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Acerca de la a denegación kantiana del

derecho del pueblo a rebelarse contra


el poder legal
SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LA DOCTRINA MORAL Y LA DOCTRINA
POLÍTICA EN LA FILOSOFÍA DE KANT

PEDRO CÁRCAMO PETRIDIS


La idea de la desobediencia civil en la actualidad pareciera ser un derecho del ciudadano, a
la vez que un acto moral que se justifica en algunas circunstancias especiales. Así lo
entendió Thoreau (2017) quien hizo una enorme crítica al Estado y su autoridad, dando
cuenta de que antes que ciudadanos, somos individuos y que, como tales, podemos y
tenemos el derecho y la obligación moral, de oponernos y resistir aquello que consideramos
injusto, sea porque atenta contra la sociedad en general o contra nuestra persona en
particular. El fondo de la idea de Thoreau (2017), respecto a la desobediencia, residía en la
idea de que la ley puede, incluso habiendo sido producto de una discusión consensuada, ser
injusta, por lo que el acto de rebelión tendría que ser todo lo contrario, una acción justa.
También Hannah Arendt (2015), más tarde, considerará que la desobediencia puede
encontrarse justificada, siempre y cuando ella no se oponga a la ley, es decir, en cuanto que
permita a la sociedad constituida, mediante la figura del contrato, seguir existiendo. La idea
de Arendt (2015) se centra en que la desobediencia civil puede ser aceptada en ciertas
circunstancias por la propia voluntad legisladora de la sociedad, restando legitimidad al
Estado, pero sin por ello amenazar su disolución. Esta desobediencia, para Arendt (2015)
debe ser, no violenta, debe ser un acto de un grupo que participa de la sociedad civil, debe
centrarse en el diálogo y debe motivar el perfeccionamiento jurídico de la sociedad.
A diferencia de estos autores y de un sinnúmero más, en la tradición política que inicia
Kant (a pesar de Rawls, 1995), la idea de un derecho a la rebelión es inaceptable aun
cuando «a los ojos del súbdito» la autoridad se haya restado del derecho de ser legisladora.
El propio Kant señala en Teoría y Praxis [TP] que: “esta prohibición es incondicionada,
hasta tal punto que cuando incluso ese poder o su agente, el jefe de Estado, han violado
hasta el contrato originario […] al súbdito no le está permitida resistencia alguna” (TP, p.
52-53). La idea con la que Kant (TP) fundamenta esta oposición total a la rebelión está en
que, una vez creada la sociedad civil, cuya representación más fiel es la constitución, no
puede ya estar en manos de la sociedad determinar «un juicio estable» para señalar cómo se
debe gobernar. Kant con esto ya da a entender que el soberano debe concebirse como
representante del pueblo (La Paz Perpetua [LPP], 352/21).
La denegación kantiana del derecho del pueblo a rebelarse contra el poder legal resulta a
ojo de muchos, por ejemplo, Oyarzun (2017), algo paradójico. Más aun cuando el propio
Kant, según Korsgaard (2011) habría mostrado un especial entusiasmo por el
perfeccionamiento moral que habría gatillado la revolución francesa. A simple vista, ya la
idea de la moral y el imperativo categórico, tal como la entiende Kant (La Fundamentación
[FMC], 413/96), es decir, en tanto mandato objetivo de la razón, parece chocar con tal
restricción. Si la razón nos faculta para juzgar aquello que es «prácticamente bueno» por
qué no podemos tender a ese bien en el ámbito de la política y el derecho. Sin embargo,
como se verá en este ensayo, Kant tiene buenas razones para denegar este derecho. En una
primera parte, se verán cuáles son estos motivos y cómo ellos se relacionan con la doctrina
moral kantiana. Luego, se analiza el rol de la moral en la vida práctica, dada su relación con
la vida política. Para, por último, y a modo de conclusión, reflexionar en el cómo la moral
kantiana podría ofrecer pautas para la acción política sin que por ello se violen los
presupuestos jurídicos que la denegación de Kant, al derecho de rebelión, busca resguardar.
