Está en la página 1de 25

16.

KANT

1. LA ILUSTRACIÓN ALEMANA

En el capítulo 12 ya explicamos la importancia de la obra de Leibniz en el renaci-


miento cultural de Alemania; en esa obra no sólo se recogían los principales motivos
de la filosofía y de la ciencia europeas del siglo xvii, sino que ya se delineaban los
temas más característicos que habían de dominar el futuro desarrollo del pensamien-
to filosófico alemán: la concepción de la substancia como actividad, el relieve que se
otorga a la interioridad y a la individualidad. Pero aún debían pasar algunas décadas
desde la muerte del gran filósofo de Leipzig antes de que el pueblo alemán supiera
de verdad atesorar las enseñanzas que éste había impartido y por lo tanto liberarse de
manera definitiva del estado de sujeción, también espiritual, en el que había caído
con motivo de la guerra de los Treinta Arios y del predominio extranjero en Alemania.
Durante toda la primera mitad del siglo xvm siguió encontrándose en la filoso-
fía, en el arte y en la ciencia alemanes una marcada influencia del pensamiento fran-
cés e indirectamente también del inglés: triunfaron, pues —en las formas que hemos
aprendido a conocer en los capítulos precedentes— el deísmo, el racionalismo, el
clasicismo. La lengua dominante entre las personas cultas es el francés: se la usa en
las logias masónicas de Berlín y hasta en la Academia de las Ciencias (el mismo
Leibniz, además, escribió en francés gran parte de sus propios trabajos filosóficos).
El expositor y continuador de la filosofía leibniziana, Christian Wolff, del que
hablamos al final del capítulo 12, en vez de captar y desarrollar los rasgos más
fecundos de esa filosofía, la transforma en un racionalismo escolástico, cerrado y
dogmático. Bajo su guía, la Ilustración alemana no logra expresar idea alguna efec-
tivamente nueva sino que sofoca bajo la capa de una rígida metafísica lo que hay de
más vivo en la Ilustración europea.
Entre los discípulos de Wolff merece mencionarse a Alexander Baumgarten
(1714-1762), al que se debe la creación del concepto y del nombre de estética (del
griego aisthesis, que significa, `sensación'). Introduce esta disciplina como ciencia
filosófica de la sensibilidad, que antecede a la lógica o ciencia filosófica del cono-
cimiento racional. Ya que lo bello pertenece también a la esfera de la sensibilidad
como perfección del fenómeno, la estética incluirá en ella también la teoría de la
belleza. Con la importancia que atribuye al estudio de la belleza, Baumgarten apor-
tó una contribución decisiva al desarrollo moderno de la filosofía del arte.'

1. Esta rama de la filosofía, como se señala en la tercera parte, tendrá una importancia fun-
damental en los siglos xix y xx.
KANT 415

Alrededor de la mitad del siglo empezó la reacción a la filosofía de Wolff y con


ella a toda la Ilustración de cuño europeo. Esa reacción se remite a las originarias
tradiciones alemanas: contrapone el germanismo a la latinidad, revalora el estilo góti-
co, vuelve a Lutero, afirma, en una palabra, la perennidad de los valores que se
remontan a la más genuina historia alemana en contraposición con el universalismo
ilustrado. También esta reacción vuelve a enlazar de alguna manera con Leibniz: pero
no con el Leibniz lógico y científico expuesto por Wolff, sino con el Leibniz es-
tudioso de la primitiva civilización germánica, teólogo, psicólogo, defensor de una
interpretación finalista de la realidad. Aunque en la nueva comente sobreviven algu-
nos caracteres ilustrados, sobre todo la exaltación de la razón como instrumento de
investigaciones filosófico-científicas, ya comienzan a aflorar algunos intereses de tipo
completamente diferente: intereses dirigidos a los problemas concretos, al individuo,
a la poesía, a la historia nacional.
Esta transformación no concierne sólo a la filosofía, sino que marca toda la cultu-
ra y en particular la producción literaria. Se difunde entre capas cada vez más amplias
de estudiosos, profundiza con rapidez sus propios temas de inspiración, adquiere lí-
neas cada vez más precisas. Es el «prerromanticismo», a partir del cual se desarro-
llará el movimiento romántico que tanto peso tendrá en el pensamiento del siglo XIX.
Entre los mayores representantes de esta segunda fase de la Ilustración alemana
nos limitaremos a recordar a Gotthold Efraim Lessing (1729-1781) y a Johann Gott-
fried Herder (1744-1803).
Lessing fue no sólo filósofo, sino poeta y crítico de arte; sus tragedias renovaron
el teatro alemán. Como filósofo, partió de un problema muy propio de la Ilustración:
el de criticar la teología protestante buscando una forma de religión sobreconfesional,
capaz de satisfacer las exigencias de la razón. Pero poco a poco se fue replegando
sobre concepciones historicistas, considerando la historia como revelación de lo eter-
no en el tiempo, dirigida a conducir al género humano a la actuación de una completa
moralidad. Con lo cual se acerca a las teorías ya expuestas precedentemente con nota-
ble profundidad por Vico, y de este modo encamina a la filosofía europea hacia la
comprensión de la gran enseñanza de la Ciencia nueva.
Historia y filosofía no deben ser confundidas, según Lessing, una con la otra; y
esto en especial en lo que concierne a la religión. Lessing sostiene, en efecto, que el
problema de la fundamentación histórica del cristianismo no puede resultar decisi-
vo para la aceptación del mismo: aunque la superhumanidad de Cristo se probara
históricamente —cosa que Lessing piensa que es bastante difícil— esto no demos-
traría la verdad del dogma cristiano. Una religión no puede ser justificada por los
milagros, sino sólo por su valor moral; las verdades reveladas deben ser traducidas
en verdades de la razón si queremos que el género humano pueda asimilarlas de
manera completa. La religión perfecta, capaz de realizar integralmente esta traducción,
debe concebirse no como un sistema determinado y completo que reemplace de una
vez para siempre las concepciones teístas (según el programa propugnado por los
deístas), sino como una meta lejana y general destinada a alcanzarse progresiva-
mente en el curso de los siglos. 2
Debe señalarse, finalmente, por su carácter nuevo y singular, la concepción de
este autor sobre la verdad. Contra los dogmáticos de cualquier orientación, inclui-

2. Una prueba de la permanencia en Lessing de una mentalidad ilustrada la constituye la


defensa que hace de la masonería, de' la que ofrece una descripción bastante idealizada.
416 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

dos los mismos ilustrados, Lessing sostiene que más importante que la posesión de
la verdad, «que hace al hombre inerte, perezoso, soberbio» es para nosotros el
esfuerzo de buscarla, esfuerzo que «consiste siempre la mayor perfección del hom-
bre». La posesión de la verdad eterna corresponde sólo a Dios: al hombre en cam-
bio, que trabaja en el tiempo, corresponden las conquistas parciales y limitadas, la
continua búsqueda, la tendencia a lo tterno. Atribuir al hombre la capacidad de
alcanzar la verdad absoluta equivaldría a reconocerle la absurda posibilidad de salir
de la historia.
La filosofía de Herder, aun siendo afín en muchos aspectos con la de Lessing,
permite que el pensamiento alemán dé otro paso hacia las más características posi-
ciones románticas: exaltación de la poesía, de la religión, del misticismo. La reli-
gión es para él la primera forma de cultura espiritual; el sentimiento religioso es lo
que eleva al hombre por encima de los animales. La razón, en cambio, no constituye
algo original en el desarrollo del hombre, sino sólo algo adquirido, y por lo tanto no
puede prescindir de la tradición y del lenguaje.
Herder concibe la historia, como ya lo habían hecho Lessing y Vico, como rea-
lización de un vasto proyecto divino para la éducación de la humanidad. Pero insis-
te de manera muy particular en el tema de la unidad, tanto dentro de la historia
como dentro de la misma naturaleza (más o menos abiertamente identificado con
Dios); es significativa, a este respecto, la vivísima simpatía de Herder por Spinoza,
al que exalta como el filósofo más consecuente. También es notable su posición con
respecto a las iglesias cristianas oficiales, en las que no ve más que un monstruoso
anticristianismo.
Y por fin debe señalarse —junto con el movimiento prerromántico-- la difusión
en Alemania, durante la segunda mitad del siglo xvm, de una interesantísima filo-
sofía «popular» hecha de diálogos y ensayos, dirigidos a debatir con simplicidad
problemas concretos de la vida humana: cuestiones religiosas y morales, históricas
y polfticas. El exponente más típico de esta orientación fue Moisés Mendelssohn
(1729-1786), cuyo pensamiento no escapa a los característicos temas de la Ilustra-
ción europea. Se le debe una vivaz y elegante exposición de la doctrina de la reli-
gión natural.

2. VIDA Y OBRAS DE KANT

Immanuel Kant nació en Kdnigsberg en 1724, en una familia bastante modesta:


el padre era un simple sillero. Durante la infancia sufrió profundamente la influencia
de sus padres, en especial de la madre, mujer de elevados sentimientos, animada por
ferviente devoción pietista.3 Desde los dieciséis a los veintiún arios frecuentó la Uni-
versidad de Kónigsberg y estudió seriamente la filosofía de Wolff y la física de New-
ton; mientras tanto, para vivir se vio obligado a dar lecciones particulares. Termina-

