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KANT
1. LA ILUSTRACIÓN ALEMANA
1. Esta rama de la filosofía, como se señala en la tercera parte, tendrá una importancia fun-
damental en los siglos xix y xx.
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dos los mismos ilustrados, Lessing sostiene que más importante que la posesión de
la verdad, «que hace al hombre inerte, perezoso, soberbio» es para nosotros el
esfuerzo de buscarla, esfuerzo que «consiste siempre la mayor perfección del hom-
bre». La posesión de la verdad eterna corresponde sólo a Dios: al hombre en cam-
bio, que trabaja en el tiempo, corresponden las conquistas parciales y limitadas, la
continua búsqueda, la tendencia a lo tterno. Atribuir al hombre la capacidad de
alcanzar la verdad absoluta equivaldría a reconocerle la absurda posibilidad de salir
de la historia.
La filosofía de Herder, aun siendo afín en muchos aspectos con la de Lessing,
permite que el pensamiento alemán dé otro paso hacia las más características posi-
ciones románticas: exaltación de la poesía, de la religión, del misticismo. La reli-
gión es para él la primera forma de cultura espiritual; el sentimiento religioso es lo
que eleva al hombre por encima de los animales. La razón, en cambio, no constituye
algo original en el desarrollo del hombre, sino sólo algo adquirido, y por lo tanto no
puede prescindir de la tradición y del lenguaje.
Herder concibe la historia, como ya lo habían hecho Lessing y Vico, como rea-
lización de un vasto proyecto divino para la éducación de la humanidad. Pero insis-
te de manera muy particular en el tema de la unidad, tanto dentro de la historia
como dentro de la misma naturaleza (más o menos abiertamente identificado con
Dios); es significativa, a este respecto, la vivísima simpatía de Herder por Spinoza,
al que exalta como el filósofo más consecuente. También es notable su posición con
respecto a las iglesias cristianas oficiales, en las que no ve más que un monstruoso
anticristianismo.
Y por fin debe señalarse —junto con el movimiento prerromántico-- la difusión
en Alemania, durante la segunda mitad del siglo xvm, de una interesantísima filo-
sofía «popular» hecha de diálogos y ensayos, dirigidos a debatir con simplicidad
problemas concretos de la vida humana: cuestiones religiosas y morales, históricas
y polfticas. El exponente más típico de esta orientación fue Moisés Mendelssohn
(1729-1786), cuyo pensamiento no escapa a los característicos temas de la Ilustra-
ción europea. Se le debe una vivaz y elegante exposición de la doctrina de la reli-
gión natural.
3. El pietismo fue una corriente religiosa que se formó en el seno del protestantismo en la
segunda mitad del siglo xvii, en Holanda primero y luego en Alemania. Desarrolló sobre todo en el
campo de la educación popular algunos temas rnísticos de Jakob (m. 1624) y recibió impulso,
en sentido supraconfesional, de los horrores de la guerra de los Treinta Arios. El pietismo resuelve la
fe en enfoques subjetivos (como el «arrepentimiento», el «despertar interior») y acentúa el valor del
sentimiento y de la acción favoreciendo un ejercicio riguroso y severo de la vida moral.
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4. En el aspecto teórico, no sólo en el técnico, Laplace seguirá siendo inferior a Kant porque
aplicará esa hipótesis sólo a la explicación del origen del sistema solar, mientras que Kant había
tratado de explicar con ella el origen de la nebulosa del caos inicial.
5. Criticar —del griego krino, 'separo, juzgo'— significa, en la terminología kantiana, pro-
nunciar un juicio que determine la legitimidad o ilegitimidad de una pretensión.
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miseria cada vez mayor que deriva de las continuas guerras la que demostrará
la ventaja común de renunciar definitivamente a ellas.
Aunque está convencido de la necesidad d,e este camino de la humanidad hacia
la paz, Kant no renuncia, sin embargo, a buscár los medios para acelerarlo y consi-
dera que los encuentra en la transformación, deseada por los mayores ilustrados, del
régimen despótico en régimen democrático: «Si se requiere la adhesión de los ciu-
dadanos para decidir si una guerra debe o no hacerse, nada hay más natural que ellos
reflexionen muy bien antes de emprender un juego tan peligroso, porque deberán asu-
mir en ellos mismos todas las calamidades de la guerra; ... mientras que en un Esta-
do donde el súbdito no es ciudadano, decidir una guerra es lo más simple del mundo».
