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aliados de los romanos, provocando un ataque de Escipión y un contraataque de

Asdrúbal, que acabó con el sometimiento, como se ha dicho más arriba, de más de
ciento veinte pueblos a los romanos.

En la pugna diplomática por atraerse a los indígenas, los responsables romanos


se sirvieron repetidamente del gesto de liberar a los rehenes que los cartagineses
tenían en sus manos para asegurar la fidelidad de sus pueblos (Polibio III 97, 2), de
recompensar a los indígenas que se pasaban a su bando, de apoyar y defender a sus
aliados, como queda de manifiesto en la conquista de Sagunto y en la subsiguiente
expulsión de la guarnición cartaginesa, y, en general, de mostrar respeto y conceder
buen trato a los indígenas que luchaban en sus filas, como sabemos de los
mercenarios celtíberos que abandonaron a los cartagineses para pasarse del lado
romano, sin exigir mayor soldada. No es extraño que Livio afirme para estos años que
"la diplomacia tenía más parte que las armas en las operaciones militares" (Livio XXVI
21, 13).

Pero el recurso al elemento indígena, que se había mostrado insustituible en los


primeros años, fue también causa del primer serio descalabro de las armas romanas en
la Península. No podía esperarse demasiado de contingentes cuya más inmediata
motivación, aun con la existencia de otras, era la económica. Así, en 211, Asdrúbal
consiguió que los celtíberos abandonasen a los romanos, neutralizando de este modo
los efectivos indígenas que tan necesarios eran, si se tiene en cuenta el reducido
montante de las tropas romanas, por otra parte muy alejadas de sus bases de
aprovisionamiento y, por ello, dependientes en gran manera de la aportación indígena
(Livio XXV 32 y s.; Polibio X 6, 2).

La enérgica actitud de L. Marcio, elegido como propraetor tras el doble desastre


de Cneo y Publio, que logró reorganizar las fuerzas y mantener las posiciones del Ebro,
y la poca habilidad de los responsables cartagineses, que no supieron aprovechar
totalmente su doble victoria para hacer que los indígenas cerraran filas en torno a ellos,
procuró un respiro que, con la llegada en 210 de Publio Cornelio Escipión, se
transformaría en un nuevo y esta vez decisivo impulso a la suerte de las armas
romanas en la Península.

Sin duda, el primer golpe decisivo lo constituyo el ataque y conquista de la base


principal de los púnicos en la Península, Cartago nova. Su desconfianza hacia los
auxilia indígenas, teniendo en cuenta la amarga experiencia que había supuesto el
desastre de su padre y su tío, no impidió que, antes del golpe de mano, recién llegado
a Tarraco, reuniera a los aliados y, desde el primer momento, los incluyera entre sus
efectivos.
Como en la primera etapa de la guerra, la diplomacia se manifestó como el
medio más eficaz para conseguir la ayuda indígena en el conflicto con Cartago. Y, en
este sentido, las medidas de Escipión tras la toma de Cartagena causaron en los
indígenas un fuerte impacto. En efecto, es sabido como Escipión liberó a más de 300
rehenes que Cartago mantenía en la ciudad (Polibio X 18, 3) y así consiguió la alianza
de muchos pueblos y reyezuelos, entre otros los ilergetas Indíbil y Mandonio, los
celtíberos y la tribu de los edetanos, con su rey Edecón a la cabeza. En el caso de
Indíbil y Mandonio, en otro tiempo los más firmes puntales de los cartagineses, fue el
mal trato de sus antiguos aliados, la causa que provocó el cambio de bando -les habían
exigido rehenes y dinero a pesar de su probada fidelidad - y la firma de un tratado en la
que los ilergetes se comprometían a seguir a los jefes de los romanos y a obedecerlos
(Polibio X 37-38).