3. El pietismo fue una corriente religiosa que se formó en el seno del protestantismo en la
segunda mitad del siglo xvii, en Holanda primero y luego en Alemania. Desarrolló sobre todo en el
campo de la educación popular algunos temas rnísticos de Jakob (m. 1624) y recibió impulso,
en sentido supraconfesional, de los horrores de la guerra de los Treinta Arios. El pietismo resuelve la
fe en enfoques subjetivos (como el «arrepentimiento», el «despertar interior») y acentúa el valor del
sentimiento y de la acción favoreciendo un ejercicio riguroso y severo de la vida moral.
KANT 417

dos los estudios universitarios ejerció largamente la profesión de preceptor en nobles


familias de Prusia Oriental. En 1755 volvió a su ciudad natal y se convirtió en docen-
te libre de la universidad.
En el mismo año publicó una interesante obra de tema físico, titulada Historia
natural universal y teoría del cielo. Ésta marca un notable paso adelante con respec-
to a la concepción de Newton, según la cual bel ordenamiento presente en el sistema
solar resultaría inexplicable por vía mecánica y requeriría ser referido a una causa
sobrenatural. Kant no considera que pueda aceptarse esta metafísica de la física y lan-
za con respecto a ella la habilísima hipótesis —retomada a finales de siglo por el
matemático Laplace, que llegará a ella por camino autónomo— de que el sistema
solar se origina en el movimiento vertiginoso de una nebulosa primitiva. 4
Como consideramos que la discusión de la hipótesis de Kant y de Laplace no
corresponde a este estudio, aquí sólo queremos subrayar que la importancia de la
citada obra de Kant no reside tanto en la exactitud de su hipótesis, sino en el fin que
se propone alcanzar, a saber, el de separar netamente la investigación naturalista de
la fe religiosa, según el canon tantas veces repetido por él de que en ciencia la hipó-
tesis más arriesgada es preferible al recurso a lo sobrenatural.
Los años 1755 a 1769 son un largo período que Kant dedica a las meditaciones
filosóficas que lo alejan cada vez más del sistema de Wolff para acercarlo a la que
será su posición crítica. Fue durante estos años, y en particular alrededor de 1762-
1763, cuando sufrió la profunda influencia de Hume y de Rousseau; esta influencia
resultará decisiva para el ulterior desarrollo de su pensamiento. Entre las obras
escritas en este período, nos limitamos a recordar Sueños de un visionario (1766),
destinados a probar la facilidad con la que pueden construirse grandes hipótesis
espiritualistas, y la dificultad de encontrar un serio fundamento para ellas.
En 1770 Kant es nombrado profesor ordinario de filosofía en la Universidad de
Kónigsberg, y en este puesto permanecerá hasta 1796, cuándo deberá retirarse por
límite de edad. Dedicó siempre a la enseñanza su más escrupuloso esfuerzo, aun
cuando resultara pesada para sus fuerzas físicas que estaban declinando.
En el mismo año 1770 apareció la disertación en latín De mundi sensibilis atque
intelligibilis forma et principiis, en la que por primera vez aparecen expuestas las
ideas básicas de la gnoseología kantiana. A partir de esa fecha se inicia la fase cons-
tructiva de su criticismo.
Kant empleará aún once años para elaborar de manera definitiva su propio pen-
samiento: recién en 1781 publicará la Crítica de la razón pura,' que contiene un tra-
tamiento sistemático del problema del conocimiento. En 1783 aparecerá otra obra,
los Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia, que
considera el mismo tema desde un punto de vista más simple y con estilo más ágil.
En 1787 saldrá una segunda edición de la Crítica de la razón pura con notables
cambios con respecto a la primera.
También el problema moral ocupa en la filosofía de Kant un lugar de primera
importancia no inferior al del problema del conocimiento; en efecto, nuestro autor

4. En el aspecto teórico, no sólo en el técnico, Laplace seguirá siendo inferior a Kant porque
aplicará esa hipótesis sólo a la explicación del origen del sistema solar, mientras que Kant había
tratado de explicar con ella el origen de la nebulosa del caos inicial.
5. Criticar —del griego krino, 'separo, juzgo'— significa, en la terminología kantiana, pro-
nunciar un juicio que determine la legitimidad o ilegitimidad de una pretensión.
418 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

atribuye a la ética la tarea de volver a abrir el camino a la metafísica y, dentro de


ciertos límites, a la fe, después de haber demostrado que es imposible alcanzar
ambas en el campo teorético. Las principales obras dedicadas a este tema son: la
Fundamentación de la metafi'sica de las costumbres ( 1785) y la Crítica de la razón
práctica (1788).
El 1790, finalmente, aparece la Crítica•del juicio consagrada al examen del pro-
blema de la belleza y de la finalidad de la naturaleza, cuyo tratamiento integra el de
las dos precedentes Críticas.
Algunos arios después de la publicación de la Crítica de la razón pura, los
ambientes oficiales de la filosofía alemana empezaron a apreciar el pensamiento de
Kant y esta estima muy pronto fue transformándose en general admiración. A pesar
de la creciente celebridad, él siguió llevando una vida extremadamente retirada y
metódica. Su único interés ajeno al campo de sus investigaciones fue el que sintió
hacia los acontecimientos políticos europeos que siguió con gran apasionamiento;
en especial la Revolución francesa le suscitó un vivo entusiasmo.
Pero muy diferente del de Francia era el clima que se estaba consolidando, jus-
tamente en esos años, en los estados alemanes. Con la muerte de Federico II (1786),
en la corte de Prusia había disminuido ese respeto por la libertad de pensamiento
que había hecho de Berlín un seguro asilo para los más combatientes filósofos de la
Ilustración, como pusimos de relieve en el capftulo 14. Volvía a ganar la delantera
el fanatismo religioso y la reacción polftica. En 1790 se impuso a todos los pasto-
res luteranos un catecismo oficial y en 1791 se nombró una comisión gubernamen-
tal para la censura de los libros publicados en Prusia. Después de sólo dos arios esta
comisión chocaría con Kant por la publicación de su volumen La religión dentro de
los límites de la mera razón. Al ario siguiente (1794), por indicación de dicha
comisión, el rey hizo llegar a nuestro autor una amenazadora carta deplorando enér-
gicamente sus teorías religiosas e imponiéndole que guardara silencio sobre ese
tema. La respuesta de Kant fue, si no valiente, como podríamos desear, ciertamen-
te plena de dignidad. El gran filósofo rechazó, en efecto, con absoluta firmeza las
acusaciones del rey; aunque agregaba que estaba dispuesto, en su condición de súb-
dito fiel, a someterse a la real orden, comprometiéndose a no volver sobre el pro-
blema religioso.
En efecto, Kant fue fiel a esta promesa; pero siguió escribiendo con plena liber-
tad sobre temas también delicados. Baste con recordar que en 1795 publicó un inte-
resante escrito, Para la paz perpetua,y en 1797 la Metafi'sica de las costumbres, en
dos partes —La doctrina del derecho y La doctrina de la virtud—, dedicadas entre
otras cosas a importantes problemas políticos y, en particular, a las relaciones en-
tre Estado e Iglesia.
El escrito Para la paz perpetuamerece especial atención porque saca a la luz un
aspecto bastante notable de la personalidad de Kant. No es el libro de un soñador,
como nos lo podría hacer pensar el título; está sometido, por el contrario, a un vigo-
roso realismo. Y éste es el que lleva a Kant a una visión bastante optimista de la his-
toria. A su parecer, en efecto, son los mismos males que para la humanidad derivan
de la bárbara libertad de los Estados (parangonable a la libertad de la que gozan —se-
gún Hobbes— los individuos antes de estipular el contrato social) los que empujan
a los hombres hacia la creación de instituciones superestatales, capaces de garanti-
zar un orden y un derecho cosmopolitas. En otros términos: será el mismo egoísmo,
si no la buena voluntad, lo que conducirá a los hombres a la paz perpetua; será la
KANT 419

miseria cada vez mayor que deriva de las continuas guerras la que demostrará
la ventaja común de renunciar definitivamente a ellas.
Aunque está convencido de la necesidad d,e este camino de la humanidad hacia
la paz, Kant no renuncia, sin embargo, a buscár los medios para acelerarlo y consi-
dera que los encuentra en la transformación, deseada por los mayores ilustrados, del
régimen despótico en régimen democrático: «Si se requiere la adhesión de los ciu-
dadanos para decidir si una guerra debe o no hacerse, nada hay más natural que ellos
reflexionen muy bien antes de emprender un juego tan peligroso, porque deberán asu-
mir en ellos mismos todas las calamidades de la guerra; ... mientras que en un Esta-
do donde el súbdito no es ciudadano, decidir una guerra es lo más simple del mundo».
A partir de 1796 se dedicó finalmente a una nueva obra sistemática que debió
llevar como título Transición de los principios metafísicos de la ciencia natural a la
física. Aunque había delineado muchos proyectos, no logró llevarla a término y dejó
sólo algunos fragmentos que constituyen su Opus postumum.
Murió en 1804, cuando su inteligencia ya había fatalmente declinado.

3. RELAC IONES ENTRE KANT Y LAS FILOSOFÍAS ANTERIORES

En el pensamiento de Kant pueden encontrarse —como veremos en las próximas


páginas— los profundos reflejos de gran parte de las especulaciones anteriores, no
sólo alemanas sino también inglesas y francesas. Por este motivo suele presentárselo
como punto de confluencia de las dos corrientes, racionalista y empirista, que habían
dominado la filosofía europea en los siglos XVII y XVIII. Esa presentación esquemáti-
ca, sin duda útil desde el punto de vista didáctico, se presta a algunos graves malen-
tendidos; sobre todo el de considerar el racionalismo y el empirismo como dos orien-
taciones antitéticas que se desarrollan en completa independencia una de la otra
durante casi dos siglos, y confluyen por primera vez en Kant. Esto sería decidida-
mente inexacto, como resulta de todo lo dicho en los capítulos precedentes y en par-
ticular de las vivísimas instancias racionalistas que se encuentran en gran parte de los
llamados empiristas, por ejemplo en Locke.
Sería más justo, si acaso, hablar de filosofías orientadas prevalentemente al mé-
todo de los matemáticos (como el cartesianismo) o de filosofías orientadas preva-
lentemente al método de los físicos (como la Ilustración de tipo newtoniano): por lo
tanto ambas son racionalistas, al igual que lo son las mismas filosofías (por ejemplo,
la de Berkeley y la de Hume) dirigidas a demostrar la insuficiente racionalidad tan-
to de la matemática como de la física. Es cierto que todas estas filosofías ejercerán
una profunda influencia en Kant, y determinarán en él la plena conciencia de la
necesidad y, en conjunto, de la dificultad de armonizar el razonamiento de tipo
matemático con el de tipo experimental. Desde este punto de vista podemos afirmar
que el pensamiento de Kant se vuelve a vincular directamente con el de Galileo, que
al comienzo de la edad moderna proclamó el acuerdo entre matemática y experi-
mento, condición indispensable para el progreso de la ciencia. Galileo trató de bus-
car una técnica que demostrase operativamente posible tal acuerdo; pero dejó a la
posteridad la difícil tarea de justificarla en el plano filosófico. Y esta justificación es
el centro de, la problemática filosófica kantiana.
Si, por las razones que hemos explicado, renunciamos a presentar a Kant como
el primer punto de confluencia entre racionalismo y empirismo modernos, debemos
420 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

