Está en la página 1de 11

III Congreso de Etnografía Contemporánea del Estado de Puebla, Ciudad de

Puebla, lunes 17 a viernes 21 de febrero de 2020.

14. Mesa temática “¡Historia a pie! Etnografía e historia cultural en las


comunidades poblanas: historia y reflexión sobre el trabajo del historiador en
campo”. Responsable: Mtro. Pablo Felipe García Sánchez, CH-FFyL-BUAP.
(historiazapo@gmail.com )

Ponencia: De Zihuateutla a Coyomeapan vía Ciudad de Puebla. La


importancia de la antropología o cómo sobrevivir en el intento.

Mtro. Alberto Zárate Rosales1

Introducción

Soy antropólogo por la Madre ENAH, más en específico de la primera generación


de la escuela en Cuicuilco, al sur de la CDMX. Mi trabajo en el estado de Puebla
inició con el Taller Totonacos de la Sierra Norte de Puebla. Concluí mis estudios, un
año después de lo que estaba programado. Salí al mercado laboral en un periodo
de crisis. Más de una década despúes pude titularme. En ese intermedio fui
investigador de la desaparecida Unidad Regional Huauchinango de la Dirección
General de Culturas Populares y posteriormente, concluí mi trabajo en el estado de
Puebla con la tesis de maestría en Antropología Social, de eso hace varios años y
luego realicé estudios de doctorado en Antropología Social en la FFyL/IIA-UNAM.
En ese periodo tuve una variedad de actividades laborales -algunas que nada tenían
que ver con mi formación académica y otras en que fue relevante el conocimiento
antropológico. Mientras estudiaba el doctorado ingresé en el año 2004 a la
Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), como profesor de tiempo
completo. Ahí la Antropología vino a ser parte fundamental en la conformación
curricular de la Licenciatura de Arte y Patrimonio Cultural, de la cual soy copartícipe
en la construcción curricular del Plan de Estudios que apenas cumplió XV años.

El motivo de esta propuesta de participación, consiste en recuperar la importancia


del uso de las distintas herramientas y estrategias que me brindó la disciplina
antropológica para considerar condiciones empáticas y resaltar el ejercicio de
identidad y diferencia para entender los distintos contextos laborales y profesionales
que debí abordar al paso del tiempo. La Antropología como tal, me permitió
considerar a través de la metodología y sus distintos instrumentos, la posibilidad de
acceder a escenarios o entender contextos que en otro momento o con otra
formación, difícilmente podría haber considerado siquiera. Mis primeras referencias
para salir a campo se dieron con viejos clásicos metodológicos, como la Guía
Murdock, los textos antropológicos universales o nacionales, inclusive lecturas que
en su momento fueron abordadas con cierta ironía, como El antropólogo inocente,

1Antropólogo por doble caída (Licenciatura y Maestría), profesor investigador de tiempo completo de la
Academia de Arte y Patrimonio Cultural de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, desde el año
2004, por lo cual, desde septiembre pasado, estamos celebrando mis XV años como docente Uacemita.
sin dejar de lado la necesidad de afinar constantemente el uso de dichas
herramientas y considerandos antropológicos en mis estudios de doctorado.

II. El trabajo profesional en campo. En Zihuateutla vía Ciudad de Puebla

En el simposio que nos plantea el Mtro. Pablo Felipe (aprovecho para agradecer la
oportunidad de participar en esta mesa temática, lo mismo a Norma Barranco y
demás organizadores del evento), la premisa nos sugiere reflexionar sobre el trabajo
del historiador en campo. Antropología e historia, independientemente de las ligeras
peculiaridades de forma o método, implican el uso de la etnográfía e historia cultural
regional para describir y luego analizar el espacio y tiempo de lo que nos interesa
atender, para posteriormente, procesarlos en la construcción de un modelo o
abstracción según se considere y posteriormente, hacer las interpretaciones
correspondientes.

