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Pallares, Jose Manuel - La Constante Sisifo
Pallares, Jose Manuel - La Constante Sisifo
Lo que no entiendo es cómo la Agencia no me advirtió que entre las prótesis era
portadora de un bloqueo cerebral: nada de sexo. Puede tener relación con esas
extrañas sectas que preconizan la condena de las mundanas miserias de la carne
pero, de ser así, no la hubiesen incluido en la lista para la misión, creo. Además
ése no es su estilo. De cualquier forma no existe excusa. Ninguna. Debieron
comunicármelo. Era un factor relevante para la misión. Dudo que tengamos
éxito. Pero hay que tener cierto estilo... aunque sólo sea para morir.
Janine. La hija del silicio. Me hubiera gustado poder cargármela pero no se tira
por la borda un plan de dos años y dieciséis meses (trabajando a quince grados
bajo cero en las estaciones científicas por debajo del cielo marciano, una especie
de amarillo rosáceo debido a la presencia en suspensión de finas partículas
oxidadas) de camuflaje en Marte tan fácilmente. Dieciséis meses malviviendo en
el maldito planeta rojo, trabajando en mil sucias tareas, rodeado de inepcia,
quistándome la amistad de los jefes de las estaciones con sobornos
consiguiéndoles drogas y putas, acumulando inquina con la única misión de
poder introducirnos como grupo en la tripulación de la Renania sin despertar las
sospechas de los amarillos.
"Un hombre que engaña a su mujer tantas veces sin ser descubierto está
capacitado para capitanear esta misión" me dijeron. Cabrones. Nunca me he
casado. Esto es lo más grande en lo que me han involucrado nunca. El futuro de
la humanidad, cómo se construya y sobre todo quién la construya se va a decidir
en tres horas. Todo Occidente mira con avidez hacia aquí. Si fallo, el lío que les
espera será inmenso. Que me hayan forzado a venir no me salvará. Que me
hayan impuesto el plan, innecesario e incoherente, no me ayudará en absoluto.
Si meto la pata, si nuestros temores se confirman y logran arribar a la Tierra con
el fruto de sus trabajos. Occidente va a pasarlo muy mal. Y será culpa mía.
Tienen miedo y cuando los burgueses acomodados tienen miedo son muy
peligrosos. Su cobardía inflama una desmedida crueldad. El castigo es
desproporcionadamente superior al delito. Mas no importa. Ya seré un nombre
en un expediente cifrado. Ésa será toda la herencia de mi vida.
Pensé que los árabes me encontrarían primero porque pagaban mucho y bien.
Pero no. La Agencia llegó primero. A la Agencia le gustaba mi estilo. La época
de los independientes había finalizado, me confirmaron con una afectuosa y
ovante palmadita en la espalda. Ahora que el espionaje industrial se había
tornado tan sofisticado no podría continuar salvo que trabajara para ella. Acepté.
Dinero fresco, protección, otro pasaporte, un nuevo rostro y nuevas huellas
dactilares. Casablanca, solerte, ni siquiera se dignó a bajarse del coche. Quiso
dejar claro quién dominaba la situación. Como si no lo supiera. Su perfume
francés resultaba inconfundible en medio del derroche de fragancias de la noche
caribeña. Inconfundible. Como en Viena.
Me propusieron una misión delicada para saldar nuestras cuentas. Tenía dos
opciones: aceptar o aceptar también. El encargo: secuestrar al premio Nobel
Hikimo Shimoshi. Era como matar al presidente de los Estados Unidos. Tardé
seis meses en encajar todas las piezas y un año en adiestrar al equipo. Lo logré.
Primero capturar su persona, luego saquear los ordenadores de su empresa. Allí
Janine, la virgen fría, la niña del silicio, realizó prodigios. Deshizo toda la
pantalla de Hiroshima, el ordenador más seguro del sistema solar. Hasta
entonces, claro. Me habían prometido que si salía exitoso de aquella misión
quedaría en libertad, en libertad aderezada con una impresionante cuenta
corriente en Zurich. Y me dejaron libre... hasta que se planteó este caso. Jimmy
me lo advirtió. La Agencia me tenía cogido por los huevos así que bajé la
cabeza. No acepté. Me empujaron.
A Janine no parece importarle mucho. Está cada vez más alejada de la realidad.
Su continuo rilar me preocupa. Tarde o temprano a todos los cowboys les llega
el turno. Su longevidad, tan extraordinaria como felinamente inexplicable,
comienza a dejarse sentir de un modo que me aterra. De todos modos tampoco
puedo saberlo con certeza. Nunca ha sido muy comunicativa. Para obtener los
datos de la ficha hubo que drogarla bajo el pretexto de que le iban a colocar un
nuevo dispositivo que le alargase el tiempo de reacción ante los virus
informáticos defensivos. A los cowboys cibernéticos las drogas o los chips en el
cerebro les parecen algo cotidiano. Es una vida efímera. Supongo que Janine
sigue en esto porque, como yo, no tiene a nada ni a nadie. Una huida hacia
delante. Como todos. No hay mucha gente como nosotros. En verdad que no.
Los malditos insectos infestan esta pocilga. Anderson se tomó muy en serio su
tapadera de científico. Siempre fue un tipo metódico. Cuando Janine destrozó el
laboratorio los impertinentes mosquitos se liberaron y la radiactividad parece
haber facilitado su multiplicación. Son casi una plaga bíblica.
Pero ahora la única certidumbre que existe es el cadáver del pobre Anderson en
el congelador. No está solo. Desde hace un rato tiene compañía: los tripulantes
de la Renania que no forman parte de mi grupo de infiltrados. Es algo
desagradablemente técnico, esposas e hijos los esperarán inútilmente en la
Tierra. Pero Casablanca lo dispuso así de modo tajante. Me he obligado a
envenenarlos personalmente para aferrarme a otro motivo que me obligue a
odiarla. ¿La amo todavía? Por mucho que me moleste he de admitir que sí. Los
primeros amores dan muchos dolores rezaba la canción que el viejo Díez
cantaba a la entrada del Killer Toons. Parece que han pasado mil años.
-¿Cómo sabemos que la nave sufrirá una avería? Los amarillos habrán revisado
todo un millón de veces. Son de los que no mean sin tener, al menos, un plan
alternativo.