limitarnos, con mayor modestia, a poner en claro sus efectivas pero no simples vincu-
laciones con el pensamiento filosófico y científico que había madurado inmediata-
mente antes de él.
s Con este fin, resulta evidente que el problema más importante que debe exami-
narse será el de las relaciones entre Kant y la Ilustración. Son ya suficientes las
obras menores para demostrar la permanencia de varios temas de la Ilustración en
Kant; las obras mayores nos dirán hasta qué punto se extiende en su pensamiento
ese componente ilustrado.
El primer hecho que llama la atención es el gran interés de Kant por los pro-
blemas físico-astronómicos que desde Newton en adelante habían tenido un peso
predominante en toda la Ilustración. Pero, como hemos visto en el parágrafo prece-
dente, Kant tiende decididamente en su obra de 1755 a desarrollar la concepción
newtoniana en el sentido de un naturalismo cada vez más integral. Ahora bien, hay
que puntualizar que esta tendencia lo acerca no sólo a la Ilustración en general, sino
a la orientación de Buffon y de los más radicales materialistas que derivan de él. Es
verdad que Kant en sus obras mayores buscará un camino para superar la experien-
cia; pero el hecho es que este camino lo encontrará fuera del ámbito del conoci-
miento científico y que, viceversa, sostendrá siempre el carácter exclusivamente
naturalista de toda la ciencia.
También la obra La religión dentro de los límites de la mera razón recrea de
manera evidente algunos motivos presentes en toda la Ilustración. Lo que no signifi-
ca, por supuesto, que Kant se límite a justificar la religión con los viejos argumentos
deístas; significa que hereda del deísmo el fundamental problema de descubrir, a tra-
vés de la filosofía, una justificación de la religión capaz de garantizarla contra todas
las degeneraciones supersticiosas.
En cuanto al escrito Para la paz perpetua, está claro que se inserta de manera
directa en la gran corriente filosófico-política del siglo xvitt, dirigida a concretar un
nuevo tipo de sociedad entre los hombres, más racional y civilizada que la de épo-
cas anteriores. Pero Kant no se limita a repetir la posición de los ilustrados: subra-
ya, en efecto, a diferencia de éstos, la neta distinción entre esfera de la moralidad y
esfera de la socialidad, llegando a admitir que la organización social puede expli-
carse por el puro juego de los egoísmos. Es obvio, sin embargo, que conserva un
enfoque que es inequívocamente el de la Ilustración sobre todo cuando sostiene con
apasionada fuerza la posibilidad de actuar sobre el curso de la historia para acelerar
su desarrollo hacia formas de gobierno más libres y por lo tanto más pacíficas.
Si se pasa finalmente a la parte más característica del pensamiento de Kant, hay
que reconocer que el mismo planteo crítico de su filosofía lleva con toda claridad la
impronta de la Ilustración, o sea, refleja, aun en forma original, la fundamental exi-
gencia de someter todo a la razón. Si bien es verdad, en efecto, que Kant rechaza,
con su criticismo, la pretensión de ciertos racionalistas dogmáticos de que todo es
accesible a la razón, también es verdad —como escribe muy bien Piero Martinetti—
que acepta íntegramente «la gran conquista del siglo xvin ... de que todo lo deba
decidir la razón, incluso sus propios límites y la posibilidad de ésta de conducirnos
hasta cierto punto, más allá del cual termina para nosotros la posibilidad de juzgar
y de conocer. Pero en todo lo que existe en el campo de nuestro conocimiento es
necesario que la razón refleje su luz: que todo sea aclarado, discernido, juzgado por
la razón».
En conclusión: sería inexacto afirmar que Kant se queda sólo en las posiciones
KANT 421

de la Ilustración, pero sí es verdad que parte de ellas para superarlas. Su avance más
allá de la Ilustración no significa contraponerle desde fuera alguna instancia absolu-
tamente antitética, sino desarrollar con genialidad los gérmenes más vivos y pro-
fündos del movimiento ilustrado.

4. LA REVOLUCIÓN COPERNICANA DE KANT

Para desarrollar su crítica de la razón, Kant parte de la distinción, ya conocida


por los capítulos precedentes, entre juicios analíticos y juicios sintéticos. Un juicio
se llama analítico cuando se limita a afirmar en el predicado, sobre la base de los
principios lógicos de identidad y de no contradicción, alguna propiedad ya conteni-
    da en el sujeto; por ejemplo, «el triángulo tiene tres ángulos». La tarea del juicio
analíticó no es la de extender nuestro saber, sino sólo de descomponer las notas
constitutivas del sujeto dando particular relieve a una de ellas. En cambio se llama
sintético un juicio que afirme alguna propiedad no incluida entre las conocidas
características del sujeto; éste es un juicio que extiende nuestro saber y no se basa
 sólo en los principios lógicos de identidad y de'no contradicción.
Que todos los juicios analíticos sean a priori, o sea, que no tengan necesidad de
la experiacia, es evidente. Afirman algo incondicionalmente válido pero son hue-
cos y abstractos; conciernen al ser posible, no al real. Hablar, pues, de juicios ana-
líticos que no sean a priori sería un absurdo.
Más complejo es el tema concerniente a los juicios sintéticos.
Que existan juicios sintéticos a y„osteriori, o sea, surgidos de la experiencia, es
evidente; por ejemplo «los cuerpos pesan». 6 Justamente porque agregan al sujeto una
cualidad nueva, de la que no tendríamos idea si no la extrajéramos de la experien-
cia, resultan, según Kant, privados de necesidad y de universalidad. En este punto el
filósofo de Kiinigsberg acepta íntegramente la crítica de Hume; admite que la mera
experiencia no está en condiciones de ofrecernos algo universal y necesario.
El problema se complica enormemente apenas nos preguntamos: ¿son los jui-
cios sintéticos todos a posteriori, o hay alguno a priori? La existencia de juicios
sintéticos que, por ser a priori, resultan universales y necesarios, es según Kant fun-
damental para la ciencia; sólo esta existencia garantiza un saber verdaderamente
científico, o sea, un saber constituido por verdades que extienden nuestro conoci-
miento y que al mismo tiempo resultan universales y necesarias.
En realidad, Kant no duda sobre el hecho: la matemática y la física son ciencias
ya bien constituidas y ofrecen, a su parecer, innumerables ejemplos de juicios del
tipo deseado (como, por ejemplo, la proposición 5 + 7 = 12, que atribuye a la suma
un valor indudablemente exacto, pero que no está contenido en los términos 5 y 7
constituyentes del sujeto). Pero el problema es otro y concierne no tanto a la exis-
tencia cuanto a la posibilidad de juicios sintéticos a priori: ¿En qué pueden basar-
se? ¿Qué justificación los hará posibles?

6. Es interesante observar que los característicos ejemplos, dados por Kant, de juicios analí-
ticos y de juicios sintéticos están extraídos de la matemática y de la física. Esto demuestra que él
tiene expresamente en cuenta las dos orientaciones (a las que aludimos al comienzo del § 3) de la
filosofía moderna en la explicación del conocimiento: orientada una por el método de los matemá-
ticos y la otra por el de los físicos. Pero será necesario, según Kant, encontrar el camino para vincu-
lar también la matemática a la sensibilidad y también la física a la racionalidad.
422 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIóN

Es precisamente en este punto donde interviene el importante giro que Kant


llama revolución copernicana. En vez de buscar fuera de nosotros la justificación
de los juicios científicos (búsqueda inútil porque la crítica de Hume nos ha enseña-
do que la experiencia no puede ni podrá nunca darnos algo universal y necesario),
Kant propone buscarla en nuestro mismo4proceso cognoscitivo. La analogía con la
revolución copernicana es evidente: como Copérnico había propuesto buscar la causa
del movimiento aparente de los cielos no en el cielo mismo sino en la Tierra, de
esta manera propone buscar la base de los juicios universales y necesarios concer-
nientes a la experiencia no en la experiencia, sino sólo en nosotros.
Por lo tanto, ¿qué es el proceso cognoscitivo en el que tenemos que buscar el fun-
damento de las proposiciones científicas? ¿Cuál es la parte de ese proceso que corres-
ponde a la actividad del sujeto? La respuesta de Kant es de la máxima importancia:
«conocer» no significa un puro y simple recibir datos, sino que significa elaborarlos,
sintetizarlos, ordenarlos según formas a priori, propias de cada sujeto pensante. Toda
nuestra experiencia, todo el mundo de la naturaleza es fruto de la síntesis de los datos
(o materia) operada por la actividad formadora o trascendental; una experiencia no
basada en esta actividad es un contrasentido.' Con el término trascendental Kant indi-
ca cada elemento que opera dentro de la experiencia, y concurre a su constitución; en
cambio usa el término trascendente para indicar lo que está más allá de la experien-
cia, o sea, la trasciende.
Una vez establecido que la actividad trascendental ordena los datos empíricos
según formas a priori comunes a todos los sujetos pensantes, Kant buscará en esas
formas la base segura de los juicios sintéticoka priori; afirmará que éstas, y sólo
éstas, ofrecen al pensamiento la posibilidad da construir proposiciones extensivas
del conocer y al mismo tiempo provistas de validez universal y necesaria.
Sostener, como pretenden algunos, que las proposiciones científicas basadas en
las formas a priori tienen sólo un valor subjetivo sería del todo inexacto; lo cierto es,
por el contrario, que tienen un valor indiscutible para todo el mundo de la naturaleza,
que está formado, no deformado, por la actividad trascendental del pensamiento. De
todas maneras hay una sola cosa que nunca está permitida: aplicar las proposiciones
científicas, fundamentadas como hemos explicado, fueta del mundo empírico; ser-
virse de ellas no para conocer la experiencia sino para intentar superarla (o sea, para
alcanzar lo trasCendente).