A partir de 1796 se dedicó finalmente a una nueva obra sistemática que debió
llevar como título Transición de los principios metafísicos de la ciencia natural a la
física. Aunque había delineado muchos proyectos, no logró llevarla a término y dejó
sólo algunos fragmentos que constituyen su Opus postumum.
Murió en 1804, cuando su inteligencia ya había fatalmente declinado.
limitarnos, con mayor modestia, a poner en claro sus efectivas pero no simples vincu-
laciones con el pensamiento filosófico y científico que había madurado inmediata-
mente antes de él.
s Con este fin, resulta evidente que el problema más importante que debe exami-
narse será el de las relaciones entre Kant y la Ilustración. Son ya suficientes las
obras menores para demostrar la permanencia de varios temas de la Ilustración en
Kant; las obras mayores nos dirán hasta qué punto se extiende en su pensamiento
ese componente ilustrado.
El primer hecho que llama la atención es el gran interés de Kant por los pro-
blemas físico-astronómicos que desde Newton en adelante habían tenido un peso
predominante en toda la Ilustración. Pero, como hemos visto en el parágrafo prece-
dente, Kant tiende decididamente en su obra de 1755 a desarrollar la concepción
newtoniana en el sentido de un naturalismo cada vez más integral. Ahora bien, hay
que puntualizar que esta tendencia lo acerca no sólo a la Ilustración en general, sino
a la orientación de Buffon y de los más radicales materialistas que derivan de él. Es
verdad que Kant en sus obras mayores buscará un camino para superar la experien-
cia; pero el hecho es que este camino lo encontrará fuera del ámbito del conoci-
miento científico y que, viceversa, sostendrá siempre el carácter exclusivamente
naturalista de toda la ciencia.
También la obra La religión dentro de los límites de la mera razón recrea de
manera evidente algunos motivos presentes en toda la Ilustración. Lo que no signifi-
ca, por supuesto, que Kant se límite a justificar la religión con los viejos argumentos
deístas; significa que hereda del deísmo el fundamental problema de descubrir, a tra-
vés de la filosofía, una justificación de la religión capaz de garantizarla contra todas
las degeneraciones supersticiosas.
En cuanto al escrito Para la paz perpetua, está claro que se inserta de manera
directa en la gran corriente filosófico-política del siglo xvitt, dirigida a concretar un
nuevo tipo de sociedad entre los hombres, más racional y civilizada que la de épo-
cas anteriores. Pero Kant no se limita a repetir la posición de los ilustrados: subra-
ya, en efecto, a diferencia de éstos, la neta distinción entre esfera de la moralidad y
esfera de la socialidad, llegando a admitir que la organización social puede expli-
carse por el puro juego de los egoísmos. Es obvio, sin embargo, que conserva un
enfoque que es inequívocamente el de la Ilustración sobre todo cuando sostiene con
apasionada fuerza la posibilidad de actuar sobre el curso de la historia para acelerar
su desarrollo hacia formas de gobierno más libres y por lo tanto más pacíficas.
Si se pasa finalmente a la parte más característica del pensamiento de Kant, hay
que reconocer que el mismo planteo crítico de su filosofía lleva con toda claridad la
impronta de la Ilustración, o sea, refleja, aun en forma original, la fundamental exi-
gencia de someter todo a la razón. Si bien es verdad, en efecto, que Kant rechaza,
con su criticismo, la pretensión de ciertos racionalistas dogmáticos de que todo es
accesible a la razón, también es verdad —como escribe muy bien Piero Martinetti—
que acepta íntegramente «la gran conquista del siglo xvin ... de que todo lo deba
decidir la razón, incluso sus propios límites y la posibilidad de ésta de conducirnos
hasta cierto punto, más allá del cual termina para nosotros la posibilidad de juzgar
y de conocer. Pero en todo lo que existe en el campo de nuestro conocimiento es
necesario que la razón refleje su luz: que todo sea aclarado, discernido, juzgado por
la razón».