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El ideal de Thoreau (2017) que le sirve como justificación para la rebelión, tanto personal
como colectiva, se fundamenta en una idea de la moral que al menos en lo tocante a este
respecto no parece ser del todo contradictoria con la moral kantiana. Según Thoreau (2017)
es la idea de la justicia como valor, la que impulsa cualquier ejercicio revolucionario, por lo
que se vuelve un deber de los ciudadanos, ser agentes de la justicia. En principio parecería
ser posible pensar este mismo deber en el modo en que lo hace Kant con el imperativo
categórico, tal como se muestra en FMC, puesto que si puedo pensar la justicia como un
valor, debo poder querer su preservación como deber, o sea, como parte de una ley
universal. Más aun, es el propio Kant quien señala, en La Metafísica de las Costumbres
[MdC], que el Estado, si bien ha de considerarse una entidad perpetua con pleno poder
sobre los ciudadanos, no puede «quitar lo suyo al pueblo» por lo que en caso alguno podría
quitarle aquello que le es innato a todo hombre en tanto hombre, a saber la libertad para
actuar autónomamente (MdC, 237/48; 367/212).
Si la idea de moral tal como la comprende Thoreau (2017) no es incompatible ni mucho
menos con la moral kantiana, a qué puede deberse que Kant (TP) rechace de modo tan
categórico el derecho a la rebelión que el otro defiende. Para que la moral pueda determinar
el contenido de la acción política, tendría que ser cierto que, la legitimidad que tiene el
Estado para coaccionar derive directamente de la moral. En otras palabras, el
establecimiento del Estado tendría que derivar, de modo necesario y suficiente, como
señala Willaschek (2017), de la voluntad moral de los individuos. Pero mientras que para
Thoreau (2017) es más que claro que la ley debe ser justa y reside en los individuos qua
individuos la tarea de juzgar la adecuación de esta con la justicia, de modo que siempre
haya una deliberación ciudadana en el modo en que se realiza la ley, esto no parece ser así
para Kant. Ciertamente Kant, dado que reconoce la autonomía, admite el principio de sui
iuris es decir, el principio según el cual cada uno es su propio señor, de modo que solo se
me puede obligar a aquello a lo que «yo mismo – en virtud de mi razón – me podría
obligar» (MdC, 238/49), pero de eso no se sigue que yo deba poder decidir y obligar a otro
(el Estado o alguien más) en torno a lo tocante a lo justo y lo injusto, cuando yo mismo soy
parte interesada en la discusión i.e., yo no puedo decir al Estado que no debe castigarme
cuando yo mismo he cometido un delito, ahí no estoy oponiéndome en virtud de mi razón,
sino en virtud del contenido – siempre empírico según Kant – de lo que en este caso es
condición de mi felicidad, la ausencia de una pena.
El propio Kant (TP, p. 53) señala que, si suponemos que existe un derecho a oponerse a la
autoridad del «jefe real del Estado» inmediatamente nos encontraríamos con la dificultad de
saber quién debe decidir en torno a las controversias, puesto que “quien debiera restringir el
poder estatal ha de tener ciertamente más poder, o al menos el mismo, que aquel cuyo
poder resultar restringido” (MdC, 319/150). Así, este derecho presenta al menos dos
problemas. Por un lado, en este escenario no habría quien pudiera señalarme con autoridad,
que es lo justo y lo injusto, ya que el Estado no sería ya autoridad sobre mí. Y por otro lado,
dado que no hay una autoridad por sobre la otra, estaríamos en la obligación de solucionar
la disputa siendo jueces al mismo tiempo que partes, es decir, dejando que nuestra

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subjetividad interfiera en lo tocante a lo racional, que es lo que debe ser la ley (MdC,
357/199).
