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Jaime Molina
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Ante tal panorama, Camus propone con urgencia restaurar “un poco de lo que
constituye la dignidad de vivir y morir”; debemos crear significado frente a un
mundo que aparece estancado en la indiferencia y el silencio. El ser humano se
reconoce a sí mismo como un expósito arrojado a un mundo absurdo; su tarea es la
de insertar en él referencias significativas mediante una rebeldía que dará sus
frutos en el arte, la filosofía y la praxis política.
Aquella terrible experiencia del mal ocasionado por quiénes carecen de otro valor
que no sea el de la eficacia, se producía además, en una sociedad que había perdido
hacía tiempo su confianza en los valores religiosos y morales de antaño. Una
confianza que había quedado aniquilada en manos de los filósofos de la
sospecha, por usar la etiqueta que les endosó Paul Ricoeur. El diagnóstico del mal
que afecta a la sociedad de nuestro siglo arranca del siglo precedente, y
con Nietzsche, médico de la cultura, podemos identificar ese mal como nihilismo.
El panorama es, pues, desalentador: sin esperanza ni asideros, el hombre se
encamina irremisiblemente hacia un mundo embrutecido en que la barbarie, la
muerte, la nada y el sinsentido configuran el único horizonte.
Nietzsche
proclamó con solemnidad que Dios había muerto. Con ello expresaba el hecho de
que vivimos en la época del absurdo y el sinsentido más radicales. Él la
denominó “el tiempo del último hombre”, que por no poder encontrarle sentido a
su existencia prefería dejarse llevar y morir en brazos de la nada. Hay que aclarar
que resultaría bastante impreciso y simplista tachar a Nietzsche de “nihilista”, un
calificativo que, sin embargo, abunda en las historias de filosofía posiblemente por
un afán encasillador y catalogador que a veces conduce a equívocos. Hay al menos
cinco clases diferenciadas de nihilismo en Nietzsche. Una de ellas es la denuncia del
nihilismo imperante en la “cultura burguesa”: adoración del interés económico y
del confort, sacrificio de la voluntad de vivir creativamente creadora en aras de una
seguridad material que paraliza la iniciativa individual. Es el reino triunfante de la
burocracia, de la organización eficiente, de la tecnocracia, en definitiva, ¿para qué
impulsar posibles cambios si el resultado puede ser nefasto para mis mezquinos
intereses? El hombre queda hipotecado en su fuerza transformadora a cambio de
un salario o un plato de comida caliente que se repetirán, siempre iguales en
montante y sabor, hasta el fin de sus días. Nietzsche martillea contra tal ídolo y
desemboca en el nihilismo definitivo, antesala de la radical afirmación: como el
hombre no puede encontrarle un sentido al mundo, se torna impredecible al
advenimiento de un nuevo ser, inocente, y -por ello- poderoso, el superhombre,
capaz de crear una cultura más allá del nihilismo y de la muerte. Camus coincide
del todo con este diagnóstico nietzscheano; la discrepancia surgirá más adelante, en
la terapia.
Para Camus, la creación del sentido sólo es posible contando con un doble apoyo:
o Una ética para la rebelión: una moral laica vigorosa que vuelva a
situar al hombre en la existencia, sirviéndole de guía en la acción
transformadora o revolucionaria.
Una estética de la rebelión: un cultivo del propio espíritu que parte de la
convicción de que sólo a través de la belleza se presiente la felicidad como algo
posible, y cuyo esencial propósito es afrontar las dimensiones sombrías de
nuestra existencia, en especial la de la muerte.
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