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Etapas de la historia de Roma

La Monarquía (753aC-509aC)
En el siglo VIII aC, la península Itálica estaba ocupada por diversos pueblos. En el centro-norte sabemos que vivían los
etruscos y los sabinos .Un poco más al sur, en la zona donde fue fundada Roma, habitaban los latinos nombrados así
porque ocupaban las planas de una región que se llamaba Latium. En el sur peninsular y en la isla de Sicilia, juntamente
con los samnitos, los lucanos y los sículos, vivía una numerosa población griega que había establecido colonias. Era tan
importante la presencia de colonos griegos que esta zona se conocía en la Antigüedad como la Magna Gaecia (Gran
Grecia). Hacia la mitad del siglo VIII aC, los latinos fundaron el pequeño poblado de Roma alrededor de las siete colinas.
Dominada casi desde el principio por los etruscos, Roma se transformó poco a poco en una ciudad más grande.
El sistema de gobierno de la etapa del dominio etrusco fue la Monarquía. El poder máximo lo tenía un rey, que era vitalicio
(es decir, lo era para toda la vida) pero no era hereditario. En su muerte se había de volver a elegir uno.
El primer rey de que se tiene noticia escrita fue Rómulo. A continuación vinieron seis más. El último fue Tarquini. El rey
consultaba los asuntos del gobierno al Senado, que era una asamblea formada por 300 personas. Había también otro tipos
de asambleas de ciudadanos.

La República Consular (509 aC-27 aC)


El segundo gran período de la historia política fue la República, que duró casi quinientos años .Durante este período, el
poder de Roma se proyectó primeramente sobre la península Itálica, y después sobre el conjunto del Mediterráneo,
Europa y el norte de África. Por el dominio del Mediterráneo occidental, los antiguos romanos se enfrentaron a los
cartagineses, un pueblo que tenía la capital, Cartago, en la costa septentrional del actual Túnez y extendía sus territorios
por buena parte del norte de África, las islas del Mediterráneo occidental y el sur-este de la península Ibérica. Las guerras
contra los cartagineses (que eran nombrados punici por los romanos) se conocían con el nombre de guerras púnicas. La
primera guerra púnica comenzó el 264 a.C y duró hasta el 241 a.C; la segunda transcurrió del 218 a.C hasta el 201 a.C. Fue
precisamente en el transcurso de esta segunda guerra cuando los romanos llegaron por primera vez a las tierras de la
actual Cataluña. Finalmente, en la tercera guerra púnica (149 a.C-146 a.C) ,los romanos destruyeron Cártago.
La palabra república (del latín res publica) quiere decir "cosa pública",es decir, los asuntos de todos los ciudadanos.
Desde el 509 a.C se fue contribuyendo una estructura de gobierno y de administración pública ejercida por un seguido de
cargos personales nombrados cónsules, elegidos en general, magistraturas. También tenían un papel primordial diversas
asambleas, las más importante de las cuales continuó siendo el Senado.
El poder ejecutivo estaba, durante un año en manos de dos cabezas de nombrados cónsules, elegidos por una asamblea
del ejército (la asamblea de las centurias o comitia centurita).Esta asamblea se reunía en un descampado nombrado
Campo de Marte (en honor del dios de la guerra).Sus miembros se situaban por categorías según su fortuna personal, y
dentro de su categoría, por centúrias. Elegían también los pretores (que administraban justicia) y los censores (que elegían
los 300 senadores, elaboraban el censo y velaban por la moral pública). El Senado preparaba las leyes, dirigía la política
exterior y tuvo, durante la República, una gran autoridad moral.
La asamblea de las tribus, por su parte, elegía los qüestors (que cobraban los impuestos y los administraban) y los ediles
(encargados de a administración de los servicios de la ciudad)

El Imperio (27 aC-476 dC)


El fundador del Imperio romano fue Octavio Augusto, el cual, después de diversas guerras civiles, fundó un sistema de
gobierno caracterizado por la concentración del poder político, militar y religioso en una sola persona: el emperador (del
latín imperator, que quiere decir "el que tiene el mando"). La expansión territorial romana llegó a su punto máximo en
tiempos del emperador (98-117 dC).A grandes rasgos, los dos primeros siglos del Imperio fueron un largo periodo de paz
(conocido como pax romana) que contribuyó a consolidar la manera de vivir y las costumbres romanas. El inmenso
territorio bajo el dominio romano se mantuvo gracias a una red de ciudades unidas por carreteras (nombradas vias),por las
cuales circulaban los ejércitos, los productos y las personas.
Rómulo y Remo

El nacimiento de Roma

La leyenda de la loba es sólo una de las muchas que los romanos inventaron sobre los fundadores de su ciudad.

Entre la historia y la leyenda

La historia de los orígenes de Roma se pierde entre las brumas de la leyenda. Sus humildes comienzos no debieron
distinguirse mucho de los de tantas ciudades de la región del Lacio. Pero con el tiempo, los antiguos historiadores romanos
pensaron que la ciudad escogida por los dioses para convertirse en dueña del mundo debía tener un origen heroico, que
adornaron con infinidad de leyendas, muchas veces contradictorias entre sí, llenas de dioses y héroes mitológicos.

De hecho, para los modernos investigadores resulta difícil distinguir leyenda y realidad, porque a veces, inesperados
descubrimientos arqueológicos sacan a la luz las huellas de personajes y sucesos que parecían meras invenciones
legendarias.

Rómulo y Remo

Roma fue fundada, según la tradición, por dos hermanos gemelos, Rómulo y Remo, que, acompañados de bandidos y
vagabundos expulsados de sus propias ciudades, decidieron fundar un nuevo asentamiento junto al Tíber. Sin embargo, los
dos hermanos no se ponían de acuerdo acerca del lugar en que levantarían su ciudad. Remo prefería el promontorio
del Aventino, mientras que Rómulo se inclinaba por la colina del Palatino. Así las cosas, decidieron dejar su disputa al
arbitrio de los dioses y -apostados cada uno en su colina-, se quedaron esperando una señal de lo alto.

La mañana del 21 de abril del año 753 a.C., Remo contemplaba el limpio cielo primaveral desde la cima del Aventino
cuando divisó seis enormes buitres sobre su colina. Lleno de euforia, echó a correr hacia Rómulo, para anunciarle su
victoria. Sin embargo, en ese mismo instante, una bandada de doce pájaros sobrevolaba el Palatino. Seguro de su victoria,
y sin esperar la llegada de su hermano, Rómulo cogió un arado y comenzó a cavar el pomerium, el foso circular que fijaría
el límite sagrado de la nueva ciudad, prometiendo dar muerte a quien osara atravesarlo.

Pero Remo, enojado por su derrota, lo cruzó desafiante de un salto. Obligado por el juramento que acababa de
pronunciar, Rómulo dio muerte a su hermano, que fue el primero en pagar con su vida la violación de la frontera sagrada
de Roma.

Esta leyenda encerraba para los romanos una halagüeña promesa: su ciudad sería perfecta y jamás tendría fin, como el
foso que rodeaba el Palatino. Pero contenía también una oscura amenaza: la sombra del fratricidio sobre la que estaba
fundada planearía como una maldición sobre Roma, en cuya historia abundaron los asesinatos y las Guerras Civiles.

El rapto de las sabinas

Los orígenes de Roma

Para poblar la ciudad recién creada, Rómulo aceptó todo tipo de prófugos, refugiados y desarraigados de las ciudades
vecinas, de procedencia latina. La colonia estaba formada íntegramente por varones, pero para construir una ciudad se
necesitaban también mujeres. Pusieron entonces sus ojos en las hijas de los sabinos, que habitaban la vecina colina
del Quirinal.

Para hacerse con ellas, los latinos organizaron una gran fiesta, con carreras de carros y banquetes, y cuando los sabinos se
encontraban vencidos por los vapores del vino, raptaron a sus mujeres. Al regresar a sus casas y descubrir el engaño, los
sabinos declararon de inmediato la guerra a los latinos.