Lo que parece tener en mente Kant, al denegar este derecho, esta entonces en que, en esta
controversia no habría, diferencia con lo que ocurre en un estado de naturaleza, en tanto
estado de amenaza constante, con lo que ocurre dentro de la sociedad civil. La libertad
jurídica, o sea externa, que adquirimos con la constitución del Estado (MdC, 238/49), se
disolvería, no existen garantías para su ejecución. La alternativa que se podría contemplar,
según Kant (TC) en ese caso, es para él mismo también insatisfactoria, tendríamos que
recurrir a una autoridad superior, quizás hoy en día sería un tribunal internacional, o sea un
Estado por sobre el Estado que determine el contenido de lo justo, pero ahí inmediatamente
el problema se repite: por qué no podría oponérmele a ese otro Estado. El problema así se
vería replicado ad infinitum. Sería quizás posible, en un Estado eclesial, encontrar una
solución en la autoridad de Dios, mal que mal el propio Kant (FMC, 414/97) señala que el
querer divino coincide siempre con el deber que manda la ley, pero a diferencia de Locke
(2014) quien señala explícitamente que Dios es el fundamento de la libertad que hace
posible el Estado, por lo que esa libertad de cada uno podría quizás defenderse, aun en la
sociedad civil, a costa de otros. Aquello no puede ser cierto para Kant.
¿Pero por qué no puede serlo? Como se dijo ya, ciertamente Kant considera que existe algo
así como un derecho innato a la libertad (no por ello de origen divino) y solo en virtud de
ésta se puede entrar en una sociedad, teniendo como condición el que pueda «asegurarse a
cada uno lo suyo frente a los demás», es decir, la libertad (MdC, 237/47). Esta libertad que
se asegura, según el propio Kant, no puede ser, sin embargo, del mismo carácter que la
libertad innata – sería un despropósito querer darle a nadie lo que ya tiene – por lo que el
Estado tiene que estar capacitado para ofrecer algo nuevo: la libertad externa ya mentada.
Así, el Estado debe regirse por el aseguramiento de esta nueva libertad, el sentido de su
capacidad coercitiva no puede estar en el aseguramiento de aquello que escapa totalmente a
lo que ella misma puede proveer, que es la libertad innata, o sea la libertad de actuar
moralmente según el ejercicio de la propia voluntad. A diferencia de la libertad externa,
ésta última, la libertad innata para actuar moralmente, no necesita ser asegurada, ésta, según
dice el mismo Kant, “considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más
valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar […] La utilidad o la
esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor” (FMC, 394/71). Es decir, a esta
libertad le basta el querer moral y autónomo de un individuo para ser tal, para existir como
tal, con independencia de su realización y ciertamente, de sus efectos.
Si la libertad innata no requiere ser asegurada – y no puede serlo de ningún modo por el
Estado – no parece haber un motivo moral para que exista el Estado. Dicho de otra manera,
si la moral puede realizarse con independencia de si los individuos se encuentran o no en
una sociedad civil, al menos para los efectos de la moral el Estado no tiene ningún sentido,
su legitimidad coactiva no puede fundamentarse, como esperaría Thoreau, en la moral. Esto
debe implicar al menos dos cosas. Primero, que la misma moral no puede ser el motivo para
actuar en contra de la ley del Estado, puesto que ella, en tanto voluntad buena, no requiere
de su realización para ser tal. Por otro lado, si no es la moral lo que justifica el Estado, y
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sabemos que este es ya un producto de la razón, su existencia debe encontrar fundamento
en otro elemento: la propia libertad externa que se crea con el Estado y lo que ella
posibilita.
Según Horn (2017) esta libertad externa es una libertad práctica, mientras que la libertad
innata es una libertad inteligible. El hecho de ser una libertad práctica exige de ella, a
diferencia de lo que ocurre con la libertad innata, la materialización de una finalidad, que
en este caso, según el propio Horn (2017) está en la posibilidad de asegurar, sin restricción,
el cumplimiento del derecho de propiedad. Este derecho, según señala el propio Horn
(2017) solo es posible de modo efectivo, cuando existe una legislación, una derecho
externo. “El derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede
conciliarse con el arbitrio de otro según una ley universal” (MdC, 230/39). De este modo, la
motivación para salir del Estado de naturaleza y entrar en la sociedad civil, reside en la
posibilidad de encontrar las condiciones materiales para el aseguramiento del derecho que
cada cual posee, sobre aquello de lo que se ha apropiado según su arbitrio.