El que en esta ocasión se le ofreciera a Escipión el título de rey (Dión Casio LVII
48; Polibio X 40; Livio XXVII 19) ha sido generalmente visto como ejemplo de la
influencia de una gran personalidad sobre los indígenas, más proclives a comprender y
aceptar el lazo concreto de una individualidad excepcional que el abstracto de
relaciones contractuales con un Estado. En ello confluían viejas tradiciones muy
enraizadas en la idiosincrasia de los pueblos iberos, como la fides y la devotio , bien
conocidas y hace tiempo estudiadas 18. Desde el punto de vista romano, sin embargo,
Mangas 19 ha visto cómo la actuación de las grandes personalidades no estaba
separada de la línea política mantenida por Roma y, en este momento, el Senado era
partidario de una política blanda, de captación por la diplomacia más que por las
operaciones bélicas, siempre que fuera posible; por consiguiente, existía una
coherencia entre directrices políticas de los grupos dominantes en el Senado y las
actuaciones de los generales romanos en Hispania, por encima de una política
atribuible a la voluntad de individuos desligados de las líneas generales del Gobierno.

Y esa línea política fue seguida por Escipión en los años siguientes con total
coherencia, procurando resolver diplomáticamente los conflictos y actuando con mano
dura cuando las soluciones pacíficas parecían impracticables. Así, una vez vuelto a
Tarraco, Escipión se informó de la conducta de los indígenas para premiar a cada uno
según sus méritos (Livio XXVIII 16), pero no dudó en aplicar castigos en los aliados
tibios o rebeldes, como en el caso de las ciudades de Iliturgis y Castulo, los celtíberos e
iberos, fluctuantes entre romanos y cartagineses, o la ciudad de Astapa.

Las alianzas romanas y, con ellas, la presencia de indígenas en el ejército que


luchaba contra Cartago en Hispania fueron incrementándose conforme avanzaba el
curso de la guerra, cada vez más favorable a las armas romanas. Así se manifestó en
las dos batallas decisivas del valle del Guadalquivir, Baecula e Ilipa, donde a los aliados
iberos y celtíberos se añadieron régulos turdetanos de la región, como Attenes (Livio
XXVIII 15). A pesar de los esfuerzos púnicos para seguir utilizando la Península como

!18 J. M. RAMOS LOSCERTALES, " La 'devotio'ibérica", An. Hist. Der. Esp. I, 1924, 3 ss.; F.
RODRIGUEZ ADRADOS, "La 'fides' ibérica, Emerita XIV 1946, 128 ss.; J.M. BLAZQUEZ, "El legado
indoeuropeo en la Hispania romana", Primer Symposium de Prehistoria de la Península Ibérica,
Pamplona, 1960, 319 ss.

!19 J. MANGAS, " El papel de la diplomacia romana en la conquista de la Península Ibérica (226-19 a.
C.)", Hispania XXX 1970, 494.
20
fuente de mercenarios , la suerte estaba echada y la guerra contra Cartago en la
Península, ganada.

Cambio de la actitud indígena tras el final de la guerra.


La base del éxito romano en Hispania había estado, como hemos dicho, sobre
todo, en la diplomacia y en la intención, propagada entre los indígenas, de eliminar la
influencia de Cartago de los territorios que controlaba. Mientras existieron objetivos que
liberar, aun con roces más o menos graves, la identificación de objetivos romanos e
indígenas y, en consecuencia, la colaboración de los hispanos con las armas romanas,
pudo ser mantenida. El desenlace de la batalla de Ilipa y la definitiva expulsión
cartaginesa dio un giro radical a las relaciones tejidas en la Península por Roma o, más
concretamente, por el responsable romano en ella, Publio Cornelio Escipión. La causa
no fue tanto un cambio de actitud romana en los territorios liberados o ante los
recientes aliados, como la incomprensión por parte indígena de la imposibilidad romana
de retirar su presencia de Hispania, una vez cumplida la expulsión púnica, antes de una
victoria definitiva sobre Cartago, aún más supuesto que esta victoria se preparaba
sobre la base de una invasión de la costa africana. Si puede negarse una voluntad de
anexión romana, no hay que suponer, sin embargo, una actitud tan intachable que no
ofreciera suficientes sospechas o temores justificados a los indígenas de encontrarse
simplemente ante un cambio de amo. Las necesidades límite de una guerra y el
recurso obligado a cualquier ayuda financiera o humana aclaran, si no justifican, la
actitud romana tras Ilipa.

