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A William Gibson,  resulta evidente

A Max y Mique Beltrán, por


Maracaibo,
ellos lo entenderán.
 

Desde que mató al Dr.


Anderson me preocupa
profundamente, se ha
convertido en un vegetal
feróstico, vaga por la nave
como ausente. Ocurrió ayer y
ya me parece que ha
transcurrido toda una década.
Unicamente sus esporádicos
arrebatos de violencia nos
mantiene con esperanza de
que dé la talla en el momento de la verdad. Lo cierto es que la estamos inflando
con amitriptilina pues las personas modificadas con neurochips adheridos a las
neuronas no toleran la paroxetina cuando llevan tanto tiempo en el espacio. Tras
la activación del bloqueo y a causa de la larga permanencia en esta bañera
grande y destartalada, instalada en órbita en torno a Marte, le han hecho contraer
una de esas depresiones tan propias del lugar que en el argot de los navegantes
se designa como el mal de Orión. Ignoro, como en casi todas las cuestiones
relacionadas con este planeta, porqué. Su rostro cinzolín le dota de un aspecto
cadavérico y próximo al deliquio primero y a la muerte después. La adiaforia
más absoluta puebla su expresión. Esperamos que el medicamento no acabe con
sus reflejos y acumen en el traicionero mundo de silicio. El ciberespacio no
conoce la piedad.

La necesitamos para bloquear su ordenador de ruta, abrir los cierres codificados


de seguridad y utilizarla como rompehielos antes de saquear su flamante
blindado informático por el que suspira el mundo occidental. Janine Evans
Winsord es la mejor, la más salvaje. La niña del silicio que no quiso crecer.
Nació para vivir enchufada a ese mundo de ordenadores y ciberpaisajes fuera del
cual no es nadie. Ha cumplido los treinta y ocho años y sigue viva. Un cowboy
está acabado a los 25. Ella es una incógnita, nadie logra explicarse cómo su
cerebro aguanta. Está muerta. Como el resto. Pero lo que ocurre es que todavía
no lo ha descubierto.

Lo que no entiendo es cómo la Agencia no me advirtió que entre las prótesis era
portadora de un bloqueo cerebral: nada de sexo. Puede tener relación con esas
extrañas sectas que preconizan la condena de las mundanas miserias de la carne
pero, de ser así, no la hubiesen incluido en la lista para la misión, creo. Además
ése no es su estilo. De cualquier forma no existe excusa. Ninguna. Debieron
comunicármelo. Era un factor relevante para la misión. Dudo que tengamos
éxito. Pero hay que tener cierto estilo... aunque sólo sea para morir.

Y ahora su incompetencia es mi problema. Y ahora el marrón me lo como yo. Y


ahora esos chicos de la poltrona estarán en alguna fiesta, divirtiéndose mientras
yo me la juego a cara o cruz con un equipo que merece mejor suerte. Y ahora no
hay remedio.

Y ahora Anderson está en el congelador, bien conservado a diecisiete grados


bajo cero. Embutido en sus gastados vaqueros coreanos y con una sonrisa
estúpida en la boca. Sólo puso música y la agarró por la cintura invitándola a
bailar. Ahora está muerto. Le rompió la nuca de un solo golpe de su mano
metálica. Luego empezó a agredir a todo aquel que se puso cerca. A pesar de
estar a gravedad cero su ferocidad acojonaba. Parecía que iba a destrozar la
pobre Renania, y es que esta herrumbrosa estación planetaria ya está
agonizando, pronto se empezará a desmembrar por piezas sin haber finalizado la
misión de cartografiar todo el planeta rojo totalmente por vez primera. Si las
cosas saliesen bien para entonces ya nos habremos marchado. Pero cada vez soy
más pesimista. Nunca creas que ya nada puede empeorar. Empeora. Todo me
parece una grotesca y absurda pesadilla.

Nos encontramos a más de un año de casa, de nuestros horribles, estrechos y


reiterativos cubículos. Conviviendo aquí, apiñados, estrujados. Subsistiendo
incómodos y sucios, asqueados, empapados por nuestro pegajoso sudor y
respirando un aire viejo, un aire que parece ya respirado tres o cuatro veces antes
de que te llegue a ti, al borde de la náusea. Nunca pensé que echaría tanto de
menos la vida de la Tierra. Contemplo la bellísima imagen de Marte creciente,
aparece un cráter en el casquete polar septentrional y hay nubes orogénicas a
socaire del Monte Olimpo, el gran volcán marciano. Maldito planeta. Resulta tan
bello y sublime contemplado desde aquí. Pero estando abajo las cosas poseen un
tono menos poético. Más agónico. Te sientes feble e insignificante, cara a cara
con el universo. Aprendes a asumir que eres nada. Marte no se puede explicar,
hay que sufrirlo para comprenderlo.

Janine. La hija del silicio. Me hubiera gustado poder cargármela pero no se tira
por la borda un plan de dos años y dieciséis meses (trabajando a quince grados
bajo cero en las estaciones científicas por debajo del cielo marciano, una especie
de amarillo rosáceo debido a la presencia en suspensión de finas partículas
oxidadas) de camuflaje en Marte tan fácilmente. Dieciséis meses malviviendo en
el maldito planeta rojo, trabajando en mil sucias tareas, rodeado de inepcia,
quistándome la amistad de los jefes de las estaciones con sobornos
consiguiéndoles drogas y putas, acumulando inquina con la única misión de
poder introducirnos como grupo en la tripulación de la Renania sin despertar las
sospechas de los amarillos.

Un bloqueo. Me lo tenían que haber dicho. Supongo que se trata de una


autocastración muy propia de los cowboys informáticos, una castración de esas
que amplían la capacidad de la corteza cerebral y reducen la vulnerabilidad ante
los novedosos, caros y peligrosos virus, deseo que acaban de introducir en las
pantallas defensivas y pulverizan millones de neuronas en apenas unos
segundos. Están diseñados de tal forma que el propio cerebro, al experimentar
un falso placer se hace vulnerable, facilita su labor destructiva. Faltan tres horas.
Tres miserables horas que nos separan del éxito o de la muerte. Será ésta... a no
ser que me cambie la suerte. Pero, cuando te has metido en este negocio, sabes
que la suerte te vuelve la espalda. Y nunca la recuperas.

Pronto tendré que reunir a mi gente. No es fácil explicarles porqué estamos en


este infecto lugar cuando yo mismo no estoy verdaderamente convencido de
nuestro plan. Parece una pesadilla. Pero el proyecto Vishniac existe, los
japoneses lo desarrollan sigilosamente desde hace catorce años y nos enteramos
por casualidad. Ellos hacen trampa. Nosotros les robamos el fruto de su
esfuerzo. Como siempre.

Para mí, apropiarme de información, robar, ya ha perdido su tono peyorativo.


Eso aconteció tiempo atrás, cuando el interés barrió definitivamente la
inocencia, perdida ya para siempre. Yo, con mi gente, saqueo información como
otros trabajan en sus despachos. Pura rutina.

¿Remordimientos? ¿Por qué? Es mi trabajo. Mi puto trabajo. Sólo que ahora un


fallo es la muerte y el robo lo ejecutamos a miles de kilómetros de nuestros
hogares. No tengo buenas vibraciones. Y mi presciencia es como un radar,
antiguo pero fiable. Este encargo es lo más difícil que he realizado en mi larga
vida de delincuente de elite. Haré lo que siempre hice: sonreír mientras miento.
El plan tiene demasiados fallos. Tal vez no estoy preparado para ello. Pero no
quisieron escucharme. No comprendo cómo los más ineptos ocupan los mejores
cargos. A veces pienso que esa elección de los más incompetentes es deliberada,
que los jefes escogen a quienes no puedan hacerles sombra. Pero esa actitud
tiene un precio: nosotros.

Yo no quería venir pero no me dejaron alternativa. Sus promesas de libertad tras


mi anterior trabajo se las llevó el viento. Tenían pruebas de que había sido
agente doble, y lo que es peor, me habían localizado. Ni siquiera era preciso que
me tocaran, una llamada telefónica y cientos de miles de fanáticos de Alá
hubieran venido por mí. Casablanca, con su tirocinio completado, me ajustó las
clavijas, tal y como había aprendido de mí. Metí al cuervo en mi cama, en mi
trabajo, en mi corazón. Y, cuando el cuervo se cansó, no me dio oportunidades.
Nunca seré libre.

Estaba quemado. No sabía hacer otra cosa ajena al espionaje industrial. Y de


algo hay que comer. Sabían que no podían contar con mi lealtad. No la
necesitaban. Había trabajado alternativamente para los árabes y los europeos
traicionando a unos u otros en sucesivas ocasiones. La regla es no morder la
mano que te alimenta. Los privados tenemos que incumplirla, sólo depende de tu
habilidad retrasarlo, pero ocurre. Tarde o temprano ocurre. Es necesario si
queremos subsistir. Y siempre acaban por pillarte. Lo sabes, claro que lo sabes.
La Agencia había encontrado para mí nuevas utilidades. De robar para los
particulares pasé a robar para los gobiernos. Jimmy siempre me advirtió contra
ellos. Pobre Jimmy. Un cowboy con el cerebro en blanco a los veintitrés años.
Le sobraba valor. Le faltaba clase. Mientras sus cuentas de Zurich tengan fondos
seguirá vivo, pasando sus días en una cama de hospital geriátrico escupiendo
baba. No hay dignidad en esa vida. Es mejor morir.

"Un hombre que engaña a su mujer tantas veces sin ser descubierto está
capacitado para capitanear esta misión" me dijeron. Cabrones. Nunca me he
casado. Esto es lo más grande en lo que me han involucrado nunca. El futuro de
la humanidad, cómo se construya y sobre todo quién la construya se va a decidir
en tres horas. Todo Occidente mira con avidez hacia aquí. Si fallo, el lío que les
espera será inmenso. Que me hayan forzado a venir no me salvará. Que me
hayan impuesto el plan, innecesario e incoherente, no me ayudará en absoluto.
Si meto la pata, si nuestros temores se confirman y logran arribar a la Tierra con
el fruto de sus trabajos. Occidente va a pasarlo muy mal. Y será culpa mía.
Tienen miedo y cuando los burgueses acomodados tienen miedo son muy
peligrosos. Su cobardía inflama una desmedida crueldad. El castigo es
desproporcionadamente superior al delito. Mas no importa. Ya seré un nombre
en un expediente cifrado. Ésa será toda la herencia de mi vida.

Cuando me localizaron en el Killer Toons me consideré hombre muerto,


fingiendo ser un borracho fracasado, con barba de tres días, unos nuevos ojos
azul y verde de segunda categoría y una tapadera de barman/guarda de seguridad
en un tugurio para turistas en el Caribe, zona sagrada (sólo accesible para
millonarios) en que todavía se puede tomar el sol sin contraer cáncer, y una
ametralladora sin apenas munición. No me había quedado nada más. Lo había
tenido que dejar en mi particular y desesperada hégira. Todos mis contactos me
habían abandonado. Yo olía a perdedor, mejor dicho, apestaba a cadáver. No se
lo reprocho. En el gremio las cosas funcionan así. Con pragmatismo. Es cuestión
de tiempo que todos pasemos por ello. Caemos y otros ocupan nuestro lugar. Me
dieron la espalda. Probablemente en su piel yo hubiese actuado igual. Eran
profesionales.

Pensé que los árabes me encontrarían primero porque pagaban mucho y bien.
Pero no. La Agencia llegó primero. A la Agencia le gustaba mi estilo. La época
de los independientes había finalizado, me confirmaron con una afectuosa y
ovante palmadita en la espalda. Ahora que el espionaje industrial se había
tornado tan sofisticado no podría continuar salvo que trabajara para ella. Acepté.
Dinero fresco, protección, otro pasaporte, un nuevo rostro y nuevas huellas
dactilares. Casablanca, solerte, ni siquiera se dignó a bajarse del coche. Quiso
dejar claro quién dominaba la situación. Como si no lo supiera. Su perfume
francés resultaba inconfundible en medio del derroche de fragancias de la noche
caribeña. Inconfundible. Como en Viena.

Me propusieron una misión delicada para saldar nuestras cuentas. Tenía dos
opciones: aceptar o aceptar también. El encargo: secuestrar al premio Nobel
Hikimo Shimoshi. Era como matar al presidente de los Estados Unidos. Tardé
seis meses en encajar todas las piezas y un año en adiestrar al equipo. Lo logré.
Primero capturar su persona, luego saquear los ordenadores de su empresa. Allí
Janine, la virgen fría, la niña del silicio, realizó prodigios. Deshizo toda la
pantalla de Hiroshima, el ordenador más seguro del sistema solar. Hasta
entonces, claro. Me habían prometido que si salía exitoso de aquella misión
quedaría en libertad, en libertad aderezada con una impresionante cuenta
corriente en Zurich. Y me dejaron libre... hasta que se planteó este caso. Jimmy
me lo advirtió. La Agencia me tenía cogido por los huevos así que bajé la
cabeza. No acepté. Me empujaron.

