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Osvaldo Lamborghini y su obra

por César Aira

La primera publicación de Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires 1940 - Barcelona


1985), poco antes de cumplir los treinta años, fue El fiord; apareció en 1969 y había
sido escrito unos años antes. Era un delgado librito que se vendió mucho tiempo,
mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor, en una sola librería de
Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado, recorrió un largo camino y cumplió el
cometido de los grandes libros: fundar un mito.
Se trataba, y sigue tratándose, de algo inusitadamente nuevo. Anticipaba toda la
literatura política de la década del setenta, pero la superaba, la volvía inútil. Incorporaba
toda la tradición literaria argentina, pero le daba un matiz nuevo, muy distinto. Parecía
estar encabalgado entre dos puerilidades: la anterior, fundada en la media lengua infantil
de la gauchesca y el acartonamiento de funcionarios de nuestros prohombres literarios y
la posterior, con sus arrebatos revolucionarios siempre ingenuos. De pronto
descubríámos que incluso Borges, muy en la línea inglesa, se había autolimitado a la
literatura «para la juventud». Los únicos antecedentes que valía la pena mencionar eran
Arlt y Gombrowicz. Pero a diferencia de ellos Osvaldo no se ocupaba del problema de
la inmadurez; parecía haber nacido adulto. Secreto, pero no ignorado (nadie pudo
ignorarlo), el autor conoció la gloria sin haber tenido el más mínimo atisbo de fama.
Desde el comienzo se lo leyó como a un maestro.
En 1973 apareció su segundo libro, Sebregondi retrocede, una novela que había sido
originalmente un libro de poemas. La tapa tenía el mismo emblema que la de El fiord:
un dedo señalando hacia arriba, entre fálico y tipográfico. De éste se vendieron unos mil
ejemplares, y Osvaldo comentaba, filosófico: «Efectos del boom. De su primer libro
Borges vendió sesenta y cuatro.»
Poco después formó parte de la dirección de una revista de avant-garde, Literal, donde
publicó algunos textos críticos y poemas. Por algún motivo, sus poemas causaron una
impresión todavía más enfática de genio que su prosa.
Durante el resto de la década sus publicaciones fueron casuales, o directamente
extravagantes (sus dos grandes poemas, Los Tadeys y Die Verneinung [La negación],
aparecieron en revistas norteamericanas). Unos pocos relatos, algún poema, y escasos
manuscritos circulando entre sus numerosos admiradores. Pasó por entonces varios años
fuera de Buenos Aires, en Mar del Plata o en Pringles. En 1980 salió su tercero y último
libro, Poemas. Poco después se marchaba a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en
1982. Convaleciente en Mar del Plata, escribió una novela, Las hijas de Hegel, por cuya
publicación no se preocupó (no se preocupó siquiera por mecanografiarla). Y volvió a
irse a Barcelona, donde murió en 1985, a los cuarenta y cinco años de edad.
Estos últimos tres años, que pasó en una reclusión casi absoluta, fueron increíblemente
fecundos. Cosa que no sospechábamos sus amigos, que sólo habíamos recibido de él el
manuscrito de una novelita, La causa justa. Su espolio reveló una obra amplia y
sorprendente, que culmina en el ciclo Tadeys (tres novelas, la última interrumpida, y un
voluminoso dossier de notas y relatos adventicios) y los siete tomos del Teatro
proletario de cámara, una experiencia poética-narrativa-gráfica en la que trabajaba al
morir.

