatados, si consienten a su gobierno, los
extranjeros no deberían substituir su juicio por el de los ciudadanos239. La
importancia de este consentimiento obedece a varias razones. Por un lado, se
busca que la intervención no sea percibida como un acto de paternalismo
defensor de los intereses de quienes –por razones que no estamos en parte en
condiciones de comprender ni juzgar– no desean ser rescatados. Por otro lado,
podría parecer un acto de soberbia moral, de imposición de unos valores cuya
supremacía o concepción no tiene por qué ser compartida por las víctimas.
No creo, empero, que ninguna de estas razones justifiquen otorgar al con-
sentimiento un valor tan alto como el que le reconoce Tesón. Afirmar la exis-
tencia de derechos humanos básicos como la vida o la libertad personal presu-
pone que los seres humanos darán siempre prioridad a sus propios intereses y a
los de los que están próximos a ellos240. El rechazo de una operación de rescate
por parte de quienes están siendo víctimas de genocidio, asesinatos en masa o
esclavitud y que –como apunta Ignatieff– carecen de recursos para defenderse
por sí mismos241, no podría ser considerado nunca un comportamiento racio-
nal. Por otro lado, no hay nada de un valor ético comparable que justifique la
renuncia tácita de los derechos humanos que supondría no aceptar una inter-
vención para su defensa. En este sentido, cabría considerar esta falta de con-
sentimiento incompatible con el carácter inalienable de tales derechos. Así,
alguien tan predispuesto como Walzer a no violentar la autonomía política y
moral de una comunidad con actos de intervención armada, termina defen-
diendo la legitimidad de las intervenciones humanitarias aún antes de ser con-
sentidas por la población. Tras afirmar que “si los intervinientes son bienveni-
dos por una clara mayoría de la población entonces parecería extraño acusarles
de crimen alguno” Walzer añade inmediatamente después que es casi seguro
que dicha bienvenida se producirá en algunos de los tres supuestos de excep-
ción a la regla de la no intervención y, en tales casos, “el invasor será inocente
incluso antes de que sea bienvenido”242.

239
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., pp. 120-121.
240
LUCKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», cit., p. 33
241
IGNATIEFF, M., Virtual war, cit., p. 76.
242
WALZER, M., “The moral standing of the states”, cit., pp. 213-214, nota a pie 7.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 87
Podemos, finalmente, contemplar las consecuencias políticas y morales
que, para quienes estando en condiciones de poder hacerlo, se derivarían de no
intervenir. Pero ¿existen realmente esas consecuencias? Si se trata de situacio-
nes sólo tienen efectos fuera de nuestras fronteras ¿de qué forma puede afectar-
nos no hacer nada por salvar a quienes son víctimas de sus propios gobernantes
o compatriotas? Ignatieff atribuye la falta de una respuesta más solidaria hacia
quienes se hallan en ésa o similares situaciones a la idea muy arraigada de que
“su” seguridad y la “nuestra” pueden separarse, a que su destino y el nuestro
están diferenciados por la historia, el azar y la buena suerte243. El sentir compa-
sión moral hacia las víctimas no ha sido suficiente para embarcarse en un com-
promiso más fuerte con su sufrimiento. Sólo la constatación de que, más tarde
o temprano, esos actos terminarán repercutiendo sobre nuestra “zona de segu-
ridad” puede provocar que percibamos la necesidad de salir de ella e intervenir
en su “zona de peligro”. En este sentido, Walzer ha señalado que, aunque el
mundo civilizado puede, sin duda, convivir con comportamientos de lo más
incivilizado, los comportamientos de esta clase tienden a difundirse, a ser imi-
tados o repetidos si no se les combate. Por tanto, “si se paga el precio moral del
silencio y la inseguridad, pronto habrá que pagar el precio político del desorden
y la ilegalidad en lugares más próximos a nosotros”244. Y, además de política-
mente desventajoso a medio o largo plazo, adoptar una actitud pasiva ante la
barbarie conlleva el riesgo del disengagement, de la no implicación que atenta
contra el autorespeto y carácter moral de la población245. No intervenir equival-
dría a aceptar pasivamente la crueldad e inhumanidad que terminaría por
corromper nuestro propio carácter246.

4.3. Las repercusiones de las intervenciones humanitarias sobre el


orden internacional

Uno de los argumentos más invocado para cuestionar la legitimidad de las


intervenciones humanitarias gira en torno a los efectos desestabilizadores de
las mismas sobre el orden jurídico y político internacional. No en vano, parece
difícil negar que estas operaciones atentan contra dos pilares básicos del
mismo: la prohibición del uso de la fuerza y el respeto a la igual soberanía de
los Estados. Frente a ello, las intervenciones apelarían a un elemento mucho

243
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero, cit., p. 105.
244
WALZER, M., “Las razones para intervenir”, cit., p. 19.
245
VALLESPÍN, F., “Intervención humanitaria: política o moral?, cit., p. 59. Vid. LUTT-
WAK, E., “Toward Post-heroic Warfare”, Foreign Affairs, 1995, pp. 109-122.;
246
Vid. GARRETT, S.A, Doing good and doing well. An examination of humanitarian
intervention, Praeger Publishers, Westport, 1999, p. 8.
88 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
más novedoso de dicho orden, como son los derechos humanos. Se afirma, no
obstante, que pese a su incuestionable potencia reformadora y utópica, ni en el
momento redactar la Carta de la ONU247, ni aún en la actualidad, parecerían
haber éstos adquirido un status suficiente para erigirse en amparo de tales ope-
raciones. Más aún, la protección de los derechos humanos podría verse seria-
mente mermada en todo el mundo por la escalada de la violencia y por los des-
órdenes y desacuerdos que acompañan casi siempre a las intervenciones248.
Pero ¿autoriza o prohibe el Derecho internacional las intervenciones huma-
nitarias? Aunque la Carta de las Naciones Unidas no las proscribe expresa-
mente, los artículos 2.4 y 2.7 parecen ofrecer una base sólida a favor de su ile-
galidad. El primero establece una prohibición general de recurrir a la amenaza
o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o independencia política de
cualquier Estado. El segundo una prohibición todavía más amplia de intervenir
en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados.
A estos preceptos de la Carta debe unirse la prohibición general de intervenir
basada en la costumbre internacional que proscribe toda forma de interferencia
coactiva en los asuntos internos de un Estado. Ello incluye la amenaza de la
fuerza, la intervención armada, bien en forma de una intervención militar
directa o mediante el apoyo a las actividades de grupos terroristas o paramilita-
res en otro Estado, e incluso las sanciones económicas o las medidas políticas
si resulta probado que tienen efectos coactivos (Caso Nicaragua). La Declara-
ción de Principios de Derecho internacional relativos a las Relaciones de
Amistad y Cooperación entre los Pueblos proclama al respecto que “ningún
Estado puede emplear o impulsar el uso de medidas económicas, políticas o de
otro tipo con vistas a lograr la subordinación en el ejercicio de sus derechos
soberanos, ni organizará, asistirá fomentará, financiará, incitará o tolerará acti-
vidades armadas, subversivas o terroristas dirigidas a provocar el derroca-
miento violento del régimen de otro Estado”249.
Tesón distingue dos elementos en el principio de no intervención. El pri-
mero, el nivel de la interferencia de un Estado o de la ONU en los asuntos de
otro ha de alcanzar el nivel de una “intervención”, circunstancia que, como
hemos señalado, abarca desde la amenaza o el empleo de la fuerza a las sancio-
nes económicas y, en el caso de la Carta, incluso las sugerencias o recomenda-
ciones. El segundo, que la intervención afecte a los asuntos pertenecientes al