Podría objetarse que la propiedad no existe, solamente, ahí donde hay derecho, y Locke
(2014) lo demuestra bien. Pero respecto a esto último, Horn (2017), citando a Kant, acepta
que ciertamente existe propiedad antes de la existencia del Estado, pero solo con la
existencia del Estado, como entidad coactiva que se encuentra legitimada por el contrato
civil para ejercer la violencia, puede lograr que este derecho se encuentre garantizado. Así,
entrar en una asociación civil es un imperativo de carácter racional-estratégico, no moral:
“todos los hombres que pueden contraer relaciones jurídicas entre sí (incluso
involuntariamente) deben entrar en este estado” (MdC, 306/136). Cabe destacar además que
el mismo carácter racional-estratégico del Estado se ve también expresado en la idea de
Kant, de que incluso una sociedad de demonios con entendimiento, seres que nunca podrían
obedecer mandatos morales, podrían también entrar en una relación contractual de éste tipo
(LPP, 366/46-47). Bastaría que una legislación pueda ser querida para ordenar las
relaciones entre los individuos, ya que todo el sentido del Estado está en la preservación, a
través de medios coactivos cuando es necesario, de la reciprocidad contractual y la certeza
jurídica de que lo propio será respetado (Ormeño, 2011).
Por lo señalado, queda claro que, la moral y la justicia, si bien transitan ambas por la vía de
la vida práctica, corresponden a ámbitos distintos. Con relación a esto mismo es que Kant
distingue entre deberes jurídicos los cuales toleran la legislación exterior, y los deberes de
virtud, que corresponden al ámbito de la ethica y que se refieren siempre a un «acto interno
del ánimo» (MdC, 239/50). Así, los ámbitos del derecho y la moral se tocan, quizás podría
decirse que se delimitan, pero en ningún caso de uno pueden deducirse los contenidos que
deben regir al otro. Ciertamente hay aún muchos argumentos que demuestran con mayor
claridad esta separación, cabe considerar para esto el trabajo de Horn (2017) y Willaschek
(2017). Pero dado que la distinción ya ha sido establecida, cabe ahora preguntarse qué rol
puede tener la moral en el modo en que se vive, cuando gran parte de las relaciones
humanas transitan en, al interior, y bajo la vigilancia de la legislación civil. Y dado además
que ella – la moral – no exige para ella misma ser tal cosa, tener algún efecto práctico ni
consecuencia tangible.
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Lo que la separación que hace Kant entre el ámbito – podría decirse quizás público – del
derecho y el ámbito de la moral – quizás, por oposición, privado – parece rebelar, es que
aun cuando Kant era un entusiasta de la razón, la autonomía y el poder de la voluntad, era
bastante escéptico de la capacidad humana para conducirse según los dictados de la razón.
Probablemente buenas razones habría también para ello, según Neiman (2012), el principal
mensaje de la gnoseología de Kant es que la metafísica es incapaz de resolver las
cuestiones que ella misma se plantea puesto que tales asuntos trascienden los límites del
conocimiento humano, de modo que la vida humana es una vida de insatisfacción que
deriva del deseo permanente de ser Dios y la constatación de no poder lograrlo. Con
respecto a esto mismo, pero en el ámbito de la moral, el mismo Kant sostiene que, si bien
los imperativos se muestran siempre bajo la forma de un «debe ser», la posibilidad de una
formula tal muestra que la relación de ella con una voluntad subjetiva no es una relación
que sea capaz de determinar necesariamente a esta última, según aquella ley. (FMC,
413/96).
Aparentemente, este mismo escepticismo de Kant es el que justifica que la moral deba
siempre estar referida a la reflexión que se realiza in foro interno. Él mismo señala:
“los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional
(fines materiales) son todos ellos simplemente relativos; pues sólo su relación con
una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les dan valor, el cual,
por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para
todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas” (FMC, 427-
248/115-116).
El problema que Kant contempla es que los fines materiales, o sea los fines a los que se
dirigen aquellas acciones que buscan alcanzar algún tipo de bien, sea la felicidad, la riqueza
o incluso la virtud, es que ellos se justifican en el resorte de una subjetividad cuyos deseos
mundanos no pueden ser sino caprichos, o sea motivaciones que son válidas
individualmente pero que no son iguales para todos. El deseo que cada uno puede tener de
ser feliz y el modo en que esa felicidad puede realizarse, no tiene por qué coincidir con el
modo en que todos los demás consideran que se puede o se debe ser feliz. Es relativo a cada
quien, el fin material que se persigue con la acción.
