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ERA MALA

Era mala, muy mala. Y cuando ahorita se lo explique, ustedes ya me van a saber comprender. No lo
hice por locura ni por despecho, no fue que perdiera los nervios, tuvo que suceder y así ocurrió.
A padre le solía gustar dar largos paseos. Me tomaba del hombro, así como que recio, casi doliendo, y
apretaba los dientes para decir las cosas. A mí, pues como que desde muy chiquito me asustó su cara cruda,
arrugada, llena de heridas. No era digamos un hombre que se anduviera cuidando de su ropa, que gustara de
médicos cuando le venía algún mal, o que se dejara faltar al respeto, no. Supo cuidarse siempre él solo y pues
cierto también es que a su manera, cuidó de mí. Ya les dije, que dábamos largos paseos, que me tomaba a veces
con su torpe mano de la nuca y repetía “ Me has de salir buen muchacho, de provecho, tienes que salir buen
hombre para honrar mi apellido, tú eso ya lo sabes”. Aquellos años yo no sabía nada. No más que sonreírle a
padre temblándome lleno de miedo. Porque sí, entonces yo era un cagao, un dejao, que me pasaba los días
escondiéndome, agachando la cabeza, escapando de la gente, de allá para acá. Ahora ya no, ahora ya le supe
hacer frente al mundito este. Y ya nadie me anda chingando, nadie. Tan sólo quienes me tienen aquí encerrado
entre estas cuatro cochinas y frías paredes.
La vida no es que me tuviera chupando caramelos todo el día, tomando chocolates puros con
bizcochitos de azúcar, montando en tiovivos o tirando de hilillos de cometa, riendo al correr tras ellas. No. La
vida, aun de chiquito, la pasé amontonando mierda, puritita mierda. Con las náuseas que me daban aquellos
vahos que brotaban violentamente al remover las gruesas capas secas de estiércol. Sí, era de animal, pero mierda,
al fin y al cabo. La infancia me la pasé tirando maíz en el corral, ayudando a padre con los partos de las vacas,
cuando no de los caballos. Acarreando la leche en aquellos tremendos cuencos que me doblaban de espalda,
hasta que llegaba descuajeringado al pueblo. La tía Viviana no me devolvía por recompensa otra cosa que no
fuera un severo y sonoro, “ gracias, chiquilote”. En aquellos días yo quería mucho a madre. Con el tiempo, ya
después, fui viendo y comprendiendo. Pero en aquel entonces, como que sentía apego por la vieja. Recuerdo la
tremenda llorera que tuve la primera vez que la oí gritar. Al acudir asustado para ver qué sucedía y observar,
recuerdo que comencé a temblar como un gallo malherido en plena pelea, como a las que padre más tarde me
llevaría a menudo. Ya de mañana no me dejó madre acercarme para verla. Yo sabía que padre había estado en el
pueblo esa noche, cuando me despertaron los alaridos de madre. A ella la embrutecía saber que cuando padre
aparecía por la aldea era para volver así, como loco, como muy atorado, agarrado a una botella de mezcal del
barato, rasguñoso y casi mal herido. Y ella lo renegaba, lo ponía contra las cuerdas, le asustaba diciéndolo de
todo. Acusándole de llevarnos a la ruina, de ser un mal padre y un mal marido. Y entonces él, cuando la oía en
aquel trance, como que ya se iba hinchando y ya que sí, que en ese mismito instante la emprendía con ella; ya
toda callada, defendiéndose como podía, desviando los duros golpes de padre que era más grande y fuerte que
ella.
A padre, ya estando yo más hecho, lo ayudaba a tomar las pacas para ir almacenándolas de cara al
invierno. “Juanito, te me vas a ver ahorita a tu madre y me vienes a decir qué anda haciendo. Pero tú no sabes
nada, nadie te mandó, ¿eh?”. “ Sí, padre, como mande, yo cumplo”. “ Buen muchacho”, aprobaba él satisfecho.
Al rato tornaba a dar explicaciones. “ Dice que va a lavar al río”. “ ¿ Cómo, cómo que dice?” Y me cogía de la
oreja tirando fuerte de ella. “ Que no padre, suélteme, que ella me explicó sin que yo le preguntara”. “ Eso ya
está mejor”, me soltaba como aliviado. A mí me confundían tantas triquiñuelas, me disgustaban los chismes. No
tragaba con todos esos secretos. Precauciones, no más, ni demasiadas ni pocas, las justas que hay que tener con
las mujeres.
La vez que madre se marchó al río a lavar, como que con un gran esfuerzo de carga, el viejo se puso
como loco de contento. Tomó su abrigo, colocó bien asida su correa y hasta trató de arreglar sus arremolinados
pelos negros. Cuando lo vi marchar, corría gritando, “ Y dígale a madre que fui a por simiente, clavos, hierros y
todo eso”. Una vez por semana padre acudía a la villa, pero no traía de allí ni un raquítico clavito para madera ni
una sola semillita con la que sembrar, ni herrajes nuevos para la Tula, una vieja yegua que ya ni se movía de
dolor por sus irregulares y desgastados cascos heridos llenos de pus. No. Padre acudía al pueblo y solamente se
traía deudas. Madre se lo tenía prohibido. Años después vi que hasta para eso era pinche madre. Los hombres de
esta tierra reseca parten sus huesos a diario trabajando. No obtienen no más que cuatro frutos con los que ir
tirando. Pues ¿qué hay de malo que el hombre que se mata a trabajar pa sacar la tortita de milpa de comer, no
más , tenga sus pequeñas compensaciones? Pues ni eso le permitía madre. Me lo repetía, azorado, después de
largas discusiones, peleas y ruidos nocturnos, que ya les expliqué que en un tiempo, al principio, fueron para mí
un infierno. Luego ya las razones de padre fueron clavándose en mi cabezota y fui comprendiendo, como él
decía, “ Ay, zagal, cuídate, cuídate de las mujeres, son malas si no se saben enderezar a tiempo. Hay que
hacerlas a uno, como al pollino, hay que acostumbrarlas. Hacerles ver, que respeten tu terreno, que obedezcan,
que sepan esperar. ¿No dice pues la Biblia mismita que ella nos sacó del paraíso por desobediente, por zalamera
nos hizo morder la manzana y es así como, a fin de cuentas, ella y su culpa nos obligó a trabajar? ¿ Y que es la
sagrada Biblia, dime hijito mío, qué es sino la Palabra de Dios? ¿ Y no es el Señor Emeterio, sacerdote, la
Palabra de Dios en la tierra, aquí en el pueblo? Pues así es y así debe de ser. La mujer va al matrimonio a servir,
ha de respetar al marido, que para eso el hombre fue condenado al trabajo por culpa de la avaricia de la mujer”.
Su plática retumbaba hasta en las montañas, al caer el sol, cuando tornábamos cansados de hacer la tarea.
Hablaba como en trance, hasta su voz parecía otra voz y sus ojos se hacían como más grandes perdiéndose en la
oscuridad que todo lo iba llenando. “ Sí, métetelo así mismito en tu cocorota de chavo tierno. Juanito, la mujer es
mala y avariciosa y no se sabe hasta cuantas cosas más. Y lo es porque conoce que el hombre no puede vivir sin
ella. Es por eso que trata de dominar, de ocupar el puesto del hombre y si puede le chupará hasta la sangre toda.
Por eso hijito tengo que enderezar a tu madre. Vos sabe mejor que nadie que no lo hago por gusto. Es ley de
vida. A la mujer rebelde hay que volverla a su sitio, es como una herradura que si no se coloca bien a tiempo se
tuerce y se echa a perder.” Fue entonces cuando acerté a ver cuánta razón tenía padre. Qué inteligente era, cómo
trataba las cositas para que entendiera hasta cualquier niñato de primaria.
