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LA DOCTRINA DE SAN LUIS MARÍA

GRIGNION DE MONTFORT
 
p. A. Bossard, s.m.m.
 
 
 
ALGUNOS ASPECTOS SOBRESALIENTES
 
 
I. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN DE LA SABIDURÍA
 
En el corazón de la enseñanza y del camino espiritual de san Luis María Grignion de
Montfort, encontramos el misterio de la Encarnación. En este aspecto se sitúa en la línea de
la escuela francesa y de su principal representante, Bérulle, para quien la Encarnación es el
centro de su pensamiento. Pero, como casi siempre que toma notas de los autores o de las
corrientes que le precedieron, Montfort no se contenta con repetir: aporta su nota personal y
enriquece los datos que recibe. Para él, la Encarnación no es un tema importante entre
otros, es, verdaderamente, el tema que, poco a poco, ilumina todos los aspectos
significativos que se pueden destacar en nuestro santo, el tema en torno al cual, poco a
poco, organiza la unidad orgánica de su síntesis espiritual.
 
1. Montfort ve la Encarnación como un misterio-fuente y un misterio-
programa
 
a) Un misterio-fuente – La Encarnación, tal como de hecho se realizó, es decir, como
ordenada a la salvación del mundo por la Cruz (la Pasión-Resurrección), pre-contiene todo
lo que de ella va a resultar: “En este misterio realizó ya todos los demás misterios de su
vida, por la aceptación que hizo de ellos: Jesus ingrediens mundum dicit: Ecce venio ut
faciam voluntatem tuam, etc. (Hb 10, 5-9); que ese misterio es, por consiguiente, el
compendio de todos los misterios de Cristo y encierra la voluntad y la gracia de todos ellos;
y, por último, que este misterio es el trono de la misericordia, generosidad y gloria de Dios”
(VD 248). A Montfort toda la obra de la salvación le parece como el despliegue de este
misterio hasta sus últimas consecuencias, y saca conclusiones en gran medida originales y
de mucha importancia para su vía espiritual.
b) Un misterio-programa – Montfort lee en la Encarnación el designio de amor de Dios
para la salvación del mundo en sí mismo, y por esto todo lo ve bajo el signo del Amor; pero
también descubre en este misterio lo que se podría llamar una ley permanente de su
realización, que él aplica en primer lugar a María, como lo vamos a ver.
Ciertamente no es sólo Montfort el que se centra en el misterio de la Encarnación. Pero,
para hacerle justicia, además de las raíces bíblicas originales que caracterizan su modo de
ver, hay que subrayar el hecho de que la luz que descubre en este misterio impregna todo el
desarrollo de su pensamiento, que sigue siendo esencialmente cristológico.
 
2. La raíz bíblica
 
a) El libro de la Sabiduría - La raíz de la percepción que Montfort tiene de la
Encarnación y sus consecuencias, se pone de manifiesto en El Amor de la Sabiduría
eterna:  “Esta obra es la más bíblica que haya escrito Montfort. No utiliza la Escritura para
confirmar a posteriori una doctrina elaborada por anticipado. En el punto de partida de la
reflexión se halla el texto mismo del Libro de la Sabiduría. Este le brinda la visión
teológica de la obra y casi el plan de la misma. En esto, Montfort constituye la excepción.
No se conocen otros escritores espirituales que «hayan cimentado su doctrina, como lo ha
hecho Montfort, en este librito del Antiguo Testamento» (J.P. Michaud, Biblia/Palabra de
Dios, DEM, 175). La cita está sacada de un artículo de M. Gilbert, s.j., profesor en el
Instituto Bíblico Pontificio de Roma, especialista en la Nueva Revista Teológica de
noviembre-diciembre 1982 (p. 678-691), que inmediatamente vamos a examinar.
Después de haber señalado que Montfort tomó citas de diferentes autores (El Maestro de
Sacy, Bonnefons, San-Jure y algunos más), el Padre Gilbert escribe: “pero sea que se trate
de transcripciones o de influencia, no es cuestión de servilismo: Montfort conserva
verdaderamente su originalidad” (p. 680). “Lo primero que hay que observar, es que, para
Montfort, el texto bíblico está en el punto de partida de la reflexión” (p. 680). He aquí una
de las conclusiones: “En verdad, sorprende constatar el impacto del Libro de la Sabiduría
en el tratado de Montfort. No sé si existen otros escritos espirituales de esta importancia
que hayan fundamentado su doctrina en este librito griego del Antiguo Testamento, como
lo ha hecho Montfort. Si, en general, se puede decir que los escritos sapienciales del
Antiguo Testamento son poco utilizados, es cierto que no se ha conservado ningún
comentario patrístico del Libro de la Sabiduría. El caso de Montfort exégeta espiritual
del Libro de la Sabiduría es excepcional, sobre todo si se piensa que su tratado ha sido
siempre presentado por una familia religiosa que se lo apropia” (p. 684).
b) La corriente bíblica de sabiduría – Inspirándose en el artículo de Gilbert, Michaud
escribe: “Si el Libro de la Sabiduría es claramente la fuente principal del ASE, y constituye
el marco general dentro del cual se inscribe todo lo demás, Montfort no se atiene a este solo
libro. Montfort, por decirlo así, recoge toda la corriente sapiencial, cuyos pasajes
principales cita y comenta en su obrita. Se detiene especialmente en los célebres pasajes
que personifican a la Sabiduría: parafrasea el conjunto del capítulo 8 de Proverbios (ASE
18, 32, 47, 66-68) y cita en su totalidad a Eclesiástico 24 (ASE 20-28). Más aún, todas las
citas y alusiones del Antiguo Testamento que se encuentran en ASE (¡habría más de 250!)
sufren la atracción de la corriente sapiencial. Incluso los textos del Nuevo Testamento
asumen un sesgo sapiencial y se convierten en oráculos de la Sabiduría encarnada. Los 62
oráculos del capítulo 12 que Montfort presenta sin glosa, en la desnudez de la letra,
resuenan como sentencias de un Jesús, maestro de Sabiduría”.
c) Una lectura cristológica – Para Gilbert, la lectura que hace Montfort es cristológica:
“Montfort mantiene firmemente la unidad de los dos Testamentos, y esta unidad se nos
hace inteligible a partir del Nuevo... Cuando Montfort relee los textos sapienciales del
Antiguo Testamento sobre el bosquejo del Libro de la Sabiduría, este último cede el paso, a
nivel del sentido del misterio, al Nuevo Testamento. Así, pues, la revelación de Cristo,
Sabiduría encarnada, es la clave que sirve al lector del Libro de la Sabiduría, y, por
consiguiente, de todos los textos sapienciales del Antiguo Testamento” (p. 688). “Sin
embargo, la unidad de los dos Testamentos a la luz de Cristo, no borra las etapas de la
economía de la salvación. Si hay un punto en el que Montfort es absolutamente claro, es
ciertamente en éste. Tiene cuidado de indicar claramente todas estas etapas. En efecto,
como lo hemos anotado, el plan del Tratado se establece siguiendo la sucesión normal de
estas etapas: el origen en Dios de la Sabiduría eterna (cap. 2), la creación del mundo y del
hombre (cap. 3), la Sabiduría, en la Antigua Alianza (cap. 4-6), la Encarnación y la vida de
Jesús (cap. 9-12), la Redención por la Cruz (cap. 13-14)” (p. 688). Lo que justifica esta
conclusión: “La doctrina de Montfort es, pues, radical y esencialmente cristocéntrica”
(ibid.).
Esta conclusión puede extenderse a todos los aspectos de la espiritualidad monfortiana,
comenzando, tengámoslo en cuenta desde ahora, por el aspecto mariano: “la devoción
mariana de Montfort permanece propiamente cristocéntrica y encuentra su fundamento en
el misterio de la Encarnación y de la Teotokos” (p. 689).
d) En el conjunto de su obra – “Cuando volvemos a leer la obra de Montfort, nos damos
cuenta de que es bíblica de principio a fin. Montfort se refiere constantemente a la Escritura
y de maneras diferentes. A veces, estudia un libro entero como el Libro de la Sabiduría. A
veces, organiza síntesis que constituyen, antes que la letra, teología bíblica, en torno a la
corriente sapiencial, por ejemplo, o del oficio de María en la economía de la salvación. A
veces, comenta o parafrasea ampliamente textos concretos, como Mt. 16,24 en AC, Gn. 27
en la VD, o el Salmo 67 en la SA. En otras ocasiones, argumenta y, para probar, acumula
cadenas de citas. O, sencillamente, vierte sus plegarias en las palabras de la Escritura, como
hace a menudo con los salmos”. (J.-P. Michaud, Biblia/Palabra de Dios, DEM, p. 173).
Porque está impregnado de la Palabra de Dios (llevaba la Biblia siempre con él),
Montfort modela en ella su pensamiento, y con toda naturalidad se expresa tan
frecuentemente por medio de ella. Por otra parte, basta consultar las 17 páginas del índice
de citas bíblicas que se encuentra al final de las Obras Completas para ver qué lugar ocupa
la Palabra de Dios en sus escritos. He aquí cómo sabía utilizarla: “Lee y escribe de nuevo la
Escritura para vivirla y hacerla vivir. Este trabajo redaccional, que se operaba en el interior
mismo del cuerpo inmenso de la Escritura, es propiamente teológico, del orden de la
comprensión de la fe... Es el de una larga tradición de exégesis cristiana, retomada en
especial por los místicos. Y desde esta perspectiva podemos comprender el estilo bíblico de
Montfort” (Ibid., p. 174).
 
 
II. MARÍA Y LA DEVOCIÓN HACIA ELLA
 
San Luis María Grignion de Montfort es conocido sobre todo por su enseñanza sobre
María y la devoción que conviene tener hacia ella. La expone en la obra que se conoce con
el título de Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, en un opúsculo El
Secreto de María, en el último capítulo de El Amor de la Sabiduría eterna, al que hay que
añadir la Súplica Ardiente y algunos de sus Cánticosmarianos. Tomaremos como base de
nuestra presentación el Tratado de la verdadera devoción, la obra más rica, la más
detallada y la más conocida.
 