No justificaré mis limitaciones profesionales -acaso sea porque me la pasaba en el


“Lagartijero” (ese espacio en que se lleva a cabo la vida social enahita). Las
referencias formativas, de lo que tuve o no en la capacitación metodológica en la
Madre ENAH, las asumo al respecto. Como estudiante, tuve la oportunidad de
realizar trabajo de campo en la Sierra de Juárez en Oaxaca y luego, me incorporé
al Taller Totonacos de la Sierra Norte de Puebla, con el cual pude acercarme a la
localidad de Zihuateutla, en la cual posteriormente, sirvió de información etnográfica
para mi tesis de Licenciatura. De sobra cabe mencionar que esa primera salida
marcó en mayor medida el contacto con el otro, con el diferente, con quién recibe a
personas de otras latitudes que “vienen a investigarlos”. Mis prejuicios frente a los
prejuicios del de enfrente. Mis temores por preguntar ante quién tiene temor por
responder. Unos días después, contentos de haber realizado un inventario de
supuestos datos culturales, palomeando lo que las guías que llevábamos contenían
y tachando lo que no vimos o no pudimos entender o cómo preguntar.

Este trabajo de campo lo realicé a principios de la década de los años ochenta, por
lo cual mi incipiente Alzhaimer puede jugarme alguna mala pasada de traslape de
tiempo u olvido. Antes de salir a campo, era necesario armar parte del recetario
metodológico. El trabajo de gabinete fue fundamental para definir y acotar una serie
de aspectos del tema que nos interesaba. La búsqueda de información de la
comunidad, la región y el estado, fueron aspectos fundamentales para tener
información cuantitativa y cualitativa, pero de igual manera destacaba una serie de
problemáticas que se iban generando en la región. Cosa curiosa, el registro de la
información de gabinete implicaba pasarnos casi todo el día en la biblioteca del
Museo de Antropología, en el cual, parte del ritual era revisar esos innumerables
archiveros, para luego hacer una extensa solicitud de libros y muy rara ocasión,
tener el privilegio de acceder a alguno de los del “Fondo reservado”, para lo cua
debíamos cumplir con el protocolo correspondiente. Confieso mi envidia por
aquellas personas que lograron transitar a los gabinetes con cámaras fotográficas
y un equipo de luces, para poder fotografíar apartados de textos restringidos.
Con la información estadística, de la región, del campo y del tema, teníamos en
términos generales un primer acercamiento a nuestra comunidad de estudio. La
primera decepción fue darnos cuenta que una cosa era lo que queríamos atender y
otra, lo que vivían el municipio y la comunidad, vivían cotidianamente y que
lográbamos registrar en hemerotecas estatales, resaltando la cantidad de notas
rojas o amarillas sobre la comunidad que investigábamos y que poco o nada tenían
que ver con nuestro tema de investigación.

Metafóricamente fui “estudiante con los bolsillos rotos del pantalón”, lo que significó
buscar apoyos económicos complementarios a la beca que tuve en la ENAH, cada
vez que era posible. En una ocasión, el profesor del taller nos invitó a participar en
un rescate de archivos históricos en el municipio de Cuetzalan, obteniendo un apoyo
económico simbólico. Luego de una capacitación express en el AGN, agentes de
tránsito poblanos nos trasladaron en camiones de pasajeros que habían retenido (si
hubieran sido estudiantes, dirían que fueron secuestrados) hasta los municipios que
debíamos atender. Un funcionario municipal nos recibió a los cuatro estudiantes que
participaríamos, nos llevó al hospedaje y lugar donde nos alimentaríamos. Al día
siguiente comenzamos la labor de sacar cientos de documentos apilados de un
cuarto que servía de archivo muerto. El municipio y la Sierra Norte de Puebla por
cierto, reciben los vientos del Golfo de México, lo que implica un alto índice de
humedad. De la capacitación a la actividad que tuvimos que hacer (llevábamos
brochas, guantes, cubrebocas…), la proyección se quedó corta. Teníamos menos
de una semana para hacer la talacha y las autoridades municipales no sólo nos
presionaban para terminar, sino que uno de sus funcionarios buscaba cualquier
pretexto para que pudiésemos rastrear las partituras musicales que pudiesen estar
traspapeladas y que se las entregásemos, actuando como un vil saqueador.

Regresando a la investigación en campo. Llegué a la cabecera municipal de


Zihuateutla como muchos otros profesionistas -fue el caso de un médico que iba a
cumplir su servicio social. Luego de subir casi una hora en camino empinado, me
informaron que los poderes habían sido arrebatados a la comunidad indígena por
parte de los mestizos que vivían en La Unión, una pequeña comunidad en la parte
baja del cerro, al lado de la carretera que iba hacia el cruce con el municipio de
Xicotepec. Me presenté con el inspector auxiliar, quién me contactó con un vecino,
quién le pidió a su esposa que decidiera si podía quedarme en su casa.

