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LECCIÓN 3.

PRECEDENTES DEL DERECHO ECLESIÁSTICO ESPAÑOL

1. El constitucionalismo español del siglo XIX


2. La Constitución de la Segunda República
3. El régimen franquista

La postura adoptada por el Estado español ante el fenómeno religioso ha sido


diversa a lo largo de los últimos siglos. Desde la compenetración entre fe y política
hasta el rechazo y persecución, desde los poderes públicos, de toda manifestación
de religiosidad católica. Interesa analizar cuál ha sido la evolución de estas
diferentes posturas, para poder comprender con mayor precisión, la posición que
nuestro ordenamiento y los poderes públicos adoptan, en el momento actual, ante
el fenómeno religioso. Pero, sin duda, para esa ulterior comprensión del presente y
para entender nuestra singularidad en materia de libertad religiosa respecto a las
grandes y precedentes revoluciones liberales americana y francesa, deben tenerse
en cuenta los contextos en que se desenvolvieron las instituciones y los
acontecimientos pretéritos, pues éstos están influidos muy fuertemente por las
circunstancias de la sociedad en las que se producen, así como también hemos de
saber que las bases ideológicas de las que parten nuestros diputados liberales
están lejos del liberalismo racional y político propio de Francia, situándose en un
liberalismo español de trasfondo moral que conecta con lo religioso, y más
concretamente con lo católico.