247
Vid. MURPHY, S.D., Humanitarian Intervention. The United Nations in a Evolving
World Order, University of Pensylvania Press, Philadelfia, 1996, pp. 66 y ss.
248
CHARNEY, J.I, “Anticipatory Humanitarian Intervention in Kosovo”, American Jour-
nal of International Law, 93, 1999, p. 835.
249
ASAMBLEA GENERAL DE LA ONU, Resolución 2625 (XXV), 24 de Octubre de
1970.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 89
250
domaine reservé de un Estado ¿Concurren ambos en el caso de las interven-
ciones por razones de humanidad? Si hacemos caso a la opinión muy consoli-
dada tanto entre la doctrina como en las declaraciones de los últimos secreta-
rios generales de la ONU, hoy casi nadie duda que los derechos humanos han
dejado de ser un asunto de la jurisdicción interna de los Estados. La presunta
ilegalidad de las intervenciones humanitarias no podría nacer, pues, del hecho
de que sean actos que interfieren en la soberanía de un Estado. El carácter coac-
tivo de las intervenciones –no tanto su carácter lesivo de la soberanía de otro
Estados– se convierte así no sólo en su principal problema ético y político sino
también en su mayor debilidad jurídica. Es por tanto en esta dimensión de las
mismas donde debe situarse el interrogante sobre su conformidad o no con el
Derecho internacional. Habrá pues que determinar, una vez constatada la pro-
hibición general del uso de la fuerza del artículo 2.4. de la Carta, si esta forma
de violencia que son las intervenciones humanitarias puede estar amparada por
algunas de las excepciones a dicho principio.
La Carta sólo contempla dos excepciones a esta regla: la defensa propia,
individual o colectiva en el supuesto de un conflicto armado contra un Estado
miembro (art.51) y la puesta en marcha, bajo la autorización por el Consejo de
Seguridad, de medidas destinadas a mantener o restaurar la paz y seguridad
internacionales (Capítulo VII, arts. 39 ss). ¿Cabría incluir las intervenciones
humanitarias bajo alguna de estas dos excepciones? La respuesta va a depender
de cómo se interpreten conceptos como “jurisdicción interna” “integridad
territorial” o “amenaza de la paz internacional” y de los poderes que se reco-
nozcan al Consejo de Seguridad, y lo cierto es que una cosa y otra se hallan
estrechamente unidas a los distintos escenarios internacionales que han ido
dibujándose desde la aprobación de la Carta hasta hoy. Como es sabido, en
éstos han variado las posibilidades de las intervenciones humanitarias, sus ries-
gos y efectos políticos y militares así como el lugar que ocupan los derechos
humanos en la configuración del orden jurídico y político (no podemos decir lo
mismo del económico) mundial. En este sentido, debe diferenciarse entre los
efectos de las intervenciones sobre el orden internacional antes y después de la
época bipolar, esto es, entre el periodo de tiempo que transcurre entre 1945 y
1989 y el que se inicia en este annus mirabilis hasta hoy.
Si ya durante la primera mitad del siglo XX, y coincidiendo con las prime-
ras iniciativas de la Sociedad de Naciones de ilegalizar el uso de la fuerza en las
relaciones internacionales, las invocaciones a la intervención humanitaria su-
frieron un importante debilitamiento, durante la “Guerra Fría” las posibilida-
des de intervenir colectivamente con fines humanitarios prácticamente no exis-

250
TESÓN, F., “Collective Humanitarian Intervention”, cit., pp. 325-329.
90 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
tieron. Durante estas décadas, la reacción ante el horror de la dominación
totalitaria, del genocidio dentro de las fronteras de Estados como la URSS,
China, Camboya, etc., quedó paralizada por el miedo al genocidio todavía ma-
yor de la guerra atómica, que hubiera supuesto la muerte de cientos de millones
de personas y la casi segura completa destrucción del planeta251. A la fuerza de
esos temores se unió el hecho de que, durante este periodo, verán la luz un gran
número de los actuales Estados miembros de la ONU –los surgidos de la desco-
lonización de África, Asia y Oceanía– que se van a mostrar como férreos defen-
sores del principio de no intervención. Además de poco realista e imprudente,
cualquier intento de acometer una operación armada humanitaria en este contex-
to hubiera fracasado necesariamente ante el poder de veto que el capítulo VII de
la Carta atribuye a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad:
EEUU, China, Gran Bretaña, Francia y la URSS (hoy Rusia). Las mayores o
menores posibilidades contenidas en la Carta para autorizar una intervención
armada humanitaria apenas si fueron pues vislumbradas.
El fin de la bipolaridad propició un escenario mucho más favorable para las
intervenciones humanitarias, como lo avalan las distintas operaciones que
desde entonces se sucedieron: Kurdistán irakí (1991), Somalia (1992-1993),
Haití (1994), Ruanda (1994), Bosnia (1995), Kosovo (1999), y Timor Ortiental
(1999). A partir de la década de los noventa, China y Rusia adoptaron una pos-
tura de abstención en lugar de veto de las decisiones del Consejo de Seguridad.
Se mostraron entonces las posibilidades contenidas en el capítulo VII de la
Carta de hacer posible una respuesta organizada e institucionalizada de la
comunidad internacional frente a crisis humanitarias de primer orden como las
indicadas.
Desde una perspectiva jurídica, una de las claves de este impulso humanita-
rio han de buscarse en la interpretación más amplia y flexible que el Consejo de
Seguridad va a dar al concepto de amenaza a la paz del artículo 39 de la Carta.
El sentido original de dicha expresión presuponía la existencia objetiva de una
amenaza de agresión de un Estado contra otro, o el peligro real de un conflicto
armado internacional en cualquier otra forma. Aunque resulta más que dudoso
que los redactores de la Carta tuviesen en mente un concepto muy diferente de
éste, lo cierto es que el Capítulo VII no contiene una definición de lo que cons-
tituye una amenaza de la paz y, de hecho, los esfuerzos dirigidos a esclarecer
esta cuestión fracasaron en la Conferencia de San Francisco. El Consejo de
Seguridad no está constreñido, pues, por el lenguaje de dicho artículo para
determinar la existencia de una amenaza de la paz, gozando así de discreciona-

251
HASSNER, P, «From War & Peace to Violence & Intervention», en MOORE, J.(ed),
Moral dilemmas in humanitarian intervention, cit., p. 18.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 91
lidad en esta materia, si bien parece razonable pensar que se trata –de acuerdo
con la conocida distinción de Dworkin– de una discreción débil en lugar de
fuerte. Pese a que sus decisiones no sean revisables ni por la Asamblea General
ni por el Tribunal Internacional de Justicia, el Consejo de Seguridad no tiene
absoluta libertad, sino que está limitado por el Derecho internacional y, en
especial, por las reglas, principios y demás estándares normativos contenidos
en la Carta252.
Al amparo de la discrecionalidad que el artículo 39 le confiere, y, como
resultado del desarrollo del Derecho internacional de los derechos humanos y
la restricción de la idea de soberanía, el Consejo de Seguridad ha estirado con-
siderablemente el significado del término amenaza de la paz hasta incluir entre
sus supuestos situaciones internas como las guerras civiles y las violaciones
masivas de los derechos humanos. A primera vista, cabría explicar este hecho
como el resultado de adoptar una perspectiva más amplia de los conflictos
internos, tomando en consideración los efectos indirectos que, pese a no tras-
pasar las fronteras de un Estado, los mismos pueden ocasionar: principal-
mente, los movimientos masivos de población hacia los Estados vecinos que
terminan creando masas de refugiados a los que ha de proporcionársele ali-
mento, ropa y abrigo, con los consiguientes efectos que ello tiene sobre su eco-
nomía y sistema político. Por otra parte, tales desplazamientos de población
pueden provocar insurrecciones y revueltas entre la población del Estado
vecino, especialmente si comparten vínculos religiosos, étnicos o culturales
con los refugiados253. Consideraciones de este tipo fueron invocadas por el
Consejo de Seguridad en las intervenciones autorizadas en Sudáfrica, Irak,
Haití y Kosovo.
Sin embargo, el Consejo ha ido todavía más allá, considerando las guerras
civiles que provocan sufrimiento a gran escala, las violaciones graves y masi-
vas de los derechos humanos e, incluso, el golpe de Estado contra un gobierno
democráticamente elegido (únicamente en el caso de Haití), situaciones que,
por sí mismas, con independencia de sus efectos humanitarios y políticos para
Estados vecinos, amenazan la paz internacional254. A favor de esta exégesis del
concepto de amenazas de la paz pueden invocarse la dos siguientes considera-
ciones realizadas por S.Murphy. La primera, que la principal finalidad que se
persigue el mantenimiento de la paz no es la paz por sí misma sino más bien, tal
y como proclama el preámbulo de la Carta, “librar a las generaciones futuras
del flagelo de las guerras” y, por tanto, avanzar en la mejora del bienestar de las

