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La experiencia del totalmente Otro en las religiones

Universalidad de la experiencia

Pero antes de ingresar en lo que K. Rahner denominó “historia


particular de salvación”6, no podemos dejar de aproximarnos a la
universal búsqueda que los hombres y pueblos de todos los tiempos
hicieron y siguen haciendo del Absoluto Misterio trascendente,
incluso cuando algunos de ellos, sobre todo en tiempos más
recientes, pudieran haberse autoproclamado ateos, o llegaran a
idolatrar las obras de sus manos (cf. Sab 13,1-19). O sea, no
podemos dejar de acercarnos a lo que el citado autor llamaba
“historia universal de salvación”.

No sería honesto ignorar las plasmaciones objetivas y


concretas de esas búsquedas, ni las hierofanías o manifestaciones
de lo sagrado, en la naturaleza o a través de personas en la misma
historia humana, que expresaron y respondieron más o menos
satisfactoriamente a esas búsquedas, y que hoy pueblan muchos
museos de la así llamada sociedad secular; o que convocan
ingentes masas de turistas en lugares considerados de interés
histórico-antropológico, o a especialistas ávidos por encontrar
novedad en lo arcaico. Efectivamente, al momento de profundizar
nuestro encuentro con los hechos empíricos de la historia, en las
más variadas culturas, nos encontramos con expresiones del
quehacer humano que, junto al arte, hablan claramente de otro


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orden de cosas, inasible y tal vez hasta ininteligible para nuestra
pragmática mirada postmoderna7.

Los hallazgos de la fenomenología religiosa

La antropología cultural descubre de hecho en el centro


vertebrador del ethos o modo de vida de los pueblos una manera
original de relacionarse con la trascendencia. Autores como Otto,
Eliade8, Van der Leuw, Vergote9, Martín Velasco10 o Widengren11,
yendo más allá del positivismo imperante en la época en la que les
tocó desarrollar su quehacer científico, intentaron analizar los
comunes denominadores de estas plasmaciones; acercándose
incluso a culturas donde muchos de estos elementos, considerados
ancestrales, estaban todavía vivos, para tratar de comprender
fenomenológicamente las motivaciones profundas que las
gestaban, las cuales adoptaban características del todo irreductibles
a las de otros campos de la experimentación humana (antropología
cultural, psicología social, sociología religiosa). Al respecto, dice G.
Widengren que

“una de las consecuencias más importantes de los modernos estudios


de historia de la religión ha sido poder mostrar la existencia de una fe en


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Dios en prácticamente todos los pueblos civilizados o carentes de
escritura. Claro está que su carácter es muy diferente en las diversas
religiones. Pero las variantes características de la fe en Dios se repiten en
la historia de las religiones con una regularidad desconcertante”12.

En todas esas manifestaciones se puede constatar


fenomenológicamente, en la experiencia individual y colectiva de la
comunidad, la irrupción de lo que algunos autores denominaron el
“totalmente Otro”, y que caracterizaron como “fascinante y
tremendo”. Este advenimiento o manifestación invitaba a personas y
pueblos concretos al trascendimiento de sí, y a un
redimensionamiento de sus existencias y sentidos vitales; de modo
que el “después” de esa irrupción acababa dando a los mismos una
configuración totalmente diferente a la tenida en el “antes”.

Esta experiencia del misterio trascendente (lo sacrum,


“sagrado”) en la cotidianeidad de la vida (lo pro-fanum): 1) se
expresaba a través de palabras y ritos; 2) se remomoraba y
actualizaba por medio de relatos míticos; 3) se presencializaba en
celebraciones comunitarias, sobre todo anuales; 4) suscitaba una
determinada actitud ética, promoviendo algunas acciones o
mandamientos y prohibiendo otros, y 5) envolvía la totalidad de la
existencia en un horizonte trascendente de vida y sentido, en
práctica connaturalidad y comunión con sus dioses. En fin,
comportaba un “nuevo nacimiento”.