Shepard espanta a los puñeteros mosquitos y casi se le cae la morfina. Cuando a


Janine se le activó el sistema de bloqueo mental sexual hubo muchos heridos y
nos legó un laboratorio principal casi inservible. Con aquella afilada hacha nos
dejó el botiquín en cuadro y el ordenador médico casi destrozado. Estuvimos a
punto de no poder sofocar el incendio. Todos los cowboys cibernéticos están
chiflados. Cuando el bisturí de la microcirugía les rediseña el sistema nervioso,
imprime un horrible vacío que - poco a poco- ni el cibermundo puede llenar. Lo
sé por experiencia propia. Fui cowboy hasta los 23. Uno de los mejores. Mi
mayor triunfo consistió en retirarme vivo. Ninguno de los que empezaron
conmigo puede afirmar lo mismo. Tal vez fue mi mayor error. Fuera del
ciberespacio nunca me he encontrado bien. Aquello era mi hogar. No era mucho.
Eso es cierto. Pero nadie vive eternamente. Y algo es mejor que nada.

¿Existo realmente? Ahora me he quedado solo. Sólo los servicios de inteligencia


saben de mis actividades. Es ahí el único lugar donde hay constancia de mi
devenir. Harry Siegel. Apátrida. Ex-cowboy. Espía a sueldo. No soy su
colaborador. Tampoco su enemigo. Aunque ahora me hayan forzado a participar
no me hago muchas ilusiones. En el fondo no soy mas que una molestia que,
algún día, habrá que eliminar. Me tomo un tranquilizante. Apuraré mis
posibilidades, haré el trabajo. Pero el éxito o el fracaso han dejado de importar.
Nadie escapa eternamente y, entonces, mis cuarenta y dos años de variopintos e
intensos avatares se perderán para siempre en las estrellas. Ocurrirá antes o
después, cuando ya no les resulte útil. Nadie escapa, es la constante Sísifo.
Estos meses eternos, inefables e incómodos en la estación espacial europea
Renania, instalado en la inmensidad del espacio, me han obligado a reflexionar
sobre la miseria de la endeble condición humana. A veces hay preguntas que un
hombre no debe contestarse a sí mismo con sinceridad, por su propio bien.

Lumbley, nuestro gordo favorito, el experto en interceptar todo tipo de


comunicaciones, tiene más tripas fuera que dentro. Le hemos practicado algunos
remiendos y varias transfusiones de sangre. Janine le jodió bien. Ya lo creo.
Consume morfina como quien se toma una aspirina. He intentado reparar el
ordenador médico para que le realice una verdadera intervención quirúrgica de
urgencia pero he fracasado. Sabe que va a morir pero trata de subsistir, de
permanecer consciente para efectuar su último trabajo y, así, incrementar la
prima del seguro que garantice un futuro mejor a su familia. Se me hace un nudo
en la garganta. Al menos él deja algo tras sí.

A Janine no parece importarle mucho. Está cada vez más alejada de la realidad.
Su continuo rilar me preocupa. Tarde o temprano a todos los cowboys les llega
el turno. Su longevidad, tan extraordinaria como felinamente inexplicable,
comienza a dejarse sentir de un modo que me aterra. De todos modos tampoco
puedo saberlo con certeza. Nunca ha sido muy comunicativa. Para obtener los
datos de la ficha hubo que drogarla bajo el pretexto de que le iban a colocar un
nuevo dispositivo que le alargase el tiempo de reacción ante los virus
informáticos defensivos. A los cowboys cibernéticos las drogas o los chips en el
cerebro les parecen algo cotidiano. Es una vida efímera. Supongo que Janine
sigue en esto porque, como yo, no tiene a nada ni a nadie. Una huida hacia
delante. Como todos. No hay mucha gente como nosotros. En verdad que no.

Los malditos insectos infestan esta pocilga. Anderson se tomó muy en serio su
tapadera de científico. Siempre fue un tipo metódico. Cuando Janine destrozó el
laboratorio los impertinentes mosquitos se liberaron y la radiactividad parece
haber facilitado su multiplicación. Son casi una plaga bíblica.

Pero ahora la única certidumbre que existe es el cadáver del pobre Anderson en
el congelador. No está solo. Desde hace un rato tiene compañía: los tripulantes
de la Renania que no forman parte de mi grupo de infiltrados. Es algo
desagradablemente técnico, esposas e hijos los esperarán inútilmente en la
Tierra. Pero Casablanca lo dispuso así de modo tajante. Me he obligado a
envenenarlos personalmente para aferrarme a otro motivo que me obligue a
odiarla. ¿La amo todavía? Por mucho que me moleste he de admitir que sí. Los
primeros amores dan muchos dolores rezaba la canción que el viejo Díez
cantaba a la entrada del Killer Toons. Parece que han pasado mil años.

 -¿Tiene algo para mí, boss? -me pide Harrelson


 -Según lo que queda del ordenador es tan solo una psoriasis leve, he preparado
esta crema. Te aliviará, espero.
 -¿Qué es?
 -Dipriopionato de betametasona, un corticosteroide sintético fluorado.
 -Lo dice de un modo que parece pecado mortal.
En los holofilms, e incluso en las viejas cintas, las naves espaciales son
cojonudas. Nuevas, brillantes y muy limpias. Se nota que no han estado arriba,
comiendo estrellas a gravedad cero durante semanas interminables. De hecho, el
polvo y la grasa no suponen ningún problema aquí porque no se asientan en
gravedad cero. Lo realmente molesto son las continuas infecciones. Las esporas
flotan en un ambiente caldeado. El moho y los hongos están en su propia salsa y
nosotros, sin más de la mitad de la memoria del ordenador médico y mis
limitados conocimiento químicos nos encontramos totalmente a su merced. Dos
horas y cuarenta minutos. Pronto llegará el momento de reunir al equipo y
contarles abiertamente y sin ambigüedades para qué nos han traído hasta aquí.
Lo que la Agencia espera de nosotros.

 -Harrelson, ¿viene o no viene ese puñetero carguero?


 -Sí, boss. Pero con adelanto. Casi siete minutos antes de lo previsto.
 -Mal asunto.

Me siento en el panel de control. La gente me mira con nerviosismo como si yo


tuviera la solución a sus problemas, buscando en mi una certeza de la que
carezco. Si algo sale mal será culpa mía. Si el plan funciona el éxito será de la
Agencia, de Casablanca. Así funcionan las cosas.

 -¿Cómo sabemos que la nave sufrirá una avería? Los amarillos habrán revisado
todo un millón de veces. Son de los que no mean sin tener, al menos, un plan
alternativo.
 -Colocamos un topo dentro de la nave. Provocará el fallo del sistema de
ventilación dentro de una hora y cincuenta y tres minutos. Cuando ya no puedan
regresar a Marte llamarán a casa. Somos tipos pacíficos, quién puede sospechar
de nosotros. Se verán obligados a recurrir a nosotros.
 -¿Y si lo descubren?
 -La hemos pringado y la Agencia nos mandará al peor rincón del universo.
 -Ya estamos en él.
 -Si queréis un consejo, id ahora al baño, no quiero diarreas en el momento de la
verdad, como la última vez. Os necesito en vuestros puestos.

Un coro que quejas acoge mi propuesta pero saben que tengo razón. Que
protesten lo entiendo. En esta nave hasta cagar es un asco y la comida - es un
decir- provoca disentería según con qué drogas la mezcles, porque, claro, aquí
todo el mundo se droga. La tripulación va camino de los cubículos de los
sanitarios a empotrar riñones y culo en la silla retrete y hacer fuerza sin perder el
equilibrio. El subcionador hará el resto. Un confuso barullo de risas y bromas
obscenas recorre la parte inferior de esta vieja cacerola. En gravedad cero nada
es fácil. Recuerdo los primeros pájaros que trajimos. No pudieron soportarlo. Se
chinaron y la palmaron. Carpe diem.

París en invierno huele menos. No demasiado lejos del Sena me encontraba en


un elegante café démodé con un ligero toque chic regentado por tunecinos de
tercera o cuarta generación. El neón de la entrada estaba muerto o acaso era que
sólo resucitaba por las noches. Junto al signo internacional de la American
Express aparecía el consabido rótulo de "English spoken". Se les notaba pese a
todo el esfuerzo (forzado por las políticas racistas y xenófobas de los últimos
decenios) de asimilación que deberían haber efectuado. El cliente me exigía ese
lugar porque le inspiraba confianza. Y yo le necesitaba más que él a mí. Elegí un
châteaubriand del menú. Y, además, una Coca-Cola light. A eso uní un ejemplar
de Le Figaro sobre la mesa. El camarero dio un respingo y corrió hacia las tripas
del restaurante. Sólo me proporcionaron una bebida. La miré. Eso era todo lo
que iba a hacer al respecto.

Desde allí podía ver la torre Eiffel. Y eso valía un precio. Mi Coca-Cola light
incrementaba su coste cada doce minutos cronometrados. Con invariable
puntualidad un hierático camarero depositaba un endeble papel de ordenador y,
en cada uno, se escondía la clave de una nueva y definitiva cita con mi cliente,
un kurdo alemán, clave para mi propósito de aquella época. Para la mayoría de
los allí presentes tan sólo se me aplicaba la tarifa por estar "disfrutando" de las
vistas confortablemente instalado dentro de un establecimiento dotado de
módulos de creación y purificación de oxígeno. Al fin y al cabo Le Style no era
un garito inmundo. Y, mientras permaneciera dentro, no necesitaba usar la
máscara filtradora. En aquella época todavía bastante incómodas y cuyos bordes
plásticos se clavaban en la piel.

Con cada recibo una clave: hora, día, ciudad. Con la uña sintética del dedo
anular bañada en anirma destruía cada conexión. Así comenzó mi viaje a Viena,
mi viaje hacia Marlene, pues tal era su nombre antes de que todos la llamásemos
Casablanca.

 -¿Todavía no da señales de ralentizar la velocidad?, ¿ha efectuado alguna


emisión, limpia o codificada?
 -No, boss.
 -Mierda.
 -¿No nos habrá traicionado el topo?
 -Nunca -intervino Janine desde su asiento. Sus ojos azul espejo me producían la
sensación de hablar con una máquina, me daban miedo porque parecían capaces
de taladrarte el pensamiento-. ¿Sabes lo que haría el boss si eso ocurriera?
Enviaría pruebas incriminatorias a sus superiores demostrando que el sujeto en
cuestión ya ha trabajado antes para nosotros. Su propia gente se encargaría de él
y los japoneses no son muy amables con los traidores. Poseen una gran
imaginación para la tortura. Y no hay nada que mejore la imaginación que la
práctica –me taladró desde esos ojos imposibles -, la perfección requiere
repetición.

Sí, supongo que haría eso. Lo delataría. Eran las reglas del negocio. Jugar a dos
barajas resultaba muy complicado. Yo lo había conseguido durante algunos
años. Fracasé. No se puede engañar a todos durante todo el tiempo.

De hecho, esta locura de asaltar en pleno espacio una lanzadera extranjera, amén
de ser una locura de impredecibles consecuencias, sólo se justifica en que
tenemos un topo que nos permite localizar con exactitud los malditos bichitos.
Resulta extraño y desconcertante que un japonés colabore con nosotros. Me
pregunto cómo lo habrá conseguido Casablanca. Yo no lo habría conseguido.

 -Le tiene cogido por los... -levanta una mano raudo y abre el audífono interior
instantáneamente- Están emitiendo. Ya era hora. Están emitiendo en codificado.
 -Destino -exijo mientras trato de descifrar la metralla de japonés que se
desparrama a través de los altavoces del descodificador-. Destino.
 -Marte. Algún sitio ubicado en el Kasei Vallis pero debe haber una de esas
tormentas de arena y hay muchas interferencias. Solicitan instrucciones ante una
importante avería en el sistema de refrigeración. No pueden repararlo. No
sospechan que se trate de un sabotaje.
 -Nunca debimos permitir que los amarillos salieran al espacio -musitó Janine-,
Nunca. Son demasiado metódicos.

Pero nadie pareció oírla ante el ensordecedor griterío de júbilo con que acogió la
tripulación las prometedoras novedades. Mi atrafagado comando interrumpe su
quehacer un instante.

Mientras trago una pastilla para mi úlcera puedo imaginar a Casablanca


mirándome con esa sonrisa impersonal, inefablemente ambigua y enigmática,
jugando a caballo ganador. Como siempre. Tartt me hace una señal. Lumbley,
envuelto en un charco de sangre, se ha derrumbado definitivamente sobre el
panel de instrumentos. Nadie puede sustituirle. Nunca más verá a sus hijos.
Probablemente su mujer llorará un poco (no demasiado) y se buscará a otro. Será
olvidado por siempre y para siempre. Casablanca se limitará a borrarlo del
ordenador de los especialistas en activo. Casablanca.