1. El constitucionalismo español del siglo XIX


Las peculiares características del siglo XIX en España, y en particular de su
sistema político, han justificado la elaboración de diversas constituciones a lo largo
del mismo. Constituciones que pretendían normar la convivencia jurídica y política
de nuestra sociedad, incluyendo la faceta religiosa.
La fuerte religiosidad católica de nuestro país hizo que el elemento religioso
fuera un tema de capital importancia a la hora de redactar las sucesivas
Constituciones y que se adoptara, en la mayoría de ellas, de conformidad con las
creencias de la población española en ese momento histórico, declaraciones de
confesionalidad católica más o menos marcada.
La Constitución de 1812 fue fruto de la tensión entre los elementos
liberales y la arraigada y generalizada tradición española, comprobable en materia
religiosa, como en otros aspectos. Junto a la monarquía moderada, la división de
poderes y las cortes como representación de la soberanía nacional, la religión
católica se constituía como una de las bases fundamentales del nuevo Estado
constitucional. Muchos de los diputados de las Cortes de Cádiz estaban plenamente
convencidos de que el elemento religioso facilitaba enormemente la justicia y el
orden en la sociedad. Junta a esa razón, el hecho de que la práctica totalidad del
pueblo español era católico practicante y que un tercio de los constituyentes eran
clérigos coadyuvan en la elaboración de un texto constitucional que en materia
religiosa es continuador del modelo de confesionalidad católica de etapas
precedentes. Así no resulta extraño que aquel se abra con una invocación al
creador y el reconocimiento de este como legislador máximo,“En el nombre de Dios
todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la
sociedad” y que adoptara una fórmula fuertemente vinculada a la confesionalidad.
Fruto pues de las circunstancias mencionadas fue la elaboración del artículo
12, que condensaba la posición de la Constitución ante el fenómeno religioso: “La
religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica,
romana, única verdadera. La nación la protege con leyes sabias y justas y prohíbe
el ejercicio de cualquier otra”.
Se adoptó, por tanto, una fórmula comprometida con la religión católica,
manifestándose de manera expresa la identificación de la nación española con ella.
Al mismo tiempo, se asumía el compromiso de defenderla y protegerla
legislativamente, prohibiéndose el ejercicio de otras religiones diferentes de la
católica lo que, aunque sin duda contrastaba con la naturaleza liberal que
caracterizaba esta Carta Magna, no resultaba anómalo puesto que “la inmensa
mayoría de los constituyentes consideraban que catolicismo y españolidad eran
conceptos inseparables y no era pensable que la nación española a la hora de
dotarse de una Constitución lo hiciese prescindiendo de uno de los rasgos –el
catolicismo- más determinantes de su personalidad, formada a lo largo de los siglos
anteriores y cimentada en el principio de la unidad religiosa” (JL García Ruiz).
Pero para ser rigurosos ese catolicismo también está presente en
referencias explicitas tales como en el art. 169, tratamiento del Rey como Majestad
católica-; en el art. 173 –juramento del monarca al acceder al trono de defender la
religión Católica, Apostólica y Romana sin permitir otra alguna en el reino…-; o en el
366 – obligación de la enseñanza del catecismo católico en todas las escuelas
públicas-.
La política legislativa posterior al texto constitucional pone en evidencia
una cierta paradoja con el sistema formalmente adoptado en materia religiosa,
consistente en la adopción de medidas que por su contenido y finalidad lo
impregnaban de liberalismo. Ejemplo de ello son la abolición de la inquisición, la
expulsión del Nuncio apostólico del momento y la intervención sobre el régimen
conventual y la reordenación de todo lo referido al clero regular.
La Constitución de 1837 del elenco de las consideradas progresistas
obedece a parámetros diferentes de los de su predecesora. Este texto surgió en un
momento crítico de las relaciones entre el poder civil y la Iglesia católica, una época
de mutuo recelo y enfrentamiento. Sin duda, este hecho condicionó la posición
de la Constitución ante el fenómeno religioso, tratando de alejarse lo máximo
posible de la confesionalidad, sin implicar una ruptura total con las creencias
religiosas de la ciudadanía. Puede decirse que mantiene la confesionalidad
mediante una fórmula indirecta al vincular la religión católica no a la nación sino a
los españoles. En efecto, el artículo 11 de la misma señalaba: “La nación se obliga a
mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles”.
A través de esta fórmula, no doctrinal sino sociológica, la Constitución reconocía y
garantizaba, al menos sobre el papel, las creencias religiosas de la práctica
totalidad de la población española, pero sin duda se distanciaba de la
confesionalidad católica, hasta entonces, asumida ininterrumpidamente
jurídicamente o de facto. Al mismo tiempo que por vez primera reconoce el
compromiso de mantener el culto y el clero católicos como contraprestación por la
política desamortizadora y la supresión del diezmo, realizadas unos años antes. Esta
política de expropiaciones de los bienes de la Iglesia católica justificará que, en el
futuro, se mantenga esta ayuda económica estatal a la confesión católica.
Muestra del distanciamiento respecto a las fórmulas precedentes del
plantemiento constitucional es la política legislativa del Gobierno liberal hacia la
Iglesia católica. S elaboran leyes y medidas anticlericales tales como la supresión y
expropiación de los bienes de la Compañía de Jesús, la orden de cierre de
numerosos monasterios y conventos, la deposición y destierro de personalidades
eclesiásticas incómodas para el Gobierno, la ruptura de relaciones diplomáticas con
la Santa Sede o la expropiación de los bienes de la Iglesia católica, incluidos ahora
los del clero secular. Esta actitud de hostilidad produciría fuertes enfrentamientos
entre la Iglesia y el poder civil y motivarían la publicación de la Enciclica Aflictas in
Hispania res de denuncia del régimen español como ilegítimo y opresor.
Respecto de la consideración por la doctrina de que la omisión de la
prohibición de la práctica de otros cultos implica una tolerancia implícita respecto
de otras creencias religiosas, conviene indicar que los especialistas en el texto
constitucional (Barrero Ortega) sostienen que como la propuesta de incorporar un
párrafo relativo al establecimiento de cierta tolerancia religiosa no prosperó,
consideraciones como la indicada están fuera de lugar.