-Colocamos un topo dentro de la nave. Provocará el fallo del sistema de
ventilación dentro de una hora y cincuenta y tres minutos. Cuando ya no puedan
regresar a Marte llamarán a casa. Somos tipos pacíficos, quién puede sospechar
de nosotros. Se verán obligados a recurrir a nosotros.
-¿Y si lo descubren?
-La hemos pringado y la Agencia nos mandará al peor rincón del universo.
-Ya estamos en él.
-Si queréis un consejo, id ahora al baño, no quiero diarreas en el momento de la
verdad, como la última vez. Os necesito en vuestros puestos.
Un coro que quejas acoge mi propuesta pero saben que tengo razón. Que
protesten lo entiendo. En esta nave hasta cagar es un asco y la comida - es un
decir- provoca disentería según con qué drogas la mezcles, porque, claro, aquí
todo el mundo se droga. La tripulación va camino de los cubículos de los
sanitarios a empotrar riñones y culo en la silla retrete y hacer fuerza sin perder el
equilibrio. El subcionador hará el resto. Un confuso barullo de risas y bromas
obscenas recorre la parte inferior de esta vieja cacerola. En gravedad cero nada
es fácil. Recuerdo los primeros pájaros que trajimos. No pudieron soportarlo. Se
chinaron y la palmaron. Carpe diem.
Desde allí podía ver la torre Eiffel. Y eso valía un precio. Mi Coca-Cola light
incrementaba su coste cada doce minutos cronometrados. Con invariable
puntualidad un hierático camarero depositaba un endeble papel de ordenador y,
en cada uno, se escondía la clave de una nueva y definitiva cita con mi cliente,
un kurdo alemán, clave para mi propósito de aquella época. Para la mayoría de
los allí presentes tan sólo se me aplicaba la tarifa por estar "disfrutando" de las
vistas confortablemente instalado dentro de un establecimiento dotado de
módulos de creación y purificación de oxígeno. Al fin y al cabo Le Style no era
un garito inmundo. Y, mientras permaneciera dentro, no necesitaba usar la
máscara filtradora. En aquella época todavía bastante incómodas y cuyos bordes
plásticos se clavaban en la piel.
Con cada recibo una clave: hora, día, ciudad. Con la uña sintética del dedo
anular bañada en anirma destruía cada conexión. Así comenzó mi viaje a Viena,
mi viaje hacia Marlene, pues tal era su nombre antes de que todos la llamásemos
Casablanca.
Sí, supongo que haría eso. Lo delataría. Eran las reglas del negocio. Jugar a dos
barajas resultaba muy complicado. Yo lo había conseguido durante algunos
años. Fracasé. No se puede engañar a todos durante todo el tiempo.
De hecho, esta locura de asaltar en pleno espacio una lanzadera extranjera, amén
de ser una locura de impredecibles consecuencias, sólo se justifica en que
tenemos un topo que nos permite localizar con exactitud los malditos bichitos.
Resulta extraño y desconcertante que un japonés colabore con nosotros. Me
pregunto cómo lo habrá conseguido Casablanca. Yo no lo habría conseguido.
-Le tiene cogido por los... -levanta una mano raudo y abre el audífono interior
instantáneamente- Están emitiendo. Ya era hora. Están emitiendo en codificado.
-Destino -exijo mientras trato de descifrar la metralla de japonés que se
desparrama a través de los altavoces del descodificador-. Destino.
-Marte. Algún sitio ubicado en el Kasei Vallis pero debe haber una de esas
tormentas de arena y hay muchas interferencias. Solicitan instrucciones ante una
importante avería en el sistema de refrigeración. No pueden repararlo. No
sospechan que se trate de un sabotaje.
-Nunca debimos permitir que los amarillos salieran al espacio -musitó Janine-,
Nunca. Son demasiado metódicos.
Pero nadie pareció oírla ante el ensordecedor griterío de júbilo con que acogió la
tripulación las prometedoras novedades. Mi atrafagado comando interrumpe su
quehacer un instante.
CAPITULO 2
Existen unos pocos hombres dotados de una visión especial. Poseen algo más
que dinero y capacidad, tienen auténtica visión de futuro. Otto von Rilke era uno
de ellos. Gracias a él y su hijo, Viena, desde principios del siglo XXII, se había
convertido en una de las capitales de silicio y del implante. La ciudad terminó
por acoger a esta nueva tribu de discretos y apacibles filibusteros que se iban a
hacer reyes en los mares del silicio. Una de las claves radicó en que se mantuvo
la palabra dada a las autoridades. Rilke lo resumía muy bien en una frase
sencilla: “no cagues donde comes”. Austria era una de las zonas del planeta con
menor índice de piratería informática. Si alguien se pasaba de listo Rilke se
enteraba y en horas desaparecía. No había preguntas.
En los años cincuenta, cuando conocí a Casablanca, esa zona de Europa apenas
había resultado afectada por las lluvias ácidas que habían asolado medio
continente. De hecho, durante gran parte del año se podía caminar por la ciudad
sin máscaras filtradoras del aire ni protectores de la piel.
¡Dios! Debía ser maravilloso vivir en los viejos tiempos, antes de que todo se
fuera definitivamente a la mierda, respirar, reír, correr al aire libre en espacios
abiertos en lugar de estar encerrados en diminutos cubículos llenos de porquería
y suciedad, atrincherados en malolientes ratoneras y llenándose de drogas para
olvidar, parapetados tras máscaras filtradoras, temiendo a los rayos ultravioleta
ahora que ya no queda casi ozono, tragando comida sintética que sabe a centeno
y plástico, soportando oxígeno viciado que hace vomitar y destroza los
pulmones.
Ahora que recuerdo mis diez días en Viena y comparo con el momento actual
veo que ni siquiera tenemos sexo, sexo real. Te conectan a una máquina de
realidad virtual y escoges tu sueño favorito, tu compañero/a favorito/a. El
cerebro experimenta una placentera ilusión que dura tanto como seas capaz de
pagar. Tengo una historia de amor que contar. No es muy original, tal vez
vulgar. Pero eso importa poco. Es auténtica, ocurrió realmente. Tal vez sea uno
de los últimos que pueda decir algo así. No es un falso recuerdo por el que he
tenido que pagar. No se trata de un implante.
