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doc (平/06/aa: ) - 1

Conclusión
Su Em. el Card. DARÍO CASTRILLÓN HOYOS,
Prefecto de la Congregación del Clero

Pentecostés perpetúa en los siglos la presencia maternal de María en medio de los apóstoles y sus
sucesores. La Esposa del Espíritu Santo vivifica la evangelización, hoy y siempre, haciendo que el
testimonio de los discípulos de Cristo se realice en «espíritu y vida», como manifestación en ellos del
Rostro de Cristo crucificado y resucitado.
Al igual que, en la primera comunidad, la presencia de María fomentaba la unanimidad de los
corazones, consolidada y visible por medio de la oración (cfr. Hch 1,14), también la comunión más
intensa con Aquella a quien San Agustín ha llamado «Madre de la unidad» (Sermo 192,2: PL 38,1013),
puede conducir a los cristianos a la conservación de la unidad entre sí y a obtener el don, tan anhelado, de
la unidad ecuménica.
«Hombres, mujeres, jóvenes, profundamente divididos en cuanto a la raza, la nación, el idioma,
la clase social, el trabajo, el conocimiento -escribía San Máximo el Confesor- (...) a todos la Iglesia
vuelve a crearlos en el Espíritu. A todos imprime una forma divina. Todos reciben de ella una naturaleza
única, que es imposible romper, una naturaleza que no permite más que prevalezcan las diferencias
múltiples y profundas que los afectan. Surge así el hecho de que todos estén unidos de manera
verdaderamente católica» (Mystagogia, I).
Así la Iglesia apostólica, por la misión confiada por Cristo a María, es el nuevo Cenáculo, en el
que todos los hombres se convierten en familia de Dios, pueblo santo unido en la fe por la caridad del
Verbo encarnado.
«Madre de los hombres»: a Ella el concilio pide especialmente que interceda para que «todos los
pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su
Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único Pueblo de Dios para gloria de
la Santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, n° 69).
También nosotros podemos, para concluir la decimonona videoconferencia, repetir las palabras
del Santo Padre: «la paz, la concordia y la unidad, que son objeto de la esperanza de la Iglesia y de toda la
humanidad, parecen estar aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que debemos pedir
sin cesar, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión» (Juan Pablo II, Catequesis del
miércoles, 12 de noviembre de 1997, n° 4).
Lo hacemos, anunciando el tema de la próxima sesión internacional, fijada para el 27 de junio, a
las horas 12 di Roma: «El sacerdocio ministerial». Aprendemos, en la escuela de María, que el sacerdote
ordenado in persona Christi, realiza el acontecimiento misionero más eficaz que el mundo pueda recibir
en estos «tiempos últimos», en la espera de la parusia: la celebración de la Santa Misa, representación
sacramental del Sacrificio de Cristo, en la que todos pueden volver a descubrir que son hijos de Dios,
llamados a vivir en la unidad con Dios Padre en Cristo, por medio del Espíritu Santo.

Reitero mi más cordial agradecimiento para los eminentes prelados, teólogos y profesores que
han participado hoy, en la espera de volvernos a encontrar el mes próximo.

Desde el Vaticano, 28 de mayo de 2003.

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