Todo empezó en Viena...

 
            CAPITULO 2

Existen unos pocos hombres dotados de una visión especial. Poseen algo más
que dinero y capacidad, tienen auténtica visión de futuro. Otto von Rilke era uno
de ellos. Gracias a él y su hijo, Viena, desde principios del siglo XXII, se había
convertido en una de las capitales de silicio y del implante. La ciudad terminó
por acoger a esta nueva tribu de discretos y apacibles filibusteros que se iban a
hacer reyes en los mares del silicio. Una de las claves radicó en que se mantuvo
la palabra dada a las autoridades. Rilke lo resumía muy bien en una frase
sencilla: “no cagues donde comes”. Austria era una de las zonas del planeta con
menor índice de piratería informática. Si alguien se pasaba de listo Rilke se
enteraba y en horas desaparecía. No había preguntas.

En los años cincuenta, cuando conocí a Casablanca, esa zona de Europa apenas
había resultado afectada por las lluvias ácidas que habían asolado medio
continente. De hecho, durante gran parte del año se podía caminar por la ciudad
sin máscaras filtradoras del aire ni protectores de la piel.

¡Dios! Debía ser maravilloso vivir en los viejos tiempos, antes de que todo se
fuera definitivamente a la mierda, respirar, reír, correr al aire libre en espacios
abiertos en lugar de estar encerrados en diminutos cubículos llenos de porquería
y suciedad, atrincherados en malolientes ratoneras y llenándose de drogas para
olvidar, parapetados tras máscaras filtradoras, temiendo a los rayos ultravioleta
ahora que ya no queda casi ozono, tragando comida sintética que sabe a centeno
y plástico, soportando oxígeno viciado que hace vomitar y destroza los
pulmones.

Ahora que recuerdo mis diez días en Viena y comparo con el momento actual
veo que ni siquiera tenemos sexo, sexo real. Te conectan a una máquina de
realidad virtual y escoges tu sueño favorito, tu compañero/a favorito/a. El
cerebro experimenta una placentera ilusión que dura tanto como seas capaz de
pagar. Tengo una historia de amor que contar. No es muy original, tal vez
vulgar. Pero eso importa poco. Es auténtica, ocurrió realmente. Tal vez sea uno
de los últimos que pueda decir algo así. No es un falso recuerdo por el que he
tenido que pagar. No se trata de un implante.

Rilke padre entró sin papeles en Viena. Un neonazi holandés que huía de las
purgas de Alemania cuando fracasó la revuelta de finales del siglo pasado a la
que sólo Dios sabe porqué se unió. Cuando lo detuvieron para extraditarle le
preguntaron por su destino y él contestó con una de las pocas palabras que
conocía en alemán: MORGEN. Mañana. Han pasado treinta y siete años. Ahora
Morgen es un aislado, austero y selecto bloque de edificios a prueba de toda
amenaza donde todos los cowboys informáticos europeos acuden. El sindicato
Morgen es la organización más selecta y poderosa del planeta. Rilke hace de
intermediario. Asigna categorías y tarifas. Y se queda con la parte del león, por
supuesto. Quien parte y reparte, se queda con la mejor parte.

Secuestro. Asesinato de élite. Rapto. Todo vale, pero lo suyo, su especialidad


consiste en reventar sistemas de seguridad y apoderarse de una investigación, un
secreto innombrable, una prueba. Su emblema, su seña de identidad era,
indiscutiblemente, la piratería informática. Todos los que se habían granjeado
reputación en el ciberespacio trabajaban, o habían trabajado, para él. En el
negocio de la información todo tenía un precio. No había nada imposible si el
cliente disponía de la solvencia necesaria.

Rilke también diseñaba sistemas de seguridad aunque en eso Rilke hijo ha


demostrado poseer un mayor talento. Su hielo tiene un nivel superior. Sólo una
persona ha conseguido burlar sus blindajes informáticos. Yo. Desde entonces
había querido comprarme. Si hubiera sido listo hubiera aceptado.
Recuerdo con precisión que aquel día la gran noticia era la destrucción del
Kunsthistorisches Museum. La muerte de Bruto de Tiépolo y La torre de Babel
de Pieter Brueghel el Viejo perdidas para siempre. El terrorismo islámico de
nuevo. Era tan reiterativo que ya nos hemos inmunizado.

Viena tenía un quiste de silicio: Morgen, el sindicato Morgen, el temido y


temible sindicato del silicio. Los mejores cowboys. Pero el quiste no crecía. O al
menos lo disimulaba francamente bien. Y además procuraba ocultarse como un
camaleón, fingiendo formar parte de la inocencia dulzona de la ciudad. Los
cowboys trabajaban, se divertían y morían en Morgen. Morgen era rentable.
Viena consentía Morgen. El viejo asunto de siempre, el dinero. Bastaba seguir el
olor a marihuana para localizar el Burning Chrome. Anfetas, chips, y una jerga
propia, una variada ensalada de inglés, alemán, francés y español. Y es que el
business no conoce razas ni ideologías. Se halla desprovisto de xenofobia porque
es teleológico. Sólo persigue un fin: el lucro. Lo demás es puramente
circunstancial.

Burning Chrome era el único local tolerado que vendía lágrimas rojas, lágrimas
de Marte. Idóneas para el sexo si se mezclaban con cocaína. Perfectas para
acoplarse a los simuladores en el ciberespacio. Los beneficios revertían en Rilke,
claro. Un monopolio lucrativo y honrado: nunca vendía mezclas adulteradas con
otros alucinógenos. No iba a cargarse a sus clientes. Eso hubiera sido un pésimo
negocio. Rilke hijo se había convertido en el demiurgo oscuro no sólo de Viena,
sino de todo aquel que sabía moverse mínimamente en cualquier forma de
espionaje informático.

Si al llegar a esa ciudad me dirigí allí es porque no tenía un sitio mejor a dónde
ir. Conocía perfectamente las reglas, el lenguaje, los sentimientos. Era como
estar en casa. Sabes hasta dónde puedes llegar.

Una jovencísima prostituta cargada de abalorios y totems de marcado contenido


sexual se exhibía en la puerta de entrada. No podía entrar si no era como pareja
de un cowboy. Reglas. Las reglas de Rilke. Los cowboys no eran fáciles de
contentar, las prostitutas lo sabían, los cowboys hemos mostrado una
personalidad voluble y contradictoria y eso las confundía aunque no las
atemorizaba porque las suculentas propinas valían la pena.

 -Monsieur -me llamó abriéndome su gabardina térmica antiradiaciones para


mostrar sus desnudos encantos-, ¿fucking? Big plaisir. ¿Fucking? Barato. Billig.
 -Nein. Danke.
 -¿Mamada? -ejecutó un diestro movimiento con la boca.

No estaba interesado en sus servicios. Sólo buscaba un poco de nieve. Lo


suficiente como para un par de rayas. Dentro la música era digitalmente etérea.
No necesité ver su color amarillo para detectar el rastro del camello que vendía
una magnífica cocaína peruana. El ambiente estaba preñado de nervios. Todos
los días quince de cada mes el gran jefe anunciaba los contratos adjudicados. Se
palpaba que estaban a tan sólo a unas horas del gran momento. Mientras tanto
todos bebían, fornicaban o se drogaban a crédito.
Al gran jefe no le importaba. Rilke cobraba siempre. Con interés. "No somos un
asqueroso banco. No me quedaré con los ahorros de una pobre huérfana. Es más
divertido echar mierda en el Danubio" dijo una vez aludiendo al destino que
reservaba a los morosos. Todos pagábamos en cuanto podíamos. Pero aquel día
yo ya era un independiente. Ya no le debía nada.

Nada más entrar me encontré con Rebeca Compton. Una yonqui pelirroja que, si
estaba en onda, podía burlar los más sofisticados blindajes. Pero su suerte había
cambiado, como hoy me sucede a mí. El tiempo transcurre de un modo curioso.
Tu recuerdo sobre una persona permanece invariable y constante, pero, mientras,
ella vive, gana, pierde, ríe, llora. Cambia. Luego viene el shock, cuando
confrontas pasado y presente. Vi sus ojos hundidos. Contemplé su anoréxica
expresión y comprendí. Es la trampa de la que siempre esperas escapar. Abusas
de las lágrimas rojas hasta que acabas mezclándolas con anfetaminas para volar
mejor en el universo de silicio, para conseguir mejores contratos. Pero el efecto
cada vez es menor. Usas otras drogas para mejorar tu nivel. Y, sin embargo,
trabajas cada vez peor. Te meten implantes y circuitos más potentes y dañinos en
la cabeza y resulta inútil porque las drogas lo anulan. Al final, el más elemental
sistema de seguridad de una gestoría de provincias te fríe el cerebro No importa.
Cincuenta se matarán para ocupar tu lugar. Y la vida continúa. La nuestra es una
especie ingrata. Como una familia que se odia y se ama, pero que jamás cuenta
sus bajas.

Una vez me acostumbré a las luces oscilantes, miré con detenimiento su rostro y
supe que le estaba llegando el momento final. Contemplando sus gastados ojos
sintéticos de saldo adiviné que ya ni siquiera podía venderse como caja de
seguridad de información. Nadie alquilaría sus gastados biochips por muy barato
que cobrase el servicio porque había dejado de ser segura. La desesperada locura
que asomaba ferozmente en sus pupilas espantaría a cualquier cliente. Rilke no
le daría ningún contrato por la mañana. Estaba tocando fondo. Vieja. Con sólo
veinticuatro años. La invité a una copa. Tuve que pagar yo. A ella le habían
cortado el crédito. Mal síntoma. Intentó sonreír pero sólo quedó una patética
mueca. Con su pelo naranja y verde se asemejaba más a un cadáver que a una
chica que fue lista en el mundo de los ordenadores.

Me presentó a una amiga suya. Guapa. Dulce. Poseía una hermosa sonrisa. Dijo
tener diecinueve. No parecía pertenecer al mundo de ciberespacio. Bebimos.
Recordamos los viejos tiempos cuando yo todavía estaba conectado a diario,
andando con el pelo rapado, con mi enchufe detrás de la oreja. Rapado para que
todos lo vieran. El mío era un enchufe de primera, un empalme neural
verdaderamente caro, un disco de plasticarne que me permitía el acceso cómodo
y eficiente al ciberespacio, al mundo de silicio. Después de tantos años aún
funciona. Me costó una verdadera fortuna. Recordar el pasado nos inundó de la
más tierna melancolía. Esnifamos un poco de nieve de elevada pureza.
Finalmente acabamos los tres en la habitación de mi hotel. Al día siguiente
descubrí que la amiguita era la hija de Rilke. Su unigénita.

Pero aquella misma noche, después del sexo, la imagen de Rebeca surgió frente
a la mía en el espejo. Sus ojeras quedaban tan marcadas que parecía la
encarnación de la misma muerte. Me dejó helado. Balbuceaba. Su voz,
quebrada, apenas resultaba audible en aquel minúsculo cuarto de baño en el que
apenas cabíamos los dos al mismo tiempo.

 -Harry, estoy embarazada. Así, Rielke no me dará un contrato. Ya sabes, la


mayoría de nosotras tienen fetos acéfalos y monstruos. Con un crío estoy
acabada y no sé cómo abortar. No tengo dinero.
 -Entiendo. No tienes crédito y tampoco trabajo.
 -Rilke lo controla todo. No podré trabajar mientras esté preñada si lo tengo y si
la criatura sale tarada mi futuro está escrito en el cubo de la basura. Rilke no
admite el aborto y despide a las que engendran hijos con taras. Son sus puñeteras
reglas. Ayúdame Harry, por lo de esta noche, por los viejos tiempos. ¡Ayúdame,
por favor!
 -Tengo metrotrexate y misoprostol. En Viena están prohibidos pero ya me
conoces: siempre llevo algo ilegal en la manga. Te lo puedo inyectar. Es rápido
y limpio. No deja señal. Pasarás un mal rato pero no será peor que el mono. Por
cierto –advertí con seriedad-, nada de drogas en dos días. Si quieres abortar,
nada de drogas; te chupas el síndrome de abstinencia como puedas. ¿Entendido?
Ninguna droga.
 -Un aborto químico. Tan fáciles de hacer y casi imposibles de conseguir a causa
de sus leyes - se sonó la moquita que le colgaba de la nariz pensativamente- He
estado tomando lágrimas rojas mucho tiempo. ¿Hará mala reacción? Dicen que
son incompatibles.
 -Mentiras. Su tolerancia es enorme y su eficacia total. Eso es un bulo.
 -¿Seguro?
 -Sino no te lo inyectaría, si pensara que te iba a producir una mala reacción me
hubiera callado. Pero nada de nieve.  Ni una raya. ¿De cuánto estás?
 -Cinco semanas, tal vez seis. El lector no es seguro.
 -No habrá problemas, si es tan pronto nunca suele haber rechazos.
 -Gracias, Harry. - su mano esquelética sobre mi antebrazo me heló la sangre.
No deseaba su gratitud, tan sólo quería que saliera de mi vida. Y lo más deprisa
posible. Preparé la dosis y se la pinché. Si nos pillaban, por esa chorrada, nos
caerían siete años de cárcel. Las leyes de la Unión Europea eran rígidas para eso.
Leyes estúpidas en un mundo injusto. Lo de siempre. La misma historia. La
historia de la humanidad. Afortunadamente todo el mundo hacía la vista gorda.
Embarazada. Hace cuatro años eso jamás la hubiera ocurrido. Pobre yonki. Una
oleada de pena y repulsión me invadió.