Anduve muy revuelto por dentro porque el corazón estaba con la vieja, al fin y al cabo llevaba sangre
suya; el calor de sus manos en mi rostro y los suaves besos que me daba en la frente cada noche me tenían
apresado y mi afecto estaba con ella. Recuerdo que cuando cumplí los dieciséis yo era tan grande como padre y
fuerte como un buey bien alimentado, de ésos que sólo se ven en las haciendas de la gente rica. Una de tantas
noches no soporté aquel infierno insufrible que profería su asfixiante calor, un par de veces por semana en la
vieja cocina del hogar. Cuando asomé, madre yacía tirada en el suelo; padre le propinaba tremendas patadas en
sus partes más íntimas y los horrendos gritos de aquella mujer doliente eran terribles calambrazos que yo sentía a
la altura de mi vientre. Tomó la gruesa soga para golpearla, estando ella toda rendidita, tirada cual boñiga de
marrano en el suelo como desecho despreciado. Fue en ese momento que no pude por más aguantar y me hice
presente para defenderla. “ Basta, ya fue bastante, basta, no más, no me la pegue más, respétela ya”. Tornó todo
su cuerpo sobre mí; colérico dirigió su puño cerrado hacia la altura de mi mandíbula y zarandeándolo me escupió
estas mismitas palabras: “¿ Quién te crees que eres tú para entrometerte en nuestros asuntos? ¿ Crees que no voy
a darle su merecido a esta vieja corajuda porque tú me lo pidas? Ahora verás”. Trató de golpearla con la cuerda;
no pudo hacer nada porque ya si me tenía sobre su espalda tomándolo del cuello, gritando para que madre
huyese de allí, aguantando el equilibrio, y sobre todo, soportando los golpes a puño cerrado de padre sobre mi
cabeza. “ Maldito hijo é puerca, maldito seas. Has manchado mi honor, pedazo de gallo cornudo, me las pagarás
todas juntas”. Y padre se revolvía; yo trataba de sujetarlo asiéndolo con toditos mis brazos, su tronco, sus manos,
amarrando muy fuerte, tratando de que tragara su mala baba. Y ahora me golpeaba asín con toda su furia en los
riñones, más insistía en el estómago; quise zafarme de él, pero fue ahí, en ese mismito instante me sacó de cuajo
carne en vivo de un mordisco en un dedo. Y ya para cuando me vino el mareo por la sangre que yo había
perdido, él andaba ya con el susto porque chapoteaba con sus pies sobre el rojo charco. Recién oído, “cuídeseme,
que creo que fuimos lejos”, caí fuera de mí sobre el suelo. “Está fuera de peligro. No comprendo cómo; con la
cantidad de sangre que echó, pero saldrá ¿ Y dice que se lo hizo andándole a la herramienta? No parece tal, a
primera vista más bien la mordida de algún animal. Pero casos más raros se han visto”. Oí aquella perorata del
doctor recién recobrado el entendimiento. Abrí costosamente los ojos y observé que a un lado, con su mano
sobre mi frente, descansaba madre, mirándome con los labios temblorosos. Vertió una lágrima, la más gorda que
jamás en vida contemplé. Sentí que perdía fuerzas al tornar todo su gesto hacia mí, noté que me absorbía con
aquella mirada, que tal brillo me lo regalaba porque la defendí aquella primera y última vez.
Madre fue encongiéndose con los años. Su cara bonita de niña tardía pasó a secarse como fruto perdido
al calor del día. En una acometida de las suyas el difunto padre la había dejado coja. Para entonces, ella lo
golpeaba tímidamente con sus manos. Pero fue que se atrevió a más, tuvo arrestos para azuzarle con la escoba y
le hizo daño de veras. Tanto lo encendió, que él, corajudo, se ensañó golpeando uno de sus tobillos con la barra
de aventar la leña, la gruesa barra de hierro fundido. Pasó ocho días sentada, sin poder andar, y cuando se
propuso hacerlo, lanzaba desgarrados alaridos de profundo dolor. Logró hacerse con una muletilla de madera
con la que podía arrastrar su ya debilitado cuerpo. Yo ya fui con el tiempo haciéndome cargo de cuanto sucedía.
Madre lo tenía al viejo abandonado. No lo dejaba dormir con ella y tuvo que poner orden y ley para recobrar el
santo matrimonio que se perdía. “ La mala mujer de tu madre va a destruir lo que Dios unió en la Santa Iglesia”,
repetía padre de muy mala sangre. A veces sé que de muy mala gana, aquella mujer tuvo que resignarse. Padre
supo enderezarla, ella no se atrevía ya a contestarle. La volvió al camino recto finalmente y ella no sabía hacer
otra cosa que andar insultándolo todo el día. La vez que vinieron aquellos tipos a llevarse la yegua, quiso
ganárseme tratando a padre de jugador, de hombre perdido, de alimaña sin sentimientos, sin escrúpulos. Yo ya
no pude hacer más que contestarle, no más que advertirle que no arremetiera contra padre. “ Se mata a trabajar
todo el día y pá lo poco que se le va a hacer sus cositas que lo entretienen, ¿usted se lo reprocha? Déjelo, esta
vez tuvo mala suerte ¿ No es así la cosa de que todos cometemos errores?”. Por primera vez se rebeló contra mí.
“ Pero chamaco, estás ciego. ¡ Que me le andas vistiéndomelo de santo, de inocente! ¿Acaso no alcanzas a ver
cómo nos trata? Nos tiene muertos de hambre, a tortitas de milpa ya casi todo el día, no más. ¿Recuerdas la
última vez que hubo guiso con chiles? Ni pá gallina vieja alcanza. Nos está echando a perder toda la hacienda,
hace un mes que no tengo jabón para lavar ¿Y vos me sales defendiéndolo? ¿Eh? No tiene vos conciencia o echa
la vista pa otro lado ¿ Y las palizas que recibo yo que paso los días arrastrada limpiando suelos y cargando leña?
Quedas callado ¿ Y las palizas, qué me dice vos a eso?”. “Vos sabrá que tienen entre manos ustedes, no es cosa
mía. Además, son marido y mujer, deben arreglárselas entre ambos, solucionen sus problemas”. Madre comenzó
a llorar toda fuera de sí, adelantó su dedo, como cargado de pólvora, presto para disparar sobre mí y balbuceó
palabras tal cual veneno terrible: “ Tú, también tú, eres tan animal como él, tan asno como tu padre, la semilla
que él puso en mi vientre y que yo cuidé como mía, es no más que igualita al mismo monstruo que maltrata mis
costillas toda la vida. Maldita sea su sangre, esa que se mezcló con la mía, y maldito seas tú también, hijo que
quise durante años con toda mi alma y que viví como algo mío. Ahora lo sé que ya te perdí para siempre. Eres
como él, una grande comadreja sin sentimientos. Podrido como él, perdido por el vicio sino ahora, pronto,
porque andas tú por su mismo camino, ahora sí, lo presiento, por el mismo camino de miseria y perdición”. No
supe qué decirla. Me dejó sin habla, con la boca dormida, apegada mi pastosa lengua al paladar. Atorado, por
más que quise, no supe moverme, no pude; madre había renegado de mí, me había maldecido, me deseaba toda
clase de suertes penosas y hasta no sé si echó mal de ojo contra su propio hijo. Entonces ya vi que padre hilaba
fino, era mala y nos hacia daño a padre y esta vez como nunca me lo hizo a mí. Ya no más hubo nada entre
ambos. Yo ya no le dirigía la palabra, hasta pena sentí en los inicios. Ella no volvió a alisar mis cabellos, hablaba
sola y no sé si hasta padre estaba en lo cierto. Quizás maliciáre o conversaba con el diablo mismito, enviándonos
toda clase de malos espíritus que arruinaran nuestras cosechas, nuestros trabajos de a diario, que truncaran las
apuestas de padre, al que acompañaba ya al principio por curiosidad y más tarde por gusto. Conocí las cantinas y
luego las chicas que jamás había yo visto. Mujeres que se dejaban hacer por dinero, sonrientes, de poca ropa y
mucha plática. Padre bebía al principio solo, trataba de distraerme para que yo no cayera en el mismo vicio, pero
todo fue como seguidito, primero los gallos, luego los dados, después las chicas que daban calor y entretenían el
aburrimiento de días todos igualitos, todos llenos de trabajos y faenas. Y llegó el tequila, más no mucho más
tarde, el mezcal y otras bebederas cuando no alcanzaban las moneditas. Fue así que me hice a la vida con padre y
como fui caminando parejo a él, entendiendo sus malheridas entrañas, su hacerse respetar, también su
desconfianza, lleno de enemigos como andaba.