La traición de Tarpeya

Antes de partir al campo de batalla, Rómulo encomendó la custodia de la ciudad a la joven Tarpeya, pero ésta, enamorada
en secreto del rey de los sabinos, o anhelando una recompensa, prometió al monarca enemigo que le mostraría una vía
oculta que conducía al Capitolio (donde estaba la fortaleza latina), a cambio de lo que él llevaba en el brazo izquierdo, en
alusión a un brazalete de oro del rey. En efecto, los sabinos alcanzaron la ciudad gracias a las indicaciones de Tarpeya, pero
en vez de entregarle su pulsera, el rey sabino ordenó a sus hombres que aplastaran a la traidora con sus escudos, que
llevaban, precisamente, en el brazo izquierdo.

Otra versión de la leyenda cuenta que los romanos descubrieron su traición, y que la arrojaron al vacío por un precipicio,
que pasó a llamarse la roca Tarpeya, inaugurando así la costumbre de castigar a los traidores a la patria lanzándolos desde
ese punto.

Intervención de las sabinas

La ayuda de Tarpeya no evitó que sabinos y latinos se enfrentaran en el campo de batalla. En un momento del combate, en
una célebre escena, múltiples veces representada en el arte, las sabinas se interpusieron entre los contendientes,
abrazándose al cuello de sus maridos y familiares, para suplicarles que detuvieran la pelea. Pues si vencían los sabinos,
ellas perderían a sus maridos, y si vencían los latinos tendrían que llorar la muerte de padres y hermanos. De modo que los
contrincantes depusieron las armas y firmaron la paz.

Con esta leyenda ilustraban los romanos que su ciudad había nacido de la unión de dos pueblos: latinos y sabinos, a los
que pronto se sumó un tercer elemento: los etruscos, un pueblo muy avanzado, que poblaba la actual Toscana y que
poseía importantes intereses comerciales en la región del Lacio.

Los primeros sucesores de Rómulo

Duelo entre horacios y curiacios por el dominio de Alba Longa

Desde la fundación de la ciudad por Rómulo hasta el advenimiento de la República (año 509 a.C.), Roma fue gobernada
por siete reyes.

El piadoso Numa Pompilio

El primer sucesor de Rómulo fue Numa Pompilio, de origen sabino. Hombre severo y piadoso, fue el fundador de la
religión romana. Numa Pompilio enseñó a los romanos la forma en la que debían rendir culto a sus dioses, estableció el
calendario sagrado e instituyó las principales ceremonias religiosas, siguiendo las instrucciones que –según decía- cada
noche le dictaba una ninfa llegada desde el Olimpo.

Fue, además, un rey pacífico. Durante todo su reinado el templo de Jano -que sólo se abría en tiempos de guerra-
permaneció cerrado, algo que sólo ocurriría otras dos veces en la historia de Roma.

Tulio Hostilio, el guerrero

Por el contrario, el recuerdo de su sucesor, Tulio Hostilio, ha quedado asociado al de un gran guerrero, que organizó
militarmente a los romanos y les enseñó a pelear. Conquistó Alba Longa, la ciudad más importante del Lacio, mediante un
duelo singular entre Horacios y Curiacios, dos tríos de hermanos gemelos, que se decantó a favor de los primeros y amplió
considerablemente el territorio de Roma.

Anco Marcio

Tulio Hostilio murió a manos de Anco Marcio (nieto de Numa), que le sucedió en el trono. Anco Marcio incorporó a Roma a
los habitantes de varias ciudades latinas y amplió los límites de la ciudad. Construyó el puerto de Ostia e hizo que por vez
primera Roma llegara al mar. Suyo es el primer puente de madera sobre el Tíber y la primera cárcel, consecuencia
inevitable del crecimiento progresivo de la ciudad y con él, de sus problemas.

Roma iba dejando poco a poco de ser un núcleo pastoril y agrario. La ciudad estaba situada estratégicamente junto al
principal vado del Tíber, y era un lugar de intensa actividad económica, de modo que los romanos comenzaban a
enriquecerse con el comercio.

Los reyes etruscos


Roma empieza a crecer

Tramo de muralla serviana, junto a la Estación Termini, uno de los principales vestigios arqueológicos de los reyes
etruscos.

Un siglo después de su fundación, el primitivo núcleo de pastores había ido creciendo hasta convertirse en una ciudad
digna de tenerse en cuenta. A los cuatro primeros reyes, originarios de Roma, les sucedieron tres monarcas etruscos, de la
poderosa familia de los Tarquinios. Por contraste con sus rústicos predecesores latinos y sabinos, los reyes etruscos
provenían de una cultura mucho más avanzada, y mostraron a los romanos las ventajas del comercio y la industria.

Tarquinio Prisco

El primero de ellos, Tarquinio Prisco, culto e inteligente, se ganó la voluntad de los romanos mediante dádivas y, dicen que
fue el primero en dirigir un discurso al pueblo pidiéndole su nombramiento. Para celebrar su triunfo y contentar a la plebe,
organizó los primeros juegos en el actual emplazamiento del Circo Máximo, inaugurando una costumbre que no se
interrumpió desde entonces.

Con el fin de reforzar su autoridad se hizo construir un palacio, en el que se mostraba, ante nobles y plebeyos, rodeado de
un fastuoso ceremonial. Tarquinio Prisco convirtió Roma en una auténtica ciudad, con calles bien trazadas y barrios
delimitados, cuyos desechos se arrojaban al Tíber a través de la Cloaca Máxima.

Servio Tulio

Su sucesor, Servio Tulio, era de origen humilde, pues había nacido de una esclava. Sin embargo, se educó en el palacio
de Tarquinio el Viejo y acabó casándose con su hija. Fue un rey querido y respetado, que llevó a cabo importantes obras
en la ciudad. Cuando más tarde los romanos llegaron a aborrecer la memoria de los reyes, guardaron siempre el recuerdo
de Servio Tulio como un rey bienhechor.

Él construyó la primera muralla de Roma, llamada por ello muralla serviana, de la cual asoman todavía aquí y allá
abundantes vestigios. Y reorganizó completamente el ordenamiento político de la ciudad, agrupando a sus ciudadanos no
por su domicilio, sino en función de su riqueza. De este modo, impulsó la industria y el comercio, al abrir la carrera política
a todos aquellos que, aún siendo de orígenes humildes, hubieran conseguido enriquecerse por sus propios méritos.

Tarquinio el Soberbio

Punto final de la monarquía

Brutus y otros familiares de Lucrecia se conjuran, ante su cadáver, para acabar con la tiranía de Tarquinio

El último de los reyes que tuvo Roma, Tarquinio el soberbio, encarnó como ningún otro la figura del tirano oriental que
tanto acabarían odiando los romanos. Después de haber alcanzado el poder asesinando a su suegro (Servio Tulio),
Tarquinio fue el primer monarca que se rodeó de una guardia personal para protegerse.

Ansioso de gloria, llevó a cabo importantes campañas militares en territorio etrusco, y también realizó obras de gran
envergadura en la ciudad, entre las que destaca la construcción del majestuoso Templo de Júpiter en la cima del Capitolio,
que sería durante siglos el más importante de Roma. A él se deben también el servicio personal obligatorio en la milicia, y
el reparto gratuito de trigo a la población, llamado annona.

Pero sus victorias y sus construcciones no disimulaban su crueldad. Cansado de su despiadada arbitrariedad, el pueblo
buscaba el modo de desembarazarse de su tiranía. El desencadenante de su caída fue la muerte de la joven Lucrecia. Esta
honesta esposa había sido forzada por un hijo de Tarquinio, y tras confesar su desgracia a su padre y su marido, se suicidó
delante de ellos atravesándose el corazón. La ciudadanía, encolerizada al enterarse del suceso, decidió expulsar al rey y a
toda su familia.

Corría el año 509 a.C. y comenzaba la República romana, que gobernaría la ciudad durante cinco siglos.

Resumen de la monarquía y conclusión


Siete reyes habían gobernado Roma durante 250 años: los cuatro primeros, incluido Rómulo, pastores y agricultores de
origen latino y sabino; los 3 últimos, de origen etrusco. Y se puede decir que su reinado fue positivo para Roma, que creció
y se desarrolló como ciudad, alcanzando el predominio sobre el resto de los pueblos del Lacio.