5. LA «ESTÉTICA» Y LA «ANALÍTICA» TRASCENDENTALES

La Crítica de la razón pura comprende tres partes: la «Estética trascendental»,


la «Analítica trascendental» y la «Dialéctica trascendental»; las dos últimas consti-
tuyen la «Lógica trascendental». Para la simplicidad de la exposición trataremos en
el mismo parágrafo la «Estética» y la «Analítica» y dedicaremos un parágrafo apar-
te a la «Dialéctica»; por el siguiente motivo: la «Estética» y la «Analítica» tienen

7. Todo lo explicado hasta ahora marca claramente la diferencia entre el a priori de Kant y
las ideas innatas de la filosofía precedente. Éstas son ideas que la mente descubre en sí, perfecta-
mente completas en forma y en contenido, y que por lo tanto constituyen objeto de verdadero cono-
cimiento. El a priori de Kant, en cambio, es sólo forma y como tal no puede constituir un objeto de
conocimiento: es un instrumento indispensable para conocer la experiencia, en cuanto opera la sín-
tesis de los datos.
KANT 423

ambas una función positiva, la de demostrar la posibilidad de la matemática y de la


física, mientras que la «Dialéctica» tiene una función esencialmente negativa, la de
demostrar la imposibilidad de la metafísica como ciencia.
El término «estética» es usado por Kant en el significado, ya introducido por
Baumgarten, de ciencia filosófica de la sensibilidad, pero de la que nuestro autor
excluye toda referenciall tratamiento de la belleza. Como de costumbre, divide la
sensibilidad en externa e interna: la primera nos indica el mundo como dato exterior,
la segunda como conciencia de nuestra vida interior.
Sabemos que la mayor parte de los filósofos anteriores a Kant había interpretado
el conocimiento sensorial como mera recepción y había visto asimismo en esta re-
ceptividad la garantía más segura del valor cognoscitivo de las sensaciones. Habían
llegado a considerar como argumento más importante contra la validez objetiva de
las ideas de substancia, causa, etc., la imposibilidad de reducirlas a puros y simples
datos receptivos. Kant se separa nítidamente de esta tradición y sostiene que también
el proceso del conocimiento sensorial —o sea, de la intuición— se produce sobre
la base de algunas formas subjetivas: la forma de la sensibilidad externa es el espa-
cio, la de la sensibilidad interna es el tiempo; sobre esta base el conocimiento sen-
sible no puede ser entendido, pues, como simple pasividad.
Un análisis un poco atento de la realidad percibida demuestra de manera incon-
trovertible, según Kant, cómo el espacio y el tiempo no son ni propiedades objetivas
de las cosas, ni conceptos empíricos extraídos de la experiencia; en efecto, de ningu-
na manera podremos representarnos las cosas como externas a nosotros y como exter-
nas entre ellas, si no poseemos ya desde antes la representación del espacio en el cual
colocar los objetos. Para el tiempo también es válida una observación análoga. Creer
que puede percibirse un objeto cualquiera como externo, sin atribuirle una posición y
una dimensión espacial, es un absurdo; creer que pueda tenerse una percepción inter-
na sin colocarla en el curso de ,nuestra conciencia, o sea, sin ordenarla según un antes
y un después, es una pura ilus‘ ián. Entonces es necesario llegar a la conclusión de que
el espacio y el tiempo son condiciones a priori de nuestra sensibilidad, formas subje-
tivas de los fenómenos: «El tiempo no es otra cosa que una forma del sentido interior,
o sea, de la intuición de nosotros mismos y de nuestro estado interior ... El espacio no
es otra cosa que la forma de los sentidos externos, o sea, la condición subjetiva de la
sensibilidad sólo bajo la cual nos es posible la intuición externa».
Debe observarse claramente que estas dos formas son intuiciones, no conceptos
(éstos últimos intervendrán sólo en el conocimiento intelectivo); espacio y tiempo no
son, según Kant, intuiciones particulares (y, en efecto, nunca intuimos el tiempo y
el espacio como objetos independientes), sino intuiciones puras; son, como hemos
visto, condiciones a priori para las percepciones de algún contenido sensible.
Todo el mundo percibido —o sea, en la terminología kantiana, el mundo feno-
ménico— se encuentra, pues, inevitablemente basado en las dos formas a priori del
tiempo y del espacio. Éstas son formas trascendentales, o sea, constitutivas de la expe-
riencia, y sus estructuras tendrán pues, necesariamente, el valor de leyes para cada
intuición particular.
En la formá trascendental del espacio está fundamentada la geometria; en la del
tiempo la aritmética. El hecho de que estas dos ciencias se basen en dos intuiciones
puras, en el sentido antes explicado, es lo que les permite alcanzar proposiciones ver-
daderamente cognoscitivas (o sea, extensivas del conocimiento) y al mismo tiempo
universales y necesarias, o sea, válidas para todo el mundo fenoménico.
424 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

En verdad, la geometría y la aritmética no están constituidas por meras intui-


ciones, sino por conceptos, y pertenecen, pues —como ciencias de conceptos—, al
campo de la actividad intelectiva y no al de la simple sensibilidad. Su fundamento
sigue siendo de carácter intuitivo y esto es justamente lo que las distingue de todos
los otros conocimientos.
Cumplido a grandes rasgos el análisis kantiano de la sensibilidad, podemos ahora
considerar el del intelecto, entendido como facultad de pensar.
Mientras que en la sensibilidad somos prevalentemente receptivos (o sea, recibi-
mos datos, aunque los coloquemos —como dijimos— entre las dos intuiciones puras
del espacio y del tiempo), en el pensamiento en cambio somos eminentemente acti-
vos. Esta actividad se aplica a la elaboración conceptual de las intuiciones sensibles.
También el pensamiento, como la sensibilidad, deberá basarse —según Kant-
en algunas formas a priori: las llama conceptos puros o categorías. Nuevamente se
trata no de conceptos particulares sino de formas conceptuales, o sea, modos de rela-
ción que tienen una validez universal. Pero estas formas deberán tomar su propio
material de la intuición, o sea, no pueden prescindir de los datos intuitivos: «con-
ceptos sin intuiciones son vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas».
La complementariedad señalada entre intuición sensible e intelecto es funda-
mental para la filosofía kantiana. La intuición tiene una función discriminante, o sea,
constituye la base indispensable por la cual lo múltiple es conocido en su multipli-
cidad; el intelecto, en cambio, tiene una función reagrupadora, o sea, constituye el
instrumento esencial con el que la mente elabora lo múltiple unificándolo. El con-
cepto, producto de esta actividad reagrupadora, es siempre, por su misma naturale-
za, algo general. También cuando nos Parece individual, en realidad es un tipo que
se presta para convertirse en signo de multiplicidad de individuos; la determinación
de lo particular deriva de otra cosa: de la intuición, que distingue a este individuo
del otro por referencia a un aquí y un ahora. Sin esta referencia espacio-temporal,
no puede tenerse conocimiento efectivo singlide algo ilusorio (a cuyo examen Kant
dedicará la Dialéctica, como veremos en el próximo parágrafo).
Al igual que era función de la «Estética trascendental» determinar las formas
a priori, o sea, el tiempo y el espacio, la de la «Analítica trascendental» es la de dis-
cernir el a priori del pensamiento, fijando el número y la estructura de las diferen-
tes categorías. Para Kant «pensar» significa «juzgar» y por lo tanto el análisis del
pensamiento debe partir del cuidadoso examen de todas las especies posibles de jui-
cio. Este examen nos dará el hilo conductor para llegar al cuadro de las categorías.
La determinación de las categorías es una de las partes más complicadas y arti-
ficiosas de la investigación de Kant y no vale la pena examinarla en detalle; nos
limitaremos pues a referir su clasificación de los juicios, que por otra parte es la tra-
dicional, e, inmediatamente después, el cuadro de las categorías que él pone en rela-
ción, con notable arbitrariedad, con los correspondientes juicios.

CLASIFICACIÓN DE LOS JUICIOS


Cantidad: particulares; singulares; universales.
Cualidad: afirmativos; negativos; infinitos.
Relación: categóricos; hipotéticos; disyuntivos.
Modalidad: problemáticos; asertóricos; apodícticos.
KANT 425

TABLA DE LAS CATEGORÍAS

Cantidad: pluralidad; unidad; totalidad.


Cualidad: realidad; negación;blimitación.
Relación: substancia y accidente; causalidad y dependencia; comunidad o reciproci-
dad de acción.
Modalidad: posibilidad e imposibilidad; existencia y no existencia; necesidad y con-
tingencia.
Las categorías más importantes son las de substancialidad y causalidad, que
constituyen el fundamento último de la física pura, o sea, de la física como ciencia
racional. De éstas se recaba la existencia de leyes naturales que regulan de la manera
más rigurosa el mundo de la experiencia en cuanto está elaborado por el intelecto.
Se trata de leyes bastante importantes que agregan algo completamente nuevo a las
meras relaciones matemáticas: afirmar que dos fenómenos son causa uno del otro
significa, en efecto, mucho más que afirmar la pura y simple contigüidad de los
fenómenos mismos en el tiempo y en el espacio. El fundamento de las leyes físicas,
aunque es diferente del de las verdades matemáticas (porque el primero se basa en
el intelecto y el segundo en la intuición) es, sin embargo, del mismo tipo: es un fun-
damento trascendental. Como tal, es capaz de garantizar la validez de las llamadas
ciencias dentro de los límites del mundo fenoménico; pera, dentro de estos límites,
las resguarda de cualquier ataque del escepticismo.
¿Cuál es el modo concreto con el que el intelecto aplica las categorías a lo múl-
tiple de la intuición? ¿Por qué aplica una vez una categoría y otra vez otra? Por ejem-
plo, ¿una 'vez la substancialidad, otra vez la causalidad, o la acción recíproca, etc.?
Para responder a estas preguntas Kant recurre a la llamada teoría de los esquemas
trascendentales. Para evitar complicaciones, baste con recordar que los esquemas de-
berían constituir, en la concepción de nuestro autor, una especie de puente entre senti-
do e intelecto. Toda categoría está preparada por un particular esquema y debe valerse
de él: por ejemplo, la causalidad se vale del esquema de la sucesión (la causa precede
al efecto), la substancialidad se vale del esquema de la permanencia, etc. El resultado
que se consigue es una continuidad sin fracturas entre intelecto y sensibilidad.
Una vez probado que las formas ti priori del intelecto constituyen el fundamen-
to último de las leyes de la naturaleza, Kant se encuentra frente a un problema aún
más difícil: el de justificar la unidad esencial de la experiencia, de explicar por qué
hablamos del mundo fenoménico como de un único orden, como si estuviera basado
en una realidad externa, reflejada de la misma manera por cada uno de los sujetos.
La respuesta a este problema la constituye la célebre teoría del yo pienso. Con
ella Kant nos presenta las doce categorías como otras tantas funciones, a través de
las cuales se explica el mismo pensamiento subjetivo. Este pensamiento es la forma
suprema de la actividad sintetizadora, o sea, la forma que imprime unidad y cohe-
rencia a toda la experiencia. El yo pienso es la garantía del orden intrínseco, no sólo
entre lo que el yo individual piensa ahora y lo que pensó antes, sino también entre
lo que piensa un yo y lo que piensan los otros yos.
En términos más explícitos: el yo al que Kant se refiere no es un yo indivi-
dual, no es la psiquis de esta o aquella persona, sino que es la conciencia en ge-
neral, que organiza todos los pensamientos de todas las conciencias particulares.
426 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