Después de aquella conversación y de la inyección con el material de mi


botiquín terminó de vestirse y recogió su desgastada cazadora de cuero, se puso
unas gafas oscuras y cerró la puerta de la habitación con suavidad. No se
despidió. Nunca he vuelto a saber nada sobre ella. No creo que sobreviviera más
de dos meses. Espero que fuera así. Rápido.
 
            CAPITULO 3

 
No me encuentro demasiado bien. A pesar de la tan indispensable como
rutinaria gimnasia de rigor tanto tiempo aquí arriba me está sentando
horrorosamente mal. Ya ni las drogas ayudan como al principio. A miles de
kilómetros de ninguna parte. Ha llegado el momento. La reunión definitiva, esa
que tanto gusta a los cineastas patrioteros, ha llegado al fin. La adrenalina no
fluye tan potente como debiera.

 -Todo irá bien chicos. Llevo mis calzoncillos de la suerte.


 -¿Cuáles? ¿Los de Mickey Mouse?. Dios santo. Tartt, ¡lávalos de una vez!
Llevas veintitrés días con ellos puestos.

Impongo orden. Tartt no pierde su buen humor. Está completamente chiflado.


Su impresionante talento en mnemotecnia sólo es comparable a su falta de
higiene. Dicen que en su cerebro hay más chips que neuronas, aunque a juzgar
por su anómalo comportamiento, de ser cierta dicha aseveración no parece que
ese cambio de células por silicio haya sido para mejor. En su cabeza atesora las
claves que nos permitirán pilotar la lanzadera japonesa hasta la estación lunar
Joe Haldeman ... si todo sale bien. Me gusta creer en los milagros aunque jamás
he presenciado uno.

Janine aferra sus dos estuches que contienen el equipo de cowboy con férrea y
patética determinación. Es cuanto le queda. Sólo el software vale diecisiete
millones de dólares y, aunque devaluados, diecisiete millones son una pasta.
Presento al profesor Zacarías Scharporv. Con sus ojos artificiales color
frambuesa y su juventud - gastada por tanto tiempo de trabajo a gravedad cero-
habla despacio, haciendo oscilar su desgastada vestimenta científica color
azafrán. Su prestigio es tan grande como su ego. No puede regresar a la Tierra.
Se me ocurren diversas hipótesis pero ninguna me gusta. La más extendida fue
la de que se tuvo que acoger a la expedición en Marte para eludir un juicio por
violación de una de sus jóvenes alumnas. Sus piernas son esqueléticas, no hace
otro ejercicio que el de comer. En la sala se palpa la impaciencia y el
nerviosismo.

 -Cuando llegamos a Marte, hace años, buscamos vida inteligente. No buscamos


bien. Ahora los japoneses la han encontrado.
 -¿Quiere decir que los marcianos existen? -pregunta Janine.
 -Sí. A pesar de esa dañina luz ultravioleta y una atmósfera rica en dióxido de
carbono. Durante mucho tiempo en la Tierra se dieron las mismas condiciones.
Desde el principio supimos que si queríamos encontrar marcianos tendríamos
que recurrir al microscopio.
 -¿Qué son, profesor?
 -Microbios, sólo microbios. Nuestras expediciones científicas y las americanas
y las australianas han fracasado. Pero no así las japonesas Han encontrado vida.
Ellos llevaban años preparando esto. Somos recién nacidos a su lado. Pero no
queremos perder el tren. Así que vamos a tomar el plato que ellos han cocinado.
Su parte, Harry.
 -Bien chicos. Esto es lo que debéis saber. Hace tres años una cowboy inexperta
logró entrar en un sistema de seguridad japonés. La información que extrajo ha
llenado de miedo a los peces gordo de ahí abajo. Ella pagó con la vida su éxito y
no debemos desaprovechar su sacrificio. Los japoneses pretenden llevar a cabo
un avanzado proyecto que tiene como sustento esos microbios - tomo aire para
respirar. Las conversaciones largas se convierten en una tortura. Sudo como un
cerdo. La Renania es una verdadera olla en la que nos cocemos a fuego lento.
Odio esta estación espacial-. Nos lo llevamos y corremos. Lo de siempre. No es
tan fácil como otras veces. Pero los tiempos cambian.
 -¿Cuál es el problema, boss?
 -Pretenden llevar esas muestras a la Tierra.
 -¿Y qué? -clama Janine
 -Veamos un ejemplo -Scharporv sonríe. Necesita urgentemente unos dientes
nuevos -.¿Alguien ha leído Crónicas Marcianas de Ray Bradbury? - se hace un
espeso silencio. No parece buena idea hablar de libros.- La imaginaria
civilización marciana que creó ese escritor sucumbe al primer contacto con el
hombre. ¿Causa? La varicela que el hombre había traído desde la Tierra.
 -¿No podría ser más claro? -pide una voz anónima.
 -Nuestro sistema inmunológico es limitado. ¿Estamos en condiciones de
subsistir a esos microbios que han sido capaces de habitar en un mundo tan
hostil? - el profesor dejó la pregunta en el aire-.
 -¿Y la cuarentena obligatoria? -pregunta Tartt. El científico me mira para que
sea yo quien responda. Para que conteste convincentemente sin revelar más
datos de los necesarios.
 -Los servicios de inteligencia afirman que los japoneses tienen planeado un
modo para lograr saltarla. -carraspeo ligeramente- Es factible que lo logren.
Hemos de frenarlos aquí y ahora. Ése es el plan.
 -Pero ellos morirán también si desatan ese virus o una enfermedad desconocida.

 -Han descifrado sus mensajes codificados. Los analistas estiman que se hallan
en condiciones de controlarlo. Si Japón lleva a cabo su política expansionista en
el sureste asiático tiene ahora un arma devastadora que no dejaría huella alguna.
La población terrestre resultaría afectada en un período que oscila entre
cincuenta y ocho y setenta horas. Casi un noventa por ciento de los infectados
moriría.
 -¿Quieren que entremos en esa nave, verdad? ¿Y cómo sabemos que no nos
vamos a infectar nosotros? ¿Han pensado en eso, boss?
 -Por supuesto, Evans. La CIA y la NASA colaboran con la Agencia Europea en
esto. No han dejado cabos sueltos. Y, para su tranquilidad, los microbios viajan
aislados, sellados y congelados. No hay riesgo de contagio. El único peligro real
son los calzoncillos de Tartt –risas- Es el olor de la buena suerte.
 -¿Cómo vamos a escapar, boss? ¿No pretenderá que permanezcamos aquí?
 -En absoluto. Nos iremos en la lanzadera japonesa. Varios de nosotros sabemos
tripularla y leer sus códigos. Janine nos abrirá el ordenador central o yo la abriré
en canal a ella con un destornillador.

No tardé mucho en descubrir el código. El coqueto y tranquilo apartamento


apestaba a sudor y semen. No hacía falta mucha imaginación para imaginar qué
habían estado haciendo para ocupar su tiempo. Jimmy Stevenson era portador de
una mente privilegiada que, reforzada por cientos de implantes, me permitiría
atacar nuestro objetivo. Él me otorgaría el tiempo indispensable para soltar el
virus. Un virus no es más que un programa y yo había gastado dos años de mi
vida en un monasterio cisterciense diseñando éste. Aquel fue mi mejor momento
como creador, un virus es destructor pero también lleva intrínsecamente una
enorme belleza. La elegancia del asesino con smoking. Aquel era un proyecto
cargado de amor por lo bien realizado, el dinero había dejado de ser un
problema, era, como mucho, un estímulo.

 -¿Cómo es posible, Rick? Un hombre posee una barba de 15.000 pelos y tú, a
tus diecisiete años, no tienes todavía ninguno.
 -Hormonas Harry, mucha pasta gastada en hormonas - sonrió mientras seguía
contemplando en el holoproyector un concurso de air-bagging. Con coches de
gasolina se lanzaban a toda velocidad contra una pared de hormigón, a mayor
velocidad más dinero. A veces aquellos viejos trastos con air-bag no
funcionaban, la mayoría se descoyuntaban en el choque, ahí estaba la gracia,
claro. Rick, el complaciente compañero de Jimmy, un homosexual poseur,
andrógino y caprichoso bebía su refresco. Siempre he sido tildado de ser frío.
Llevaba semanas sabiendo que iba a suprimirlo. No es como en los holofilms.
No hay discusiones, ni peleas. Nadie alza una pizca la voz. Nadie modifica sus
comportamientos. La muerte se acerca con una sonrisa en los labios.
 -No deberías beber tanto refresco light. Rebosa ciclamato y es cancerígeno.
 -Harry, es probable que seas inmortal, no conozco a nadie tan viejo como tú en
este negocio, pero déjame con mis vicios. Nadie pretende llegar a tus gloriosos
treinta y ocho.

Un discreto ulular sonó en mi bolsillo, desconecté el teléfono. Era Joe. Mi


agente. Él había negociado este contrato. Un cabronazo. El más borde y elegante
de los agentes en el mundo de la información ilegal. Vendería a su madre por un
tres por ciento. Tal vez incluso por un dos setenta y cinco.

 -Te retrasas. ¿Todo listo por ahí?


 -Deberías estar en España con Bertha. He contactado con mamá en Madrid y
todavía no habías llegado.
 -Hemos salido de New York hace diez minutos, lo de siempre: problemas con el
satélite, no conectaba bien con el piloto automático. Cuando no es eso son los
reactores de hidrógeno. Hemos nacido perfeccionistas en un mundo chapucero.
De todos modos ya estamos en la estratosfera, en 50 minutos habré llegado. Con
Bertha. ¿Has hecho los deberes?
 -Estoy en ello. Estoy en ello.
 -¡Go-ahead!

En ese momento salió Jimmy de la ducha, con el rostro feliz, sonriente. Relajado
después de su dosis de sexo. Jimmy fue siempre un pesimista feliz. Una rara
avis. Practicar el sadomasoquismo con jovencitos no elevaba mi concepto sobre
su persona pero resultaba práctico pues mantenía su equilibrio en el ordenador.
Además, su prestigio facilitaba los contratos.

Encendí un cigarrillo. Traté de concentrarme en el trabajo. En este negocio hay


gilipollas listos y los hay tontos. Yo los prefiero listos porque los tontos se
comportan de modo imprevisible. Cuando el gilipollas es tu cliente hay que
enseñarle cómo funcionan las cosas. Es el precio que pagas si traspasas el límite.
A veces eres tú el que paga el error del cliente. En algunas ocasiones tienes que
intuir de dónde va a venir el golpe. Pura rutina.

 -En el correo electrónico hay un mensaje de nuestro cliente.


 -¿Qué? ¿Ese loco nos manda recados? -verifiqué rápidamente. Su lectura fue
cabreante: "Un hombre no se acuesta con serpientes. Víctor."

Me entretuve pensando. Para ir deprisa razona despacio. Es lo que siempre me


he dicho. No debe ser una mala política porque todavía sigo con vida. Víctor era
el nombre en clave de nuestro cliente. Nuestro indiscreto cliente era tan
ambicioso como impaciente, así le ha ido. Le gustaba controlarlo todo respecto
de sus empleados. Casi todos los hombres de negocios son así: señores feudales.
Que tuviera conocimiento de mi affaire con la hija de von Rilke resultaba una
hipótesis poco probable dado el escaso lapsus de tiempo. Que estuviera
vendiendo a su hombre en mi equipo era una absoluta estupidez. Rick portaba
implantes de localización en su cerebro, llevaba un pasajero como se dice en el
argot. Por eso yo no había unido a Jimmy con el resto del equipo. Precaución
lógica. Tesis. Antítesis. Síntesis: Víctor era un gilipollas. Un gilipollas con
dinero. Alguien acostumbrado a controlar, manosear y decidir acerca de las
vidas privadas de sus subordinados, decidir por ellos lo que era correcto o no, lo
que se haría y lo que no.

Pero había firmado un contrato. Un contrato sellado y formal. Con su actitud me


revelaba que el hombre que había infiltrado en mi equipo le había soplado los
comportamientos sexuales alocados de mi experto con jovencitos de toda
procedencia. Violación de las cláusulas. O proceder rápido o evidenciarnos antes
de empezar. En este mundo la vida depende tan sólo de ser un segundo más
rápido que los demás.

