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Mainer, J. C.

, La Francia de Tony Judt, El País, 2014 01 18


'El peso de la responsabilidad' (Taurus) de Tony Judt es tan brillante como
arbitrario
El libro nació de un curso sobre los intelectuales franceses del siglo XX impartido
por el historiador

Jean-Paul Sartre (izquierda) saluda a Raymond Aron en presencia de André Glucksmann el 20 de junio de
1979. / MICHEL CLEMENT / AFP

A Tony Judt nunca le gustó la Francia del siglo XX, aunque vivió en París, fue estudiante
de una Grand École y consagró al estudio de la política francesa sus primeros trabajos:
un análisis de la reconstrucción del partido socialista entre 1921 y 1926 y otro sobre la
historia del socialismo en la Provenza, publicados en 1976 y 1979, respectivamente.
Pero sus estudios más incisivos sobre el caso correspondieron ya al decenio de los
noventa: Marxism and the French Left (1990, que no está traducido al español) y, sobre
todo, Pasado imperfecto (1992, traducido en 2007), que es una requisitoria implacable
sobre las actitudes de los intelectuales franceses entre 1944 y 1956. Nos faltaba la
presente y tercera entrega de la serie, publicada en 1998, El peso de la
responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XXfrancés, que fue el resultado de un
curso dictado en la Universidad de Chicago en 1995.

¿Qué tuvo contra el país que se ha esforzado más en representar a toda Europa aquel


británico de origen judío, políglota consumado y defensor de la unidad política del
continente? ¿Qué podía reprochar este intelectual prototípico, que no perdonó
intervención crítica alguna contra políticos e ideas de su tiempo, a aquel país cuyo
idioma dio curso legal a la misma palabra intelectual? La introducción de El peso de
laresponsabilidad, sarcásticamente titulada ‘El juicio erróneo de París’, es un vejamen
quizá más brillante que justo (lo que es, por otra parte, la ley del género). Judt
aventura allí que “el periodo 1930-1970 contempló a una Francia, más arcaizante y
conservadora de lo que se creía ella misma, atrapada en una triple batalla entre una
sociedad tímida y falta de audacia, una clase política incompetente y dividida, y un
pequeño núcleo de servidores públicos, de intelectuales y de hombres de negocios
frustrados por el estancamiento y el declive del país”. En ese marco, la vida política se
polarizó siempre en extremos propicios a la retórica: “Estar a favor o en contra de
Dreyfus; ser un socialista internacional o un nacionalista integral en los años anteriores
a la Primera Guerra Mundial; ser fascista o antifascista en los años treinta; estar con la
Resistencia o con la Colaboración [...]; elegir entre comunismo y capitalismo […];
propugnar radicales políticas antiautoritarias o firmes Gobiernos presidenciales”. Y
hacerlo siempre en los mismos términos esterilizadores de izquierda y derecha que, no
en vano, son troquelaciones que debemos también a la lengua francesa. Por eso, llega
a proponer que “las fuentes de ira y odio” de Drieu La Rochelle o Céline, que ellos
desahogaron “con el narcisismo, el nihilismo y el filofascismo”, fueron las mismas que
se desviaron hacia “el solipsismo metafísico, el ouvrièrisme y el filosovietismo” en la
obra de Sartre, Beauvoir y Mounier.

Por supuesto, los tres autores que Judt estudia aquí —el político Léon Blum, el
escritor Albert Camus y el sociólogo (y normalien) Raymond Aron— son excepciones a
la regla del sectarismo. Por la importancia de su huella son, sin duda, insiders del
mundo intelectual francés; por otras razones, fueron, sin embargo, outsiders. Y el
lector asiduo de Judt sabe que esa dialéctica entre la integración y la marginalidad fue
una clave de su obra e incluso de su propia autopercepción. Y que, casi siempre,
atribuirla a alguien suponía un elogio irrestricto.

En estos ensayos extensos, informados y a veces deslumbrantes brillan, por tanto, la


empatía y la solidaridad retrospectiva. Quizá no demasiado en el caso de Blum, el
salvador del socialismo francés, el intelectual refinado y seguro, quizá demasiado
doctrinario e idealista, que presidió un fracaso —el Frente Popular de 1936— y dio su
talla en una persecución —el proceso de Riom, en 1941—; su condición
de outsiderradicaba en su condición de judío y en las feroces campañas que soportó
por esa causa, que el libro retrata magistralmente. Albert Camus fue, sin duda,
el héroe juvenil y generoso que se emplazó en una tradición de moralismo exigente,
muy francesa, y que sufrió toda la incomprensión de sus colegas cuando publicó El
hombre rebelde, en 1951. Aunque no parece muy sostenible la atractiva hipótesis que
lo enmarca —con Milosz, Grass, Svevo, Kavafis o Arendt— en el grupo de “pensadores
europeos que procedían de las periferias geográficas de sus propias culturas”. Al
honesto Camus que retrata Judt le faltó solidez filosófica, aunque fuera —Hannah
Arendt lo dijo— “el mejor hombre de Francia”…

No fue aquella carencia la que puede imputarse a Raymond Aron, el más competente y
coherente de los pensadores liberales de su tiempo. Sin embargo, aquel currículo
impecable que incluía una sólida preparación filosófica germánica, el conocimiento
cabal de la sociología de su tiempo y una responsable (aunque limitada) actuación
política, recibió la condena de todas las izquierdas cuando publicó El opio de
losintelectuales, en 1950, y Aron estableció allí las causas profundas del ascendiente
del comunismo sobre numerosos compañeros de viaje de 1945. El autor venía en
derechura de la tradición de claridad, moderantismo y convicción de Montesquieu y
Tocqueville. Y de una paralela ejecutoria de patriotismo, que le llevó al gaullismo en el
inicio de los años sesenta. Quizá por eso parecía un realista en un mundo de
iluminados y frío en un contexto de apasionamiento sectario. Pero, a la postre, el
aborrecido disidente de 1950 ganó la partida y su victoria cierra un libro cuya
capacidad estimulante es inseparable de su latente arbitrariedad.

El peso de la responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés. Tony Judt.


Traducción de Juan Ramón Azaola Rodríguez-Espina. Taurus. Madrid, 2014. 298
páginas. 19 euros

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