Es el legislador del mundo fenoménico, es la garantía suprema de la racionalidad de


la experiencia.
Mientras que las precedentes metafísicas habían buscado esta garantía en un ser
que trascendiera la naturaleza (en un Dios capaz de determinar desde la eternidad la
perfecta correspondencia entre los contenidol particulares del pensamiento y los obje-
tos de la experiencia), ahora ésta se buscaba en el yo. Pero no en el yo como sus-
tancia, o sea, como entidad en sí diferente del acto de pensar, sino en el yo como
función, o sea, como actividad sintetizadora de los datos de la experiencia, esto es
—según la terminología de Kant—, en la «apercepción trascendental». La racionali-
dad que surge de esto no es algo concluido una vez para siempre, sino que es una
racionalidad abierta, en vía de progresiva actuación. Es la racionalidad concreta que
se va realizando en el mundo, y que pertenece al mismo tiempo al yo como pensante
y a la experiencia como pensada.
A partir de la fascinante teoría kantiana del yo pienso se desarrollarán, como
veremos en la tercera parte, las más audaces concepciones de la metafísica idealis-
ta del siglo xix.

6. LA «DIALÉCTICA TRASCENDENTAL»

Hemos visto en el parágrafo precedente cómo se constituye, según Kant, el


mundo fenoménico y cómo se puede justificar —sobre la base de las formas subje-
tivas a priori que intervienen en su coristitución— la universal y necesaria validez
en él de las leyes de la matemática y' Clé'la física pura. El estudio de la sensibilidad
ya había revelado la existencia de algb. irreductible al sujeto: un material receptivo
que remite a una realidad diferente del mundo fenoménico. Kant no se limita a com-
probar la presencia de ese material, sino que agrega una afirmación aún más preci-
sa y comprometida: «Del concepto mismo de fenómeno en general —escribe— se
deriva que a éste debe corresponder algo que no es un fenómeno». En otras pala-
bras: en el mundo fenoménico las cosas se presentan «no en sí, sino sólo en el modo
en que pueden aparecer, dada la constitución subjetiva»; y por lo tanto «si no que-
remos quedar encerrados en un círculo sin fin», debemos —según él— admitir que
«la palabra "fenómeno" señala ya una referencia a algo que debe ser un objeto inde-
pendiente de nuestros sentidos».
Este algo absolutamente independiente de nosotros Kant lo indica con el término
nóumeno; pero precisa que se trata de un concepto puramente negativo «que desig-
na no un conocimiento dado de algo, sino sólo el pensamiento de algo en general,
en el cual el yo hace abstracción de toda forma de la intuición sensible». Por el con-
trario, más que un concepto el nóumeno es, en rigor, un problema, y en verdad un
problema bastante indeterminado: el de si «pueden existir objetos del todo indepen-
dientes de nuestra intuición sensible». La razón de lo indeterminado de este problema
es fácilmente explicable: por un lado, en efecto, debemos admitir «que, al no exten-
derse nuestra intuición a todas las cosas sin excepción, hay lugar para otros objetos
que en absoluto pueden ser negados»; por otro lado, debemos reconocer que estos
objetos, «a falta de un determinado concepto (ya que no se le puede aplicar ningu-
na categoría), no pueden ser afirmados como objetos por nuestro intelecto».
Los metafísicos dogmáticos (Kant piensa en especial en Wolff) no se dan cuen-
ta de esta naturaleza problemática del nóumeno y pretenden construir una ciencia
KANT 427

de él tan rigurosa como la ciencia del mundo fenoménico. Esa pretensión carece
intrínsecamente de fundamento, y lo confirma la solución misma de las búsquedas
realizadas a través de los siglos por los filósofos; en verdad éstos nunca dieron lugar
a un sistema durable, es decir, a conocimiento alguno provisto de una solidez paran-
gonable a la de la matemática y de la física. Al denunciar este fracaso, Kant se pro-
pone algo más: se propole la tarea de indagar los orígenes mismos de la necesidad
metafísica, y de aclarar, a través de esas investigaciones, el carácter necesariamente
engañoso (o sea, sofístico, «dialéctico») de las pretendidas metafísicas. Ésta es la
tarea de la «Dialéctica trascendental».
Ya conocemos el significado que corresponde, en la filosofía de Kant, a los tér-
minos «intuición» e «intelecto»; ahora debemos aclarar el del término «razón» en
sentido estricto. Mientras que la inteligencia es la facultad que une entre ellas a las
intuiciones mediante los conceptos, la razón en cambio es la facultad que tiende a
organizar en un sistema único los conceptos elaborados por el intelecto.
Para llevar a término este programa unificador, la razón necesita principios supre-
mos y absolutos, y crea con tal fin las ideas, o sea, los conceptos que deberán refle-
jar en ellos las determinaciones últimas del nóumeno (pensado como condición real
del mundo fenoménico). Ya sabemos que el nóumeno escapa fatalmente a cualquier
directa determinación, y entonces la razón debe tratar de resolver el problema conci-
biendo el nóumeno como «la experiencia en su cumplida y perfecta totalidad». Pero
esta última no es experimentable (la totalidad de la experiencia real y posible es, en
efecto, algo no empírico), y en definitiva hay que reconocer que es absolutamente
imposible encontrar -algun contenido que pueda hacerse corresponder a las ideas.
De esto se concluye que las ideas son sólo exigencias, necesarias, eso sí, pero
privadas de contenido. Considerarlas como objetos posibles de la ciencia es, pues,
un gravísimo error: es la fuente de ese vano espejismo que aparece en la base de
toda metafísica.
Las ideas de la razón son tres: psicológica, cosmológica y teológica. Con la pri-
mera (idea del alma) buscamos un conocimiento realizado y perfecto de la expe-
riencia interior; con la segunda (ideal del mundo) buscamos un conocimiento reali-
zado y perfecto de la experiencia exterior; con la tercera (idea de Dios) buscamos un
conocimiento realizado y perfecto de todas las cosas que existen, fenoménicas o no.
Las, ciencias que la ilusión metafísica pretendería basar en las tres ideas señaladas
son: la psicología racional, la cosmología racional y la teología racional.
Las páginas dedicadas al examen de estas pretendidas ciencias son de las más
vivas e interesantes de la Crítica de la razón pura. Resumen los principales temas
de las grandes construcciones metafísicas anteriores a Kant y las disuelven una a
una con agudeza y finura verdaderamente increíbles.
Los argumentos sofísticos en los que se basa la psicología racional son llamados
garalogismos», su error consiste en transformar la función unificadora del yo pien-
so en entidad simple e inmortal. La psicología como ciencia tiene, según Kant, ca-
rácter exclusivamente empírico y por lo tanto nada puede enseñarnos que trascienda
la experiencia; en particular no nos autoriza a transformar la distinción entre fenó-
menos corpóreos y fenómenos espirituales en distinción entre dos substancias.
Para demoler la cosmología racional, Kant demuestra que ésta choca con una
serie de antinomias no resolubles. Cada antinomia consiste en una tesis y en una antí-
tesis contradictorias entre ellas, provistas ambas de igual legitimidad:
428 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

Primera antinomia
Tesis: El mundo se inició en el tiempo y tiene un límite en el espacio.
Antítesis: El mundo es eterno e infinito:

Segunda antinomia
Tesis: El mundo consta de átomos indivisibles.
Antítesis: El mundo es divisible al infinito.

Tercera antinomia
Tesis: Existe una causalidad libre junto a la causalidad natural.
Antítesis: Existe sólo la causalidad natural.

Cuarta antinomia
Tesis: Hay algo absolutamente necesario que es la base de los seres condicionados.
Antítesis: No existe nada absolutamente necesario, sino que todo ser está condi-
cionado.

La insolubilidad de los cuatro problemas señalados es la más explícita prueba de


la falla de la racionalidad humana cuando pretende enfrentar temas que exceden el
campo de la experiencia.
Es de particular interés para la historia de la ciencia la segunda antinomia, que
enfrenta la concepción atomística de la física (tesis) y la concepción de la infinita
divisibilidad afirmada por el análisis infinitesimal (antítesis).
La crítica de la teología racional está constituida, sobre todo, por un riguroso
análisis de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios: prueba ontológica (de
san Anselmo, de Descartes, etc.); prueba cosmológica (que desea presentar a Dios
como ser necesario, causa primera de todos los seres empíricos contingentes); prue-
ba físico-teológica (basada en el orden y en la finalidad de la naturaleza). A la prue-
ba ontológica Kant objetar la existencia de un objeto no es un predicado ínsito en el
concepto mismo, sino que es afirmable sólo por vía sintética: «nuestro concepto de
un objeto puede contener lo que se quiera; pero siempre debemos salir de él para
afirmar su existencia». Es imposible derivar, pues, de la esencia de Dios su existen-
cia. En lo que concierne a la prueba cosmológica, Kant observa que remite inadver-
tidamente a la ontológica, en cuanto identifica el ser absolutamente necesario con el
ser absolutamente real. De la prueba físico-teleológica Kant dice que «siempre
merece ser recordada con respeto. Es la más antigua, la más clara, la más adecuada
al sentido común». Pero no tiene una «certeza matemática» y a lo sumo logra postu-
lar la existencia de un «artífice del mundo», no de un creador, ser más perfecto que
todos los otros seres posibles. El resultado que obtiene Kant de estas argumentacio-
nes es que la razón humana sigue siendo incapaz de sacar una conclusión sobre el
problema de la existencia de Dios, y no puede afirmarla ni refutarla.
Demostrada la absurdidad de atribuir a las ideas un valor objetivo, Kant reco-
noce la posibilidad de usarlas en otro sentido: o sea, como reglas o máximas ade-
cuadas para dirigir la mente humana hacia la búsqueda de una unidad cada vez más
sistemática. Es una búsqueda que nunca podrá llevarnos a resultado alguno definitivo
y absoluto pero que logra demostrar algo muy significativo: la presencia en nosotros
de una vivísima aspiración a trascender la experiencia.
KANT 429
Esta aspiración sólo podrá ser satisfecha en otro lugar y por lo tanto la Crítica
de la razón pura parece cerrarse sobre este punto con un balance puramente negativo.
Un examen cuidadoso del problema, sin embargo, nos demuestra que los resultados
obtenidos no son nada desdeñables: el derrumbe de las ilusiones metafísicas ha eli-
minado, en efecto, de manera Vinitiva, todas las concepciones supersticiosas de lo
trascendente, y justamente esto constituye la mejor introducción al ulterior desarrollo
de la investigación. La «Dialéctica trascendental» con su balance negativo en reali-
dad ha limpiado el camino a esa fe moral que será la nueva metafísica de Kant.