 -Jimmy, ¿tienes ekaldotenima? Creo que voy a necesitar una buena dosis. He
pasado un noche horrible. Necesito un par de pastillas.
 -Claro Harry -marchó sumiso hacia el baño. Deslicé el seguro y activé el arma.
El arma avanzaba con parsimonia por el carril oculto bajo la manga de mi
camisa hasta rozar la palma de mi mano. Dejar caer (fingiendo torpeza) el
cigarro sobre la alfombra es un arte. Rick centró su atención en la colilla y torció
el rictus dispuesto a recriminarme mi estupidez. La bala le perforó el cráneo y le
explotó dentro de la cavidad craneal esparciendo una generosa dosis de
casquería por toda la habitación. Entre la carne, si uno se esforzaba, podían verse
abundantes microchips. Enciendí otro cigarro. Jimmy soltó el vaso haloideo y
dejó caer las píldoras, miré al vaso que no consiguió romperse en su caída contra
el suelo. En el ciberespacio Jimmy es un seguro de vida pero en la vida real sólo
piensa con el pene. Si no me lo hubiera encontrado hace cinco años habría
muerto de pura estupidez. No te metas en lo que no puedas manejar. Esa regla
hay que respetarla siempre.

 -¡Oh, no!. ¿Por qué Harry? En la cama era fabuloso y en el ordenador un


discípulo perfecto.- comenzó a sollozar.
 -Trabajaba para Víctor. Éste ha contratado un equipo de seguimiento.
 -No te creo. Rick... él no, nunca.
 -Joe pactó una cláusula en nuestro contrato. Con la indemnización que nos
adeuda podrás consolarte con una docena de efebos. Ahora deja de gimotear y al
trabajo.
 -¿Y qué pasa con todo esto? ¿Qué pasa con él? ¿Y mis sentimientos?
 -Para tí todos los adolescentes son hermosos. Encontrarás otros. Ponte las pilas.
Tenemos un trabajo duro entre manos. Dispones de seis minutos para
empaquetar tus cosas. Mientras yo arreglaré una limpieza.

Conecté el e-mail del ordenador pidiendo acceso con clave a un destino


imposible. Envié una llamada codificada a Karla. Deseaba contratar un servicio
de limpieza de la casa. Algo discreto y de confianza. Nada de huellas ni ADN ni
cadáveres. Ninguna pista. Sin preguntas. En dos horas máximo. Un número de
cuenta en Suiza engordaría un poco más pero los tacaños nunca subsisten mucho
en este negocio. Pago por anticipado. En las condiciones habituales. En aquellos
tiempos Karla ya se había forjado una excelente reputación pero, en aquel
entonces, seguía perteneciendo a lo que en la jerga del oficio llamamos el
mercado de las pulgas, es decir, que todavía no había llegado al gran negocio de
los peces gordos donde realmente se mueven las cifras importantes, ésas que
merecen la pena. Pero Karla ha trabajado siempre a conciencia. Un emolumento
elevado a cambio del mejor servicio.

Toda información referida a aquel asunto debía ser excluida de los archivos
Morgen. No me hacía muy feliz que Rilke se enterase de mis actividades en su
amada ciudad dada su habitual tendencia a tirarte al río con unos zapatos de
hormigón bastante grandecitos. Karla me pidió un suplemento especial. Suponía
un riesgo tapar pruebas al gran sindicato. Aceptar esa cláusula cambiaba las
circunstancias. Eso aumentaba el precio, claro. En esta vida nada es gratis. Y si
lo es, no lo es, sólo lo aparenta. Acepté su precio sin regatear. Al fondo Jimmy
sollozaba como un niño.

Explico el plan de asalto con minuciosidad ayudado por el simulador


holográfico y el ordenador de tácticas. Teóricamente el plan es impecable. Pero
la experiencia impone las naturales reservas. Se sugieren posibles alternativas
(lo que apunta que hay dudas) que son paulatinamente rechazadas. El gran
problema es que dependemos de su confianza y de nuestro topo. Tenemos que
entrar allí, apoderarnos de esos microbios congelados, extraer la información
acumulada de su ordenador para transmitirla y controlar la lanzadera antes de
que el sistema de seguridad se active, la nave explote y nos quedemos aquí,
indefensos y vulnerables, a merced de los elementos, sin posibilidad de regresar
a la Tierra. Dieciséis minutos. Ni un segundo más.

De la funda de una mis muelas extraigo una minúscula cinta magnética envuelta
en un envolvente plástico. En ella está la clave de apertura  y se la entrego a
Stevens, mi silencioso segundo, para que distribuya las armas de asalto. Sólo él
y yo sabíamos dónde se esconden. Se trata de paralizadores. No podemos asumir
el riesgo de usar armas de fuego en la lanzadera y estropear alguna prueba... y
nuestro billete de vuelta. Habrá que rematarlos en el suelo, cuando estén
indefensos. Quienes planean esto viven asépticos y felices. Pero a nosotros nos
toca cumplir. Me siento bastante despreciable.

El profesor Zacarías Scharporv carraspea suavemente y extrae parsimonioso su


tarjeta magnética. Le imito. Nos encerramos en la sala de mando de máxima
seguridad. La única blindada y protegida. La precintamos. Nadie puede entrar ni
salir sin las dos claves. Bueno, eso es pura teoría, en la práctica esta puerta no
funciona correctamente desde que llegamos nosotros. La he reparado al menos
en diez ocasiones y se vuelve a estropear otra vez. Cuando observo que el viejo
transporta un maletín de disquetes con los resultados de sus investigaciones y
comprendo que algo va realmente mal. En esta ocasión el dispositivo de
seguridad opera correctamente. ¿Casualidad? La casualidad en este oficio viene
hermanada en unión incestuosa a la mala suerte.

 -Harry Siegel. -me mira divertido- Nunca pensé que trabajaría con usted. El
enemigo. El chico malo que roba el honrado trabajo de los científicos.
 -Bueno -respondí - para todo hay una primera vez. No soy tan borde.
 -¿Códigos genéticos o aprendizaje? La eterna cuestión. Por cierto, ¿por qué se
compró un ojo de cada color?
 -Iba mal de liquidez y me hacían una sustancial rebaja. Necesitaba
urgentemente otros ojos. Ya sabe, el mal del navegante.

Rilke nunca me gustó. Su pelo teñido y pulcramente adornado con vetas


plateadas artificiales. Su impecable manicura. Sus ojos naranja pálido. Morge
era un lugar aterrador. Pero me encontraba allí. Con traje y corbata y un buen
número de avales bancarios. Al otro lado del ordenador, Joe esperaba el
resultado de la negociación para hacerse cargo de los detalles económicos. Le
necesitaba. Ambos íbamos a engañarnos mutuamente. No puedes hacer un buen
negocio si la otra parte no piensa que te está engañando.

 -¿Qué es lo que tienes? ¿Un programa militar coreano? ¡Dios, me das asco! -
por el momento las cosas iban saliendo bien y el bulo de un falso programa
coreano pasado de contrabando estaba funcionando perfectamente como
tapadera- Harry, muchacho, sabes que no doy consejos pero vas a durar poco si
te empeñas en esa tarea. ¿Sabes qué protege esas investigaciones de ladrones
como nosotros?
 -Una IA. La mejor, según dicen.
 -Nadie ha derrotado nunca a una Inteligencia Artificial. No puede hacerse. Ya
lo hemos intentado. ¿Te crees mejor que yo?
 -Sólo me alquilas el material - el tuteo suponía colocarme a su nivel y cabrearlo
un poco- y, para que no te duela la cuenta corriente, pago la prima del seguro por
si se pierde o deteriora. No te pido lo mejor, sólo algo de buena calidad. Sabes
que si no me lo alquilas a mí nadie te lo solicitará y dentro de dos años será
chatarra, es la obsolescencia tecnólogica.
 -¿Por qué te acostaste con mi hija? ¿Pensaste que eso facilitaría mi decisión?
 -Sé que piensas que estoy zumbado, que tengo demasiadas neuronas muertas.
Eso es cierto. Pero todavía sé que follarse a la hija del jefe no es el camino más
idóneo para conseguir un buen trato. -hice una pausa- Por si te sirve de algo te
diré que no la he contagiado nada, que pusimos los medios adecuados y que
ignoraba que se tratara de tu hija.
 -Hijos. Nunca los conoces bien. Crees que sí. He tenido cientos de amantes, lo
he probado todo. Pero la pasión por tu propia carne es la más feroz. Mi hija... mi
hija.... mi dulce Marlene...

La confesión de un incesto no resulta el mejor modo de hacer negocios. No


sabes qué decir o qué callar. Administrar el tiempo forma parte de un negocio. Ir
deprisa. Ir despacio. Eso no se enseña. No se aprende. Lo llevas dentro. Puedes
mejorar pero la esencia está en tus genes. Vales o pereces. Así de fácil.

 -Quiere actuar en el negocio. Yo puedo delegar tareas y conseguirle una vida


larga y provechosa. Existen medios para prolongar la vida si puedes costearlos.
 -Lo sé. Nunca me han interesado. Los cowboys morimos jóvenes.
 -Te ha elegido. Después de siete meses de estudio considera que eres la persona
adecuada.
 -Adecuada... No entiendo, ¿adecuada? ¿Adecuada para qué?
 -Formar parte de tu grupo supone el entrenamiento que ella necesita.
 -Los hay mejores.
 -Ya lo sé. Pero ella te ha elegido y me alegro mucho hijo, estoy feliz por su
decisión.
 -Crees que fallaré. Crees que todo será un fracaso, que acabaremos todos
muertos o presos. El fracaso y el dolor son la mejor medicina.
 -Exacto. Por eso voy a concederte esos instrumentales a muy buen precio. En
cuanto la cagues, ella volverá a casa.

Pero fue un éxito. Y ella permaneció junto a mí. No para siempre, es lógico.

Para siempre es demasiado tiempo...

El sistema de seguridad se desactiva y en la caja de seguridad encontramos un


diskette. Aplicando el disco llave del profesor abrimos la caja de Pandora. No
entiendo casi nada. Continuamente leo en la débil luz azulada de la pantalla
titubeante el nombre de Sarao Takase. El rostro del profesor Scharporv se va
tornando morado conforme va leyendo en la parpadeante pantalla para pasar más
tarde a esbozar una sonrisa amarga y juguetona; y luego me lanza una mirada
especulativa. Al final suelta una prolongada carcajada. Mato un mar de molestos
insectos. Su faz se torna demasiado meliflua y melosa para mi gusto. Acabo con
otro mosquito.