Composición de la casa: Un cuarto redondo, cocina al lado. Integrantes de la casa:


papá, mamá, hijos (2) y antropólogo. Aquí aprendí a agradecer la paciencia de mi
informante y posterior amigo Fernando y su familia. La limitante mayor: no hablar el
totonaco y comenzar el trabajo de campo con entrevistas en español en una
comunidad monolingüe del totonaco. Constantemente escuchaba las risas y
comentarios que se dirigían a mi persona. Las entrevistas frecuentemente las
truncaba en la pregunta número 2 ó 3 y aprendí a mejor utilizar una guía que iba
modificando de acuerdo al ánimo que se tomaba en la entrevista, diálogo o plática
ya con uno o varios vecinos de la comunidad. En ocasiones mi tema ni siquiera lo
abordábamos, en contraparte, salía harta información de otras temáticas no
consideradas.
Eran los tiempos del gobierno priísta de Miguel De la Madrid. El congelamiento de
plazas fue un balde de agua fría para quienes estábamos por egresar de la ENAH.
Las presiones familiares por conseguir trabajo en lo que sabía hacer crecían a cada
momento, en contraparte, las posibilidades de obtener un trabajo, se restringían
prácticamente a cero. Había propuestas de chambitas que entre los propios
compañeros de generación (no más de veinte) nos compartíamos para ir a
formarnos, esperando obtenerla, algunas eran de unos cuántos meses como
“levanta encuestas” o para incorporarme a proyectos por obra y tiempo, llegando en
los momentos críticos a ser vendelibros, funcionario del INE y en lo más acentuado
de la crisis, a estar a punto de vender extinguidores o trabajar en la CONASUPO.
En ese entonces, la presión de la gente que me apreciaba (y creo que me sigue
apreciando), hacían sentirme obligado a cerrar un proceso de titulación. Lo que esas
personas no sabían era que yo tenía asuntos de mi vida personal y familiar que me
llevaron por otros derroteros y donde cuando podía, le avanzaba a mi tesis una
página, para luego retroceder dos.

No hay peor sordo. Las sugerencias de mi profesor del Taller, las comentaba para
muchos que no conocíamos la Sierra ni habíamos salido de trabajo de campo. Ahí
comprobamos que la distancia entre dos puntos -o comunidades, no se establece
con la línea recta, sino por la cantidad de subidas y bajadas, curvas y empinados
entre ambos. Aprendí que “aquí a la vuelta”, no es al lado, sino que la distancia
puede traducirse en un desplazamiento que lo mismo pueden ser unos cuantos
minutos, hasta varias horas, más si no se tiene la agilidad para caminar en la sierra.

Con un poco de más estabilidad económica, mi director de tesis y un profesor muy


querido del Instituto de Biología de la UNAM, conformaron un grupo de trabajo con
apoyo del CONACyT. Parte de ese equipo conformamos la Unidad de Culturas
Populares Huauchinango, que luego se trasladó a Puebla, cambiándole el nombre.

Llegar a la comunidad con una carta dirigida a las “autoridades civilies, militares o
religiosas” no significaba tener las puertas abiertas. Implicaba un primer
acercamiento en el que supuestamente íbamos a investigar. Lo irónico es que
nosotros éramos los investigados. Llevar más de una guía de entrevista,
cuestionarios, guías de observación, de todos esos materiales, al menos más de la
mitad sirvieron apenas para describir algunos puntos y luego, modificarlos en
contextos en los que siempre buscamos no tener empatía con algún grupo que nos
generara la antipatía de otros contrarios o nada afines. Estar en la comunidad,
significaba evidenciar nuestra identidad y otredad ante el diferente, el de enfrente,
el ajeno, el otro.

