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7/7/2019 ¿Hay que defender las humanidades?

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OPINIÓN

EL DEBATE SOBRE LA FILOSOFÍA ›

¿Hay que defender las humanidades?


Los políticos que gestionan la enseñanza han degradado y marginado
sistemáticamente la filosofía
JOSÉ LUIS PARDO

12 AGO 2016 - 21:26 CEST

Al leer la tribuna de Alejandro Prada del 4 de Julio pasado (“Las humanidades fabrican
inútiles”), me llama la atención que esté escrita fingiendo retóricamente atacar aquello que
defiende, es decir, los estudios de humanidades. Quiero ver en ello un síntoma de algo que
desde hace tiempo experimento con insistencia: la imposibilidad de reivindicar abiertamente
estos estudios sin conseguir el efecto contrario al perseguido, es decir, que tal defensa suene
a arrogante fatuidad o a ridículo servilismo. ¿Por qué se produce este perverso resultado? ¿Es
simplemente la torpeza de quienes nos dedicamos a estas cosas, nuestra soberbia al
enarbolar ese estandarte?

Recordemos ante todo que si nos vemos obligados a defendernos no es por altanería o por
petulancia, sino porque quienes administran políticamente la enseñanza han hecho de la
degradación, marginalización y humillación de nuestras tareas una práctica sistemática. Nos
defendemos porque estamos siendo atacados: la filosofía y los estudios de “letras” han
quedado virtualmente reducidos a cenizas en el bachillerato (o en lo que queda de él), y la
enseñanza superior lleva el mismo camino. Puede que se trate simplemente del camino que

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llevan nuestras sociedades, que a menudo imaginamos apoyadas en el principio de utilidad,


que es justamente el que parece excluir este tipo de actividades del catálogo de las que un
ciudadano debería practicar si desea tener un futuro próspero. Espoleados por esta acusación
de inutilidad, nos lanzamos entonces por la peligrosa pendiente de intentar demostrar que,
contra lo que dicen nuestros fiscales, se trata de ocupaciones extremadamente útiles. Y ahí es
donde nos ponemos estupendos o estúpidos.

Estupendos, cuando argumentamos que estudiar a Cervantes o a Parménides, aunque no da


dinero, nos hace más morales, mejores ciudadanos o mejores personas, y que sin estos
estudios desembocaríamos en un mundo inhumano y bárbaro. Estúpidos, cuando intentamos
convencer a “la sociedad” de que las humanidades son políticamente rentables porque nos
proporcionan (esto que viene hay que decirlo muy deprisa y de corrido) “unas-habilidades-
imprescindibles-para-gestionar-los-conflictos-interculturales-que-caracterizan-nuestro-
mundo-globalizado”. Porque todos sabemos que lo primero no es verdad, y se nos podrían
oponer infinitos ejemplos de complicidad entre la cultura literaria y filosófica más refinada y la
crueldad más atroz y sanguinaria, y que lo segundo, además de falso, es una forma de
entregarnos de antemano al enemigo al admitir que Epicteto, Listz o Chardin no tienen en sí
mismos valor alguno, sino sólo el que pueda obtenerse de ellos cuando, una vez reciclados,
prensados, desinfectados y embotellados, se hayan convertido en productos lucrativos a
nuestro servicio, aunque sea un servicio meramente propagandístico.

Además, ¿ante quién entonamos tales defensas? ¿Ustedes han escuchado alguna vez a una
autoridad de la administración político-educativa atacar a las humanidades? Lo hacen, pero no
lo dicen. ¡Al contrario! Se deshacen en elogios de todas estas disciplinas, se hacen lenguas de
su inmensa aportación al capital cultural nacional, y ello no parece impedirles en absoluto
desmantelarlas o desalojarlas de sus lugares sociales. En estas mismas páginas afirmaba
hace poco estar “a favor de la filosofía” el rector de una Universidad que está a punto de
liquidar su facultad de filosofía, asegurando que lo hacía por el bien de los filósofos y para que