1. Necesidad de la verdadera devoción a María
 
Montfort primero va a fundamentar y a explicar una convicción que él tiene como
central: puesto que Dios ha querido que María nos sea necesaria (VD 1-59), una verdadera
devoción hacia Ella se impone a todos. Enseguida nos dice en qué debe consistir (VD 60-
117).
La primera frase del Tratado es ya todo un programa: “Por medio de la Santísima
Virgen María vino Jesucristo al mundo, y por medio de Ella debe reinar en el mundo” (VD
1). Ahí se encuentra la finalidad cristológica, esencial para Montfort, la dimensión
misionera puesto que se trata de establecer el reino de Cristo, y la referencia a la
Encarnación: aquella por quien Jesús vino al mundo debe seguir cooperando en su triunfo
de manera permanente.
Es, por tanto, necesario centrarse en conocer a María en verdad para mejor conocer a
Jesucristo, y reconocerle todo el lugar que Dios mismo ha querido que tenga para que
llegue el reino de su Hijo: “El corazón me ha dictado cuanto acabo de escribir con alegría
particular para demostrar que la excelsa María ha permanecido hasta ahora desconocida y
que ésta es una de las razones de que Jesucristo no sea conocido como debe serlo. De suerte
que, si el conocimiento y reinado de Jesucristo han de dilatarse en el mundo, esto
acontecerá como consecuencia necesaria del conocimiento y reinado de la Santísima
Virgen, quien lo trajo al mundo la primera vez y lo hará resplandecer la segunda” (VD 13).
No se puede tratar, para Montfort, de poner en primer lugar el misterio de María (cosa
que se muestra con evidencia a continuación), sino, sencillamente, de subrayar que no se
puede tener plenamente acceso al misterio de Jesús y vivirle, sin una referencia a su Madre.
Lo que Pablo VI afirmó en el discurso de clausura de la tercera sesión del Concilio
Vaticano II, ampliándolo al misterio de la Iglesia: “El conocimiento de la verdadera
doctrina católica sobre María será siempre una llave para la comprensión exacta del
misterio de Cristo y de la Iglesia” (cf. también LG 65).
Dios ha querido que María le sea necesaria, pero fue en toda libertad. En efecto,
Montfort recuerda que Dios no tiene absolutamente, de ninguna manera, necesidad de
María “para realizar su voluntad y manifestar su gloria” (VD 14), pero a continuación
añade: “Afirmo, sin embargo, que –dadas las cosas como son–, habiendo querido Dios
comenzar y culminar sus mayores obras por medio de la Santísima Virgen desde que la
formó, es de creer que no cambiará jamás de proceder; es Dios y no cambia ni en sus
sentimientos ni en su manera de obrar” (VD 15).
Para conocer a María tal como Dios la hizo y tal como nos la da, Montfort nos lleva a la
contemplación de la misión que el Señor le ha confiado en la realización del misterio de la
Encarnación Redentora, con todas sus consecuencias.
Montfort describe primero la relación íntima de cada una de las personas divinas con
María para realizar la venida del Verbo en la carne, por la Encarnación (cf. VD 16).
Después, siguiendo siempre este esquema trinitario, muestra cómo el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo extienden su acción con María para que la Encarnación produzca sus efectos
en nosotros: “Dios Padre comunicó a María su fecundidad, en cuanto una pura criatura era
capaz de recibirla, para que pudiera engendrar a su Hijo y a todos los miembros de su
Cuerpo místico” (VD 17).
En VD 18, muestra cómo el Hijo, Jesús, ha asociado a su Madre a toda su obra
salvífica[1], dando como ejemplos en VD 19 los “milagros” de la santificación de Juan
Bautista y de Caná.
El Espíritu Santo y María[2]: “Con ella y en ella produjo su obra maestra, que es un Dios
hecho hombre, y produce todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y
miembros de esa cabeza adorable” (VD 20).
Hemos visto que para Montfort la Encarnación es un misterio-programa. El lo expresa
fuertemente: “La forma en que procedieron las tres divinas Personas de la Santísima
Trinidad en la Encarnación y primera venida de Jesucristo, la prosiguen todos los días, de
manera invisible, en la santa Iglesia, y la mantendrán hasta el fin de los siglos en la segunda
venida de Jesucristo” (VD 22)[3].
Cuando Dios confía una misión a alguien, le da todo lo que necesita para cumplirla. Esto
es lo que ocurrió con María: recibió de las tres Personas divinas todo lo que le hacía falta
para ser “digna Madre de Dios” (ASE 206, VD 12, 28, 115, 145, CT 4,22; 84,5; 124,7) y,
podríamos añadir, una digna Madre de los hombres: “Dios Padre creó un depósito de todas
las aguas, y lo llamó mar. Creó un depósito de todas las gracias, y lo llamó María. El Dios
omnipotente posee un tesoro o almacén riquísimo en el que ha encerrado lo más hermoso,
refulgente, raro y precioso que tiene, incluido su propio Hijo. Este inmenso tesoro es María,
a quien los santos llaman el tesoro del Señor, de cuya plenitud se enriquecen los hombres”
(VD 23). “Dios Hijo comunicó a Madre cuanto adquirió mediante su vida y muerte” (VD
24). “Dios Espíritu Santo comunicó sus dones a María, su fiel Esposa, y la escogió para
dispensadora de cuanto posee” (VD 25)[4].
Toda esta riqueza, que ella conserva en la gloria (cf. VD 27), María la pone a nuestra
disposición (cf. VD 28) ejerciendo para con nosotros su maternidad espiritual, en relación,
también aquí, con cada una de las personas divinas según sus propiedades: “Dios Padre
quiere formarse hijos por medio de María hasta la consumación del mundo” (VD 29-30);
“Dios Hijo quiere formarse por medio de María, y por decirlo así, encarnarse todos los días
en sus miembros [...] Si Jesucristo, la cabeza de la humanidad, ha nacido de Ella, los
predestinados, que son los miembros de esta cabeza, deben también, por consecuencia
necesaria, nacer de Ella. Ninguna madre da a luz la cabeza sin los miembros, ni los
miembros sin la cabeza; de lo contrario, aquello sería un monstruo de la naturaleza. Del
mismo modo, en el orden de la gracia, la cabeza y los miembros nacen de la misma madre”
(VD 31-32); “Dios Espíritu Santo quiere formarse elegidos en Ella y por Ella... desde que
este Amor sustancial del Padre y del Hijo se desposó con María para producir a Jesucristo,
Cabeza de los elegidos, y a Jesucristo en los elegidos, jamás la ha repudiado, porque Ella se
ha mantenido siempre fiel y fecunda” (VD 34-36).
Podemos ya sacar algunas conclusiones relativas a la maternidad espiritual de María
según Montfort. En el designio divino tal como es, ésta aparece como la prolongación
“natural” (en el orden de la gracia), de su maternidad para con Jesús. Ella se fundamenta,
en efecto, en el misterio de la Encarnación, donde comienza el inmenso parto de la nueva
humanidad en Jesucristo, parto que llegará a su término solamente “en la consumación del
mundo” (VD 29). Presente y activa, física y espiritualmente en el parto del “primogénito de
una multitud de hermanos” (Rm. 8, 29), María participa espiritualmente en el nacimiento y
educación de estos hermanos del primogénito. Hay que subrayar aquí la profunda
concordancia de la enseñanza de Montfort con la doctrina de Vaticano II sobre la
maternidad espiritual de María: “Ella dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito
entre muchos hermanos (Rm 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación
coopera con amor materno” (LG 63; cf. también 53).[5]
No se puede pues separar la maternidad de María respecto a Jesús de su maternidad
respecto a nosotros. Sin embargo hay que distinguir con cuidado: la continuidad entre las
dos solamente se sitúa en el plano espiritual. Y siempre en total dependencia de las
Personas divinas es como María puede cumplir la misión que ellas le confían para con
nosotros, para cumplir su designio de amor y de salvación. Pero esta misión realmente
existe, independientemente de la conciencia que nosotros podamos tener de ella. Y, para
poder desempeñarla, María ha recibido de Dios, no sólo el “tesoro” de gracias, de las que
hemos hablado (cf. VD 23-25), sino también un especial dominio sobre nosotros: “De lo
que acabo de decir se sigue evidentemente: en primer lugar, que María ha recibido de Dios
un gran dominio sobre las almas de los elegidos. Efectivamente, no podría fijar en ellos su
morada, como el Padre le ha ordenado; sin formarlos, alimentarlos, darlos a luz para la
eternidad -como madre suya-, poseerlos como propiedad personal, formarlos en Jesucristo
y a Jesucristo en ellos, echar en sus corazones las raíces de sus virtudes y ser la compañera
indisoluble del Espíritu Santo para todas las obras de la gracia... No puede, repito, realizar
todo esto si no tiene derecho ni dominio sobre sus almas por gracia singular del Altísimo,
que, habiéndole dado poder sobre su Hijo único y natural[6], se lo ha comunicado también
sobre sus hijos adoptivos no sólo en cuanto al cuerpo –pues sería poca cosa–, sino también
en cuanto al alma” (VD 37). Aquí tenemos como una descripción del “poder” maternal de
María para con nosotros, poder que recibe de Dios, que ejerce en perfecta dependencia
suya, y que está ordenado a formarnos en Jesucristo y a Jesucristo en nosotros.
De donde esta segunda conclusión de Montfort: “Segunda conclusión. Dado que la
Santísima Virgen fue necesaria a Dios con necesidad llamada hipotética, es decir,
proveniente de la voluntad divina, debemos concluir que es mucho más necesaria a los
hombres para alcanzar la salvación. La devoción a la Santísima Virgen no debe, pues,
confundirse con las devociones a los demás santos, como si no fuese más necesaria que
ellas y sólo de supererogación” (VD 39). El argumento toma la forma de un a fortiori y de
hecho desemboca en una doble conclusión: María es “necesaria a los hombres para alcanzar
la salvación” (se podría hablar aquí de necesidad objetiva, dependiendo de la voluntad de
Dios y no de la nuestra); lo que lleva consigo una necesidad subjetiva, es decir la
obligación, para los que conocen a María, de tener para con Ella
una devoción proporcionada a la misión maternal que el Señor le confía hacia nosotros.
Por eso hay que “conocer” a María, tal como Dios la ha hecho y acogerla tal como nos la
da. Montfort tiene toda la razón en diferenciar entre “la devoción a la Santísima Virgen” y
“las devociones a los demás santos”. La primera razón es por el lugar único que ocupa en el
designio de Dios: es la Madre del Verbo encarnado, la Madre de Dios (cf. VD 5-12): “Si
quieres comprender a la Madre, dice un santo, trata de comprender al Hijo, pues Ella es la
digna Madre de Dios” (VD 12)[7]. La segunda razón se encuentra en la relación única de
María, nuestra “Madre en el orden de la gracia” con cada uno de nosotros. El Concilio
Vaticano II, con otros términos, afirma lo mismo[8].
Montfort va a sacar otra conclusión: “Si honrar a la Santísima Virgen es necesario a
todos los hombres para alcanzar su salvación, lo es mucho más a los que son llamados a
una perfección excepcional. Creo personalmente que nadie puede llegar a una íntima unión
con Nuestro Señor y a una fidelidad perfecta al Espíritu Santo sin una unión muy estrecha
con la Santísima Virgen y una verdadera dependencia de su socorro” (VD 43).
Dicho de otra manera, cuanto más vive uno de la vida divina, mayor influencia tiene, de
hecho, María sobre él (cf. VD 44-45). Para Montfort, existe otra implicación: cuanto más
deba uno comprometerse en la lucha contra las fuerzas del mal, mayor necesidad tiene de la
asistencia de María. Y como el paroxismo de la lucha entre las fuerzas del bien y las del
mal se alcanzará en “los últimos tiempos”, mayor será la necesidad de María. Como
consecuencia, “los apóstoles de los últimos tiempos” se caracterizarán por su devoción a
María (VD 47-59; SA 17-25). En efecto, “la salvación del mundo comenzó por medio de
María, y por medio de Ella debe alcanzar su plenitud... en la segunda venida de Jesucristo,
María tiene que ser conocida y puesta de manifiesto por el Espíritu Santo, a fin de que por
Ella Jesucristo sea conocido, amado y servido” (VD 49).
 