Madre dejó de lavar nuestra ropa, ya no cocinaba, se pasaba enferma todo el día, atacada de la tos,
cuando no la fingía para ablandar a padre. Seguía haciendo tareas de la casa, pero ya era como si viviese ella
sola, porque nos tenía abandonados a los dos. Yo al principio lavé por un tiempo, pero aprendí a arreglármelas
para que Tupita nos ayudara a los dos, y que con sus buenas manos - ¡porque hay que saber de Tupita, qué
manos gastaba! – devolviera a la vida aquellas camisas desgastadas y sucias, roñosas de trabajo duro y sudor.
Ella era una mujer de las que no hay. Trabajaba vendiendo placer, sí, pero puedo jurar que era distinta, muy
distinta a las otras. Ella me quería y yo la respetaba. Hasta que un día dijo que aquella no era vida para ella, que
aún era joven, que quería cambiar, que si yo estaba dispuesto a tomarla como mujer. Es entonces cuando padre
volvió a platicar como antaño. Buscó hacerme razonar de una forma y de otra, puso ejemplos, trató de
cambiarme las ideas porque no me convenía y yo estaba embrujado por sus ojos azules, esas manitas de albaca,
el calor de sus pechos y los labios que clavaba en mi cuello. Nunca nadie más me hizo sentir así, cuando en el
calor de las noches suspiraba y requetechillaba de gusto, porque mis manos ya no sabían de ningún secreto de
entre sus finas piernas, porque la hembra exploraba cada rincón de mi piel y los dos nos amábamos, día sí,y día
también. Yo ya no sabía pasar sin ella; ya andábale contrariando al padre, no lo acompañaba a jugar; los gallos y
el metzcal me aburrían. Todo estaba arreglado y habíamos convenido los dos, Tupita y yo, hasta fecha para
desposarnos. Al señor cura costóle trabajo admitir y la anduvo a mi hembra dándole recados todo el tiempo,
preparándola para cambiar de vida y así como que enseñándola la palabra de Cristo. Padre no estaba en
conocimiento de todo esto. A madre tardé en decirle; cuando lo hice, quiso mostrar que no la alegraba aquello,
pero ya como que una jornadita al anochecer me tomó en un descuido y soltó aquello de que estaba cambiando,
me veía distinto. “ Tu padre ya no camina tan firme, por no tener no tiene fuerzas ni pá forzarme, ya no puede
apoyarse en ti, porque tú te torciste de su camino por donde él quería arrastrarte. Déjalo en su caminar, anda y
que caiga el asno por el barranco, el mismo que desobedeciendo a su buen escudero por tozudo no quiso dar
marcha atrás”. Quedamos los dos en silencio. Yo ya no alcanzaba a saber si pudiera ser que todos estos años
padre me hubiera tenido engañado, casi como embobado con su lengua fácil y resuelta. “ Tú, sin embargo,
puedes aún tener arreglo, cásate con esa muchacha, hijo, y marcha lejos del pueblo, haz una vida decente y
trátala bien, verás como la cosa cambia”. La vi que se volvía, temblaba casi emocionada la vieja. Avancé dos
pasos hacia ella, pero me detuve a tiempo. Era como si me hubiera andado hechizando, queriendo ablandarme.
“Ay, pendejo de ti”, pensé. “ Un poco más y te dejas arrastrar por la vieja, ¿ A caso no recuerdas ya sus
maldiciones del pasado?. Cuídate de las mujeres, son malas. Padre pudiera tener razón y no quiero errar teniendo
advertencia ya formadita. Pues ahí está la cosa, pondré remedio antes de que sea tarde”. Y así fue que ni con
padre ni con madre conté para la fecha. Tuve a bien casarme con los buenos días, cuando los campos florecen, se
alargan los tallos para dar el grano y las noches se acortan. Cuando la milpa luce toda dorada, fuerte, llena de
fruto, viva y resplandeciente y se preparan las gentes para recoger la cosecha de sol a sol y sin descanso.
La Tupita estaba cada día más linda. Había dejado crecer de entre su cabeza unos largos cabellos que
pasaba horas peinando. Ya casi se hizo costumbre que una vez por semana yo la ayudará a ponerse aceite en
aquellas trenzas negras, gruesas y hermosas, muy hermosas. Era como una colegiala crecidita con aquel vestido
verde y unos zapatos ya viejos, que de tanto embetunarlos los había cambiado de color al menos seis veces.
Lucía en aquel vestido un escote así como que demasiado generoso, pero aquello no me gustaba porque los
demás muchachos, cuando paseábamos por la plaza del pueblo, se volvían y hacían comentarios desdeñosos,
hasta que yo decidí cortar un día con aquella cantinela. Y ya lo creo que corté. La marca del cuchillo quedó
grabada para siempre en la nariz de Sebastián que a trompicones se me escapó, afortunado él, porque se lo
hubiera clavado en pleno pecho de tan ciego que me puse aquella tarde. El muy bruto, abalanzándose sobre
Tupita, comenzó a manosearle los pechos mientras gritaba burlonamente, “ aquí esta el fruto maduro que no
todos gozamos y que ahora ya sí deseamos”. Yo andaba distraído, mirando unos trastos viejos que el indio
Chuacán tenía extendidos sobre un paño para vender al pie de su vieja cabaña. Se hizo casi tarde para cuando
escuché a Tupita defendiéndose a manotazos. Sí alcancé a oír la tremenda burla. Entre tanto, el pinche se reía
tratando de esquivar sus golpes mientras la manoseaba. Lo hice llamar con mi cuchillo ya desenfundado. No
alcancé no más que a rasgarle la nariz, ya salió el gallina corriendo con el rabo bajo vientre, que a punto estuve
de acabarlo allí mismito, pues bien vale el honor pisoteado más de un muerto. No más nadie se atrevió a
importunarnos en los siguientes meses. Todos volvían la cara, me hice respetar. Algunos se quitaban el
sombrero, y yo satisfecho, porque caballero soy, también correspondía tomando orgulloso a Lupita de la mano,
que ya les dije que estaba hermosa, a cada día que se acercaba la fecha, más. El cura la había estado
reprendiendo y eso me tuvo días dolido, porque mi futura esposa ya no quería que yo la tocase, ya no dejó ni una
noche que yo la montara entre los prados en el silencio del valle. Tan sólo me dejaba pasarle la mano por sus
cabello y besar la suya suavemente. “ Después, todo será igual, pero después. Así lo manda la Iglesia y ya pues
como que quiero ser diferente, cambiar, nada del pasado, seré una esposa decente”, repetía muy digna.
Padre me llamó una tarde cuando andábamos asiéndole a la milpa tras haber cargado con ya casi la
mitad de la cosecha. Me apartó tras la carreta a un lado del camino. Tomó la calabaza llena de agua, me mandó
sentar buscando la sombra, y así lo hizo él también junto a mí. Pasó su gruesa mano sobre su frente toda
caudalosa, mojada por el gran calor que padecía, y en silencio permanecimos los dos, él bebiendo repetidas
veces de la calabaza y alcanzándomela también a mí. Habrían acontecido, como cosa de diez minutos más o
menos, escuchándose tan sólo allá a lo lejos los graznidos de los pájaros y poquita ruidera más. Yo no me atrevía
a preguntar qué era que deseaba platicar y él como que andaba dándole vueltas al asunto, sin atreverse a entrarle.
