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El pensamiento trágico de Albert Camus (I)

Jaime Molina

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Partiendo del ensayo Sobre el porvenir de la tragedia (1955), donde Camus


sostiene que toda época histórica en la que se haya patentizado una profunda crisis
de valores religiosos constituye el caldo de cultivo idóneo donde germina el
pensamiento trágico, siendo éste un rasgo definitorio del siglo XX, trataré en este
artículo de dilucidar algunas de las claves de dicho pensamiento que, como
veremos, representa una difícil conciliación entre cristianismo (fraternidad) y
pensamiento nieztscheano (amor al destino).
La filosofía de Camus se centra en un primer momento en el análisis de lo absurdo
como forma de ser en el mundo y, en relación con ello, versa sobre el problema
moral del suicidio. Más adelante, el protagonismo lo recibe en exclusiva la rebeldía
y, en relación con ella, el problema moral del asesinato. Únicamente en este
segundo momento puede hablarse con exactitud de un pensamiento trágico,
expresado en la imagen del hombre rebelde. Sólo él se ajusta al ideal de héroe
trágico que encarna Prometeo, el benefactor de los hombres, símbolo al que Camus
recurre frecuentemente, pues el autor encuentra en la cultura griega una fuente de
sabiduría práctica.
CONCIENCIA DE LA CRISIS EN EL SIGLO XX
En las últimas páginas de El hombre rebelde, Camus alude al nihilismo que se ha
adueñado del hombre europeo:
“El secreto de Europa es que no ama ya la vida. Estos ciegos han
querido borrar la alegría de la faz del mundo, y aplazarla para más
tarde. La desesperación de ser hombre les ha empujado finalmente a
una desmesura inhumana”.
En el discurso pronunciado en Estocolmo con motivo de la concesión del premio
Nobel, Camus expresó esa conciencia de crisis y las posibles salidas a la misma. El
siguiente fragmento es toda una declaración de principios y un compendio de la
tarea de transformación espiritual que Camus persigue en el conjunto de su obra:

“Estos hombres, nacidos al comienzo de la primera guerra mundial,


que tenían veinte años cuando se instalaban a la vez el poder
hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que fueron
confrontados después, para perfeccionar su educación, a la guerra de
España, a la segunda guerra mundial, a los campos de
concentración, a la Europa de la tortura y las prisiones, deben hoy
levantar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de
destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean
optimistas (…) Pero la mayor parte de nosotros, en mi país y en
Europa, ha rechazado este nihilismo y se ha lanzado a la búsqueda de
una legitimidad. Ha sido necesario forjar un arte de vivir para
tiempos de catástrofe, para nacer una segunda vez, y luchar después,
a cara descubierta, contra el instinto de muerte que actúa en nuestra
historia.”
Muchos eran los que, después de Auschwitz, veían derrumbarse sin remedio su fe
en Dios y su confianza en el hombre. Otros, entre los que militaba Camus, aún a la
vista del horror, no aceptaban que tales sucesos condujeran al menosprecio de la
naturaleza humana: abrigaban la esperanza a pesar de que en sus almas reinaran la
inquietud y el temor. Era una esperanza emergida del fondo oscuro de la
desesperación, lugar del que, nos dice Unamuno, nace la auténtica esperanza,
fuente de la acción solidaria y humana. También, cómo no, esperanza agónica –
luchadora, combativa- que confía en alcanzar siquiera parcialmente sus objetivos.
El mensaje de Camus fue que sólo es verdadera la esperanza de quién colabora en la
revolucionaria misión de transformar el mundo.

Ante tal panorama, Camus propone con urgencia restaurar “un poco de lo que
constituye la dignidad de vivir y morir”; debemos crear significado frente a un
mundo que aparece estancado en la indiferencia y el silencio. El ser humano se
reconoce a sí mismo como un expósito arrojado a un mundo absurdo; su tarea es la
de insertar en él referencias significativas mediante una rebeldía que dará sus
frutos en el arte, la filosofía y la praxis política.
Aquella terrible experiencia del mal ocasionado por quiénes carecen de otro valor
que no sea el de la eficacia, se producía además, en una sociedad que había perdido
hacía tiempo su confianza en los valores religiosos y morales de antaño. Una
confianza que había quedado aniquilada en manos de los filósofos de la
sospecha, por usar la etiqueta que les endosó Paul Ricoeur. El diagnóstico del mal
que afecta a la sociedad de nuestro siglo arranca del siglo precedente, y
con Nietzsche, médico de la cultura, podemos identificar ese mal como nihilismo.
El panorama es, pues, desalentador: sin esperanza ni asideros, el hombre se
encamina irremisiblemente hacia un mundo embrutecido en que la barbarie, la
muerte, la nada y el sinsentido configuran el único horizonte.

Nietzsche
proclamó con solemnidad que Dios había muerto. Con ello expresaba el hecho de
que vivimos en la época del absurdo y el sinsentido más radicales. Él la
denominó “el tiempo del último hombre”, que por no poder encontrarle sentido a
su existencia prefería dejarse llevar y morir en brazos de la nada. Hay que aclarar
que  resultaría bastante impreciso y simplista tachar a Nietzsche de “nihilista”, un
calificativo que, sin embargo, abunda en las historias de filosofía posiblemente por
un afán encasillador y catalogador que a veces conduce a equívocos. Hay al menos
cinco clases diferenciadas de nihilismo en Nietzsche. Una de ellas es la denuncia del
nihilismo imperante en la “cultura burguesa”: adoración del interés económico y
del confort, sacrificio de la voluntad de vivir creativamente creadora en aras de una
seguridad material que paraliza la iniciativa individual. Es el reino triunfante de la
burocracia, de la organización eficiente, de la tecnocracia, en definitiva, ¿para qué
impulsar posibles cambios si el resultado puede ser nefasto para mis mezquinos
intereses? El hombre queda hipotecado en su fuerza transformadora a cambio de
un salario o un plato de comida caliente que se repetirán, siempre iguales en
montante y sabor, hasta el fin de sus días. Nietzsche martillea contra tal ídolo y
desemboca en el nihilismo definitivo, antesala de la radical afirmación: como el
hombre no puede encontrarle un sentido al mundo, se torna impredecible al
advenimiento de un nuevo ser, inocente, y -por ello- poderoso, el superhombre,
capaz de crear una cultura más allá del nihilismo y de la muerte. Camus coincide
del todo con este diagnóstico nietzscheano; la discrepancia surgirá más adelante, en
la terapia.
Para Camus, la creación del sentido sólo es posible contando con un doble apoyo:


o Una ética para la rebelión:  una moral laica vigorosa que vuelva a
situar al hombre en la existencia, sirviéndole de guía en la acción
transformadora o revolucionaria.
 Una estética de la rebelión: un cultivo del propio espíritu que parte de la
convicción de que sólo a través de la belleza se presiente la felicidad como algo
posible, y cuyo esencial propósito es afrontar las dimensiones sombrías de
nuestra existencia, en especial la de la muerte.

 
 
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 El extranjero. Albert Camus: Humano, demasiado humano


 El primer hombre, de Albert Camus: Camus buscando a Camus
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 Calígula. Albert Camus
 El verano. Albert Camus
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