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SEPULTURERO

Un buen trago de vino es el mejor aliado para nuestro trabajo. El queso que

Tulio dejó en pago a mi labor con su pobre tía, tiene para mí mayor valor que los dos

mil reales que Don Bernabé me entregó por su hija tuberculosa. Le dan buena leche, las

jodidas cabras de Tulio. Tiene allá en su cabaña buenas condiciones para que con el

aire de la sierra se curen bien estos manjares de dios que con sus benditas manos

trabaja y da forma. Bueno, valor, lo que se dice valor no es. Es otra cosa. Los dos mil

reales me van a venir de perlas para no pasar penurias en los próximos meses, es un

alivio cuando uno tiene cuatro bocas que alimentar. Y uno no vive tampoco de las

desgracias ajenas. Si yo pudiera contarle a alguien cómo vivo yo esto de ser quien da

abrigo en tierra a los cuerpos a quienes marcharon ya de esta vida a otra, o quien sabe,

quienes dejaron de ser en este mundo; más de uno me volvería la espalda, pensaría para

sus adentros y en silencio que son majaderías, que uno esta loco y que como no puede

ser de otra manera, enterrar a la gente es cosa de locos.

Los grajos, los vencejos, el sol que se asoma curioso todas las madrugadas me

conocen bien. Saben que no soy hombre de muchas palabras. Que silbo camino del

huerto, que disfruto parando en el abrevadero dándole de beber al bueno de Braulio; mi

único camarada y amigo durante horas, un burrico que ya esta viejo y por viejo cada

vez más tozudo. “Si hasta le han salido canas en las pestañas vea usté, a un burro le

salen canas en las pestañas. Tantas como al señor alcalde”, le digo a la Felisa, y ella que

no puede contenerse y se ríe, avergonzada. “ Qué cosas tiene usté, Anselmo, pero qué

cosas” y se marcha asustada, pero ya sé yo que es para esconderse y seguir riéndose con
gusto y alborozo, que fue el alcalde el que hurtó a su familia varias robadas por impagos

a sus antepasados.

Pero qué grande que era Ramona. Hacía tiempos que no me tocaba cavar tanto y

tan ancho. A veces me siento al borde de la zanja y miro a lo hondo de la tierra. Quedo

en silencio, a ver si se oye algo. Y parece que la tierra crepitara, entonces me asusto y

me digo que son imaginaciones mías, y que como va a crepitar la tierra y ocurre que me

asalta esa idea desde lo más hondo de mí. “Cómo no va a crepitar la tierra, Anselmo,

como no va a crepitar, si esta viva, la tierra esta viva, y a su manera, tiene su voz, su

aliento, su olor y su tiempo”. Y entonces me hincho, porque me siento poeta, poeta de

la vida y poeta de la muerte. Y contemplo el horizonte rojizo, el viento colándose por

entre las ramas de los abetos, las sombras de las lápidas recorriendo el suelo, y el

silencio, el eterno silencio respetando cada una de las tumbas, cada uno de los muertos.

Y comienzo a silbar mientras retiro la tierra, hago a un lado huesos viejos, allano el

camino, escupo en mis manos para refrescarlas y vuelvo a bajar a terminar la zanja.

Hago mis pausas para quitarme la boina, recoger el sudor de la labor en mi pañuelo y

proseguir la tarea, por que me esperan otras labores en el huerto, y saco el tiempo de

donde puedo.

La sopa de Julián está hecha para boca de ángeles. Querubines y tronos tocarían

el laúd a las mil maravillas con la tripa caliente y la mejor de sus sonrisas en la boca.

Julián es un tipo joven, enjuto, de ojos claros, tez blanquecina y dedos de mujer. Nunca

vi tanto libro junto. Hasta en la mesa donde comemos los tiene apilados por doquier. Y

junto a mí veo uno que no es muy propio de un cura. Sí, Julián es el nuevo párroco de

esta aldea. Le hablo de tú por que así me lo pidió él , justo el primer día que llegó a mi
casa. Y ahora lo veo sorbiendo la rica sopa y me habla no se que del vaticano II y que

si cree que durará poco, que si por él fuera, adelante con estas y otras muchas reformas,

pero que no cree que las cosas vayan a cambiar, que la iglesia tiene mucho que

conservar. Se queda mirándome fijamente y me guiña un ojo. “ Come, amigo, come que

debes coger fuerzas” me dice. Levantando una palma de la mano, saluda riéndose sin

hacer ruido. Es muy bueno conmigo Julián. Desde que llegó él dicen en el pueblo, que

se me respeta mucho, por que en el púlpito me pone de ejemplo, de servicio, de mirar

por los demás y ocupar el puesto que otros no quieren ocupar. Algunos han dejado de ir

a la iglesia. Han puesto el grito en el cielo llamándole el cura rojo. Y yo eso no entiendo

qué puñetas quiere decir, por que lo que es él, Julián, siempre viste de negro, como

todos los curas que yo siempre conocí. De púrpura vale, a veces escuché decir, que se

vestían así los obispos; pero curas rojos ni uno he conocido en todos los años que

tengo. “ Tengo que preguntarte algo, Anselmo”, me dice desde el otro lado de la mesa.