Finalmente, dijo “ Mirad, sos la única cosa importante que tengo y no puedo andar por más tiempo en mis
cuentas. Ya no acierto y tengo que decírtelo: Haz lo que creas, ya no sos un pelendenque pá que ande yo detrás,
limpiándote los velones que cuelgan así no más que de cada uno de los canalillos de tu nariz. Eres hombre, y
como hombre, yo ya sé que necesitas de una mujer, pero pon buen tiento en elegirla, que no vaya a ser que se te
tuerza y padezcas lo que yo con tu madre. Tú ya sabes que yo de chiquito traté de hacerte ver, y lo que ya no
sepas, pronto lo aprenderás. Porque la vida, y esto quiero que lo grabes a fuego en tu mismo pecho, la vida va de
corrido, y una vez que emprende su marcha ya no hay vuelta. Así es que no más decirte que hagas lo que debas:
¡Qué carajo, hijo! Yo mismito me busco un traje para el día grande de tu boda y lo aliso contra la piedra para
estar bien elegante y colocar en el hojal del bolsillo la más hermosa de las flores blancas. Ven acá chiquilote,
vente aquí muchacho, que bien merece un retorcijón este acuerdo, esta decisión si tú así lo quieres y que sea
bien avenida”. Padre me apretó fuerte, todo contra él. Yo no pude por más que corresponderle el gesto, y como
no, no puedo negarlo, me gustó y hasta alguna mojadura del ojo se me vino a parar por entre mi boca. Padre
quiso hacerse el fuerte, tan solo, tan angustiado como andaba ya porque nadie lo fiaba días hacía que tuvo que
dejar los gallos, aunque el mezcal formaba parte de su alimento nocturno. Lo oí acongojarse, pero retuvo el aire
por mucho tiempo, no quería soltarse, sabía que yo ya andaba buscándome otro nido y perderme para él era un
golpe fuerte. Soltóse y me pidió que aquella noche los dos fuéramos como en los viejos tiempos a festejarlo, a
anunciarlo por todo lo alto, pá que todo el mundo celebrara ya en el pueblo día tan señalado. Mas yo lo paré
despacito, y le dije que no sabía si aquello era bueno, aunque finalmente pensé que era mi viejo y qué carajo,
celebrarlo los dos juntos no tenía nada de malo. Pero eso sí, le hice prometer que nada de anunciarlo por el
pueblo, que no gustaba de habladurías, que aquella era una mujer distinta, que trataba de mandar al carajo su
pasado. Padre razonó rápidamente y convino conmigo en que nada se supiese aún. Los dos nos acicalamos como
la ocasión merecía, hasta saqué del armarito lindo una camisa especial que guardaba para los domingos de la
Pascua, los de Navidad y las celebraciones especiales. Y así en silencio, cuando madre ya dormía, salimos a
tientitas sin meter escándalo, pasito a pasito. Ya después una luna grandota, a la que madre respetaba mucho, nos
alumbró todo el camino hasta el pueblo.
Al arribar a la calle principal, padre ya se veía animoso y silbó todo el camino pegándome pescozones,
discurriendo en platicar cuentitos para distraer el camino largo y tratando de que la fiesta fuera bonita para los
dos. Ya nos fuimos haciendo para la noche, y en éstas que cuando abandonamos la cantina colorada del viejo
Juanito, nos abordó a gritos un tipejo, amigo de antaño de padre, al que el viejo no se la veía buena cara en los
últimos años “ ¡Gutiérrez, ea, los dos Gutiérrez por aquí, juntos! ¡ Qué extraño! ¡ Vengan, arrímense junto a
estos compadres, que yo los convido a un trago de mezcal, la ocasión lo merece!” Fanfarroneaba el muy
pendejo. Padre me miró como para que yo me andara sueltito, sin miedo a que hubiese combate, porque él no
quería que aquella noche tuviéramos problemas. “ Sigues siendo el mismo, Remírez, el mismo tipo de antaño, yo
agradezco el convite y beberé pero no a nuestra salud, que no nos falta a Dios gracias, lo haré para procurar
buena impresión a los compadres que lo acompañan, y para que ellos también gocen de buenos días venideros”;
solemne y firme así le entró padre a Remírez, que torcía ya sus ojos como contrariado porque el viejito no le
entró a sus buscaditas para armar pelea. “ Buen chico, tu hijo. Y ya es raro verlo junto a vos, últimamente anda
más pendiente de una mujer bonita, linda y muy apropiada para los muchachos como el suyo que están en edad
de gozar y gozar firme, gozar bien”. Padre tomó el vasito perdiendo la mirada, mojando sus labios lentitos y
sorbiendo sin aliento el mezcal, quemaba el gaznacho, era fuerte y recio. “ Y puedo asegurarle de que el
muchacho eligió bien, porque la Tupita es buena mujer en ciertos artes, y se lo digo porque lo sé de cierto. Yo la
caté varias veces, y ¡Virgencita mía, vaya como se mueve cuando alcanza no más a notar algo ardiente entre las
piernas!”. La cólera me pudo y yo eché mano al cuchillo, mas no pude hacer uso de él porque padre me retuvo
la mano y con un gesto me convino a tranquilizarme. No quería entrarle a aquel gusano que trataba de
calentarnos el ánimo, de hurgar en donde más daño podía hacer. “ Remírez, va usted en lo cierto. Y dices bien,
sois hombre inteligente y como vos sabe de lo que habla, no creo tener que explicarle que mi chavo sabe elegir
bien lo que le conviene. Vos cataste a Tupita y eso cierto es. Mi hijo no quiere por mujer a una cualquiera y ella,
la chica, tampoco quiso por hombre a ningún mal nacido. Cierto es que vos la probó, pero no fue vos, fue ella la
que buscando entre todos los del pueblo se deshizo de aquellos que no le satisfacían porque se hallaban sin que
ofrecer de lo que necesita una mujer. Y por fin dio la muchacha con mi hijo y supo que le convenía. Porque mi
hijo es todo un hombre y tras ello andaba la Tupita, aburrida de tanto pendejo. Así las cosas, sácanos otra vuelta,
Pedrito, sácanos otra vuelta que la ocasión lo merece, ya se resolvió el entuerto y no es la cosa, - ¿verdad
Remírez?- para andarla revolviendo, que tiempo ha que yo no ando en problema y ni los quiero, ni usted me los
va a buscar¿ no es eso cierto, Remírez?”. “Pues, claro, Gutiérrez, claro. Como tú dices, bebamos para celebrarlo
como viejos amigos que somos, y pues si vos sois amigo mío, ¿ no lo va a ser el muchacho? ¡Ándele, tráguese
muchacho lo que le queda en el vasito, que la noche es larga y aún le cantaremos algún corridito! ¿ A qué
esperan, compadres?. Arráncate, Manuel, tú que eres de voz templada, bríndale a este muchacho una de las
tuyas”. Así fue que sentí a padre tan brillante como antaño, supo hacernos respetar; al Remírez como que le
entró el miedito en el cuerpo, porque padre y yo lo miramos advirtiéndole de que no queríamos entrarle, pero
que como anduviera revolviéndole a la cosa entonces la noche se pondría fea, muy fea. Debió recordárselo la
memoria, la nariz marcada de Sebastián, el grande agujero en el pecho que le hiciera padre a Felipe hacía como
tres años, no mucho más, y la gran tunda que dimos a los hermanos Chaves. Fue para enderezarlos no más, para
que no se nos vinieran haciendo los grandes, y sucedió la última vez que salimos padre y yo juntos.
Tres días antes de las nupcias, Tupita se vino a darme la sorpresa más grande que jamás alcancé a
recordar. Fue paseando por entre las tiendas del pueblo . Ya como que pasábamos desapercibidos, nadie
levantaba la vista, el holgazán seguía echando su coscadita sin hacer a un lado su sombrero para decir seseos. Ya
en otra ocasión, sí que se lo vi hacer, yo no sabía si no más bien se refería a otra cosa distinta que no a nuestra
presencia. El indio Chuacan nos tenía cariño grande, se le acercaba a la Tupita, le decía arrumacos por el pelo.