Rilke padre entró sin papeles en Viena. Un neonazi holandés que huía de las
purgas de Alemania cuando fracasó la revuelta de finales del siglo pasado a la
que sólo Dios sabe porqué se unió. Cuando lo detuvieron para extraditarle le
preguntaron por su destino y él contestó con una de las pocas palabras que
conocía en alemán: MORGEN. Mañana. Han pasado treinta y siete años. Ahora
Morgen es un aislado, austero y selecto bloque de edificios a prueba de toda
amenaza donde todos los cowboys informáticos europeos acuden. El sindicato
Morgen es la organización más selecta y poderosa del planeta. Rilke hace de
intermediario. Asigna categorías y tarifas. Y se queda con la parte del león, por
supuesto. Quien parte y reparte, se queda con la mejor parte.
Burning Chrome era el único local tolerado que vendía lágrimas rojas, lágrimas
de Marte. Idóneas para el sexo si se mezclaban con cocaína. Perfectas para
acoplarse a los simuladores en el ciberespacio. Los beneficios revertían en Rilke,
claro. Un monopolio lucrativo y honrado: nunca vendía mezclas adulteradas con
otros alucinógenos. No iba a cargarse a sus clientes. Eso hubiera sido un pésimo
negocio. Rilke hijo se había convertido en el demiurgo oscuro no sólo de Viena,
sino de todo aquel que sabía moverse mínimamente en cualquier forma de
espionaje informático.
Si al llegar a esa ciudad me dirigí allí es porque no tenía un sitio mejor a dónde
ir. Conocía perfectamente las reglas, el lenguaje, los sentimientos. Era como
estar en casa. Sabes hasta dónde puedes llegar.
Nada más entrar me encontré con Rebeca Compton. Una yonqui pelirroja que, si
estaba en onda, podía burlar los más sofisticados blindajes. Pero su suerte había
cambiado, como hoy me sucede a mí. El tiempo transcurre de un modo curioso.
Tu recuerdo sobre una persona permanece invariable y constante, pero, mientras,
ella vive, gana, pierde, ríe, llora. Cambia. Luego viene el shock, cuando
confrontas pasado y presente. Vi sus ojos hundidos. Contemplé su anoréxica
expresión y comprendí. Es la trampa de la que siempre esperas escapar. Abusas
de las lágrimas rojas hasta que acabas mezclándolas con anfetaminas para volar
mejor en el universo de silicio, para conseguir mejores contratos. Pero el efecto
cada vez es menor. Usas otras drogas para mejorar tu nivel. Y, sin embargo,
trabajas cada vez peor. Te meten implantes y circuitos más potentes y dañinos en
la cabeza y resulta inútil porque las drogas lo anulan. Al final, el más elemental
sistema de seguridad de una gestoría de provincias te fríe el cerebro No importa.
Cincuenta se matarán para ocupar tu lugar. Y la vida continúa. La nuestra es una
especie ingrata. Como una familia que se odia y se ama, pero que jamás cuenta
sus bajas.
Una vez me acostumbré a las luces oscilantes, miré con detenimiento su rostro y
supe que le estaba llegando el momento final. Contemplando sus gastados ojos
sintéticos de saldo adiviné que ya ni siquiera podía venderse como caja de
seguridad de información. Nadie alquilaría sus gastados biochips por muy barato
que cobrase el servicio porque había dejado de ser segura. La desesperada locura
que asomaba ferozmente en sus pupilas espantaría a cualquier cliente. Rilke no
le daría ningún contrato por la mañana. Estaba tocando fondo. Vieja. Con sólo
veinticuatro años. La invité a una copa. Tuve que pagar yo. A ella le habían
cortado el crédito. Mal síntoma. Intentó sonreír pero sólo quedó una patética
mueca. Con su pelo naranja y verde se asemejaba más a un cadáver que a una
chica que fue lista en el mundo de los ordenadores.
Me presentó a una amiga suya. Guapa. Dulce. Poseía una hermosa sonrisa. Dijo
tener diecinueve. No parecía pertenecer al mundo de ciberespacio. Bebimos.
Recordamos los viejos tiempos cuando yo todavía estaba conectado a diario,
andando con el pelo rapado, con mi enchufe detrás de la oreja. Rapado para que
todos lo vieran. El mío era un enchufe de primera, un empalme neural
verdaderamente caro, un disco de plasticarne que me permitía el acceso cómodo
y eficiente al ciberespacio, al mundo de silicio. Después de tantos años aún
funciona. Me costó una verdadera fortuna. Recordar el pasado nos inundó de la
más tierna melancolía. Esnifamos un poco de nieve de elevada pureza.
Finalmente acabamos los tres en la habitación de mi hotel. Al día siguiente
descubrí que la amiguita era la hija de Rilke. Su unigénita.
Pero aquella misma noche, después del sexo, la imagen de Rebeca surgió frente
a la mía en el espejo. Sus ojeras quedaban tan marcadas que parecía la
encarnación de la misma muerte. Me dejó helado. Balbuceaba. Su voz,
quebrada, apenas resultaba audible en aquel minúsculo cuarto de baño en el que
apenas cabíamos los dos al mismo tiempo.
No me encuentro demasiado bien. A pesar de la tan indispensable como
rutinaria gimnasia de rigor tanto tiempo aquí arriba me está sentando
horrorosamente mal. Ya ni las drogas ayudan como al principio. A miles de
kilómetros de ninguna parte. Ha llegado el momento. La reunión definitiva, esa
que tanto gusta a los cineastas patrioteros, ha llegado al fin. La adrenalina no
fluye tan potente como debiera.
Janine aferra sus dos estuches que contienen el equipo de cowboy con férrea y
patética determinación. Es cuanto le queda. Sólo el software vale diecisiete
millones de dólares y, aunque devaluados, diecisiete millones son una pasta.
Presento al profesor Zacarías Scharporv. Con sus ojos artificiales color
frambuesa y su juventud - gastada por tanto tiempo de trabajo a gravedad cero-
habla despacio, haciendo oscilar su desgastada vestimenta científica color
azafrán. Su prestigio es tan grande como su ego. No puede regresar a la Tierra.
Se me ocurren diversas hipótesis pero ninguna me gusta. La más extendida fue
la de que se tuvo que acoger a la expedición en Marte para eludir un juicio por
violación de una de sus jóvenes alumnas. Sus piernas son esqueléticas, no hace
otro ejercicio que el de comer. En la sala se palpa la impaciencia y el
nerviosismo.