2. En qué consiste la verdadera devoción a María
 
a) Las verdades fundamentales
“Acabo de exponer brevemente que la devoción a la Santísima Virgen nos es necesaria.
Es preciso decir ahora en qué consiste. Lo haré, Dios mediante, después de clarificar
algunas verdades fundamentales que iluminarán la maravillosa y sólida devoción que
quiero dar a conocer” (VD 60). Estas “verdades fundamentales”, que fundamentan toda
devoción mariana, son las mismas que también justifican “la maravillosa y sólida
devoción” que Montfort presentará como la “práctica perfecta de la verdadera devoción”.
La primera verdad fundamental de toda exposición sobre la devoción a María podría
ponerse de relieve: “El fin último de toda devoción debe ser Jesucristo, Salvador del
mundo, verdadero Dios y verdadero hombre. De lo contrario, tendríamos una devoción
falsa y engañosa. Jesucristo es el alfa y la omega, el principio y el fin de todas las cosas...”
(VD 61). Todo el resto de ese número no es más que un apasionado canto, rico en
referencias de la Escritura, para exaltar la primacía absoluta de Jesús. La conclusión
inmediata que saca Montfort, nunca se debe olvidar: “Por tanto, si establecemos la sólida
devoción a la Santísima Virgen, es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo
y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al Señor. Si la devoción a la Santísima
Virgen apartase de Jesucristo, habría que rechazarla como ilusión diabólica. Pero –como ya
he demostrado– sucede lo contrario. Esa devoción nos es necesaria para hallar
perfectamente a Jesucristo, amarlo con ternura y servirlo con fidelidad” (VD 62).
¡No se puede ser más claro! Montfort jamás puede ver a María sin Jesús: “Me dirijo a ti
por un momento, amabilísimo Jesús mío, para quejarme amorosamente ante tu divina
Majestad de que la mayor parte de los cristianos, aun los más instruidos, ignoran la unión
necesaria que existe entre tú y tu Madre[9]. Tú, Señor, estás siempre con María, y María está
siempre contigo y no puede existir sin ti; de lo contrario, dejaría de ser lo que es...”; y es a
Jesús a quien María debe justamente el ser lo que es: “está de tal manera transformada en ti
por la gracia, que Ella no vive ni es nada; sólo tú, Jesús mío, vives y reinas en Ella más
perfectamente que en todos los ángeles y santos... Ella se halla tan íntimamente unida a ti,
que sería más fácil separar la luz del sol, el calor del fuego; más aún, sería más fácil separar
de ti todos los ángeles y santos que a la excelsa María, porque Ella te ama más
ardientemente y te glorifica con mayor perfección que todas las demás criaturas juntas”
(VD 63).
Entonces, ¿qué puede significar la oposición que algunos creen descubrir entre la
devoción a María y la devoción a Jesús: “¿Te agrada quien, por temor a desagradarte, no se
esfuerza por honrar a tu Madre? ¿Es la devoción a tu santísima Madre obstáculo a la tuya?
¿Se arroga Ella para sí el honor que se le tributa? ¿Forma Ella bando aparte? ¿Quién le
agrada a Ella, te desagrada a ti? Consagrarse a Ella y amarla, ¿será separarse o alejarse de
ti?” (VD 64) Y Montfort subraya que la verdadera devoción a María hace que se participe
en la actitud que tuvo Jesús mismo para con su Madre: dame “participar en los sentimientos
de gratitud, estima, respeto y amor que tienes para con tu santísima Madre, a fin de que
pueda amarte y glorificarte tanto más perfectamente cuanto más te imite y siga de cerca”
(VD 65).
Como conclusión de esta primera verdad fundamental, nuestro santo dirige a Jesús una
oración, que él atribuye a San Agustín[10]: “Para alcanzar de tu misericordia una verdadera
devoción hacia tu santísima Madre y difundir esta devoción por toda la tierra, concédeme
amarte ardientemente, y aceptar para ello la súplica inflamada que te dirijo con San Agustín
y tus verdaderos amigos” (VD 67). Esta oración que Montfort cita en latín [11] subraya una
vez más la dimensión esencialmente cristológica de su espiritualidad.
La segunda verdad fundamental, que vale para toda verdadera devoción mariana, tendrá
su plena explicación con “la práctica perfecta” de la verdadera devoción según Montfort:
“Somos de Jesús y de María en calidad de esclavos”.
Nuestra dependencia tiene sus raíces en el bautismo. Montfort no ignora que también
ella viene de la creación, pero lo que aquí le interesa es nuestra vida cristiana, cuyo origen
es el bautismo: “De lo que Jesucristo es para nosotros, debemos concluir, con el Apóstol
(cf. 1 Co 6, 19; 12, 27), que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos
totalmente suyos, como sus miembros y esclavos, comprados con el precio de toda su
sangre. Antes del bautismo pertenecíamos al demonio como esclavos suyos. El bautismo
nos ha convertido en verdaderos esclavos de Jesucristo, que no debemos ya vivir, trabajar
ni morir sino a fin de fructificar para este Dios-Hombre, glorificarlo en nuestro cuerpo y
hacerlo reinar en nuestra alma, porque somos su conquista, su pueblo adquirido y su propia
herencia” (VD 68; cf. Rm 7, 4; 1P 2, 9).
Nuestra pertenencia a Jesucristo y nuestra dependencia con relación a él, Montfort las
compara con la esclavitud. Esta palabra puede chocar y especialmente a nuestra
sensibilidad moderna. Sin embargo ¿no tiene razón Montfort en emplearla? Para decidirlo,
primero hay que examinar porqué y en qué sentido lo emplea.
Lo que quiere poner en evidencia es el hecho de una “radical” pertenencia. En esta
circunstancia e incluyendo la utilización de las palabras esclavo, esclavitud, es heredero de
una tradición espiritual bien establecida.[12] Para declarar esta radicalidad, en este preciso
punto y sólo en esto, no duda en comparar la situación objetiva de dependencia del cristiano
con relación a Cristo con la del esclavo obligado en sentido estricto con relación a su amo
(cf. VD 69, 71). Pero comparación no es razón, y Montfort lo sabe bien puesto que
introduce entre las dos situaciones una diferencia, también ella radical, que transforma
enteramente el sentido de las palabras: se trata de una esclavitud de amor, que no sólo
respeta la libertad de los hijos de Dios, sino que permite llevarla hasta su grado más
supremo; este será uno de los motivos que Montfort antepondrá para incitar a
comprometerse en la consagración total de sí mismo a Jesucristo por las manos de María
(cf. VD 169-170).
“Lo que digo en términos absolutos de Jesucristo, lo digo, proporcionalmente, de la
Santísima Virgen. Habiéndola escogido Jesucristo por compañera inseparable de su vida,
muerte, gloria y poder en el cielo y en la tierra, le otorgó gratuitamente –respecto a su
Majestad– todos los derechos y privilegios que Él posee por naturaleza” (VD 74). Una vez
más, Montfort tiene buen cuidado en poner a María en el mismo nivel que Jesús, de quien
es toda “relativa”, a quien ella guía: “La Santísima Virgen es el medio del cual se sirvió el
Señor para venir a nosotros. Es también el medio del cual debemos servirnos para ir a Él.
Pues María no es como las demás criaturas, que, si nos apegamos a ellas, pueden
separarnos de Dios en lugar de acercarnos a Él. La tendencia más fuerte de María es la de
unirnos a Jesucristo, su Hijo, y la más viva tendencia del Hijo es que vayamos a Él por
medio de su santísima Madre” (VD 75).
Cuanto más se acepte el poder maternal de María, más será uno conducido por ella a
Jesús. Y como en ella no existe ningún egoísmo, ningún apego a ella misma, no existe
ningún riesgo de que María sea un obstáculo en la unión con Cristo [13] (cf. también VD
164), puede uno entregarse totalmente a ella para pertenecer a Cristo. Esto legitima para
Montfort el hecho de que podamos “llamarnos y hacernos esclavos de amor de la Santísima
Virgen, a fin de serlo más perfectamente de Jesucristo” (VD 75).[14]
La tercera verdad fundamental: “debemos vaciarnos de lo malo que hay en nosotros”
(cf. VD 78-81), no hace sino expresar una realidad inabarcable de la vida espiritual. Esto
nos da ocasión de hablar de lo que algunos llaman el pesimismo de Montfort como
consecuencia de una visión demasiado negativa de la naturaleza humana. Con relación a
esto hay que hacer varias observaciones. En primer lugar, Montfort está inmerso en un
determinado clima espiritual, el de su tiempo, y es en parte tributario de él, especialmente
de una corriente llamada agustiniana, que insiste mucho en la miseria del hombre pecador.
A continuación, no pretender dar un curso de teología, sino hacer comprender al pueblo
de Dios lo que le es necesario para vivir. ¿Su lenguaje enriquecido con imágenes, sencillo y
directo, realista,[15] es más chocante que las representaciones de los pecados capitales y de
los vicios del hombre esculpidos en tantas de nuestras catedrales e iglesias antiguas? ¿No
iba aún más lejos San Juan Crisóstomo que Montfort?[16] Y ¿cómo puede sentirse la
necesidad de conversión si no se toma conciencia de la propia debilidad y de la miseria de
ser pecador y al mismo tiempo de la impotencia de sentirse solo?
En fin, retener solamente los textos en los que Montfort habla de la miseria de los
pecadores, que somos nosotros, no permite hacerse una idea justa de lo que piensa él del
hombre. Dios le ha creado bueno y bello (cf. ASE 35-38), y si el pecado le ha sumergido en
la desgracia de la que él solo no puede salir (cf. ASE 39-40), sigue siendo amado por Dios,
como da testimonio toda la historia de la salvación, que encuentra en la Encarnación
redentora su cumbre (cf. ASE 41-51; 64-73; 90-132; 154-166) y su signo por excelencia en
la Cruz (cf. ASE 167-180).
Por ello, en su vida personal y en su enseñanza, lejos de aparecer como pesimista
desanimado, Montfort invita al optimismo de la fe. Se adhiere plenamente a la palabra de
Jesús: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5), cree plenamente “que nada es imposible a
Dios” y que la fe permite “emprender, sin titubear, grandes empresas por Dios y por la
salvación de las almas” (VD 214). Cosa que él no dejó de hacer y que nos invita a hacer
con insistencia. Su visión del hombre es en definitiva realista y positiva puesto que la saca
de la Palabra de Dios y de su experiencia personal de santo místico y de pastor. Si fuera
necesario aportar otra prueba suplementaria, recordemos que las poblaciones del Oeste de
Francia no le hubieran dicho espontáneamente “el buen Padre de Montfort”, ya que tanto
veían en él a alguien que les comprendía y les quería.[17]
Y he aquí la cuarta verdad fundamental, que los editores de las Obras
Completas presentan con el título. “Necesitamos un mediador ante el mismo
Mediador” (cf. VD 83-86). En realidad, la perspectiva de Montfort es más amplia: se trata
de la necesidad que tenemos de mediadores ante Dios (sobreentendido, porque él lo quiso
así). Y estos mediadores, Él nos los dio: “Nos proveyó de poderosos mediadores ante su
grandeza. Por tanto, despreocuparte de tales mediadores... es faltar a la humildad y al
respeto debido a un Dios tan excelso y santo” En otras palabras, no es respetar su voluntad
(VD 83).
El primero de estos mediadores, es el mismo Jesús, y Montfort nos ha dicho con fuerza
hasta qué punto nos es necesario (cf. VD 61). “Jesucristo es nuestro abogado y mediador de
redención” (VD 84), “... pero ¿no necesitamos, acaso, un mediador ante el mismo
Mediador?” (VD 85). Apoyándose en San Bernardo, responde afirmativamente, y presenta
aquí la mediación de María como una mediación de intercesión:[18] “Para llegar a Jesucristo
hay que ir a María, nuestra mediadora de intercesión. Para llegar hasta el Padre hay que ir
al Hijo, que es nuestro Mediador de redención” (VD 886). Notemos una vez más que
nuestro santo se guarda bien de poner a María al nivel de Jesús.
El lenguaje de Montfort y su manera de presentar la mediación de María están marcados
por su época, cosa que no se le puede reprochar. Pero hoy tenemos la posibilidad de
mejorar la presentación. El esquema de Montfort procede por etapas, tanto en orden
ascendente (Nosotros – María – Cristo – el Padre) como en el descendente (el Padre –
Cristo – María – Nosotros). Esto tiene su valor a no ser que se materialice este orden.
Puesto que, en realidad, la mediación de María no es preliminar, ni mucho menos
independiente de la de Cristo: está totalmente integrada en ella. Montfort lo sabe bien: lo
dice a su manera cuando habla de la unión de María con Jesús, unión que la hace ser lo que
Ella es (cf. VD 63) y le permite cumplir su misión para con nosotros (misión que el Papa
Juan Pablo II describe como una “mediación materna” (cf. RM 38-46). Si se sabe ir al
corazón de la enseñanza de Montfort, no se podrá ver una oposición, sino, al contrario, una
profunda concordancia con la del Concilio Vaticano II: “Pues todo el influjo salvífico de la
Santísima Virgen sobre los hombres... dimana de la superabundancia de los méritos de
Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca
todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la
fomenta” (LG 60).
Tampoco hay que creer que Montfort pondría una oposición simplista entre la grandeza
de Jesús, incluso el temor que él pudiera inspirar, y la proximidad y la dulzura de María (cf.
VD 85). Basta con pensar en los muchísimos pasajes en los que habla de la dulzura de
Jesús, con frecuencia en relación con la dulzura de María; se cuentan casi unas cincuenta
ocasiones en ASE, v.g. 118: la Sabiduría encarnada “nació de la más dulce, tierna y
hermosa de todas las madres... Jesús es el hijo de María, y por ello no puede haber en Él
arrogancia, ni severidad, ni fealdad. Infinitamente menos aún que en su Madre, por cuanto
es la Sabiduría eterna, la dulzura y la belleza personificadas”.[19]
Montfort sabe bien, que objetivamente, nada hay en Jesús que justifique una actitud de
temor hacia Él (cf. ASE 70). Pero con lo que conoce de las reacciones humanas imperfectas
y su experiencia de pastor, también sabe que el recurrir a María puede ayudar mucho a
superar su inquietud y su miedo, particularmente, a los que se reconocen pecadores. Dios
nos toma tal como somos y tiene en cuenta nuestras debilidades. Si nos dio a María es
porque tenemos necesidad de ella, hasta para conducirnos a la plena confianza en Él (cf.
VD 215-216).
La quinta verdad fundamental: “Nos es muy difícil conservar las gracias y los tesoros
recibidos de Dios”, que debe llevarnos a dejárselo todo a María para asegurar nuestra
perseverancia, no plantea especial dificultad.
b) Las verdaderas y las falsas devociones a María (cf. VD 91-110)
Aquí tenemos un trozo de antología que no ha perdido nada de su actualidad, Montfort
manifiesta una perspicacia psicológica y un equilibrio notable.
Después de haber fustigado con vigor “1º los devotos críticos; 2º los devotos
escrupulosos; 3º los devotos exteriores; 4º los devotos presuntuosos; 5º los devotos
inconstantes; 6º los devotos hipócritas; 7º los devotos interesados” (VD 92), nuestro santo
se dedica a describir las cualidades de la verdadera devoción: “Después de haber
desenmascarado y reprobado las falsas devociones a la Santísima Virgen, conviene
presentar en pocas palabras la verdadera. Esta es: 1º interior; 2º tierna; 3º santa; 4º
constante; 5º desinteresada” (VD 105). Montfort nos da los criterios permanentes que
permiten discernir las desviaciones posibles y promover una piedad mariana auténtica,
capaz de “formar un verdadero devoto de María y auténtico discípulo de Jesucristo” (VD
111). Sigue una enumeración (no exhaustiva) de prácticas interiores y exteriores de
devoción a María (cf 115-117).
Montfort al fin está preparado para exponer con detalle lo que él llama “la práctica
perfecta de la verdadera devoción”, para revelar el “secreto” que personalmente él ha
descubierto, a saber el camino “fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con
Nuestro Señor, en la cual consiste la perfección cristiana” (VD 152).
 