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se acerquen un poco más a Harvard en los rankings internacionales de la excelencia (y todavía


se resistirán, los muy paletos). Quienes han convertido los estudios de filología en poco más
que academias de idiomas no han dejado nunca de enaltecer el valor de la literatura para el
conocimiento del mundo y para la formación de una conciencia crítica. Los mismos que han
marginado el estudio de las lenguas clásicas han aprovechado la menor ocasión para exaltar
públicamente el sagrado vínculo que nos une a los clásicos. Así que puede ocurrir que aquí
también la mejor defensa sea un buen ataque. A quienes buscan desesperadamente una
justificación del valor público de las humanidades les ofrezco esta: que sirven para desarmar y
desmontar todos los discursos que “defienden” enfática y grandilocuentemente las
humanidades como signo de distinción social y garantía de probidad moral, denunciándolos
como baratijas ideológicas encubridoras de objetivos impresentables. Y que permiten
desprestigiar y pulverizar las prédicas que hacen ostentación de la rentabilidad de la filosofía y
de la necesidad de su adaptación a los tiempos que corren, mostrando que son en realidad
coartadas para mejor amordazar el pensamiento. Porque estos discursos, que nosotros
mismos producimos cuando nos ponemos estúpidos y estupendos, no hacen más que
contribuir a la pérdida colectiva de la memoria de por qué nacieron y subsistieron entre
nosotros cosas tales como “filosofía” o “humanidades”, y ayudar a romper el vínculo que une
los asuntos de los que tratan estas actividades con la sociedad en la que se desempeñan.

Por tanto, la pregunta no es por qué debería el Estado financiar esas tareas, sino por qué,
hasta hace poco, las financiaba sin cuestionar su “utilidad” y sin que ello generase ningún
rechazo social hacia la poesía o la epistemología que obligase a recordar cada semana sus
muchas “ventajas”. ¿Qué ha pasado para que Platón o Salustio hayan perdido la dignidad que
tenían desde hace milenios? No somos nosotros quienes tenemos que justificarnos ante la
sociedad, sino que son precisamente quienes están desmantelando el sistema educativo
quienes tienen que explicar por qué lo hacen. Y no les debe resultar tan fácil cuando tienen
que maquillar ese desmantelamiento con una oratoria inflamada que encarece a los cuatro
vientos la importancia de las humanidades en los discursos de las efemérides culturales.
¿Será solamente una cuestión de dinero? ¿Hegel o Clarín han caído víctimas de los famosos
recortes? No lo creo. Los estudios de filosofía y letras tendrán muchos inconvenientes, pero
son, créanme, baratísimos. ¿Será ese el problema, que como pedimos poco dinero tenemos
poca importancia?

¿Alguien se acuerda de por qué había facultades de filosofía o estudios de humanidades? Es


muy posible que incluso quienes nos dedicamos a ellos, inmersos en nuestras rutinas,
olvidemos a menudo por qué son actividades tan dignas y respetables como dedicarse a
estudiar la fisión del átomo, el teorema de Fermat o la socialización sexual de los adolescentes
del mundo rural. Ninguna de estas ocupaciones es imprescindible para la supervivencia, pero
todas ellas, igual que las humanidades, investigan cómo y de qué está hecho este tinglado en
el que consiste nuestra existencia. Y, más tarde o más temprano, como les ocurre a los físicos
o a los músicos, los que las desempeñamos recordamos para qué preparamos clases,
escribimos papers y justificamos proyectos: lo hacemos cuando descubrimos, vagando entre

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las líneas viudas de los textos que estudiamos y la mirada atónita de los estudiantes que
atendemos, los cabos sueltos de ese hilo que conecta nuestro trabajo con la urdimbre del
mundo. Todo el aparato de la administración educativo-investigadora es un obstáculo para
este trabajo. Y precisamente por ello nos queda muchísimo por hacer.

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