-Han descifrado sus mensajes codificados. Los analistas estiman que se hallan
en condiciones de controlarlo. Si Japón lleva a cabo su política expansionista en
el sureste asiático tiene ahora un arma devastadora que no dejaría huella alguna.
La población terrestre resultaría afectada en un período que oscila entre
cincuenta y ocho y setenta horas. Casi un noventa por ciento de los infectados
moriría.
-¿Quieren que entremos en esa nave, verdad? ¿Y cómo sabemos que no nos
vamos a infectar nosotros? ¿Han pensado en eso, boss?
-Por supuesto, Evans. La CIA y la NASA colaboran con la Agencia Europea en
esto. No han dejado cabos sueltos. Y, para su tranquilidad, los microbios viajan
aislados, sellados y congelados. No hay riesgo de contagio. El único peligro real
son los calzoncillos de Tartt –risas- Es el olor de la buena suerte.
-¿Cómo vamos a escapar, boss? ¿No pretenderá que permanezcamos aquí?
-En absoluto. Nos iremos en la lanzadera japonesa. Varios de nosotros sabemos
tripularla y leer sus códigos. Janine nos abrirá el ordenador central o yo la abriré
en canal a ella con un destornillador.
-¿Cómo es posible, Rick? Un hombre posee una barba de 15.000 pelos y tú, a
tus diecisiete años, no tienes todavía ninguno.
-Hormonas Harry, mucha pasta gastada en hormonas - sonrió mientras seguía
contemplando en el holoproyector un concurso de air-bagging. Con coches de
gasolina se lanzaban a toda velocidad contra una pared de hormigón, a mayor
velocidad más dinero. A veces aquellos viejos trastos con air-bag no
funcionaban, la mayoría se descoyuntaban en el choque, ahí estaba la gracia,
claro. Rick, el complaciente compañero de Jimmy, un homosexual poseur,
andrógino y caprichoso bebía su refresco. Siempre he sido tildado de ser frío.
Llevaba semanas sabiendo que iba a suprimirlo. No es como en los holofilms.
No hay discusiones, ni peleas. Nadie alza una pizca la voz. Nadie modifica sus
comportamientos. La muerte se acerca con una sonrisa en los labios.
-No deberías beber tanto refresco light. Rebosa ciclamato y es cancerígeno.
-Harry, es probable que seas inmortal, no conozco a nadie tan viejo como tú en
este negocio, pero déjame con mis vicios. Nadie pretende llegar a tus gloriosos
treinta y ocho.
En ese momento salió Jimmy de la ducha, con el rostro feliz, sonriente. Relajado
después de su dosis de sexo. Jimmy fue siempre un pesimista feliz. Una rara
avis. Practicar el sadomasoquismo con jovencitos no elevaba mi concepto sobre
su persona pero resultaba práctico pues mantenía su equilibrio en el ordenador.
Además, su prestigio facilitaba los contratos.
-Jimmy, ¿tienes ekaldotenima? Creo que voy a necesitar una buena dosis. He
pasado un noche horrible. Necesito un par de pastillas.
-Claro Harry -marchó sumiso hacia el baño. Deslicé el seguro y activé el arma.
El arma avanzaba con parsimonia por el carril oculto bajo la manga de mi
camisa hasta rozar la palma de mi mano. Dejar caer (fingiendo torpeza) el
cigarro sobre la alfombra es un arte. Rick centró su atención en la colilla y torció
el rictus dispuesto a recriminarme mi estupidez. La bala le perforó el cráneo y le
explotó dentro de la cavidad craneal esparciendo una generosa dosis de
casquería por toda la habitación. Entre la carne, si uno se esforzaba, podían verse
abundantes microchips. Enciendí otro cigarro. Jimmy soltó el vaso haloideo y
dejó caer las píldoras, miré al vaso que no consiguió romperse en su caída contra
el suelo. En el ciberespacio Jimmy es un seguro de vida pero en la vida real sólo
piensa con el pene. Si no me lo hubiera encontrado hace cinco años habría
muerto de pura estupidez. No te metas en lo que no puedas manejar. Esa regla
hay que respetarla siempre.
Toda información referida a aquel asunto debía ser excluida de los archivos
Morgen. No me hacía muy feliz que Rilke se enterase de mis actividades en su
amada ciudad dada su habitual tendencia a tirarte al río con unos zapatos de
hormigón bastante grandecitos. Karla me pidió un suplemento especial. Suponía
un riesgo tapar pruebas al gran sindicato. Aceptar esa cláusula cambiaba las
circunstancias. Eso aumentaba el precio, claro. En esta vida nada es gratis. Y si
lo es, no lo es, sólo lo aparenta. Acepté su precio sin regatear. Al fondo Jimmy
sollozaba como un niño.
De la funda de una mis muelas extraigo una minúscula cinta magnética envuelta
en un envolvente plástico. En ella está la clave de apertura y se la entrego a
Stevens, mi silencioso segundo, para que distribuya las armas de asalto. Sólo él
y yo sabíamos dónde se esconden. Se trata de paralizadores. No podemos asumir
el riesgo de usar armas de fuego en la lanzadera y estropear alguna prueba... y
nuestro billete de vuelta. Habrá que rematarlos en el suelo, cuando estén
indefensos. Quienes planean esto viven asépticos y felices. Pero a nosotros nos
toca cumplir. Me siento bastante despreciable.
-Harry Siegel. -me mira divertido- Nunca pensé que trabajaría con usted. El
enemigo. El chico malo que roba el honrado trabajo de los científicos.
-Bueno -respondí - para todo hay una primera vez. No soy tan borde.
-¿Códigos genéticos o aprendizaje? La eterna cuestión. Por cierto, ¿por qué se
compró un ojo de cada color?
-Iba mal de liquidez y me hacían una sustancial rebaja. Necesitaba
urgentemente otros ojos. Ya sabe, el mal del navegante.
-¿Qué es lo que tienes? ¿Un programa militar coreano? ¡Dios, me das asco! -
por el momento las cosas iban saliendo bien y el bulo de un falso programa
coreano pasado de contrabando estaba funcionando perfectamente como
tapadera- Harry, muchacho, sabes que no doy consejos pero vas a durar poco si
te empeñas en esa tarea. ¿Sabes qué protege esas investigaciones de ladrones
como nosotros?
-Una IA. La mejor, según dicen.