 
III. LA PRÁCTICA PERFECTA DE LA VERDADERA DEVOCIÓN:
UNA CONSAGRACIÓN TOTAL DE SÍ MISMO A JESÚS POR LAS MANOS DE
MARÍA
 
Esta práctica perfecta de la verdadera devoción se puede considerar como una de las
joyas de la enseñanza de Montfort; es, sin lugar a dudas, por la que más se le ha conocido y
por la que tiene una proyección espiritual. La trata explícitamente en tres de sus principales
obras: El Amor de la Sabiduría eterna (capítulo XVII, con el texto de la Consagración, al
final), El Secreto de María, y el  Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen; a
lo que añade el cántico El devoto esclavo de Jesús en María (C 77).
Conjugando los distintos elementos que se encuentran en el Secreto de María y en
el Tratado de la verdadera devoción, se puede definir así lo que constituye la práctica
perfecta según Montfort; un acto de donación total, absoluto, de sí mismo a Cristo por
María (la consagración), que inaugura (o renueva) un estado de dependencia activa y
permanente con relación a la Virgen para mejor depender de Cristo en su vida cotidiana.
Esta práctica “consiste en consagrarte totalmente, en calidad de esclavo, a María y por Ella
a Jesucristo. Te comprometes, por tanto, a hacerlo todo con María, en María, por María y
para María” (SM 28, cf. también 43).
 
1. El acto de consagración
 
El acto de consagración es una donación total, absoluta, en sí irrevocable, tal es el
pensamiento de Montfort: “Consiste, pues, esta devoción en una entrega total a la Santísima
Virgen, para pertenecer por medio de ella, totalmente a Jesucristo. Hay que entregarle: 1º el
cuerpo con todos sus sentidos y miembros; 2º el alma con todas sus facultades; 3º los
bienes exteriores –llamados de fortuna- presentes y futuros; 4º los bienes interiores y
espirituales, o sea, los méritos, virtudes y buenas obras pasadas, presentes y futuras. En dos
palabras: cuanto tenemos, o podamos tener en el futuro, en el orden de la naturaleza, de la
gracia y de la gloria, sin reserva alguna –ni de un céntimo, ni de un cabello, ni de la menor
obra buena- y esto por toda la eternidad, y sin esperar por nuestra ofrenda y servicio más
recompensa que el honor de pertenecer a Jesucristo por María y en María, aunque esta
amable Señora no fuera –como siempre lo es- la más generosa y agradecida de las
criaturas” (VD 121).
Con la precisión de un jurista, Montfort hace el inventario minucioso de todo lo que
podríamos considerar un haber personal, para con el pasado, el presente y el futuro. Y nos
dice que tenemos que desposeernos, para entregar todo, absolutamente todo, en manos de
María para ser totalmente de Jesucristo por Ella. El texto es notablemente claro; al mismo
tiempo es difícil por su exigencia radical. Esta consagración es perfecta por las dos razones
que da Montfort: va hasta el límite posible en el don de sí mismo y se hace por el perfecto
medio que es María.
 
2. La práctica interior
 
“Obrar siempre por María, con María, en María y para María, a fin de obrar más
perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo” (VD 257).
Más allá de las diferencias de vocabulario y de orden entre las fórmulas que se pueden
encontrar en el Secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción,[20] he aquí lo
esencial de lo que Montfort nos dice (cf. VD 257-265).
a)  Hay que realizar las propias acciones por María: se trata de conformarse y dejarse
conformar por ella en el espíritu que la anima, que no es otro que el Espíritu Santo de Dios,
fuente y principio de toda vida en Cristo. Hay dos aspectos complementarios en este
proceso: vaciarse de sí mismo, para dejarse invadir y conducir por el espíritu de María.
Montfort añade que es necesario repetir con la mayor frecuencia posible, “durante la acción
y después de ella... el mismo acto de ofrecimiento y unión” (VD 259).
b) Hay que realizar las propias acciones con María: par empezar se pone el acento en
nuestra actividad, en el esfuerzo que tenemos que hacer para imitar a María “según tus
limitadas capacidades” (VD 260). Esto supone que la miremos. Pero, sea cual fuere el valor
de esta actitud de imitación, Montfort sabe bien que ella sola no basta. Por eso nos remite a
la comparación del “molde”, que él explicó en VD 219-221: María es el molde en el que
hay que arrojarse y perderse para convertirse en el “retrato perfecto” de Jesucristo.
Encontraremos, pues, el mismo ritmo: un esfuerzo real por nuestra parte que consiste en
ponernos en disponibilidad para que la acción de María pueda desempeñarse plenamente
(VD 221).
c)  El  en María  es más bien un resultado al que se puede llegar, un fruto que se puede
obtener “por su fidelidad... como una inmensa gracia” por la puesta en práctica del por y
del con María. Vivir en María, ¿no es experimentar, en la fe, de manera más o menos
intensa y más o menos continua, la presencia amante de María? Por lo menos es lo que
podemos concluir de la experiencia de Montfort, tal como él nos la entregó.[21]
d) Por fin, el para María (VD 265) muestra que, en el acto de consagración, existe un
don real de sí a María, un don que debe llevar a tomar partido por ella, a “emprender y
hacer grandes cosas por esta augusta Soberana”, entendiendo bien que no se la debe tomar
“por el fin último de tus servicios –que es únicamente Jesucristo– sino como el fin próximo,
ambiente misterioso y camino fácil para llegar a Él” (VD 265).
Esta “práctica interior” permite realizar día a día el don y el abandono de sí mismo a
Jesús por María proclamado en el acto de consagración. Es decir que ella es al menos tan
importante como él. Pero ¿es legítimo hacer semejante don de sí? Y, admitiendo que lo
fuera, ¿es razonable?
 
A - Compromiso legítimo
 
Hay que reconocer que una consagración tan radical de sí mismo, en el sentido más
fuerte de la palabra, es de hecho un acto de latría; no puede pues hacerse más que a Dios, a
quien debemos todo, todo lo que somos y todo lo que tenemos. Además, solo Dios, que es
el Absoluto, es capaz de respetar plenamente nuestra libertad: es él quien la suscita y la
lleva a su cumplimiento en este acto de abandono de nosotros mismos. Para con una pura
criatura, aunque fuese la más perfecta, sería idolatría y alienación degradante de sí mismo.
Entonces, ¿cómo puede ser legítima la consagración de sí mismo propuesta por
Montfort? Lo es porque tiene como término a Jesucristo, que es Dios: “Esta devoción nos
consagra, al mismo tiempo, a la Santísima Virgen y a Jesucristo. A la Santísima Virgen,
como al medio perfecto escogido por Jesucristo para unirse a nosotros, y a nosotros con Él.
A Nuestro Señor, como a nuestra meta final, a quien debemos todo lo que somos, ya que es
nuestro Dios y Redentor” (VD 125).
Aquí hay que considerar todas las palabras de Montfort: “nos consagra al mismo
tiempo”. Se podría decir aquí: en el mismo movimiento, para expresar el dinamismo del
acto de consagración y su unidad. Se comprende así que todo lo que se entrega a Cristo
pasa por María, y que todo lo que se le da a Cristo también se le da a María. Sin embargo,
no hay ninguna confusión entre la adoración debida a Jesús y el culto de hiperdulía dado a
María en el único acto de la consagración monfortiana. El movimiento que conduce al fin
pasando por el medio es uno,[22] pero la relación, especificada por su palabra no tiene la
misma naturaleza cuando se la considera como vinculando al fin último (Jesús) y cuando se
la mira con relación al medio,[23] o “al fin próximo” (VD 265), que es María. El don de sí
mismo tiene la misma extensión (todo lo que le ocurre a Jesús pasa por María), pero no es
de la misma naturaleza. Comprendida así, la consagración monfortiana es totalmente
legítima y, según el Padre de Finance, s.j.: “Se puede decir que aquí la idea de consagración
ha alcanzado su perfecta expresión”.[24] El Padre de Finance aprueba así la afirmación de
Montfort. Éste para probarla argumenta así: “La plenitud de nuestra perfección consiste en
ser conformes, vivir unidos y consagrados a Jesucristo. Por consiguiente, la más perfecta de
todas las devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, une y consagra más
perfectamente a Jesucristo. Ahora bien, María es la criatura más conforme a Jesucristo. Por
consiguiente, la devoción que mejor nos consagra y conforma a Nuestro Señor es la
devoción a su Santísima Madre. Y cuanto más te consagres a María, tanto más te unirás a
Jesucristo. La perfecta consagración a Jesucristo es, por lo mismo, una perfecta y total
consagración de sí mismo a la Santísima Virgen. Esta es la devoción que yo enseño, y que
consiste –en otras palabras- en una perfecta renovación de los votos y promesas
bautismales” (VD 120).
El argumento mayor no se presta a discusión; no hace más que retomar la primera
verdad fundamental (cf. VD 61-62). El menor también se apoya en unas
cuantas verdades fundamentales que Montfort ha dejado fijadas con anterioridad: la
perfección espiritual de María, que, haciéndola totalmente conforme a Jesucristo, hace que
en nada puede ella ser un obstáculo en nuestra unión inmediata con él, y la necesidad de
María para nosotros, es decir, la necesidad que nosotros tenemos de ella. En estas
condiciones, la conclusión es evidente.
Montfort añade aquí otro elemento: la perfecta consagración de sí mismo a Jesucristo
por María es “una perfecta renovación de las promesas del santo bautismo”. [25] Esta
equivalencia es muy importante: muestra que se trata sencillamente de sumergirse,
totalmente y por María, en lo más profundo de la vida cristiana. No se trata de una
devoción particular a la Virgen, basada en uno u otro de sus privilegios (la Inmaculada
Concepción, la Asunción), en tal aspecto de su vida (N.S. de los Dolores), o en una u otra
de sus virtudes. Montfort va de golpe a lo más profundo y a lo esencial: el título dado al
capítulo 8 de Lumen Gentium, “María en el misterio de Cristo y de la Iglesia” conviene
globalmente para decir cómo ve y sitúa Montfort a María.[26]
 