252
TESÓN, F., “Collective humanitarian Intervention”, cit., p. 338-339.
253
MURPHY, S.D, Humanitarian Intervention, cit., p. 285.
254
DUPI, Humanitarian Intervention, cit., p. 69.
92 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
personas. Las evidencias al respecto apuntan que cuantitativamente dicho
bienestar está mucho más amenazado por las violaciones masivas de los dere-
chos humanos por parte de los propios gobiernos que por los conflictos arma-
dos internacionales. La segunda razón para justificar una interpretación flexi-
ble por parte del Consejo de Seguridad se apoya en la mayor propensión a
embarcarse en actos de agresión hacia sus vecinos de los Estados dentro de
cuyas fronteras se producen violaciones masivas y sistemáticas de los derechos
humanos255.
Pese a los indudables aciertos y buenas consecuencias que el ensancha-
miento del concepto de amenaza a la paz ha deparado para la actuación del
Consejo de Seguridad y la puesta en marcha de intervenciones humanitarias
necesarias, no pueden, sin embargo, ignorarse tanto sus posibles peligros como
los errores cometidos. Así, se ha señalado que ello ha propiciado una aplica-
ción más política que jurídica de dicho concepto256, favoreciendo así una acti-
vidad calificatoria que ha sido en muchos casos errática, absentista o exorbi-
tante. Errática, porque ante un mismo conflicto y, en situaciones similares de
violencia y desprotección de la población, ha entrevisto, una veces sí y otras
no, amenazas de la paz (por ejemplo, Ruanda). Absentista, porque conflictos
como el armenio-azerí no han merecido más que peticiones de alto el fuego,
pero ni siquiera se lo ha llegado a calificar como una amenaza a la paz interna-
cional. Exorbitante, como se desprende de la actuación del Consejo de Seguri-
dad en el caso del avión del Pan-Am (1988), en el que se llegó a calificar la
negativa de Libia a entregar a los presuntos terroristas imputados como una
amenaza a la paz internacional que justificó un boicot aéreo y el embargo de
armas y equipamiento militar257.
Aun con estos inconvenientes, no habría excesivos problemas para admitir
que, aunque no se hable de intervenciones humanitarias ni mucho menos de
un derecho de injerencia, el capítulo VII de la Carta y, fundamentalmente, el
concepto de amenaza de la paz internacional, permite una interpretación al
amparo de la cual dar cobijo a estas operaciones. De ser así, de ajustarse a la
legalidad vigente, las intervenciones llevadas a cabo bajo la autorización del
Consejo de Seguridad gozarían en principio de un amplio consenso por parte
de la comunidad internacional gracias al cual disminuiría de un modo consi-
derable el riesgo de abusos. Como señala L. Henkin, la justificación de las
intervenciones resulta con frecuencia ambigua, llevando consigo muchas

255
MURPHY, S.D., Humanitarian Intervention, cit., pp. 290-292.
256
DUPI, Humanitarian Intervention, cit , p. 74.
257
REMIRO BROTONS, A. y otros, Derecho Internacional, MacGraw-Hill, Madrid,
1997, pp. 943-944.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 93
incertidumbres sobre los hechos que las provocan, los motivos de los Estados
para intervenir, las posibles consecuencias que éstos tendría, etc. De ahí que lo
que palpite tras el requisito de la colectividad de las intervenciones sea el con-
vencimiento moral y político de que estamos en presencia de juicios y decisio-
nes que no pueden ser confiados a un Estado sino al conjunto de las nacio-
nes258.
El verdadero objeto de la discordia lo constituyen –sobre todo a raíz de la
campaña de la OTAN en Kosovo– las intervenciones llevadas a cabo sin la
autorización previa y expresa del Consejo de Seguridad. Si bien no se trata de
la primera intervención humanitaria perpetrada sin dicho consentimiento259, sí
es la primera que lo ha hecho sin cumplir con este requisito tras el fin de la
Guerra Fría, en una época, pues, donde resulta mucho más factible intervenir
bajo la autoridad de la ONU y –aparentemente– menos aceptable hacerlo uni-
lateralmente. Junto a la revolución de los medios bélicos empleados, uno de
los aspectos más novedosos y sobresalientes de la campaña en Kosovo es el de
tratarse de la primera intervención de la que, pese a no desarrollarse bajo el
amparo de las Naciones Unidas, más abiertamente se ha reclamado su legiti-
midad y –yendo todavía más lejos– incluso su legalidad. O, quizás parecería
mejor afirmar que la convicción entre un cierto sector de la doctrina iusinter-
nacionalista de la legitimidad de esta intervención ha impulsado una reflexión
acerca de sus posibles fuentes de legalidad.
Empecemos por las críticas políticas y jurídicas dirigidas contra esta inter-
vención y, al menos en cierta medida, también por extensión a toda interven-
ción realizada sin la autorización previa del Consejo de Seguridad. Junto a los
medios militares empleados y sus excesivos e imprevistos costes humanitarios,
el grueso de la censura contra la actuación en Kosovo está relacionado con sus
efectos políticos y jurídicos internacionales. Mediante una conjugación intere-
sada de principios morales (los derechos humanos) y el uso de la fuerza, la
OTAN habría mostrado un profundo menosprecio hacia el tan difícilmente y
lentamente labrado compromiso para fundar las relaciones internacionales
sobre reglas de derecho. Al renunciar al monopolio institucional del uso de la
fuerza armada para dejar su desencadenamiento en manos de organizaciones
regionales, la intervención en Kosovo ha venido –para decirlo con Gutiérrez
Espada– “a destejer ahora lo que la sociedad internacional urdió durante déca-
258
HENKIN, L., “Kosovo and the Law of “Humanitarian Intervention””, American Jour-
nal of International Law, 93, 1999, p. 825.
259
Uno de los pocos precedentes similares fue la intervención en la república Dominica-
na, en 1965, respaldada por la OEA. Sobre este aspecto Vid. VARGAS CARREÑO, E., «La in-
tervención humanitaria» en Héctor Gross Espiell Amicorum Liber. Persona humana y Derecho,
Bruylant, Bruselas, 1997, vol.2, pp. 1617-1647.
94 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
das en el telar (1907, 1919, 1928, 1945)”260. De ahí que, entre las víctimas de los
sesenta y ocho días de bombardeos infringidos a Yugoslavia, Remiro Brotons
señale al Derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas y, siendo ésta una
suerte de Constitución de la sociedad internacional, los principios fundamentales
del Derecho de Gentes261. Por ello –asevera Andrés Sáenz de Santa María– la diso-
ciación entre la legalidad y la legalidad de la intervención en Kosovo, aparte de
fraudulenta, es desestabilizadora del orden internacional porque esconde un ataque
al sistema democrático encarnado por la ONU y una pretensión de sustituirlo por
un sistema de Directorio que nos remontaría a un esquema decimonónico de rela-
ciones internacionales262. No en vano, el principal principio inspirador de la Carta
es el de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y para ello
su primer propósito es “mantener la paz y seguridad internacionales”.
Otro de los efectos más perniciosos de las intervenciones unilaterales o
multilaterales puesto de manifiesto por la intervención en Kosovo es el riesgo
de la precipitación. Es cierto, tal y como comentábamos anteriormente, que la
eficacia y la misma razón ser de las intervenciones es la urgencia por detener
violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos. Una vez consta-
tada la concurrencia de esta circunstancia parece razonable e incluso obligado
agilizar al máximo la puesta en marcha de la intervención armada, en lugar de
estrangularla con procedimientos y formalidades que puedan terminar convir-
tiéndola en un remedio que llega a destiempo. Como apunta Ignatieff, si no se
está preparado para intervenir pronto, mejor no intervenir nunca263. Sin
embargo, la verificación misma de que se están perpetrando tales violaciones
no puede hacerse de manera precipitada, sino que –aún a sabiendas de que en el
transcurso de esta operación pueden cobrarse aún más víctimas– ello exige dis-
poner de pruebas fiables que evidencien que tales hechos están efectivamente
aconteciendo. En el caso de Kosovo, hay motivos razonables para dudar de
fuera así. Para algunos analistas, el alcance de las violaciones de los derechos
humanos con anterioridad a la retirada de los observadores de la OSCE no era ni

