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Vida más allá de la Tierra


Una de las preguntas más antiguas de la humanidad podría encontrar respuesta en
los próximos años: ¿estamos solos?
Una señal electrónica viaja desde el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL por sus siglas en inglés) de la NASA, situado en Pasadena, California,
hasta un vehículo robótico adherido a la cara inferior de la capa de hielo de 30 centímetros de grosor que cubre un lago de  Alaska. El faro del
vehículo se enciende. «¡Funciona!», exclama John Leichty, un joven ingeniero del JPL, acurrucado en el interior de una tienda plantada a escasa
distancia sobre el hielo. Quizá no parezca una gran hazaña tecnológica, pero podría ser el primer pequeño paso hacia la exploración de una luna
lejana.

Más de 7.000 kilómetros al sur, la geomicrobióloga Penelope Boston avanza por una oscura caverna de México a más de 15 metros de
profundidad, con el agua turbia hasta las rodillas. Como los otros científicos que la acompañan, Boston lleva máscara y botella de oxígeno para
protegerse del sulfuro de hidrógeno y el monóxido de carbono, dos gases tóxicos que impregnan gran parte del aire de la cueva. El agua que
discurre alrededor de sus pies contiene ácido sulfúrico. De repente, su linterna frontal ilumina una gota alargada de fluido denso y
semitransparente que rezuma de la inestable pared calcárea. «¡Qué bonita es!», exclama.

¿Hay vida fuera de nuestro planeta?


Ambos lugares, un lago ártico helado y una cueva tropical saturada de gases tóxicos, podrían proporcionar claves para resolver uno de los
misterios más antiguos y apasionantes del mundo: ¿Hay vida fuera de nuestro planeta? Es posible que la vida en otros mundos, ya sea en nuestro
sistema solar o en torno a estrellas distantes, tenga que florecer en océanos cubiertos de hielo, como los de Europa, uno de los satélites de  Júpiter,
o en cuevas llenas de gases, como las que quizás abundan en Marte. Si encontramos la
manera de aislar e identificar en la Tierra formas de vida capaces de prosperar en ese
tipo de ambientes extremos, estaremos un paso más cerca de hallar vida en otros
planetas.

No es fácil señalar el momento exacto en que la búsqueda de vida en otros mundos


pasó del terreno de la ciencia ficción al de la ciencia, pero uno de los principales hitos
fue una conferencia sobre astronomía celebrada en noviembre de 1961. La organizó
Frank Drake, un joven radioastrónomo fascinado por la idea de buscar transmisiones
de radio alienígenas.

Cuando convocó la conferencia, la búsqueda de inteligencia


extraterrestre, o SETI (acrónimo de Search for ExtraTerrestrial Intelligence), «era
esencialmente tabú en astronomía», recuerda ahora Drake, de 84 años. Pero con el
apoyo del director de su laboratorio, logró reunir a un grupo de astrónomos (entre ellos
un joven científico planetario llamado Carl Sagan), químicos, biólogos e ingenieros para
debatir sobre lo que hoy se denomina astrobiología, la ciencia de la vida fuera de la
Tierra. En particular, Drake necesitaba el asesoramiento de los expertos sobre la racionalidad de dedicar una porción sustancial del tiempo de
observación de un radiotelescopio a la búsqueda de señales de radio procedentes de otros planetas y sobre la forma de observación más
prometedora. ¿Cuántas civilizaciones puede haber en nuestra galaxia?, se preguntaba. Por eso, antes de que llegaran sus invitados, garabateó
una ecuación en la pizarra. Aquellos trazos apresurados, que hoy se conocen como la famosa ecuación de Drake, delinearon un procedimiento
para dar respuesta a su pregunta. Lo primero es determinar el ritmo de formación de estrellas semejantes al Sol en la Vía Láctea y multiplicar ese
número por la fracción de estrellas con sistemas planetarios. Después, el resultado se multiplica por el número medio de planetas aptos para la
vida en cada sistema, es decir, aquellos planetas más o menos del tamaño de la Tierra que orbitan a la distancia adecuada de sus respectivas
estrellas. Lo siguiente es multiplicar la cifra obtenida por la fracción de planetas donde efectivamente surge la vida, y a continuación, por la fracción
de esos planetas donde aparece vida inteligente. Luego habrá que multiplicar el número resultante por la fracción de estos últimos planetas cuyos
habitantes han desarrollado la tecnología necesaria para enviar señales de radio, que podamos detectar. El último paso consiste en multiplicar el
número de civilizaciones con tecnología de radio por el tiempo medio en que esas civilizaciones transmiten señales o incluso sobreviven.