7. LA ÉTICA
Como hemos señalado, la Crítica de la razón pura fue escrita bajo la evidente
influencia de Hume, cuyas sutiles argumentaciones siempre están presentes en el pen-
samiento de Kant tanto cuando las acepta en todo o en parte, como cuando intenta
encontrarles una adecuada respuesta; de manera análoga, podemos encontrar en la Crí-
tica de la razón práctica una viva y profunda influencia de la ética de Rousseau.
Abandonada bastante pronto la posición dogmática de Wolff, según la cual la
vida moral resultaría basada en preceptos de la razón, Kant se sintió atraído duran-
te cierto tiempo por las posiciones de los sentimentalistas ingleses. Pero tampoco
esta orientación logró contentarlo plenamente, ya fuera por la insuficiencia del méto-
do de investigación practicado por los ingleses, que a menudo se reducía a un mero
análisis psicológico, o por su excesivo optimismo que no les permitía ver uno de los
caracteres más importantes del acto moral: la obligatoriedad. La lectura de Rous-
seau tuvo para Kant el valor de una revelación; si bien es verdad, en efecto, que
también el ginebrino basaba la moral en el sentimiento, éste sin embargo asumía en
él un significado nuevo y seriamente comprometido: era el sentimiento de la indis-
cutible dignidad humana, ínsita en la naturaleza de cada individuo, independiente-
mente del refinamiento de su cultura y del grado de sus conocimientos científicos.
«Yo soy —escribía Kant— un estudioso y siento toda la sed de conocer que puede
sentir un hombre. Hubo una época en la que creía que esto constituía todo el valor
de la humanidad; entonces despreciaba al pueblo que es ignorante. Rousseau me
desengañó. Esa superioridad ilusoria se ha desvanecido; he aprendido que la ciencia
en sí es inútil si no sirve para valorizar la humanidad.»
Los dos caracteres ejemplificados —la independencia del acto moral respecto de
la ciencia y su irreductibilidad a sentimiento— seguirán siendo fundamentales en
toda la ética de Kant, como seguirá siendo constante su tendencia a identificar la
moralidad con el absoluto respeto a la dignidad humana.
El sentimiento, aun el más elevado, no se identificará nunca, según Kant, con la
moralidad, porque esconderá siempre en él algo de débil, impulsivo, inconstante:
«Una cierta dulzura de ánimo, que se transforma fácilmente en un cálido sentimiento
de piedad, es algo bello y amable, porque revela una benévola participación en las
vivencias de los otros ... pero este sentimiento bonancible es débil y ciego». Y la
moralidad no puede ser débil ni ciega: se basa en algo absolutamente firme: el deber.
Oh La Crítica de la razón práctica parte precisamente de la conciencia, ínsita según
Kant en todo hombre, de la moral como deber. Esta conciencia originaria y univer-
sal del deber a la que llama «hecho de razón» no entra en los esquemas de la cau-
salidad determinada estudiada por la Crítica de la razón pura: «El deber, cuando se
430 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

tiene delante el simple curso de la naturaleza, no tiene ningún sentido. No podemos


preguntar qué debe suceder, al igual que no podemos preguntar qué propiedades
debe tener el círculo: sino sólo qué sucede y qué propiedades tiene el círculo». El
deber, en efecto, implica una voluntad libre y capaz de elegir, irreductible a las rígi-
das leyes de los fenómenos naturales.
Para Kant el deber moral tiene un significado sólo en cuanto es absoluto y nece-
sario: como imperativo categórico.
Cuando se pronuncia una orden con miras a un determinado fin, esta orden no
puede ser sino un imperativo hipotético; por ejemplo, si se quiere alcanzar tal loca-
lidad debe tomarse este camino. La orden moral, que cada hombre encuentra en sí,
posee, en cambio un carácter totalmente diferente: su imperatividad en nada está_
condicionada, es válida para todos los hombres y en todas las condiciones; expresa
una voluntad «pura», o sea, no limitada empíricamente. Por eso la orden moral tomá—
el nombre de imperativo categórico. Su categoricidad es, para Kant, el punto cen-
tral de la moralidad. Implica dos consecuencias muy importantes: 1) el imperativo
moral no será formulable mediante máximas particulares, destinadas a prescribir esta
o aquella acción determinada (siempre vinculada a situaciones históricas diferentes
de individuo a individuo); 2) el imperativo moral no podrá provenir de ninguna auto-
ridad externa al hombre, porque en ese caso sería válida sólo para los individuos/
dispuestos a aceptar esta autoridad y perdería, así, su carácter universal.
La primera de las consecuencias señaladas lleva a Kant a tomar posición contra
todas las morales materiales y a tratar de expresar el imperativo categórico con una
ley exclusivamente formal, o sea, una ley que prescribe cómo debe alcanzarse la
voluntad, no qué actos individuales debe realizar. Estos son los tres conocidos enun-
ciados de Kant de la ley moral:

1) «Actúa de manera que puedas desear que la máxima de tus acciones se


vuelva universal» y cuando cumplas una determinada acción, elige para tu gula la
máxima que pueda ser transformada por ti en ley universal (no podrás, por ejemplo,
admitir como máxima moral el suicidio, porque no es universalizable).
2) «Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en ti como en los
otros, siempre también como fin y no sólo como medio», o sea, recuerda que el
hombre como racionalidad viviente es el verdadero fin de todo acto bueno (en este
enunciado es evidente la influencia de Rousseau).
3) «Actúa de manera que tu voluntad pueda instituir una legislación universal»
y haz de manera que tu actividad sea fuente de un reino de la moralidad (el «reino
de los fines») por encima del reino de la naturaleza.

El carácter universal de la voluntad moral demuestra, según Kant, que ésta es


esencialmente racionalidad. En cuanto tal, nuestro autor le atribuye en el campo prác-
tico una función análoga a la atribuida a la racionalidad en el campo teórico.
Tenemos aquí —explica muy bien P. Martinetti-8 un paralelismo no demasiado
feliz con la razón teórica que, no obstante, es fácil de comprender. Las acciones impul-
sivas pueden asimilarse a los juicios sintéticos a posteriori: mi voluntad está unida a
su objeto en este caso por una relación psicológica dada por la propia naturaleza de mi

8. Estas y otras citas de P. Martinetti proceden de la obra Kant, Bocea, Milán, 1943. La cur-
siva es nuestra.
KANT 431
sensibilidad: el impulso ciego es lo que los une. Por el contrario, las acciones dicta-
das por la razón, pero con fines egoístas (los imperativos hipotéticos) son análogas a
los juicios analíticos; hay una regla ante la mente: si quieres ser rico, debes actuár de
un modo determinado: mi voluntad afirma (o niega) la premisa: como conclusión se da
analfticamente su actitud. Sin embargo, en el acto moral mi voluntad está vinculada a
su objeto por una necesidad trascendental, que, si bien es la revelación de la unidad,
a mí se me impone sólo con un vínculo absoluto, cuya razón no reside ni en un impul-
so ni en una regla concyeta, sino en una forrna, en una unidad a priori. Por eso Kant
la asimila a una síntesis a priori.

También el reconocimiento de que el imperativo moral, siendo categórico, no


puede depender de nada externo al hombre, posee en la concepción de Kant la ma-
' yor importancia. Expresa la plena y total autonomía de la moral, y esta autonomía
revela la presencia en cada uno de nosotros de algo absoluto, íntimamente vincula-
do a nuestro ser. En otros términos: el hombre, estando sometido a la ley moral
autónoma, no puede reducirse a un ser meramente empírico; debe resultar algo más,
o sea, un ser intrínsecamente libre. El hombre que se decide, en obediencia a la ley
moral, a realizar una acción determinada, sabe que, por más que su decisión pueda
ser explicada de modo naturalista por medio de causas psicológicas, la verdadera
esencia del acto rnismo no reside en esta concatenación causal, sino en una espon-
taneidad que actúa desde lo profundo de su ser. Es, en resumen, un ser que pprtl-
nece a dos mundos: al sensible y al inteligible; como perteneciente al primero, está
sometido a la concatenación causal, en cuanto perteneciente al segundo, es esen-
cialmente libre. Esta libertad se manifiesta precisamente en la obediencia a la ley
moral en tanto que imperativo categórico.
Es evidente que con estas afirmaciones Kant abre de nuevo a la metafísica, de
forma práctica, la puerta que le había cerrado en el plano teórico. Será una metafí-
sica nueva, exclusivamente moral, pero mucho más sólida que la teórica, en tanto
que es ajena —por su propia estructura— a todas las tradicionales polémicas surgi-
das en torno a la metafísica dogmática.
Estamos ahora en grado de explicar el concepto de «sumo bien» y los «postula-
dos de la razón práctica» que de éste derivan.
La expresión «sumo bien» puede tener, según Kant, dos sentidos diferentes: el
de bien más alto y el de bien más completo. El primero consiste en la ley moral. El
segundo, por su parte, debe comprender algo más, es decir: la virtud como condición
primera y la felicidad como consecuencia necesaria. Las condiciones para realizar-
lo son, por tanto, dos: 1) la continuación hasta el infinito de la existencia humana,
es decir, la inmortalidad del individuo, a fin de que éste pueda aproximarse progre-
sivamente a la santidad; 2) la perfecta proporcionalidad entre virtud y felicidad, y la
existencia de un ser divino capaz de llevar a actualización esta proporcionalidad.
La exigencia del sumo bien y la experiencia de la libertad de que hemos acaba-
do de hablar conducen al hombre a formular algunas afirmaciones que Kant llama
«postulados de la razón práctica». En analogía a las ideas de la razón pura, también
los postulados son tres, en concreto: el postulado de la inmortalidad del alma, el de
la libertad y el de la existencia de Dios.
A diferencia de las ideas, los postulados de la razón práctica no son ilusorios,
sino que, por el contrario, constituyen, según Kant, un sólido punto de llegada de la
filosofía. Se trata de determinaciones de la realidad que, si bien resultan inciertas
432 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