Yo me cruzó de hombros y pongo cara de cordero, que sé que les gusta a los curas eso

de guiar a su rebaño. Parece satisfecho. “ Verás, es solo curiosidad y quiero que me

contestes con franqueza”. Asiento con la cabeza y sorbo una cucharada más de sopa. “

Quiero que hables con confianza, contestes lo que contestes voy a tenerte en la misma

consideración, en la misma estima”. Tanto rodeo me marea. “ Suéltelo ya, Don. Julián”.

Pone mala cara y se queja. “ No me llames Don, que sea la última vez o tendré que

dejarte sin sopa por una temporada. Es broma. Va pues esa pregunta. Anselmo ¿ tú

crees en Dios?”. En silencio alargo mis manos, las extiendo delante de sus narices y al

abrirlas le muestro mi respuesta, mis propias ampollas de enterrador, de sepulturero.

Esta tarde, al llegar a casa a por la herramienta, Amalia, mi mujer, me la

encontré llorando. Estaba muy asustada. Marisa, nuestra hija pequeña se hallaba
encamada y junto a ella el Doctor se secaba la frente, le tomaba el pulso y con una

mirada lastimera me hacía señas para que saliéramos al exterior, abrigando a la pequeña

amorosamente y pidiéndole a mi mujer que se hiciera cargo de la pequeña, que le

cambiara los paños calientes cada cierto tiempo. “ Anselmo, lo siento de veras. Tu hija

está muy enferma, y lo peor de todo es que no sé que tiene”, se disculpaba sintiéndose

culpable. Quise hacerme el fuerte, pero no pude, y con lágrimas en los ojos traté de

consolar a Don Cosme, lo senté junto a mí a la mesa, saqué los mejores vasos que tenía,

el trozo de queso que aún quedaba, una hogaza de pan y la botella de sangre de toro, un

vino de cuerpo y consistencia. “ Don Cosme, no se disguste, que de eso ya nos

ocupamos yo y mi mujer. Hay cosas que el hombre no dispone”. El doctor bajaba los

ojos y me decía aquello de sí al menos pudiéramos llevar a la pequeña a la capital para

que la vieran otros. “ Pero así, en su estado, con tanta fiebre, es exponerse mucho

Anselmo y lo siento, yo no puedo responder de eso, no puedo”. Le di unas palmadas en

la espalda y lo que son las cosas, yo, el padre de la criatura, era el que tenía que consolar

a un doctor, que digo yo, debía de estar hecho a estos menesteres. Es de agradecer que

aún y todo, los doctores se sientan así, se duelan de lo ajeno, vean que no pueden con

todo, que hay cosas que se les escapan, que no somos los hombres los dueños y señores

de todas las cosas. La vida siempre dispone la ocasión para la humildad y la

resignación. Dolorosamente, cruelmente, pero es la vida. Así es.

Con una navaja he modelado una cruz. Un cantero amigo mío va a preparar la lápida. Y

pronto, cuando se acueste mi mujer y despidamos las visitas, marcharé con el candil a

marcar la zona en donde cavaré para enterrar a mi propia hija. Sin que nadie se enterara

le he cortado algunos de sus mechones rubios. Los escondí en mi viejo zurrón de pastor,

donde guardo las flores secas envueltas en papel, que nunca entregué por pura
vergüenza, a mi primer amor. Que cosas tiene la vida, ha reunido en un mismo lugar

los primeros amores de mi juventud con los mechones rubios y aún brillantes del fruto

malogrado de toda una vida. Porque los hijos los creemos nuestros para toda la vida. Así

es como luego el destino nos recuerda que nada, absolutamente nada, nos pertenece. La

pondré aquí junto a la señorita Beatriz. Ella la sostuvo entre sus manos poco antes de

caer enferma. Así se harán compañía las dos. Al otro lado la abuela Nicolasa, la mujer

más fuerte que jamás conocí, una santa. Nadie hace hoy en día rosquillas como las hacía

ella, nadie es capaz de guisar el conejo a su modo. Las Navidades ya no son lo que eran

sin ella. Nos quería mucho Doña Nicolasa, la ayudábamos en el huerto y siempre supo

ser muy generosa. “ Éste lo mataré para nosotros y aquel que no se me deja coger, vea,