B - Compromiso razonable
 
Si verdaderamente se ha tomado conciencia del radicalismo y de la exigencia de la
consagración monfortiana, puede uno preguntarse quién es capaz de hacerla. ¿Es razonable
hacer semejante profesión de pertenencia y de dependencia, cuando se sabe que no
corresponde exactamente con la realidad y que no se va a tardar en retomar un poco con
una mano lo que se ha dado con la otra? Montfort ¿se dirigiría solamente a una pequeña
elite de privilegiados? La objeción merece que nos detengamos en ella.
En primer lugar, hay que recordar que la vida espiritual es un movimiento, un
dinamismo, una marcha hacia un ideal que es necesario conocer y querer intensamente. Si,
para hacer profesión, el postulante a la vida religiosa tuviera que haber alcanzado ya la
perfección a la que aspira, ¿quién podría ser admitido? Lo que se puede y debe exigir de un
novicio antes de admitirle para hacer sus votos, es: el deseo de tender a la perfección
evangélica, la voluntad de poner para ello en práctica los medios específicos a los que se
compromete y la capacidad humana y espiritual de asumir concretamente las obligaciones
que contrae, esto se prepara y se verifica durante el noviciado.
Lo mismo ocurre con la consagración monfortiana. El ideal es el de la perfección
evangélica, que Dios mismo nos propone y a la que nos llama a todos: “Alma, tú que eres
imagen viviente de Dios y has sido rescatada con la sangre preciosa de Jesucristo, Dios
quiere que te hagas santa como Él en esta vida y que participes en su gloria por la
eternidad. Tu verdadera vocación consiste en adquirir la santidad de Dios. A ello debes
orientar todos tus pensamientos, palabras y acciones, tus sufrimientos y las aspiraciones
todas de tu vida. De lo contrario, resistes a Dios, dejando de hacer aquello para lo cual te ha
creado y te sigue conservando” (SM 3).
Es inútil presentar a alguien el camino montfortiano si no tiene un verdadero deseo de
responder a la llamada a la santidad que Dios mismo le hace. En efecto, es el deseo[27] el
que nos permite comprometernos para intentar alcanzar este ideal. Hay que tener
conciencia de que aún estamos lejos, y, a veces, hasta muy lejos; de que no podemos dar
más de lo que somos capaces de despojarnos, y la experiencia cotidiana nos recuerda los
límites de nuestra libertad interior. También hay que tener conciencia de que no podemos
alcanzar este ideal por nosotros mismos y que, sólo Dios, para quien nada es imposible,
puede conducirnos.[28] Estando estas condiciones suficientemente realizadas, es posible
pronunciar, sin hipocresía, las palabras de la consagración monfortiana. Ésta se convierte,
entonces, (como la consagración religiosa) en un acto de fe, de esperanza, de amor y de
humildad.
Quien quiera hacer su consagración también debe tener la voluntad de emplear los
medios específicos propuestos por Montfort para tender hacia el fin (la unión íntima con
Jesús), comenzando por la “práctica interior”. Como en la profesión religiosa, es necesaria
una preparación. Montfort propone una especie de noviciado de treinta y tres días (cf. VD
227-231): “Dedicarán doce días, por lo menos, en vaciarse del espíritu del mundo, contrario
al de Jesucristo, y tres semanas en llenarse de Jesucristo por medio de la Santísima Virgen”
(VD 227).
Se expresa así la seriedad que hay que dar a la presentación y a la preparación de la vía
monfortiana, sin exagerar ni minimizar las consecuencias. Cada uno avanzará a su ritmo e
irá más o menos lejos, según su gracia y su fidelidad: “Dado que lo esencial de esta
devoción consiste en el interior que ella debe formar, no será igualmente comprendida por
todos; algunos se detendrán en lo que tiene de exterior, sin pasar de ahí: será el mayor
número; otros, en número reducido, penetrarán en lo interior de la misma, pero se quedarán
en el primer grado. ¿Quién subirá al segundo? ¿Quién llegará hasta el tercero? ¿Quién,
finalmente, permanecerá en él habitualmente? Sólo aquel a quien el Espíritu Santo de
Jesucristo revele este secreto y lo conduzca por sí mismo para hacerlo avanzar de virtud en
virtud, de gracia en gracia, de luz en luz, hasta transformarlo en Jesucristo y llevarlo a la
plenitud de su madurez sobre la tierra y perfección de su gracia en el cielo” (VD 119).
Pero de antemano ¿quién puede fijar su propio recorrido espiritual? Y, a fortiori, ¿el de
los demás? Cuando Montfort, en VD 257, parece reservar las prácticas interiores (por, con,
en, para) a “quienes el Espíritu Santo llama a una elevada perfección”, sin duda, piensa en
los que llegarán muy lejos. Sabe bien, que de todos modos, avanzar un grado vale más que
quedarse en el mismo sitio. Y la experiencia pastoral demuestra que, lejos de reservarse
para una elite de privilegiados, esta vía espiritual puede presentarse a todos los cristianos de
buena voluntad que realizan de manera suficiente las condiciones de las que hemos
hablado.[29]
Queda que cada uno vea si puede o si quiere comprometerse en ella. Puesto que, si con
Montfort se puede hablar de la necesidad objetiva de una “verdadera devoción” a María,
que se impone a todos los que han tomado conciencia de ella y de la misión que Dios dio a
María en su designio de salvación, no se puede hablar de la misma manera de necesidad de
la “práctica perfecta”. Aquí también encontramos una analogía con la consagración
religiosa: la llamada a la santidad se dirige a todos, el modo particular de tender a ella
gracias a los medios de la vida religiosa no será obligatorio para todos. Sólo lo será para
aquellos que de hecho son llamados a ella. Lo mismo ocurre con relación a la vía
monfortiana.[30]
Hay que observar que si esta vía es exigente –como todas aquellas que quieren llevar a
la perfección evangélica- es sencilla y, gracias a María muy eficaz. Cuando se la observa de
cerca se da uno cuenta que quien se compromete con ella no contrae, como obligación
suplementaria con relación a su deber de estado, más que la de intentar vivir la práctica
interior. La devoción especial al misterio de la Encarnación (cf. VD 243.248), y las
oraciones del Avemaría, del Rosario, (cf. VD 249-254) y del Magnificat (cf. VD 255)
recomendados por Montfort, están tan unidos al espíritu de esta espiritualidad que se
admitirán sin dificultad.
Es por esto por lo que la vía mariana monfortiana puede ser seguida en cualquier estado
de vida y en cualquier edad; en efecto, ella nos remite a la fuente de toda vida en Cristo: el
bautismo. Es por esto por lo que directamente inspira a los institutos religiosos, o a los
distintos movimientos, como la Legión de María, los Hogares de caridad; y también es por
esto por lo que ha sido admitida por muchos religiosos que, sin renunciar de ninguna
manera a su espiritualidad propia y sin deformarla, han podido introducir la dimensión
mariana monfortiana. Es un signo evidente de su riqueza y de su proyección que sigue
siendo de actualidad, que hace que sea un bien de Iglesia.[31]
Con todo el derecho Montfort puede afirmar que es “un camino fácil, corto, perfecto y
seguro para llegar a la unión con Nuestro Señor, en la cual consiste la perfección cristiana”
(VD 152-168). También habla por experiencia cuando nos dice que esta devoción “da una
gran libertad interior” (VD 169-170); que es “un medio admirable para perseverar en la
virtud y ser fiel” (VD 175-182). Del mismo modo cuando describe los efectos
“maravillosos” que esta devoción produce en un alma que le es fiel: el conocimiento y el
desprecio de sí mismo (cf. VD 213), la participación en la fe de María (cf. VD 214), la
gracia del puro amor (cf. VD 215), una gran confianza en Dios y en María (cf. VD 216); la
comunicación del alma y del espíritu de María (cf. VD 217), la transformación de las almas
en María, a imagen de Jesucristo (cf. VD 218-221), por fin la mayor gloria de Jesucristo
(cf. VD 222-225).
Para invitar a comprometerse en esta vía, Montfort recurre varias veces a un argumento
con el que tiene gran interés: Jesús mismo, por su Encarnación, ha querido depender de
María (cf. VD 18, 27, 139, 156). Esta dependencia, unida al hecho que de Jesús como
hombre es el Hijo de María, hay que comprenderla bien. Actúa de lleno en lo que se refiere
al parto y a la educación de Jesús. También actúa, pero de distinta manera, en lo que se
refiere a la asociación de la Sierva del Señor a la misión salvadora y santificadora de su
Hijo, pues Montfort sabe muy bien que en esto el Artífice es Él. Si, en cierta manera, actúa
también “en el cielo”, es según el modo actual de relacionarse con Jesús. Más allá de la
dependencia normal del niño para con su madre, y de la relación especial de respeto y de
afecto que debe seguir existiendo entre un adulto y aquella que le trajo al mundo, no puede
tratarse sino de la misión que Jesús ha querido confiar a su Madre, que implica para ella un
poder de intercesión único.[32]
En este contexto, tiene razón Montfort en remitir al ejemplo de Jesús, inclusive en el
acto de la consagración: “Recibe, ¡oh Virgen benignísima!, esta humilde ofrenda de mi
esclavitud; en honor y unión de la sumisión que la Sabiduría eterna ha querido tener para
con tu maternidad” (ASE 226). Y también remite nuestro santo al ejemplo que nos dan las
tres Personas mismas de la Trinidad puesto que han querido “tener necesidad” de María (cf.
VD 140).
 