En el año 1843 comienza la etapa conocida como la década moderada, se
instaura un Gobierno de diferente signo, liberal moderado, que naturalmente
conllevó una modificación de la política religiosa de la misma. Los moderados
suspendieron las operaciones desamortizadoras y reintegraron a sus anteriores
propietarios los bienes que aún no habían sido objeto de compraventa. También se
retorna a las buenas relaciones con la Iglesia católica. Este giro en la política
religiosa del Gobierno se dejó traslucir en la Constitución que se elaboró en
1845. Así, en su artículo 11 se estableció que “La religión de la nación española es
la católica, apostólica, romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus
ministros”.
Esta Constitución adopta una posición intermedia entre las Constituciones
precedentes. De una parte, sigue la línea de la Constitución de 1812 al reconocer
que la religión católica es la de la nación española, pero de otra omite el
compromiso de legislar de acuerdo a su doctrina. Al mismo tiempo, continúa la
estela de la Constitución de 1837 al no prohibir expresamente el ejercicio de otros
cultos diferentes del católico, lo que junto a que el Código penal de 1848 recogiera
como delitos junto a la profanación del catolicismo “la disidencia pública respecto a
la religión establecida: la tentativa para abolirla o variarla; la celebración pública de
cultos no católicos; la inculcación pública de la observancia de sus preceptos; la
propagación de doctrinas contrarias al dogma; y el escarnio de los ritos, etc”,
inducen a pensar en la no tolerancia consciente y voluntaria. Por último, reconoce la
obligación del Estado a mantener el culto y el clero católicos, lo que se justifica por
la desamortización realizada por el Gobierno anterior.
El interés del Gobierno del momento por recibir el respaldo del estamento
eclesiástico a Isabel II favoreció el restablecimiento de relaciones diplomáticas al
máximo nivel con la Santa Sede que concluiría posteriormente con la firma del
Concordato en 1851 y la inclusión constitucional (art. 15) de Arzobispos y Obispos
en el senado mediante nombramiento real y con carácter vitalicio.
Tras una nueva etapa de liberalismo progresista que se inicia en 1854 en la
que se llevan a cabo acciones de rechazo y hostilidad hacia la iglesia, suspensión de
vigencia del Concordato, ruptura de las relaciones con la Santa Sede, reactivación
del proceso desamortizador (Madoz), se elabora la constitución non nata de 1856.
La revolución de 1868 dio paso a un Gobierno provisional que trató de imponer
nuevas ideas en el gobierno de la nación. Estas nuevas ideas se vieron reflejadas en
el Texto constitucional elaborado en 1869, que se destacó, entre otras cosas,
por ser el primero en el que no se incluía una declaración de confesionalidad
estatal.
Su artículo 21 contenía sucintamente la posición que el Estado iba a adoptar
ante el fenómeno religioso. Según dicho precepto, “la nación se obliga a mantener
el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de
cualquier otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en
España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del Derecho.
Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los
mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior”.
Como observamos, en este texto se reconocía expresamente, por primera
vez, la posibilidad de practicar en España cultos diferentes del católico, tanto en lo
que se refiere a la práctica privada como pública. Este punto es, quizá, el más
reseñable de la Constitución: el reconocimiento de libertad religiosa no sólo en el
ámbito privado sino también en el público. Libertad religiosa que contaba con un
límite: el impuesto por la moral y el Derecho.
Además hay que añadir la omisión de toda referencia a la confesionalidad
estatal, lo cual resultaba plenamente coherente con el reconocimiento de la libertad
religiosa. Resulta curioso constatar que el establecimiento de la libertad de cultos
queda referenciada, prima facie, a los extranjeros residentes en España y sólo
después la Constitución contempla esta libertad para los españoles. Puede decirse
que el régimen concedido a los extranjeros se convierte en el modelo para su
atribución a algunos nacionales cuya existencia misma, para algún autor como
Barrero Ortega, parece casi increíble para el constituyente. Es esa improbabilidad le
que lleva a contemplarlo en párrafo posterior.
Se continúa en el primer párrafo con la obligación iniciada en 1837 de
contribuir al sostenimiento del culto y clero católicos. Mientras en materia de
relaciones Santa Sede- Estado español, aunque oficiosas, se caracterizaron en la
práctica por el enfriamiento. Si bien el carácter conciliador del Papa Pio IX, con la
finalidad de subvertir la situación, aceptó el juramiento de acatamiento de obispos y
clero a la nueva Constitución.
Tras el sexenio revolucionario y la Primera República (1873-1874), se restauró
la monarquía y con ella los criterios moderados del liberalismo doctrinario. Una de
las primeras medidas adoptadas fue la elaboración de un texto constitucional que
tratará de recuperar las buenas relaciones con la Iglesia católica, lo que justificó
que la Constitución de 1876 volviera a la fórmula de confesionalidad y se
restringiera el alcance de la libertad religiosa, quedando constreñida al ámbito
privado.
Así, según su artículo 11, “la religión católica, apostólica, romana es la del
Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será
molestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su
respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin
embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del
Estado”.
Se vuelve, por tanto, a las dicciones de las Constituciones de la primera
mitad de siglo, revitalizando la estrecha conexión entre Estado e Iglesia católica. No
prohíbe, sin embargo, el ejercicio de otros cultos, que queda garantizado en el
ámbito privado y siempre y cuando no sea ofensivo a la moral cristiana: la religión
del Estado y la de la práctica totalidad de los españoles. Es decir, se consagra la
tolerancia privada de las otras creencias, al tiempo que se continúa garantizando el
sostenimiento del culto y el clero católicos.
El texto constitucional de 1876, que hasta la fecha es el de mayor tiempo de
vigencia en la España constitucional, permitía interpretaciones tanto restrictivas
como extensivas, y tras la legislación de desarrollo a que dio lugar, puede
concluirse que prevaleció la restrictiva. Interpretación también restrictiva de la que
a lo largo de decenios se haría eco la jurisprudencia del Tribunal Supremo en la
interpretación del delito de escarnio a la religión.