En conclusión: sería inexacto afirmar que Kant se queda sólo en las posiciones
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de la Ilustración, pero sí es verdad que parte de ellas para superarlas. Su avance más
allá de la Ilustración no significa contraponerle desde fuera alguna instancia absolu-
tamente antitética, sino desarrollar con genialidad los gérmenes más vivos y pro-
fündos del movimiento ilustrado.
•
4. LA REVOLUCIÓN COPERNICANA DE KANT
6. Es interesante observar que los característicos ejemplos, dados por Kant, de juicios analí-
ticos y de juicios sintéticos están extraídos de la matemática y de la física. Esto demuestra que él
tiene expresamente en cuenta las dos orientaciones (a las que aludimos al comienzo del § 3) de la
filosofía moderna en la explicación del conocimiento: orientada una por el método de los matemá-
ticos y la otra por el de los físicos. Pero será necesario, según Kant, encontrar el camino para vincu-
lar también la matemática a la sensibilidad y también la física a la racionalidad.
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7. Todo lo explicado hasta ahora marca claramente la diferencia entre el a priori de Kant y
las ideas innatas de la filosofía precedente. Éstas son ideas que la mente descubre en sí, perfecta-
mente completas en forma y en contenido, y que por lo tanto constituyen objeto de verdadero cono-
cimiento. El a priori de Kant, en cambio, es sólo forma y como tal no puede constituir un objeto de
conocimiento: es un instrumento indispensable para conocer la experiencia, en cuanto opera la sín-
tesis de los datos.
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6. LA «DIALÉCTICA TRASCENDENTAL»
de él tan rigurosa como la ciencia del mundo fenoménico. Esa pretensión carece
intrínsecamente de fundamento, y lo confirma la solución misma de las búsquedas
realizadas a través de los siglos por los filósofos; en verdad éstos nunca dieron lugar
a un sistema durable, es decir, a conocimiento alguno provisto de una solidez paran-
gonable a la de la matemática y de la física. Al denunciar este fracaso, Kant se pro-
pone algo más: se propole la tarea de indagar los orígenes mismos de la necesidad
metafísica, y de aclarar, a través de esas investigaciones, el carácter necesariamente
engañoso (o sea, sofístico, «dialéctico») de las pretendidas metafísicas. Ésta es la
tarea de la «Dialéctica trascendental».
Ya conocemos el significado que corresponde, en la filosofía de Kant, a los tér-
minos «intuición» e «intelecto»; ahora debemos aclarar el del término «razón» en
sentido estricto. Mientras que la inteligencia es la facultad que une entre ellas a las
intuiciones mediante los conceptos, la razón en cambio es la facultad que tiende a
organizar en un sistema único los conceptos elaborados por el intelecto.
Para llevar a término este programa unificador, la razón necesita principios supre-
mos y absolutos, y crea con tal fin las ideas, o sea, los conceptos que deberán refle-
jar en ellos las determinaciones últimas del nóumeno (pensado como condición real
del mundo fenoménico). Ya sabemos que el nóumeno escapa fatalmente a cualquier
directa determinación, y entonces la razón debe tratar de resolver el problema conci-
biendo el nóumeno como «la experiencia en su cumplida y perfecta totalidad». Pero
esta última no es experimentable (la totalidad de la experiencia real y posible es, en
efecto, algo no empírico), y en definitiva hay que reconocer que es absolutamente
imposible encontrar -algun contenido que pueda hacerse corresponder a las ideas.
De esto se concluye que las ideas son sólo exigencias, necesarias, eso sí, pero
privadas de contenido. Considerarlas como objetos posibles de la ciencia es, pues,
un gravísimo error: es la fuente de ese vano espejismo que aparece en la base de
toda metafísica.
Las ideas de la razón son tres: psicológica, cosmológica y teológica. Con la pri-
mera (idea del alma) buscamos un conocimiento realizado y perfecto de la expe-
riencia interior; con la segunda (ideal del mundo) buscamos un conocimiento reali-
zado y perfecto de la experiencia exterior; con la tercera (idea de Dios) buscamos un
conocimiento realizado y perfecto de todas las cosas que existen, fenoménicas o no.
Las, ciencias que la ilusión metafísica pretendería basar en las tres ideas señaladas
son: la psicología racional, la cosmología racional y la teología racional.