Este hecho es importante puesto que muestra que, efectivamente, existen buenas razones
para la separación entre derecho y moral, más allá de los problemas relativos al ejercicio
público de los sentimientos morales para la desobediencia civil. La moral no podría ser lo
que Kant contempla que ella sea, si debe entrar en el ámbito de lo público para ser
ejercitada, de modo que ella debe permanecer en el ámbito de lo personal. Coherentemente
con esto, bajo el ideal republicano de Kant, se encuentra resguardada la idea de que “una
vez establecido qué derechos tiene cada uno y cuáles son las leyes que garantizan que cada
uno pueda gozar de sus derechos, el Gobierno no puede interferir sino en lo que respecta al
universal cumplimiento de las leyes […]” (Ormeño, 2011, p. 10). Así, si bien el Estado
debe tener la capacidad de ordenar las relaciones, tiene a su vez el deber de considerar un
ámbito de reserva para el ejercicio libre de la voluntad autónoma de los individuos.

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Esto último, la posibilidad de que exista un ámbito reservado para la vida autónoma se
logra, según Kant, precisamente porque el Estado y el soberano, tienen bajo su poder, pero
no bajo su patrimonio, a todos quienes forman parte de la sociedad civil (LPP, 344/7-8),
puesto que ello hace posible que la ley mande de modo impersonal sobre todos, sin
distinción, garantizando de aquel modo la igualdad jurídica de los ciudadanos y la
capacidad de todos ellos de expresar su opinión (Ormeño, 2011). Ahora bien, esta
posibilidad no puede comprenderse como una necesidad u obligación del Estado, ello
llevaría a reconsiderar el derecho de rebelión. En realidad, aun cuando el Estado sea
despótico en la letra, es decir en el modo en que se relaciona efectivamente con los
ciudadanos, esto solo puede deberse a una contingencia histórica o quizás, a la necesidad
que este tiene de hacer que la sociedad se haga a sí misma, paulatinamente, apta para la
autolegislación (Ormeño, 2011). Pero con ello no se pierde el sentido mismo, el espíritu del
Estado, que es tender a ese republicanismo y con ello, al reconocimiento de la esfera de
competencia de los individuos.
Con respecto a esto mismo es que Kant señala que el Estado, en tanto ente racional, en
ningún caso puede concebir su misión como la de un Estado paternal que trata a los
ciudadanos como un padre a sus hijos (TP, p. 35). El Estado no puede suponer que los
ciudadanos son «niños menores de edad» ello rompería, además que con la legitimidad que
le ha sido otorgada por individuos racionales, con la libertad externa que este mismo busca
otorgar, así como con la libertad innata que cada uno tiene para determinar el contenido de
su propia felicidad y de sus actos morales. Cabe además destacar que estos últimos en
particular, los actos morales, permanecen por lo mismo, es decir precisamente porque se
trata de seres racionales y no menores de edad, en el ámbito privado de la vida. El Estado y
los individuos deben tener, dice Kant (TP, p. 36), una relación patriótica, la comunidad
debe ser concebida como «el regazo materno», y ello lleva al individuo moralmente
responsable a no poder querer someter a la comunidad a sus caprichos. Así, la moral no se
desenvuelve en lo privado, como parte de un ejercicio que escapa de la observación del
Estado y que se refleja en el hogar o en la familia, sino como parte de un acto que es
esencialmente íntimo, que corresponde solo a la privado en su sentido más estricto: solo la
propia conciencia es responsable del enjuiciamiento de su validez, y solo ella puede hacer
que sea posible que aun cuando existe legislación ella no sea necesaria, esto con
independencia de que alguien más sepa de la máxima que orienta una acción.
