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El único espejo

Aquel era el único espejo que teníamos en casa. Le pertenecía a mi padre, quien lo había
comprado en el mercado de pulgas y enmarcado como un cuadro, pero sin colgarlo en el
cuarto de baño. Le servía a todo el mundo: a mi padre y a Abdelkebir para rasurarse, a mi
madre y a mis hermanas para maquillarse. Y a mí para admirarme en él.

Nadie en mi familia, en mi entorno, me decía que era guapo; aun cuando uno no lo es, a
veces tiene ganas de oírlo. Ninguno de ellos me hacía comentarios acerca de mi físico, de
mi presencia física. La sensación de no tener cuerpo me era familiar sin que me sentara
bien. Las chicas en el colegio me querían mucho, pero no veía en sus ojos deseo alguno
hacia mí, hacia mi cuerpo en pleno desarrollo, invadido por sensaciones adolescentes
nuevas, persistentes, incómodas pues no conducían a ninguna parte.

Así llegué a esta conclusión trágica: ¡no tengo cuerpo! No existo en este mundo más que
por mi sombra. De modo que soy negro. Pero no como los negros de África, que
simbolizaban a mis ojos la belleza y la finura mismas.

Para el adolescente acomplejado pero lúcido que era, afrontar aquella verdad no siempre
se daba bien. Me distraía, me olvidaba, dejaba de pensar en mí. Me descuidaba de
propósito poniéndome ropa espantosa de colores chillones y para nada combinados
(amarillo con naranja, verde con blanco y rojo, etc.), y dejando crecer sobre mi cabeza una
selva impenetrable, como decía mi madre, a quien no le gustaba mi look. Me vengaba del
mundo entero y de mí mismo: pero ¿por qué mi cuerpo no es bonito?, ¿de verdad soy feo?
Es la imagen que me proyectan de mí mismo, es lo que entiendo por todo aquel silencio
terrible acerca de mi cuerpo… Para complacerlos, voy a borrarlo todavía más, voy a
encarcelarme, acallarme, ir más allá… ¿Matarme?

Era claramente una llamada de auxilio. Nadie la oyó.

Aquella actitud con respecto a mi cuerpo fue, no obstante, sin que me enterase de ello al
inicio, el mejor medio para acercarme a él, para prestarle atención y a su evolución. Para
observarlo. ¿Para amarlo?

De vez en cuando, tomaba el espejo de mi padre e iba a encerrarme a la habitación de


Abdelkebir, quien ya en aquel entonces trabajaba en el Ministerio de la Información. Ya no
estaba en casa con tanta frecuencia como antes, lo cual me dejaba —y a mis hermanas
también— tiempo para penetrar en la intimidad de su habitación y pasar allí algunos
momentos. Yo entraba por la ventana: como si tuviese cosas que ocultar, cerraba siempre
la puerta con llave. El cuarto de Abdelkedir, su olor, sus libros, el equipo de sonido, los
múltiples casetes (Jimmy Hendrix, James Brown, Pink Floyd, Fela Kuti, Santana, Oum
Kaltoum, etc.), la ropa sucia tirada en el suelo (yo me la probaba, desde luego: ¡mi
hermano cubriéndome!), el espejo de mi padre y yo. La certeza de no ser interrumpido y el
calor tenue, acariciador, que reinaba permanentemente en aquel cuarto infundían en mí
una relativa confianza. Entonces me atrevía a afrontar mi imagen, mi cuerpo, y acababa
por ofrecerme a mí mismo. Me reconciliaba con Abdellah.

Colocaba el espejo sobre la cama angosta de Abdelkedir, en la que dormí tantas veces… con
él (largas e inolvidables horas, nuestros cuerpos pegados y nuestros olores mezclados). Me
acercaba al espejo y me descubría en él. El rostro alargado, delgado; espinillas en la frente
y la barbilla (me encantaba hacerlas estallar); pequeños vellos molestos en la nariz; el ojo
derecho ligeramente diferente del izquierdo; las mejillas cóncavas y hambrientas. Ningún
encanto. Sí, soy como ellos no dicen: feo, aburrido. Me entregaba a aquel narcisismo a la
vez delicioso y doloroso. Me alejaba un poco del espejo para descubrir todo el resto de mi
cuerpo que no conocía realmente bien al principio de aquellos retiros peculiares. Y de
nuevo, es flaco como los gatos callejeros; y no, no soy flaco: soy delgado, es mejor cuando
se dice así. Mi piel: aparte de la que cubre mis manos, mis pies y mi rostro, tampoco la
conocía. Me retiraba la ropa para tocarla (me pasaba las manos por el abdomen, el torso,
los pectorales, la nuca, los muslos, las nalgas, el pene); saludarla, besarla, probarla.

Primero la camisa y la camiseta: los huesos de mis costillas eran bastante visibles —hasta
podía contarlos—; los músculos prácticamente no existen; el cuello es largo y en medio
tiene una manzana de Adán prominente y dura. No comes lo suficiente, mi pobre Abdellah;
no es mi culpa. Un día estaré en mejor forma. Mis huesos me fascinaban particularmente,
me parecían bonitos de observar: son duros, firmes, son míos y me gustan. El pantalón y el
calzoncillo enseguida. ¡Dios mío, estoy desnudo! ¡Qué sorpresa! ¿Un cuerpo desnudo es
bonito? No, no… ¿El mío? Tampoco… Las nalgas: nada especial; un poco curvas. Los
muslos y las piernas: creía que eran lo más bonito que tenía; estaban llenas de vellitos, un
bonito césped sobre el que pasaba incansablemente la mano. ¡Qué suave, qué suave! Aquel
movimiento repetitivo despertaba mi pene: se alarga, se alarga; ¿adónde va de ese modo?
Ni pequeño ni grande, aún no había conocido el placer del goce al roce de otro cuerpo. A
decir verdad, en mi mano, no era bonito; era frente al espejo cuando de pronto (así como el
resto de mi cuerpo, por lo demás) adquiría elegancia: era otro, bello, y gracias a él veía mi
cuerpo que se volvía bello también. La metamorfosis. Seguida inmediatamente por la
eyaculación; chorros, el esperma, con su olor que me desagradaba, sobre el espejo. Y
siempre yo y mi cuerpo desnudo en los abismos del espejo, sudoroso, jadeante, feliz. Me
acercaba entonces al espejo mágico y lo besaba tres veces a modo de agradecimiento.

Durante dos o tres años, aquellos retiros se repitieron con regularidad y siguiendo el
mismo ritual. En el espejo de mi padre yo era bello, realmente bello. Nadie en el mundo
podía refutar aquella verdad. Mi verdad y la de mi cuerpo. Este ya no es tan flaco, pero
tampoco es grueso, y sigue siendo en los espejos donde encuentra su justo lugar.

Abdellah Taïa. Le rouge du tarbouche [Color rojo fez]. 2012.

Traducción: J.-L. Sánchez.

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