La pregunta primera y última que surge ante sus páginas, ante cualquiera de ellas, es:
¿cómo se puede escribir tan bien? Creo que hay un más allá de la calidad estilística, más
allá del simulacro de perfección que puede lucir una buena prosa. En Osvaldo hay una
alusión a lo perfecto de verdad, que escapa al trabajo. Se trata más bien de la facilidad,
una suerte de escritura automática. Entre sus papeles no hay un solo borrador, no hay
versiones corregidas; de hecho, no hay casi tachaduras. Todo salíá bien de entrada. No
habíá parto. En todo caso, lo había habido. He tratado de explicármelo, a partir del
hallazgo póstumo de la versión original, en verso, de Sebregondi retrocede, como una
oscilación-traducción. Ese nacarado de perfección tan suyo podría explicarse quizás
como el efecto de una traducción virtual: ni prosa ni verso, ni una combinación de
ambos, sino un pasaje. Hay una arqueología poética en la prosa, y viceversa; una doble
inversión, cuya huella es aquello en lo que muchos han visto lo más característico del
estilo de Osvaldo: la puntuación. Por otro lado, el mismo lo ha dicho: «En tanto poeta,
¡zás! novelista».
Debido a que Sebregondi retrocede pasó realmente por esa traducción, muestra el
procedimiento con especial claridad. Aquí vemos al desnudo la mecánica
exquisitamente límpida de las frases; asistimos al nacimiento de las palabras. (¿Quién
había oído, por ejemplo, la palabra «tento», antes de leer la frase “...El Sebregondi con
plata es un Sebregondi con-tento”.) Pero, y aquí está la peculiarísima paradoja de esta
escritura, ese nacimiento tiene algo de definitivo. Se conjugan la fluidez y la fijeza, y lo
hacen en el brillo.
Toda la escritura de Osvaldo está dominada por el signo de lo líquido; y menos por el
agua que por el alcohol, cuyo brillo y fluidez pasan a la mente, y a partir de ella
transforman el mundo; y al mismo tiempo producen la fijeza repetitiva del hábito.