 -¿No va a contármelo?
 -Claro. Usted es la parte operativa, tiene derecho a saberlo. ¿Ha oído hablar del
microbiólogo Wolf Vladimir Vishniac?
 -Los japoneses han desarrollado un proyecto con ese nombre pero por lo demás
ignoro quién es. En realidad, me lo contaron, pero ya lo he olvidado.
 -Verá, Vishniac desarrolló lo que sus amigos llamaron la Trampa del Lobo.
Bastaba con transportar hasta Marte una pequeña ampolla de materia orgánica
nutriente, obtener una muestra de tierra de Marte para mezclarla con ella, y
observar los cambios en la turbidez del líquido a medida que los bacilos
marcianos (si los había) crecían, suponiendo que crecieran. Su punto débil
estribaba en que dependía de que a los bacilos les gustase el agua. La gran
ventaja es que no imponía condiciones a los microbios marcianos sobre lo que
debían hacer con su comida. Solamente tenían que crecer.
 -¿Tuvo éxito?
 -De repente el proyecto se paralizó. No le dieron explicaciones. Restricciones
presupuestarias fue la causa esgrimida.
 -Hay más supongo.
 -El 8 de noviembre de 1973, Vishniac, su nuevo equipo microbiológico, un
compañero geólogo y un guía de origen japonés fueron trasladados desde la
Estación de McMurdo hasta una zona próxima al Monte Balder, un valle seco de
la cordillera Asgard. Su sistemático plan consistía en implantar las pequeñas
estaciones microbiológicas que él mismo había diseñado para esa expedición en
el suelo de la Antártida y regresar un mes más tarde.
 -No es que no me interese su historia pero quisiera saber porqué el contenido
del disquete es tan importante. Habla usted muy despacio.
 -Vishniac regresó pasado un mes junto con su acompañante japonés para
recoger las muestras. Dieciocho horas después su cuerpo fue descubierto en la
base de un precipicio de hielo.
 -¿Y su acompañante?
 -Nunca fue encontrado. La CIA realizó una investigación pero es material
reservado.
 -¿La CIA? ¿Por qué?
 -Vishniac portaba un cuaderno marrón en el que iba anotando todo cuanto
acontecía. Había hojas arrancadas. Muy suavemente. Casi imperceptiblemente.
Sus experimentos, a dieciséis grados bajo cero, una temperatura similar a la de
Marte en verano, estaban dando frutos.
 -¿Y qué tiene todo eso que ver con ese Sarao Takase?
 -Takase fue compañero de Vishniac en la Universidad de Rochester.
 -Pero según el disquete Takase nació en 1927.
 -Yo no le he permitido leer nada.
 -Coloqué una micropantalla hace unos días. He podido leer cuanto no se hallaba
cifrado.
 -¿Por qué cree que viene cifrado? –responde divertido-.
-Volvamos a Takase. Nadie vive más de trescientos años. No puede ser el
mismo Takase que que se encuentra en la nave japonesa.
 -Hibernación. Takase era un genio pero había nacido demasiado pronto. Su
talento se desaprovecharía por falta de medios técnicos. Había que esperar.
Aceptó ser hibernado hasta que llegara su momento.
 -Hasta que... hasta que el hombre dispusiera de los medios necesarios para venir
a Marte a investigar in situ.
 -¿Es imposible?
 -Difícil sí. Imposible... A finales del siglo XX la nevera ya empezaba a
funcionar. . La técnica era rundimentaria: en los dos minutos que siguían a la
muerte del paciente, el cuerpo se introducía en hielo. Luego se le almacenaba en
el centro de conservación, donde se reemplazaba –progresivamente- la sangre
por una solución fisiológica que contiene un antigel a base de glicerol. Cuando
la concentración del antigel llegaba al 30 por ciento, el paciente era enfriado
durante unas diez horas hasta que su cuerpo alcanza temperatura del nitrógeno
líquido y, de esta manera, se conservaba en buen estado. Pero en 1973... ¿podían
hacerlo?
 -Lo hicieron. Pero Takase no viaja en esa lanzadera. ¿Por qué habría de
hacerlo? La CIA ya lo sabe, la Agencia, no.
 -¿Estoy comprendiendo bien sus palabras?
 -Mire, yo soy americano pero molesto al poder por mis manifestaciones
izquierdistas y teófobas así que me dieron a elegir: Marte o la expulsión de la
Universidad. Usted no tiene patria, es un espía acabado, no se lo tome a mal,
pero es la verdad. Janine está completamente zumbada y demasiada gente quiere
su cabeza. Si repasa la tripulación con escrúpulo verá que todos estamos en la
fase terminal de nuestras carreras. Peones sacrificables. Es una trampa. El
disquete nos da instrucciones sobre cómo tenemos que comportarnos en los
próximos minutos.
 - ¿El disquete? ¿Cómo es eso posible? Esa caja fuerte la programé yo mismo.
 -Dígame Mr. Siegel, ¿quién descubrió este proyecto?
 -Francia, pero nunca se adhirió por completo al servicio secreto de Unión
Europea. Ya se sabe, son muy chauvinistas.
 -¿Quién sustituiría a la Agencia en la labor de contraespionaje?
 -La CIA. Francia. Yo que sé...
 -La Agencia ha preparado todo de forma bastante ilógica. Un abordaje en el
espacio es una aberración. Si esto lo hubieran dirigido los americanos se hubiera
esperado que llegaran a un sitio discreto. Aquí nos observa media humanidad
impunemente. Basta tener un buen telescopio de precisión. Requiero su opinión
profesional: ¿Somos un simple cebo?
 -Parece pausible. La Agencia nos entrega al desastre y finge retirarse del asunto.
O, simultáneamente, están elaborando otro modo de apoderarse de sus microbios
marcianos, un medio más ponderado y lógico. No obstante, si tuviera que
apostar mi alma diría que lo que realmente ocurre es que han diseñado con
tremenda torpeza esta alocada empresa. Otra chapuza de la Agencia. Pero
alguien ha dado el cambiazo a ese disquete a mis espaldas. Parece evidente.
Pero, ¿quién? Alguien que esperaba que nos metieramos en este despropósito.
 -Los japoneses. La CIA. En realidad, ambos. Una alianza temporal, una unión
contra natura pero necesaria. Sin que sirva de precedente.
 
            CAPITULO 4

Un lugar por sí mismo no posee valores. Somos nosotros quienes, con nuestra
subjetividad, se los otorgamos. Allí donde la vida nos trata bien tendemos a
considerarlo benigno como un axioma inalterable y universal sin entrar a
considerar que otros pueden haberse llevado en el mismo sitio el trago más
amargo de su vida.

Viena, con su sol no dañino por aquel entonces, sus aromas, su alegría, la risa
despreocupada y confiada de sus gentes será hermosa para siempre en mi
corazón aunque hoy ya sea, como el resto del continente, un residuo esquelético
devorado por la contaminación y la lluvia ácida. Por eso no quiero volver, deseo
conservar en mi retina aquella imagen irrepetible. Porque allí, por primera vez,
fui completamente feliz en toda mi vida, mucho más que cuando burlé mi primer
sistema de vigilancia o logré hacerlo con una chica.

Aquellos inigualables diez días de primavera que discurrieron en compañía de la


Casablanca que me gusta recordar serán imborrables. Por eso, la Viena que
había antes y la que fue después no me dicen nada. Porque allí yo no albergaba
felicidad dentro de mí. El amor transforma lo que toca en belleza (porque
cuando brota el amor las más nimias cosas adquieren una trascendencia superior
a las expectativas) y cuando se esfuma (porque las inexorables leyes de la vida
dictaminan que se desvanece), como un perfume delicado y efímero, cuando
sólo te quedan los recuerdos, el dulce néctar de la melancolía ensalza y adorna
más esos recuerdos. Con el transcurso de los años la mente borra los malos
recuerdos, los suaviza y, en cambio, realza los momentos emocionalmente
positivos. Eso es todo cuanto me queda después de una vida, aquellos breves
fragmentos de felicidad en Viena.

Cuando todavía era Marlene me confesó que su padre ya sabía lo nuestro. Que
no le gustaba pero que tampoco podía impedirlo. Fingí creerla. ¿Por qué no?
Fueron unos días estupendos aunque lo cierto es que no hacíamos nada especial.
Los indicadores de incidencia de rayos ultravioleta permitían pasear y
recorrimos sucesivas veces (cogidos de la mano como dos adolescentes) la
Kärntnerstrasse. Algunas veces entrábamos en las tiendas de postín que allí
había y le hacía regalos. Pequeñas cosas. Ella prefería mariposear en torno a los
cafés de los Graben o vagabundear por el barrio judío. Por supuesto montamos
en la vieja y gigantesca noria del Prater. Dejamos que un cochero (con su típico
bombín) nos contara un montón de mentiras sobre el imperial pasado de la
ciudad mientras los caballos trotaban rítmicamente; devoramos (aunque yo al
principio con cierta aprehensión pues soy un producto de la comida basura) dos
fantásticos wienerschnitzel (nunca pensé que un filete de ternera salteado,
rebozado en huevo y con rábanos supiese a gloria), saboreamos todas las
especialidades de la pastelería vienesa y probamos todos los vinos (siempre vino
blanco) que se pusieron a tiro. Hasta en eso tuvimos suerte pues casi ninguno de
ellos poseía esos tonos rojizos o castaños, signo de que se había oxidado en
exceso. Luego, como en un sueño, cocaína y sexo. Y amor. También hubo amor.
Y, cuando ya no respondían nuestros cuerpos, un paseo por Heiligenstadt.

Recuerdo nuestra visita al palacio barroco Belvedere. Por primera vez me habló
de trabajo. Quería venirse conmigo. Integrarse en mi pequeño grupo. No quería
casarse y parir hijos, criarlos, tener un orgasmo al año, engañar a su marido y ser
engañada por él, acudir a fiestas aburridas, desperdiciar la vida como arena que
se escapa entre los dedos y, sobre todo, ser algo más que la hija de su padre y la
nieta de Otto von Rilke. Y fui tan idiota que la creí. Dicen que el amor nos hace
felices, discrepo. Lo que sí sé es que nos hace imbéciles. Yo ya sabía que me
estaba mintiendo. Y la creí. ¿Cómo se puede ser tan idiota? Resultaba tan
hermosa, repleta de una aparente candidez. Cómo decía mi maestro el gran Don
Giovani: "Se non é vero é ben trovato".

 -Yo ya no soy un vaquero que vuela en el ciberespacio.


 -¿Ah, no? -me dio un beso- ¿Y qué eres?
 -Una herramienta al servicio de quien me paga, princesa. A veces me sirvo de la
informática, otras toca robar documentos o cuadros. O secuestrar personas. Es
un oficio como el de espía pero para los particulares adinerados y
multinacionales tramposas. Si -le devolví el beso-. Soy un espía en alquiler. Un
mercader de la información con una tapadera legal.
 -¿No quieres que vaya contigo por mi padre? ¿O crees que no daré la talla?
 -Te quiero, por eso no debes unirte a mí. Es la constante Sísifo.
 -¿La constante Sísifo? -me miró fijamente con esos hermosos ojos sintéticos
que su padre le había regalado para su cumpleaños-.
 -Si entras ya no sales. Ésa es la constante Sísifo.
 -¿Quién era Sísifo?
 -Un rey de la antigua Grecia. Los dioses le condenaron a llevar una enorme
piedra hasta la cima de un monte y cuando estaba a punto de conseguirlo se caía
y tenía que volver a empezar. Así hasta el infinito, una y otra vez. Sin descanso
ni esperanza.
 -¿Qué hizo?
 -No estoy seguro, pero creo que fue por robar algo.
 -Llévame contigo Harry.
 -Verás, nadie te dirá esto y si lo hago es porque me has arrebatado el juicio. El
trabajo de un espía estriba en la captación. Estudias a un sujeto, analizas sus
debilidades, buscas ganarte su confianza y le pides, al principio, cosas sencillas,
cosas que a lo mejor no necesitas pero eso no importa, son cosas fáciles, exentas
de verdadero riesgo y él cree que podrá cumplir el encargo y salir sin ser
descubierto, obtener lo que quería con facilidad y luego recuperar el control de
su vida, pero tú cada vez vas pidiendo más y más. Está en tus manos. Si se
empieza estás atrapado. Para siempre. El topo es un eterno prisionero de su
doble vida.
 -Quiero ir a ese mundo tuyo.
 -Suponiendo que tu padre acceda, cosa que dudo, te haré un favor.
 -¿Cuál?
 -Los camellos inician a los clientes con una dosis gratis. Ven conmigo, la
primera vez es gratis, pero si decides seguir, tendrás que pagar. No es algo que
dependa de mí, es que todos pagamos tarde o temprano.

El sábado por la mañana llovía tenuemente. ¡Qué maravilla! El agua limpia y


fresca caía sobre mi rostro. Me acerqué hasta el mercado al aire libre de
Naschmarkt en busca de algo personal y diferente. Un recuerdo imborrable que
sólo ella y yo compartiéramos De pronto me encontré frente a un anciano que
vendía cintas de video antiguas, esas que veían nuestros antepasados en
televisores porque todavía no conocían el holofilm. Vi el título: Casablanca.
Pidió una cantidad astronómica. La pagué. El viejo croata pensaría que estaba
chiflado pero no, no era así, era peor, estaba enamorado. Por primera y única vez
en mi vida. Afortunadamente, porque la experiencia ha sido realmente dura.

Sus ojos sintéticos brillaron con alegría al contemplar mi regalo. La habitación


que teníamos alquilada disponía de un viejo y achacoso vídeo. Luchamos un
buen rato para entender su funcionamiento y nos tragamos la película. Luego me
fui. Tenía un trabajo pendiente que me había traído a la ciudad.

Cuando volví, exitoso pero fatigado, todavía se encontraba frente al televisor.


Debían ser las cuatro de la madrugada. Todo su hermoso pelo estaba
enmarañado y había varios kleenes mojados por las lágrimas. Estaba finalizando
el film. Era la escena cumbre del final, la del aeropuerto, cuando Rick/Bogart
insta a Ilsa /Ingrid Bergman para que se vaya en el avión.
 

Rick: Escúchame tú. ¿Tienes idea de lo que te espera si te


quedas aquí? Créeme, los dos acabaríamos en un campo
de concentración. ¿Verdad, Louis?

Renault: Me temo que Strasser insistiría en ello.

Ilsa: Dices eso para que me vaya.

Rick: Lo digo porque es cierto, es cierto también que


perteneces a Víctor. Eres parte de su obra, eres su vida. Si
ese avión despega y no estás con él, lo lamentarás.

Ilsa: No.

Rick: Tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana, pero


más tarde, toda la vida.

Ilsa: ¿Nuestro amor no importa?

Rick: Siempre nos quedará París. No lo teníamos, lo


habíamos perdido hasta que viniste a Casablanca, pero lo
recuperamos anoche.

Cuando Renault y Rick se pierden en la niebla y Rick/Bogart apostilla: "Louis,


presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad" ella me araña con
desespero el brazo emocionada. En los cinco años que estuvimos juntos debió
ver la película unas ochenta veces, hasta que se rompió. Era muy vieja y no
pudimos conseguir ninguna otra copia. Pero ella nunca paraba de hablar de la
película, así que pronto nadie la conoció como Marlene von Rilke sino como
Casablanca.

