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mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió.

Ya sabéis qué hombre era Querefon, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un
día,
habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo
(os suplico que no os irritéis de lo que voy a decir), si había en el mundo un
hombre más sabio que yo;
la Pythia le respondió, que no había ninguno. Querefon ha muerto, pero su hermano,
que está presente,
podrá dar fe de ello. Tened presente, atenienses, porque os refiero todas estas
cosas; pues es únicamente
para haceros ver de donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.
Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí; ¿Qué quiere decir el Dios? ¿Qué
sentido ocultan estas palabras?
Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni
grande.
¿Qué quiere, pues, decir, al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no
miente.
La Divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que
por último,
después de gran trabajo, me propuse hacer la prueba siguiente: —Fui a casa de uno
de nuestros conciudadanos,
que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía, que allí mejor que en
otra parte,
encontraría materiales para rebatir al oráculo, y presentarle un hombre más sabio
que yo,
por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este
hombre, de quien,
baste deciros, que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de
descubrir su nombre,
y conversando con él, me encontré, con que todo el mundo le creía sabio, que él
mismo se tenía por tal,
y que en realidad no lo era. Después de este descubrimiento me esforcé en hacerle
ver que de ninguna manera
era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los
amigos suyos que
asistieron a la conversación.
Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: —Yo soy más sabio
que este hombre.
Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo
que es bueno; pero
hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo
nada, creo no saber.
Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era más sabio, porque no creía
saber lo que no sabia.
Desde allí me fui a casa de otro que se le tenía por más sabio que el anterior, me
encontré con lo mismo,
y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros,
conociendo bien que me

hacia odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía
que debía, sin dudar,
preferir a todas las cosas la voz del Dios, y para dar con el verdadero sentido
del oráculo, ir de puerta
en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero, ¡oh
Dios!, he aquí, atenienses,
el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos
aquellos que pasaban por ser los
más sabios, me parecieron no serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de
esta opinión, los encontré en
mucha mejor disposición para serlo.
Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos
trabajos que emprendí para
conocer el sentido del oráculo.
Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que
hacen tragedias como a los
poetas ditirámbicos y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti,
como suele decirse, encontrándome
más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor
trabajadas, y les pregunté lo
que querían decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instrucción. Pudor
tengo, atenienses, en deciros
la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que
estaban presentes, inclusos los
mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde luego
que no es la sabiduría la que guía
a los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante
al de los profetas y adivinos; que
todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me
parecieron estar en este caso; y al
mismo tiempo me convencí, que a título de poetas se creían los más sabios en todas
materias, si bien nada entendían.
Les dejé, pues, persuadido que era yo superior a ellos, por la misma razón que lo
había sido respecto a los hombres políticos.

En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada
entendía de su profesión, que los encontraría muy capaces de hacer muy buenas
cosas, y en esto no podía engañarme. Sabían cosas que yo ignoraba, y en esto eran
ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más entendidos entre ellos me
parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no hallé uno que, a
título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más
grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.
Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría

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