Yo creo que lo sentía parecido al de su hembra, tan negro, tan brillante, y con esas trenzas que tan bien sabían
liar las mujeres de piel roja. Vivía solo en su cabaña, tuvo mujer años atrás, pero una mala enfermedad la acabó
mandándola con los espíritus de los indios a la montaña. Ya despidiendo al bueno de Mirlo Sonriente, así le
llamaban, Tupita me se anduvo a la oreja conversándome. Pensé que era una tontada de Tupita, una ilusión que
la hacía a bromas. Pero lo volvío a decir, toda seria. Mas no pude darle razón en lo que decía porque en la cosa
estaba cambiar todo el porvenir “ Tienes que creerme, es cierto. En el banco tengo guardados más de doce mil
pesos”. Creí que andaba jugando, no me gustaba el chistecito y la agarré ya enojado del brazo, y bruto de mí la
llegué a hacer daño arrastrándola pá que no anduviera mintiendo “ ¿ Vos no me creéis? Lo digo de veras ¿Tendré
pues que enseñaros las sacas llenas de moneditas que gané no más que dejándome agraviar por viejos sucios y de
mal manejo? Sudores ajenos y olores podridos que aguanté con tal de ahorrar los pesos que ahora sí ya son
míos¿ Pues qué os pensaste, que yo le andaba a los hombres no más que por vicio, por hija del demonio? ¿ Qué
vos cree que soy? ¿ Una tonta alegre, una perdida, una discípula de Satanás? Tuve que hacerlo, mas no por
gusto, si no pá entrarle al porvenir sin necesidad, desahogada. Ahora ya sabes, yo sacrifiqué todo pá poder
ahorrar, y si hemos de casarnos has de prometerme que cumplirás la promesa de ser buen hombre, de mirar por
la hacienda, de tener previsión pá poder hacerle frente a lo que venga”. Como que no podía ni caminar, como
que me entró tal flojera y todo me daba tantas vueltas, que no mas bien alcanzaron a sujetarme entre tres del
pueblo, que ya casí me había venido abajo “ ¿ Doce mil pesos? ¡Era una fortuna que nunca tuvimos en casa! ¿ Y
yo me iba a desposar con aquella mujer medio hacendada, como caída la fortuna del cielo a mis manos?. Un
milagro, la virgen de Guadalupe mismito se me hacía el recado. Aquel recado que ni yo podía merecer se me
daba como presente de bodas. Era feliz, tantos pesares y dolores de la vida, mas como que no podía creer la
noticia. La tomé de sus brazos, la besé en la boca sin tomarla en cuenta sus arañazos pá apartarme porque la
parroquia nos andaba mirando. Y allí mismo la tomé en el regazo y comencé a anunciar a todo quien quisiera
oirlo, que aquella sería mi mujer a no más pasar tres días. Mas después se me hicieron encima los muchachos a
pescozones y fuimos a bautizar la noticia, le anduvimos a los tragos y pues bueno, qué les voy a decir en estos
casos, agarramos la tremenda.
Una especie de suerte extraña me había devuelto la vida, ya no más dolor ni preocupación, ya no tener
que andarle a vueltas a las deudas y hambres que padecí, por fin iba a ser libre de males e infortunios, y pues
como que iba a tener la grande vida al lado de aquella hembra que pensaron traería la deshonra para mi familia.
Tupita se me enfadó de veras porque quedó plantada en medio del pueblo, mientras yo despachaba con los
paisanos. Cosas de mujer. Ya la cosa estaba encaminada y sabía yo que no podía torcerse. Ella me necesitaba y
estaba a sabiendas de que como yo no encontraría a nadie más. Ya me lo hizo saber en una ocasión que
anduvimos chingando hasta bien entradito el sol. Y pues como que a las horas ayudó a Fortunio y Salvador a
llevarme al terruño, pá que la dormiera porque no alcanzaba a dar un solo paso. Me daba manotadas bien sonoras
entre las carcajadas de los dos chiquilotes, pues ya andaba yo caliente y eran muchas jornadas sin catar sus
cálidos pechos, sin saber de esa suerte de ardor que ella siempre tenía entre las dos mamas, y allí fui a buscar
consuelo, mas sus golpes me frenaron.
Ni padre ni madre ni caldero de agua recién traidita de la charca helada. Nada podía recuperarme hasta
que al atardecer pude a duras penas levantarme, no más sin dejar de sentir como caballos trotándome sobre la
cabeza, truenos dolorosos dentro de mi calavera teniendo que pararme así con tiento a tomar aliento. Tremenda
la que agarré el día anterior. No quise decir nada de la tarde pinche que hicimos. Y qué cosa, que ni preguntó.
No sé, madre otras veces se enojaba o no me prestaba atención, esta vez no, entradita ya la tarde me preparó un
caldo de hierbas, pá que pasara el mal cuerpo. No más ocurrir yo tuve miedo de si aquel caldo pudiera ser
veneno, porque me confundía tanta atención. Después ya vi que sí, que ella tomaba un poco del mismo y que
pues no podía existir peligro. Padre había marchado a dar a Tula de comer, madre se hallaba planchando. Cosa
rara la que vi sobre un taburete. El cuchillo pá la matanza del cochino estaba reluciente y juro que era viejo de
veras, roñoso de no usar y años hacía que fue apartado en unos cajones de la granja. “ Me va a explicar madre,
como es eso del gran filo que sacaron”. Ella me miró sonriente, como que olvidado tenía esa sonrisa de su rostro.
Caminó sueltita, parecía hasta que la cojera de años hubieran sido desvaríos míos. Estaba rara la vieja, le
brillaban los ojos, demasiado contento; no podía ser la boda, algo más había en su templanza. “ M´ijo, eres
retardado a veces ¿ pues para qué tú crees que puede ser ese cuchillo, sino para clavarle no más que a algún
animal? Yo misma bajé a la cuadra este día, temprano, ni el gallo le había dado tiempo a cantar. Y le anduve
interesada, limpiando, ganándole filo, preparándolo ¿ qué tú crees qué vas a traer para el banquete? ¿ A tortitas
de milpa y acabado vamos a tener a los invitados? Habrá que hacer matanza, que la sangre corra por mi chavo.
Así es y así se hará. Habrá que hacer matanza y para eso está tu madre que ya pensó en ello”. Lo decía muy
convencida. Y cierto era que yo no alcanzaba pues a imaginar cómo ni de dónde íbamos a sacar animal alguno.
A de no ser que quisiera madre asar a la vieja yegua, pero no, demasiado dura, y ni guisada con papas y chiles
podía haber estómago que catara tal rancho. “Madre, mire, no se me ofenda, ¿qué tú vas a matar si no tenemos ni
pavo y ya años ha que quitamos el último marrano?” Ya después me dijo que ella con gran esfuerzo había
guardado algún dinero para un mal agüero, para un remiendo como lo exigía la ocasión. A eso que le entró
también a una vieja deuda, que una mujer ya vieja y hacendada de la villa tenía contraída con madre por un favor
serio de cuando eran todavía casaderas. Me andaba contando aquello cuando un alboroto fuera nos hizo marchar
a ver qué pasaba. Allá no más que rechoncho, agitado, embistiéndole a los alambres que lo retenían, vi el gorrino
más rosado de toda la vida metido en una tortuosa cajita de la chingada. Loco de contento me subí casi sobre
madre y la agarré, la besé, ella me tomó de los cabellos y volvió a llamarme su bien parido y esas cositas que los
años ya habían borrado de su boca, como el viento arrastra los restos de la cosecha. Suárez, el capataz de Doña
Ursula de Lecumberri Oronoz, sonreía bajo ese enorme mostacho barbeado a la antigua, pastoso y brillante, bien
lustrado de crema para el cabello. “ Señora, mi dueña me le manda un recado. Sólo es que debo recordarle lo
acordado, no más que eso y sin que se me moleste, ella ya sabe que le tiene gran confianza y pues que sólo era
que me mostró su mandato de que esto... se cumpla, vaya, todo como lo convenido”. Madre volvió a tornar a su
sonrisa, y ya no era brillo, no era esa suerte de estrella que aparece en las pupilas, no. Era otra cosa. Algo no iba
bien y no acertaba a saber¿ Qué clase de arreglos sería ese que recordó Suárez, todo firme y recto? Ya les
platiqué sobre los ojos de madre que no era brillo, era otra cosa. Parecía más bien fuego, una hoguera de esas
rabiosas que el viento esparce y puede acabar con la selva toda. Y yo no me atrevía a averiguar qué demonios se
traía la tullida entre manos, qué manejo era aquel con el capataz, porque el esclavo de Suárez parecía como
burlarse con aquel gesto medio ufano. La vieja, al mensajero de Doña Ursula, lo tomó por el hombro toda brava.