Ya como investigador de la Unidad de Culturas Populares en Huauchinango


desarrollé actividades sin mayor trascendencia que la de atender los requerimientos
institucionales asociados a los intereses profesionales que cada quién traía. Era
frecuente que en “los bomberazos” le apoyáramos al investigador que tenía el
proyecto en ese momento, para “sacarlo a flote”. Con ese panorama cumplía mis
labores como investigador de la UCP y le avanzaba a la recopilación de información
para mi tesis en Zihuateutla. La actividad de investigador, me permitió llevar una
grabadora Uher un par de ocasiones, lo que desató la inquietud de mis informantes
con ese objeto con un par de carretes y con un micrófono que rompían la
escenografía cotidiana, el asunto era más complejo si me acompañaba un fotógrafo.
Después llevé una grabadora más discreta, pero el resultado fue similar siempre
que les pedía permiso para poder grabar o fotografiar. Lo curioso, cuando terminé
mi trabajo y me despedí, ellos mismos querían que llevara la grabadora y la cámara.
Por distintas causas -económicas, familiares, existenciales, la recopilación de mi
investigación para la tesis la procesé por casi una década.

Mi salida de la URP de CP, fue cosa de tiempo. Luego de estar asignado en


Huauchinango, nos trasladaron a Ciudad de Puebla, donde el conflicto con colegas
de la misma unidad pero en Ciudad de Puebla, se acentuó al negarnos el apoyo
solidario que nosotros les brindábamos cuando ellos iban a la Sierra Norte de
Puebla. A otro colega lingüista y a mi, nos enviaron a la Ciudad de Cuetzalan sin un
plan definido. Ese constante cambio de sedes no fue sino una forma de
presionarnos para renunciar a la plaza laboral. Esta situación se acentuó con la
exagerada inflación que dejó Miguel de la Madrid y vinieron los famosos “Pactos por
la estabilidad económica” con Carlos Salinas de Gortari, con los cuales en la
práctica, no tuvimos aumentos salariales y si un mayor deterioro de vida.

Esto fue hasta el año de 1996, cuando con una nueva jefa en una ventanilla de
atención a mujeres indígenas del entonces INI, me motivó a que terminando mi labor
en ese proyecto, continuara el análisis y conclusiones de mi tesis de licenciatura. El
último día laboral de diciembre de ese año me titulé en mi querida ENAH, con
mención honorífica y recomendación para publicación de tesis. La última sugerencia
de dos de mis lectores: estudia una maestría.

II. La Maestría y su trabajo de campo. Coyomeapan.

El nombre de “La Sierra Negra” en sí, ya es sugerente por si misma. Era el segundo
año de la Maestría que estaba cursando. Uno de los profesores de la institución
donde la cursé se encargaron de darnos la bienvenida: “ni esperen ingresar a
trabajar aquí…” Por causas que no viene al caso señalar, cambié de tema de tesis
y por consiguiente, los profesores de ese centro, decidieron que la directora que
tenía asignada, debía ser cambiada. Otro profesor apeló que yo cumplía los
requisitos para ser su tutorado. Así, sin considerar al estudiante, cual carta que se
intercambia en un juego de azar o peón de un juego de ajedrez, me cambiaron de
tutor sin considerar mi opinión.

Realicé el procedimiento para comenzar el trabajo de campo -muy similar al que


había hecho en la licenciatura, por lo cual, no lo repito. Mi director de tesis me dijo
que me iría a buscar en mi comunidad para supervisarme. Durante dos temporadas
de trabajo de campo, me lo reiteró. Nunca llegó a campo, pero tampoco se disculpó
de no hacerlo.

Llegué a Tehuacán, Puebla, donde me presenté con el delegado de la Secretaría


de Salud y le expliqué mi proyecto: “atención de la diarrea por parte de madres
indígenas y la comunicación con médicos alópatas”. El director me vio con cara de
“aquí se mueren chamacos todos los días”. Le expliqué y me comentó que la
comunidad más viable (y que yo había escogido), era Coyomeapan. Ese mismo día
me trasladé a la cabecera municipal en la segunda y última corrida del transporte
acompañado de una enfermera quién no dejó de platicar los conflictos vividos entre
la comunidad médica en el municipio. Tres horas después, llegué casi al anochecer.
Un grupo de vecinos tomaban aguardiente, uno de ellos llegó y me ofreció la bebida.

Fui a buscar al presidente municipal, quién no me recibió y a través de un recado


de su esposa me mandó con el comandante de policía que me ofreció dormir en un
cuarto de la cárcel. Una compañera antropóloga que trabajaba en programas
sociales del estado, se apiadó de mi y me compartió su cuarto (arriba del mercado
municipal, un sitio con ventanas sin vidrios), y en el cual pasé una mala noche, pero
con su gran solidaridad y con excelente plática hasta la madrugada. En la siguiente
mañana me volví a presentar con el presidente municipal y le expliqué con detalle
mi tema de investigación. Llamó al doctor encargado de la clínica quién tuvo
empatía conmigo y me invitó a que me acomodara en el espacio destinado a los
médicos.