Pero Tarquinio el Soberbio dejó un recuerdo tan odioso en la memoria de los romanos, que éstos renegaron para siempre
de la monarquía, y no era concebible entre los políticos de la ciudad peor traición que la de querer convertirse en rey.
Aunque hubo emperadores que superaron con creces las maldades de Tarquinio en el ejercicio de su poder, en el resto de
su larga historia los reyes jamás volverían a Roma.

Patricios y plebeyos

Las primeras luchas civiles de la joven República

El ordenamiento constitucional republicano

Tras la expulsión de los reyes y la instauración de la República, en el año 509 a.C., el poder en Roma recayó sobre los
patricios, jefes de las principales familias, que formaban el Senado y que eran elegidos por los ciudadanos para los
distintos cargos públicos.

Teniendo en cuenta el funesto recuerdo que había dejado en los romanos el poder absoluto de los reyes, las instituciones
republicanas fueron cuidadosamente diseñadas para que ningún hombre tuviera un poder excesivo. El gobierno lo
ejercían siempre dos cónsules, que se renovaban de año en año. Cada uno de ellos podía vetar las decisiones del otro, y
en tiempo de guerra dirigían las operaciones militares en días alternos.

Fue en ese momento, al comienzo mismo de la República, cuando las conocidas siglas SPQR, Senatus Populusque
Romanus, “El senado y el pueblo romano” se convirtieron en la divisa de Roma, significando que todo se hacía en nombre
de los dos grandes poderes que en teoría gobernaban la ciudad: el senado de patricios, y las asambleas de ciudadanos
plebeyos, encargadas de elegir a los cargos públicos.

Gestación del conflicto

Sin embargo, esta aparente unidad escondía una profunda fractura interna que a punto estuvo de destruir la República ya
en sus inicios. Los patricios, descendientes de las primeras familias que habían fundado la ciudad junto a Rómulo,
disfrutaban de numerosos privilegios: sólo ellos podían formar parte del Senado, y sólo ellos podían desempeñar cargos
públicos. Los patricios en el Senado hacían las leyes, los patricios como cónsules las ejecutaban, y patricios eran también
los jueces que castigaban a los infractores de la ley.

A los plebeyos, que pagaban sus impuestos y acudían al ejército cuando se les convocaba, tan sólo les correspondía
reunirse cada año para elegir a los magistrados entre los candidatos que presentaban los patricios. Indignados por esta
situación que les obligaba a hacer frente a todos los inconvenientes de la ciudadanía, sin permitirles disfrutar de sus
ventajas, los plebeyos emprendieron largas y encarnizadas luchas con los patricios para reclamar más derechos.

La secesión del Aventino

El primer episodio grave de estos enfrentamientos tuvo lugar apenas quince años después de la proclamación de la
República. Cierto día del año 494 a.C., los plebeyos dejaron de cultivar la tierra, de comerciar y de servir en el ejército, y se
retiraron a la colina del Aventino, proclamando que no volverían a sus tareas hasta que se reconocieran sus derechos.

Al principio, los patricios enviaron mensajeros que, entre ruegos y amenazas, instaron a los plebeyos a abandonar su
actitud. Pero éstos se mantuvieron firmes, y la ciudad, falta de mano de obra, quedó sumida en el caos.

Al final, el Senado tuvo que capitular, y accedió a incluir una nueva magistratura en el ordenamiento institucional:
los tribunos de la plebe. Estos magistrados, que sólo podrían ser elegidos entre candidatos plebeyos, tendrían como única
función defender sus intereses, y dispondrían, para ello, del derecho de veto sobre cualquier resolución senatorial.
Para que este enorme poder no provocara represalias por parte de los patricios, los tribunos de la plebe serían
considerados personas sagradas. Si alguien atentaba contra su vida, su cabeza sería sacrificada a Júpiter, y sus bienes
subastados.

La primera ley escrita

Medio siglo después de estos episodios, en el año 451 a.C., los plebeyos obtuvieron una nueva conquista: diez hombres
sabios elegidos entre los romanos redactaron la Ley de las Doce Tablas, que se convirtió en la primera ley escrita de Roma.
Hasta entonces habían sido los jueces patricios quienes aplicaban la ley, basándose en las normas no escritas de la
costumbre, lo que permitía todo tipo de arbitrariedades.

Tras medio siglo de enfrentamientos entre patricios y plebeyos, estas primeras concesiones llevaron la paz interna a Roma.
La joven República estaba lista por fin para mirar a su alrededor.

Guerras latinas y samnitas

La expansión de Roma por la península

Humillados. Los romanos son obligados a pasar bajo el yugo de las lanzas enemigas, en una de sus derrotas frente a los
pueblos samnitas, al Sur de Roma.

Guerras latinas

Desde el comienzo de la República, Roma ejercía un poder predominante sobre el resto de las ciudades latinas, y les había
impuesto un pacto de privilegio para ella, llamado Foedus Cassianum, que comenzaba con estas solemnes palabras: haya
paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y la tierra siga siendo la misma...

Pero aunque el cielo y la tierra no cambiaron su posición, las ciudades del Lacio intentaron librarse de la superioridad de
Roma, y de los abusivos pactos que les imponía. Aliándose, cuando la ocasión era propicia, con enemigos exteriores como
los belicosos volscos y ecuos, durante 150 años los latinos mantuvieron continuos enfrentamientos con Roma, conocidos
como guerras latinas.

Finalmente, en el año 338 a.C. en la decisiva batalla naval de Antium, Roma derrotó a los volscos, llevándose un precioso
tesoro, las proas de los barcos enemigos, o rostra, que durante siglos adornaron la tribuna de oradores del Foro Romano.
Esta importante victoria señala el final de las guerras latinas.

Guerras samnitas

Tras conseguir dominar toda la región del Lacio y someter a volscos y ecuos, Roma tuvo que afrontar durante 50 años tres
nuevas guerras con otros pueblos itálicos, conocidas como las guerras samnitas. Los samnitas, pueblo de rudos y
guerreros montañeses instalados al Sur de Roma, suponían una constante amenaza para los habitantes del valle. Estos,
cansados de las continuas incursiones samnitas, pidieron ayuda a Roma, que aprovechó la coyuntura para expandir su
dominio.

Durante la segunda guerra samnita se produjo el famoso episodio de las Horcas Caudinas, uno de los sucesos más
humillantes en la historia de Roma. Atrapado en un desfiladero junto a la ciudad de Caudium, todo el ejército, desarmado,
fue obligado a pasar bajo el yugo de las lanzas samnitas, una costumbre que los romanos adoptaron desde entonces en
sus victorias sobre otros pueblos.

A pesar de esta victoria parcial en las Horcas Caudinas, los samnitas fueron derrotados, y se rindieron definitivamente en el
año 290 a.C., dejando a Roma el camino libre para expandirse hacia el Sur de la Península.

Por qué Roma vencedora

En todos los enfrentamientos bélicos, Roma demostraba una sorprendente determinación, que dejaba perplejos a sus
adversarios y los sumía en el desánimo.
Si los romanos resultaban siempre victoriosos es porque ningún otro pueblo deseó la victoria tanto como ellos. Sin
importar las batallas perdidas, los costes materiales o en vidas humanas, Roma volvía siempre a la pelea con la experiencia
de los errores cometidos. Y jamás daba por terminada una guerra hasta asegurarse de que a sus enemigos no les
quedaban ni los ojos para llorar su derrota.

La Primera Guerra Púnica

La lucha por Sicilia

La Primera Guerra Púnica tiene un fuerte componente de guerra naval, donde los cartagineses llevaron inicialmente la
ventaja, por su mayor experiencia.

Origen del conflicto

Cuando, el año 272 a.C., la colonia griega de Tarento, en el Sur de Italia, cayó en manos de los romanos, Roma dominaba
ya toda la península y se había convertido en uno de los estados más poderosos de su entorno. Era sólo cuestión de
tiempo que su camino se cruzara con el de la otra gran potencia del Mediterráneo occidental: Cartago.