-Nadie ha derrotado nunca a una Inteligencia Artificial. No puede hacerse. Ya
lo hemos intentado. ¿Te crees mejor que yo?
-Sólo me alquilas el material - el tuteo suponía colocarme a su nivel y cabrearlo
un poco- y, para que no te duela la cuenta corriente, pago la prima del seguro por
si se pierde o deteriora. No te pido lo mejor, sólo algo de buena calidad. Sabes
que si no me lo alquilas a mí nadie te lo solicitará y dentro de dos años será
chatarra, es la obsolescencia tecnólogica.
-¿Por qué te acostaste con mi hija? ¿Pensaste que eso facilitaría mi decisión?
-Sé que piensas que estoy zumbado, que tengo demasiadas neuronas muertas.
Eso es cierto. Pero todavía sé que follarse a la hija del jefe no es el camino más
idóneo para conseguir un buen trato. -hice una pausa- Por si te sirve de algo te
diré que no la he contagiado nada, que pusimos los medios adecuados y que
ignoraba que se tratara de tu hija.
-Hijos. Nunca los conoces bien. Crees que sí. He tenido cientos de amantes, lo
he probado todo. Pero la pasión por tu propia carne es la más feroz. Mi hija... mi
hija.... mi dulce Marlene...
Pero fue un éxito. Y ella permaneció junto a mí. No para siempre, es lógico.
-¿No va a contármelo?
-Claro. Usted es la parte operativa, tiene derecho a saberlo. ¿Ha oído hablar del
microbiólogo Wolf Vladimir Vishniac?
-Los japoneses han desarrollado un proyecto con ese nombre pero por lo demás
ignoro quién es. En realidad, me lo contaron, pero ya lo he olvidado.
-Verá, Vishniac desarrolló lo que sus amigos llamaron la Trampa del Lobo.
Bastaba con transportar hasta Marte una pequeña ampolla de materia orgánica
nutriente, obtener una muestra de tierra de Marte para mezclarla con ella, y
observar los cambios en la turbidez del líquido a medida que los bacilos
marcianos (si los había) crecían, suponiendo que crecieran. Su punto débil
estribaba en que dependía de que a los bacilos les gustase el agua. La gran
ventaja es que no imponía condiciones a los microbios marcianos sobre lo que
debían hacer con su comida. Solamente tenían que crecer.
-¿Tuvo éxito?
-De repente el proyecto se paralizó. No le dieron explicaciones. Restricciones
presupuestarias fue la causa esgrimida.
-Hay más supongo.
-El 8 de noviembre de 1973, Vishniac, su nuevo equipo microbiológico, un
compañero geólogo y un guía de origen japonés fueron trasladados desde la
Estación de McMurdo hasta una zona próxima al Monte Balder, un valle seco de
la cordillera Asgard. Su sistemático plan consistía en implantar las pequeñas
estaciones microbiológicas que él mismo había diseñado para esa expedición en
el suelo de la Antártida y regresar un mes más tarde.
-No es que no me interese su historia pero quisiera saber porqué el contenido
del disquete es tan importante. Habla usted muy despacio.
-Vishniac regresó pasado un mes junto con su acompañante japonés para
recoger las muestras. Dieciocho horas después su cuerpo fue descubierto en la
base de un precipicio de hielo.
-¿Y su acompañante?
-Nunca fue encontrado. La CIA realizó una investigación pero es material
reservado.
-¿La CIA? ¿Por qué?
-Vishniac portaba un cuaderno marrón en el que iba anotando todo cuanto
acontecía. Había hojas arrancadas. Muy suavemente. Casi imperceptiblemente.
Sus experimentos, a dieciséis grados bajo cero, una temperatura similar a la de
Marte en verano, estaban dando frutos.
-¿Y qué tiene todo eso que ver con ese Sarao Takase?
-Takase fue compañero de Vishniac en la Universidad de Rochester.
-Pero según el disquete Takase nació en 1927.
-Yo no le he permitido leer nada.
-Coloqué una micropantalla hace unos días. He podido leer cuanto no se hallaba
cifrado.
-¿Por qué cree que viene cifrado? –responde divertido-.
-Volvamos a Takase. Nadie vive más de trescientos años. No puede ser el
mismo Takase que que se encuentra en la nave japonesa.
-Hibernación. Takase era un genio pero había nacido demasiado pronto. Su
talento se desaprovecharía por falta de medios técnicos. Había que esperar.
Aceptó ser hibernado hasta que llegara su momento.
-Hasta que... hasta que el hombre dispusiera de los medios necesarios para venir
a Marte a investigar in situ.
-¿Es imposible?
-Difícil sí. Imposible... A finales del siglo XX la nevera ya empezaba a
funcionar. . La técnica era rundimentaria: en los dos minutos que siguían a la
muerte del paciente, el cuerpo se introducía en hielo. Luego se le almacenaba en
el centro de conservación, donde se reemplazaba –progresivamente- la sangre
por una solución fisiológica que contiene un antigel a base de glicerol. Cuando
la concentración del antigel llegaba al 30 por ciento, el paciente era enfriado
durante unas diez horas hasta que su cuerpo alcanza temperatura del nitrógeno
líquido y, de esta manera, se conservaba en buen estado. Pero en 1973... ¿podían
hacerlo?
-Lo hicieron. Pero Takase no viaja en esa lanzadera. ¿Por qué habría de
hacerlo? La CIA ya lo sabe, la Agencia, no.
-¿Estoy comprendiendo bien sus palabras?
-Mire, yo soy americano pero molesto al poder por mis manifestaciones
izquierdistas y teófobas así que me dieron a elegir: Marte o la expulsión de la
Universidad. Usted no tiene patria, es un espía acabado, no se lo tome a mal,
pero es la verdad. Janine está completamente zumbada y demasiada gente quiere
su cabeza. Si repasa la tripulación con escrúpulo verá que todos estamos en la
fase terminal de nuestras carreras. Peones sacrificables. Es una trampa. El
disquete nos da instrucciones sobre cómo tenemos que comportarnos en los
próximos minutos.
- ¿El disquete? ¿Cómo es eso posible? Esa caja fuerte la programé yo mismo.
-Dígame Mr. Siegel, ¿quién descubrió este proyecto?
-Francia, pero nunca se adhirió por completo al servicio secreto de Unión
Europea. Ya se sabe, son muy chauvinistas.
-¿Quién sustituiría a la Agencia en la labor de contraespionaje?