La comodidad de tener un espacio limpio, con agua de llave, sanitario y una cocina,
contrastaba con la pobreza del lugar. Salir a hacer trabajo de campo, no me permitió
mucho éxito en esta primera fase. Caminaba de un lado a otro, hasta que una
profesora del bachillerato a distancia me invitó a que le ayudará “con lo que yo
sabía”, para que “aprendieran sus estudiantes”. Les platiqué de la Antropología,
para que había servido, cómo se utilizaban algunas herramientas de la misma para
incidir en las comunidades. Esta situación fue un arma de dos filos, por una parte
permitió mostrarles que el antropólogo llegaba a realizar una función de
investigación de problemas que el resto de la comunidad no veía, al concerlos
podían incidir en su conocimiento y la posible solucion, en caso de que se pudiera
atender. Lo que les llamó la atención, fue al comentarles de aquello que era
intangible, lo que no se veía pero que ahí estaba. Para las chicas del bachillerato,
les llamó la atención mis casetes con música que ellas no escuchaban en las
estaciones de radio regionales. Para los jóvenes de la comunidad, era el
“antropóngolo”.

El tema que yo abordé en esa ocasión, implicó analizar la desigualdad social


derivada del analfabetismo de las mujeres indígenas, la imposición de los médicos
de su saber alópata, la visión distinta de la enfermedad entre ambos actores, los
contextos híbridos y complejos derivados del saber alópata y las respuestas que la
comunidad tenía para esas enfermedades, pero también evidenció otros aspectos:
la vida solitaria de los profesionales de la salud y la relación afectiva y en algunos
casos amorosa, que se llegaba a generar lejos de sus familias, problemas de
alcoholismo, la incidencia de algunos en la vida socioeconómica y política de la
comunidad, entre otros aspectos, esto sin dejar de lado las relaciones de poder
entre los doctores y también entre las enfermeras y trabajadoras sociales. Muchos
de estos temas, los quise platicar en campo con mi director, pero sólo los terminé
platicando con mis colegas de estudios de la Maestría o a través de correos
electrónicos que mandaba cada vez que iba a la Ciudad de Tehuacán a cambiar de
aires e incluvise, a comer una hamburguesa y una coca cola.

La navidad de 1997, murió mi padre. Al año siguiente, emocionalmente, como decía


mi director de tesis de licenciatura, “el horno no estaba para bollos”, así que me fui
de trabajo de campo a Coyomeapan, evitando comentarios como “feliz navidad” o
abrazos afectuosos. Llegué en la tarde del día 24, sólo estaban el médico y la
enfermera de guardia. La tarde estuvo fría y hubo poco movimiento, así que el
médico le sugirió a la enfermera que preparara palomitas y viéramos una película
(pirata, comprada en el mercado de Tehuacán). La chica no supo preparar el maíz
palomero y vació en una olla, el litro de aceite con el paquete de granos. El médico
estaba furioso contra ella, diciéndome los peores comentarios misóginos hacia
quién no había sabido preparar lo que el médico consideraba “algo tan sencillo”. Yo
le invité a ir por refrescos y papas fritas. Hacia la media noche se soltó un aguacero.

En horas de la madrugada llegaron a tocar a la puerta de la clínica. Un parto se


había complicado y era necesario atender a la madre y su crío. Solidario, me uní
con el grupo. Nos desplazamos a uno de los barrios más lejanos. Luego de dejar el
adoquinado del centro del pueblo, comenzó el asunto crítico: Mi impermeable y mis
botas, estaban totalmente mojados. Nos llovía por todos lados. Lluvia y viento, no
son los mejores aliados en una noche totalmente oscura y caminando en la sierra
contra ríos de agua. El más retrasado del grupo, era su servidor.

La distancia de escasa media hora de camino en tiempo sin lluvia, ahora era de casi
el doble de tiempo. Subidas y bajadas iban acompañadas de derrapes y caídas. En
una de ellas, luego de levantarme, casi de inmediato sentí comezón por todo el
cuerpo. Más adelante, en el colmo de otra caída, mi bota quedó atrapada en el
fango, por lo cual la calceta se llenó de barro. Por primera ocasión me preguntaba
qué estaba haciendo en ese lugar, a esas horas y en esas condiciones. Estaba solo,
pero lo más desolador, me sentía solo.

