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Si a lo largo de más de una década América Latina había sido un foco de esperanzas
políticas y culturales, con las expectativas abiertas por la Revolución cubana y luego por la
victoria electoral popular en Chile, en un contexto de boom internacional de su literatura
(García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Lezama Lima, Carpentier, Onetti, Donoso, etc.) y
de su cine (Cinema Nôvo de Brasil, aportaciones cubanas, etc.), a partir de 1973, fecha del
golpe militar que derribó al breve gobierno de Salvador Allende en Chile, se produjo una
clara desaceleración de las expectativas, al tiempo que se consolidaban o implantaban
dictaduras militares en los países del Cono Sur (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay,
Bolivia, Perú).
Helvio Soto seguía las trazas del cine de reconstrucción política de Costa- Gavras en la
coproducción franco-búlgara Llueve sobre Santiago (Il pleut sur Santiago, 1975), en el
ámbito documental las tres partes de La batalla de Chile (1973-1979), de Patricio Guzmán,
se convirtieron en el mejor testimonio histórico de aquel proceso político, junto con el
también documental de largo metraje La spirale (1975), de Armand Mattelart, Jacqueline
Meppiel y Valérie Mayoux.
El dificultoso camino de Argentina hacia la democracia estuvo jalonado por algunas obras
significativas, como Volver (1982), en donde David Lipszyk relató el regreso a Buenos Aires
de un argentino residente en Nueva York para clausurar una fábrica de una multinacional
para la que trabaja; No habrá más penas ni olvido (1983), de Héctor Olivera; Tiempo de
revancha (1983), de Adolfo Aristaráin; Tangos. El exilio de Gardel (1985), de Fernando
Solanas y premiada en Venecia; La historia oficial (1985), de Luis Puezo y galardonada con
un Oscar; y la historia del rodaje frustrado de un extravagante episodio del pasado
argentino —la coronación de un rey francés en la Patagonia— expuesta con brillantez por
Carlos Sorín en La película del Rey (1986), premiada también en Venecia. En Perú, Jorge
Reyes relató en La familia Orozco (1982) los orígenes del movimiento obrero en su país.
El cine cubano tampoco fue insensible al endurecimiento de la situación política en todo el
continente, y al margen de los siempre eficaces documentales de Santiago Álvarez,
produjo contadas obras de real interés, entre las que figuraron La última cena (1976), de
Tomás Gutiérrez Alea, Retrato de Teresa (1979), de Pastor Vega, y Cecilia (1982), de
Humberto Solás y adaptando la novela de Cirilio Villaverde, cumbre de la ficción
independentista del siglo XIX.
También en México el sexenio presidido por José López Portillo supuso una involución en
la política estatal proteccionista al cine de calidad, que se había iniciado bajo la
presidencia de Echeverría. Entre los títulos dignos de recuerdo en este período figuraron
Canoa (1975) y El Apando (1975), de Felipe Cazals; Las fuerzas vivas (1975) y A paso de
cojo (1979).
Mención especial merece el cine documental y militante que floreció en Nicaragua
durante la lucha contra la dictadura de Somoza y tras la victoria democrática de los
rebeldes. El primer film oficial de la Nicaragua sandinista sería Alsino y el cóndor (1982),
de Miguel Littin.