-La CIA. Francia. Yo que sé...
-La Agencia ha preparado todo de forma bastante ilógica. Un abordaje en el
espacio es una aberración. Si esto lo hubieran dirigido los americanos se hubiera
esperado que llegaran a un sitio discreto. Aquí nos observa media humanidad
impunemente. Basta tener un buen telescopio de precisión. Requiero su opinión
profesional: ¿Somos un simple cebo?
-Parece pausible. La Agencia nos entrega al desastre y finge retirarse del asunto.
O, simultáneamente, están elaborando otro modo de apoderarse de sus microbios
marcianos, un medio más ponderado y lógico. No obstante, si tuviera que
apostar mi alma diría que lo que realmente ocurre es que han diseñado con
tremenda torpeza esta alocada empresa. Otra chapuza de la Agencia. Pero
alguien ha dado el cambiazo a ese disquete a mis espaldas. Parece evidente.
Pero, ¿quién? Alguien que esperaba que nos metieramos en este despropósito.
-Los japoneses. La CIA. En realidad, ambos. Una alianza temporal, una unión
contra natura pero necesaria. Sin que sirva de precedente.
CAPITULO 4
Un lugar por sí mismo no posee valores. Somos nosotros quienes, con nuestra
subjetividad, se los otorgamos. Allí donde la vida nos trata bien tendemos a
considerarlo benigno como un axioma inalterable y universal sin entrar a
considerar que otros pueden haberse llevado en el mismo sitio el trago más
amargo de su vida.
Viena, con su sol no dañino por aquel entonces, sus aromas, su alegría, la risa
despreocupada y confiada de sus gentes será hermosa para siempre en mi
corazón aunque hoy ya sea, como el resto del continente, un residuo esquelético
devorado por la contaminación y la lluvia ácida. Por eso no quiero volver, deseo
conservar en mi retina aquella imagen irrepetible. Porque allí, por primera vez,
fui completamente feliz en toda mi vida, mucho más que cuando burlé mi primer
sistema de vigilancia o logré hacerlo con una chica.
Cuando todavía era Marlene me confesó que su padre ya sabía lo nuestro. Que
no le gustaba pero que tampoco podía impedirlo. Fingí creerla. ¿Por qué no?
Fueron unos días estupendos aunque lo cierto es que no hacíamos nada especial.
Los indicadores de incidencia de rayos ultravioleta permitían pasear y
recorrimos sucesivas veces (cogidos de la mano como dos adolescentes) la
Kärntnerstrasse. Algunas veces entrábamos en las tiendas de postín que allí
había y le hacía regalos. Pequeñas cosas. Ella prefería mariposear en torno a los
cafés de los Graben o vagabundear por el barrio judío. Por supuesto montamos
en la vieja y gigantesca noria del Prater. Dejamos que un cochero (con su típico
bombín) nos contara un montón de mentiras sobre el imperial pasado de la
ciudad mientras los caballos trotaban rítmicamente; devoramos (aunque yo al
principio con cierta aprehensión pues soy un producto de la comida basura) dos
fantásticos wienerschnitzel (nunca pensé que un filete de ternera salteado,
rebozado en huevo y con rábanos supiese a gloria), saboreamos todas las
especialidades de la pastelería vienesa y probamos todos los vinos (siempre vino
blanco) que se pusieron a tiro. Hasta en eso tuvimos suerte pues casi ninguno de
ellos poseía esos tonos rojizos o castaños, signo de que se había oxidado en
exceso. Luego, como en un sueño, cocaína y sexo. Y amor. También hubo amor.
Y, cuando ya no respondían nuestros cuerpos, un paseo por Heiligenstadt.
Recuerdo nuestra visita al palacio barroco Belvedere. Por primera vez me habló
de trabajo. Quería venirse conmigo. Integrarse en mi pequeño grupo. No quería
casarse y parir hijos, criarlos, tener un orgasmo al año, engañar a su marido y ser
engañada por él, acudir a fiestas aburridas, desperdiciar la vida como arena que
se escapa entre los dedos y, sobre todo, ser algo más que la hija de su padre y la
nieta de Otto von Rilke. Y fui tan idiota que la creí. Dicen que el amor nos hace
felices, discrepo. Lo que sí sé es que nos hace imbéciles. Yo ya sabía que me
estaba mintiendo. Y la creí. ¿Cómo se puede ser tan idiota? Resultaba tan
hermosa, repleta de una aparente candidez. Cómo decía mi maestro el gran Don
Giovani: "Se non é vero é ben trovato".
Ilsa: No.
-¿Por qué dejaste de ser cowboy Harry? Papá dice que fuiste el mejor.
-Tres muertes cerebrales, la última de veinte segundos. Tengo suerte de no estar
con el cerebro borrado. Además, con 23 años, uno pierde facultades, se hace
conservador. No conozco ningún pirata informático que haya rebasado los 25.
Debía irme pero necesitaba dinero, así que me metí al espionaje industrial. No es
gran cosa, pero no hay nada mejor para mí.
-¿Y ya no llevas implantes?
-Sí. Eso sí, y necesito ojos nuevos cada dos o tres años. Cuando los nervios
ópticos se queman tanto en el ciberespacio el mal del navegante es incurable.Un
buen cowboy quema pronto sus ojos. A veces aún me meto en el simulador.
Pero ahora sobre todo me dedico a programar.
-¿Me llevarás contigo?
-Depende de ti. Trabajo con un grupo de locos. No disfrutarás de joyas ni viajes
preciosos. Es un oficio duro. Nadie te va a regalar nada. Lo que quieras tendrás
que cogerlo. Y no olvides la constante Sísifo: nadie sale.
-La felicidad no consiste en tener cosas Harry. La felicidad es formar parte de
ellas. Quiero ser parte de tu vida.
-¡Caray! Es una frase muy bonita... Y tienes unas piernas preciosas. Podemos
intentarlo, siempre que tu padre nos deje en paz.
Estoy cansado. Este tête a tête va mal. Él va dos pasos por delante de mí. En la
profesión ésa es una ventaja excesiva. El temido surmenage va a apoderarse de
mi en el momento más decisivo. Siempre es así. Necesito un nuevo estómago, el
que me vendieron en Marraquesh es una porquería. Tres años y ya no tolera
nada. Las míseras raciones de la Renania también han influido lo suyo. Menudo
engrudo correoso y nauseabundo que nos ha tocado tragar. Estas dos últimas
semanas sobre todo, pues aparecieron podridas la mayoría de las cosas que
podían identificarse como alimentos. Un fallo en el termostato. De todos modos
ya lo esperaba. La comida de una estación espacial tiene que ser forzosamente
una porquería.