Teísmo y politeísmo

La evolución de esta experiencia en los diferentes pueblos


parece desarrollarse a partir de un ingenuo teísmo generalizado en

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los albores de la humanidad, en donde el dios del clan solía tener
rasgos que podían irse configurando, por ejemplo, a partir de la
figura del protopadre de la tribu. Esta imagen inicial evolucionaba
con el tiempo en la plasmación de diferentes dioses, a medida que
la estructura social y las especializaciones en la organización social
de estos pueblos se iban haciendo más complejas y diversificadas.

Esto fue conduciendo progresivamente al surgimiento del


politeísmo, en donde la divinidad acababa manifestándose en
variadas maneras, vinculadas cada una a un dios diferente que
acompañaba y patrocinaba los aspectos más significativos en la
vida de esos pueblos. En muchos de estos casos, los variados
nombres que la divinidad asumía en los múltiples ámbitos de la vida
social, daban finalmente origen a dioses diferentes. También se da
el caso de que estos dioses primordiales se duplicaran al ser
adorados en diferentes lugares con diferentes nombres; o también
que al crear gestando, desdoblaran una versión femenina de sí
mismos.

En efecto, según los especialistas, las variables que más


significativamente incidieron en este desglosamiento tuvieron que
ver con algunos aspectos que hicieron a su historicidad concreta: el
modo en que se sustentaban económicamente estos pueblos,
conformaban su vida social y vivían su sexualidad. Los pueblos de
costumbres nómades tendieron a identificar a Dios con el disco
solar, que era una especie de ojo de la bóveda celeste; los
cazadores, con los animales necesarios para su subsistencia, y por
eso los rituales adquirían siempre una dimensión de sacrificio y otra
de banquete, porque el mismo dios los alimentaba convirtiéndose
en víctima. Los pueblos sedentarios generalmente atribuyeron un
carácter femenino a la divinidad, identificándola con la madre tierra

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y sus ciclos mensuales y anuales, personificándola muchas veces
en la luna o en la fertilidad de la primavera.

“La Diosa Madre ha desempeñado un papel preponderante en muchas


religiones de la tierra [...]. Isis, en Egipto; Istar-Astarté, entre los semitas
del Próximo Oriente; Cibeles, la Magna Mater, en Asia Menor. En las
culturas indoeuropeas hay que añadir diversas diosas relevantes: en
Roma, Juno; en Grecia, Hera, Atenea y Afrodita; en el norte, Freya; en
Irán, Anahitá; en la India, Saravasti [...]; Kali-Durga, en el hinduismo
actual”13.

A medida que la vida social se fue haciendo más compleja,


encontramos simultáneamente y en pares, divinidades uránicas
vinculadas al cielo, y ctónicas asociadas a la tierra. Así, Ra e Isis en
egipto, Júpiter y Venus en Grecia, Zeus y Afrodita en Roma, el Sol y
la Pachamama entre los Incas. Detrás de estas atribuciones no deja
de haber una cierta proyección antropomórfica de la sexualidad
humana en Dios. En otros casos, o bajo diferente óptica, es
interesante notar la existencia de panteones ternarios: por ejemplo,
Zeus, Poseidón y Hades (todos hijos de Cronos, en la mitología
griega), cuya versión filosófica sea tal vez el Uno, Espíritu y Alma de
Plotino; o netamente religiosa de Brahma, Vishnu y Shiva en el
hinduismo.

Religiones cosmológicas y orientales

Un común denominador de estas ancestrales formas


religiosas es su carácter cosmológico. En todas ellas prevalece una
visión circular del tiempo, en el que los dioses están también
inmersos, y una tendencia a la repetición cíclica de aquello ya

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ocurrido en las épocas primordiales o de origen. In illo tempore, en
aquel tiempo, intervinieron seres sobrenaturales que con sus
acciones explican lo que hoy son las cosas. De ahí que la
renovación (anual) del cosmos pase entonces por repetir
ritualmente lo que ellos hicieron en las gestas de los orígenes, los
cuales siempre gozarán de un prestigio particular. Al respecto, dice
M. Eliade que “el tiempo mítico de los orígenes es un tiempo
‘fuerte’, porque ha sido transfigurado por la presencia activa,
creadora, de los Seres Sobrenaturales”14.