Al despertar al día siguiente la lluvia empapaba el ambiente. Era agradable.


Metidos en la cama, respirando despacio, para no romper la magia. Nunca he
sido más feliz. Permanecimos quietos durante horas hasta que yo tuve que
levantarme para mi próxima cita. No había venido a pasar unas vacaciones.

 -¿Por qué dejaste de ser cowboy Harry? Papá dice que fuiste el mejor.
 -Tres muertes cerebrales, la última de veinte segundos. Tengo suerte de no estar
con el cerebro borrado. Además, con 23 años, uno pierde facultades, se hace
conservador. No conozco ningún pirata informático que haya rebasado los 25.
Debía irme pero necesitaba dinero, así que me metí al espionaje industrial. No es
gran cosa, pero no hay nada mejor para mí.
 -¿Y ya no llevas implantes?
 -Sí. Eso sí, y necesito ojos nuevos cada dos o tres años. Cuando los nervios
ópticos se queman tanto en el ciberespacio el mal del navegante es incurable.Un
buen cowboy quema pronto sus ojos. A veces aún me meto en el simulador.
Pero ahora sobre todo me dedico a programar.
 -¿Me llevarás contigo?
 -Depende de ti. Trabajo con un grupo de locos. No disfrutarás de joyas ni viajes
preciosos. Es un oficio duro. Nadie te va a regalar nada. Lo que quieras tendrás
que cogerlo. Y no olvides la constante Sísifo: nadie sale.
 -La felicidad no consiste en tener cosas Harry. La felicidad es formar parte de
ellas. Quiero ser parte de tu vida.
 -¡Caray! Es una frase muy bonita... Y tienes unas piernas preciosas. Podemos
intentarlo, siempre que tu padre nos deje en paz.

Aprendió pronto. Era realmente buena. Excepcional. Demasiado buena. Un día,


cuando el equipo ya estaba desgastado y usado, cuando ya éramos demasiado
conocidos, cuando ya había aprendido -sotto voce- lo suficiente, nos vendió a los
musulmanes y a los europeos. Debió cobrar un buen precio. Luego marchó junto
a su padre a ocupar su lugar en la empresa familiar. Casablanca había crecido. El
grupo se dispersó con más rapidez de la prevista. Struggle for life. Sólo Jimmy
era localizable y prefirieron dejarle babeando en un hospital que matarlo. No sé
si es que les dio lástima o pensaron que era una venganza más refinada. En
cuanto a los demás los fueron cazando, uno a uno, sólo yo sigo vivo.

De aquellos irrepetibles y despreocupados años que compartimos todavía me


queda el sabor a néctar de melocotón de sus carnosos labios nunca maquillados.

Estoy cansado. Este tête a tête va mal. Él va dos pasos por delante de mí. En la
profesión ésa es una ventaja excesiva. El temido surmenage va a apoderarse de
mi en el momento más decisivo. Siempre es así. Necesito un nuevo estómago, el
que me vendieron en Marraquesh es una porquería. Tres años y ya no tolera
nada. Las míseras raciones de la Renania también han influido lo suyo. Menudo
engrudo correoso y nauseabundo que nos ha tocado tragar. Estas dos últimas
semanas sobre todo, pues aparecieron podridas la mayoría de las cosas que
podían identificarse como alimentos. Un fallo en el termostato. De todos modos
ya lo esperaba. La comida de una estación espacial tiene que ser forzosamente
una porquería.

 -Está usted sudando -comenta irónico el profesor Zacarías Scharporv - .Y con


esa barba de tres días sin afeitar es toda una provocación para los estafilococos
que tanto se prodigan por aquí.
 -Sí -me rasco los pelos de la barba. Pinchan.- No hay agua suficiente para
ducharse normalmente y los aparatos de vibraciones sónicas no han funcionado
desde que Marilyn Monroe perdió la virginidad.

Un titileo en la azul semioscuridad señala que me llaman desde el puente.


Tiempo. Necesito tiempo para calibrar si debo cambiar de bando. El espía lleva
siempre la sangre de Judas y para eso se nace, y yo sólo he aprendido. Contesto
sin saber qué voy a decir. Añoro el ciberespacio. Debí morir allí. Estoy chiflado.
Un cowboy demasiado viejo y cansado. Hay poca gente tan rara como nosotros.
Deben ser los implantes, los chips y las drogas. Se me han acabado las
expectativas. Hace tiempo que me limito a rodar cuesta abajo, esperando tocar
fondo algún día, y ese día no llega. Un sonido me devuelve a la realidad.

 -Señor, hemos bloqueado sus comunicaciones con la Tierra. Ahora nos llaman
solicitando unos recambios estándar para su refrigeración. ¿Qué contestamos?
 -Diles que estamos buscando en el almacén, pero que el ordenador nos confirma
que sí tenemos, lo que pasa es que no están donde deberían. Como somos unos
chapuzas no les extrañará. Preparad un plan de aproximación. Vamos a
unirnos... con mucho cuidado.

Los japoneses. ¿Víctimas o cazadores? La sonrisa de Zacarías Scharporv me


sugiere lo segundo. ¿Me ha vendido Casablanca  por segunda vez? Aunque, en
esta ocasión, ya me da igual.

 -¿Cómo le convencieron? Tuvo que pasar por el suero de la verdad como todos.
Yo mismo lo exigí. Sin excepciones.
 -Elija la respuesta que más le convenza. Opción A: me captaron en Marte.
Promesa: un edén en la vieja Tierra. Opción B: biochips de personalidad. Lo
último que se ha inventado.
 -Inútiles. No se les puede delegar ni un insignificante seguimiento síquico.
-respiro hondo y busco inútilmente algo para meterme en el cuerpo. El profesor
Zacarías Scharporv  parece adivinarlo y me pasa una especie de pistola plástica
diminuta.
 -¿Qué es?
 -Un inhalador de cannabis. Es lo único que me queda. Pero usted parece
necesitarlo más que yo.
 -¿Qué buscan los japoneses? ¿Por qué trabajan, codo a codo, con la CIA?
 -Se minusvalora usted, deben ser las drogas... en realidad le buscan a usted.
Filtraron toda la información a la espera de que lo enviasen a usted porque la
Agencia no tiene buenos profesionales y está demasiado ocupada discutiendo
sobre las competencias de cada país.
 -Entonces la Agencia no me ha traicionado.
 -No. Ha sido tan poco inteligente como esperábamos. No le valoran lo bastante,
Mr. Siegel. Para matar a un peón sacrifican a la reina.
 -¿Que desean de mí? Míreme. Un ex-cowboy drogadicto.
 -Puede usar su imaginación.
 -¿Me quieren como entrenador para sus propios cowboys? No puede ser otra
cosa. Para que pruebe nuevos campos de hielo, su sneaker a sueldo.
 -Los japoneses no tienen miedo, son metódicos, instruidos y pacientes pero en
el ciberespacio fracasan frente a Europa. Pese a toda su tecnología. Y nosotros
también. Increíble pero cierto. La Agencia es una chapuza pero la gente de
Rilke.... ese alemán lleva años jodiéndonos con su sindicato Morgen. Lo hemos
probado casi todo. Usted es nuestra esperanza.
 -Usted mismo lo ha diagnosticado: porque no tienen miedo, el miedo y la
imaginación van unidos de la mano. La creación de alternativas ante los virus
exige preparación y equipo, pero sin imaginación, sin improvisación no vales
nada y eso es muy difícil de enseñar. Por eso usamos drogas. Estar dentro tanto
tiempo sería imposible de otro modo. Cuando sales necesitas las drogas.
 -¿Para qué?
 -Para que el mundo resulte tolerable.

Después de inhalar el cannabis no me siento mejor. Cuantas más vueltas le doy


al asunto menos me gusta. El recuerdo de Viena se había convertido en una torta
de chocolate Sachertorte deshaciéndose en mi boca. Ahora sólo queda un sabor
amargo y caliente como a neumático o plástico quemado.

 -Los americanos estáis metidos en esto. Tú eres de la CIA. Y debes tener algún
compañero más infiltrado. Vosotros estáis tras el proyecto Vishniac, mostrastéis
su apetitoso contenido a la Agencia como hizo la serpiente a Eva y la Agencia
picó. A Rilke jamás le hubiéseis engañado Y Casablanca ideó esta intrincada
madeja para entregarme.
 -Ya les dije que un hombre de su talla lo descubriría, pero ya es tarde. Sí,
Janine, yo y el pobre Anderson. Todos de la CIA. Pero ahora ya no puede
elegir... si quiere vivir.

Miro fijamente el inhalador. ¡Dios de mi vida! ¿En qué estaría pensando? No te


fíes de nadie, sobre todo si parece una buena persona. Hasta un novato cumple
esa regla de oro. Estoy cayendo bajo, cada vez más.

 -¿Qué es lo que he tomado?


 -Lo ignoro. Tardará unas 15 horas en hacerle efecto. Y el antídoto es una droga
que se encuentra en esa falsa nave nodriza.
 -¿Por qué?
 -Desde hace un siglo Europa no inventa nada. Roba. Vuestros cowboys han
saqueado a nuestras empresas y también a las japonesas todo este tiempo.
Estamos hartos. Hundís nuestra economía. Sois parásitos que debemos suprimir.
Morgen debe ser borrada del mapa. Tenías razón antes, Harry. ¿Me permites el
tuteo?: tú puedes construir nuestras defensas, plantear trampas, romper su hielo,
yo que sé. No tengo ni idea de informática aparte de guardar datos en un disco
duro. ¿Cómo? No es de mi incumbencia, los jefes decidirán eso.
 -Casablanca me ha vuelto a vender.
 -Sí. Es una furcia, ¿verdad? -su sonrisa autosuficiente me daba rabia- Cuando te
localizó el Mosad le pasó la información a ella. Le debían ese favor. Parece que
te tiene afecto porque te vendió a nosotros y no a los árabes. Todo un detalle,
¿no crees? Te localizó para la Agencia y en cuanto ha podido nos ha llevado
hasta ti. Ha traicionado a la Agencia y de nuevo a ti. ¿No es romántico? -suspiró
afectadamente-. Todo esto -hizo un gesto que aludía a esta aventura- se hubiera
podido evitar si nosotros te hubiéramos localizado antes que nadie o el Mosad
nos hubiera informado primero. Pero así en tu cerebro hay una mayor
información sobre la Agencia, muy interesante para la CIA, que podremos
extraerte, no hay mal que por bien no venga. Consuélate Harry, al venderte tu
querida Casablanca ha firmado la destrucción del sindicato Morgen. Será tu
venganza. ¿OK?
 -¿Quién ha dicho que yo me quiero vengar?

No recuerdo haber llegado hasta allí. Un efecto de las drogas probablemente


aunque resulta extraño que lograse penetrar en el Caribe. Tal vez alguien me
ayudó a condición de borrar de mi memoria esos fragmentos para permanecer en
la sombra. Extraño en verdad. Sobre todo si tenemos en cuenta que esa parte del
planeta es de acceso restringido porque todavía queda ozono. Un día, después de
una larguísima huida cuyos detalles (propios de una fantasía anfetamínica) he
decidido olvidar, me encontré en la noche del caluroso Caribe, amodorrado en la
barra del Killer Toons.

El Killer Toons había sido antaño un burdel de mucho lujo. Sin duda conoció
tiempos mejores pero todavía se mantenía activo. La orquesta se situaba al
fondo, donde no molestara demasiado. Las chicas, unas mulatas de dentadura
amarilla y muy pintadas, parecían simpáticas. Era parte de su trabajo. Un trabajo
asqueroso.

Los gorilas del Killer Toons me habían querido echar de allí. Pero cuando se
trabaja en mi gremio uno debe ser rápido y peligroso. Lo fatigoso fue tener que
enterrarlos luego. Ocupé su lugar. A rey muerto rey puesto. Tenía un trabajo,
treinta dólares y un cuartucho en la parte de arriba, que olía a resina de hachís.
Menos era nada. Seguía vivo.

También me había provisto de un microtraductor que había enchufado a mis


neuronas. Microsoft de idiomas. Español-Inglés. Inglés-Español. Sencillo pero
eficaz. Un diccionario constructor de frases y traductor simultáneo. Te permite
conversar en un idioma extranjero. Nada complicado. Algo barato, de precio
razonable y competitivo para turistas snobs de clase media que deseaban pasar
una larga temporada en el lugar sin conocer una sola palabra de castellano y
tenían un conector de plasticarne. Era simplemente un lexicón de baja intensidad
al que mi conector le extraía un gran partido.

De todos modos necesitaría algo de más calidad si iba a quedarme una buena
temporada: un programa completo, que fuera similar a un injerto de poca
intensidad. Eso mejoraría mi acento. Sin embargo no debía delatarme utilizando
dinero de plástico. Mis cuentas secretas debían estar vigiladas. Siempre hay un
mercado negro. Sólo había que encontrarlo. Hice propósito de reunir el dinero
necesario. Acudiría al mercado negro. Siempre caro pero disponible. Es lo
último que resiste en nuestros días, lo que impide que el hombre sea defintiva y
totalmente manipulado: el poder egoísta de la corrupción.

