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EL INFELIZ CUMPLEAÑOS

Por: Fabricio Yamunaqué Ñañaque

Antes de las 7:00 a.m. Federico Brown ya estaba en la Facultad de Ingeniería donde
cursaba el primer ciclo. No era un día ordinario para él, pues celebraba su onomástico —
cumplía diecisiete años— soñando algún día ser un científico eminente y un catedrático
en una universidad europea. ¡Vaya aspiración!

Un puñado de amigos, muy temprano, lo saludaron con abrazos, apretones de manos y


chacotas intermitentes por su cumpleaños; no faltaron las llamadas de familiares casi
desconocidos que tenían una conversación sistemática para saludar, él sólo respondía que
iba a pasar todo el día en la universidad.

Brown perdió la primera clase, ya que la docente faltó (los viernes casi siempre lo hacía).
Sus amigos y él aprovecharon el tiempo casualmente concedido para estudiar —o al
menos eso creían— pues tenían un examen del curso de programación. Un curso que te
abría la mente: creabas diferentes algoritmos para diversas situaciones, por tanto
dificultoso. En efecto, a Brown le fue pésimo, casi no resolvió nada, salió de la sala de
computación decepcionado y un poco acongojado; pero debía levantar la mirada y
refrescar la mente, faltaban dos exámenes todavía.

Al mediodía era el segundo examen, el de Economía. Lo dictaba un economista que tenía


una nariz prominente y una voz tosca, además siempre traía consigo unas gafas oscuras,
unos jeans holgados y unas camisas poco ortodoxas. En cuanto a su manera de dictar el
curso era muy práctico y ponía ejemplos extremos, sin embargo sus exámenes eran
jodidos, tanto así que salía del salón por momentos; los estudiantes, incluido Brown
formaban grupúsculos para debatir las interrogantes y tratar de persuadir a algunos que
no estén de acuerdo con la mayoría. Ese día no fue la excepción de ese tipo de pruebas y
Brown dejó el aula dudando de sus respuestas.

Era hora de almorzar, no podía hacerlo —como era costumbre— en su casa porque
quedaba a una hora de viaje y faltaba un examen, el de geometría analítica, el cual lo
dictaba una docente de baja estatura (llegaba a la mitad del pizarrón) que se le podía oír
cuando subía las escaleras, ya que traía puestos unos tacos negros que golpeaban la loza
estrepitosamente. Los viernes no tocaba ese curso, pero debido a las huelgas constantes
en la universidad pública estaban atrasados y no se le ocurrió mejor día para recuperar
que el día de cumpleaños de Federico.

Brown acompañó a almorzar a Gustavo Palacios y Miguel Rodríguez, dos amigos


foráneos: de Tumbes y Talara respectivamente, situados en Piura por estudios.
Almorzaron en un restaurante —hoy inexistente— ya indagado por ellos, quedaba
coincidentemente al final de la cuadra después de una larga fila de contiendas aledañas. El
menú estuvo agradable aunque Brown extrañó el sabor de una comida de casa, hecha por
las manos blandas de su madre.

Tocaban las 5:30 p.m. y ya todos se encontraban deambulando en el tercer piso de la


Facultad; el examen era en media hora. Luego de intercambiar opiniones y anécdotas
esporádicas en el grupo formado por el corredor, Diego Anto, joven enjuto de diecinueve
años y amigo de Brown dijo:

–Qué les parece si saliendo de este examen nos vamos a celebrar el cumpleaños de
Federico —mirándolo continuó— mañana es sábado y te puedes quedar a dormir en mi
casa si así lo deseas.

Brown estaba tentado, varios ya se habían apuntado y así él no aceptara la propuesta, se


iba a llevar a cabo la reunión donde no faltaría el licor, los cigarrillos y probablemente los
brazos de la lujuria. Diego Anto vivía con su hermano, tenía una casa propia en Piura, sus
padres residían en Sullana y debido a su constante preparación para ingresar a la
universidad pasó ciclos en academias coleccionando amigos.

–Tengo unas amigas que siempre asisten a mis reuniones, si vas te las puedo presentar —
Brown olfateó el tono afable con el que lo decía— ¿Vas?

–Lo pensaré, vamos al aula que ya está subiendo la profesora —contestó Brown.
Después del examen donde Brown había resuelto tres (de cinco) ejercicios con seguridad y
los otros a medias, examinó casi todas las vertientes de la invitación: llamaría a su madre
y le diría que iba a dormir en la casa de un amigo porque habría un agasajo en su honor,
probablemente se embriagaría —experiencia inédita para él—, conocería y socializaría con
invitados libertinos y contemporáneos. Pero algo lo detenía. Había salido muy temprano
de casa y no había pasado tiempo con su madre, que solo lo abrazó tiernamente y le
deseó un exitoso día —deseo no alcanzado—. Brown no resistió el cúmulo de afectos
surgidos en esa idea, así que abandonando la universidad agradeció a Diego diciéndole
que no asistiría.

Emprendió rumbo a su casa calculando que llegaría un cuarto para las 9:00 p.m., tiempo
suficiente para tomar un descanso. El descanso fue frustrado por un sujeto ebrio —su
aliento lo delataba— que se sentó a su costado y que cada cinco minutos su cabeza recaía
en el hombro de Brown. Él le dijo tranquilamente:

–Señor, no debería viajar en ese estado, incomoda a los demás pasajeros.

El sujeto solo atinó a decir con los ojos brillosos y llenos de culpa.

–Lo siento, la persona que me gusta no me quiere.

Brown lo miró condescendientemente y pensó: este día no puede ser más mediocre.

Llegó a casa a las 9:00 p.m., su madre le sirvió una cena ordinaria. Luego ella se arrimó en
un sofá y continuó viendo una novela turca. No hubo cambio de palabras más allá de las
comunes. Brown se fue a su habitación arrepentido y subiendo el volumen a sus
auriculares caviló en voz alta: al carajo con los buenos tratos, me hubiese quedado y
embriagado a más no poder.

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