También las acciones terapéuticas de los gurúes y chamanes


de estas tribus conocen este “regreso a los orígenes”, asociado a
un renacimiento. Para esta cosmovisión el tiempo deteriora y
corrompe, y por eso hay que retrotraerlo o sustraerse de él para
sanarse de sus efectos negativos. O dicho de otro modo, en la
visión mítica, lo pleno y saludable está en el principio, al que
finalmente siempre hay que terminar volviendo para salvarse.
¡Jesús mismo llegará a decir: “No fue así al principio” (Mt 19,8)! De
este modo,

“al quedar hecho, de un modo simbólico, contemporáneo de la Creación


del Mundo, el enfermo se sumerge en la plenitud primordial; se deja
penetrar por las fuerzas gigantescas que, in illo tempore, han hecho
posible la Creación”15.

En el “eterno retorno”, que es el común denominador de esta


visión circular del tiempo, existe un anhelo de purificación y
salvación vinculado más a lo que ya fue que a lo que será: porque
en realidad, lo que será, la “escatología”, coincide con lo que ya fue,
la “protología”. Por eso podría decirse que “para los primitivos, el fin


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del mundo ha tenido lugar ya, aunque deba reproducirse en un
futuro más o menos alejado”16.

El antiguo hinduismo recorre este camino17. Las sucesivas


reencarnaciones deben conducir al “santo”, a través de una
progresiva purificación y liberación de lo que es vanidad y
apariencia (=maya) a lo que fue él en un comienzo, fundido con la
totalidad absoluta (=Brahma), coincidente con su espíritu profundo
(=atma). Porque por una parte, así como “las ropas gastadas son
desechadas por el cuerpo”, también “los cuerpos gastados son
desechados por el habitante”18 que aspira a una existencia más
pura; y por otra, “todos los dioses y diosas no son más que diversos
aspectos de un solo Brahmán Absoluto” (Sri Ramakrischna) con el
que terminan identificándose.

En el caso del budismo, la búsqueda del nirvana supone una


negación o supresión de toda pasión. Ya que éstas son las que
generan dolor, hay que transitar progresivamente por el camino
(bakti) del desasimiento procurando hacer la experiencia de esa
“nada plena” que coincide con la iluminación experimentada por los
santos (Buda en primer lugar). Sin embargo, para esto hay tiempo:
la conversión aparejada a la búsqueda es lenta, y puede llevar
varias vidas irla concretando. Para los budistas, bien lejos del
ajetreo occidental, “la vida es un viaje, la muerte un retorno a la
tierra, el universo es como una posada, los años que pasan son
como el polvo”. Es más:


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“Cuando se alcanza esta percepción total, nunca más puede sentirse
que la muerte de uno es el fin de la vida. Uno ha vivido desde un pasado
ilimitado y vivirá un futuro ilimitado”19.

Sin embargo, este desinterés por el mundo que manifiestan


estas religiones orientales puede tender a ser concomitante con la
indirecta legitimación religiosa de un orden social ya dado y
concebido que tiene mucho de producto humano (injusto), como el
régimen de castas, la autoridad teocrática, o la sacralización del
Estado20. En el caso del confucianismo esta afirmación adquiere
matices, debido a su fuerte impostación ético-social que lo sitúan en
la antípoda de la otra gran religión de la China imperial: el taoísmo.
El siguiente texto, atribuido a Confucio, ilustra claramente su ideal
socio-político:

“Hay cuatro cosas en el Camino de la persona profunda que yo no he


podido hacer. Servir a mi padre como quisiera que un hijo me sirviera a
mí. Servir a mi gobernador como quisiera que mis ministros me sirvieran.
Servir a mi hermano mayor como quisiera que mis hermanos menores me
sirvieran a mí. Ser el primero en tratar a los amigos como quisiera que
ellos me tratasen. Estas cosas no las he podido hacer”21.

Sedimentación teológica

Haciendo una valoración positiva de las religiones


cosmológicas y orientales, vemos que las primeras tienden a
destacar la importancia de la mediación de la naturaleza en la
experiencia religiosa del misterio. Muchos de estos elementos de

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las religiones cosmológicas anteriormente referidos están
claramente presentes en la religiosidad andina, en los aborígenes
de América en general22 y argentina en particular23, como así
también en las tradicionales religiones africanas; culturas todas
estas que tienden a poner muy de relieve el valor de lo simbólico y
lo corporal. Esto nos permite entender cómo la dimensión simbólico-
sacramental está en el núcleo de las experiencias religiosas más
primitivas. Es decir, la convicción de que los elementos de este
mundo ocultan, dicen o remiten evocativamente a un algo más,
misterioso y trascendente; y que por eso es preciso “dejar hablar” a
la naturaleza.