Cada minuto que pasaba en el Killer Toons esperaba ver un grupo de asesinos de
piel morena y acento árabe armados hasta los dientes viniendo a por mí. Bebía.
Olvidaba. Y volvía a beber. Y cuando el miedo quedaba ahogado en alcohol sólo
quedaba un enorme vacío. Olvidar a Casablanca me dejaba totalmente huérfano.
Volvía a beber. Un círculo vicioso.

Los meses que pasé allí no fueron gloriosos pero tampoco puedo quejarme.
Gloria la gitana me echaba las cartas y me anunciaba tiempos mejores. A veces
alguna de las chicas se acostaba conmigo, salario en especie. La droga se movía
con facilidad y nunca la policía venía por allí. Bueno, de paisano sí, a esnifar y
fornicar gratis. Pasaba casi todo el tiempo borracho. Un par de veces vinieron
matones a armar gresca. Me encargué meticulosamente de enseñarles el camino
de regreso pero con un rostro que necesitarían la partida de nacimiento para que
les reconociesen sus familias. Luego la mala reputación hizo el resto.

Ya me empezaba a acostumbrar a toda aquella monótona y tranquila vida.


Algunos gritos, mucho carmín y cierto olor a humedad que iba pudriendo, poco
a poco, todo aquel garito de madera. Al principio padecía de agorafobia pero
acabé por superarlo y, todos los amaneceres, paseaba por la playa acompañado
de mi botella de Jack Daniels. No era una mala vida. En realidad nunca había
estado tan tranquilo. Con pocas responsabilidades, algo de dinero y un trabajo
sin complicaciones. Yo, una botella y el mar. Y recuerdos. Demasiados.
Amargos.

Una noche de sofocante vulturno un tipo con unas espaldas como un armario y
un escuchimizado secretario, ambos muy trajeados, se dejaron caer por el local.
Fueron directos a la barra. El camarero hawaino estaba ayudando en la cocina
así que yo mismo, en un gesto de total identificación con el local muy habitual
en mí, ejercí de barman. Me pagaban un pequeño suplemento por ser barman los
días de mucho gentío. El Killer Toons no usaba robots. Ésa era una de sus
ventajas. A los clientes les espantaba su presencia. Así que a veces servía copas.
Dos tragos para mí y uno para el cliente. No es difícil saber las preferencias de
los clientes fijos y en el fondo lo único que la gente quiere es que les escuchen
un poco. Vaciarse. Mirarse al espejo es terrorífico. A mí no me importaba
escuchar, lo que no quería era hablar yo. No es difícil aguantar a los demás, lo
realmente difícil es aguantarse a uno mismo. De los demás podemos escapar.
Pero nadie escapa de sí mismo. Aquellos dos tipos me taladraron con los ojos.
No me gustó la impunidad de su mirada. Tampoco su falsa y desmedida sonrisa.
Pero pregunté muy amablemente qué iban a tomar.

 -Un Martini y una Heineken. -solicitó el más bajo.


 -Claro.
 -Y ponte algo para ti, Harry. Nosotros invitamos.-sus dientes eran perfectos.
 -Se equivoca -sonreí mientras calculaba a cuantos pasos se hallaba mi pistola-
Mi nombre es Hans, Hans Mayer. Además, nunca bebo con los clientes. Nunca.
Normas de la casa.
 -Casablanca está ahí fuera Harry. Quiere verte.
 -¿Casablanca?.
 -Has tenido suerte de que hayamos sido nosotros los primeros en encontrarte.
 -¿Casablanca?
 -En el coche Harry. Esperando a que salgas. Ella nunca entra en sitios como
éste.
 -Ella nunca se mueve mientras pueda conseguir que otro haga su trabajo.
 -Tal y como yo lo veo no tienes mucha elección.
 -¿Qué quiere?
 -Te necesita Harry, necesita tu magia. Quiere que formes un equipo y secuestres
a alguien, un japonés. Eres perfecto para ese trabajo y contarás con todos los
medios. Casablanca trabaja ahora para la Central de Inteligencia Europea. La
Agencia paga. No tienes que trabajar para Rilke.
 -¿Sabes a cuanta gente he tenido que matar para poder llegar vivo hasta aquí? Y
todo por su culpa. Gracias a ella han matado a mis colaboradores.
 -Pagan muy bien Harry. Podrás incluso colocarte unos ojos nuevos del mismo
color.
 -¿Por qué debería aceptar? Puedo mataros y huir.
 -La constante Sísifo, Harry.

Me despedí de la patrona. Una mujerona inteligente. No hizo ni una sola


pregunta estúpida. Sólo inquirió si volvería. Contesté que no. A veces, cuando se
ponía triste, me contaba historias y nos acostábamos juntos metiéndonos toda
clase de drogas sintéticas, de diseño, una maravilla. Buscaría a otro tipo solitario
que escuchara sus historias. Una mujer con una filosofía práctica de la vida.
Vivir y morir. Como un cowboy. Un alma gemela. Gente como nosotros. Sólo
que al revés: ella vive despacio y piensa deprisa.

El automóvil era blanco merengue. Largo como un día sin plan. Casablanca
fumaba. Un nuevo look. Sus ojos eran invisibles. Anteponía unas gafas negras.
Le di la maleta al gigantón. El chófer, un caucásico de gesto adusto, puso en
marcha el coche. Un rolls increíble. Casablanca siempre ha tenido un gusto
inefable para los coches. Me miró fría y despectivamente. Me había vendido,
nos había vendido a mí y a los chicos y ni tan siquiera deslicé una palabra de
reproche. Comerció con nuestras vidas como quien vende mineral. Muchas
veces, en la vigilia, había fantaseado con el sermón escueto y duro que le soltaría
si el azar la ponía a mi alcance antes de matarla. Se me pegaron los labios y la
lengua se hinchó. ¿Qué podía haberle dicho? ¿Se puede razonar con quien ha
aniquilado su conciencia? Debería haberla matado. Quise hacerlo. No pude.

 -No has cambiado mucho.


 -Tú tampoco Harry - se abrió la puerta- La gente como nosotros nunca cambia.

La gente como nosotros, sí. La gente como nosotros nunca cambia. Nunca. Eso
es lo malo.
No hay margen de maniobra. Es probable que lo del veneno en el inhalador sea
falso. No quiero riesgos. Puede ser un farol per,o con su empalagosa y teatral
teatinaria, me había arrojado hacia la más urticante hesitación. La más
primigenia vitalidad del hombre: sobrevivir como fuera, volvía a habitar en mí.
Con una nefaria nictación me contempla. Desgalichado e inverecundo instila el
más impúdico y cínico de los nihilismos. Y era de la CIA. ¡Qué gran actor había
perdido el mundo!.

 -En un minuto y nueve segundos tendré que salir a dar una explicación. Si os
habéis molestado tanto por mi persona es que estáis dispuestos a ofrecer un trato.
Adelante –le dedico mi mejor sonrisa-, si no me gusta te mataré. ¿Me permites el
tuteo?
 -Chico listo. Te queremos en Florida, en la sede federal de Fort Benson. Te
someteremos a un tratamiento para disminuir los efectos perniciosos de las
drogas sobre tu cuerpo. Después tendrás trabajo en el simulador y en el
ciberespacio. Volverás a ser pirata, para nosotros. Y practicarás la docencia, un
selecto grupo de jóvenes espera ávidamente tus enseñanzas.
 -¿Y los amarillos? Algo querrán de mí. En esta vida nada es gratis.
 -Los japoneses quieren entrar en Wagner, el gran sancta sactorum del imperio
Rilke. Durante años han estado sacrificando en balde vidas y recursos. Harry, tú
venciste al sistema Rilke, destruiste su hielo negro. Eso quieren. A cambio te
someterán a un tratamiento antienvejecimiento.
 -¿Qué más? -soy algo intransigente pero negocio es mi destino.
 -Nueva identidad. Nueva vida. Dinero abundante e impunidad. Vivirás en
América cowboy, libre y rico. ¿Qué más puedes desear? Si tienes dinero los
Estados Unidos son el mejor de los paraísos. La Agencia te considerará muerto y
en cuanto al mundo musulmán hay preparado un clon tuyo para arrojarlo a un
basurero en el que los árabes lo puedan encontrar. España tal vez. No somos
Dios, pero sabemos crear clones inanimados. No tienen medios todavía para
descubrir el engaño.
 -¿Y la Agencia?
 -No sabe nada. Esta estación volará en pedazos y la lanzadera puede convertirse
en invisible para los europeos. Pensará que ha fracasado.
 -Casablanca lo sabe.
 -Bueno, "a cada cerdo le llega su San Antón", al menos eso decía mi abuela. Se
trata de un cabo suelto y ya no nos es útil. Nos encargaremos de ella. Pero no te
preocupes, cuidaremos de ti. Y tu cuidarás de que nuestros microbios marcianos
y sus secretos estén a salvo.
 -Acepto.
 -Muy pragmático. Ahora descuelga ese micrófono y manda que se conecten a la
lanzadera japonesa y abran la portilla. Ordena a Tartt que te sustituya. Di que
estas puertas se han bloqueado. Ha ocurrido miles de veces. Tú las arreglabas y
Anderson las estropeaba.

Cumplo sus instrucciones. Un dolor profundo y penetrante se apodera de mi


estómago al mandar gente a una encerrona. Pienso en Casablanca. En su risa. En
su pelo. En su fragancia. En sus lágrimas y fieros mordiscos cuando hacíamos el
amor. Intento recordar esa  alegre y ubérrima sonrisa de seda que exhibió en
Viena antes de que poco a poco envenenase su corazón con esta porquería de
oficio. No encontraré a nadie como ella. Sostengo la teoría de que un hombre
sólo ama de verdad a una mujer en toda su vida. Lo demás no es amor, son
sucedáneos. Presiento que esto es el fin de una hermosa amistad. Yo no soy
Bogart. Y éste no es el final feliz que siempre soñé pero aquí acaba Casablanca.
Probablemente sea una muerte rápida. Espero que no sufra mucho. No por
presentido primero y anunciado después deja de ser un final doloroso. Se lo dije,
pero no me escuchó.

Dentro de poco ella será suprimida con la misma frialdad con la que suprimió a
otros y de ella sólo me quedará el recuerdo de una decena de días en Viena.
Alguien escribió muy atinadamente que cuando algo es bueno queremos que sea
perfecto y si es perfecto anhelamos que dure eternamente. Pero lo perfecto no
está hecho para perdurar. Es una estrella fugaz. Una breve ensoñación.

Casablanca. Aunque me duele el corazón por ello te he querido y quiero más de


lo aconsejable, más allá de mí mismo. Retornaría a tu lado si pudiera aun
sabiendo que volverías a jugármela. Todos necesitamos amor, es cierto que nos
vuelve tontos y estúpidos pero también nos hace felices. Yo lo tuve durante
cinco años. Estuve junto a ti. Me considero muy afortunado por ello, un
privilegiado. Casablanca. Mi único amor, ahora ya casi eres nada. Un cabo
suelto. A los americanos no les gustan los cabos sueltos. Te lo dije, te lo advertí,
pero no me escuchaste. Al final la suerte se acaba. Siempre ocurre así.

Mientras Scharporv hurga groseramente en su nariz mi mente rememora la


imagen de aquel rostro sonriente de Casablanca saboreando al aire libre unas
pancakes crocanti, con la negra melena (recortada con elegancia) alborotada
suavemente, un poco de nata en la comisura de los labios y su cuello francés,
delicado, de cisne, meciéndose dulcemente en mi hombro.

No hallaré a nadie que la sustituya. La he perdonado por todas sus traiciones


pero las reglas son inexorables y no conocen excepciones. Quien a hierro mata a
hierro muere. Se lo advertí en Viena, se lo dije con plena sinceridad: "la primera
vez es gratis, pero si decides seguir, tendrás que pagar. No es algo que dependa
de mí, es que todos pagamos tarde o temprano". Se lo avisé: nadie escapa, nadie
sale. La constante Sísifo no conoce excepciones.

Así es para la gente de nuestra clase, para ese tipo de gente que habita y se lucra
en la mentira, ajenos a la probidad. Estamos condenados a la soledad. No
resultamos miscibles con el resto de la gente. Pudimos haber efectuado una
última jugada al destino o, al menos, haberlo intentado. Juntos. Juntos.
Casablanca. Te lo advertí. Nadie sale. Así son las cosas. Supongo que así deben
ser porque las aceptamos cuando nos mezclamos en esto. Somos un mundo
integrado por seres atípicos. Guardianes y cautivos al mismo tiempo. No somos
muchos. Somos distintos. Si pudiera elegir de nuevo mi vida suprimiría de ella
todo, absolutamente todo excepto aquellos diez días en Viena.

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