Las páginas dedicadas al examen de estas pretendidas ciencias son de las más
vivas e interesantes de la Crítica de la razón pura. Resumen los principales temas
de las grandes construcciones metafísicas anteriores a Kant y las disuelven una a
una con agudeza y finura verdaderamente increíbles.
Los argumentos sofísticos en los que se basa la psicología racional son llamados
garalogismos», su error consiste en transformar la función unificadora del yo pien-
so en entidad simple e inmortal. La psicología como ciencia tiene, según Kant, ca-
rácter exclusivamente empírico y por lo tanto nada puede enseñarnos que trascienda
la experiencia; en particular no nos autoriza a transformar la distinción entre fenó-
menos corpóreos y fenómenos espirituales en distinción entre dos substancias.
Para demoler la cosmología racional, Kant demuestra que ésta choca con una
serie de antinomias no resolubles. Cada antinomia consiste en una tesis y en una antí-
tesis contradictorias entre ellas, provistas ambas de igual legitimidad:
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Primera antinomia
Tesis: El mundo se inició en el tiempo y tiene un límite en el espacio.
Antítesis: El mundo es eterno e infinito:
Segunda antinomia
Tesis: El mundo consta de átomos indivisibles.
Antítesis: El mundo es divisible al infinito.
Tercera antinomia
Tesis: Existe una causalidad libre junto a la causalidad natural.
Antítesis: Existe sólo la causalidad natural.
Cuarta antinomia
Tesis: Hay algo absolutamente necesario que es la base de los seres condicionados.
Antítesis: No existe nada absolutamente necesario, sino que todo ser está condi-
cionado.
7. LA ÉTICA
Como hemos señalado, la Crítica de la razón pura fue escrita bajo la evidente
influencia de Hume, cuyas sutiles argumentaciones siempre están presentes en el pen-
samiento de Kant tanto cuando las acepta en todo o en parte, como cuando intenta
encontrarles una adecuada respuesta; de manera análoga, podemos encontrar en la Crí-
tica de la razón práctica una viva y profunda influencia de la ética de Rousseau.
Abandonada bastante pronto la posición dogmática de Wolff, según la cual la
vida moral resultaría basada en preceptos de la razón, Kant se sintió atraído duran-
te cierto tiempo por las posiciones de los sentimentalistas ingleses. Pero tampoco
esta orientación logró contentarlo plenamente, ya fuera por la insuficiencia del méto-
do de investigación practicado por los ingleses, que a menudo se reducía a un mero
análisis psicológico, o por su excesivo optimismo que no les permitía ver uno de los
caracteres más importantes del acto moral: la obligatoriedad. La lectura de Rous-
seau tuvo para Kant el valor de una revelación; si bien es verdad, en efecto, que
también el ginebrino basaba la moral en el sentimiento, éste sin embargo asumía en
él un significado nuevo y seriamente comprometido: era el sentimiento de la indis-
cutible dignidad humana, ínsita en la naturaleza de cada individuo, independiente-
mente del refinamiento de su cultura y del grado de sus conocimientos científicos.
«Yo soy —escribía Kant— un estudioso y siento toda la sed de conocer que puede
sentir un hombre. Hubo una época en la que creía que esto constituía todo el valor
de la humanidad; entonces despreciaba al pueblo que es ignorante. Rousseau me
desengañó. Esa superioridad ilusoria se ha desvanecido; he aprendido que la ciencia
en sí es inútil si no sirve para valorizar la humanidad.»
Los dos caracteres ejemplificados —la independencia del acto moral respecto de
la ciencia y su irreductibilidad a sentimiento— seguirán siendo fundamentales en
toda la ética de Kant, como seguirá siendo constante su tendencia a identificar la
moralidad con el absoluto respeto a la dignidad humana.
El sentimiento, aun el más elevado, no se identificará nunca, según Kant, con la
moralidad, porque esconderá siempre en él algo de débil, impulsivo, inconstante:
«Una cierta dulzura de ánimo, que se transforma fácilmente en un cálido sentimiento
de piedad, es algo bello y amable, porque revela una benévola participación en las
vivencias de los otros ... pero este sentimiento bonancible es débil y ciego». Y la
moralidad no puede ser débil ni ciega: se basa en algo absolutamente firme: el deber.