!20 A. BALIL, "Un factor difusor de la romanización: las tropas hispánicas al servicio de Roma (siglos III-I
a. de J.C.", Emerita XXIV, 1956, 118 s.; J.M. BLAZQUEZ, "Las alianzas en la Península Ibérica y su
repercusión en la progresiva conquista romana", RIDA XIV, 1967, 233 s. En 208 Asdrúbal hacía levas en
la Celtiberia (Apiano iber. 24); al año siguiente, Asdrúbal reclutaba mercenarios junto al océano
septentrional (Apiano iber. 28) y los celtíberos auxiliaban a Magón (Apiano iber. 31). En 206, Amílcar, con
un ejército de celtíberos atravesó los Pirineos en socorro de su hermano (Apiano iber. 28) y todavía, en
203, reclutaron los cartagineses un cuerpo de más de 4.000 celtíberos y se atrevieron a intentar levas
en territorio dominado por los romanos, desembarcando reclutadores no lejos de Sagunto (Livio XXX 21,
3).
SOLDADOS HISPANOS HASTA EL FINAL DE LAS GUERRAS CELTIBERO-
LUSITANAS.

Los comienzos de la resistencia hispana.


En cualquier caso, el abismo se abrió, y la imposibilidad romana de renunciar a
los ingentes y valiosos medios peninsulares decidió al gobierno romano a volver las
armas contra los antiguos aliados y a exigir por la fuerza lo que ya era imposible
solicitar por pactos de alianza, asegurándolo aun con una presencia militar constante.
Esta confusa política, explicable en una situación de guerra, en cualquier caso, iba
tejiendo lazos entre Roma y los territorios indígenas, cuya disolución, finalizada la
contienda, superó el ámbito de lo posible.

Las exigencias de Escipión suscitaron la primera rebelión (Polibio XI 31-33; Livio


XXVIII 31, 5-34; Apiano, iber. 37). Fueron sus protagonistas los ilergetes, acaudillados
por Indíbil y Mandonio, que, con el auxilio de los celtíberos, devastaron los campos de
los suessetanos y sedetanos, aliados del pueblo romano. La razón inmediata del
levantamiento es probable que estuviera en una reacción a las exigencias romanas
que, ya firmemente establecidos en la región catalana, habrían comenzado la
explotación regular en metálico y en subsidios humanos de las tribus sometidas.
Escipión, tras reprimir un motín que paralelamente se había producido en el
campamento romano de Sucro, en la región levantina, se dirigió a la región del Ebro a
marchas forzadas y logró que los ilergetes se le entregaran con Mandonio a la cabeza,
mientras Indíbil conseguía escapar con una parte de su ejército. Es cierto que, ante la
traición, el general romano no actuó con excesiva dureza en las condiciones de paz,
limitándose a exigir una contribución por el valor que se adeudaba a sus soldados. Hay
que tener en cuenta que los ilergetes eran una tribu poderosa y se extendían por la
zona de mayor influencia de Roma, con lo que un castigo duro hubiera podido
ocasionar la rebelión de otros pueblos, en un momento aún delicado, puesto que
proseguía todavía la lucha contra Cartago y se necesitaba el apoyo de las tribus
indígenas en hombres y dinero para continuar la guerra.

No es de extrañar, por ello, que los métodos cambiaran cuando volvió a


producirse un nuevo alzamiento. Escipión, antes de regresar a Roma, había reducido el
ejército con el que había operado a la mitad, y las consecuencias de esta reducción de
efectivos no se hicieron esperar, todavía más porque la presencia de Escipión, con su
personalidad, había contribuido a estabilizar, no sin duras luchas como hemos visto, las
relaciones con las tribus indígenas. Y el golpe partió precisamente de la región que
durante los años anteriores había ya flaqueado en su lealtad, los ilergetes. Indíbil, su
caudillo, se apresuró a aprovechar la ausencia de Escipión para levantar contra Roma
a las tribus vecinas, con el concurso de su hermano Mandonio. Se añadieron así a la
rebelión los pueblos de lacetanos y asuetanos, que consiguieron poner en pie de
guerra un ejército numeroso, al decir de Livio, de 30.000 infantes y 4.000 jinetes, el cual
se concentró en la región de los sedetanos, esto es, en el campo de Zaragoza.
Desaparecido el peligro púnico y decidida la permanencia en la Península como colonia
de explotación, ya no era necesario mantener una amistad fundada en las
concesiones, sino aplicar simple y brutalmente la ley del más fuerte. Cuando Mandonio
y los otros supervivientes responsables de la rebelión intentaron llegar de nuevo a un
pacto, las condiciones impuestas por los generales romanos - los sucesores de
Escipión, Léntulo y Acidino - fueron muy distintas a las que poco antes había aplicado
Escipión. Se exigió la entrega de los jefes culpables, entre ellos Mandonio, que fueron
ajusticiados. La petición de paz por parte de los indígenas fue supeditada a la
aceptación de un tributo de montante doble al normal, al mantenimiento por seis meses
del ejército romano, a la entrega de armas, exigencia de rehenes y establecimiento de
guarniciones en sus principales núcleos. Sin posibilidades de resistir a estas cláusulas,
más de treinta pueblos, según Livio, se sometieron a los generales entregando
rehenes.