La ciudad de Cartago, en la costa norte de la actual Túnez, había sido fundada el siglo IX a.C. por marineros fenicios, que
construyeron este enorme puerto en el centro de las rutas comerciales que surcaban el Mediterráneo. Además de su
estratégica posición para el comercio, Cartago estaba rodeada de tierras fértiles, y muy pronto, los cartagineses (que
también recibían el nombre de púnicos), extendieron su dominio hasta Sicilia. Allí tomaron contacto con los romanos, que
se encontraban en plena expansión, y las dos potencias comenzaron a vigilarse con recelo.

Sicilia, rica en cereales, estaba poblada por prósperas colonias griegas, muchas de las cuales estaban dominadas por los
cartagineses. Sin embargo, una de ellas, Mesina, situada en el estrecho entre Italia y la isla, decidió llamar en su auxilio a
los romanos para que expulsaran a la guarnición cartaginesa que controlaba la ciudad. Cuando los mensajeros de Mesina
llegaron al Senado se produjo una larga deliberación. Todos eran conscientes de que enviar ayuda militar a la ciudad
desencadenaría un terrible enfrentamiento con Cartago, cuyas últimas consecuencias eran imprevisibles.

Al final, los romanos decidieron enviar a sus soldados. Era el año 264 a.C. y daba comienzo así la primera de las Guerras
Púnicas, tres terribles enfrentamientos entre romanos y cartagineses que decidirían el destino de Occidente.

Primera Guerra Púnica

Roma –que poseía sólo una pequeña flota- apenas tenía experiencia en batallas navales. Así que, al principio, los
cartagineses destruían con facilidad las naves que enviaban los romanos, mal dirigidas por sus inexpertos almirantes.

Pero cada derrota enseñaba a los romanos algo nuevo. Al final, se percataron de que su infantería era superior a la
cartaginesa, y decidieron aprovechar esa ventaja. Para ello, diseñaron unas pasarelas de madera terminadas en garfios,
con las que los legionarios podían cruzar hasta las naves enemigas. Los cartagineses sabían manejar mejor sus trirremes,
pero sus marineros no estaban preparados para combatir cuerpo a cuerpo, y terminaron siendo derrotados.

Después de veinte largos años de guerra, en el año 241 a.C., los romanos se convirtieron en los únicos dueños de Sicilia,
que pasó a ser la primera provincia romana.

Compromisos de Cartago

La derrotada Cartago se comprometió a no atacar jamás a un aliado de Roma, y tuvo que hacer frente a unas
indemnizaciones millonarias. La cuantía de las compensaciones era tan elevada, que los cartagineses no podían pagarlas
con los beneficios de sus dominios en África, y decidieron expandirse por las ricas tierras de la Península Ibérica. Pero, tras
su victoria sobre Cartago, Roma se había convertido en una potencia temible, y también había puesto sus ojos en las
tierras de Hispania.

Así que para evitar un nuevo enfrentamiento, decidió repartirse la Península con Cartago. La frontera se situaría en el
Ebro. Los territorios al norte de este río serían para Roma, los del sur, para Cartago.
La Segunda Guerra Púnica. Aníbal

Roma se asoma al abismo

Aníbal atravesando los Alpes con su ejército

Tras la derrota en la Primera Guerra Púnica, Cartago se vio obligada a pagar a Roma indemnizaciones de guerra
millonarias. Para hacer frente a los pagos, llevó a cabo una nueva expansión ultramarina por las ricas tierras de
la Península Ibérica, repletas de fértiles valles y ciudades populosas.

Los ejércitos cartagineses, al mando de Amílcar Barca, ocuparon el sur de Hispania, pero Amílcar fue asesinado por un
indígena, y el control de las tropas pasó a manos de su hijo Aníbal, que apenas contaba 22 años.

Roma había pactado con los cartagineses una frontera en el río Ebro. Pero al sur del Ebro, en zona cartaginesa, se
encontraba la ciudad de Sagunto, que había suscrito una alianza con Roma para defenderse de los púnicos. En su afán por
conquistar toda la zona asignada, Aníbal puso cerco a Sagunto, y la ciudad pidió ayuda a sus aliados romanos. Corría el año
218 cuando Roma declaró la guerra a Cartago. Comenzaba la Segunda Guerra Púnica, que iba a decidir la Historia de
Occidente.

El comienzo de la guerra

Los romanos pensaron que el enfrentamiento tendría lugar en la Península Ibérica. Pero Aníbal, que aunaba una
extraordinaria capacidad táctica con una visión estratégica de largo alcance, diseñó un plan más ambicioso para el
sometimiento de Roma.

Mientras el Senado romano enviaba todos sus efectivos a Hispania, Aníbal dejó a su hermano Asdrúbal al frente de las
tropas de la Península, y lanzó a su ejército a una increíble travesía cruzando los Pirineos y los Alpes, para atacar Roma por
el Norte.

Nadie podía esperar que un ejército entero se atreviera a cruzar los terribles pasos de alta montaña en invierno, por
sendas nunca antes transitadas. La hazaña le costó a Aníbal la pérdida de un ojo y la muerte de la mayoría de los elefantes,
pero las desprevenidas legiones romanas fueron derrotadas por tres veces en el norte de Italia, en las batallas de Tesino,
Trebia y Trasimeno. Y así, en la primavera del año siguiente, ningún ejército se interponía ya entre Aníbal y Roma.

Aníbal a las puertas de Roma

La llegada del cartaginés sembró el pánico en la capital. En las calles, la muchedumbre aterrorizada no dejaba de
gritar: Anibal ante portas!, ¡Aníbal a las puertas de Roma!. Las murallas de la ciudad habían olvidado ya la última vez que
tuvieron que hacer frente a una amenaza semejante, y no resistirían un asedio. Las únicas legiones disponibles se hallaban
en Hispania; los generales que podrían encabezar una resistencia desesperada, a semanas de distancia. Roma estaba
perdida. A Aníbal le bastaba alargar la mano para tomar la ciudad y reducirla a cenizas.

Pero, misteriosamente, Aníbal no descargó el golpe. El cartaginés comprendía que la verdadera fuerza de Roma no se
escondía tras sus muros. Si se detenía ante la capital, si comprometía a su ejército en un asedio que podría durar semanas,
corría el riesgo de ser sorprendido en cualquier momento por los pueblos itálicos del Sur o por las legiones que volvieran
de Hispania desde el Norte.

Para derrotar definitivamente a Roma Aníbal necesitaba dos cosas: obtener refuerzos de Cartago y privar a Roma de sus
aliados itálicos. Por eso, pasando de largo ante la ciudad, se dirigió hacia el Sur.

La batalla de Cannas

Aprovechando el respiro, Roma, cuyos recursos parecían inagotables, reunió un nuevo ejército de ochenta mil hombres, el
mayor que nunca hubiera comandado un general romano, y el verano del año 216 a.C. se enfrentó con Aníbal en la llanura
de Cannas. La desigualdad de efectivos era de tres a uno a favor de los romanos. Pero, a pesar de ello, Aníbal consiguió
envolver al ejército enemigo y aniquilarlo completamente.
La batalla de Cannas se recuerda como uno de los mayores prodigios de estrategia militar de todos los tiempos.

Buscando aliados

Libre de toda oposición, Aníbal intensificó su actividad diplomática, tratando de convencer a los aliados de Roma de que
abrazaran la causa cartaginesa. Tuvo éxito con algunos pueblos, si bien la mayoría prefirió permanecer leal a Roma o
expectante. Reclamó nuevos refuerzos de Cartago, pero la ciudad no se atrevía a desviar todos sus efectivos y quedar tan
desprotegida como Roma.

Segunda Guerra Púnica. Escipión

El salvador de Roma

 Escipión en Hispania

Mientras Aníbal deambulaba por Italia, la estrategia romana, que había desplazado sus mejores tropas a Hispania,
comenzaba a dar frutos. Allí, en una decisión sin precedentes en su historia, Roma había entregado el mando de sus
legiones al jovencísimo Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de dos brillantes generales y perteneciente a una de las
principales familias patricias.