Oh La Crítica de la razón práctica parte precisamente de la conciencia, ínsita según
Kant en todo hombre, de la moral como deber. Esta conciencia originaria y univer-
sal del deber a la que llama «hecho de razón» no entra en los esquemas de la cau-
salidad determinada estudiada por la Crítica de la razón pura: «El deber, cuando se
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8. Estas y otras citas de P. Martinetti proceden de la obra Kant, Bocea, Milán, 1943. La cur-
siva es nuestra.
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sensibilidad: el impulso ciego es lo que los une. Por el contrario, las acciones dicta-
das por la razón, pero con fines egoístas (los imperativos hipotéticos) son análogas a
los juicios analíticos; hay una regla ante la mente: si quieres ser rico, debes actuár de
un modo determinado: mi voluntad afirma (o niega) la premisa: como conclusión se da
analfticamente su actitud. Sin embargo, en el acto moral mi voluntad está vinculada a
su objeto por una necesidad trascendental, que, si bien es la revelación de la unidad,
a mí se me impone sólo con un vínculo absoluto, cuya razón no reside ni en un impul-
so ni en una regla concyeta, sino en una forrna, en una unidad a priori. Por eso Kant
la asimila a una síntesis a priori.
desde el punto de vista objetivo, tienen un valor firme desde el, punto de vista sub-
jetivo. En otros términos: consideradas como afirmaciones teóricas, nos proporcio-
nan sólo representaciones impropias, simbólicas de la realidad y no son en modo
alguno demostrables. Consideradas como actos de fe, tienen un gran valor práctico,,
expresan corolarios de la ley moral, de cuyo valor absoluto ellos también participan.
La base de los postulados de la razón prácticl no es un sé, sino un quiero: «quiero
que haya Dios, quiero que mi existencia en este mundo sea también una existencia
en el mundo inteligible, quiero que mi duración no tenga fin». Expresan, por tanto,
un conocimiento meramente analógico y no podrán convertirse en un verdadero
saber: tampoco podrán ser sacudidos por progreso alguno del saber científico. Por
todo ello, ofrecerán siempre una guía segura para la conducta práctica.
No hay que creer que, si la inmortalidad del alma y la existencia de Dios fueran
verdades absolutamente ciertas desde el punto de vista subjetivo, podrían ofrecernos
una guía más segura para nuestra conducta moral. Por el contrario, acabarían por
hacer no más sólida, sino imposible cualquier moralidad.
Si nosotros —escribe de nuevo P. Martinetti— tuviéramos delante a Dios y la eter-
nidad en toda su terrible majestad, no tendríamos ningún mérito al obrar bien: todos los
hombres obrarían bien, pero por miedo y por esperanza, no por sentido del deber. El
mundo se transformaría, pues, exteriormente, en un reino de la moralidad, pero la mora-
lidad habría desaparecido ... Lo que constituye el mérito de nuestra vida moral es que
operamos por reverencia a una ley que sentimos en nosotros y cuyo valor reconocemos,
sin que dicha ley esté apoyada en conocimiento alguno de la naturaleza de las cosas.
La Crítica del juicio distingue dos formas de juicio reflexivo: juicio estético y
juicio teleológico.
Mientras los filósofos intelectualistas, como A. Baumgarten (cf. § 1 de este capí-
tulo), consideraban que el conocimiento de lo bello pertenecía a la esfera del cono-
cimiento sensible y, en consecuencia, lo consideraban una forma confusa de belleza,
Kant refuta dicha afirmación porque, al vincular lo bello con la sensibilidad, impide
que el juicio estético así formado sea aceptado universalmente y resulte sintético
a priori. Aun negando que el conocimiento de la belleza tenga un carácter objetivo,
la libera de cualquier elemento sensible, haciéndola derivar de dos facultades cog-
noscitivas, la imaginación y el intelecto, y haciendo que consista en el libre juego de
la primera con el segundo.
El juicio estético nos permite captar, según Kant, lo bello y lo sublime. El hom-
bre percibe lo bello cuando el objeto sensible sobre el que se proyecta se presenta de
acuerdo con su exigencia de libertad. Entonces surge en él una viva complacencia:
eso es la reverberación de este libre y feliz encuentro de lo sensible con lo racional.