2. La Constitución de la Segunda República


La situación política a principios del siglo XX en España sufrió un deterioro
paulatino que desembocó en la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930).
Tras ella se inició el retorno a la normalidad constitucional. No obstante, la lentitud
en alcanzarla precipitó las cosas, y en abril de 1931 se proclamó la Segunda
República. En ese momento la Iglesia católica, tras el largo periodo de vigencia de
la Constitución de 1876, se mantenía en una posición en el que su cota de poder
político, social y económico, además de quitar credibilidad a su misión
evangelizadora repugnaba a las mentalidades más avanzadas de la época. Este
hecho hace, hasta cierto punto comprensible que los redactores de la Constitución
quisieran cambiar un estado de cosas que entendian perjudicial para la sociedad y
para el nuevo régimen. El retraso de la Santa Sede en reconocer el nuevo régimen y
las desafortunadas manifestaciones del entonces cardenal primado -Cardenal
Segura- de una parte y la quema de conventos que tuvo lugar en mayo de ese
mismo año 1931 de otra, fueron circunstancias que incidieron de forma negativa en
las ya dificiles relaciones Iglesia-Estado.
El Gobierno provisional de la República, presidido por Alcalá Zamora, nombró
una Comisión Jurídica Asesora, compuesta por juristas de prestigio, que redactó un
anteproyecto constitucional, en el que se sostenía la aconfesionalidad del Estado y
la consideración de la Iglesia católica como corporación de Derecho público. Sin
embargo, las Cortes constituyentes rechazaron el texto elaborado por dicha
Comisión y se procedió a redactar un nuevo articulado que, lejos de las
pretensiones del anteproyecto, evidenciaba una notable hostilidad hacia la Iglesia
católica. Este anteproyecto constitucionalizaba la separación Iglesia-Estado,
implantaba una escuela laica e incorporaba la plena libertad de creencias y cultos al
orden constitucional.
El nuevo texto plasmará en tres aspectos fundamentales la politica
republicana en materia religiosa: a) la separación Iglesia-Estado; b) el
reconocimiento de la libertad religiosa; y c) el sometimiento de las asociaciones
religiosas a una ley especial. Aspectos todos que implicaban un cambio
fundamental del estatuto jurídico de la Iglesia católica y una apertura a las demás
confesiones no católicas.
La ruptura con la tradicional confesionalidad española lleva a la Constitución
de 1931 a reconocer que "el Estado español no tiene religión oficial" (artículo 3) y
que era el único competente para legislar y ejecutar las normas referentes a las
relaciones con las confesiones religiosas (artículo 14). De esta forma, se ponía fin a
la tradicional confesionalidad española y se establecían los cimientos para orientar
la política religiosa del gobierno hacia la total separación entre ambos poderes,
entendida ésta cómo la abstención de los poderes públicos respecto del orden
religioso: el Estado como entidad colectiva no practica un culto, ni protege una
confesión determinada, ni menos persigue a ninguna de ellas.
La separación Iglesia-Estado, en los términos expresados en la Constitución,
constituye una novedad, rechazada y condenada por la Iglesia católica y reprobada
expresamente por la jerarquía eclesiástica española.
Se proclamó también la igualdad y la libertad en materia religiosa (artículos
25 y 27). Hay que recordar cómo en la historia del constitucionalismo español la
libertad religiosa brilla por su ausencia con la escepción de la original y tímida
fórmula de la Constitución de 1869. Según el artículo 27, “La libertad de conciencia
y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan
garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de
moral pública.
(...)
Nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas.
La condición religiosa no constituirá circunstancia modificativa de la
personalidad civil ni política, salvo lo dispuesto en esta Constitución para el
nombramiento de Presidente de la República y para ser Presidente del Consejo de
Ministros.”
Así pues, al menos formalmente, esta Constitución proclamaba la separación
entre el Estado y la Iglesia y la igualdad y libertad religiosas. Pautas que auguraban
una Constitución moderna y novedosa por la posición que adoptaba ante el
fenómeno religioso. Sin embargo, del tratamiento que el texto constitucional
atribuye al último aspecto perseguido por la política republicana -el sometimiento