El hombre aquel parecía que se doliera de la mano huesuda de madre, porque muy bajito decía como lo que
madre quería oír y la saludó con el sombrero en alto, montó rápido en la carreta y descargó con el esclavo Juan,
dándole un cogotazo tan fuerte que pudo escapársele la cabeza como una pelota, cayendo sin cuerpo sobre la
ciénaga. Tal como les cuento.

Fui a ver en dónde se las traía padre. “ ¡ Ay, soy tan feliz, mi chiquilote! ¡ Hasta madre me habló esta
mañana!. Y me habló bien, qué carajo, sin acritud, como amable. ¡ Tú trajiste la bendición a esta casa, m´ijo!
¡Tú, la boda y esa buena mujer a la que ya casi quiero como una hija!. Está cambiada pero que mucho”. No supe
hacerlo callar. Parecía padre borracho y no, no lo estaba, acerté no más a olerle el respirar y nada. Era raro todo y
como que me puse nervioso. No conocía tanto de bueno y en tan pocos días. Tupita y sus sacas de pesos, madre
y el animal para el banquete, padre contento y limpio de Mexcal, sin mal aliento. Un cuento parecía la vida. El
cielo estaba así como que libre, sin una sola brumita, azul, un sol tremendo que hacía picor en los ojos. Los
árboles, las chiquitas flores y ¡ay! los ruiseñores. ¿ Qué cosa era aquella? ¿ Cómo que todo estaba lindo, amable
y sobre ruedas? Así como por sola fortuna. No conocí nada igual y me estaba sucediendo a mí, no más que a mí.
Eché andar por los campos, tomé una ramita de heno y la coloqué en los labios, chupándola. Hacía un aire
caliente y como que el cielo tomaba otro color, las calderas de Pepe Botero hervían al fondo cargadas de un
colorao que yo nunca había visto. Y sobre un rescoldo de la veredita aquella me dejé caer aturdido, extraño,
atormentado sin saber qué pasaba. Quedé entre sueños. Me vi vestido con ropas que nunca tuve, sombreros que
no más alcancé siquiera ver de lejos a señores ricachones, y en mis manos sujetaba un reloj de plata brillante,
pesado, con segundero y hasta el día marcaba, sujetado por una gruesa y larga cadena. Y mi Tupita, que estaba
en su lecho, como estremecida. Sus enaguas recogidas y sus pechos libres ¡Ay! ¡ Por fin ya nada de curas, ni
“mira que cosa es que debo ser decente” y esas patochadas que la puso arisca y esquiva! . Yo también me
desvestía, así como presuroso, ansioso por postrarme a su vera y ella se reía, me lanzaba besucones y seguía
riéndose, con esa risa que yo luego ya paraba. Se hacía el silencio, mas después todo el lecho parecía el vagón de
un tren. Y ahí fue cuando torné otra vez, en medio del frío y casi encima la noche. ¡Ah! qué cosa es las aves
nocturnas, con esos grandotes ojos que se apagan y se encienden a cada rato y las cigarras como tocando
violines, alto y claro se les oye cada verano. Llegué a mi recámara y dejé caerme sobre la saca de plumas, recién
venteada hacía cuatro jornadas. Dormí como flotando entre ángeles y querubines, hasta las cítaras escuchaba en
medio de mi ensueño. Por primera vez en mi vida,sí, podía decir qué grande era mi felicidad y cuánto de bueno
me deparaba el porvenir.
Ahorita aquí, en este maloliente agujero, trato de pensar, de buscar la razón de por qué ocurrieron las
cosas así, como que tan atoradas. Y sigo viéndome arrastrando los pies por entre la tierra, sacudiéndole a los
guijarritos patadas camino hacia el catre, embebido en aquella especie de milagro. Y no me avergüenza decirlo,
¿qué pues tiene de malo reconocer que aquella noche llena de estrellas, le compuse unos versos a mi virgencita
del alma? Esa misma que el guardia pisoteó, escupió y arrancó de esta malnacida pared, el día que tocó registro.
¡ Destruyó orgulloso una estampa de la virgencita más querida del país, fue como si se la chingara el muy
bravucón y pendejo! Muchísimo peor que mearse así, no más que todo suelto sobre la imagen de Pancho Villa,
como arrancarle los bigotes de un tira y afloja a Emiliano Zapata!. Yo la emprendí a golpes de puritita rabia con
la puerta y así partí mi puño, me sangraba lleno de cortes y astillitas de madera. Luego vino la pus y tuve que
lavar en la sopa que nos servían las malas heridas, que en mala hora se me ocurrió con toda la sal que le echaban,
mas yo creo que aposta para envenenarnos. Suerte tuve, creo yo que mi Guadalupe del alma se me compadeció y
pronto las heridas curaron.
Recuerdo que aquella mañana no escuché al gallo. Costó levantar los huesos del catre, así que me
revolvía otra vez cansado entre las mantas, notando ya el frío en las costillas sin ánimo de nada. La celebración
de hacía dos días se tornó en cara, muy cara, les cuento de veras. Pero ya me lavé la cara y como que todo estaba
iluminado, parecía que ya nada podía torcerse. ¡ Ay, qué congoja sentía yo pues! ¡ un día y Tupita caminaría al
altar para desposarse conmigo!. ¡Un día y mi vida, qué digo, mi suerte se tornaría en otro cantar. Hasta sabía que
no volvería a ponerme pues esas camisas requetecosidas que primero zurcía la vieja, y que ya yo después tuve
que dárselas a Tupita. ¡Ah! y esos calzones medio rotos, imposibles de sacarles el mal color! Y de pronto
comprendí que no me sería fácil arrancarle los pesos a mi mujercita, pero yo era un hombre y sabía bien cómo
tratar a las hembras, yo no más que debía enderezarla pronto, desde el principio, porque sino ya el matrimonio se
pierde y la cosa se tuerce sin remedio, a mí no me iba a torear; ¡antes que la tomara el catarro, yo ya le iba a dar
la medicina!.
