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Los tres grandes consejos

Durante algunos años, tuve la fortuna que me invitaran para predicar en algunas
reuniones dominicales del servicio hispano de La Catedral de Cristal de Los Ángeles.
Allí conocí a su anfitrión, el genial Pastor Juan Carlos Ortiz. Acaso el mejor predicador
que ha dado América latina en muchísimo tiempo. Su sabiduría está intacta, su don de
gente sigue siendo su principal adjetivo. Sus mensajes son tan demoledores y profundos
como lo eran en los tumultuosos años setenta, cuyos casetes eran buscados como el oro
y copiados a granel bajo cuerda, a pesar que estaban proscriptos por la iglesia
tradicional de aquel entonces.
Pero no fueron sus mensajes los que lograron subyugarme, sino esas charlas íntimas que
logramos tener en mis visitas a su imponente iglesia, a finales de los noventa. No fueron
muchas, tres para ser exactos. Una en su oficina, otra en una cena en una marisquería y
la más reciente en un asado que el mismo Juan Carlos me preparó en su casa de retiro en
las montañas de California. Todo un honor.
Sería imposible transcribir toda la sabiduría que este hombre emana en conversaciones
que parecieran surgidas como al descuido. Pero recuerdo los tres consejos más valiosos
y significativos que pudo darme. De hecho, los he transformado en mi código de honor,
mi estandarte de integridad.
Los he guardado hace casi diez años, como mis tres preciados tesoros de sabiduría.
Pero no los leas a la ligera. Si te es posible, memorizálos, atálos a tu cuello, escribílos
en las tablas de tu corazón. Son palabras sencillas, pero demasiado profundas para
leerlas una sola vez.
Indudablemente, estos tres consejos de Juan Carlos, son las últimas palabras que me
gustaría decir antes de bajar al sepulcro. O la herencia que quisiera dejarles por escrito a
mis hijos, para que también hagan de ellos su bandera en la vida ministerial.

El primer consejo me lo dijo en medio de un diálogo donde por aquel entonces yo le


planteaba que estaba inmerso en un mar de críticas. De esas despiadadas, que solemos
emitir los cristianos en contra de otros pares, sin medir las consecuencias y lo que es
peor, sin importarnos la motivación ajena. Recuerdo que a pesar que realizábamos
cruzadas multitudinarias, no lograba sentirme querido por mis consiervos.
-¿Te están dejando fuera del círculo? –me preguntó mirándome a los ojos.
-Algo así. No me lo han dicho, pero puedo sentirlo.
-Entonces voy a decirte lo mismo que el Señor me dijo a mi cuando también me sentí
fuera: ¡Haz un círculo más grande y mételos adentro!
Tan sencillo y rotundo como eso. Si quieren dejarme fuera, de todos modos decido
amarlos e incluirlos en mi vida. Aunque algunos no lo merezcan o no les interese. Mi
estilo de vida es agrandar el círculo. Independientemente de la opinión que otros tengan
acerca de mi.

El segundo gran consejo fue cuando le pregunté si al sentirse rechazado (como todo
pionero, Juan Carlos fue duramente atacado por la Iglesia tradicional, hace muchos
años) si acaso no sentía ganas de reclamarle al Señor el tener que pagar un precio tan
alto por haberse jugado por una visión.
-Una vez fui al Señor con esa misma queja –me confesó- le mencioné que algunos
hermanos no me amaban y me rechazaban. Fue allí cuando El me dijo: “Tranquilo, Juan
Carlos, yo di mi vida en la cruz para que me amaran a mi, y no a ti”. ¿Entiendes mi
querido? ¡El nunca prometió que te amarían a ti! Cuando realmente estés consciente de
eso, lograrás sacarte un gran peso de encima. No tendrás una fuga de energía pensando
en todos aquellos que no te aman, porque tu meta no será que te acepten a ti, sino al
Señor.

El tercer consejo, no sonaba como tal, más bien era una pregunta que recurrentemente
Juan Carlos me hacía cada vez que visitaba la Catedral.
-¿Ya hiciste la lista de personas con las que estás dispuesto a fracasar?
Esa era una pregunta movilizadora, inquietante. A nadie le gusta fracasar, muchos
menos a un líder. Esa no es la pregunta que alguien quisiera oír. Queremos saber como
tener éxito, pero no nos importa saber con quienes nos va a ir mal.
-¿Por qué debería fracasar? –pregunté incrédulo.
-Porque si no decides con quienes te va a ir mal, lo más probable es que seas un híbrido
que le termines agradando a todo el mundo y nunca lograrás dejar una huella en la
historia. Yo decidí que quiero fracasar con los religiosos, estoy consciente de eso, hasta
tengo una lista de quienes son y eso hace que no me lastime. Por el contrario, me hace
bien para mi salud emocional y espiritual. No fracaso con ellos porque hice algo mal, o
ni siquiera porque ellos lo han determinado. Es mi propia decisión.
Contundente. Frontal. Fue allí cuando me di cuenta que finalmente ese día llegaría para
mi ministerio. El momento de inflexión en que debería elegir entre conformar a todos y
salir a explicar cada visión que Dios me daba, o hacer lo encomendado, sabiendo en
quienes y en qué estoy enfocado.
-De todos modos, aquellos con quienes tú decidas fracasar, siempre serán parte de tu
familia, al fin y al cabo, les guste o no les guste, te tendrán que aguantar. Es como
cuando uno no quiere un cuñado, o un primo, pero en los cumpleaños o en las
navidades, el siempre estará allí, sentado a la mesa. Es familia, y eres parte de ella,
aunque les desagrades a algunos. Tu preocupación debiera ser que a causa tuya, no se
pierda algunos de los de afuera, no te preocupes por los de adentro, ellos ya están
salvos. Enfócate en la gente correcta, en los que estén alineados en tu visión.
Agrandar el círculo para meterlos dentro.
El no murió para que me amen a mí.
Hacer una lista de aquellos con los que fracasaré.
Sin duda, son tres grandes tesoros que hoy sentí de regalártelos, así como algún día
Ortiz lo hizo conmigo. Solo tienes que cuidarlos, y recordarlos cada vez que odien tu
túnica de colores y te arrojen en una cisterna. Si recuerdas las tres perlas, algún día vas a
abrir los graneros y vas a compartir con tus propios hermanos, sin rencores, de lo mucho
que Dios te dio.

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