de las asociaciones religiosas a una ley especial- se obtiene una apreciación
distinta, en cuanto que aquel implica una restricción y fiscalización de los grupos
religiosos. De hecho, puede afirmarse que desde el poder político se impulsó una
actitud y un Derecho abiertamente hostil hacia las confesiones religiosas, y, más
concretamente, hacia la Iglesia católica. Y ello a pesar de garantizar la libertad de
conciencia individual y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier
religión. Esta actitud de rechazo a la dimensión comunitaria del derecho de libertad
religiosa se aprecia de manera significativa en los artículos 26 y 27 de la
Constitución.
En efecto, en el artículo 27 que, como hemos indicado reconoce la libertad de
conciencia y de religión, en su apartado 3 limita las manifestaciones públicas de
culto de las confesiones religiosas que, en adelante, quedarán sometidas al control
del Gobierno, con la profunda indefensión ante la arbitrariedad que ello conllevaba.
Sólo quedaba garantizado a priori el culto privado.
Mientras, el artículo 26 adopta una clara actitud laicista, afín al laicismo
francés de la ley de separación de 1905, respecto a los grupos religiosos en el
sentido de que el Estado no desea mantener ningún tipo de relación con las
confesiones y considera que el hecho religioso deja de ser un hecho público,
producto, sin duda del espíritu anticlerical que inspira el texto constitucional. Así
ese artículo 26 además de considerar a todas las confesiones religiosas
asociaciones y someterlas a una ley especial, ordena la disolución, expropiación y
nacionalización de los bienes de aquellas órdenes religiosas que poseyeran un voto
canónico de obediencia, y somete a las demás órdenes religiosas a una ley especial
que contaba con las siguientes premisas: 1) debían inscribirse en un registro
especial del Ministerio de Justicia; 2) se les incapacitaba para adquirir y conservar
más bienes de los estrictamente necesarios para su subsistencia; 3) se les prohibía
ejercer el comercio, la industria y la enseñanza; 4) los bienes de las órdenes
religiosas podían ser nacionalizados (sin especificarse en qué casos ni
circunstancias); 5) serían disueltas aquellas que, a juicio de los poderes públicos,
constituyeran un peligro para la seguridad del Estado.
Al ninguneo que supone para la Iglesia católica como Institución de
dimensión internacional su sometimiento a una ley de asociaciones, se añade el
anunciado fin de la ayuda económica a la misma dispensada por el Estado en
compensación por las sucesivas expropiaciones y desamortizaciones llevadas a
cabo en la primera mitad del siglo anterior. (artículo 26.2 y 26.3).
Naturalmente el texto de la Constitución de 1931 y más concretamente el
art. 26, punto neurálgico del sistema de Derecho eclesiástico, no sólo provocó
reacciones airadas tanto del Episcopado español, sino que también tuvo dos graves
consecuencias para la convivencia nacional. Por una parte los diputados
conservadores que entendian dañada su conciencia abandonaron los debates
constitucionales, desentendiéndose de una Constitución que estimaban
persecutoria y, por otra desencadenó la primera crisis gubernamental de la
República al dimitir tanto el Presidente del gobierno como el Ministro de la
gobernación.
En definitiva, puede concluirse que la Constitución de 1931 reconocía la
dimensión individual de la libertad religiosa, pero intentaba limitar la dimensión
comunitaria de la misma, imponiendo graves restricciones al ejercicio de esta
libertad por parte de la única confesión existente en España: la católica. En palabras
de Llamazares, “esta Constitución está presidida por una valoración negativa de lo
religioso, en concreto de la Iglesia católica, a la que se somete a un derecho
especial desfavorable. Incluso es desfavorable la valoración de lo religioso en
general. De ahí el recorte y limitación a que se somete el derecho de libertad de
culto, al exigir para las manifestaciones públicas autorización gubernativa en cada
caso particular”.
De este modo, el pretendido carácter laico y aconfesional de la Constitución
republicana adquirió, desde un primer momento, tintes anticlericales, lo que supuso
un enfrentamiento radical a una base sociológica mayoritariamente católica. Este
hecho es reconocido unánimemente como una de las causas de la crisis del
sistema, e incluso se aventura como uno de los motivos principales de la reacción
pendular del siguiente régimen, en esta materia.