Madre andaba entre sus cacharros y a no más que aparecerme, pronto me mandó a por padre. “ Hemos
de matar al animal y más vale pronto que tarde”. Me entró un temblor, una congoja, un reseco de garganta que
fui pronto a beber para recobrar el aire. La vieja no era la vieja. Su voz no era su voz. Sus ojos no eran los ojos
tristes y como que hinchados de mal agüero que tuvo siempre. La cosa era rara y su mismita ropa la hacía más
joven, si hasta se había arreglado, como que le brillaba el pelo, sus manos estaban aseadas y se había colocado
aquel collar de cuentas con el que la conocí de chaparro desde que alcanzo a recordar. Me hice ilusiones, todos
estaban contentos con mi sacramento, yo solito había cambiado la vida de todos mis compadres y eso me llenaba
de felicidad y así me fui pá buscar al cabeza de la hacienda. Lo encontré sobre un tronco, así como que pensando
y le dije que lo andaba buscando. “ Háganlo solos, arréglense, que yo tengo jornada”. Pá mí era importante que
él estuviera, no sabía yo cómo manejarme con madre y siempre me desagradó el exceso de sangre. Aquello iba
más con ellos que conmigo. Claro que yo mismito pues, tratándose de mi boda, sujetaría al animal si fuera
necesario. Pero a mí aquel cuchillo me daba respeto. Yo no lo clavaría a ese animal, que me da reparo decirlo,
pero qué quieren, esa bronca que montan, ese revuelo como que quieren salvarse, me deja muy malas tripas. Y
así se lo expliqué a padre que caminó junto a mí todo el rato sin decir una sola palabra. “ Está usted muy pero
que muy silencioso”. No más decirle esto, se volvió sobre sus pasos y aquietándose un momentito por fin platicó
muy despacito. “ Algo malo pasa, no sé, muchacho, no entiendo. Pero se me puso un mal de estómago muy de
temprano, años hace que no lo sentía. Tú ya sabes que pá mí, como que se acabó el mezcal, ya no tomo. Y que
no le ando a nada ya, no tengo fuerzas. Y sin embargo, esta mañana sentí como que se perdiera la vida, y no sé,
algo raro me anda rondando por todo el cuerpo, algo raro que me tiene descompuesto”. Yo lo hice entrar en
razón, todos estábamos raros, un poco extrañados de cuanto de nuevo iba a suceder, y le dije que no más pasadas
unas semanas todo sería tranquilo, lindo y sin complicaciones. Que yo pues ya buscaría ocupación distinta pá
vivir decentemente, sin necesidad, y que quizás podría de vez en cuando ayudarle en sus tareas, pero que yo ya
me arreglaría, una boca menos por la que aplicarse en faenas. El no pudo más, se me puso tiernecito, la mano al
hombro y me suplicó que no lo dejara allí solo, con aquella mujer, que no lo abandonara porque su vida ya no
tenía razón de trajinarle a las jornadas pá na más que pasar tirando. Y soltaba lagrimones pá llenar copas enteras,
y allí sí le entré al viejo en un apretón, como que le sirvió porque ya le empezó a las disculpas y que se sentía
muy feliz, porque quería lo mejor para su chavito. “ ¡Ah! muchacho, qué buen gusto tuviste. Buena hembra, así
tan llenita, no le falta de nada, prieta de carnes, como las que yo gusto de catar. Y ese corazoncito, tan buena que
es con vos, cómo lo sirve, cómo lo respeta, tal cual mereces mi compadre ¡ por eso que viva tú y tus futuros
vástagos, siempre!”. Caminamos ya amarrados del hombro, acercándonos poco a poco a la hacienda. Ya fue la
cosa más animada al arribar al patio. El sucio animal no paraba de moverse como si ya él supiera. “ Llama a
madre, que yo voy a por cuerda”. A la vieja la encontré pasándole por la piedra al cuchillo. Miró y se volvió a la
tarea, así no más que como hablándole a las paredes. Ya salimos a sacar al marrano y el viejo esperaba
sonriente. Se había atado un paño al cuerpo, vieja tela para no mancharse y sujetar bien prieto al marrano. “ Ya
nos valemos padre y yo, usted vaya a por el caldero chico, que yo me hago cargo del animal”. Y así se hizo.
Marché a por el mandado, fíjense que hasta con emoción.Volví con el caldero y allí mismito me paré todo
entero, en la misma puerta supe ya de la buena suerte del animal, y de cómo madre era en verdad poseída por el
gran chingado del diablo.
El cuchillo bajaba rápido, volvía a subir y volvía a entrar en la carne. Nada se oía sino una clase de
silbido, falta de aliento pudiera ser. Allí estuve quietecito como que un instante, sin poder moverme del susto,
mas no pude hacer nada por impedirlo. El animal nada podía objetar. La sangre se escurría por entre las manos
de madre, bajándole por el brazo mismito unas hilachas del líquido rojizo. Y madre gritaba como una mala furcia
mientras se ensañaba. “ Por fin tenemos matanza, después de tantos años matamos a un animal”. Y seguía
metiendole su cuchillo, mientras padre clavaba arañando en la tierra sus uñas, haciéndole un surco al terreno,
desesperado. El cochino se hallaba como a un par de cuadras, tomando hierba, olisqueando matas, se había
librado en este lance. Cuando ya pues pude tirar del brazo de madre y quitarle el cuchillo, padre elevaba su
mano, queriendo arrancar un soplo de aliento al mismo aire. Su cuello estaba quebrado, lleno de heridas desde
las que brotaba un manantial púrpura que lo iba apagando poco a poco. De cinco golpes tumbé a madre. Ya
después, le tomé de la cabeza al viejo, clavó su mirada en mis manos, quiso saber de mi rostro, y con una
carcajada macabra, una sonrisa débil, abrió sus pupilas como las grandes cristaleras redondas de las iglesias. Así
mismamente empezó a perder color y para cuando quise reprocharle a madre, ella ya no estaba. Todo se había
quebrado, ya nada tenía sentido, se apagaba para mí la vida soñada, más ni boda ni banquete pudo ser. A madre
la llevaron presa y por seis días no pude dormir, porque a cada rato se me aparecía el viejo frío y con su extraña
sonrisa repetía su corazonada “ Háganlo solos, arréglense que yo tengo jornada”.
A padre lo enterramos, mas casi nadie nos acompañó en el último momento. Ya como que le agradecí al
viejo indio su presencia, como que tuve que despachar al señor cura que no quería dejarle decir sus reverencias,
ni extender su humo sobre la tumba de mi padre. Echó unas piedras e hizo rituales que a mí no me molestaban y
como pues que la cosa estaba llena de reverencia y respeto. Y hasta levantaba la vista al cielo, elevaba los
brazos, bebía un poco de la botella que se había traído y escupía. No entendí muy bien eso del escupitajo del
Mezcal pero digo yo que sería para que los malos espíritus no se le arrimaran al ánima de padre, y yo andábale
conforme en eso al indio. Fue muy bueno con nosotros y Tupita me fue muy digna ella, porque pagó la caja que
de madera corriente no más la preparamos y se le hizo al viejo una misa y todo pá que la virgencita y nuestro
Señor Jesucristo lo guarde y lo cuide como uno más. Andaba yo corajudo por poder arrancarle a mordiscos el
corazón a la mala mujer de mi madre y en mi cabeza se me repetían los consejos que padre antaño anduvo
recomendándome. No más confiar en las mujeres. Aunque Tupita me había respondido hasta en ese trance, la
sabía buena y quién me iba a negar a mí que quizás yo la mereciera, siendo una de las pocas que yo di alcance a
conocer. Pero hasta en éstas se me vino a torcer la vida. Muchas veces le anduve a la idea de cuan fácil viví
engañado, creyéndome lo suficientemente listo como para que a mí no se me torciera la cosa. Demasiado fácil lo
tuve desde el principio.
A poco más de tres meses de lo sucedido, Tupita me acompañó muy linda al altar, con un peinado que
una vieja india, por mandado de nuestro buen compadrito, la hizo con trenzas y todo. Y ya al salir de la iglesia
hasta hubo lanzamiento de flores y vivas, y buenos deseos de algunos pocos amigos y hasta antiguas compañeras
de mi mujer que fueron convidadas por su deseo al banquete, y allí estuvimos buena raza de gentes. El indio, las
bravas amigas de Tupita, el señor cura que le sentó mal el caldo o sabe Dios qué mal trago y unos viejos bien
pertrechados con sus instrumentos que tocaron hasta muy tarde corriditos. Qué feliz bailé con Tupita, que se me
acercaba mucho y me llegó a provocar una suerte de fiebre calienturienta y alegría extrema. ¡Ah, la muy
bravucona, no me apartaba no, me asía toda bruta sin soltarme, a más que no me dejaba ni un instante tiempo
para darme un aliento!. Así le anduvimos hasta que nos vino lucidez pá saber que no era educado dejar solos a
los invitados y acudimos a compartir con ellos nuestra suerte intensa. Se nos dio la madrugada y el señor cura ya
se había marchado solo rato hacía con el rabo entre las piernas, pues para alegrar la fiesta, alguna de las
muchachas trataron de ponerlo juguetón y lo asustaron de tanto tentarlo con sus artes de mujer. Sucedió pues que
se vio a punto del pecado y disculpándose muy aquietado, marchó entre carcajadas y buen compadreo de todos.
Uno de los músicos ya sólo resoplaba ronquidos, porque la trompeta suya ya hacía horas que no sonaba mientras
él desinflado dormía la enorme tragantona que había agarrado. El de la guitarra practicaba muy animado con una
buena hembra que ya tiraba confiada de sus recios bigotes, y el indio, embriagado, danzaba alrededor de una
hoguera sin poder casí ya caminar por sí solo. Felices y distraídos, así ya dejamos a los convidados y nosotros
fuimos a satisfacer nuestras ansias, después de meses sin saber del calor del otro. Tarde nos levantamos a la
mañana siguiente, muy azorados de aquel feliz día, uno de los últimos que yo para siempre tuviera a bien
recordar.