Esto no excluye, naturalmente, que los individuos, en tantos ciudadanos, puedan hacer un
uso público de su razón, para poner en la discusión pública los argumentos relativos al
sentido que tienen las instituciones que regulan las relaciones (Ormeño, 2011). El mismo
Kant en ¿Qué es la ilustración? (1784/2012) reconoce el derecho que al parecer debe tener
todo ciudadano – especialmente los clérigos, encargados de la educación de su época – para
hacer sus observaciones sobre los defectos institucionales y acreditar públicamente sus
aseveraciones, de modo que «mediante la unión de sus voces» se logre elevar «hasta el
trono» una propuesta de transformación política que logre transformar a la sociedad e
introduzca una reforma institucional. Esto, evidentemente, siempre y cuando la
consecuencia de aquello no sea la perturbación violenta de unos por sobre los otros.

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A modo de conclusión cabe considerar, como se ha señalado, que el derecho y la política,
tal como lo entiende Kant, corresponden a aspectos totalmente independientes de la moral,
aun cuando ambas dimensiones se refieren a la vida práctica. La legitimidad del Estado en
caso alguno deriva de alguna presunta obligación moral de los individuos para su
establecimiento, de modo que no puede ser la misma moral la que justifique la disolución
del pacto que, mediante la razón se ha establecido. La libertad moral, ciertamente, no debe
por esto verse suprimida, más aún, como se indica más arriba, ella no puede suprimirse por
la acción del Estado, ya que su valor no reside en su materialización. En última instancia
ella debe pertenecer a la vida íntima, al foro interno de cada individuo, solo así la moral
puede mantener su valor. Cualquier intento de transformarla en una acción pública tendría
que diluirla en caprichos que nacen del resorte de la subjetividad de los seres humanos.
Estas ideas de Kant, por cierto, no dejan del todo zanjado el problema de la denegación del
derecho a la rebelión. Ya vimos que, desde el punto de vista de Kant ella no sería posible
mediante una apelación de la moral, pero resulta interesante considerar la propuesta de
Arendt (2015) introducida más arriba. Si es que acaso puede ser posible que, bajo ciertas
circunstancias exista algún tipo de desobediencia que se traduzca en una pérdida de
legitimidad del Estado, sin que con ello se amenace su fuerza, ni los derechos de otras
persona o la validez de la ley, quizás es concebible aquella rebelión como una extensión del
derecho a pluma que el mismo Kant ya concede. Ciertamente esto obliga al rebelde, como
señala Arendt (2015) a aceptar las consecuencias jurídicas que la rebelión pueda acarrearle,
además de que se debe excluir desde la partida, cualquier forma de violencia organizada
que pueda llevar a algún tipo de anarquía. Esto no parece ser del todo imposible, si el
Estado puede sobrevivir al despotismo contingente que trae la historia, por qué no a una
oposición razonable a su arbitrio.
No obstante, si es que aquella rebelión puede apelar a la moral para encontrar su
justificación es algo que no parece ser del todo claro, al menos si ella es entendida del
modo en que lo hace Kant. En la medida en que sabemos que, efectivamente, las metas o
los fines que buscamos perseguir para la consecución de algún valor que nosotros
consideramos necesario es en realidad un valor relativo y contingente, no parece haber
modo de que podamos anteponer aquello como motor para nuestras acciones y en nuestra
relación con la comunidad. Es imposible querer o si quiera pensar, como parte de una
legislación universal, que todos deban actuar conforme a nuestros caprichos, ello sería
instrumentalizar a los demás, además que nos llevaría nuevamente a un estado de
naturaleza. Podría ser que, quizás esta imposibilidad revele una debilidad insalvable de la
doctrina moral de Kant, quizás la idea misma de que a la razón se le oponga como límite y
como barrera la subjetividad individual y la experiencia efectivamente posible sean las
causas de este bloqueo epistemológico. En cualquier caso, si acaso existe una alternativa
distinta, que no lleve a diluir la razón y por cierto también la moral en estructuras sociales,
aquella cuestión excede por mucho los objetivos de este ensayo. De momento basta con
afirmar que, dentro de la doctrina kantiana, utilizar la moral como vehículo de acción
política no es admisible y que queda como tarea pendiente pensar la relación entre
consciencia y objetividad de un modo en que aquel bloqueo pueda ser superado.

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