3. El régimen franquista
La situación de tensión y conflicto provocado en el seno de la sociedad
española por la política religiosa desarrollada por el gobierno de la II República, tuvo
graves consecuencias. La fuerte presión anticatólica ejercida desde el gobierno
republicano aumentó la tensión entre sus partidarios y los católicos, hasta tal punto,
que la guerra civil parecía la única vía de escape. Cualquiera que hubiese sido el
resultado de la contienda hubiera desembocado en un gobierno extremo, de
izquierdas o de derechas, amparado por la victoria. Así, saliendo vencedor el bando
denominado nacional, la conclusión inevitable fue un movimiento de péndulo que
desembocó en la instauración de un gobierno dictatorial de derechas.
Como no podía ser de otro modo, dado el componente religioso de la
contienda, una de las cuestiones fundamentales del gobierno del General Franco
fue la política religiosa. Ésta se concretó en la declaración de un Estado confesional
católico, elemento que fundamentaba la unidad política y la conciencia nacional, lo
que condicionaría toda su actuación política y legislativa futura. En palabras de
Gregorio Marañón: “el anticlericalismo triunfó con el advenimiento de la II
República, el clericalismo, en cambio, vencería con el régimen político surgido de la
guerra civil”.
Las Leyes Fundamentales del Reino, conjunto de normas supremas que
regían el Estado, contenían las notas principales de la posición estatal frente al
fenómeno religioso y, en particular, frente a la Iglesia católica.
Según una de estas Leyes, el Fuero de los Españoles (1945), "la profesión y
práctica de la Religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección
oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas en el ejercicio privado de
su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de
la Religión católica". Con esa proclamación, quedaba clara la confesionalidad formal
del régimen franquista, lo cual no impedía la admisión de una tolerancia, en el
ámbito privado, para las demás creencias.
Otra de las normas fundamentales de especial significado en este
posicionamiento del Estado ante el fenómeno religioso es la Ley de Principios del
Movimiento Nacional (1958). Ésta en su principio II indica, “La Nación española
considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina
de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe insuperable
de la conciencia nacional que inspirará la legislación”; mientras en el IX sostiene:
“El ideal cristiano de la justicia social, reflejado en el Fuero del Trabajo, inspirará la
política y las leyes”. Estos Principios respecto de la cuestión religiosa suponen, sin
duda, una vuelta de tuerca más en la confesionalidad formal ya declarada por el
Régimen convirtiéndola, además, en una confesionalidad sustancial o material, al
reconocer la doctrina católica como orientación y límite de la legislación estatal.
Esta declaración de confesionalidad sólo se entiende si se tiene presente la
ideología nacional católica que Franco quiso como base de su proyecto político: la
religión católica como fundamento de la conciencia nacional.
Las formulaciones teóricas tomaron cuerpo a través de una política legislativa
favorecedora de la extensión y el desarrollo de la religión católica y sus principios
por el territorio español, para lo cual además del desarrollo unilateral de la
reglamentación de distintos aspectos del la vida del ciudadano, dada la obligación
de inspiración de esa legislación en el Derecho divino y canónico, se firmaron
distintos acuerdos con las autoridades eclesiásticas, en particular destaca la firma
de un Concordato con la Santa Sede en 1953.
Este texto concordatario, que vino a sustituir al de 1851, fue precedido de
otros convenios puntuales, de contenido específico como, el acuerdo de 1941 sobre
el modo del ejercicio del privilegio de presentación y el compromiso de no legislar
en materia mixta sin autorización de la jerarquía eclesiástica, el de 1946 sobre
seminarios y universidades de estudios eclesiásticos, o el convenio de 1950 relativo
a la jurisdicción castrense y asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas.
Naturalmente el Texto concordatario venia a reafirmar lo ya señalado por la
legislación unilateral al indicar que las relaciones entre el Estado y la Iglesia deben
discurrir en conformidad con la Ley de Dios y que la Religión Católica …gozará de
los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley
Divina y el Derecho Canónico.
A principios de la década de los sesenta, el Concordato fue completado por
un Acuerdo bilateral relativo al reconocimiento de efectos civiles de estudios de
ciencias no eclesiásticas en Universidades de la Iglesia. Acuerdo firmado en 1962
que permanece vigente en la actualidad. Con todo, a finales de la misma década la
norma concordada y el modelo de sistema de Derecho eclesiástico entraron en
crisis. Y ello por dos razones: su falta de sintonía con la doctrina del Concilio
Vaticano II, como veremos a continuación, y su inadaptación a las nuevas
circunstancias de la sociedad española.
El Concilio Vaticano II y su repercusión en la política religiosa española.
Como hemos visto anteriormente, la posición del Estado ante las creencias y
confesiones no católicas fue de tolerancia, limitada al ámbito privado, en pro de la
defensa de la confesionalidad católica adoptada por el mismo. Los poderes públicos
se obligaban a intervenir restringiendo la manifestación externa del culto o
proselitismo religioso de otras creencias distintas de la católica.
Sin embargo, a partir de los años sesenta comienza a producirse un cambio
en el estatuto civil de los grupos religiosos acatólicos. En primer lugar, por el intento
del gobierno franquista por salir del aislamiento político en que se encontraba,
propiciando medidas de acercamiento a los criterios que regían el mundo
occidental. En segundo lugar, y de manera principal, como consecuencia del
Concilio Vaticano II, y de la posición que la Declaración Dignitatis Humanae adoptó
ante la libertad religiosa.
En efecto, hasta entonces la Iglesia había venido defendiendo la
confesionalidad católica, compartida con la tolerancia privada de los otros cultos,
como opción idónea en las relaciones Iglesia-Estado. Sin embargo, a raíz del
Concilio, con la mencionada Declaración, la Iglesia se decanta definitivamente por
la libertad religiosa, admitiendo la confesionalidad (católica o no) siempre que
cumpliese dos condiciones: no entrar en colisión con la libertad religiosa y, por
tanto, quedar limitada y subordinada a ella; y que se tratase de una confesionalidad
histórico-sociológica y no doctrinal (Llamazares).
Esta defensa de la libertad religiosa por parte de la Iglesia católica supuso un
cambio importante no sólo en el seno de la misma sino también en el ámbito
político español, como consecuencia del compromiso asumido por el Estado de
inspirar su legislación en la doctrina de aquélla. Así, además de poner en crisis el
Concordato de 1953, y dado que el legislador español estaba sometido a la doctrina
católica por lo establecido en las Leyes Fundamentales, tuvo un doble efecto:
1º) En el plano constitucional, la modificación en 1967 del párrafo 2º del
artículo 6 del Fuero de los Españoles en los siguientes términos: " El Estado asumirá
la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela
jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público".
2º) En el plano de la legislación ordinaria, la promulgación ese mismo año de
una Ley de Libertad Religiosa desarrollando lo anterior.