Aunque había combatido ya junto a su padre en las batallas de Tesino y Cannas, Escipión contaba apenas 24 años, y era
sólo un ciudadano particular, que no había desempeñado aún ninguna de las magistraturas que daban acceso al mando
militar.

Su estirpe y su determinación insuflaron nuevos ánimos a unas tropas desesperadas, que bajo su mando
consiguieron derrotar al ejército cartaginés comandado por los hermanos de Aníbal, Asdrúbal y Magón, hasta expulsarlos
completamente de Hispania. En el año 205, sus legiones victoriosas estaban en condiciones de regresar a Italia.

La situación en Italia

Allí, los últimos restos de las tropas romanas habían aprendido la lección y evitaban cualquier enfrentamiento directo con
Aníbal. Preferían hostigar a sus hombres desde la distancia, y sus ataques eran una sangría insoportable para el ejército
cartaginés.

Sin haber sufrido jamás una derrota, después de haber tenido a la indefensa Roma a su merced, Aníbal, atrapado en Italia,
sin aliados, sin provisiones y con apenas un tercio de su ejército, se vio obligado a regresar por mar a Cartago, tras haber
estado deambulando por Italia durante 16 años.

Cambio de escenario y desenlace

Por fin, Roma se atrevió a llevar la guerra a suelo cartaginés. Escipión convenció al Senado de la necesidad de
desembarcar cuanto antes en la costa norteafricana, en persecución de Aníbal, cada vez más acorralado. Ambos
compartían además viejas deudas de sangre. Escipión había derrotado al hermano de Aníbal en Hispania, Asdrúbal, pero
éste se había cobrado antes la vida del padre y el tío de Escipión.

Los dos grandes generales se enfrentaron por primera y última vez en la decisiva batalla de Zama, en el año 202 a.C. Roma
y Cartago se hallaban al límite de sus fuerzas y el resultado sería decisivo. Aníbal recurrió a su genio táctico, Escipión a su
astucia.

Para neutralizar a los elefantes, la más temible de las armas cartaginesas, el romano hizo sonar todas las trompetas de su
ejército. Las bestias, aterrorizadas, huyeron en desbandada aplastando a la propia caballería cartaginesa. Aunque la
infantería de Aníbal presentó batalla hasta el final, el gran general no pudo evitar su completa derrota.

Tras su victoria, Escipión obtuvo el sobrenombre de “el africano”, mientras Aníbal, abandonado por sus propios
compatriotas, se vio obligado a refugiarse en la corte del rey de Bitinia, donde se quitó la vida con un veneno.
Tal vez fuera cierta la sentencia de su jefe de caballería, que, exasperado porque Aníbal no se decidía a conquistar Roma
cuando la tenía en su mano, le dijo: Cierto es que los dioses no conceden todos sus dones a la misma persona. Tú sabes
vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria.

Situación de Roma tras la guerra

La derrota de Cartago convirtió a Roma en la dueña absoluta del Mediterráneo occidental, y dio paso a la época de las
grandes conquistas. Pronto comenzó también la colonización de los territorios ya dominados: la Península Ibérica, el sur de
la Galia y el Norte de África.

Final de las Guerras Púnicas

Cartago destruida

 Comparación de culturas

El concepto de colonización romana era muy diferente del de los cartagineses. Los púnicos se limitaban a explotar los
recursos de los territorios conquistados. Roma lo hacía también pero, además, asentaba allí a sus veteranos de guerra,
construía calzadas, puentes y acueductos, dotaba de leyes a esas comunidades, y les ofrecía todas las ventajas de su
civilización.

La segunda Guerra Púnica decidió la historia de Occidente, construido sobre el Imperio Romano. Y nunca se podrá saber
qué hubiera ocurrido si Escipión el africano no hubiera ganado en Zama, o si Aníbal hubiera destruido Roma, como todos
esperaban que hiciera.

Cartago debe ser destruida

La victoria de Roma había reducido definitivamente a Cartago a una potencia menor, recluida en el norte de África. Sin
embargo, los años pasaban y los romanos todavía recordaban con pánico los terribles momentos de la amenaza de Aníbal,
lo cerca que habían estado de la catástrofe.

El viejo Catón, un senador célebre por su severidad y por su retórica, no perdía ocasión para recordar que debían aniquilar
al enemigo. Sin importar el asunto del que estuviera hablando en la asamblea del Senado, sus discursos terminaban
siempre con la misma coletilla: Delenda est Cartago!, ¡Cartago debe ser destruida!

Si no, alegaba, Roma jamás tendría descanso, y viviría siempre atemorizada por la amenaza púnica.

La Tercera Guerra Púnica

Al final, Escipión Emiliano, descendiente del gran general que había salvado a Roma en los tiempos de Aníbal, condujo la
última Guerra Púnica, en el año 147 a.C., 55 años después de la derrota de Aníbal.

Fue necesario inventar una excusa para declarar la guerra, y los cartagineses, desesperados, no presentaron demasiada
resistencia. Pero eso no les libró de uno de los más terribles castigos que haya sufrido jamás una ciudad. Los romanos
saquearon, quemaron y arrasaron Cartago hasta los cimientos.

Y cuando la ciudad había desaparecido, convertida en un montón de ruinas humeantes, los romanos pasaron el arado,
sembraron con sal, y maldijeron esa tierra para siempre, de modo que nadie volvió a habitar jamás la ciudad que un día
había sido la más poderosa del Mediterráneo.

Roma había exorcizado al más terrible de sus demonios y era dueña absoluta de toda la cuenca occidental del
Mediterráneo.

El encuentro con Grecia 

Después de las Guerras Púnicas, aún quedaban grandes reyes que se atrevieron a hacer frente al poderío de Roma, en
Grecia, en Turquía y en Siria, pero fueron barridos por la incontenible marea de sus legiones.
Mucho han debatido los historiadores sobre este sorprendente afán de dominio, que llevó a los romanos a someter una
tras otra todas las naciones del Mediterráneo. Los propios romanos lo atribuían al deseo de los dioses.

Lo cierto es que sus ciudadanos se habían acostumbrado a las conquistas y a sus beneficios: además del oro, la plata y las
piedras preciosas, con cada victoria Roma recibía incontables tributos en especie, cientos de esclavos, obras de arte y
animales exóticos. Estas riquezas permitían la distribución gratuita de alimento a la ciudadanía, grandiosas obras públicas e
increíbles espectáculos. El pueblo vivía de forma espléndida, los senadores se enriquecían por encima de toda medida, y
los generales orgullosos recorrían triunfantes la ciudad.

El conquistador conquistado

Sin embargo, en otro terreno, los propios conquistadores fueron los conquistados. La sociedad romana, concebida para la
lucha y el sacrificio, estaba acostumbrada a combatir a los rudos itálicos y fieros hispanos, pero no estaba preparada para
enfrentarse culturalmente a Grecia y Oriente.

Cuando entraron victoriosos en Atenas, los romanos quedaron fascinados por la belleza de su arte, el refinamiento de su
filosofía, y la dulce musicalidad de un idioma concebido para el razonamiento. Los nobles romanos comenzaron a copiar
las esculturas griegas, enviar a sus hijos a aprender su idioma, asistir a sus representaciones teatrales, y deleitarse con la
música y la poesía llegadas de Oriente.

Los más conservadores, escandalizados, aseguraban que eso sería el fin del espíritu romano, y que las delicadas
costumbres griegas conducirían a la ciudad, después de tanto esfuerzo, a la molicie y la decadencia. No podían estar más
equivocados. Tras asimilar la cultura griega, Roma, que ya dominaba el Mediterráneo por la fuerza de las armas, comenzó
a hacerlo también por la potencia de su civilización, que extendió, como un inesperado regalo, por todos los rincones del
mundo conocido, sembrando con ello las semillas de la cultura occidental.

El colapso de la República

El poder de Roma se vuelve contra ella

Julio César cae asesinado a la entrada de la Curia. Un nutrido grupo de senadores, con Brutus a la cabeza, se había
conjurado para darle muerte, en un intento desesperado por salvar la República.