desde el punto de vista objetivo, tienen un valor firme desde el, punto de vista sub-
jetivo. En otros términos: consideradas como afirmaciones teóricas, nos proporcio-
nan sólo representaciones impropias, simbólicas de la realidad y no son en modo
alguno demostrables. Consideradas como actos de fe, tienen un gran valor práctico,,
expresan corolarios de la ley moral, de cuyo valor absoluto ellos también participan.
La base de los postulados de la razón prácticl no es un sé, sino un quiero: «quiero
que haya Dios, quiero que mi existencia en este mundo sea también una existencia
en el mundo inteligible, quiero que mi duración no tenga fin». Expresan, por tanto,
un conocimiento meramente analógico y no podrán convertirse en un verdadero
saber: tampoco podrán ser sacudidos por progreso alguno del saber científico. Por
todo ello, ofrecerán siempre una guía segura para la conducta práctica.
No hay que creer que, si la inmortalidad del alma y la existencia de Dios fueran
verdades absolutamente ciertas desde el punto de vista subjetivo, podrían ofrecernos
una guía más segura para nuestra conducta moral. Por el contrario, acabarían por
hacer no más sólida, sino imposible cualquier moralidad.
Si nosotros —escribe de nuevo P. Martinetti— tuviéramos delante a Dios y la eter-
nidad en toda su terrible majestad, no tendríamos ningún mérito al obrar bien: todos los
hombres obrarían bien, pero por miedo y por esperanza, no por sentido del deber. El
mundo se transformaría, pues, exteriormente, en un reino de la moralidad, pero la mora-
lidad habría desaparecido ... Lo que constituye el mérito de nuestra vida moral es que
operamos por reverencia a una ley que sentimos en nosotros y cuyo valor reconocemos,
sin que dicha ley esté apoyada en conocimiento alguno de la naturaleza de las cosas.

8. LA «CRITICA DEL JUICIO»

En la terminología de la tercera crítica, la palabra juicio indica una facultad dife-


rente de la indicada con el mismo nombre en la primera Crítica. Sabemos que Kant
identifica el «pensar» con el «juzgar»; distingue, además, dos tipos de juicio: el pri-
mero —juicio determinante— es propio de la actividad cognoscitiva (estudiado en
la Crítica de la razón pura), donde ejerce la función de someter lo múltiple, ofrecido
por la intuición, a las categorías del intelecto; el segundo —juicio reflexivo (tratado
por la Crítica del juicio)— no presupone lo universal (como ocurre en el caso del
juicio determinante, que presupone las categorías), sino que lo busca procediendo de
la experiencia y reflexionando acerca de la misma, con base en la idea de que hay
una unidad de las cosas de la naturaleza y que ésta concuerda con lo universal. El
juicio reflexivo no puede tener valor para la facultad cognoscitiva, porque se sustrae
a las leyes rigurosas fijadas por la Crítica de la razón pura y apela a ideas de la
razón, sobre todo a la idea de fin; expresa, no obstante, una regla subjetiva: la idea
de establecer un acuerdo entre lo sensible y lo racional.
Por su carácter de exigencia, el juicio reflexivo es planteado por Kant en relación
con el sentimiento (mientras, como sabemos, el conocimiento se presenta en rela-
ción con el intelecto y la razón con la voluntad); éste aparece como una figura inter-
media entre intelecto y razón. Y como verdad, Kant le atribuye la difícil tarea de
establecer el puente entre el mundo natural, conocido —es más, construido por el
intelecto—, y el mundo de la libertad, revelado por la voluntad. La Crítica del jui-
cio pretende superar el evidente dualismo aparecido entre los resultados de la Críti-
ca de la razón pura y los de la Crítica de la razón práctica:
KANT 433

Aunque haya un inconmensurable abismo entre elidominio del concepto de la


naturaleza o lo sensible, y el dominio del concepto,de la libertad o lo suprasensible, de
tal modo que ningún pasaje es posible del primero al segundo (mediante el uso teoré-
tico de la razón), como si fueran dos mundos tan diferentes que uno no puede tener
influencia alguna sobre el otro; sin embargo, el segundo debe tener alguna influencia
sobre el primero, es decir, el concepto de la libertad debe realizar en el mundo sensi-
ble el objetivo planteado mediante sus leyes, y su naturaleza debe, por tanto, poder ser
pensada de tal modo que la conformidad a las leyes, que constituyen su forma, pueda,
al menos, concordar con la posibilidad de los fines, que en ella tienen que ejecutarse
según las leyes de la libertad.

La Crítica del juicio distingue dos formas de juicio reflexivo: juicio estético y
juicio teleológico.
Mientras los filósofos intelectualistas, como A. Baumgarten (cf. § 1 de este capí-
tulo), consideraban que el conocimiento de lo bello pertenecía a la esfera del cono-
cimiento sensible y, en consecuencia, lo consideraban una forma confusa de belleza,
Kant refuta dicha afirmación porque, al vincular lo bello con la sensibilidad, impide
que el juicio estético así formado sea aceptado universalmente y resulte sintético
a priori. Aun negando que el conocimiento de la belleza tenga un carácter objetivo,
la libera de cualquier elemento sensible, haciéndola derivar de dos facultades cog-
noscitivas, la imaginación y el intelecto, y haciendo que consista en el libre juego de
la primera con el segundo.
El juicio estético nos permite captar, según Kant, lo bello y lo sublime. El hom-
bre percibe lo bello cuando el objeto sensible sobre el que se proyecta se presenta de
acuerdo con su exigencia de libertad. Entonces surge en él una viva complacencia:
eso es la reverberación de este libre y feliz encuentro de lo sensible con lo racional.
Contrariamente al placer, vinculado a la real existencia del objeto que nos gusta,
el sentimiento suscitado por la belleza prescinde de la manera más completa de la
realidad. Se presenta, análogamente, independiente de toda consideración de utilidad
y moralidad. Depende solamente de la imaginación, la cual, sin seguir regla alguna y
sin ser solicitada por ningún placer, que, como tal, es siempre —según las premisas
de la filosofía kantiana— de origen sensible, crea libremente sus representaciones.9
Esta libre expansión del yo es una prueba de su capacidad de afirmarse más allá de
cualquier límite objetivo. Las representaciones así creadas, en efecto, pueden estar
en concordancia con el intelecto, y de la armonía de estas facultades (imaginación
e intelecto) nace el sentimiento de la belleza: es decir, el sentimiento, aprehendido
de forma inmediata y directa, de una unidad en la que el intelecto y la naturaleza
pueden concordar libremente.
A pesar de esta libertad, el sentimiento estético es algo universal y necesario. Su
universalidad está conectada a la capacidad, que se le supone a todo hombre, de
situarse en una disposición sentimental desinteresada y pura. Su necesidad no es lógi-
ca, puesto que no hay reglas explícitas para el juicio estético, sino que es una «nor-
matividad sin norma»: la misma contemplación de los objetos bellos es, según Kant,

9. La imaginación debe distinguirse del esquematismo trascendental del que se habla en la


Crítica de la razón pura; esto produce, sobre la base de las sensaciones, sólo esquemas que deben
someterse a las categorías, mientras que la imaginación produce una imagen determinada, sin refe-
rencia a categorías o conceptos; si a partir de la sensación de cinco puntos pienso en un número en
general, éste es un esquema; si, en cambio, pienso en el número cinco, ésta es una imagen.
434 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

capaz de educar el gusto estético y de llevar al hombre al recyocimiento necesario


de su belleza.
Lo bello tiene un valor simbólico, lo cual acerca el juicio estético al teleológico,
haciendo del primero una premonición del segundo.

La existencia de la belleza es para iosotros —explica Martinetti— un signo de la


existencia objetiva de lo inteligible: por el sentido de lo bello, nosotros no vemos, pero
presentimos, en la realidad una finalidad interior cuyo sentido sólo encontramos en la
finalidad racional nuestra, en la vida moral. En lo bello el espíritu se siente como libe-
rado del sentido, se siente reclamado por una misteriosa intuición hacia una realidad
afín y cercana a ese ser libre que, como inteligible, es el principio de todas nuestras
aspiraciones.