Hacia las 8 de la mañana regresamos a la clínica, sucios, desvelados y hambrientos.


Mi frustración se acentuaba con la incomodidad de la ropa empapada y las ronchas
de las pulgas que literalmente, me habían devorado. Al darme el baño, previamente
eché la ropa en agua con jabón. Un rato después, al revisar con detalle, tenía al
menos media docena de ellas ahogadas. Un mes después terminé mi trabajo de
campo. Regresé a la capital a transcribir varias horas de grabaciones de información
y conformación de los capítulos de tesis.

El reencuentro con mis compañeras/os de maestría fue de abrazos efusivos y


pláticas interminables. Las experiencias que cada quién tuvo en distintos lugares,
nos permitieron ir definiendo nuestras estrategias de vaciado de información. Mi
director de tesis me comentó que por la cantidad de casetes grabados requeriría de
un apoyo de algún estudiante de servicio social, yo ingenuo le dije que sería lo ideal:
el profesor me lo dijo irónicamente. Para él, los estudiantes debíamos picar piedra
y ese apoyo solo lo tenían los investigadores: los estudiantes no lo merecíamos. Yo
había hecho una solicitud para trabajar con una grabadora adaptada para vaciar la
información, se manejaba con el pie derecho a semejanza de los pedales de un
vehículo automático: con uno se ponía a reproducir, con el otro, se regresaba. Era
una tecnología de la época muy práctica para lo que requería, sin embargo, yo era
un simple estudiante de la maestría. Un investigador de dicho centro vino y solicitó
el equipo que yo requería y por ese simple hecho, a él le dieron prioridad. Ahí me di
cuenta que entre los tinacos, también hay niveles.

El vaciado de información lo hice con una pequeña grabadora comprada con la


beca. Empecé a conformar las fichas de trabajo correspondientes y gradualmente
a armar los capítulos de tesis. Terminó el semestre, la beca y cada quién continuó
trabajando de manera independiente sus avances de tesis. Seis meses después, le
entregué a mi director de tesis un primer capítulo. Él lo revisó y marcó sus tiempos.
Si iba a su ritmo, quizás terminaría en dos años más, por lo cual de manera obsesiva
aceleré mi trabajo de gabinete y tres meses después le entregué un primer borrador.
El director puso cara seria, me dijo que yo le marcaba una nueva pauta. Un par de
meses después, me dio las correcciones que hice a la brevedad, para luego
conseguir a los lectores de tesis. Quién había sido mi jefa en el INI, me ayudó a
concursar por una beca de la Fundación Ford para concluir el borrador de la tesis,
vale de sobra decir que “los sustentos antropológicos” fueron determinantes para
dialogar con los sectores más duros de quiénes me cuestionaron la propuesta que
presenté.

Fueron tres lectores, dos integrantes del grupo de trabajo de la línea temática de mi
tesis. Una tercera se disculpó, lo que me permitió invitar a mi antigua jefa como
última lectora. En un plazo determinado, ya tenía las observaciones de dos de tres
lectores. Sólo me faltaba uno. Pasaron los meses y no respondía a mis
comunicaciones. Desesperado le fui a comentar a la coordinadora de la Maestría y
me dijo que nada se podía hacer, qué si el lector tardaba el tiempo que considerara
necesario, ellos no podían hacer nada, pues era una actividad honorífica que no
implicaba apoyo económico alguno, aunque como ella comentó en voz baja: “pero
bien que solicitan su carta para los pilones de Conacyt”.

Días después me enteré que estaba de año sabático. Le comenté a mi director de


tesis, que el lector no me contestaba y nunca me contestó directamente. Mi director
se comunicó conmigo días después para indicarme que él lector ausente me
entregaría sus observaciones cuando llegara a México, pues tenía una estadía en
Europa. Cuatro meses después, mi director me avisó que ese lector había llegado.
Me trasladé a su centro de trabajo que se ubica en otro estado del país. Sin recursos
ya, los préstamos económicos fueron los apoyos en esta fase: el traslado de CDMX
a su estado, el pago de taxis, de comida y de una noche de hospedaje, fueron parte
de lo que tuve que pagar para que, al llegar a su centro de trabajo, me atendiera
hasta el final de su jornada de trabajo. Me atendió formal y respetuosamente. Nunca
me dijo por qué no contestó a mis comunicaciones. Al final me dijo que no había
terminado de leer mi documento y que me enviaría posteriormente las indicaciones.