El conflicto de los Gracos

Estos enfrentamientos entre los guardianes de las antiguas tradiciones romanas y los partidarios de las novedades venidas
de Grecia volvieron a introducir –a mediados del siglo II a.C.- un clima de gran agitación en el interior de la ciudad, que
cristalizó con el famoso conflicto de los Gracos.

Los Gracos eran dos hermanos de ideas avanzadas que, como Tribunos de la Plebe y en defensa de sus intereses,
reclamaban una reforma agraria: la distribución gratuita de tierras entre los ciudadanos más pobres de Roma, en perjuicio
de los todopoderosos terratenientes.

Los dos fueron asesinados. El mayor, el mismo día en que acababa su mandato de Tribuno, pues los Tribunos de la Plebe –
como dijimos- eran sagrados e inviolables. Con el hermano menor, sin embargo, ni siquiera esperaron a que expirara su
mandato.

La crisis del siglo I a.C.

La muerte violenta de los Gracos dio comienzo al siglo I a.C., el más terrible y convulso de la Historia de Roma. Durante ese
siglo, Roma se desangró en interminables Guerras Civiles, cuya causa era precisamente su poder y sus inmensos dominios.

En efecto, las instituciones Republicanas, que habían servido para gobernar la ciudad durante 500 años y la habían
conducido a la conquista del Mediterráneo, eran insuficientes para administrar sus posesiones.

Los romanos habían dispuesto sus leyes para evitar que un solo hombre ostentara el poder absoluto, pero los generales
romanos se habían vuelto demasiado poderosos. Apoyados en sus legiones y en los recursos de las provincias que
gobernaban, pugnaban entre sí para hacerse con el poder en solitario. Primero Mario y Sila, después Julio
César y Pompeyo, sumieron el Mediterráneo en un baño de sangre.

La obra de Julio César

Al final de este periodo convulso destaca la figura gigantesca de Julio César: el hombre que, por fin, consiguió concentrar
en su mano todos los poderes políticos de forma indefinida. Pero Roma, orgullosa de su tradición republicana, no estaba
madura para semejante cambio, y Julio César fue asesinado por un nutrido grupo de senadores en el año 44 a.C.

Augusto, el primer emperador

El arquitecto del nuevo régimen

La sucesión de Julio César

Ante el cadáver de César y los ojos del pueblo, Marco Antonio –al que todos creían su sucesor natural- rompió los sellos de
su testamento. Julio César adoptaba a título póstumo y dejaba como único heredero... al joven Cayo Octavio (conocido
después como Augusto). Todos quedaron atónitos, especialmente el defraudado Marco Antonio.

Cayo Octavio apenas tenía 18 años, y era un joven inteligente y reservado, de aspecto enfermizo, pariente lejano de Julio
César, en quien el dictador creyó descubrir las extraordinarias cualidades que Roma necesitaba. Y no se equivocó.

Octavio gobernó Roma junto con Marco Antonio, hasta que consiguió deshacerse de él, en la última de las guerras civiles
que asolaron la República. La victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra (su aliada y amante), el año 31 a.C., colocó Roma
en sus manos. Habían pasado 13 años desde la muerte de César.

El arquitecto prudente del Imperio

Todos eran conscientes de que Augusto se proponía ocupar el poder en solitario, pero él, astuto y prudente, nunca lo
proclamó abiertamente. Mientras iba edificando el Imperio, repetía sin descanso que todas las modificaciones estaban
destinadas a mejorar el funcionamiento de la República.

Las reformas, lentas y escalonadas, se espaciaron cuidadosamente durante décadas a lo largo de su extenso reinado, de
más de 40 años. Al principio, llegó incluso a fingir que abandonaba la vida pública para devolver la normalidad a la
República. Cuando la ciudadanía y el Senado, sabedores de que sólo él los separaba de una nueva Guerra Civil, le
suplicaron que renovara su mandato, sólo permitió una prórroga temporal, y tardó mucho tiempo en aceptar del Senado
un poder indefinido.

Exhaustos tras un siglo de enfrentamientos civiles, proscripciones y matanzas, Roma concedió todo su apoyo a ese hombre
sereno y prudente, que ofrecía paz y orden a cambio del dominio del estado.

La fecha para el comienzo del Imperio suele fijarse en el año 27, momento en que el Senado le concede el título de
Augusto, un calificativo de carácter religioso, que elevaba a su portador por encima del resto de los hombres. Éste también
pasó a ser el nombre del octavo mes del año, aquel en el que había nacido el salvador de Roma.

Respetando la idiosincrasia romana, que detestaba profundamente la monarquía, Augusto supo combinar con inteligencia
tradición y renovación al crear el Imperio, una nueva forma de gobierno en la que el emperador no sería un rey, ni un
tirano, sino el primero de los senadores, destinado a velar por el bienestar de todos.

Una edad dorada

Como un reflejo de la paz pública y de la bonanza económica, el reinado de Augusto inauguró la época más brillante de la
cultura romana. Algunas de las figuras más destacadas de la literatura: Virgilio, Ovidio, Tito Livio... cantaron las excelencias
del nuevo orden. Sus obras, armoniosas y equilibradas, constituyen el período de más puro clasicismo en el arte y la
literatura romanas: una edad dorada a la que los autores de todas las épocas acudirían una y otra vez con añoranza.
Aliviada tras el infierno de las Guerras Civiles, todo en la ciudad proclamaba el nacimiento de una nueva era de paz y
prosperidad, la gloria del Imperio y la llegada al Mediterráneo de la Pax Romana.

Los emperadores Julio-Claudios

Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón

Las nuevas instituciones

Las innumerables reformas de Augusto, continuadas más tarde por sus sucesores, crearon una maquinaria administrativa
bien engrasada, capaz de gobernar hasta el último rincón de un Imperio que se extendía desde Hispania hasta Siria, y
desde Normandía hasta Egipto.

Gracias a estas transformaciones, el ordenamiento imperial se convirtió en una estructura sólida, cuya eficacia mejoraba
cuando al frente se encontraba un emperador capaz, pero que también podía resistir las veleidades de los monarcas
estúpidos o crueles.

Por eso, aunque los sucesores de Augusto, los emperadores Julio-Claudios, se hicieron célebres por sus locuras, los
cuadros medios y bajos de la administración siguieron funcionando, y en las provincias apenas sufrieron los desmanes de
unos emperadores que sumieron la ciudad de Roma en el terror.

Primeros sucesores de Augusto

El primer sucesor de Augusto fue Tiberio, un gran general, inteligente y capaz, pero al que las circunstancias habían
obligado a ejercer un poder absoluto que repugnaba a su talante aristocrático y a su espíritu conservador. Tiberio
despreciaba profundamente la adulación a la que se habían visto reducidos los senadores, y poco a poco su carácter
reservado derivó en una profunda misantropía.

Pero el imperio siguió funcionando sin sobresaltos, aunque Tiberio pasó los últimos 10 años de su vida retirado en la isla
de Capri, después de haber dejado el gobierno en manos de un ministro, sin querer firmar más órdenes que las que
llevaron a la muerte a decenas de senadores, conjurados para deponerle.

Su sucesor, Calígula, se creía un dios en vida, y mandó arrancar las cabezas de todas las estatuas de los dioses de su
palacio para colocar la suya. En cierta ocasión, enojado con Neptuno, señor de los mares, le declaró la guerra, y ordenó a
sus legiones que lanzaran sus venablos al agua y que como botín recogieran centenares de conchas, que hizo enviar a
Roma en preciosos cofres para adornar su triunfo. Tras haberse atraído el odio hasta de sus colaboradores más cercanos,
Calígula murió asesinado cuatro años después de iniciar su reinado.

Sin saber muy bien qué hacer, la guardia pretoriana recorrió el palacio imperial en busca de un sucesor, y encontró al tío
de Calígula, Claudio, temblando de miedo tras una cortina. Los pretorianos resolvieron al punto convertirle en amo del
mundo, y este hombre de cincuenta años, al que todos habían considerado un estúpido, que tartamudeaba al hablar y
caminaba cojeando, fue capaz de regir el Imperio con justicia y sabiduría, mejorando sustancialmente el funcionamiento
de la administración.