Contrariamente al placer, vinculado a la real existencia del objeto que nos gusta,
el sentimiento suscitado por la belleza prescinde de la manera más completa de la
realidad. Se presenta, análogamente, independiente de toda consideración de utilidad
y moralidad. Depende solamente de la imaginación, la cual, sin seguir regla alguna y
sin ser solicitada por ningún placer, que, como tal, es siempre —según las premisas
de la filosofía kantiana— de origen sensible, crea libremente sus representaciones.9
Esta libre expansión del yo es una prueba de su capacidad de afirmarse más allá de
cualquier límite objetivo. Las representaciones así creadas, en efecto, pueden estar
en concordancia con el intelecto, y de la armonía de estas facultades (imaginación
e intelecto) nace el sentimiento de la belleza: es decir, el sentimiento, aprehendido
de forma inmediata y directa, de una unidad en la que el intelecto y la naturaleza
pueden concordar libremente.
A pesar de esta libertad, el sentimiento estético es algo universal y necesario. Su
universalidad está conectada a la capacidad, que se le supone a todo hombre, de
situarse en una disposición sentimental desinteresada y pura. Su necesidad no es lógi-
ca, puesto que no hay reglas explícitas para el juicio estético, sino que es una «nor-
matividad sin norma»: la misma contemplación de los objetos bellos es, según Kant,
Quien durante estos dos volúmenes haya seguido la presente exposición de his-
toria de la filosofía sabe que todo pensador debe ser juzgado históricamente, o sea,
por referencia a su épóca y a la situación cultural en ella dominante. Esto significa
que el valor de un filósofo o de un científico deberá buscarse no tanto en aquello en
lo que sus teorías se corresponden o no con las presentes, sino en la contribución que
supo aportar entre sus contemporáneos al progreso del pensamiento. Considerado
desde este punto de vista, Kant no puede dejar de aparecérsenos como muy grande,
en especial cuando comprobaremos, en la tercera parte, que muchas de las filosofías
más características del siglo xix se inspirarán en sus especulaciones.
Pero tratándose de un autor tan importante, cuya influencia siguió siendo muy
profunda hasta la época actual, puede resultar oportuno delinear un juicio de otro
tipo —más teorético que histórico—, sobre todo para inducir al lector a reflexionar
con seriedad sobre los temas tratados y para recordarle que éstos constituyen pro-
blemas muy importantes en torno a los cuales aún hoy gira con empeño la investi-
gación científica.
Muchos han sido los filósofos en el siglo pasado y a comienzos del actual que
consideraron la concepción trascendental de Kant como la vía regia de todo pensa-
miento moderno; otros, en cambio, consideraron que a pesar de su profundidad, había
perdido gran parte de su valor y se revelaba, en varios aspectos, inadecuada para
afrontar y resolver los problemas filosóficos, científicos, éticos, políticos, de la
nera en que éstos han ido madurando en nuestra civilización. El autor del presente
manual (que se coloca en esta última categoría) ve un especial contraste entre la exi-
gencia actual de realizar investigaciones lo más concretas y determinadas posible y
la excesiva preocupación sistemática de Kant: y es este contraste el que a menudo lo
hace aparecer menos vivo y abierto que otros pensadores de la Ilustración.
Pero esto no significa que la herencia dejada por Kant deba ser desvalorizada.
Por el contrario, hay que reconocer que su sistema representa uno de los más genia-
les esfuerzos realizados por el pensamiento humano para resolver los máximos pro-
blemas de la filosofía, y que la seriedad que lo anima constituye aún hoy uno de los
modelos más instructivos para cualquier estudioso. Lo importante es no hacer un
mito de Kant, sino tener muy presente que la verdadera grandeza de la razón huma-
na consiste en saber someter a un examen sin prejuicios todas las construcciones
propias, incluidas las que tienen la seriedad y la coherencia de la filosofía de Kant.
Establecida esta premisa general, el método más idóneo para determinar el valor
de la herencia kantiana parece ser el de hacer un rápido recorrido por los puntos
más característicos del pensamiento de nuestro autor, señalando con franca sinceri-
dad lo que en ellos nos parece, según los casos, más vivo o más caduco.