Para este momento, Roma ya había decidido controlar permanentemente los


territorios sobre los que había extendido su influencia a lo largo de la guerra, lo que no
significa que el Gobierno hubiera reflexionado con precisión sobre su destino,
condicionado en todo caso a un sometimiento efectivo y duradero. El sistema de
alianzas y pactos que garantizaran esta hegemonía de Roma sin un despliegue
importante de aparato militar se manifestó muy pronto como impracticable, aún más por
las complejas y atomizadas realidades políticas indígenas. No tenemos muchas
noticias de Hispania sobre los años de transición entre el final de la segunda guerra
púnica y la provincialización de los territorios hispanos sometidos a Roma. La mención
en Livio de botines de guerra y de honores concedidos a los responsables romanos de
los asuntos de Hispania hacen pensar que en la Península continuaban las acciones
represivas contra los intentos de oposición al nuevo imperialismo, traducidas en
contribuciones de guerra en metales preciosos y en especie. Por ello, tras una serie de
estériles campañas, el Senado se vio obligado en contra de su linea continua de
pensamiento, a provincializar los territorios hispanos de una u otra manera ya incluidos
en el horizonte de intereses romano. Su peculiar distribución geográfica en una larga y
estrecha franja costera con acceso al valle del Guadalquivir decidió desde un principio
a dividirlos en dos circunscripciones distintas, encomendadas a sendos pretores desde
197.

La decisión institucionalizaba legalmente una situación de hecho, producida por


la voluntad romana de no renunciar a las ingentes reservas que acumulaba Hispania,
aunque al mismo tiempo incluía una dura tarea: lograr el aceptamiento por parte de la
heterogénea población indigena de la mano regente romana y la sumisión a sus
exigencias de explotación de estas ricas reservas tanto humanas como materiales.
Frente a la política oriental, caracterizada en los cincuenta años siguientes a la
segunda guerra púnica por el intento de crear un equilibrio de estados soberanos
políticamente inofensivos para Roma, el desarrollo de los acontecimientos en la
Península demostró que, desde un primer momento, Hispania fue considerada como
terreno ganado por derecho de conquista y, como tal, súbdito del estado romano e
incluido en él como provincia. La consecuencia de las divergencias existentes entre
esta actitud y la posición de los indígenas daría lugar a un continuo estado de guerra.
Este proceso, que fatalmente habría de terminar a favor de Roma nos interesa aquí
sólo en lo concerniente a la explotación del material humano hispano dentro de la
máquina militar romana, en el contexto general de la organización del ejército de época
republicana, que explica la posterior utilización de mílites peninsulares en la fuerzas
armadas de época imperial. Y para comprenderlo, hemos de partir de la evolución que
sufre el ejército romano desde su formación en lo que se refiere a la paulatina inclusión
de elementos extranjeros en sus cuadros tácticos, como presupuesto para aplicarlo al
caso concreto de Hispania.

Los auxilia en el ejército romano republicano.