-Señor, hemos bloqueado sus comunicaciones con la Tierra. Ahora nos llaman
solicitando unos recambios estándar para su refrigeración. ¿Qué contestamos?
-Diles que estamos buscando en el almacén, pero que el ordenador nos confirma
que sí tenemos, lo que pasa es que no están donde deberían. Como somos unos
chapuzas no les extrañará. Preparad un plan de aproximación. Vamos a
unirnos... con mucho cuidado.
-¿Cómo le convencieron? Tuvo que pasar por el suero de la verdad como todos.
Yo mismo lo exigí. Sin excepciones.
-Elija la respuesta que más le convenza. Opción A: me captaron en Marte.
Promesa: un edén en la vieja Tierra. Opción B: biochips de personalidad. Lo
último que se ha inventado.
-Inútiles. No se les puede delegar ni un insignificante seguimiento síquico.
-respiro hondo y busco inútilmente algo para meterme en el cuerpo. El profesor
Zacarías Scharporv parece adivinarlo y me pasa una especie de pistola plástica
diminuta.
-¿Qué es?
-Un inhalador de cannabis. Es lo único que me queda. Pero usted parece
necesitarlo más que yo.
-¿Qué buscan los japoneses? ¿Por qué trabajan, codo a codo, con la CIA?
-Se minusvalora usted, deben ser las drogas... en realidad le buscan a usted.
Filtraron toda la información a la espera de que lo enviasen a usted porque la
Agencia no tiene buenos profesionales y está demasiado ocupada discutiendo
sobre las competencias de cada país.
-Entonces la Agencia no me ha traicionado.
-No. Ha sido tan poco inteligente como esperábamos. No le valoran lo bastante,
Mr. Siegel. Para matar a un peón sacrifican a la reina.
-¿Que desean de mí? Míreme. Un ex-cowboy drogadicto.
-Puede usar su imaginación.
-¿Me quieren como entrenador para sus propios cowboys? No puede ser otra
cosa. Para que pruebe nuevos campos de hielo, su sneaker a sueldo.
-Los japoneses no tienen miedo, son metódicos, instruidos y pacientes pero en
el ciberespacio fracasan frente a Europa. Pese a toda su tecnología. Y nosotros
también. Increíble pero cierto. La Agencia es una chapuza pero la gente de
Rilke.... ese alemán lleva años jodiéndonos con su sindicato Morgen. Lo hemos
probado casi todo. Usted es nuestra esperanza.
-Usted mismo lo ha diagnosticado: porque no tienen miedo, el miedo y la
imaginación van unidos de la mano. La creación de alternativas ante los virus
exige preparación y equipo, pero sin imaginación, sin improvisación no vales
nada y eso es muy difícil de enseñar. Por eso usamos drogas. Estar dentro tanto
tiempo sería imposible de otro modo. Cuando sales necesitas las drogas.
-¿Para qué?
-Para que el mundo resulte tolerable.
-Los americanos estáis metidos en esto. Tú eres de la CIA. Y debes tener algún
compañero más infiltrado. Vosotros estáis tras el proyecto Vishniac, mostrastéis
su apetitoso contenido a la Agencia como hizo la serpiente a Eva y la Agencia
picó. A Rilke jamás le hubiéseis engañado Y Casablanca ideó esta intrincada
madeja para entregarme.
-Ya les dije que un hombre de su talla lo descubriría, pero ya es tarde. Sí,
Janine, yo y el pobre Anderson. Todos de la CIA. Pero ahora ya no puede
elegir... si quiere vivir.
El Killer Toons había sido antaño un burdel de mucho lujo. Sin duda conoció
tiempos mejores pero todavía se mantenía activo. La orquesta se situaba al
fondo, donde no molestara demasiado. Las chicas, unas mulatas de dentadura
amarilla y muy pintadas, parecían simpáticas. Era parte de su trabajo. Un trabajo
asqueroso.
Los gorilas del Killer Toons me habían querido echar de allí. Pero cuando se
trabaja en mi gremio uno debe ser rápido y peligroso. Lo fatigoso fue tener que
enterrarlos luego. Ocupé su lugar. A rey muerto rey puesto. Tenía un trabajo,
treinta dólares y un cuartucho en la parte de arriba, que olía a resina de hachís.
Menos era nada. Seguía vivo.
De todos modos necesitaría algo de más calidad si iba a quedarme una buena
temporada: un programa completo, que fuera similar a un injerto de poca
intensidad. Eso mejoraría mi acento. Sin embargo no debía delatarme utilizando
dinero de plástico. Mis cuentas secretas debían estar vigiladas. Siempre hay un
mercado negro. Sólo había que encontrarlo. Hice propósito de reunir el dinero
necesario. Acudiría al mercado negro. Siempre caro pero disponible. Es lo
último que resiste en nuestros días, lo que impide que el hombre sea defintiva y
totalmente manipulado: el poder egoísta de la corrupción.
Cada minuto que pasaba en el Killer Toons esperaba ver un grupo de asesinos de
piel morena y acento árabe armados hasta los dientes viniendo a por mí. Bebía.
Olvidaba. Y volvía a beber. Y cuando el miedo quedaba ahogado en alcohol sólo
quedaba un enorme vacío. Olvidar a Casablanca me dejaba totalmente huérfano.
Volvía a beber. Un círculo vicioso.
Los meses que pasé allí no fueron gloriosos pero tampoco puedo quejarme.
Gloria la gitana me echaba las cartas y me anunciaba tiempos mejores. A veces
alguna de las chicas se acostaba conmigo, salario en especie. La droga se movía
con facilidad y nunca la policía venía por allí. Bueno, de paisano sí, a esnifar y
fornicar gratis. Pasaba casi todo el tiempo borracho. Un par de veces vinieron
matones a armar gresca. Me encargué meticulosamente de enseñarles el camino
de regreso pero con un rostro que necesitarían la partida de nacimiento para que
les reconociesen sus familias. Luego la mala reputación hizo el resto.