En cierta ocasión Osvaldo trabajaba en una librería, y comentaba con asombro el


respeto a priori que mostraba la gente al manipular los libros muy gruesos. Él nunca se
beneficiaría, decía, con esa superstición; «mi obra», y señalaba unos folletos
delgadísimos, «va a ser dos o tres de ésos nada más». Pero la brevedad en él no era un
mero accidente bibliográfico. Como podía esperarse, tenía doble fondo.
Recuerdo algo que me contó tras una temporada que había pasado en casa de sus padres.
Había recuperado y vuelto a leer sus libros de infancia, entre ellos los de Dickens.
David Copperfield le había gustado tanto como antes, pero con una salvedad (una
salvedad que ya había hecho en su primera lectura treinta años atrás): había un pasaje en
el que David acompañaba a su nodriza Peggoty a alimentar a las gallinas; ella les
arrojaba cereal y las aves picoteaban... Pero el niño miraba los brazos pecosos de la
mujer y se maravillaba de que no prefirieran picotear ahí. Ese pasaje le encantaba. Es
más, encontraba que toda la novela se volvía redundante por esa sola escena. No
lamentaba que Dickens la hubiera escrito, por supuesto. Estaba bien que existiera, no
podía ser de otro modo; pero era como el cereal innumerable que se les puede echar a
las gallinas para que ellas tengan (o no tengan, eso da lo mismo) la iluminación de ir a
picar al punto verdadero, a la representación. Él no era Dickens.
Lo que era Osvaldo, es difícil decirlo. Tenía una teoría sobre las novelas largas: decía
que daban por resultado una frase, una pequeña frase «muy linda». Lo ejemplificaba
con Crimen y castigo: «Para demostrar que es Napoleón, un estudiante debe asesinar a
una vieja usurera». Paladeaba esa frase, la repetía. Daba a entender, creo, que lo suyo
era esa frase, sin la novela.
Pero no se trataba sólo del resultado, sino de la materia misma de la novela, también.
Insistía en que todas las grandes novelas están recorridas por una pequeña melodía, una
«musiquita». La novela se hacía con frases provistas de sentido, pero a su vez la frase,
para serlo, debía ser una pura música («música porque sí, música vana», la cita del
famoso soneto, que tanto repetía). Es el paradójico pasaje del verso a la prosa.
Probablemente de ahí viene la inclusión, en Sebregondi retrocede, de Porchia, que lo
tenía para encantarlo: un viejo obrero jubilado, cuya obra (las Voces) está compuesta
exclusivamente de frases zen, del tipo «Antes de recorrer mi camino yo era mi camino».
Pues bien: Porchia estaba loco».
Incidentalmente, recuerdo que Osvaldo tenía un método para escribir cuando, por
alguna razón, «no podía escribir»: consistía simplemente en escribir una pequeña frase
cualquiera, y después otra, y otra, hasta llenar varias páginas. Algunos de sus mejores
textos (como La mañana) están escritos así; y podría pensarse quizás que todo está
escrito así.
El fiord, como la mónada de Leibnitz, refleja todo el universo lamborghiniano; lo
mismo hace cualquiera de sus otros escritos. Supongo que él insistía en lo monádico de
ese texto inaugural más bien por comodidad, porque sucedía que había sido el primero.
Y quizás por otros motivos también. Las interpretaciones que se han tejido alrededor de
El fiord (por ejemplo la de considerarlo un «objeto fractal» y aplicar la idea al resto de
su obra en tanto fragmentación lineal, periferia infinita de un sentido, la «ilusión de
cosagrande redonda» con que empieza Sebregondi retrocede) no hacen más que
destacar su densidad literaria, su calidad de ininterpretable. Pero las claves para una
interpretación son muy visibles, casi demasiado. Están esas iniciales puntuando la
narración: la CGT que da a luz a ATV, Augusto Timoteo Vandor, el líder sindical que
se rebeló contra Perón... pero este último parecería ser «el Loco Rodríguez», y aquí las
iniciales no corresponden a nada, y por otro lado Sebastián (Sebas) alude a las «bases»
por otro procedimiento linguístico...
El fiord es una alegoría, pero mucho más que eso es una solución al enigma literario que
plantea la alegoría, que intrigó a Borges. La solución que propone Osvaldo, tan sutil
que, al menos a mí, me resulta casi inaprensible, consiste en sacar al sentido alegórico
de su posición vertical, paradigmática, y extenderlo en un continuo en el que deja de ser
el mismo (de eso se trata el sentido, todo sentido, de un abandono de un término por
otro) y después vuelve a serlo, indefinidamente.
La puesta en escena de este continuo, del que es parte el pasaje del verso a la prosa, y la
transexualidad, y, yo diría, todo en la obra de Osvaldo, es la literatura misma. Su trabajo
de historietista, al incluir la imagen en la línea (o «en el gancho») es parte de lo mismo,
que se acentuaría en su obra gráfica de los últimos años, en los libros artesanales que
hizo (aunque éstos participan de otra idea muy suya, la de «primero publicar, después
escribir») y sobre todo en el Teatro proletario de cámara. Era inagotable en la
invención de continuos; recuerdo uno, al azar, en el cuento Matinales, que él mismo
contaba con grandes risas (lo encontraba una trouvaille): el niño que para volverse loco
hace el gesto, que representa familiarmente la locura, de ponerse un dedo en la sien y
atornillar. Todo Sebregondi puede considerarse un tratado del continuo.
Claro que lo mismo podría decirse de Las hijas de Hegel, en la que aparecen además
elementos nuevos. La novelita es una curiosa Aufhebung en proceso. La primera y la
tercera partes, fechadas alrededor del 17 de Octubre, efemérides central de la clase