Como otras ciudades-estado de la Antigüedad, el sistema militar romano 21
estaba indisolublemente unido al político y, por ello, el disfrute de los derechos
inherentes a la condición de ciudadano estaba ligado a la obligación del servicio militar.
El ciudadano como tal era un soldado y viceversa. Esta obligación se extendía a todos
los ciudadanos varones sin excepción, que, desde la mayoría de edad, se encontraban
inscritos en una lista de movilizables, el censo. Por ello, la pertenencia, con la totalidad
de derechos, a la ciudad llevaba inmanente la obligación de servir en el ejército, e
incluso los conceptos de ciudadano y soldado en la etapa más antigua pueden
identificarse. Dentro de esta milicia ciudadana, los contingentes se alineaban según la
edad, bajo el principio de colocar en retaguardia a los más experimentados, en tres
líneas, hastati, principes y triarii, a los que se unía un contingente de infantería ligera,
los velites, y cierto número de jinetes.

Dentro de este sencillo esquema, a lo largo del siglo IV, se establecerá un


elemento nuevo al compás de la prepoderancia que toma la ciudad del Tíber sobre la
liga de ciudades latinas a la que pertenece, en principio, en pie de igualdad, en la que
se asegura después una preponderacia de hecho y que acabará transformando en una
supremacía de derecho: la extensión cada vez mayor de las fronteras de Roma, la
pluralidad de frentes y, con ello, la mayor necesidad de contingentes armados obligó a
romper con este esquema primitivo 'ciudadano-soldado' y a aprovechar las fuerzas de
estas ciudades vecinas, dominadas y asimiladas. Se trata de los socii, obligatoriamente
enrolados en el ejército romano con la carga de proporcionar el mismo número de
infantes que los romanos y tres veces más de caballería. Estos contingentes de
aliados, sin embargo, no se ensamblaban en el ejército en las unidades regulares
romanas, las legiones, divididas en manípulos y centurias, sino en alae, de igual
efectivo humano que las legiones (Polibio VI 26, 9), bajo el alto mando romano, aunque
los cuadros inferiores son elegidos entre los propios aliados. También la caballería se
ordenaba en alae de 300 jinetes (Polibio VI 30).

!21 Sobre el sistema militar romano, en general, J. KROMAYER-G. VEITH, Heerwesen und
Kriegsführung der Griechen und Römer, Munich, 1928; M. MARIN Y PEÑA, Instituciones militares
romanas, Madrid, 1946; G. R. WATSON, The Roman Soldier, Londres, 1969; G. FORNI, "Esperienze
militari del mondo romano", en Nuove Questioni di Storia Antica, Milán, 1972, 815 ss., con bibliografía;
F.C. ADCOCK, Roman Art of War under the Republic, Nueva York, 1940. La colección de articulos de
diversos autores, recogidos en Problèmes de la guerre à Rome, París, 1969 y Armée et fiscalité dans le
monde antique, Coll. Nat. C.N.R.S. no. 936, París, 1978, ofrecen importantes contribuciones sobre
aspectos del ejército romano.
Conocemos más o menos el mecanismo de reclutamiento por Polibio, que, en el
capítulo VI 19-42, trata en general de la milicia romana. Cada año determinaban los
cónsules, de acuerdo con el Senado, el número y las localidades que habían de
proporcionar contingentes al ejército. La leva era dejada en manos de los aliados; sólo
el lugar y fecha de alistamiento eran determinados en el edicto consular.

En los primeros tiempos, hasta mitad del siglo IV, estos aliados eran latinos y su
designación era auxilia nominis Latini et socii. Con la conquista de Italia, a los latinos se
añadieron otros contingentes de pueblos itálicos que, del mismo modo, aceptaron la
obligación de servir como socii en el ejército romano mediante un foedus. Sin embargo,
no podemos señalar estos elementos no ciudadanos de la época más antigua del
ejército romano propiamente como extranjeros. Se trata, como hemos visto, de
comunidades, pueblos o ciudades, aliados mediante un pacto y, por tanto, con ciertos
derechos reglamentados por las leyes romanas 22.