260
GUTIÉRREZ ESPADA, C., «El uso de la fuerza, intervención humanitaria y libre de-
terminación (la guerra de Kosovo)» en BLANC ARTEMIR, A, La protección internacional de
los derechos humanos a los cincuenta años de la declaración universal, Tecnos, Madrid, 2001,
p. 211. Esta afirmación resulta avalada por la afirmación de Brownlie de que no ha sido hasta
el siglo XX cuando el Derecho Internacional no ha prohibido el recurso unilateral a la guerra
como medio para dirimir las disputas entre los Estados. BROWNLIE, I., International Law and
the use of force by the States, Clarendon Press, Oxford, 1963.
261
REMIRO BROTONS, A., “Un nuevo orden contra el Derecho internacional …”, cit.,
p. 1.
262
ANDRÉS SÁENZ DE SANTA MARÍA, P., “Kosovo: todo por el Derecho Internacio-
nal pero sin el Derecho Internacional”, cit., pp. 7-8.
263
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero, cit., p. 99.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 95
264
masivo ni extendido . Además, parece más razonable pensar que los albanoko-
sovares no estaban siendo víctimas de un auténtico genocidio sino más bien de
una limpieza étnica, ya que lo que los asesinatos cometidos por los serbios perse-
guían no era tanto la aniquilación de la población albana como su amedranta-
miento y expulsión del territorio de Kosovo265. De ahí que quepa tachar la inter-
vención de la OTAN de precipitada, al haberse desplegado no tanto atendiendo a
los datos objetivos acerca lo que estaba ocurriendo en Kosovo como por el temor
a una reedición de lo acontecido años atrás en Bosnia266. Charney habla por ello
de una intervención humanitaria “ansiosa”, que puede sentar el peligroso prece-
dente de apoyar un derecho de intervención sin pruebas que acrediten que se está
produciendo una violación masiva de los derechos humanos, dejando así la
puerta abierta a que las potencias hegemónicas puedan usar la fuerza con fines
claramente incompatibles con el Derecho internacional267.
En defensa de la legitimidad de esta intervención se recuerda que la misma se
desarrolló en unas circunstancias que situaron a los países intervinientes frente a
una elección dramática: o respetar el orden jurídico internacional y, ante la pará-
lisis del Consejo de Seguridad provocada por el más que probable veto de Rusia
y China a una intervención armada, presenciar silenciosa y pasivamente la
muerte y persecución de miles de seres humanos, o hacer algo para evitar esto
último pero sin la autorización previa del Consejo, unilateral o multilateralmente
y no de modo colectivo, conculcando entonces la legalidad internacional268.

264
CHARNEY, J., “Anticipatory Humanitarian Intervention in Kosovo”, cit., p. 839-840;
CHOMSKY, N., A new generation draws the line. East Timor and the Standard of the West,
Verso, New York, 2001, p. 36. Durante la campaña de bombardeos, el secretario de Defensa
estadounidense, Willian Cohen, cifró el número de víctimas en al menos 100.000. Sin embargo
los equipos de forenses del Tribunal Penal Internacional de La Haya no habían conseguido en
agosto de 2000 encontrar más de 2000 o 3000. La cifra de supuestas víctimas de la limpieza ét-
nica emprendida por los serbios contra ciudadanos albanokosovares fue exagerada por el alto
mando de la OTAN para justificar su intervención. Vid. la información recogida en El Mundo,
sábado 16 de agosto de 2000, p. 12.
265
DUNNE, T. and KROSLAK, D., “Genocide: Knowing what it is that we want to re-
merber, or forget, or forgive” , cit., pp. 37 y 41.
266
Vid. WESTENDORP, C., “Kosovo, Las Lecciones de Bosnia”, Politica Exterior, XIII,
Julio-Agosto, 1999, nº 70, pp. 45-58.
267
CHARNEY, J., “Anticipatory Humanitarian Intervention”, cit., p. 841. En un mismo
sentido ANDRÉS SÁENZ DE SANTA MARÍA, P., “Kosovo: todo por el Derecho internacio-
nal…”, cit., p. 8.
268
CASSESE, A., “Ex iniuria oritur: Are we Moving towards International Legitimation
of Forcible Humanitarian Countermeasures in the World Community?”, Europan Journal of In-
ternational Law, 10, 1999, p. 25. Sobre el carácter de los dilemas morales presentes en las in-
tervenciones humanitarias, Vid. JOHNSON, P, «Intervention and moral dilemmas» en
FORBES, I. and HOFFMANN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of
Intervention, cit., pp. 61-72.
96 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
Remitirse en un caso como éste a una eventual y necesaria reforma de los
mecanismos de decisión de Naciones Unidas puede ser, tal y como señala Vir-
gilio Zapatero, una forma de escapar al dilema de optar por la legalidad o la
moralidad. Entre tanto esa reforma no se produce ¿Asistirá impotente la huma-
nidad a políticas de genocidio o limpieza étnica dada la incapacidad del Con-
sejo de Seguridad para tomar determinadas decisiones al respecto?269
Ante este dilema –se interroga Cassese– ¿Qué hacer? ¿Permanecer callados
e inactivos sólo porque el cuerpo existente de Derecho internacional sea inca-
paz de remediar tal situación? ¿O debería más bien sacrificarse el rule of law en
el altar de la compasión humana? La respuesta del profesor italiano es que,
desde un punto de vista ético, el recurso a la fuerza en Kosovo estuvo justifi-
cado, si bien como jurista no pueda evitar dejar de observar que esta acción
moral es contraria al Derecho internacional vigente. El propio Secretario
General de la ONU parecería avalar esta solución cuando en 1999, en el
Informe Anual a la Asamblea General de la ONU, hacía referencia al genocidio
de Ruanda en los siguientes términos: “Si, en aquellos días y horas oscuras
conducentes al genocidio, una coalición de Estados hubiese estado preparada
para actuar en defensa de la población tutsi pero no hubiera recibido puntual-
mente la autorización del Consejo de Seguridad, ¿debería dicha coalición per-
manecer al margen y permitir el horror hasta comprenderlo?”270.
Una de las formas de superar esta tensión entre legalidad y legitimidad,
entre seguridad jurídica y justicia271, sería consentir estas intervenciones huma-
nitarias considerándolas una violación necesaria y deseable del Derecho inter-
nacional a tenor de las circunstancias concretas en las que transcurren. La ven-
taja de esta solución radicaría, a juicio de Charney, en que manteniendo la
ilegalidad de tal tipo de intervenciones y exigiendo a los Estados que concul-
quen el Derecho en circunstancias extremas, sería más fácil evitar los abu-
sos272. En realidad, nos hallaríamos ante casos extremos de “catástrofe moral”
y, por tanto, extramuros del derecho273. De ahí que se reivindique una justifica-
ción moral y jurídica de las intervenciones humanitarias sin autorización pre-
via del Consejo de Seguridad como actos disculpados por una necesidad moral.
Sin embargo, a tenor de lo expresado en el Informe de la Comisión de Derecho