Mientras en el sentimiento de lo bello se manifiesta el acuerdo entre intelecto e


imaginación, y el yo, a través del intelecto, tiende a lo inteligible, en el sentimiento
de lo sublime (que es el otro objeto del juicio estético), el yo advierte la incapaci-
dad de la realidad natural para adecuarse a las ideas de la razón: frente a la gran-
diosidad de algunos hechos (la inmensidad del mar, la profundidad de un abismo, la
impetuosa violencia de una ventisca), la imaginación advierte su impotencia para
recoger, en su totalidad, el significado profundo de esa grandiosidad, en la cual divi-
sa el dominio infinito de la idea de grandeza o de la potencia absoluta. En este sen-
tido del contraste que, obsérvese bien, es también una emoción estética, reside jus-
tamente el sentimiento de lo sublime. Mientras en lo bello el placer está vinculado
a la calidad del objeto que se representa, en lo sublime éste deriva de la cantidad ili-
mitada del objeto en cuestión. Esta puede considerarse en dos aspectos diferentes:
desde el punto de vista de extensión inmensa del objeto (sublimidad de la magnitud
o matemática), o desde el punto de vista de la potencia dispersa del objeto ante el
cual nos sentimos anulados como seres sensibles, pero enaltecidos como seres racio-
nales (sublimidad de la potencia o dinámica).
El juicio teleológico propiamente dicho nos desvela directamente —también
según Kant— la finalidad objetiva. Basándose en el sentimiento, nos hace aprehen-
der, dentro del flujo de las cosas, de la historia, de la vida, la presencia de un fin que
escapa al simple intelecto. Nos empuja por tanto a una concepción finalista de la
naturaleza, que se añade a la mecanicista y la integra; se le añade, sin embargo, sin
turbarla, porque empieza sólo donde cesa la explicación mecanicista.
La presencia de un fin en la naturaleza nos lleva poco a poco a entrever en el
mundo la expresión de una voluntad análoga a la nuestra. Realizado este paso, será
fácil convencernos de que el objetivo de dicha voluntad es el triunfo del bien que es
también finalidad de la voluntad moral. Así, el mundo de la naturaleza y el de la
libertad no aparecen ya como dos mundos antitéticos, sino como una única y mis-
ma realidad, y el problema planteado al principio del parágrafo puede considerarse
resuelto.
Se trata, como podemos ver, de una concepción verdaderamente grandiosa, que
concluye de forma perfectamente arquitectónica el complejo sistema de la filosofía
kantiana: dicha concepción, sin embargo, no podrá ampliar nuestro conocimiento
teorético, sino únicamente —y no es poco para Kant— nuestra visión práctica del
mundo.
KANT 435

9 VALORACIÓN FINAL DEL PENSAMIENTO DE KANT

Quien durante estos dos volúmenes haya seguido la presente exposición de his-
toria de la filosofía sabe que todo pensador debe ser juzgado históricamente, o sea,
por referencia a su épóca y a la situación cultural en ella dominante. Esto significa
que el valor de un filósofo o de un científico deberá buscarse no tanto en aquello en
lo que sus teorías se corresponden o no con las presentes, sino en la contribución que
supo aportar entre sus contemporáneos al progreso del pensamiento. Considerado
desde este punto de vista, Kant no puede dejar de aparecérsenos como muy grande,
en especial cuando comprobaremos, en la tercera parte, que muchas de las filosofías
más características del siglo xix se inspirarán en sus especulaciones.
Pero tratándose de un autor tan importante, cuya influencia siguió siendo muy
profunda hasta la época actual, puede resultar oportuno delinear un juicio de otro
tipo —más teorético que histórico—, sobre todo para inducir al lector a reflexionar
con seriedad sobre los temas tratados y para recordarle que éstos constituyen pro-
blemas muy importantes en torno a los cuales aún hoy gira con empeño la investi-
gación científica.
Muchos han sido los filósofos en el siglo pasado y a comienzos del actual que
consideraron la concepción trascendental de Kant como la vía regia de todo pensa-
miento moderno; otros, en cambio, consideraron que a pesar de su profundidad, había
perdido gran parte de su valor y se revelaba, en varios aspectos, inadecuada para
afrontar y resolver los problemas filosóficos, científicos, éticos, políticos, de la
nera en que éstos han ido madurando en nuestra civilización. El autor del presente
manual (que se coloca en esta última categoría) ve un especial contraste entre la exi-
gencia actual de realizar investigaciones lo más concretas y determinadas posible y
la excesiva preocupación sistemática de Kant: y es este contraste el que a menudo lo
hace aparecer menos vivo y abierto que otros pensadores de la Ilustración.
Pero esto no significa que la herencia dejada por Kant deba ser desvalorizada.
Por el contrario, hay que reconocer que su sistema representa uno de los más genia-
les esfuerzos realizados por el pensamiento humano para resolver los máximos pro-
blemas de la filosofía, y que la seriedad que lo anima constituye aún hoy uno de los
modelos más instructivos para cualquier estudioso. Lo importante es no hacer un
mito de Kant, sino tener muy presente que la verdadera grandeza de la razón huma-
na consiste en saber someter a un examen sin prejuicios todas las construcciones
propias, incluidas las que tienen la seriedad y la coherencia de la filosofía de Kant.
Establecida esta premisa general, el método más idóneo para determinar el valor
de la herencia kantiana parece ser el de hacer un rápido recorrido por los puntos
más característicos del pensamiento de nuestro autor, señalando con franca sinceri-
dad lo que en ellos nos parece, según los casos, más vivo o más caduco.
Sobre la importancia de la llamada «revolución copernicana» ya nos hemos dete-
nido en el § 4; baste con agregar que hoy ha perdido parte de su valor, en cuanto la
crítica moderna pone en duda la existencia misma de los juicios sintéticos a priori.
En efecto, se suele considerar que las proposiciones de la matemática pura deben
interpretarse no como verdaderos conocimientos extensivos de valor universal y nece-
sario, como pensaba Kant, sino como juicios analíticos, tal como los consideraba
Leibniz, o como convenciones, según el parecer de Hume. En cuanto a las proposi-
ciones físicas se prefiere interpretarlas como garantizadas por el experimento (aunque
436 DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

sea dentro de los límites que van modificándose) en vez de como categorías a priori
del pensamiento, según quería Kant.
Las argumentaciones de la Dialéctica en cambio resultan de rica modernidad,
tanto por la nítida distancia que ponen entre ciencia y metafísica por una parte, y
ciencia y religión por otra, como por el rigor con el que indagan las implicaciones
de las más diferentes hipótesis (sobre la finitud o infinitud del mundo, la divisibilidad
de la materia, etc.), sin retroceder frente las más aventuradas conclusiones. El escep-
ticismo de una parte de la filosofía moderna ejerció sin duda una influencia sobre la
Dialéctica kantiana, pero el espíritu que anima a ésta es del todo diferente: ya no es
escéptico sino conscientemente crítico.
Como ya señalamos al final del § 5, la teoría del yo pienso constituye el punto
de partida de las filosofías idealistas del siglo xIx. La novedad de esa teoría kantia-
na —que sin duda tiene no pocos antecedentes pero que en él alcanza por primera
vez una perfecta claridad— consiste sobre todo en lo siguiente: nos presenta el yo
no como substancia sino como función en acto; en otros términos: el pensamiento
no resulta según ella un atributo del sujeto, sino que se identifica con el sujeto mis-
mo. Esta concepción no substancialista del yo hoy es aceptadg por muchas filoso-
fías, incluidas filosofías no idealistas.
La importancia de la ética de Kant se debe sobre todo al admirable rigor con el
que sacó a la luz la absoluta autonomía de la moral frente a la teoría del conoci-
miento y a la religión. En cuanto a la interpretación del imperativo categórico como
revelación de una realidad sobreempírica (el mundo de la libertad), es obvio que
posee un claro carácter platónico, y hasta puede ser considerada como una de las
más refinadas formas modernas de «platonismo ético». Como tal, ha sido y es enér-
gicamente combatida por todos los sostenedores de una ética vinculada al mundo de
la experiencia y de la historia.
La teoría de los postulados de la razón práctica presenta, a pesar de su indiscu-
tible fascinación, muchos aspectos imprecisos y oscuros. Considerados como prue-
bas (no teoréticas) de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios, los pos-
tulados de Kant han sido considerados absolutamente insuficientes tanto por los
negadores de la trascendencia como por sus sostenedores (en particular los filósofos
católicos).
La Crítica del juicio constituye un notable esfuerzo para revalorizar, en su lugar
apropiado, los datos del sentimiento no tomados en consideración por las otras Crí-
ticas, y para presentar en forma nueva la antigua concepción finalista del universo,
haciéndola compatible con la ciencia moderna. Ya sabemos que un esfuerzo análogo
lo había realizado Leibniz, aunque con argumentos radicalmente distintos. La con-
cepción del finalismo proyectada por Kant está tan vinculada con todo el resto de su
filosofía que no puede ser acogida, ni total ni parcialmente, por quien no acepte de
manera íntegra su concepción del mundo de la naturaleza y del de la libertad. Con
el descubrimiento, luego, del juicio estético, ha afirmado la subjetividad de lo bello,
emancipando la actividad estética de los presupuestos del sensualismo y del empi-
rismo y abriendo de esta manera nuevos caminos a la investigación sobre la esencia
y sobre los caracteres del hecho artístico; también en este campo Kant se nos pre-
senta como el precursor o, aún mejor, el iniciador de un nuevo período de la vida del
pensamiento.
En lo que concierne a las relaciones entre desarrollo de la filosofía y desarrollo
de la ciencia, merece ser señalada sobre todo la característica diversidad entre la
KANT 437

posición de Kant y las de Descartes y de Newton. Para Descartes, la ciencia de


la naturaleza (o sea, el gran descubrimiento qrie deja como herencia el Renacimiento
a la Edad Moderna) no podía sostenerse por sí misma sin apelar a la metafísica; por
eso construye una rigurosa metafílica, capaz de justificar la interpretación mecani-
cista de la res extensa. Para Newy, por el contrario, la física era no sólo indepen-
diente de cualquier metafísica, sino idónea en sí misma para ofrecer el único punto
de partida verdaderamente sólido desde donde alcanzar una concepción racional de
Dios y del universo. Otra cosa muy diferente es para Kant la relación entre física y
metafísica: la ciencia de la naturaleza no necesita de la metafísica ni la metafísica
tiene que apoyarse en modo alguno en la ciencia.
A partir de su primera obra de 1755, y hasta la conclusión de las tres Críticas,
Kant siempre sostuvo, de manera cada vez más clara y consciente, que la física debe
ser tratada de manera exclusivamente naturalista sin referencia alguna a realidades
que no pertenezcan al mundo de la naturaleza. La metafísica y la religión, a su vez,
deben ser conservadas, deben construirse sobre bases inequívocamente diferentes de
la ciencia y no pueden de manera alguna interferir con el conocimiento exacto de la
naturaleza. Todo acercamiento entre física y metafísica no puede, pues, ser sino per-
nicioso para ambas.
Nos encontramos frente a uno de los más notables resultados del pensamiento
kantiano: se trata del primer reconocimiento explícito y filosóficamente consciente
de la absoluta autonomía de la investigacón científica. Constituirá una sólida refe-
rencia para todo el desarrollo posterior del pensamiento, tanto filosófico como cien-
tífico, y aún hoy posee un valor fundamental para todo investigador serio. A la filo-
sofía le quedará una nueva tarea: no ya la de ofrecer las bases últimas a la ciencia
ni la de recabar de la ciencia alguna sugerencia metafísica, sino la de reflexionar
con el máximo rigor crítico sobre el trabajo científico, con el fin de hacer al hom-
bre cada vez más consciente de los métodos concretos con los que actúa la investi-
gación racional.

También podría gustarte