El punto decisivo quedará marcado en este sentido por las guerras púnicas, que
lanzan a Roma fuera de la península Itálica y le proporcionan las primeras posesiones
extrapeninsulares y, con ello, pueblos con una táctica militar distinta y con una reserva
bélica extraordinaria. El contacto con los cartagineses, con el uso abundante de
mercenarios de distintas procedencias, con sus particulares métodos y artes bélicas,
impone a Roma la necesidad de procurarse unas armas y tácticas efectivas contra
estos nuevos modos de guerrear. Aún la primera guerra púnica no debió tener en este
sentido apenas significación. La mayor parte de la lucha se resolvió en el mar, en suelo
de Sicilia, simple prolongación cultural del sur de Italia y, por ello, sin ningún nuevo
aspecto en el terreno militar, o en el propio país enemigo. Pero, al menos, la primera
guerra púnica trajo consecuencias importantes para el posterior desarrollo de la milicia
romana y es el hecho señalado de la toma de contacto de las tropas romanas con un
ejército distinto en su técnica y en su composición polivalente y el despertar de la
necesidad de contraponerle fuerzas equivalentes y efectivas en el mismo grado.

Estos elementos extranjeros llegaban por diferentes caminos a las filas del
ejército romano. Podemos suponer que el primero de ellos es el mercenariado. Ls

!22 Desde finales del siglo III a. C. hasta la guerra social en 91 a. C., los contingentes aliados han
representado, en efecto, un porcentaje considerable de los efectivos anuales reclutados por Roma,
según las cifras restituidas por K.J. BELOCH, Die Bevölkerung der griechisch-römischen Welt, Leipzig,
1886; ID., Der italische Bund unter Roms Hegemonie, Leipzig, 1880; A. AFZELIUS, Die römische
Kriegsmacht während der Auseinandersetzung mit den hellenistischen Grossmächten, Copenhage, 1944:
A. J. TOYNBEE, Hannibal's Legacy, Oxford, 1965, II, 106 ss.; P. A. BRUNT, Italian Manpower 225 B.C. -
A.D. 14, Oxford, 1971, 84 ss.; V. ILARI, Gli italici nelle strutture militari romane, Milán, 1974. La
proporción de itálicos, variable en las fuentes, supone que oscilaba, debido a razones políticas o
demográficas. Así, Veleyo II 15, 8, habla de contingentes aliados dobles en número a los romanos,
mientras Apiano, hannib. 8, testimonia para la segunda guerra púnica dos veces más que los romanos y
Polibio III 107, 12; VI 26, 7; VI 30, 2, indica en su época un número igual de infantes y doble caballería
aliada que los romanos. Según los porcentajes calculados por Ilari, op. cit., si entre 218 y 201 la relación
entre romanos y aliados era de un 45,9 y 54,1 % respectivamente, entre 200 y 168 pasó a ser del 27,43
y 72,57, aunque también es cierto que, en cifras relativas, los números son menos llamativos, puesto que
la capacidad demográfica de los aliados doblaba la de los ciudadanos romanos.
fuerzas púnicas y los reinos helenísticos habían visto desarrollarse el tipo de militar
profesional, con especiales características que lo hacían apreciado por su armamento,
su táctica o su capacidad guerrera. De ellos, con mucho, los más conocidos y de los
que las fuentes nos proporcionan gran cantidad de citas, son la caballeria gala y
númida, los arqueros cretenses y los honderos baleares. Y, como en los estados
helenísticos, hemos de pensar que estos efectivos humanos se conseguían mediante
el envío de personas especializadas, reclutadores, que realizan las levas. Conocemos
en el mundo helenístico incluso mercados de soldados, y no de otra manera hay que
representarse el modo en que Roma, en sus primeros intentos de conseguir una
renovación de su táctica, realizaba el ensamblaje de estos elementos en sus filas. Se
trataba, en cierto modo, de un mal necesario. La experiencia de lo ocurrido en Cartago
al finalizar la primera guerrra púnica no debía hacerlos muy atracticos, pero, sin
embargo, necesarios, si se quería oponer un ejército semejante al del enemigo.

Junto a este método de conseguir efectivos especiales, prontó encontró Roma


otro caminio que su política de expansión imperialista le fue proporcionando cada vez
en mayor grado. En este camino juega la península Ibérica un importante papel. La
anexión de Sicilia y la lucha en Hispania, el mayor centro de reserva del imperio
cartaginés, hemos visto que trae como consecuencia la acuñación del término
provincia. Con ello se ofrecía a Roma una nueva e inagotable fuente de recursos, en
algunos casos de probada eficacia y ya antes utilizados por otras potencias
helenísticas. La lucha por Hispania durante la segunda guerra púnica llevó ya a utilizar
estas tropas, aunque las fuentes dejan entrever que se trataba más bien de pactos
cerrados con las tribus indígenas que de la obligación de proporcionar contingentes a la
fuerza. Esta imagen sólo será válida al principio y desaparecerá o será sustituida por
otra más dura: levas obligatorias de los pueblos sometidos, los subditi.