En las religiones orientales, por su parte, se tiende a propiciar


una mirada ordenada del mundo como cosmos regido por una ley
última o dharma, y que invita también al orante a situarse de un
modo sabio dentro de esta totalidad. Esto queda puesto de relieve
sobre todo en el taoísmo:

“¿Tienes paciencia para esperar hasta que tu propio lodo se asiente y el


agua esté clara? ¿Puedes estarte quieto hasta que la acción apropiada
surja por sí misma?”24.

Este afán de totalidad y unidad ordenada de las religiones


orientales nos hace ver que la experiencia religiosa pasa siempre
por una actitud de discernimiento y escucha atenta a lo que
cotidianamente vivimos; que existe algo ya dado, con
características totalizantes, de cara a lo cual tenemos que
posicionarnos con sencillez y humildad. Algo, incluso, que no
creamos, de lo que no disponemos y que, en cambio, tenemos que


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recibir: lo “ya dado”, que en cierto modo se constituye en don
gratuito, y que acogiéndolo, pacifica e integra nuestro yo profundo.

Estos elementos de religiosidad oriental tienden hoy a


divulgarse en occidente a través de las formas pseudorreligiosas de
la Nueva Era, que ha venido expandiéndose desde los años 60’ casi
como contrapartida al proceso fuertemente disgregador que vivimos
en nuestra cultura desde hace ya algunas décadas.

Del “Dios de los padres” al “Dios del universo” en


Israel

En este cuadro universal que presenta a hombres y pueblos en


peregrinación hacia el Dios cercano, íntimo y trascendente, hay que
detenerse en la original experiencia de Israel25. Sociológicamente
hablando, si consideramos los grandes imperios con los que se fue
entretejiendo su historia, un pueblo pequeño y marginal; y sin
embargo sujeto de una inédita experiencia religiosa que le confirió
un estatuto particular en la historia de las religiones. En él quedaron
plasmadas de un modo compendiado y paradigmático no sólo las
búsquedas religiosas de los hombres, sino también el esfuerzo de
Dios por acercarse a la vida de un pueblo, y en él, al género
humano en su conjunto.

Al respecto dice el Concilio Vaticano II que “el fin principal de la


economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor


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universal”, y que aunque ésta contenga “elementos imperfectos y
pasajeros [...] [también presenta] enseñanzas sublimes sobre Dios y
una sabiduría salvadora acerca del hombre”; por lo que “encierra
tesoros de oración y esconde el misterio de nuestra salvación” (DV
15). Sin una referencia profunda a la economía antigua no se
entiende el alcance y significado del evento Jesucristo.

Del “Dios de los Padres” a Yahveh “Dios del Pueblo”

El pueblo hebreo tuvo su prehistoria en tiempo de los


patriarcas, hacia el 1800 a.C., con figuras como Abraham, Isaac,
Jacob (cf. Gen 12-50). Personajes de origen arameo cuyas
existencias históricas concretas quedan indisociablemente unidas al
legendario relato mítico; con sus vidas tribales de beduinos
nómades, pero conscientes de que el Dios Él, propio de entornos
semitas, les había hablado y los acompañaba en su derrotero por la
“media luna de las tierras fértiles”, en el cercano oriente, en
búsqueda de mejores pastos para sus animales y oportunidades de
crecimiento para ellos mismos. Por eso, sus costumbres no eran tal
vez muy diferentes de aquellas otras propias de los pueblos
mesopotámicos que vieron surgir importantes ciudades estados
como las de Ur, Uruk y Lagash.

Es de notar que en Abraham, sobre todo, fue personalizada la


posterior historia itinerante de Israel. Como sucede en historias
análogas con otros pueblos que magnifican y veneran la
personalidad del protopadre, percibimos en la historia bíblica de
Abraham significativas coincidencias con las vicisitudes vividas
posteriormente por el pueblo hebreo. Así como éste tuvo que dejar

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