Respecto a su sucesor, Nerón, ha quedado como ejemplo de la depravación a la que puede conducir un poder
inconmensurable, cuando se deja en manos de un muchacho vanidoso y cruel.

Y mientras tanto, sin embargo, las provincias eran ricas y prósperas, los caminos y las fronteras seguros, los jueces y los
gobernantes eficaces.

Como Calígula, Nerón también murió de modo violento, en el año 68 d.C., cuando fue obligado a quitarse la vida.

Los emperadores Flavios

Roma después de Nerón

 Cambio de dinastía
La muerte de Nerón sin herederos puso fin a la dinastía Julio-Claudia, y sumió a Roma en una guerra civil que se resolvió
en menos de un año, con el ascenso del general Vespasiano, que inauguró una nueva dinastía de emperadores: los Flavios.
Por primera vez, las legiones estacionadas en las provincias habían sido capaces, por sí solas, de conducir a su general
hasta el trono imperial.

Hombre frugal, trabajador y sencillo, Vespasiano fue un gran administrador, dedicado en cuerpo y alma al gobierno del
Imperio, y durante su reinado se sanearon las arcas del Estado, que habían quedado exhaustas tras los absurdos derroches
de Nerón.

A su muerte le sucedió su hijo Tito, al que los romanos llamaban delicia del género humano, por su carácter afable y en
extremo generoso. Durante su corto reinado se inauguró el Coliseo, cuya construcción había sido comenzada por su padre
8 años antes, en uno de los vastos terrenos que ocupaba Nerón en el centro de la ciudad.

Por desgracia, Tito murió dos años después de subir al trono, que fue ocupado por su hermano Domiciano, tan diferente
de él como la noche del día.

Domiciano

Parecía que, irremediablemente, el poder corrompía la sangre de sus gobernantes. Las dinastías que comenzaban con tan
buenos augurios, acababan degenerando en gobiernos despóticos. Aunque Domiciano fue un emperador apreciado en las
provincias por la severidad con la que juzgaba a los gobernadores corruptos, y era casi idolatrado por los legionarios,
acabó por hacerse odioso a los romanos por su crueldad, y llegó a ser considerado como un nuevo Nerón.

Tras 16 años de gobierno, Domiciano fue asesinado por un complot palaciego en el que estaba involucrada su propia
esposa.

El Senado gestiona la sucesión

Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido con Nerón, el Senado supo manejar la situación: en una sola sesión
extraordinaria, la asamblea eligió a un emperador de transición, el respetable Nerva, un senador anciano y sin hijos. Este
se apresuró a adoptar como heredero y sucesor a Trajano, el mejor general de Roma, ganándose así el apoyo del ejército.

Edad de Oro del Imperio

La época de los grandes emperadores

 La llegada al trono de Trajano, en el año 98 d.C. inauguró la era más gloriosa del Imperio, el siglo en el que Roma alcanzó
su máximo esplendor y desarrollo.

El logro del equilibrio

Durante varias generaciones, el Imperio estuvo gobernado por emperadores extraordinariamente capaces. Los reinados
de estos hombres fueron largos y prósperos, y cuando morían, la sucesión tenía lugar pacíficamente, cediendo su lugar al
más capacitado para ejercer el poder.

Trajano gobernó Roma durante 19 años, su sucesor Adriano 21, Antonino Pío 23 y Marco Aurelio, el emperador filósofo,
19. Parecía que por fin, se había conseguido conjurar definitivamente el fantasma de las guerras civiles, que el Imperio
había alcanzado un equilibrio perfecto y que ya nada podría destruirlo.

De hecho, el siglo II es conocido como el siglo de Oro del Imperio Romano. Durante esta centuria se extendió por todas
partes una sensación de plenitud y perfección. Se construyeron acueductos, nuevas calzadas y grandes edificios públicos.
El Imperio se podía recorrer de punta a punta sin temor a los bandidos y a la prosperidad económica se sumó un
extraordinario florecimiento cultural.

Tres grandes emperadores


Trajano, el gran general, aportó a Roma sus últimas conquistas -la Dacia, Arabia y Mesopotamia- llevando las fronteras
hasta su máxima expansión.

Su sucesor, Adriano, juzgó que el Imperio no debía extenderse más, y que era el momento de aumentar la cohesión de sus
vastos dominios. Viajero infatigable, recorrió todas sus provincias para mejorar su funcionamiento y asegurar sus
fronteras.

A su muerte, comenzó el tranquilo reinado de Antonino Pío, un hombre tan bondadoso y clemente, que parecía no un
emperador sino un padre quien estaba al frente del Imperio.

Primeros signos preocupantes

Sin embargo, bajo su sucesor Marco Aurelio, que fue también un magnífico gobernante, comenzaron a aparecer los
primeros síntomas de que la Edad de Oro estaba llegando a su fin.

Los bárbaros, ansiosos por alcanzar las riquezas de Roma, asediaban todas las fronteras del Imperio. Cuando los ataques
eran lanzados por guerreros, las legiones romanas podían rechazarlos con cierta facilidad. Pero pronto comenzaron a
llegar tribus enteras: hombres, mujeres, niños y ancianos, grandes oleadas de gente hambrienta llegadas de Europa
Central y las estepas rusas. Estas masas migratorias, detenidas contra la barrera que marcaba el límite del Imperio, no
buscaban presentar batalla, sino nuevas tierras en las que asentarse, y contra ellos no cabía emplear el recurso de las
armas.

El Imperio, que había alcanzado con Trajano su máxima expansión, comenzará a contraerse a partir de Marco Aurelio. Este
príncipe filósofo, amante de la paz, y autor de algunas de las obras más interesantes del pensamiento romano, se vio
obligado a combatir sin descanso en la frontera del Danubio. Pero Roma ya no peleaba para conquistar nuevos territorios,
sino para defenderse, y a partir de este momento, cada derrota supondría la pérdida de una parte de sus dominios.

La sucesión de Marco Aurelio

Para acabar de empeorar las cosas, un hombre tan sabio como Marco Aurelio se dejó cegar por el afecto a los de su propia
sangre, rompiendo el excelente sistema de sucesión que tan bien había funcionado durante todo el siglo. En lugar de elegir
al hombre más adecuado para sucederle, entregó el imperio a su hijo Cómodo, a pesar de que éste había dado muestras
de una crueldad que el ejercicio del poder sólo podría acentuar.

Los graves problemas del Imperio

Roma se precipita en el caos

Cómodo

Con el reinado de Cómodo acababa la Edad de Oro del Imperio y comenzaba la Edad de Hierro. Su primera decisión fue
firmar apresuradamente la paz con los bárbaros. Incapaz de enfrentarse con valor al enemigo, era sin embargo un gran
aficionado a los combates de gladiadores, y le gustaba mezclarse con estos hombres de baja condición, contra los que
combatía con espadas sin filo y tridentes sin punta.

De regreso a Roma, Cómodo dio rienda suelta a su carácter violento y a sus delirios de grandeza: quiso que los romanos le
rindieran culto como a Hércules, cambió a su antojo los nombres de los doce meses, e incluso el de la propia Roma, que se
convirtió en la Colonia Nova Commodiana.

El primer día del año 193, considerando que con ello agradaría a los dioses, tenía planeado sacrificar a los dos cónsules,
después de que éstos, ignorantes de su destino, concluyeran el desfile ritual que inauguraba el año. Pero el 31 de
diciembre, antes de que pudiera llevar a cabo sus planes, fue estrangulado en el baño por uno de sus esclavos.

Cambio de dinastía: los Severos


A su muerte, el Senado, que ya había perdido casi todo su poder, dejó hacer a los soldados, pues en lo sucesivo sería la
fuerza de las legiones la que decidiría el futuro de Roma. Tras varios meses de incertidumbre, se hizo con el poder
Septimio Severo, el primer emperador proveniente del norte de África, que inauguraba la dinastía de los Severos.

Estos emperadores rudos, pero buenos administradores, impusieron un corto período de estabilidad.

La ciudadanía romana

El sucesor de Septimio Severo, Caracalla, es recordado en todos los libros de Historia por haber concedido la ciudadanía
romana a todos los habitantes del Imperio, en el año 212.