 
IV. MARÍA Y EL ESPÍRITU SANTO
EN SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT
 
       Montfort da una enseñanza clásica sobre el Espíritu Santo. Le menciona la mayoría
de las veces junto al Padre y al Hijo, según el orden de las procesiones en la Trinidad
inmanente,[33] y, con más frecuencia como comprometido con ellos en la realización de la
salvación. Y, desde este último punto de vista Montfort aporta una significativa y original
luz: “Montfort ha escrito de las relaciones entre el Espíritu Santo y María páginas que
nunca han sido igualadas” (Cardenal Leo Suenens, ¿Un nuevo Pentecostés?, Desclée de
Brouwer, 1974, p.241).
Esta autorizada opinión nos indica el valor y la profundidad de la enseñanza de Montfort
sobre María y el Espíritu Santo. Él ve su relación a la luz del misterio de la Encarnación tal
como él lo comprende, es decir, como extendiendo sus consecuencias hasta nuestra
regeneración sobrenatural, en la que María tiene su parte. Y, según los principios que él ha
planteado, el Espíritu sigue asociándose a María para conducir hasta su último término la
inmensa gestación, que comienza en la Anunciación, de la humanidad renovada en Cristo.
En este contexto hay que comprender la expresión privilegiada, y casi exclusiva,
utilizada por Montfort para situar a María con relación a la tercera Persona de la Trinidad:
“Esposa del Espíritu Santo”.[34] En efecto, tan pronto como Montfort da una explicación de
este título, se orienta siempre hacia la maternidad espiritual, aun cuando el punto de partida
es la asociación de María con el Espíritu para la Encarnación del Verbo (cf. VD 20-21). La
mayoría de las veces habla sencillamente de la acción conjugada del Espíritu y de María en
nosotros, por lo tanto, de la maternidad espiritual (cf. VD 25, 34, 36, 164, 213, 217, 269).
Lo mismo acontece cuando el término Esposo se atribuye tres veces al Espíritu Santo en su
relación con María (cf. VD 36, 152).
Los calificativos empleados por Montfort son significativos. María es:
–     la Esposa “fiel” del Espíritu Santo (SM, 15, 68; VD 4, 5, 25, 34, 36, 164, 269; SA
15; Coronilla 13, OC 637; 1º Método para rezar el Rosario, decimotercera decena,
OC 486; 3º Método para decir el Rosario, Oración final, OC Fr. 406 o sea en 13
pasajes);
–     la Esposa “querida” del Espíritu Santo: VD 20, 213, 217, SA 25, CT 90,5, o sea en 5
pasajes;
–     la Esposa “indisoluble”: VD 20, 36 [2 veces], o sea en 4 pasajes;
–     la Esposa “fecunda”: VD 34, 164, o sea en 2 pasajes, con otros donde el contexto
incluye esta nota: VD 29, 24, 35, 36; SA 15;
–     la Esposa “pura”: VD 34, e “inmaculada”: SA 25;
–     la Esposa “divina” del Espíritu Santo: SM 67; SA 15.
Este último calificativo, “divina”, sencillamente remite a la grandeza de María, pero los
demás ponen de relieve, de diferentes maneras, ciertos aspectos característicos del carácter
esponsal de la unión de María con el Espíritu Santo: el término “querida” evoca el afecto
privilegiado del Espíritu Santo para una Esposa que se complace en colmar de todos sus
dones, y de una manera única; “indisoluble” dice el carácter inquebrantable de la unión
entre ellos; María es Esposa “fiel” que responde con una lealtad sin falta al amor del que es
objeto y a todo lo que exige de ella; las palabras “pura” e “inmaculada” recuerdan el
carácter virginal y totalmente espiritual de la unión; en cuanto a la idea de “fecundidad”,
remite a la maternidad espiritual y universal de María.
El Espíritu Santo no trata a la Virgen como a un instrumento inerte: le concede cooperar
con todo lo que ella misma ha recibido. “Dios Espíritu Santo quiere formarse elegidos en
Ella y por Ella, y le dice: In electis meis mitte radices. En el pueblo glorioso echa raíces.
Echa, querida Esposa mía, las raíces de todas tus virtudes en mis elegidos, para que crezcan
de virtud en virtud y de gracia en gracia. Me complací tanto en ti, mientras vivías en la
tierra practicando las más sublimes virtudes, que aún ahora deseo hallarte en la tierra sin
que dejes de estar en el cielo. Reprodúcete para ello en mis elegidos. Tenga yo el placer de
ver en ellos las raíces de tu fe invencible, de tu humildad profunda, de tu mortificación
universal, de tu oración sublime, de tu caridad ardiente, de tu esperanza firme y de todas tus
virtudes. Tú eres, como siempre, mi Esposa fiel, pura y fecunda. Tu fe me procure fieles; tu
pureza me dé vírgenes; tu fecundidad, elegidos y templos” (VD 34).
Sin embargo, algunos son muy reticentes para utilizar la expresión “Esposa del Espíritu
Santo”, mientras que otros pura y simplemente la rechazan. ¿Cuáles son sus objeciones?, y
¿es posible responderlas?
a) Hablar de María como Esposa ¿no es permitir pensar que el Espíritu Santo podría ser
el “Padre” de Jesús? Montfort, en todo caso, excluye formalmente esta idea: “No tiene otro
padre / Que el Padre eterno, / Y María es su madre / En cuanto hombre mortal. / El Espíritu
Santo le ha creado sin mancha alguna” (CT 109, 6). “¡Qué gran misterio! / La sola sombra
del Espíritu Santo / En ella forma a Jesucristo, / La hizo su madre, / Sin llegar a ser el
padre” (CT 155, 5). Por otra parte, el contexto totalmente espiritual de la asociación
Espíritu Santo/María excluye toda referencia a una acción que podría hacer del Espíritu el
sustituto de un padre humano en la concepción de Jesús. Por fin, la orientación constante de
la expresión en Montfort hacia la maternidad espiritual de María para con nosotros no deja
lugar a esta interpretación.
b) Hacer de María, “la Esposa del Espíritu Santo” para la maternidad espiritual, ¿no es
hacerle ocupar el lugar del Espíritu Santo? Si, por el contrario, se comprende bien lo que
nos dice Montfort, descubrimos que se pone de relieve, con mucha fuerza, el lugar y la
acción del Espíritu Santo en la vida espiritual.
c) La expresión no es bíblica. Es verdad, no lo es directamente. Pero tampoco
encontramos los términos santuario o templo atribuidos explícitamente a María en la
Biblia. Sin embargo, es verdad que, en relación con esas dos expresiones, hay apoyos y un
contexto, especialmente en los evangelios de la infancia, que invitan a atribuir estas
expresiones a la Virgen. No es el caso, se dice, para “Esposa del Espíritu Santo”. Sin
embargo, para Montfort, este término expresa la plena realidad, en el orden espiritual, de su
maternidad para con nosotros, en plena consonancia con lo que la Revelación, la sana
Tradición y la enseñanza del Magisterio, nos invitan a reconocer. Si, sin perder nada de la
riqueza de esta enseñanza, de la que Montfort y con él otros muchos, han hecho la
experiencia, se puede decir con otras palabras, que se empleen. Por mi parte, debo decir que
no las encuentro. Y, santuario y templo, que, ciertamente, remiten a realidades muy
importantes, no bastan para evocar de igual manera la maternidad espiritual de María.
 
 
V. MONTFORT VE TODOS LOS ASPECTOS IMPORTANTES
A LA LUZ DEL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN Y DE LA PRESENCIA DE
MARÍA
 
1. La Trinidad
 
Su doctrina sobre la Trinidad es, en sí misma, sencillamente la de la Iglesia (cf. Cántico
109). Se puede observar su insistencia sobre el amor, que lo ve, sobre todo, a partir de la
revelación de este amor en la Encarnación (cf. P. Gaffney, Trinidad, DEM, 11184-1187).
Desarrolla más la presentación de la Trinidad “económica”, es decir en la obra de la
creación y, particularmente, en la salvación del hombre.
 
2. La Cruz
 
La teología mística de nuestro santo hunde sus raíces en la contemplación del misterio
de la Sabiduría que se encarna para salvar al mundo por la locura de la Cruz. Siguiendo a
San Pablo (1 Cor) y a San Juan, ve en la Cruz el Signo por excelencia de lo insondable del
Amor de Dios por los hombres, la fuente de la salvación, el instrumento de la victoria de
Jesús (cf. ASE c. XIV).
Pero él va aún más allá identificando la Cruz y la Sabiduría encarnada: ésta “se ha
incorporado y unido a la Cruz de tal manera, que podemos decir con toda verdad: la
Sabiduría es la Cruz, y la Cruz es la Sabiduría” (ASE 180). Imposible, pues, seguir a
Jesucristo y unirse a él sin unirse a la Cruz; imposible trabajar con Él en la salvación del
mundo sin compartir su Cruz. Para Montfort, el Amor es el que está en el centro de la Cruz,
sólo él da sentido y valor a los sufrimientos de Jesús. No puede ser de otra manera para el
cristiano: “La cruz, llevada dignamente, se convierte en fuente, alimento y testimonio del
amor. Enciende en los corazones el fuego del amor divino, desapegándolos de las criaturas.
Mantiene y acrecienta ese amor, y así como la leña alimenta el fuego, la cruz alimenta el
amor. Comprueba del modo más claro que se ama a Dios. Porque es la misma prueba de
que Dios se sirvió para manifestarnos su amor. Y la que Dios nos pide para demostrarle el
nuestro” (ASE 176).
Con esta luz hay que abordar los textos en los que Montfort, con su manera sencilla y
concreta de misionero, invita a los discípulos de Cristo a aceptar y ofrecer los sufrimientos
y las pruebas de su vida, en particular en la Carta a los amigos de la Cruz. Ciertos límites,
que dependen de la mentalidad y del lenguaje de su época, no deben impedir comprender la
profundidad y el equilibrio de su percepción de un aspecto esencial, ineludible, del misterio
de la salvación, del cual hizo uno de los pivotes de toda su espiritualidad.
Montfort no olvida a María: está presente en el Calvario donde asiste a la muerte de su
Hijo, que quiere “ofrecer con Ella un solo sacrificio” y “ser inmolado por su
consentimiento” (VD 18).[35] Insiste, sobre todo, en la presencia de María a aquellos que
deben llevar su cruz, y sobre la ayuda eficaz que les proporciona. Ciertamente, María no va
a eximir de la cruz a sus fieles devotos (cf. VD 153; SM 22); pero nos dice Montfort,
“sostengo que los servidores de María llevan estas cruces con mayor facilidad, mérito y
gloria, y que lo que mil veces detendría a otros o los haría caer, a ellos no los detiene nunca,
sino que los hace avanzar, porque esta bondadosa Madre, plenamente llena de gracia y
unción del Espíritu Santo, endulza todas las cruces que les prepara con el azúcar de su
dulzura maternal y con la unción del amor puro, de modo que ellos las comen alegremente
como nueces confitadas, aunque de por sí sean muy amargas. Y creo que una persona que
quiere ser devota y vivir piadosamente en Jesucristo, y, por consiguiente, padecer
persecución y cargar todos los días su cruz, no llevará jamas grandes cruces, o no las
llevará con alegría y hasta el fin, si no profesa una tierna devoción a la Santísima Virgen,
que es la dulzura de las cruces; como tampoco podría una persona, sin gran violencia - que
no sería duradera -, comer nueces verdes no confitadas con azúcar” (VD 154). Se puede
decir que Montfort habla aquí por experiencia!
 
3. La Eucaristía
 
Subrayemos, sencillamente, aquí la relación que hace Montfort entre la Encarnación,
María y la Eucaristía.
Esta relación está bien afirmada en el Cántico 134 (que cierra una serie de 7
cánticos para todos los días de la semana sobre el Santísimo Sacramento): “1. Jesús no
puede dejar a María / Tan fuerte es el amor que los une / Por eso Instituye la Eucaristía/
Poco antes de su muerte /, Para después de su Ascensión / Ser aquí abajo su consuelo. / 2.
Habiendo estado tan a gusto / Nueve meses en su seno puro / Quiso de nuevo varias veces /
permanecer ahí en silencio, / y ofrecerse al Padre eterno / en su corazón como un altar”.
El interés y alcance de este texto solamente aparecen si se lee como revelándonos ciertas
convicciones profundas de Montfort, que no sólo son suyas, pero que él las vivió
intensamente y las enseñó con fuerza: el vínculo recíproco entre Jesús y María, que tiene
sus raíces en la Encarnación, que les hace inseparables, y que se expresa en una ternura a la
altura de su perfección. El ver ahí uno de los motivos que llevaron a Jesús a instituir la
Eucaristía, es verdad que depende más de la intuición espiritual que de la demostración
rigurosa. Y a esta intuición no le falta verosimilitud.
También es interesante observar que, según Montfort, la ofrenda de Jesús al Padre,
comenzada según la Carta a los Hebreos en el primer instante de la Encarnación (Heb. 10,
5-9; cf. VD 248), se perpetúa en la Eucaristía y a la que María, ciertamente, se asoció en
sus comuniones. Una vez más, es Ella el modelo perfecto.
Por lo tanto no hay que extrañarse si se encuentra al final del Tratado de la verdadera
devoción una “Manera de practicar esta devoción (la práctica perfecta) en la sagrada
comunión” (cf. VD 266-273). Es, en efecto, un momento privilegiado para dejarse
transformar por Cristo: “Él da su carne a comer / Su propia sangre a beber, / Su alma y su
ser infinito / Para cambiarnos en él” (C 132, 3). Para Montfort, María no puede menos que
estar presente: “Todas las atenciones maternas que la Virgen ejerce con sus fieles
servidores se concentran en el hecho que les da a comer el Pan de vida que Ella misma ha
formado” (VD 208).
Este número, rico en evocaciones y en citas de la Escritura, está enteramente dedicado a
este tema. No puede uno impedirse de admirar la delicadeza y la profundidad con las que
Montfort subraya la presencia y la acción materna de María en la Eucaristía sin disminuir
en nada la excelencia de la obra redentora de Cristo. Convencido de que la comunión
sacramental comporta la presencia activa y tipológica de María, Montfort termina
el Tratado exhortando a comulgar en unión con María: que sea ella quien, en nosotros y por
nosotros, acoge al Verbo de Dios hecho Pan en el altar, ella quien recibe al Verbo de Dios
“en su corazón y en su cuerpo”, como lo escriben los Padres. Las últimas páginas
del Tratado (VD 266-273), que describen los motivos y la manera de unirse a María antes,
durante y después de la comunión, tienden a demostrar claramente que la comunión hace
revivir en nosotros y por nosotros el vínculo Cristo-María. Dicho de otro modo, la
comunión Cristo-María vivida a nivel histórico, se reproduce a nivel sacramental en la
comunión Cristo-fiel, y esto en la medida de la comunión María-fiel.
Aún teniendo en cuenta el límite debido a la ausencia del aspecto eclesial propio a la
mentalidad de la época, se puede afirmar que el pensamiento de Montfort alcanza aquí, en
la relación Cristo-María-fiel, una punta de excepcional transparencia teológica.
Prácticamente, tal relación refleja el misterio de la oblación-comunión que une en un solo
corazón a Cristo, María y el discípulo amado en la suprema hora del sacrificio redentor (cf.
Jn 19, 25-27). Y es justamente en esta visión de conformidad del fiel con Cristo, en la que
la Virgen expresa todo su papel, en la que Montfort ve e introduce la consagración a Jesús
por las manos de María, querida expresamente en estrecha relación con la comunión
sacramental: “Se confesarán y comulgarán con la intención de entregarse a Jesucristo, en
calidad de esclavos de amor, por las manos de María. Y después de la comunión –que
procurarán hacer según el método que expondré más tarde– recitarán la fórmula de
consagración” (VD 231; cf. también SM 61, 76).[36]
 
