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Ashim
Ashim
Autor: Kubera.
El viejo tronco sujetaba la cabeza inerte del soldado herido. Los hombres de la
aldea festejaban la explosión. Saltando entre cuerpos despedazados, corrían hacia el
árbol que sujetaba malherido al único superviviente de aquella acción de la resistencia.
Al- Zaruzh, un chaval de dieciocho recién cumplidos, elevaba el hacha entre sus
manos, frente a la multitud enfervorizada. Ashim, aterrorizado, adivinó quejumbroso las
intenciones de aquel huérfano. Hacía seis meses que a su regreso tan sólo encontró por
hogar los escombros y nada más. Seis hermanos, un tío y sus padres, habían sido
engullidos por el odio y la sin razón de aquellos invasores sin escrúpulos, de los que se
oían horrendas fechorías. Aquellos infieles que no conocían a Alá, solían mear sobre las
heridas abiertas de los hijos de esa tierra. Alim-Sah-Ra, su compañera de clase, fue
ultrajada por doce soldados y su rostro fue desfigurado. Sus ojos nunca más podrían ver,
porque los soldados se los arrancaron para que no los pudiera reconocer jamás. Para
desgracia de la pobre muchacha, aquellos ojos inexistentes hubieran sido su salvación,
para evitar la única mirada que en la oscuridad se puede tener: la visión constante,
obsesiva y enfermiza de los sucesos horrendos que la habían destrozado por fuera y por
dentro, sobre todo, por dentro. Porque ¿qué peor suciedad que la que se siente dentro, en
la más penosa de las oscuridades?.
Al – Zaruzh, el hijo predilecto, el preferido de una familia de pastores con más
de diez generaciones de fieles y buenos Chiíes, sostenía entre sus manos el hacha roñosa
rodeado de hombres que entre patada y puñetazo al cuerpo semi-inconsciente del
Americano, lo jaleaban clamando venganza, pidiendo que la justicia de Ala cayera sobre
el invasor. Ashim se extrañaba de aquellas palabras. Todavía siente la mano de su
abuelo dándole palmadas en la espalda mientras le repetía: “Alá, es UNO, es TODO.
Ningún hombre puede ser tu enemigo, porque todo lo ha creado Alá. Si un hombre te
insulta es Alá, porque pone a prueba tu silencio. Si le contestas, si le atacas o reprendes,
has caído en el abismo. Si ese mismo hombre vuelve a insultar a otro hombre y éste no
le contesta ha caído en el abismo. Porque ese hombre conoce y sabe ya del silencio y
Alá quiere probar en él su valor, su fuerza y su arrojo para defenderse a sí mismo y a los
suyos. Todo es Alá hijo mío, bajo cualquiera de sus formas, de sus pruebas, de sus
misterios, todo es Alá. Y si todo es Alá ¿por qué preocuparse si estamos en manos del
misericordioso?.”
El viejo ha guardado un paquete entre sus manos durante toda aquella mañana.
“ Hijo, tengo un tesoro que entregarte ¿lo sabrás guardar con cuidado y oculto a
extraños?”- susurra al oído del pequeño Ashim. El muchacho, cuya tez color aceituna
sostiene los ojos más poderosos y vivos de aquella aldea, dirige su cauta mirada al
anciano y, embargado por una profunda curiosidad, asiente sonriente ante la atenta
vigilancia del sabio anciano. “Tienes que prometerme que cuando vayas a la
Universidad, lo leerás una y otra vez”. Ashim desilusionado por la revelación se
compromete no muy entusiasmado. “ Hijo, no es cualquier libro” – y lo coloca con gran
devoción entre las manos de su nieto – “ Es el Tratado de la Unidad , de Ibn Arabí. Es
el desconocimiento de esa unidad la causa de todas las guerras, de todas las desgracias,
de tanta infamia sobre la tierra”. Ashim está como loco. ¡Un libro de Ibn Arabi, el gran
musulmán, como lo llamaba su abuelo! ¡El más grande místico de todos los tiempos! El
pequeño se siente sobrecogido.
No sabe qué es un místico, pero sólo por cómo adora su abuelo a aquel musulmán, le
basta para saber que Ibn Arabí, era el más grande místico de todos los tiempos como el
viejo suele repetir. Su abuelo, “el hombre bueno”, como lo llaman en el pueblo, fue
hecho preso por un retén de soldados, dos meses después de los sucesos en los que Al –
Zaruzh perdió a toda su familia. Y ahora, el pobre huérfano, sujeta en lo alto la oxidada
hacha y grita enloquecido, clamando venganza.
Ashim cierra sus ojos instintivamente cuando observa cómo se eleva entre las
manos del joven pastor el hacha vengadora. Acierta a verla bajar sumido en el mayor de
los espantos. Cierra sus ojos y un recuerdo doloroso aparece como la más nítida de las
fotografías de su niñez. Lash- Al – Sum gritaba tumbado en mitad de una nube de
polvo. Rodeado e indefenso, recibía un golpe, y otro, y otro, y otro. Su buen amigo
Lash, en la más absoluta de las indefensiones, estaba siendo golpeado sin razón aparente
alguna. Y él se preguntaba si pudiera existir razón alguna para violencia tan extrema.
Aquel día no podía poner nombre a aquello que estaba sucediendo. Imploraba a Alá que
un rayo caído del cielo paralizara a los agresores. Que una manta voladora rescatara a su
buen amigo. Que un milagro parara aquella escena de la que se pueden apartar los ojos,
mirar para otro lado pero continúa sucediendo.
Apenas ha amanecido. Los soldados se aburren y han decidido pasar el rato con
los prisioneros. Escogen entre la treintena de hombres, un grupo de cinco. Entre ellos, el
destino ha reunido nuevamente al anciano y al niño. Divertimentos de guerra. Dos
soldados defecan sobre los cuerpos desnudos de tres de esos hombres. El anciano,
aterrorizado, observa cómo un hombre de dos metros de envergadura, desgarra el ano de
su nieto, en mitad de los gritos más terribles que pueda escuchar un abuelo brotar de la
boca de su nieto. Los soldados ríen. Los soldados juegan. Los soldados sirven a la
Patria. Y el anciano, mareado, susurra en voz baja algunos versos coránicos. Aunque le
cueste horrores poder admitirlo, una débil llama en su corazón lo alumbra en mitad de
tanta zozobra y tiniebla. Al anciano lo rocían con gasolina. “ Señoras y Señores, con
ustedes, el Mullaidín iluminado”. Grita el soldado yanqui, que tiene apenas 19 años de
edad. Le prende fuego al anciano. El hombre eleva sus manos, y dirigiendo una sonrisa
a su nieto, entre gritos de dolor, pronuncia sus últimas palabras: “ Alá akbar”.