Una noche de sofocante vulturno un tipo con unas espaldas como un armario y
un escuchimizado secretario, ambos muy trajeados, se dejaron caer por el local.
Fueron directos a la barra. El camarero hawaino estaba ayudando en la cocina
así que yo mismo, en un gesto de total identificación con el local muy habitual
en mí, ejercí de barman. Me pagaban un pequeño suplemento por ser barman los
días de mucho gentío. El Killer Toons no usaba robots. Ésa era una de sus
ventajas. A los clientes les espantaba su presencia. Así que a veces servía copas.
Dos tragos para mí y uno para el cliente. No es difícil saber las preferencias de
los clientes fijos y en el fondo lo único que la gente quiere es que les escuchen
un poco. Vaciarse. Mirarse al espejo es terrorífico. A mí no me importaba
escuchar, lo que no quería era hablar yo. No es difícil aguantar a los demás, lo
realmente difícil es aguantarse a uno mismo. De los demás podemos escapar.
Pero nadie escapa de sí mismo. Aquellos dos tipos me taladraron con los ojos.
No me gustó la impunidad de su mirada. Tampoco su falsa y desmedida sonrisa.
Pero pregunté muy amablemente qué iban a tomar.
El automóvil era blanco merengue. Largo como un día sin plan. Casablanca
fumaba. Un nuevo look. Sus ojos eran invisibles. Anteponía unas gafas negras.
Le di la maleta al gigantón. El chófer, un caucásico de gesto adusto, puso en
marcha el coche. Un rolls increíble. Casablanca siempre ha tenido un gusto
inefable para los coches. Me miró fría y despectivamente. Me había vendido,
nos había vendido a mí y a los chicos y ni tan siquiera deslicé una palabra de
reproche. Comerció con nuestras vidas como quien vende mineral. Muchas
veces, en la vigilia, había fantaseado con el sermón escueto y duro que le soltaría
si el azar la ponía a mi alcance antes de matarla. Se me pegaron los labios y la
lengua se hinchó. ¿Qué podía haberle dicho? ¿Se puede razonar con quien ha
aniquilado su conciencia? Debería haberla matado. Quise hacerlo. No pude.
La gente como nosotros, sí. La gente como nosotros nunca cambia. Nunca. Eso
es lo malo.
No hay margen de maniobra. Es probable que lo del veneno en el inhalador sea
falso. No quiero riesgos. Puede ser un farol per,o con su empalagosa y teatral
teatinaria, me había arrojado hacia la más urticante hesitación. La más
primigenia vitalidad del hombre: sobrevivir como fuera, volvía a habitar en mí.
Con una nefaria nictación me contempla. Desgalichado e inverecundo instila el
más impúdico y cínico de los nihilismos. Y era de la CIA. ¡Qué gran actor había
perdido el mundo!.
-En un minuto y nueve segundos tendré que salir a dar una explicación. Si os
habéis molestado tanto por mi persona es que estáis dispuestos a ofrecer un trato.
Adelante –le dedico mi mejor sonrisa-, si no me gusta te mataré. ¿Me permites el
tuteo?
-Chico listo. Te queremos en Florida, en la sede federal de Fort Benson. Te
someteremos a un tratamiento para disminuir los efectos perniciosos de las
drogas sobre tu cuerpo. Después tendrás trabajo en el simulador y en el
ciberespacio. Volverás a ser pirata, para nosotros. Y practicarás la docencia, un
selecto grupo de jóvenes espera ávidamente tus enseñanzas.
-¿Y los amarillos? Algo querrán de mí. En esta vida nada es gratis.
-Los japoneses quieren entrar en Wagner, el gran sancta sactorum del imperio
Rilke. Durante años han estado sacrificando en balde vidas y recursos. Harry, tú
venciste al sistema Rilke, destruiste su hielo negro. Eso quieren. A cambio te
someterán a un tratamiento antienvejecimiento.
-¿Qué más? -soy algo intransigente pero negocio es mi destino.
-Nueva identidad. Nueva vida. Dinero abundante e impunidad. Vivirás en
América cowboy, libre y rico. ¿Qué más puedes desear? Si tienes dinero los
Estados Unidos son el mejor de los paraísos. La Agencia te considerará muerto y
en cuanto al mundo musulmán hay preparado un clon tuyo para arrojarlo a un
basurero en el que los árabes lo puedan encontrar. España tal vez. No somos
Dios, pero sabemos crear clones inanimados. No tienen medios todavía para
descubrir el engaño.
-¿Y la Agencia?
-No sabe nada. Esta estación volará en pedazos y la lanzadera puede convertirse
en invisible para los europeos. Pensará que ha fracasado.
-Casablanca lo sabe.
-Bueno, "a cada cerdo le llega su San Antón", al menos eso decía mi abuela. Se
trata de un cabo suelto y ya no nos es útil. Nos encargaremos de ella. Pero no te
preocupes, cuidaremos de ti. Y tu cuidarás de que nuestros microbios marcianos
y sus secretos estén a salvo.
-Acepto.
-Muy pragmático. Ahora descuelga ese micrófono y manda que se conecten a la
lanzadera japonesa y abran la portilla. Ordena a Tartt que te sustituya. Di que
estas puertas se han bloqueado. Ha ocurrido miles de veces. Tú las arreglabas y
Anderson las estropeaba.
Dentro de poco ella será suprimida con la misma frialdad con la que suprimió a
otros y de ella sólo me quedará el recuerdo de una decena de días en Viena.
Alguien escribió muy atinadamente que cuando algo es bueno queremos que sea
perfecto y si es perfecto anhelamos que dure eternamente. Pero lo perfecto no
está hecho para perdurar. Es una estrella fugaz. Una breve ensoñación.
Así es para la gente de nuestra clase, para ese tipo de gente que habita y se lucra
en la mentira, ajenos a la probidad. Estamos condenados a la soledad. No
resultamos miscibles con el resto de la gente. Pudimos haber efectuado una
última jugada al destino o, al menos, haberlo intentado. Juntos. Juntos.
Casablanca. Te lo advertí. Nadie sale. Así son las cosas. Supongo que así deben
ser porque las aceptamos cuando nos mezclamos en esto. Somos un mundo
integrado por seres atípicos. Guardianes y cautivos al mismo tiempo. No somos
muchos. Somos distintos. Si pudiera elegir de nuevo mi vida suprimiría de ella
todo, absolutamente todo excepto aquellos diez días en Viena.