Semanas después, la Secretaria Técnica de la Maestría me llamó para indicarme


que el lector ya había enviado vía fax las observaciones a la tesis. Con cara de
preocupación me dijo que eran más de trescientas observaciones, la mayoría de
forma y algunas de fondo, salí apesadumbrado. Ella me dijo que con esos
requerimientos era mejor volver a hacer una nueva tesis. Hablé con mi director, me
dijo que atendiera los señalamientos sin más detalles pedagógicos ni
metodológicos. Una lectora me dijo que revisara sus indicaciones, brindando
algunas sugerencias muy generales resaltando que lo relevante por atender, eran
sus anotaciones. La última lectora, mi ex jefa, me dio un tip: hacer el cuadro
comparativo y en aquellos aspectos en que los tres lectores coincidían, debía
atenderlos necesariamente. Meses después, pude titularme. Cabe señalar que el
lector ausente se disculpó de no participar en la titulación.

III. Sobreviviendo en el intento.

Con el título bajo el brazo, ingresé a trabajar a la entonces delegación Iztapalapa


como jefe de Programas de Atención a Población Marginada. El primer reto
convencer a todos que mi propuesta era la más viable. El trabajo de campo y el
conocimiento de varios problemas delegacionales en torno a la pobreza,
marginación, violencia y falta de oportunidades marcó la diferencia. Unos días
después, vino el segundo reto: convencer a la directora de mi área que su proyecto
de ofertar “lo mismo pero más barato -no nos referimos al Dr. Simi, sino a copiar las
acciones de promoción y difusión cultural priísta no eran las mejores opciones para
un gobierno que se decía de izquierda; la tercera, cuando ella fue rebasada y a mi
me pidieron que hiciera (literalmente), una propuesta que hiciera “mucho ruido con
pocas o nada de nueces”. Para el gobierno perredista que me había contratado, les
urgía llevar a cabo propuestas que no asociaran al partido político con las acciones
de beneficio social. La respuesta que les dí, fue, ¿cuánta gente quieren beneficiar?,
alrededor de tres mil en seis colonias donde les interesaba acentuar su presencia.
Mi respuesta: compren tres mil jeringas y tres mil naranjas, además de apoyarnos
con el equipo de enfermeras de la demarcación, quienes ya estaban pagadas de
antemano en la nómina delegacional. Enseñen a inyectar y aprovechen el espacio
para ofertar su presencia delegacional -que no política, aunque se infería que
estaría presente. Así como esta, hubo otras propuestas más, donde requerían
“alguien que pensara diferente y distinto a lo que pensaban los políticos”. A quién
era mi directora, no le gustaba “que pensara diferente” y bueno, ella que venía de
una escuela camaleónica de coyunturas políticas, no alcanzaba a resaltar la
relevancia de conocer el trabajo de campo y su incidencia en la conformación de
políticas públicas.

Meses después me inscribí en el doctorado en la ENAH. Al ser un posgrado con


apoyo del Conacyt, le pregunté a la funcionaria si podía solicitar el apoyo, pues era
trabajador de confianza en la delegación y cobraba por honorarios. Me dijo que no,
o que renunciara a mi trabajo y me dedicara al estudio de tiempo completo.
Semanas después, la directora de mi área me puso en la disyuntiva si continuaba
estudiando o trabajando. Decidí trabajar. Un par de meses después, ella se dio el
gusto de despedirme a partir de ese día. La directora general me recibió una
semana después (“luego que ya me hubiera calmado”). Asesorado, le comenté que
no me interesaban las grillas sobre mi renuncia, así que negociamos el pago de la
quincena en curso y mis vacaciones, así como un bono extraordinario. En esos días
fui con la encargada de las becas de la ENAH y le comenté mi caso, me dijo que lo
sentía mucho, pero que ella no podía hacer nada (pese a que en su momento, me
indicó que si renunciaba a mi sueldo, la buscara). Sin apoyo económico me vi
obligado a renunciar al doctorado en la ENAH. Con esa acción, aprendí que se
podrá ser antropólogo de renombre, pero la palabra es ante todo. Meses después
ingresé al doctorado en Antropología de la FFyL e IIA-UNAM. Para entonces, era
funcionario en el DIF Nacional. Tiempo después me volvieron a hacer el
cuestionamiento de si trabajaba o estudiaba: decidí por lo segundo. Nunca me
arrepentí.