La condición de ciudadano había sido un codiciado bien al alcance de muy pocos a comienzos del Imperio, pero se había
ido extendiendo progresivamente con el paso del tiempo, hasta el punto de que la medida de Caracalla, destinada en
realidad a aumentar los contribuyentes para poder pagar más soldada a las tropas, no tuvo demasiada trascendencia
práctica, pero sí simbólica.

Roma había dejado de ser una ciudad que gobernaba en su provecho territorios obtenidos por conquista, para convertirse
en un solo Imperio en el que todos sus habitantes eran iguales, sin importar el lugar de nacimiento.

Estas transformaciones, casi imperceptibles para sus contemporáneos, conducirían poco a poco a que Roma fuera una
ciudad más dentro de su propio Imperio, y darían comienzo a su lenta decadencia.

Fin de la dinasía

Caracalla fue un emperador cruel, capaz de asesinar a su propio hermano, Geta, en presencia de su horrorizada madre.
Creyéndose él mismo una reencarnación de Alejandro Magno, arrastró al imperio a una inoportuna campaña en Oriente
para emular las conquistas del Macedonio. Como tantos otros emperadores indignos, murió asesinado, mientras
preparaba una campaña en Siria, en el año 217.

La gran confusión del siglo III

El final de la dinastía de los Severos abrió uno de los siglos más confusos de la Historia del Imperio: el siglo III. En él se
sucedieron medio centenar de emperadores, algunos de los cuales permanecieron apenas unos días en el trono. Mientras
generales sin escrúpulos se disputaban la púrpura y arrastraban a las legiones a la Guerra Civil, los bárbaros asediaban las
fronteras, la población se empobrecía y las provincias se sumían en el caos. Por momentos llegó a parecer que el Imperio
había llegado a su fin, que todo se perdería en un remolino de lucha y sangre.

Las grandes reformas

División del Imperio

Las reformas de Diocleciano

Durante el siglo III Roma se hallaba sumida en el caos y su final parecía inminente. Sin embargo, un oscuro general de
origen humilde, Diocleciano, consiguió tomar de nuevo las riendas del poder con mano firme, y el año 285 inauguró una
era de reformas que asegurarían la supervivencia del Imperio durante casi dos siglos más en Occidente y mil años en
Oriente.

Diocleciano se percató de que un solo emperador no era suficiente para atender todas las necesidades del Impero y
decidió dividir sus dominios en dos, colocando la línea divisoria en la península balcánica. Fundó así la famosa tetrarquía:
cada parte del imperio (la oriental y la occidental) sería gobernada por un emperador, con el título de augusto, que a su
vez tendría como subordinado a una especie de vice-emperador, llamado César, que atendería a la seguridad de las
fronteras.

Constantino
Con ciertas modificaciones, sus reformas fueron mantenidas y continuadas por Constantino. Pero el reinado de este
emperador merece una atención particular por dos hechos fundamentales:

1) El año 313 d.C. Constantino declaró la libertad de cultos en todo el Imperio, y el Cristianismo, tantas veces perseguido,
inició entonces el largo camino que le convertiría en la religión oficial de Roma.

2) Además, este emperador fundó la nueva ciudad de Constantinopla, a la que convirtió en capital imperial. De este
modo, mil años después de su fundación, Roma quedaba reducida a una ciudad secundaria dentro del Imperio que ella
misma había creado.

Durante todo el siglo IV, las profundas reformas de Diocleciano permitieron administrar, con muchas dificultades, un
imperio acosado por los bárbaros y debilitado por el empobrecimiento de sus provincias. Los escasos recursos del Estado
no daban abasto para sofocar todos los intentos de invasión de unos pueblos atrasados que deseaban alcanzar el Imperio
no ya para destruirlo, sino para disfrutar de sus ventajas.

Teodosio divide el Imperio

Finalmente, el año 378 subió al trono el hispano Teodosio, llamado el Grande. Obligado a defender las fronteras sin
disponer apenas de tropas, Teodosio comenzó a servirse de forma masiva de soldados bárbaros, y firmó un tratado con
los godos, a los que ofreció la posibilidad de asentarse en territorio romano, a cambio de que sirvieran en las legiones.

Además, Teodosio convirtió el Cristianismo en religión oficial de Roma, al tiempo que prohibía la práctica del paganismo.
La Iglesia y la fe de Cristo se identificaron con el Imperio, y los cristianos, otrora perseguidos, comenzaron a ocupar los
altos cargos de la administración. La excelente organización de la Iglesia alcanzaba lugares a los que no llegaba la
administración romana, y con el tiempo ocuparía en parte su lugar.

Buscando una última solución desesperada a los problemas del Imperio, Teodosio decidió repartirlo a su muerte (395 d.C.)
entre sus dos hijos, dando comienzo a la histórica división, que será ya definitiva, entre Oriente y Occidente. El imperio de
Occidente quedó a cargo de Honorio, y el de Oriente en las manos de Arcadio.

Las invasiones bárbaras

Fin del Imperio Romano

 Occidente asediado

La división del Imperio en dos mitades, a la muerte de Teodosio, no puso fin a los problemas, sobre todo en la parte
occidental. Burgundios, Alanos, Suevos y Vándalos campaban a sus anchas por el Imperio y llegaron hasta Hispania y el
Norte de África.

Los dominios occidentales de Roma quedaron reducidos a Italia y una estrecha franja al sur de la Galia. Los sucesores de
Honorio fueron monarcas títeres, niños manejados a su antojo por los fuertes generales bárbaros, los únicos capaces de
controlar a las tropas, formadas ya mayoritariamente por extranjeros.

El año 402, los godos invadieron Italia, y obligaron a los emperadores a trasladarse a Rávena, rodeada de pantanos y más
segura que Roma y Milán. Mientras el emperador permanecía, impotente, recluido en esta ciudad portuaria del norte,
contemplando cómo su imperio se desmoronaba, los godos saqueaban y quemaban las ciudades de Italia a su antojo.

El saqueo de Roma

En el 410 las tropas de Alarico asaltaron Roma. Durante tres días terribles los bárbaros saquearon la ciudad, profanaron
sus iglesias, asaltaron sus edificios y robaron sus tesoros.

La noticia, que alcanzó pronto todos los rincones del Imperio, sumió a la población en la tristeza y el pánico. Con el asalto a
la antigua capital se perdía también cualquier esperanza de resucitar el Imperio, que ahora se revelaba abocado
inevitablemente a su destrucción.
Los cristianos, que habían llegado a identificarse con el Imperio que tanto los había perseguido en el pasado, vieron en su
caída una señal cierta del fin del mundo, y muchos comenzaron a vender sus posesiones y abandonar sus tareas.

San Agustín, obispo de Hipona, obligado a salir al paso de estos sombríos presagios, escribió entonces La Ciudad de
Dios para explicar a los cristianos que, aunque la caída de Roma era sin duda un suceso desgraciado, sólo significaba la
pérdida de la Ciudad de los Hombres. La Ciudad de Dios, identificada con su Iglesia, sobreviviría para mostrar, también a
los bárbaros, las enseñanzas de Cristo.

Fin del Imperio Romano de Occidente

Finalmente, el año 475 llegó al trono Rómulo Augústulo. Su pomposo nombre hacía referencia a Rómulo, el fundador de
Roma, y a Augusto, el fundador del Imperio. Y sin embargo, nada había en el joven emperador que recordara a estos
grandes hombres. Rómulo Augústulo fue un personaje insignificante, que aparece mencionado en todos los libros de
Historia gracias al dudoso honor de ser el último emperador del Imperio Romano de Occidente. En efecto, sólo un año
después de su acceso al trono fue depuesto por el general bárbaro Odoacro, que declaró vacante el trono de los antiguos
césares.

Así, casi sin hacer ruido, cayó el Imperio Romano de Occidente, devorado por los bárbaros. El de Oriente sobreviviría
durante mil años más, hasta que los turcos, el año 1453, derrocaron al último emperador bizantino. Con él terminaba el
bimilenario dominio de los descendientes de Rómulo.

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