La conquista de la península hasta las guerras celtíbero-lusitanas y la


participación de indígenas en las filas romanas.
La brutal decisión romana de asegurar los ámbitos provinciales hispanos, aun
lesionando anteriores autolimitaciones legales, como inequívoca manifestación de una
decidida voluntad de dominio, fue contestada por parte hispana, de inmediato, con una
rebelión generalizada en la que participaron no sólo las tribus ibéricas, sino, lo que
parece menos obvio, también las ciudades fenicias costeras, para las que en principio
podría suponerse mayor interés por conservar buenas relaciones con la potencia itálica
que incluirse en el incierto destino de una guerra como aliados de pueblos bárbaros
(Livio XXXIII 21, 26).

La suma de una serie de factores - falta de fronteras naturales, frecuentes


contactos de las tribus en coaliciones, incapacidad de organización de los territorios
provinciales, explotación y desnudo uso de la fuerza - explican que los primeros veinte
años de dominio provincial romano en Hispania apenas sean otra cosa que una
monótona serie de campañas en las que el estado romano invirtió un gigantesco e inútil
cúmulo de energías para lograr como soluciones últimas y elementales el sometimiento
total en el interior de las provincias y una aceptable seguridad al otro lado de unas
fronteras en gran medida convencionales, si tenemos en cuenta la debilidad del criterio
étnico como factor de separación. Si la primera meta era simplemente una cuestión de
inversión de medios, la segunda fue una muralla en la que se estrellaron una y otra vez
los esfuerzos romanos, incapaces de encontrar fronteras estables y condenados a
prolongar eternamente la guerra.

Pero hay que evitar la consideración demasiado simplista o moderna de estas


campañas y de la actitud de los pueblos indígenas frente a la misma. Hispania, para
gran parte de la época republicana, no es sino un término geopolítico de la
superestructura romana, que, en ningún modo, se corresponde con el panorama
político de la base indígena. Nunca se insistirá demasiado en este fragmentarismo
hasta la atomización de la organización político-social de la Península en
correspondencia con las distintas etnias y, dentro de ellas, con las diferentes unidades
tribales. Pero además, esta fragmentación iba acompañada de una extrema variedad
en el grado de evolución socioeconómico y cultural de los distintos grupos. Tampoco,
de parte de Roma, hay que buscar unas directrices firmes y precisas en la paulatina
anexión de la Península en forma de guerras dirigidas a una meta fija. Es necesario,
para calar en la comprensión de esta conquista, imaginar los hechos de una forma más
primitiva.
Para Roma, esta política de sometimiento interior y seguridad exterior no
pretendía ser ilimitada en cuanto al espacio geográfico de aplicación y, desde este
punto de vista, la expresión 'conquista de Hispania' sólo es una construcción
anacrónica. Lo prueba tanto la dramática búsqueda de fronteras a una no muy precisa
Hispania ibérica, como su efectiva aunque precaria fijación por Ti. Sempronio Graco a
comienzos de los 170. Para los indígenas, no puede aceptarse un supuesto espíritu de
rebeldía, impulsado por deseos de libertad, que despertó un generalizado rechazo
contra Roma. Intervenían, como decimos, factores de carácter elemental como las
rivalidades entre tribus vecinas, necesidades económicas o conveniencias
sociopolíticas, que rompían cualquier criterio unánime de rechazo y que podían
posibilitar la ayuda indígena a las armas romanas. Por ello no puede aceptarse el
criterio de García y Bellido 23 de que "toda España se hallaba entonces en abierta
rebeldía contra los nuevos dominadores...y no era fácil para el romano hallar entre
aquellas indignadas comunidades tribales hombres que, libremente, se prestasen a
defender la odiada causa de los nuevos dominadores". Las fuentes prueban lo
contrario en la etapa entre Caton y Graco 24.