La ecuación parecía lógica, pero había un problema. Nadie tenía la menor idea de cuál podía ser el valor de todos esos números o fracciones, con
excepción de la primera variable de la ecuación: el ritmo de formación de estrellas semejantes al Sol. El resto eran puras conjeturas. Si los
científicos de los proyectos SETI lograban captar una señal de radio extraterrestre, entonces ninguna de esas incertidumbres importaría. Pero hasta
que eso ocurriese, los expertos en cada factor de la ecuación de Drake tendrían que tratar de encontrar los números correctos, ya fuera
determinando la tasa de sistemas planetarios alrededor de estrellas semejantes al Sol o tratando de resolver el misterio del origen de la vida en la
Tierra. Tuvo que transcurrir un tercio de siglo antes de que fuera posible empezar a asignar valores estimativos a los diferentes términos de la
ecuación. En 1995 Michel Mayor y Didier Queloz, de la Universidad de Ginebra, detectaron el primer planeta que orbitaba en torno a una estrella
semejante al Sol fuera de nuestro sistema solar. Aquel mundo, conocido como 51 Pegasi b, se encuentra a unos 50 años luz de la Tierra y es una
enorme masa gaseosa cuyo tamaño es la mitad de Júpiter, con una órbita tan próxima a su estrella que su «año» dura solo cuatro días y su
temperatura superficial supera los 1.000 °C.

Los científicos confían en encontrar un planeta muy semejante a la Tierra en un futuro próximo
Nadie pensó ni por un momento que pudiera haber vida en un entorno tan infernal. Pero el mero hecho de saber que existía ese planeta fue un
gran paso adelante. A comienzos del año siguiente Geoffrey Marcy, actualmente en la Universidad de California en Berkeley, dirigió a su equipo en
el hallazgo de un segundo planeta extrasolar y, poco después, de un tercero. Hasta la fecha se han localizado y confirmado casi 2.000 exoplanetas,
algunos más pequeños que la Tierra y otros más grandes que Júpiter; quedan miles a la espera de confirmación, la mayoría des cubiertos gracias
al telescopio espacial Kepler, en órbita desde 2009.

Ninguno de esos planetas es exactamente igual a la Tierra, pero los científicos confían en encontrar uno muy semejante en un futuro
próximo. Sobre la base de los descubrimientos de planetas ligeramente más grandes realizados hasta el momento, los astrónomos calcularon
recientemente que más de una quinta parte de las estrellas parecidas al Sol tienen a su alrededor planetas habitables, semejantes a la
Tierra. Desde un punto de vista estadístico, el más cercano podría estar a apenas 12 años luz.

Es una buena noticia para los astrobiólogos. Sin embargo, en los últimos años, los cazadores de planetas han comprendido que no hay razón para
limitar la búsqueda a las estrellas parecidas a nuestro Sol. «Cuando estaba en el instituto, nos enseñaban que la Tierra orbita en torno a una estrella
corriente –dice David Charbonneau, astrónomo de Harvard–. Pero eso no es cierto.» De hecho, alrededor del 80 % de las estrellas de la Vía Láctea
son cuerpos pequeños, fríos, tenues y rojizos, denominados enanas M. Si un planeta semejante a la Tierra orbitara en torno a una enana M a la
distancia justa (mucho más cerca que la Tierra del Sol para evitar el frío excesivo), podría ser tan acogedor para el desarrollo de la vida como un
planeta igual a la Tierra que gire en torno a una estrella parecida a nuestro Sol.

Además, actualmente los científicos creen que un planeta no tiene por qué ser del mismo tamaño que  la Tierra para ser habitable. «En mi opinión –
dice  Dimitar Sasselov, otro astrónomo de Harvard–, cualquier medida entre una y cinco veces la masa de la Tierra sería ideal.» En pocas palabras, la
variedad de planetas habitables y las estrellas en torno a las cuales podrían orbitar probablemente es mucho mayor que la establecida por la
conservadora apreciación de Drake y sus colegas en la conferencia de 1961.

Y eso no es todo. Resulta que la gama de temperaturas y ambientes químicos donde podrían proliferar organismos extremófilos también supera
con mucho las expectativas más optimistas de los asistentes a la conferencia de Drake. En la década de 1970 oceanógrafos como Robert
Ballard descubrieron las chimeneas hidrotermales: fisuras del fondo oceánico de las que mana agua a elevadísimas temperaturas y en cuyo
entorno se desarrolla un variado ecosistema de bacterias que se alimentan de sulfuro de hidrógeno y otras sustancias químicas disueltas en el
agua, y que a su vez son el sustento de otros organismos. También se han hallado formas de vida en fuentes termales y en los gélidos lagos
situados a cientos de metros de profundidad bajo el manto de hielo antártico, así como en medios extremadamente ácidos, alcalinos, salados o
radiactivos, e incluso en grietas diminutas de rocas situadas a un kilómetro o más de profundidad. « En la Tierra son nichos aislados –dice Lisa
Kaltenegger, que trabaja en Harvard y en el Instituto Max Planck de Astronomía–. Pero no sería descabellado pensar que en otro planeta alguna
de esas condiciones fuera la dominante.»

Preguntas

1. ¿Hay vida en otros planetas? Argumenta tu respuesta


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2. Explica la ecuación de Drake y sus fallas
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3. ¿Qué nos quiere decir Lisa Kaltenegger con la siguiente frase: «En la Tierra son nichos aislados. Pero no sería descabellado pensar que en
otro planeta alguna de esas condiciones fuera la dominante.» Explica

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4. ¿Por qué son importantes las señales electrónicas para determinar que existe vida en otro planeta? ¿Cómo funciona? Explique
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Tarea: Redacta un relatos sobre vida en otro planeta.

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