269
ZAPATERO, V., “Presentación”, cit., pp. 10-11.
270
Informe General del Secretario General de la ONU a la Asamblea General, 20 Sep-
tiembre de 1999.
271
Sobre este aspecto Vid. ARCOS RAMÍREZ, F., La seguridad jurídica:una teoría for-
mal, Dykinson, Madrid, 2000, pp. 403-409.
272
CHARNEY, “ Anticipatory Humanitarian Intervention”, cit., p. 838.
273
FARER, T.J., “Human Rights in Law´s Empire: The Jurisprudence War”, The Ameri-
can Journal of International Law, 85, 1991, pp. 117 ss.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 97
internacional, la intervención humanitaria no estaría amparada por el estado de
necesidad. A favor de esta conclusión cabría aducir las dos siguientes razones.
La primera, que la doctrina del estado de necesidad tienen un alcance muy res-
tringido, exigiendo para su concurrencia la presencia de un interés esencial del
Estado interviniente no comparable al interés violado del Estado objeto de la
intervención. La segunda, que resulta muy discutible que el estado de necesi-
dad pueda, en cualquier caso, justificar el uso de la fuerza armada contra otro
Estado, posibilidad que parece reservada exclusivamente para la legítima
defensa274.
Un nutrido grupo de internacionalistas, sobre todo estadounidenses, ha
seguido una vía más ambiciosa consistente en demostrar la juridicidad de estas
intervenciones sin autorización previa del Consejo de Seguridad. El argumento
más clásico invocado por esta doctrina es el de que dichas intervenciones
humanitarias serían conformes a una interpretación correctora restrictiva del
artículo 2.4. de la Carta. De acuerdo con este razonamiento, aquéllas no serían
actos dirigidos contra “la integridad territorial” o “la independencia política”
de un Estado y, sobre todo, no serían actos “inconsistentes con los propósitos y
principios de la Carta”, sino más bien conformes a uno de los fines de la ONU,
como es la promoción del respeto de los derechos humanos (art.1.3. de la
Carta). Así, por ejemplo, Bélgica reclamó que la acción de la OTAN sobre
Kosovo no estaba dirigida directamente contra la integridad territorial o la
independencia política de Yugoslavia sino en apoyo de las resoluciones del
Consejo de Seguridad.
Frente a este argumento, los pronunciamientos del Tribunal Internacional
de Justicia en el caso del Estrecho de Corfú (1949) y en el posterior relativo a
las actuaciones de los militares y paramilitares en Nicaragua (1986), apuestan
nítidamente por una interpretación amplia del concepto de no intervención
que, junto a la exclusión de toda regla de legitimidad, ab initio, sobre el régi-
men interno de los Estados, no admitiría excepciones a la prohibición general
del uso de la fuerza275. Más aún, en el caso Nicaragua, al desautorizar el recurso
a la fuerza armada para detener las violaciones de los derechos humanos en
otro Estado, el Tribunal Internacional de Justicia parece rechazar implícita-
mente la doctrina de la intervención humanitaria como incompatible con la
prohibición del uso de la fuerza entre los Estados.
Un argumento más sutil es lo que se conoce como la teoría del vínculo (link
theory). Según sus defensores, la intervención humanitaria no sería incompati-

274
lDUPI, Humanitarian Intervention. Legal and Political Aspects, cit., p. 94.
275
ROLDÁN BARBERO, J., Democracia y Derecho Internacional, Civitas, Madrid,
1994, p. 174.
98 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
ble con el artículo 2.4. en la medida en que se basa en una responsabilidad sub-
sidiaria de los Estados miembros de mantener la paz y seguridad internaciona-
les que entraría en funcionamiento cuando el Consejo de Seguridad es incapaz
de cumplir sus responsabilidades bajo el artículo 2.4 y el capítulo VII de la
Carta276. También se ha intentado defender la legalidad de la intervención de la
OTAN en la existencia de una laguna en el sistema de seguridad colectiva de la
Carta, en concreto, la ausencia de una solución normativa en el supuesto de que
la ONU esté bloqueada, no pudiendo entonces autorizar ni dirigir una acción
necesaria. Para Weckel, este vacío debería colmarse reconociendo a los Esta-
dos el derecho hacer lo que estimen para mantener la paz y seguridad interna-
cionales amenazadas277.
Más sofisticado es el argumento al que hace referencia N. Kirsch: la defensa
de las intervenciones sin autorización expresa previa del Consejo de Seguridad
apelando a un pretendido «derecho de ejecución unilateral de la voluntad
colectiva››278. En las intervenciones llevadas a cabo en Irak y Kosovo, los Esta-
dos intervinientes adujeron ejecutar resoluciones del Consejo de Seguridad
para las que, no obstante, éste no había autorizado el uso de la fuerza para
hacerlas cumplir. Por medio de esta figura, las intervenciones realizadas sin
autorización previa del Consejo de Seguridad ya no serían actos completa-
mente unilaterales, sino una combinación de elementos colectivos (las decisio-
nes del Consejo en las que se califica una situación como una amenaza de la
paz internacional) y unilaterales (la decisión de uno o varios Estados de usar la
fuerza para hacer cumplir tales resoluciones). Esta conjugación de unilatera-
lismo y colectivismo permitiría conciliar de una manera aceptable la tensión
entre justicia, orden y paz. Más aún, el apoyo en una decisión colectiva reduci-
ría la sensación de que ciertos Estados imponen por la fuerza una interpreta-
ción particular de los intereses comunes, resultando de esta forma más fácil
rechazar la acusación de neoimperalismo279. Este argumento del que nos habla
Kisch sería el producto de la elaboración doctrinal de una de las principales
líneas adoptadas para defender la intervención de la OTAN. En concreto, de la
que justificó los bombardeos como una acción adoptada en el marco de las
Resoluciones del Consejo, más en concreto, en la Resolución 1203 (1998). En
ella el Consejo de Seguridad apoyó y respaldó los acuerdos firmados por la

276
DUPI, Humanitarian Intervention, cit., p. 82.
277
WECKEL, P., “L´emploi de la force contre le Yugoslavie ou la Charte fisureé”, Révue
Générale de Droit International Public, nº1, 2000, p. 33.
278
KIRSCH, N, “Unilateral enforcement of the collective Will: Kosovo, Iraq and the Se-
curity Council”, cit., pp. 86 ss.
279
Ibídem, p. 93. En defensa de esta opinión Vid. WALTER, C., “Security Council Con-
trol Over Regional Action”, Max Planch Year-Book of United Nations Law, 1, 1997, pp. 129 ss.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 99
República Federal de Yugoslavia y la OSCE, por una parte, y la OTAN, por
otra, y exigió la pronta y completa aplicación de los mismos por Yugoslavia280.
Tras poner de manifiesto las interpretaciones favorecedoras de la emergen-
cia de este derecho y las consecuencias beneficiosas que ello traería, Kirsch
considera que de su reconocimiento terminarían desprendiéndose graves con-
secuencias para el futuro de la seguridad internacional como el bloqueo del sis-
tema de seguridad colectiva. Si cualquier determinación de la existencia de una
amenaza de la paz internacional conllevara la posibilidad de una acción militar
unilateral, los miembros del Consejo se mostrarían mucho más reacios a hacer
uso de ese poder calificador. Además, si con ello se abre el camino a una inter-
vención militar, ello provocaría que dejaran de adoptarse el resto de soluciones
contempladas en el capítulo VII de la Carta, como las medidas provisionales o
las sanciones. En conclusión, “un derecho de ejecución unilateral de las deci-
siones del Consejo de Seguridad no crearía una situación estable; por el contra-
rio, erosionaría el sistema de seguridad con el posible resultado de su paraliza-
ción”281.
Una vía diferente que hubiera permitido defender la legalidad de la inter-
vención de la OTAN sería, a juicio de Wheeler, que los Estados miembros de
esta alianza militar que forman parte del Consejo de Seguridad hubieran inter-
puesto una resolución formal con vistas a solicitar que el asunto fuera transfe-
rido a la Asamblea General al amparo de la resolución 377 (Resolución Pro
Paz), evitando así el poder paralizante del derecho de veto del que estas cues-
tiones procedimentales estarían a salvo. Si la OTAN hubiera ganado una vota-
ción formal en el Consejo y luego otra material en la Asamblea General, habría
existido entonces una base jurídica adecuada sobre la que sustentar sus opera-
ciones aéreas282.
Como vemos, todos estos intentos dirigidos a propugnar la compatibilidad
de la injerencia humanitaria con el Derecho internacional convencional y con-
suetudinario parecen condenados al fracaso. Las intervenciones humanitarias
no son, por tanto, ninguna excepción a la prohibición del uso de la fuerza con-
tenida en la Carta. Sin embargo, ello no significa que sus defensores se den por
vencidos, resignándose a contemplar tales actos como simples violaciones del
orden jurídico internacional. Agotadas todas las posibilidades de demostrar su
conformidad con la lege data, sus esfuerzos se van a dirigir ahora a interpretar