4. La misión
 
Es imposible presentar a Luis María Grignion de Montfort sin hablar de la
dimensión misionera. Esta le es esencial, y pertenece a su acción y a su enseñanza. “El
espíritu de misión... un hombre lo encarna, con qué vigor al principio del siglo XVII... san
Luis María Grignion de Montfort”.[37]
Con relación a la práctica de la misión popular, Montfort es el heredero de sus
predecesores: “Si la fórmula monfortiana debe mucho a M. Vicente, a M. Olier, a los PP.
Maunoir y Huby, a M. Leuduger, etc., ella manifiesta una originalidad indiscutible, quizás
menos en el plano técnico externo que en el de la estructura interna y del estilo de vida
misionera”.[38]
Lo que más caracteriza la misión monfortiana es la renovación de las promesas del
bautismo “por las manos de María”. Muchos misioneros tenían la preocupación de llevar a
los cristianos a una conversión haciéndoles renovar su profesión de fe bautismal. Pero,
ninguna fórmula de renovación “se parece a la del Padre de Montfort, que, en su
compendio, condensa toda una espiritualidad: la renuncia al mundo y a sí mismo, la
donación a Cristo por las manos de María, para llevar la cruz en su seguimiento todos los
días de la vida. Se reconocen aquí los pivotes espirituales del apóstol de María, de la Cruz y
de la Sabiduría”.[39]
Para darse cuenta de ello basta con leer la fórmula del Contrato de Alianza que firmaban
los que verdaderamente habían hecho su misión:
 
CONTRATO DE ALIANZA CON DIOS
votos o Promesas Bautismales
 
1. Creo firmemente todas las verdades del Santo Evangelio de Jesucristo.
2. Renuncio para siempre al demonio, al mundo, al pecado y a mí mismo.
3. Prometo, con la gracia de Dios, que no me faltará, guardar fielmente todos los
Mandamientos de Dios y de la Iglesia, evitando el pecado mortal y sus ocasiones, entre
otras, las malas compañías.
4. Me entrego totalmente a  JESUCRISTO por medio de  MARÍA, para llevar mi Cruz en su
seguimiento todos los días de mi vida.
5. Creo que, si guardo fielmente estas promesas hasta la muerte, me salvaré
eternamente; pero que, si no las guardo, me condenaré por la eternidad. En fe de lo cual
firmo.
Dado frente a la Iglesia, en la parroquia de Pontchateau, el 4 de mayo de año 1709.
Montfort resume su estilo de vida misionera en la fórmula “a la apostólica”. El
adjetivo apostólica es muy utilizado en el siglo XVII por los autores espirituales. [40] Al
nutrirse de esta fuente, Montfort no deja de aportar su nota personal. La imitación de los
Apóstoles le lleva a querer, para él y para su Compañía de misioneros, una pobreza radical,
un abandono total a la Providencia, una vida y una acción comunitaria (a imagen de la tropa
apostólica en torno a Jesús, que sigue siendo siempre el Maestro de la misión). Ello se
explica sobre todo en las Reglas de los sacerdotes misioneros de la Compañía de María,
la Oración Abrasada, y, en lo que se refiere a la pobreza, en el texto titulado A los
asociados de la Compañía de María. Este ideal de vida a la apostólica le lleva a excluir
para sus misioneros lo que se podría llamar las tareas de la pastoral ordinaria que
implicasen una estabilidad: lo que él quiere, es la itinerancia, “para poder decir siempre con
Jesucristo: pauperibus evangelizare misit me Dominus (Luc. 14, 18), o con los Apóstoles:
non misit me Dominus baptizare sed evangelizare” (RM 2).
Resumamos las características principales de la misión a la Montfort. Viene de Jesús,
Sabiduría eterna encarnada para la salvación del mundo; saca su autenticidad del aval de la
Iglesia jerárquica, de donde la obediencia a los obispos (cf. RM 22); se dirige de modo
privilegiado a los pobres (cf. RM 7); exige que los misioneros realicen su misión “a cargo
de la Providencia... tal es el ejemplo dado por Jesucristo, los Apóstoles y los varones
apostólicos” (RM. 50); predicarán a la apostólica, pidiendo a Dios “el don de la sabiduría,
tan necesaria para un verdadero predicador para conocer, gustar y hacer gustar a las almas
la verdad” (RM 11); por fin, deberán ser “verdaderos hijos de María... engendrados y
concebidos por su caridad... educados por sus cuidados, sostenidos por su brazo y
enriquecidos con sus gracias” (SA 11), que puede hacerlo porque está asociada con el
Espíritu Santo (SA 15).
Es evidente que tal o cual de estas notas se encuentran en otros autores. Pero no se puede
rechazar la originalidad de una síntesis coherente que retoma los elementos esenciales de la
espiritualidad íntegra de Montfort, con referencia a la Sabiduría y al lugar reconocido a
María.
 
 
CONCLUSIÓN
 
Una espiritualidad cristiana digna de este nombre integra todos los elementos esenciales
de la vida en Cristo. Se le concede a algunos, bajo el impulso del Espíritu y en razón de las
necesidades de la Iglesia, el poner más en evidencia uno u otro de los aspectos de la riqueza
multiforme de Cristo. Es el caso de Montfort, con su visión teológica y espiritual del
misterio de la Encarnación de la Sabiduría eterna y las consecuencias que saca de ello, en
particular sobre el lugar en el cumplimiento, ayer y hoy del designio de amor de Dios para
salvar al hombre. Para ser fiel a su bautismo, dicho de otro modo para vivir su vida de hijo
de Dios bajo el influjo del Espíritu Santo, el cristiano tiene necesidad de María, y cuanto
más adelantado va en la verdadera devoción hacia ella, mucho más alcanzará la unión con
Cristo.
El aspecto mariano de la espiritualidad monfortiana es sin duda el más conocido, el que
más ha asegurado la influencia de Montfort. Y esta influencia, cada vez mayor, demuestra
su permanente valor y su actualidad. Pero este valor será tanto más fuerte cuanto más
atentos estemos a los demás aspectos de la enseñanza de san Luis María Grignion de
Montfort, sin los cuales ya no habría verdadera devoción a María, ni mucho
menos práctica perfecta de la verdadera devoción.
En primer lugar, es absolutamente primordial, la orientación esencial cristocéntrica de
esta vía espiritual, el sentido de la Sabiduría eterna y encarnada, signo por excelencia del
Amor de Dios por nosotros, el lugar y el papel del Espíritu Santo, el compromiso concreto
en la misión de la Iglesia enraizado en el bautismo. De hecho, la aportación original de
Montfort aparece hoy como un precioso bien de Iglesia.
 