“ Bah, ¿no tenes más sangre? sos un boludo, ¿ ya supo qué cosa es el laburar alguna vez? Anoche ya
volvió a las andadas de Garufa1 y hoy no podés ni con un leño ni nada? De a éstas a poco lo pongo en la calle,
como no me rinda me les dirá a la barra2 hoy mismito que ya no más que hacer juntos, no cuando hay que laburar
al día siguiente”. El patrón no era mala gente, un poco bruto, corajudo, demasiado nervio, un argentino que no
más le faltaba tener problemas ajenos a la faena para mezclarlo todo y pagarla con nosotros. Mal me entendí con
él los primeros días, ya después me explicaron su jerga. Yo al principio me ponía gallo también porque no más
me tocan el honor, no puedo detenerme, se me pone largo el gaznacho y se me hincha el pecho. Y ya ahí que le
entro a todo el mundo con mala sangre. Chucho Márquez fue un buen compañero para estas lindes. Pronto se
hizo el compa de todos y nos platicaba de la clase trabajadora y como decía el amo, “no más que berretines 3 para
revolver la cosa”. Pero era hombre de justicia, que yo lo vi más de una vez compartir su pan y su queso con un
pinche muchacho harapiento, que con su trabajo mantenía a su madre y seis chamaquitos. Y otra vez pues supo
de ayudar con otro trabajador que lo pilló una máquina, allá mismito se lanzó él para parar a base de fuerza la
prensa que lo tenía atrapado, y pues ya le anduvo a gritos a todo el mundo para poder sacarlo, y como que
gracias a él se solucionó la desgracia. Desde aquel día, Manuel Hidalgo de la Peña no se separaba del camarada
Paniletras, que así lo bautizaron cariñosamente. A mí me perseguía todos los días para llevarme a no sé qué cosa
de reuniones en donde enseñaban a leer y escribir, y andarle a los números y luego pues más de socialismo y de
los trabajadores. Y ya supo que a mí no me podía llevar con él y los otros a lo de la Liga, pero que en el trabajo
yo era uno más y siempre me tendrían con ellos. Era una factoría reciente, como que nueva, para tratar maderas
de todo tamaño y forma. Pá mí era un buen trabajo, menos cansado que andarle a la milpa, los animales, la siega.
Comenzó una nueva vida. A poco de venirnos a esta ciudad yo encontré mi colocación. Ya después fue que todo
tomaba su sitio y ya sí, que me sentía bravo, fuerte para ocupar mi lugar en la casa. Tupita fue enderazándose sin
brusquedad. Mi atuendo no era ya de campesino, si no que a poco de casarnos ya le fuimos al sastre a tomar
medidas y los días de festejo yo lucía buena estampa, y mi mujer tomándome del brazo, se paseaba
recomponiéndome la flor que ella me hacía llevar en un ojal de la chaqueta. Si la contrariaba y trataba de usar mi
pañuelo de seda, se atoraba “ M´ijo, no es para usar, es sólo para que se crezca usted como un señor, na más que

1
- Fiesta, juerga
2
Grupo de amigos.
3
Utopias, ideas imposibles.
pá enseñar, que haga lindo. Así, luciendo brillante en el bolsillo del pecho, le da un porte, una postura
¿entiende?”. No era algo fácil de comprender pá mí ¿ qué cosa es esa que un pañuelo no sea para los velones y
para la purga del catarro?. Pero que me quiten de ahí ese pleito. Ella cumplía y yo no tenía nada que reprocharla.
Eramos un ejemplo para toda la parroquia. Todo marchaba, hasta que ¡ay, una huelga imprevista me retiró la
enorme venda de los ojos!.
Chucho me había confirmado una misión. Las cosas se habían torcido, nos aumentaron las tareas de la
jornada, los accidentes habían acabado con seis de los nuestros y los ánimos estaban pero que muy revueltos.
Los patrones habían mandado matones para dar un escarmiento y al bueno de Márquez le habían entrado en la
hacienda tomándola por la tremenda con el mobiliario, golpeando a su mujer y asustando mucho a su pequeña.
Aquel día se preparaba una huelga, que ya nos explicaron que era para conseguir nuestros derechos. A mí me
asignaron con otros tres más, la comisión de propaganda. Tenía mis tareas, era conseguir material y a por eso
marché a casa, no más que a tomar unos botes de pintura que prometí a los compañeros pá componer unas
sábanas de protesta.
Entré en la casa y miré en el despacho que servía para todo. Allá encontré algunos restos dispuestos en
tarros de galletas. Cerré el armario, fui a salir de la hacienda y me pareció mal no saludar a mi esposa que ya la
sabía en la alcoba, porque arriba se oían faenas de la casa. Subí las escaleras pensando en decirla que estábamos
de asamblea, preparando la protesta, mas algo extraño encontré en una de las escaleras. Era una manopla y me
supe engañado porque aquella sucia prenda no me pertenecía, bien se veía que correspondía a mano de hombre,
pero no del de la casa en la que se hallaba, yo bien lo sabía. Pues ahí sí que ya fui bravo, fuera de mí pero con
tiento. Mírenle que mal agüero fue encontrar por el paso la otra prenda del par, un abrigo del perchero colgando,
y qué les voy a decir, como que sentía picor, se me torció la frente y asomaron tremendas cornamentas de mi
cabeza. Tuve que apartar de un puntapié unos calzones largos ajenos a mí, medio cagados, que estorbaban a mi
paso. Fue en la mismita entrada al lecho en el que Tupita, repetidas veces, me juró ser su chilotito tierno.
La lámpara de bronce la compramos hacía bien poquito. Yo no la quise, pero la mala hembra con la que
tuve en mal día idea de contraer el santo matrimonio, se encaprichó de ella. Ya comprendí su precio. Era recia,
vigorosa, con muchos angelitos y querubines labrados en relieve. Pesaba mucho la lámpara. Pero no más que lo
necesario para levantarla alto, y al caer, fuera buena y suficiente, sirviera. “ Yo te explico, no es lo que tú crees.
Ya tú sabes, los pagos, el banco, las cositas para la casa”. Poco más pudo decir. Con todo, dos golpes con toda el
alma bastaron. El chingado no mentaba nada. Le hice saber: “ Con permiso, caballero. Usted ya comprende.
¿Verdad? Es mi honor no más que está en duda. Que Dios le perdone”. Era tremenda buena compra la de la
lámpara. Con una seca acometida quebré la cabeza del que resultó ser el pinche hijo de la gran perra, el
mismísimo alguacil.
Pinturas e intenciones de compañerismo quedaron en la casa entre los dos cuerpos pues ya satisfechos
pa siempre, y las sábanas rojas que bien pudieron haber servido para una bandera al bueno de Chucho. Salí
corriendo, marché por los campos, pasé una noche en la vieja hacienda de mi niñez hasta la que me condujo un
viejo automóvil que tuvo la buena hora de pararme en la carretera, a dos días casi de a pie de donde me recogió
hasta la casa. Me dormí mal en el catre de los viejos. Y de allí a la media noche se me aparecía el viejo con todos
sus dichos. Después la Tupita con su chingado cogiendo como locos y la madre que observaba, animando. Y las
dos, las dos mujeres entre grandes risotadas, me hacían burlas. La voz de padre, “ La mujer es mala, hay que
enderezarla a tiempo, si no se tuerce”. Yo ya me supe finalmente hacer entender, que desde el principio le tenía
jurada la medicina, si se me ponía torcida. Y se la di así, toda de golpe, pá que me respetara ya para siempre.
Tres días después me echaron el alto y me encerraron en este agujero, casi ya de por vida. De lo que ocurrió, no
paso dolor. No tuve pena ninguna. Sólo que la vida entera se me torció, maldito el día en que la mujer de Adán
mordió la manzana. Y maldita mi mujer. Maldita mi madre por traerme a este mundo no más que a sufrir,
malnacida ella que era mala. Ya dijo padre muchas veces cuando yo era chico, “cuídese de las mujeres, son
malas”.

AUTOR: KUBERA

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