280
RIPOLL CARULLA, S., “El Consejo de Seguridad y la defensa de los derechos hu-
manos. Reflexiones a partir del caso de Kosovo”, Revista Española de Derecho Internacional,
LI, 1999, p. 61.
281
Ibídem, p. 94.
282
WHEELER, N., Saving Stangers, cit., pp. 297-298.
100 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
la concurrencia de tales actos formalmente ilegales como una evolución hacia
algo mejor.
La respuesta más atrevida y, probablemente memos plausible, es la que ha
defendido no un jurista sino un filósofo como Habermas. En el fragor del
debate que tuvo lugar en los medios de comunicación europeos acerca de la
oportunidad y legitimidad de la campaña militar de la OTAN en Kosovo, el
profesor de Francfort defendió la tesis de que esta intervención estaría justifi-
cada por la debilidad institucional de los organismos de la ONU y por el pro-
greso que podría derivarse de la vigencia de un Derecho cosmopolita basado en
los derechos humanos. Los daños colaterales sufridos por el Derecho interna-
cional quedarían de esta forma compensados y superados por el avance hacia
una ciudadanía cosmopolita, por una evolución desde el Derecho internacional
clásico de los Estados hasta el Derecho Cosmopolita de una sociedad de ciuda-
danos del mundo283. Parafraseando el título de un conocido artículo de Wal-
dron, la propuesta de Habermas podría titularse “las debilidades del orden jurí-
dico internacional y la alternativa cosmopolita”284.
Las debilidades e inconsistencias de esta tesis son muchas. Baste con repro-
ducir la critica que le dirige Garzón Valdés. En su opinión, no se puede consi-
derar que la intervención de la Alianza Atlántica en Kosovo haya impulsado la
creación de un Derecho Cosmopolita. Lo que esta campaña supuso fue, más
bien, atribuir la soberanía exclusivamente a un grupo de Estados con la consi-
guiente disminución unilateral de la soberanía de otros. La estructura oligár-
quica del Consejo de Seguridad fue sustituida por otra estructura igualmente
oligárquica y, más aún, militar.
Una alternativa más moderada y razonable es la interpretación de todo ello
como la emergencia de un derecho consuetudinario de las intervenciones
humanitarias285, como la cristalización de una nueva norma jurídica internacio-
nal de carácter general que autoriza el empleo de contramedidas armadas para
el exclusivo propósito de poner fin a atrocidades a gran escala constitutivas de
crímenes contra la humanidad y amenazas de la paz286. La interpretación de
estos actos formales ilegales como algo más que una violación del Derecho
internacional sólo cobra sentido situándolos en un contexto más amplio, en el
283
HABERMAS, J., “Bestialität und Humanität. Ein Kreig and der Grenze zwischen Re-
cht und Moral”, Die Zeit, 25 de mayo, 199, p. 18, citado por GARZÓN VALDÉS, E., “Guerra
e diritti humani”, cit., p. 38.
284
WALDRON, J., «Minorities Cultures and the Cosmopolitan Alternative» en
KYMLICKA, W. (ed), The Rights of Minorities Cultures, Oxford University Press, 1995, pp.
93-119.
285
CAPLAN, R., “Humanitarian Intervention: Which Way Forward?, cit., p. 37.
286
CASSESE, A., “Ex inuria oritur…”, cit, p. 29.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 101
que se advierten ciertas tendencias indicativas de una transformación del
marco jurídico y político actualmente vigente y que permitirían una segunda
lectura acorde con la evolución actual de la Carta de las Naciones Unidas287.
Las más importantes serían las siguientes:
1) La conciencia cada vez más acusada de que la protección de los derechos
humanos no incumbe únicamente al dominio reservado de los Estados sino al
conjunto de la comunidad internacional. Las obligaciones de respetar los dere-
chos humanos vinculan a todos por lo que, correlativamente, todo Estado o
conjunto de Estados tienen el derecho y/o el deber de dar los pasos necesarios
para obtenerlo288. Evitar la vulneración masiva de los derechos humanos se está
prefigurando, tal y como apunta Gutiérrez Espada, en un derecho-deber de
todo Estado bien nacido cuando nadie lo haga, y que se impondría incluso
sobre la prohibición general del uso de la fuerza. Una reflexión que parece
sugerir el Tribunal Internacional de Justicia en 1996, cuando sostiene que todo
Estado tiene no sólo la facultad de intervenir para prevenir o castigar el genoci-
dio sino también la obligación de hacerlo289.
En esta misma línea, el actual Secretario General de la ONU, Kofi Annan,
ha declarado que “no hay ningún principio jurídico –ni siquiera la soberanía–
que pueda proteger los crímenes de lesa humanidad. En los lugares donde se
cometen esos crímenes y se han agotado los intentos de ponerles fin por medios
pacíficos, el Consejo de Seguridad tienen el deber moral de actuar en nombre
de la comunidad internacional”290. Esta declaración expresa la convicción de
que el Consejo de Seguridad no disfrutaría de tanta discrecionalidad como se le
ha venido reconociendo hasta ahora, sino que –al menos por lo que a la obliga-
ción de responder al genocidio u otros crímenes contra la humanidad– estaría
cada vez más sujeto a ciertos deberes. Esta evolución resulta fundamental para
poder aceptar la conformidad de las intervenciones humanitarias tanto a la
ética como a una legalidad data amplio sensu o, cuando menos, claramente
emergente.
2) La comunidad internacional parece cada vez más presidida por la idea de
que las atrocidades sistemáticas y a gran escala dan lugar a una responsabilidad

287
GURIÉRREZ ESPADA, C., «Uso de la fuerza, intervención humanitaria y libre deter-
minación», cit., p. 217.
288
CASSESE, A, “Ex inuria oritur…”, cit., p. 26.
289
GUTIÉRREZ ESPADA, C., «El uso de la fuerza, intervención humanitaria y libre de-
terminación», cit., pp. 216-217. La resolución de TIJ es la sentencia de 11 de julio de 1996,
asunto sobre la aplicación del Convenio sobre prevención y castigo del genocidio (Bosnia y
Herzegovina c. Yugoslavia), CIJ Recueil, 1996, pp. 595 ss, pf. 31, in fine (p. 616).
290
ANNAN, K., Informe del Milenio, 2000, pf. 219. Dirección web: http://www.un.org/
spanish/milenio/sg/ report/.
102 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
agravada de los Estados. Ello faculta a los demás Estados y las organizaciones
internacionales a hacer uso de respuestas diferentes de las contempladas para
la responsabilidad criminal291.
3) Es también un hecho incuestionable que, desde hace una década, la
comunidad internacional no ha parado de intervenir por medio de tropas inter-
nacionales en conflictos internos en los que los derechos humanos se encontra-
ban en serio peligro.
4) Algunas ONG e incluso funcionarios de los gobiernos han reivindicado
que, bajo ciertas circunstancias, allí donde las atrocidades alcancen tal nivel
que sacudan la conciencia de todos los seres humanos y amenacen de hecho la
paz internacional, la protección armada de los derechos humanos debe prevale-
cer sobre la necesidad de evitar las fricciones y los conflictos armados.
Señaladas las tendencias del derecho y las relaciones internacionales que
abogarían en favor de la emergencia de un derecho de intervención humanita-
ria sin autorización del Consejo de Seguridad, la aceptación del mismo estaría
supeditada a la satisfacción de ciertos requisitos, a normas y procedimientos
que limiten la posibilidad de abusos. Si, como resulta obvio, éstos parámetros
no se encuentran en el Derecho positivo, habrán de ser buscados fuera del
mismo, en la moral y/o la política. Esta circunstancia explicaría el interés y la
utilidad que puede tener la teoría de la guerra justa a la que antes nos refería-
mos. Como ya se ha comentado, es característico de esta doctrina la defensa de
un modelo de legitimidad para las intervenciones que huye de la rigidez de una
justificación deontológica y apuesta por la flexibilidad de un conjunto de crite-
rios adaptados al contexto y observables en distinto grado. De esta forma,
dicha teoría ofrece una percepción mucho más compleja y, sobre todo, menos
formalista de las intervenciones, lo que permitiría sostener la legitimidad y la
legalidad en el sentido reseñado de las intervenciones llevadas a cabo sin auto-
rización previa y expresa del Consejo de Seguridad. La doctrina de la guerra
justa, si por un lado amplía las condiciones a las que queda supeditada la
corrección de una intervención, por otro permite compensar la menor e incluso
nula observancia de alguno de sus criterios con la concurrencia en un grado
superior de alguno otro. Como señalan Fixdal y Smith, puede considerarse que
el criterio de la autoridad legítima (precisamente el parámetro que no cumpli-
rían las intervenciones sin autorización del Consejo de Seguridad) es sensible
al resto de los criterios. Así, cuanto más evidente sea la injusticia contra la que
se actúa, menor es la exigencia de que la autoridad sea clara; y viceversa,