Mi directora de tesis fue electa para un cargo popular, lo que le permitió deshacerse
de los estudiantes que apenas comenzábamos en eso de la Teoría de Género o
aquellos que no habíamos avanzado en el proyecto de tesis sobre esa temática. Su
entonces esposo, otro profesor y funcionario de la misma universidad, me recibió
como su tesista. Luego, una lectora se disculpó de que ya no continuara
apoyándome como lectora de tesis. Finalmente terminé mis estudios. En el año
2004 ingresé como profesor de tiempo completo en la academia de Arte y
Patrimonio Cultural de la UACM. A la tesis le tocó dormir el sueño de los justos
desde entonces. En este caso, tengo tema, tengo problema y sin embargo, la
pregunta de investigación central, nunca la acoté, por lo cual, tengo varias
publicaciones sobre el tema, pero no he consolidado la investigación final para ser
candidato y posteriormente, presentar el examen final. Si de algo sirve comentar,
en la UACM he decido volver a cursar el Doctorado, ahora en Estudios de la Ciudad.

Me tocó armar junto con otros dos docentes el plan de estudios de la licenciatura de
AyPC. En ésta, gran parte de la ruta curricular del Eje de Cultura se sustenta en la
Antropología, no sólo en lo referente a la visión de cultura y patrimonio, sino en la
cuestión metodológica, por lo cual el estudiantado sale con una visión de incidencia
en la vida comunitaria a través de lo que llamamos “gestión y promoción cultural”,
en la cual deben considar acciones tales como la difusión, la animación cultural,
capacitación, entre otros aspectos de incidencia en la sociedad, lo cual entre
colegas, podemos observar que esto es parte de la actividad como “militante”
(López y Rivas, 2005), la antropología por demanda (Segato, 2013), algunas
propuestas híbridas como el enfoque socioantropológico (Guiamet y Saccone,
2015), e inclusive las propuestas metodológicas decolonizadoras y otros más, como
el “buen vivir” (Puentes, 2015), esto por hacer algunas referencias de sus
propuestas estudiantiles.

Hay una gran lección que se gana en esta revisión del trabajo profesional
antropológico. Es la cuestión ética y de compromiso social del profesional con su
quehacer y con la comunidad con la cual comparte o incide su conocimiento. Si me
preguntan, les diré que mi visión se vincula con aquellos profesionales que
estuvieron comprometidos con mi formación a partir de una visión ética. En
contraparte, otros profesionales simplemente se quedaron de lado, de los cuales
por cierto, no vale la pena darles importancia ni gastar tinta en ellos.
El lema de mi universidad “Nada humano me es ajeno”, la frase de Publio Terencio
quedó plasmado en quiénes finalmente, sabemos que nuestro actuar implica el
ejercicio docente de la Antropología para formar profesionalmente a los futuros
especialistas vinculados no sólo con su saber, sino con la comunidad, con la
sociedad, a la cual deben servirles.

Con todo esto, espero haber aportado a la mesa propuesta por el Mtro, Pablo Felipe,
un aporte de mi quehacer antropólogico en campo.

Muchas gracias.

Bibliografía.

Guiamet, Jaime y Saccone, Mercedes (2015). La cocina de la investigación:


algunas consideraciones teórico-metodológicas sobre el “enfoque socio-
antropológico”. Intersticios. Revista Sociológia de Pensamiento Crítico, 9 (1).
Disponible en internet: http://www.intersticios.es

López y Rivas, Gilberto (2005). Acerca de la antropología militante. Ponencia para


el coloquio “La Otra Antropología”, Universidad Autónoma Metropolitana-
Iztapalapa, Departamento de Antropología, México, 21 de septiembre de 2005.
Segaro, Rita (2013). La crítica de la colonialidad en ocho ensayos y una
antropología por demanda. Buenos Aires. Prometeo.

Juan Pablo Puentes (2015). Descolonización metodológica e interculturalidad.


Reflexiones desde la investigación etnográfica. Argentina, Revista
Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales (RELMECS), diciembre
2015, vol. 5, no 2. Disponible en:http://www.relmecs.fahce.unlp.edu.ar/

También podría gustarte