Está en la página 1de 2

Lecciones desde el exilio para los náufragos del virus  

Por Ariel Dorfman

Nada es familiar en un mundo que se ha vuelto estrecho y ajeno.

Todo lo que creíamos estable y predecible parece ahora enmarañado y amenazante. No es posible
ya interactuar con la familia o los amigos cara a cara, ni menos abrazarlos o tocarlos, y las rutinas,
códigos y hábitos a que nos habíamos acostumbrado ya no sirven para navegar el día a día.
Tampoco contamos con los sistemas de resguardos sociales y fraternales con que solíamos
enfrentar los problemas más urgentes. No está claro, cuando divisamos a un extraño si es un
peligro o alguien que pudiera ofrecernos ayuda. Toda una existencia que se ha basado en
acercarse más y más a los semejantes se encuentra ahora dominada por la distancia, mantenerse
lejos.

Se trata, por cierto, de una somera descripción de lo que significa para incontables seres humanos
subsistir hoy en los tiempos del coronavirus. Sí, pero también registra la experiencia cotidiana de
un gran número de exiliados y migrantes que, desde el principio de la historia, fueron adquiriendo
prácticas con las que han aprendido a sobrevivir al embarcarse en su propio viaje hacia lo
desconocido. ¿No será posible, entonces, que estos hombres, mujeres y niños que dejaron sus
hogares en busca de un nuevo destino --ya sea para alcanzar una vida más auspiciosa o porque
huían de alguna catástrofe aterradora - tengan algo que enseñarnos ahora que la pandemia nos ha
transformado a todos los habitantes del planeta de alguna manera en exiliados en nuestra propia
tierra?

Como alguien que proviene de una familia de refugiados, y que ha pasado su vida vagando,
perdiendo países y ganando idiomas con la frecuencia con que otras cambian de casa, tengo la
certeza de que hay mucho que aprender de la intensa experiencia de dislocación sufrida por
tantas multitudes expatriadas de la humanidad.

Ante todo, descubrir que se puede subsistir solo con lo básico, que gran parte de lo que estimaba
era ab-so-lu-ta-mente necesario para el bienestar y satisfacción resulta no ser, después de todo,
tan indispensable. Los migrantes pronto perciben lo que tiene prioridad en una emergencia, cómo
apreciar lo que es valioso y de veras crucial para nuestra felicidad: el amor y la bondad de los
demás, el hecho de que todos necesitamos techo, comida, seguridad, paz, salud. Si quienes
enfrentamos la pandemia hoy fuéramos capaces de aferrarnos a esas certezas más allá de la crisis
actual, tal vez podríamos salir de ella armados de un dejo de sabiduría, más profundamente
sintonizados con nuestra condición humana elemental.

Pero estamos lejos de superar este naufragio. Una advertencia: cuando eres vulnerable, como lo
son perpetuamente los exiliados y los migrantes, cuando estás al borde del abismo, es fácil que
depredadores inescrupulosos se aprovechen de tu situación precaria. En coyunturas morbosas
suelen aparecer catervas de personajes turbios, estafadores, tramposos, demagogos, que se
jactan, con sus promesas falsas, de garantizar una pronta redención mediante alguna fórmula
mágica. Cuando uno se encuentra a la deriva en circunstancias inusuales y azarosas, es entonces
que más debemos cuidarnos de no sucumbir a tales seducciones insidiosas, recordando que más
importa juzgar a los demás por la consistencia de sus acciones que por los vaivenes de sus
palabras.
Habrá graves pérdidas durante esta crisis, enfermedades de personas queridas que no puedes
aliviar y funerales a los que no podrás asistir. Y nacimientos y cumpleaños en la familia que
pasarán sin tu presencia, así como festividades, matrimonios, aniversarios, graduaciones, los
gloriosos acontecimientos que marcan y dan sentido a nuestro escaso tiempo en el universo
infinito. Los emigrados que se ven obligados a observar desde lejos tantas muertes sin siquiera el
consuelo de tener cerca a los individuos más entrañables, y que han sido privados de aquellos
lejanos ritos de pasaje que alegran la existencia, han tenido que arreglárselas, hallar maneras
novedosas, para hacer frente a la separación y su constante desgarro. El duelo se tendrá que llevar
a cabo conectándose íntimamente con cada muerto, llevándolos adentro como una madre carga
un niño. Y en cuanto a los remotos y alegres festejos de familia y amigos habrá que luchar contra
el desapego y la soledad mediante un banquete interior de recuerdos y ternura. Estas
tribulaciones, al poner a prueba nuestra fortaleza y capacidad de resistir la adversidad, pueden
terminar convirtiéndose en un aliento para crecer y madurar.

Tal viaje de autodescubrimiento no es fácil. Ahora pertenecemos, como siempre lo han sabido los
exiliados y los migrantes, a dos mundos, el que dejaste y el que está por venir. Es fundamental, por
ende, utilizar esta ocasión con sagacidad, aprender a mirar las circunstancias que ahora habitamos
con nuestros ojos nuevos y desencantados, para que examinemos cuidadosamente, como lo
hacen quienes son extraños en una tierra extraña, lo que esta calamidad ha revelado sobre
nuestra civilización. Esta es una oportunidad, como sucede a menudo cuando ocurren desastres,
de reexaminar lo que parecían los cimientos inquebrantables del orden social, fundamentos que
resultaron ser construidos sobre pilares dudosos y presunciones ya no incuestionables. Y cuando
volvamos a la normalidad, al igual que los exiliados y los migrantes si tienen la suerte de volver a
visitar sus terruños, ojalá contemplemos con esos ojos renovados el país al que ahora regresamos,
ojalá recordemos que lo que creíamos antes era usual y duradero no nos entrenó bien para esta
amenaza y otras amenazas que aún probablemente esperan en el horizonte. Tal vez descubramos
que nada será como fue, y muchos – por ahí una gran mayoría – habrán de darse cuenta de que el
viejo mundo “normal” exige una drástica reestructuración.

Y, cuando dejemos atrás este cataclismo, espero que no olvidaremos la noche oscura del alma y
del cuerpo por la que acabamos de pasar. Cada uno debería recordar cuando temía que no
hubiera lugar para él, para ella, o para sus familiares y amigos queridos, en los hospitales, recordar
cuando te preguntabas si a ti te negarían la atención necesaria para sanar, la bienvenida que te
hacía falta. Trata, entonces, de conectar ese temor a lo que muchos refugiados remotos en
pantallas cercanas e indiferentes sufren cada hora de cada día ante las murallas y las fronteras,
enfrentando mares tumultuosos y decretos desalmados, “no hay lugar, no hay lugar, nuestro país
está repleto”. Piensa en aquellos que, mientras tú sobrevivías, no tenían jabón ni agua ni tampoco
la posibilidad de un distanciamiento social que los protegiera. Empatiza, cuando lleguen tiempos
mejores, con esos seres semejantes a ti en su desamparo, y abre tu corazón, las puertas y ciudades
de la patria grande, a ellos, tus hermanos y hermanas. Ellos, que recorren el mundo sin un hogar
permanente nos envían estos consejos desde la fuente de su dolor y esperanza. Si llegaras a
escucharlos, quizás te ayude a entender que es cierto que cada uno de nosotros nos enfermamos
y enfrentamos la muerte en la soledad, uno por uno, si no actuamos todos juntos, una única
humanidad en esta era de migraciones masivas y plagas inmisericordes.

También podría gustarte