291
CASSESE, A., “Ex inuria oritur…”, cit., p. 26. .
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH. 103
cuanta mayores alternativas existan a la intervención armada, más sólidamente
establecida ha de encontrarse la autoridad legítima292.
De acuerdo con Cassese, Charney o Caplan, las condiciones que harían pro-
gresivamente aceptables las intervenciones al margen del Consejo de Seguri-
dad son las siguientes:
1) Que se estén produciendo violaciones masivas y sistemática de los dere-
chos humanos constitutivas de crímenes contra la humanidad por parte de un
Estado o con el apoyo del mismo. Charney insiste en que se dispongan de prue-
bas o evidencias de que ésto sea realmente así.
2) Es preciso que se advierta por parte de una organización regional perte-
neciente al mismo ámbito regional al del Estado donde se están cometiendo los
abusos de que ponga fin a los mismos y que éste, no obstante, rechace hacerlo.
3) Agotamiento de todos los recursos previos, incluidas negociaciones, ini-
ciativas políticas, sanciones económicas, etc.
4) Que el Consejo de Seguridad se muestre incapaz de adoptar ninguna
medida de fuerza para detener las masacres debido al desacuerdo entre sus
miembros o a causa de que uno o varios de ellos ejerce el derecho de veto. Este
hecho podría considerarse –a tenor de lo declarado por Kofi Annan– el incum-
plimiento de un auténtico deber moral.
5) Una vez constatada la parálisis del Consejo de Seguridad, las organiza-
ciones regionales pueden intervenir legalmente mediante el uso de la fuerza
para detener violaciones masivas de los derechos humanos, siempre y cuando
observen las siguientes condiciones a las que hace referencia Charney:
a) El Estado en el que se va intervenir debe ser avisado con anterioridad al
inminente uso de la fuerza.
b) Previamente a la intervención, los Estados que van a participar en ella
deben comprometerse a aceptar la jurisdicción del Tribunal Internacio-
nal de Justicia para el caso de que, en el transcurso de la acción bélica,
se produzca alguna violación del Derecho internacional, y a la jurisdic-
ción del Tribunal Penal Internacional por los crímenes que puedan
cometer sus nacionales durante la intervención.
c) El uso de la fuerza debe reducirse a lo necesario para detener las
masacres y ha de ser proporcionado a los daños con los que se quiere
acabar o evitar.

292
FIXDAL, M y SMITH, D, “Humanitarian Intervention and Just War”, cit., p.
104 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
d) Una vez que la intervención ha cumplido su objetivo, las tropas extran-
jeras deben retirarse salvo que el Estado intervenido consienta su per-
manencia o así lo autorice el Consejo de Seguridad de acuerdo con el
capítulo VII de la Carta.
V. CONSIDERACIONES FINALES

Al menos por lo que se refiere a su legitimidad y credibilidad moral y polí-


tica, creo que el verdadero enemigo de las intervenciones humanitarias no se
encuentra ya en la prohibición de interferir en el dominio de los Estados. Como
hemos visto, todos los argumentos elaborados por el pensamiento político y
jurídico durante los últimos siglos en orden a justificar el deber de no interven-
ción han perseguido, en última instancia, negar que los derechos humanos
constituyen un imperativo moral situado por encima de los valores en los que
descansa la legitimidad de los Estados. Más concretamente, por distintas vías,
se ha intentado justificar que en la sociedad internacional el Estado no tiene
que estar necesariamente sometido a la ética pública que representan los dere-
chos humanos, que la moralidad internacional y la doméstica no tienen por qué
ser idénticas. No obstante, ni la soberanía, ni el derecho de las comunidades
políticas a ser libre por sus propios esfuerzos, ni la defensa de la identidad cul-
tural de un pueblo poseen un valor moral superior a los derechos humanos que
justifique no hacer todo lo posible para detener una violación masiva y siste-
mática de éstos.
Tampoco deben buscarse los enemigos de las intervenciones humanitarias
entre las filas del escepticismo o relativismo ético-cultural. Debemos admitir
que no podemos intervenir para importar por la fuerza a otras sociedades y cul-
turas nuestro modelo de legitimidad política basado en la democracia, el
Estado laico, unos amplios derechos civiles y políticos y la prohibición de las
discriminaciones negativas por razón de sexo, raza, religión, etc. Aparte de
imprudente por los riesgos a los que se vería expuesta la paz internacional, el
principio de tolerancia nos exigiría ser respetuosos con una sociedad interna-
cional en la que exista un pluralismo etico-cultural razonable. Además, aunque
ello fuera éticamente admisible, supondría, no obstante, acelerar artificial-
mente el desarrollo político y moral de otras comunidades. Ahora bien, aunque
se expresen en lenguajes diferentes y se fundamenten de maneras también muy
106 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
diversas, los derechos por cuya salvaguarda deberían traspasarse las fronteras
de un Estado soberano pertenecen a ese mínimo moral que, como la reiteración
histórica y el miedo hacia los de nuestra propia especie han demostrado, es lo
suficientemente incontrovertido, culturalmente neutral y políticamente nece-
sario como para declararlo universal. Por tanto, parece imposible cuestionar
que la prohibición del genocidio, la esclavitud o la limpieza étnica trasciende
cualquier forma de relativismo y que ello puede ser expresado en el lenguaje de
los derechos humanos universales a la vida y la libertad personal.
Aunque pueda resultar extraño y paradójico, quien puede realmente termi-
nar poniendo en duda la reputación ética y política de las intervenciones huma-
nitarias son los propios derechos humanos o, mejor dicho, el modo en que éstos
han sido muchas veces utilizados para justificarlas. Señalábamos en la intro-
ducción que, para los más convencidos defensores de las intervenciones,
tomarse en serio los derechos humanos suponía inevitablemente estar prepara-
dos y dispuestos a usar la fuerza para defenderlos contra sus agresores. Hay
quienes van un poco o mucho más allá afirmando que ello pasa irremisible-
mente por tomarse también en serio su universalidad y carácter absoluto, acep-
tando que aquellos imponen también deberes erga omnes que han de prevale-
cer sobre cualquier otra consideración moral, política o de otro tipo. Por tanto,
no se trata sólo de que podamos usar la fuerza para defenderlos sino que tene-
mos además un deber insoslayable de hacerlo. Si a todo ello unimos la fuerte
carga emotiva que la expresión “derechos humanos” posee en el lenguaje polí-
tico y mediático, podemos comprender entonces los riesgos que supone justifi-
car una intervención humanitaria exclusivamente en los derechos humanos.
El primero es que, presentándola como el resultado de una lectura actuali-
zada y cosmopolita de la Carta de la Naciones Unidas, corremos el riesgo de
convertir la defensa libre de trabas y controles institucionales de los derechos
humanos en la clave de un nuevo orden jurídico mundial por encima del actual-
mente vigente y en condiciones, por tanto, de justificar la violación de este
último cada vez que se estime moralmente necesario. No puede negarse que el
sistema de seguridad contenido en la Carta de la ONU exige una reforma que
permita una mejor y más rápida respuesta de la comunidad internacional a
situaciones como las que venimos comentando. Tampoco hay duda de que,
debido al poder de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguri-
dad, el Derecho internacional ha sido muchas veces y puede seguir siendo un
obstáculo decisivo para abortar intervenciones humanitarias necesarias. Pero,
si la intervención en Kosovo nos ha de servir de muestra, lo que realmente
puede suceder cuando se actúa al margen de las reglas del Derecho internacio-
nal no es una mejor defensa de los derechos humanos sino algo bastante dis-
tinto. Por un lado, la sustitución de las instituciones internacionales en las que
V. CONSIDERACIONES FINALES 107
están representados todos los Estados por una oligarquía militar más dispuesta
a resolver los problemas por la fuerza que mediante el diálogo y la negociación
paciente. Por otro lado, una combinación de intereses nacionales y de valores
morales aplicados “selectiva, arbitraria y discriminatoriamente”293.
Otro de los riesgos señalados es el de idealismo, el rigorismo y la abstrac-
ción en la justificación de las intervenciones. Por un lado, del hecho de que los
derechos humanos sean un valor moral superior a los Estados no se infiere que
la intervención armada sea una obligación exigida por el respeto de los prime-
ros. Por otro lado, afirmar que intervenir por un motivo o intención humanita-
ria equivale a defender los derechos humanos supone dar una especie de puñe-
tazo encima de la mesa en la discusión acerca de la legitimidad de las
intervenciones humanitarias. Si ello añadimos la influencia tan decisiva ejer-
cida por la selección de imágenes televisivas especialmente espectaculares e
impactantes de masacres como las de Ruanda o Bosnia sobre la conciencia
ética de los ciudadanos, podemos entonces comprender cómo el lenguaje de
los derechos humanos pueda terminar conduciendo a un mundo moral virtual
habitado por enemigos muy malos y aliados muy buenos, un mundo hipersim-
plificado en el que las intervenciones gozan ipso facto de legitimidad sin nece-
sidad de analizar las verdaderas causas que las desencadenan, los medios béli-
cos que se emplean y las consecuencias humanitarias y políticas que les siguen.
El lenguaje moral de las intervenciones humanitarias no puede reducirse,
pues, a los derechos humanos o, al menos, a éstos situados únicamente en el
plano intuitivo de los principios abstractos o de las imágenes televisivas. Los
derechos humanos también deberían ser tomados en serio a la hora de valorar
los medios y resultados de las intervenciones. La comprobación de que, por
mucho que se recurra a eufemismos y retóricas idealistas, aquéllas son actos
bélicos que, inevitablemente, producen muertes entre civiles inocentes y que
no siempre logran sus objetivos o lo hacen a un precio excesivo, permite cons-
tatar que lo que se pone verdaderamente en discusión con las intervenciones no
es el principio de no intervención, por un lado, y los derechos humanos, por
otro lado, sino la lesión de los derechos humanos de un grupo para asegurar la
vigencia de esos mismos derechos humanos en otro grupo. Por eso, aunque sin
llegar a considerar su empleo incompatible con la defensa de los derechos
humanos, debe admitirse que las intervenciones humanitarias sólo podrán ser
legítimas en la medida en que no terminen resultando finalmente más lesivas
para la vida y la libertad que las propias matanzas que intentan detener. Y debe
reconocerse que, dado el potencial destructivo del armamento contemporáneo,
ello no parece nada fácil y exige, en cualquier caso, tener plena consciencia de