obrera argentina, están escritas en sendos cuadernos; la segunda, fechada un poco antes
y escrita con el procedimiento frase-por-frase, en una libreta pequeña. Aquí el continuo
se resuelve en simultaneidad (¿pero de qué? ¿de escritura? ¿de escritura y lectura? ¿de
literatura e historia?), en ritual, o en fatalidad.
Si se interroga a cien personas que lo hayan conocido, noventa y nueve definirán a
Osvaldo por su amor a las mujeres. Ahí, y sólo ahí, parecía exceder a la literatura . No
es que fuera feminista (de eso se burló en una lapidaria declaración de principios: el
buscaba «mujeres de verdad, no la estúpida verdad de la mujer»). Su amor por las
mujeres brillaba con la misma luz que su inteligencia; casi se confundían.
Por supuesto, ahí era sincero, y su biografía es el más fehaciente testimonio. Y sin
embargo... el continuo actuaba también sobre la sinceridad, sobre la verdad, las ponía en
una misma línea con lo demás.
Muy a la inversa de Hegel, para Osvaldo la realidad culminaba en las mujeres y en la
clase obrera. Pero allí, en esa cima, comenzaba la representación. Y esa representación
tenía un nombre: la Argentina. Por eso la Argentina era «¡Albania, Albania!» o
..«¡Alemania, Alemania!» La Argentina valía sólo «por su gran poder de
representación». Vale la pena recordar las circunstancias en que le oí repetir una vez
eso. Ante un viajero que elogiaba la belleza rotunda e impúdica de las mujeres
brasileñas, Osvaldo dijo su consabido «pero la Argentina tiene un gran poder de
representación». Y se explicó así: «allá una mujer no es más que una mujer, aquí en
cambio es una obrera que pasa camino a la fábrica...» Y seguíá el argumento político:
«... porque el peronismo le dio dignidad a la clase obrera argentina, etc. etc. etc.» Esta
recurrencia política era una constante en él, y a veces parecía tan fuera de lugar que
llevó a algunos a pensar que teníá algo de cínico. Creo más bien que respondía a su
complejo sistema formal.
La Argentina lamborghiniana es el país de la representación. El peronismo fue la
emergencia histórica de la representación. La Argentina peronista es la literatura. El
obrero es el hombre al fin real que crea su propia literatura al hacerse representar por el
sindicalista. De ahí el regreso de la figura de Vandor (en cuya muerte veía, con toda
coherencia, «el asesinato simbílico de la clase obrera argentina») desde sus primeros a
sus últimos escritos.
Pero en el mismo movimiento en que el obrero se hace sindicalista, el hombre se hace
mujer. He ahí el avatar extremo de la transexualidad lamborghiniana. «Yo quisiera ser
obrera textil, pero para llegar... a secretaria del sindicato.»
El sistema era de aprensión a la vez muy difícil y muy fácil. Era, como todo estilo, un
campo gravitacional, en el que se caía.
Recuerdo que una noche caminábamos por el centro, y cruzamos a una prostituta de las
que por entonces, hace veinte años, todavía podíán verse en Buenos Aires: pintada
como un mascarón, cargada de joyas baratas, con ropa chillona, gorda, vieja. Osvaldo
dijo, pensativo: «¿Por qué será que los yiros parecen seres del pasado?» Yo oí mal y le
respondí: «No creas. Mirá a Mao Tsé Tung.» Se detuvo, estupefacto, y me dirigió una
mirada extraña. Por un instante, el malentendido abarcó a toda la literatura, y más. Han
tenido que pasar tantos años y tantas cosas para que yo pudiera leer en esa mirada, o en
el pasado mismo, lo que me quiso decir: «Por fin entendiste algo».
Un recuerdo más, para terminar. Osvaldo conocía a Hegel principalmente a través de
Kojeve, a cuya interpretación adhería a la vez que no se tomaba muy en serio (la misma
ambigüedad tenía con Sartre, en cuyos libros encontraba, quién sabe por qué, una
cantera inagotable de chistes). Pero también había leído a Hegel, y la última vez que lo
vi, el día que se marchaba a Barcelona por segunda vez, tenía en las manos las
Lecciones sobre la filosofía de la historia; lo había elegido para leer en el avión, cosa
que me explicó así: lo había abierto al azar, en una librería, y advirtió que en esa página
casual Hegel hablaba de... Afganistán. (¡Afganistán, Afganistán.!) Eso le bastó.
En estos últimos años la leyenda ha hecho de Osvaldo un «maldito», pero las bases
reales no van más allá de cierta irregularidad en sus costumbres, la más grave de las
cuales fue apenas la frecuencia en el cambio de domicilio. Para unas normas muy
estrictas pudo haber sido un marginal, pero nunca, de ninguna manera, el esperpéntico
fantasmón que un lector crédulo podría deducir.
Osvaldo era un señor apuesto, atildado, de modales aristocráticos, algo altivo pero
también muy afable. Su conversación deslumbraba invariablemente. Nadie que lo
hubiera tratado -así fuera unos pocos minutos- dejaba de recordar, para siempre, alguna
ironía, una réplica perfecta, un retrato de insuperable acuñación; no sólo en eso se
parecía a Borges: tenía algo de caballero anticuado, con ángulos un tanto ladinos, de
gaucho, cubiertos por una severa cortesía. Además, lo había leido todo, y su inteligencia
era maravillosa, dominadora. Fue venerado por sus amigos, amado (con una constancia
que ya parece no existir) por las mujeres, y respetado en general como el más grande
escritor argentino.

Vivió rodeado de admiración, cariño, respeto, y buenos libros, que fueron una de las
cosas que nunca le faltaron. No fue objeto de repudios ni de exclusiones; simplemente
se mantuvo al margen de la cultura oficial, con lo que no perdió gran cosa.

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