Sobre la importancia de la llamada «revolución copernicana» ya nos hemos dete-
nido en el § 4; baste con agregar que hoy ha perdido parte de su valor, en cuanto la
crítica moderna pone en duda la existencia misma de los juicios sintéticos a priori.
En efecto, se suele considerar que las proposiciones de la matemática pura deben
interpretarse no como verdaderos conocimientos extensivos de valor universal y nece-
sario, como pensaba Kant, sino como juicios analíticos, tal como los consideraba
Leibniz, o como convenciones, según el parecer de Hume. En cuanto a las proposi-
ciones físicas se prefiere interpretarlas como garantizadas por el experimento (aunque
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sea dentro de los límites que van modificándose) en vez de como categorías a priori
del pensamiento, según quería Kant.
Las argumentaciones de la Dialéctica en cambio resultan de rica modernidad,
tanto por la nítida distancia que ponen entre ciencia y metafísica por una parte, y
ciencia y religión por otra, como por el rigor con el que indagan las implicaciones
de las más diferentes hipótesis (sobre la finitud o infinitud del mundo, la divisibilidad
de la materia, etc.), sin retroceder frente las más aventuradas conclusiones. El escep-
ticismo de una parte de la filosofía moderna ejerció sin duda una influencia sobre la
Dialéctica kantiana, pero el espíritu que anima a ésta es del todo diferente: ya no es
escéptico sino conscientemente crítico.
Como ya señalamos al final del § 5, la teoría del yo pienso constituye el punto
de partida de las filosofías idealistas del siglo xIx. La novedad de esa teoría kantia-
na —que sin duda tiene no pocos antecedentes pero que en él alcanza por primera
vez una perfecta claridad— consiste sobre todo en lo siguiente: nos presenta el yo
no como substancia sino como función en acto; en otros términos: el pensamiento
no resulta según ella un atributo del sujeto, sino que se identifica con el sujeto mis-
mo. Esta concepción no substancialista del yo hoy es aceptadg por muchas filoso-
fías, incluidas filosofías no idealistas.
La importancia de la ética de Kant se debe sobre todo al admirable rigor con el
que sacó a la luz la absoluta autonomía de la moral frente a la teoría del conoci-
miento y a la religión. En cuanto a la interpretación del imperativo categórico como
revelación de una realidad sobreempírica (el mundo de la libertad), es obvio que
posee un claro carácter platónico, y hasta puede ser considerada como una de las
más refinadas formas modernas de «platonismo ético». Como tal, ha sido y es enér-
gicamente combatida por todos los sostenedores de una ética vinculada al mundo de
la experiencia y de la historia.
La teoría de los postulados de la razón práctica presenta, a pesar de su indiscu-
tible fascinación, muchos aspectos imprecisos y oscuros. Considerados como prue-
bas (no teoréticas) de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios, los pos-
tulados de Kant han sido considerados absolutamente insuficientes tanto por los
negadores de la trascendencia como por sus sostenedores (en particular los filósofos
católicos).
La Crítica del juicio constituye un notable esfuerzo para revalorizar, en su lugar
apropiado, los datos del sentimiento no tomados en consideración por las otras Crí-
ticas, y para presentar en forma nueva la antigua concepción finalista del universo,
haciéndola compatible con la ciencia moderna. Ya sabemos que un esfuerzo análogo
lo había realizado Leibniz, aunque con argumentos radicalmente distintos. La con-
cepción del finalismo proyectada por Kant está tan vinculada con todo el resto de su
filosofía que no puede ser acogida, ni total ni parcialmente, por quien no acepte de
manera íntegra su concepción del mundo de la naturaleza y del de la libertad. Con
el descubrimiento, luego, del juicio estético, ha afirmado la subjetividad de lo bello,
emancipando la actividad estética de los presupuestos del sensualismo y del empi-
rismo y abriendo de esta manera nuevos caminos a la investigación sobre la esencia
y sobre los caracteres del hecho artístico; también en este campo Kant se nos pre-
senta como el precursor o, aún mejor, el iniciador de un nuevo período de la vida del
pensamiento.
En lo que concierne a las relaciones entre desarrollo de la filosofía y desarrollo
de la ciencia, merece ser señalada sobre todo la característica diversidad entre la
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