293
REMIRO BROTONS, A., “Un nuevo orden contra el Derecho internacional”, cit., p. 1.
108 ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
que una mala selección de los medios puede acabar por lesionar los fines por
los que se interviene.
Por otra parte, el compromiso con los derechos humanos que representan
las intervenciones puede conducir a un dilema moral de muy difícil solución: si
los primeros llevan implícito el igual valor moral de todos los seres humanos,
de ello se inferiría la obligación de poner en peligro la vida de nuestros vecinos,
amigos y compatriotas para salvar la de otros individuos a los que nos une el
vínculo mucho más abstracto del género humano. Pero ¿hasta qué punto es
moralmente exigible una acción supererogatoria? Garzón Valdés ha afirmado
que ninguna ética racional puede imponer el sacrificio de un bien para salvar
otro de igual valor porque ello convertiría al mundo en un “infierno moral”. Da
por tanto la impresión de que la justificación de las intervenciones ha abrazado
a veces una versión excesivamente radical del cosmopolitismo, insensible al
valor de las lealtades personales y comunitarias y, sobre todo, muy alejada de
los sentimientos todavía poco cosmopolitas de las opiniones públicas de prác-
ticamente todos los países. Ello no significa, empero, que los gobiernos de los
Estados intervinientes intenten resolver este innegable conflicto entre las leal-
tades hacia su propia comunidad y los deberes hacia la humanidad utilizando
un tipo de armamento y estrategia militar que anteponga completamente la
seguridad de sus tropas a la de los civiles que se pretende rescatar; como tam-
poco se debería dejar de intervenir en situaciones donde existan buenas razo-
nes para pensar que el uso de la fuerza puede tener éxito con bajas propias muy
limitadas.
Las intervenciones humanitarias pueden también ensombrecer el valor uni-
versal de los derechos humanos al evidenciar respuestas muy distintas, y por
tanto incoherentes, a situaciones moralmente comparables. Las intervenciones
parecen alimentadas muchas veces por un humanitarismo visceral que sólo se
centra en las formas más espectaculares y acuciantes de injusticia y sufri-
miento: aquellas hacia las que parecen mostrar un mayor interés y sensibilidad
los medios de comunicación y las opiniones públicas occidentales y en las que
parece más fácil establecer un vínculo moral en lugar de político entre rescata-
dores y víctimas. Para este humanitarismo, la muerte y el sufrimiento sólo se
convierten en motivo y razón para una intervención externa cuando son provo-
cados súbitamente por el abuso del poder político o por las guerras civiles, pero
no cuando son el resultado lento pero constante de la pobreza y el subdesarro-
llo.
Por último, la retórica de los derechos humanos puede esconder también
una tentación imperialista en el plano ético y cultural. No siempre que interve-
nimos lo hacemos movidos por la intención de defender las necesidades bási-
V. CONSIDERACIONES FINALES 109
cas y urgentes que hemos acordado proteger mediante la categoría moral y jurí-
dica de los derechos humanos, sino que, a veces, lo hacemos tanto o más por
nosotros mismos, por un sentimiento de superioridad que nos conduce a creer-
nos con derecho a imponer por la fuerza la universalidad de los derechos huma-
nos a otras culturas y civilizaciones. En palabras de Ignatieff, “cuando la polí-
tica se mueve por razones morales suele ser narcisista. No intervenimos sólo
para salvar a otros, sino para salvarnos a nosotros mismos, o mejor dicho, para
salvar nuestra imagen de defensores de la decencia universal. Queremos
demostrar que Occidente es algo más que una palabra”294.
¿Significa todo ello que no debamos usar la fuerza armada para proteger los
derechos humanos? La respuesta es podemos y debemos hacerlo pero si asumi-
mos que los derechos humanos no pueden estar sólo en el antes de la interven-
ción, en los motivos o razones que mueven a actuar militarmente, sino también
en el durante y después de la intervención, esto es, en los medios que emplea y
en las consecuencias humanitarias, políticas y jurídicas que podrían acompa-
ñarle. Ello demostraría que lo mejor que podemos hacer para que los derechos
humanos no actúen como un verdadero elemento moralizador de las interven-
ciones es situar su fuerza no tanto en el contexto de descubrimiento como en de
justificación de estas operaciones. Si no queremos convertir el humanitarismo
en una retórica irresponsable, deberíamos admitir que lo que verdaderamente
permite calificar a una intervención de humanitaria no es el hecho de estar
movida por la intención de proteger los derechos humanos sino que pueda jus-
tificarse que ése ha sido realmente su resultado.

294
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero.., cit., p. 93.
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