 
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[1]
 Volveremos sobre la naturaleza de la dependencia que Jesús quiso tener para con su Madre, que,
evidentemente, no es la misma cuando se trata de la que vivió como niño que cuando es cuestión de asociar a
María a su misión de Salvador.
[2]
 Teniendo en cuenta la importancia que Montfort da a la relación particular del Espíritu Santo y María, y
de las dificultades que han surgido con relación a ciertas expresiones, comenzando por “Esposa del Espíritu
Santo” lo trataremos más adelante.
[3]
 Montfort aplica aquí este principio a la manera como María está asociada de modo permanente a la
acción divina, no es contradecir el pensamiento de Montfort el darle una mayor amplitud.
[4]
 Montfort se acerca aquí a una doctrina muy clásica, que el Concilio Vaticano II también propone: “El
Padre de la misericordia quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para
que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida. Lo
cual se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida misma que
renueva todas las cosas y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos de un oficio tan grande”.
(LG 56). Para la aceptación de María, ver VD 16; para el paralelismo Eva-María, VD 53, 175, 263; y si el
Concilio en el texto citado mira directamente a la Encarnación del Verbo, describe después la acción de María
en términos que amplían el alcance de su consentimiento a toda la obra redentora: “Así María, hija de Adán,
al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin
entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del
Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo El,
con la gracia de Dios omnipotente”.
[5]
 La continuidad entre la maternidad divina y la maternidad espiritual de María, también arraigada en el
misterio de la Encarnación, al mismo tiempo que la distinción que hay que hacer entre ellas, está bien
afirmada en el Concilio Vaticano II: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al
Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la
obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida
sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61). En otras palabras, todo
lo que María hace por Jesús y con Jesús tiene una repercusión sobre nosotros, y así es como comienza a
ejercer su maternidad para con nosotros “en el orden de la gracia” desde la Encarnación: “concibiendo a
Cristo”.
[6]
 Para interpretar bien la relación entre el poder materno de María sobre el Hijo único, Jesús, y el que
recibe para con nosotros, es necesario recordar que para Montfort no se trata de una identificación, sino de lo
que los teólogos llaman una analogía. Tendremos ocasión de volver sobre ello.
[7]
 En este contexto Montfort se refiere a la célebre fórmula De Maria nunquam satis (cf. VD 10). Está
claro que, tomado este axioma de modo absoluto podría llevar a exageraciones, o a abusos. Pero no es este el
caso de Montfort, que no se olvida nunca que María es “toda relativa a Dios” (VD 225), de quien todo viene y
que hay que permanecer dentro de los límites.
[8]
 Ver, v.g., el número 53; después de haber recordado que María “es reconocida y venerada como
verdadera Madre de Dios y del Redentor”, y que es “por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu
Santo, con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las otras criaturas, celestiales y
terrenas”, el Concilio añade: “Es verdadera madre de los miembros de Cristo... Por este motivo es también
proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia..., a quien la Iglesia católica,
instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre amantísima, con afecto de piedad filial”. Se observará la
fuerza de la expresión: instruida por el Espíritu Santo. En el número 62, con relación al ejercicio actual de la
maternidad espiritual, leemos: “La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María (a Cristo),
la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección
maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador”. Montfort se encontraría aquí muy a gusto.
[9]
 Para Montfort, esta “unión necesaria” tiene su origen en su vocación de ser aquella en quien se realiza el
misterio de la Encarnación redentora (cf. VD 16 y ss); también se expresa en la perfecta respuesta de María a
esta vocación y en su asociación a la obra de salvación. Nuestro santo suscribiría con gusto esta afirmación
del Vaticano II: “La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios, juntamente
con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del
divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las criaturas y humilde esclava del Señor”
(LG 61)
[10]
 “Montfort debió tomar esta oración de una obra, sin encontrar hasta la fecha, compuesta por diferentes
trozos de obras de S. Agustín o de otras obras que en otro tiempo se le atribuyeron al obispo de Hipona” (OC
p. 302, nota 16)
[11]
 Las OC dan la traducción española p. 301-302, nota 16.
[12]
 Cf Th. Koehler, Esclavitud de amor, DEM, 433-437.
[13]
 Con la condición de que se acoja a María tal y como es, es decir tal como Dios la ha hecho. Una falsa
imagen de María puede en efecto llevar a una falsa devoción hacia ella.
[14]
 Sin entrar, por el momento, en la explicación de fondo que da Montfort sobre lo que justifica un don
total de sí mismo a María, excluyendo toda forma de mariolatría, hay que reconocer que las palabras
esclavo, esclavitud, pueden hoy suponer, para algunos, una dificultad el que sean utilizadas para expresar la
pertenencia a Jesús o a María. Sin embargo ¿hay que renunciar a ellas y recurrir a otro vocabulario? Las
opiniones están muy divididas. Para unos, como M-Th. Poupon, o.p., “los que pretenden eliminar el término
esclavo... suavizan o transforman la espiritualidad del santo poeta” (Le poème de la parfaite consécration à
Marie..., Librairie du Sacré-Coeur, Lyon 1947, p. 337), esfumando la “radicalidad” absoluta que quiere
Montfort. Otros piensan que ante la dificultad y la reacción de rechazo que puede provocar esta palabra, es
mejor evitarla y recurrir a otra terminología, más adaptada a la mentalidad moderna. Pero esto no es tan fácil,
y los esfuerzos en este sentido no siempre son convincentes. De todas formas, cuando verdaderamente se
quiere penetrar y explicar, en profundidad, el pensamiento de Montfort, es necesario recurrir a su texto,
exponer el sentido y mostrar su conformidad con el dato evangélico.
[15]
 Mirar por ejemplo, en el número 79 de VD lo que se ha podido llamar el bestiario del Padre de
Montfort: “Somos, por naturaleza, más soberbios que los pavos reales, más apegados a la tierra que los sapos,
más viles que los machos cabríos, más envidiosos que las serpientes, más glotones que los cerdos, más
coléricos que los tigres, más perezosos que las tortugas, más débiles que las cañas y más inconstantes que las
veletas” (cf VD 213, 228).
[16]
 Hom. 4, in Math, nº 8, PG 57, 48.
[17]
 Cf A. Bossard, Montfort tel que l’a vu le peuple: un saint proche des hommes, in Dieu seul, p. 24-28
[18]
 Se puede pensar aquí en el texto del Vaticano II: “Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión
salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna” (LG
62).
[19]
 Cf P. Daviau, Douceur, DEM, 388-395
[20]
 En el Secreto, Montfort reúne la consagración y la práctica interior para definir su vía espiritual,
mientras que en el Tratado habla, en plural, como de “prácticas interiores que tienen gran eficacia
santificadora para aquellos a quienes el Espíritu Santo llama a una elevada perfección” (VD 257). El orden de
las fórmulas es diferente: en el Secreto, es “con María, en María, por María y para María”, mientras que en
el Tratado es por, con, en y para. Además en el Secreto, Montfort explica con la palabra con lo que pone en
VD con las dos palabras por y con. Esto nos muestra, sencillamente, que lo que cuenta, no es la materialidad
del lenguaje sino el contenido, que en una y otra obra es el mismo.
[21]
 He aquí la confidencia de Montfort al canónigo Blain: “ en el encuentro que tuvimos juntos, me
confesó que Dios le favorecía con una gracia muy particular, que era la presencia continua de Jesús y de
María en el fondo de su alma. Yo tenía dificultad para comprender un favor tan elevado, pero no quise pedirle
ninguna explicación; y puede ser que tampoco él me la hubiera podido dar, puesto que, en la vida mística, hay
actuaciones de la gracia inexplicables para las mismas almas que reciben el favor” (Blain, p. 191). El cántico
de Montfort El devoto esclavo de Jesús en María (OC, p. 693-695) puede leerse como testimonio sobre su
vida de unión con María. En particular la estrofa 15: “De la fe, tras el tenue velo,/ en mi pecho yo la grabé /
con celestiales resplandores, / ¡Dicha tanta nunca soñé!”.
[22]
 Podemos referirnos a la comparación del viajero que va de Orleans a Tours pasando por Amboise (cf.
VD 245), que explica bien el pasar por María. Pero, como toda comparación, ésta tiene sus límites: María no
es un punto al que hay que llegar en el recorrido, y después dejarle atrás, o como una escalera que habría que
subir para llegar a la cima y que después sería inútil. En realidad, María forma parte del medio alimenticio, de
la atmósfera espiritual que necesitamos respirar para vivir como hijos de Dios.
[23]
 Cuando Montfort nos dice que María es medio (tan importante es esto para él que no se cansa de
repetirlo: cf. VD 50, 55, 62, 64, 75, 130, 139, 165, 245, 265; ver OC, Índice), no hay que tomar esta palabra
en sentido material, sino indicando precisamente la diferencia esencial que permite situarnos correctamente
con relación a Jesús y con relación a María. Montfort tiene buen cuidado de no olvidar que María es
una persona.
[24]
 Cf. Consagración, en el Diccionario de espiritualidad, tomo 2, 1583.
[25]
 Cf. VD 126. “He dicho que esta devoción puede muy bien definirse como una perfecta renovación de
las promesas del santo bautismo”.
[26]
 Para la expresión “María en el misterio de Cristo” es evidente. Cuando se trata de María en el misterio
de la Iglesia, Montfort por un lado está influenciado por la eclesiología de su tiempo y de sus límites. Sin
embargo, gracias a la profundidad de sus intuiciones espirituales, llega con frecuencia a ir más allá. Su visión
de la Encarnación, por ejemplo, le lleva a extender sus consecuencias hasta el Cuerpo místico, por tanto a los
miembros de Cristo, y en consecuencia a la Iglesia, con el papel que ahí juega María, como lo hace el
Concilio Vaticano II. Si explícitamente no emplea la expresión comunión, no es difícil mostrar lo que
sobresale y que invita a ir en este sentido. Sobre la espiritualidad monfortiana y la eclesiología actual, cf. B.
Cortinovis, Iglesia, DEM, 652-656.
[27]
 Hay que subrayar la importancia que para Montfort tiene el deseo para avanzar en la vía espiritual; el
deseo ardiente de la Sabiduría es, para él, el primer medio para adquirirla (cf. ASE 181-183). Y él mismo lo
ha vivido de modo extraordinario. Ver, por ejemplo, sus Cartas 15 y 16, dirigidas a María Luisa Trichet, a
finales de abril/primeros de mayo y el 24 de octubre de 1703, respectivamente: “No. No cesaré nunca de pedir
este infinito tesoro. Y creo firmemente que lo alcanzaré... Pienso que tus plegarias son demasiado eficaces;
que la bondad de Dios es demasiado tierna; que la protección de la Santísima Virgen, nuestra bondadosa
Madre, es demasiado grande; las necesidades de los pobres, demasiado apremiantes; la palabra y promesa de
Dios, demasiado explícitas. En efecto, aunque la posesión de la divina Sabiduría fuera imposible de lograr con
los medios ordinarios de la gracia –lo que no es cierto–, resultaría posible gracias a la fuerza con que la
imploramos, porque todo es posible a quien cree. Esto es una verdad inmutable” (Carta 15). Cf. también los
cánticos 78, 103, y sobre todo 124: Los deseos de la Sabiduría.
[28]
 “Todo se reduce, pues, a encontrar un medio sencillo para alcanzar de Dios la gracia necesaria para
hacernos santos. Yo te lo quiero enseñar. Y es que para encontrar la gracia hay que encontrar a María” (SM
6).
[29]
 Merece ser apuntada una experiencia reciente e interesante de M. Louis Sankalé (hoy obispo de
Cayenne – Guayana francesa), porque se vivió en un contexto parroquial. En primer lugar, durante el año
mariano 1987-1988 en la parroquia San Jorge de Marsella. Jóvenes y adultos se encontraban cada quince días
para “rezar a partir de la lectura del conjunto del texto (del Secreto de María) repartida en un año... Al cabo
de ese año, todos los que lo desearon, personal y libremente, pudieron hacer la consagración a Jesús por
manos de María, tal como la enseña Montfort. Unas cincuenta personas, adultos y jóvenes, hombres y
mujeres, sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos hicieron esta consagración el 31 de mayo de 1988” (L.
Sankalé, Con María al paso del Espíritu, el Secreto de María hoy en parroquia, Fayard 1991, p. 27-28). Una
experiencia del mismo tipo y con el mismo resultado fue hecha por M. Sankalé en la parroquia Notre Dame
du Mont, en Marsella, durante el mes de mayo de 1990 (cf. p. 28).
[30]
 Montfort mismo lo hace notar: “Ciertamente que se puede llegar a Jesucristo por otros caminos” (VD
152). Así pues si esta práctica puede llegar a ser una obligación, es para algunos en razón de la gracia
personal que les empuja a ello, ya sea por la vocación a entrar en un Instituto o en un grupo que la admite
como un elemento esencial de su espiritualidad propia.
[31]
 Con relación a esto ver: Influence, DSM, 713-742 (edición francesa).
[32]
 “La gracia perfecciona a la naturaleza, y la gloria a la gracia. Es cierto, por tanto, que Nuestro Señor es
todavía en el cielo Hijo de María, como lo fue en la tierra, y, por consiguiente, conserva para con Ella la
sumisión y obediencia del mejor de todos los hijos para con la mejor de todas las madres. No veamos, sin
embargo, en esta dependencia ningún desdoro o imperfección en Jesucristo. María es infinitamente inferior a
su Hijo, que es Dios. Y por ello no le manda, como haría una madre a su hijo de aquí abajo, que es inferior a
ella. María, toda transformada en Dios por la gracia y la gloria –que transforma en Él a todos los santos–, no
pide, quiere ni hace nada que sea contrario a la eterna e inmutable voluntad de Dios. Por tanto, cuando leemos
en San Bernardo, San Buenaventura, San Bernardino y otros que en el cielo y en la tierra todo –inclusive el
mismo Dios– está sometido a la Santísima Virgen, quieren decir que la autoridad que Dios le confirió es tan
grande, que parece como si tuviera el mismo poder que Dios, y que sus plegarias y súplicas son tan poderosas
ante Dios, que valen como mandatos ante la divina Majestad. La cual no desoye jamás las súplicas de su
querida Madre, porque son siempre humildes y conformes con la voluntad divina” (VD 27).
[33]
 Encontramos en Montfort, en VD 20-21, algunos textos sobre el Espíritu Santo que pueden plantear
alguna dificultad, no en cuanto a la teología trinitaria que recuerdan, sino en cuanto al lenguaje utilizado:
“Dios Espíritu Santo, que es estéril en Dios... se hizo fecundo por María, su Esposa” (VD 20). Estas
expresiones tomadas de manera absoluta y fuera de su contexto ciertamente serían criticables. Sin embargo,
no es serio condenar a Montfort en cuanto a la doctrina que ellas tienen. No hace más que recordar una buena
teología trinitaria: que es estéril en Dios significa sencillamente que no produce otra persona divina, cosa que
es rigurosamente exacta. (La expresión parece ser de Bérulle; cf. Monseñor Philips, op. cit. p. 31-32). Y,
cuando Montfort dice que “el Espíritu Santo se hizo fecundo por María”, se explica: “No quiero decir con esto
que la Santísima Virgen dé al Espíritu Santo la fecundidad, como si Él no la tuviese, ya que, siendo Dios,
posee la fecundidad o la capacidad de producir tanto como el Padre y el Hijo” (puesto que como ellos subsiste
en la única naturaleza divina) “aunque no la reduce al acto al no producir otra persona divina. Quiero decir
solamente que el Espíritu Santo, por intermedio de la Santísima Virgen –de quien ha tenido a bien servirse,
aunque absolutamente no necesita de Ella– reduce al acto su propia fecundidad, produciendo en Ella y por
Ella a Jesucristo y a sus miembros” (VD 21). Se ve enseguida la extensión hacia la maternidad espiritual.
Sencillamente uno se puede extrañar de ver que Montfort utiliza, en un escrito que quiere dirigir a un público
no especializado, expresiones como las que acabamos de señalar. Pero, él es de su tiempo, depende en parte
de sus fuentes (en este caso, sin duda alguna de Bérulle). Además, hay que reconocer que él tenía la
preocupación de fundamentar sólidamente sus conclusiones, y, en el caso, cómo María es la Esposa del
Espíritu Santo, como vamos a verlo.
[34]
 Montfort conoce la expresión Santuario y Templo. Pero aplica la palabra santuario a María cuando se
trata de su relación con la “divinidad”, con la Trinidad, (así en ASE 208, en VD 5 y 262). Y María es llamada
una sola vez Templo del Espíritu Santo (CT 76, c 7).
[35]
 Montfort emplea estas expresiones en un contexto bien particular, el de la dependencia que Jesús quiso
tener para con su Madre “en la concepción, nacimiento, presentación en el templo, vida oculta de treinta y tres
años, hasta la muerte” (VD 18). Para Montfort no se trata de ninguna manera de invertir los papeles, como ya
lo hemos señalado.
[36]
 Cf. C. Maggioni, Eucaristía, DEM, pp. 514-515.
[37]
 Cf. H. Daniel Rops, Historia de la Iglesia de Cristo, vol. V/1: La Iglesia de los tiempos clásicos. El
gran siglo de las almas, A. Fayard, París 1958, p. 330.
[38]
 M. Quéméneur, San L.M. Grignion de Montofort, Bloud y Gay, 1961, p. 27.
[39]
 Ibidem, p. 32-33.
[40]
 Cf. R. Deville, Escuela francesa de espiritualidad, DEM, p. 456.

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