Anselmo, vea qué gordo está, lo guisaré para su familia que tiene cuatro bocas aún por

crecer”. La recuerdo de pie, con el cuchillo en mano y corriendo con su bastón tras el

conejo, asestándole un golpe en la cabeza y cayendo el conejo aturrullado sobre el

suelo. Entonces procedía con el cuchillo y yo la daba la espalda. Yo no era hombre de

esas lindes, sufría hasta por los conejos. No en vano mi padre solía decir, “ éste no ha de

matar una mosca en su vida”. Lo que él no sabe es que matar no mato, pero entierro a

todos los paisanos. Me he sentado mirando la pequeña cavidad que he de preparar. Un

leve lamento en el ambiente, el viento que sopla y el cielo que se oscurece. No puedo

contener el llanto y lloro, lloro mojando la tierra que abrazara pronto los restos inertes

de la que fuera un día, la niña de mis ojos.

“ Anselmo ¿ duermes?” Mi mujer, inquieta, no ha dejado de removerse entre las

sábanas toda la noche. Yo llevo en vela desde que volví del campo santo, hará unas

cuatro horas. Me doy media vuelta en la cama, resignado, con un terrible dolor de ojos y
una garganta que parece querer caerse en pedazos, escurriéndose entre mis dedos,

tratando de sujetarla. Enciendo la luz, la vaga luz de la mesilla de noche. Tomo el

mismo vaso con el que solía llevarle agua en mitad de la noche y lo tiro con todas mis

fuerzas contra la pared. Mi mujer no dice palabra, se abraza a mí y aferrada, al rato, cae

ya rendida por la fatiga de este fatídico día.

Las campanadas suenan diferentes. Algo flota en el ambiente que se vuelve

hostil en este día de difuntos tan íntimo, tan diferente para estas manos, para estos

callos, para estos párpados que no quieren abrirse, para estos ojos que no se atreven a

mirar, para esta boca que caería como una losa hasta el final de los tiempos sobre mis

labios sellándose para siempre. Estas manos quieren volver a columpiarla junto al río.

Quieren acurrucarse en su pelo, jugar a desenredar sus cabellos, apoderarse en un

inocente juego de cada uno de sus rizos. Estos labios quieren volver a sonreírla. Y los

ojos, estos ojos que jamás volverían a abrirse, desean volver a mirarla desnuda en toda

su inocencia tiritando de frío, llenándome de compasión. Y este cuerpo quisiera

descansar junto al suyo enterrándome junto a ella, vivo, asfixiándome junto a ella, dulce

asfixia que combatirá para siempre esta terrible ausencia. No hay nadie que tenga

narices para echar sobre mi tierra mientras me abrazo al ataúd. Y por otra parte, no es

ése realmente mi deseo. Deseo y sentimiento son distintos. Y esto que cuento para mis

adentros son sentimientos. Yo ya sé que brotará a la vida de nuevo. Pero es que somos

egoístas por naturaleza y queremos que todo se perpetúe, que sea para siempre, y

deseamos darle forma a lo que no nos corresponde darle forma. Engreídos, jugamos a

ser dioses, a ordenar la vida y el destino a nuestro antojo, cuando ni tan siquiera estamos

preparados para vivirlo, interpretarlo, comprenderlo tal y como nos viene. Mi deseo es

que la vida siga su curso. Que tras el duro invierno llegue la primavera con sus trinos,
con sus cerezos radiantes de flor, con la nueva savia de las parras deseosas de

transformar la flor en uva; y la uva madurando al sol agradecida, deseando también dar

fruto, ser útil, ser mosto que necesitará de su tiempo, de su madurez para morir y

transformarse en vino. Como yo, como nosotros los hombres que maduramos con el

dolor y con este nuestro sufrimiento, así sucede en cada asunto, en cada cosecha, en

cada estación del año, del año y de la vida. Mi mujer se mueve ya despierta sentada al

borde de la cama. Me tranquiliza observar las estrías y los surcos de su espalda. Son

como la tierra trabajada. Y a veces repaso estos dibujos con mis dedos. Ella parece que

se volviera a transformar en una chiquilla, porque se retuerce y se ruboriza y a veces

terminamos por volver a acurrucarnos juntos en la cama, tapándonos y tomándonos

unos minutos más para estar juntos. Esta vez le cuesta quitarse su camisón. Solloza

derrumbada. Con una mano le acaricio el pelo y con otra le acerco sus ropas. El silencio

se ha apoderado de toda la estancia. Con sus lamentos a despertado al resto de la casa y

a lo lejos puedo escuchar como la mayor, llora también ella desconsolada.