El propio Catón utilizó indígenas en su ejército cuando hubo de enfrentarse a las


sublevaciones de las tribus incluidas en la esfera de intereses romana. Así se sirvió de
contingentes de suessetanos, sometidos recientemente, en su lucha contra los
iacetanos y en el sitio de su capital Iacca (Jaca), en el Pirineo central. Es conocido el
odio inveterado de ambos pueblos y, en consecuencia, la oportunidad para los

!23 A. GARCIA Y BELLIDO, " Los auxiliares hispanos en los ejércitos romanos de ocupación (200 al 30
antes de J.C.)", Emerita XXXI, 1963, 213.

! 24 Sobre la época, G. FATAS, "Hispania entre Catón y Graco", Hispania Antiqua 5, 1975, 271 ss.
suessetanos de caer, con las tropas romanas, contra sus odiados vecinos (Livio XXXIV
20, 1 ss.; Frontino, Strat. III 10, 1).

No sólo se aprovechaban por parte romana estas rivalidades entre tribus;


también seguía utilizándose el expediente del mercenariado. Catón no dudó de reclutar
celtíberos, a los que ofreció 200 talentos (Plutarco Cat. 10) por sus servicios. Celtiberia
estaba todavía fuera de la órbita romana y, de hecho, los celtíberos también
proporcionaron soldados a los enemigos del cónsul, en concreto, los pueblos
turdetanos. Livio (XXXIV 17, 4 y 19, 1 ss.) habla de 10.000 hombres, que, no
atendiendo a los intentos de Catón de ganarlos a su causa ofreciéndoles mejores
condiciones, prefirieron mantenerse fieles al lado de los turdetanos antes que recibir
doble estipendio por abandonar sus puestos y pasarse al servicio de los romanos (Livio
XXXIV, 19 6 ss.).

Emilio Paulo, pocos años después, debió utilizar también en Hispania los
servicios de tropas indígenas, seguramente apelando a sentimientos de rencor o
enemistad entre pueblos vecinos. Así se explica el famoso decreto de 189, en el que el
procónsul declaraba libres a los esclavos de la ciudad de Hasta que habitaban la Turris
Lascutana, haciéndoles entrega en usufructo de tierras de cultivo. También, en 181, el
pretor Q. Fulvio Flaco, en la Citerior, se vio obligado a reclutar cuantos auxilia pudo
sacar de los pueblos aliados (Livio XL 30, 2), lo mismo que C. Calpurnio y L. Quinctio
(Livio XXXIX 31) unos años antes.

Si está bien probada, pues, la presencia de soldados indígenas en los ejércitos


de conquista romanos durante la primera mitad del siglo II a. C., no sabemos en
cambio el mecanismo de inclusión, que, de todos modos, hay que imaginar muy
elástico y condicionado por las circunstancias. Puede suponerse que los responsables
romanos, en la plaza de armas correspondiente y por los medios más diversos,
reforzarían el núcleo romano-itálico de su ejército, con auxiliares indígenas, reclutados
temporalmente para cada campaña en particular en las regiones cercanas al teatro de
la guerra, aparte de unos contingentes mercenarios especializados de artillería ligera y
fuerza de choque, extraídos tradicionalmente de definidas procedencias.

En todo caso, por lo que respecta a la relación militar romano-indígena, la


progresiva conquista no hizo sino ampliar la utilización del elemento hispano y extender
las fuentes territoriales de su reclutamiento, con formas cada vez más específicas.
Frente al recurso al mercenariado de los primeros años, poco a poco, a lo largo del
siglo II, la leva de indígenas terminó siendo casi exclusivamente fruto de los diferentes
foedera, concluidos con las tribus, que suponían por parte de éstas unas entregas en
materiales y hombres. Esta participación de mílites hispanos al servicio de Roma, hasta
donde se puede alcanzar, sólo o preponderantemente dentro de la Península, se
cumplía en formaciones irregulares según los grupos étnicos, con armamento
autóctono y de forma transitoria para cada campaña en particular, como consecuencia
de su sumisión a Roma y en virtud de los pactos o foedera regulados en particular con
los diferentes grupos étnico-sociales.

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