La Ley de Libertad Religiosa de 1967.Esta Ley trataba de reconocer y


garantizar el derecho de libertad religiosa de todos los ciudadanos del territorio
español, españoles y extranjeros, tanto en lo que se refiere al culto privado como al
público.
Sin embargo, aun cuando la Ley de Libertad Religiosa significara un paso
importante en la protección del derecho de libertad religiosa de las confesiones no
católicas, no garantizaba de modo pleno esta libertad. Los grupos religiosos no
católicos eran sometidos a numerosos controles.
Y es que esta Ley no asumió verdaderamente los postulados de la Iglesia
católica sobre la libertad religiosa. Muestra de ello fue el artículo 1.3 de la misma,
según el cual “el ejercicio del derecho de libertad religiosa, concebido según la
doctrina católica, ha de ser compatible en todo caso con la confesionalidad del
Estado español proclamada en sus leyes fundamentales”. Es decir, se subordinaba
la libertad religiosa a la confesionalidad, no al revés, como establecía la Dignitatis
Humanae.
Lógicamente, la insuficiencia del contenido de esta Ley para garantizar una
auténtica y plena libertad religiosa, como reclamaban no sólo los no católicos sino
también la propia Iglesia católica, conllevó el descontento de la población no
católica y el enfrentamiento del poder político con amplios sectores de la Iglesia
nacional y la Santa Sede, que desde entonces, y hasta el final del Régimen,
mantuvo relaciones tirantes con el mismo.
Desde los sectores no católicos se demandaba el fin del Concordato, que
había quedado obsoleto en sus puntos principales tras el Concilio e impedía la
reforma de las materias que afectaban a asuntos religiosos: libertad religiosa y de
culto, privilegio del fuero, enseñanza, etc.
Por propia iniciativa, el Estado español y la Santa Sede iniciaron
conversaciones para una reforma global del Concordato con objeto de establecer un
nuevo marco de relaciones entre ambos y, consecuentemente, un estatuto civil
acorde para la Iglesia católica. Sin embargo, las negociaciones no fueron sencillas,
pues existían diversos puntos de roce entre ellos; especialmente en torno a los
privilegios de presentación -que otorgaba al poder civil capacidad de decisión en el
nombramiento de las autoridades eclesiásticas- y de fuero -que establecía un
régimen beneficioso en el tratamiento judicial de estas autoridades-. No fue hasta
1976 que se produjo un Acuerdo sobre esta materia, dando lugar a la renuncia
mutua de ambos privilegios.
La muerte de Franco supuso el inicio de la llamada Transición política que se
hizo patente a partir de 1976, aunque con la moderación propia que exigía un
cambio de tal envergadura en el sistema político y legislativo. En materia religiosa,
el Derecho eclesiástico fue objeto de una evolución paulatina, que le llevaría desde
una intolerancia moderada a un modelo basado en la libertad religiosa y en la
cooperación con las confesiones, y que se concretaría, en el caso de la Iglesia
católica, en la sustitución del Concordato de 1953 por una pluralidad de acuerdos
firmados en 1979.