Ni el cura ha podido soportar este tránsito. Lo descubrí tras una lápida

derrumbado, lloraba limpiando sus gafas empañadas. Estábamos solos. Los dos. Mi

mujer fue acompañada por vecinas piadosas y mis hijas arrastradas fuera del cementerio

por amistades y parientes. Quedé yo solo, escuchando aún los ladridos lejanos de los

perros, el run-run de un motor viejo de tractor, el ulular del viento que cabalgaba en

mitad de un cielo grisáceo amenazando tormenta. Al señor cura le acerqué la botella de

cognac que traía oculta en mi zurrón. Lo levanté a pulso y nos fundimos, los dos

hombres, en un abrazo eterno. Tengo que decirles que me agradaba el calor que

despedía esa cara bonachona, este cura todo hueso, demasiado sensible para menesteres
de pueblo, en donde el mismo cura que bautiza a los niños también los entierra. Y lo

conduje al resguardo de las primeras gotas. Bajo el deteriorado tejado de la pequeña

capilla de nuestra señora lo senté, saqué del zurrón un trozo de pan, queso y fui a por la

botella de vino que la noche anterior escondí tras los matojos. “ Esta vez me has de

ayudar, solo no puedo”. Me miró asustado. “ Sé que no le va a resultar nada fácil, pero

se lo pido yo, soy el padre de la criatura. Coma, coma amigo, que se requieren fuerzas

para estos menesteres”. Bebió media botella casi de una sentada, tomó junto a mí la

pala, caminamos en silencio hasta el pequeño agujero y miré por última vez la caja, esa

caja de muñecas, blanca y sin Cristo, pura e inocente. Allí cayeron los primeros restos

de tierra, lanzados por mi puño cerrado. Tres, cuatro y hasta diez puños sagrados de

tierra besada. “ Espere”.

Saqué el pañuelo anudado. Escarbé la tierra con el extremo de la pala, deposité allí

mismo las pipas y tapé con sumo cuidado la siembra. El cura sin mediar palabra se

extrañó de este acto. Inexplicablemente yo pude sonreír. Esas pipas que yo había

lanzado sobre el ataúd semienterrado de mi hija, era mi rito, un rito secreto, oculto, que

brotaría con gran fuerza de entre los muertos de este campo santo. En una gran hoguera

dicen que quemaban a quienes a escondidas de nuestra santa madre iglesia proseguían

con ritos de antaño y supersticiones. Para mí esto que hago forma parte de la vida. Ya

les dije que uno tiene sus creencias. Y creo que la muerte no es nada al lado de la vida.

Que la vida vence siempre a la muerte. Porque nada muere, todo vuelve al camino, la

vida jamás desaparece, tan sólo cambia, tan sólo se renueva. Esas pepitas de girasol que

deposité al abrigo de la tierra, con el calor de la primavera, comenzarán a germinar.

Echarán raíz clavándola en el mismísimo ataúd de mi pequeña. Y de entre sus restos,

sus huesos y testimonios recogidos por la tierra, tomará alimento para crecer y asomarse

por entre las grietas de su oscuro mundo. Y lo hará, luchará abriéndose paso hasta que
encuentre la luz. Se abrirá paso oradando la tierra, asomará al fin; buscando ese sol del

que emanan los rayos de calor y de vida que la planta, que toda vida necesita. Y la savia

de la planta será la nueva sangre de mi hija; y su tallo su nuevo cuerpo; y la flor del

girasol volviéndose al sol, las mismas manos. Los mismos brazos extendidos de mi

pequeña en busca del abrigo y del calor de su energía, de su fuerza y de la vida

palpitando en cada hoja; en cada una de las raíces que se clavan en las entrañas de este

mundo. Regué con vino, con el mismo vino que Cristo transformó en su sangre, la

futura planta en la que brotará toda la lozana juventud de mi hija pequeña, tan pequeña

y delicada como la pipa que deposité en su lecho de muerte. Y allí se mezclarán el fruto

del hombre y el fruto de la planta que siempre busca al sol, en el mismo vientre de la

madre tierra, fundiéndose, uniéndose. Qué misterio es la vida que se alimenta de la

misma muerte.

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