ANEXO I

CONSTITUCIÓN DE LA REPUBLICA ESPAÑOLA


(9 de diciembre de 1931)

Art. 3: “El Estado español no tiene religión oficial”

Art. 14: “Son de exclusiva competencia del Estado español la legislación y la ejecución directa en las materias
siguientes:
...
2. Relaciones entre las iglesias y el Estado y régimen de cultos.
...”

Art. 25: “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la
riqueza, las ideas políticas, ni las creencias religiosas.”

Art. 26: "Todas las confesiones religiosos serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.
El Estado, las regiones, las provincias y los municipios, no mantedrán, favorecerán, ni auxiliarán economicamente a
las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero.
Quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos,
otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legitima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y
afectados a fines benéficos y docentes.
Las demás órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las
siguientes bases:
1ª Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del estado.
2ª Inscrpción de las que deban subsistir, en un Registro especial dependiente del Ministerio de Justicia.
3ª Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación,
se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos,
4ª Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.
5ª Sumisión a todas las leyes tributarias del país
6ª Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la
Asociación.
Los bienes de las Ordenes religiosas podrán ser nacionalizados

Art. 27: “La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan
garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de moral pública.
Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de
recintos por motivos religiosos.
Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas de culto habrán de
ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno.
Nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas.
La condición religiosa no constituirá circunstancia modificativa de la personalidad civil ni política, salvo lo
dispuesto en esta Constitución para el nombramiento de Presidente de la República y para ser Presidente del Consejo
de Ministros.”

Art. 34: “Toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de
difusión, sin sujetarse a previa censura.”

Art. 38: “Queda reconocido el derecho a reunirse pacíficamente y sin armas.


Un ley especial regulará el derecho a la reunión al aire libre y el de manifestación.”

Art. 39: “Los españoles podrán asociarse o sindicarse libremente para los distintos fines de la vida humana,
conforme a las leyes del Estado.”

Art. 48: “El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas
enlazadas por el sistema de escuela unificada.
La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria.
Los maestros, profesores y catedráticos de la enseñanza oficial son funcionarios públicos. La libertad de cátedra
queda reconocida y garantizada.
La República legislará en el sentido de facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los
grados de enseñanza, a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la vocación.
La enseñanza será laica. hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de
solidaridad humana.”

Art. 49: “La expedición de títulos académicos y profesionales corresponde exclusivamente al Estado, que
establecerá las pruebas y requisitos necesarios para obtenerlos aún en los casos de que los certificados de estudios
procedan de centros de enseñanza de las regiones autónomas. Una ley de Instrucción pública determinará la edad
escolar para cada grado, la duración de los períodos de escolaridad, el contenido de los planes pedagógicos y las
condiciones en las que se podrá autorizar la enseñanza en los establecimientos privados.”

ANEXO II

Fuero de los Españoles (1945), art.6


“La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial.
Nadie será molestado por sus creencias religiosas en el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras
ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica”

Ley de Sucesión (1947), art.1


“España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se
declara constituido en Reino”

Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958)


Principio II: “La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la
doctrina de la Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que
inspirará su legislación”

Principio III: “Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los principios
proclamados en la presente Ley Fundamental del Reino”

Principio IX: “El ideal cristiano de la justicia social, reflejado en el Fuero del Trabajo, inspirará la política y las
leyes”

Nuevo párrafo del art.6 del Fuero de los Españoles


“El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a
la vez, salvaguarde la moral y el orden público”.

Ley de Libertad Religiosa (1967), art.1.3


“El ejercicio del derecho de libertad religiosa, concebido según la doctrina católica, ha de ser compatible en todo
caso con la confesionalidad del Estado español proclamada en sus Leyes Fundamentales”

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